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La escalera de Bramante

15 agosto, 2016 por Akelarre 2 comentarios

Escalera de Bramante Giuseppe Momo

Escalera de Bramante

Escalera de Bramante de doble hélice que se encuentra en los Museos Vaticanos. Un dosel de cristal situado por encima proporciona la luz necesaria para iluminarla.

Fue construida por Giuseppe Momo, un arquitecto e ingeniero italiano que diseñó numerosos edificios en Turín y todo el Piamonte, pero sobre todo en Roma, donde, por encargo de Pío XI, cambió la Ciudad del Vaticano.

Esta escalera inspiró a Frank Lloyd Wright para el proyecto del Museo Guggenheim de Nueva York.

La silla de manos

Cristina Vázquez

El juego

Malena Teigeiro

Viaje a las nubes

Liliana Delucchi

Escalinatas de ensueño

Marieta Alonso

La silla de manos

Cristina Vázquez

— Deténganse.

Los cuatro hombres que llevaban la silla de manos, vestidos con unas antiguas libreas desgastadas y anacrónicas, se pararon. Los dos de atrás mantuvieron alzada la parte posterior para que no se quedara inclinada. Después de unos breves momentos, un golpecito dado desde dentro, era la señal para seguir subiendo por la enorme escalera del palacio, propiedad del Ayuntamiento. Menos mal que no tenía peldaños, se decía Julio, el más joven, que había sustituido a uno de los porteadores por enfermedad. El siguiente tramo es el último, le susurró su compañero, y siguieron el lento ascenso hasta llegar a la Galería superior, donde acababa la imponente escalera.

Al llegar se bajó de la silla de manos una señora menuda, elegante y desdeñosa, vestida con un anticuado traje de fiesta en tonos malvas, que le llegaba a los tobillos. Apoyada en un bastón de ébano con empuñadura de plata, representando la cabeza de un león, repartió entre los hombres cuatro bolsitas de terciopelo con unas monedas. Ella les agradeció su colaboración y se despidió con amable altivez.

— Hasta el mes que viene.

Se alejó erguida por la Galería, apoyándose levemente en su bastón. La luz de la tarde se colaba por los cristales emplomados, produciendo unos asombrosos juegos de luces sobre el mármol del suelo. Julio decidió quedarse escondido a observar dónde se iba la anciana y qué hacía a esas horas en el Ayuntamiento, cuando ya estaba cerrado.

La mujer se sentó en uno de los bancos debajo de una ventana. Un reflejo ambarino le producía un halo alrededor que a Julio le hizo pensar en una aparición, y se fijó que, pese a su edad, permanecían rastros de belleza en su cara. Con ambas manos descansando sobre la empuñadura, comenzó a hablar sola.

 — Monseñor, sería comprometido que nos vieran juntos —e hizo un coqueto gesto que resultaba ridículo, casi esperpéntico.

— Sí, Excelencia, usted sí puede llamarme Esmeralda. Será nuestro secreto —y parpadeó con exageración.

Sus ojos aún eran de un verde intenso.

— Oh, querido Presidente, cómo siento no poder atender a su súplica —elevó la vara de ébano como si reconviniera al inexistente personaje.

Después de acabar esta pantomima, se recostó contra la pared con un aire fatigado, mientras las sombras empezaban a avanzar por el solitario lugar. Julio no sabía qué hacer. Marcharse o preguntarle a la señora si necesitaba ayuda. Parecía una figura doliente, una Piedad con las manos vacías. De pronto, oyó el ruido de una puerta al cerrarse y unos pasos que se acercaban. Sobresaltado, vio avanzar a un hombre de mediana edad, con el pelo canoso, un andar cansino y el uniforme azul de los guías del Palacio. Todo en él desprendía un aire de vencimiento y resignación.

— Lo siento, madre, me he retrasado un poco.

La mujer se levantó con cierta dificultad y se apoyó en el brazo del hijo. Al pasar por delante, siguió con interés su conversación. Ella le decía que esperaba que esa noche no hubiera cocido coles otra vez para la cena.

— No soporto ese olor —graznó.

Y el hijo, en un tono monocorde le susurraba que no abusara con el numerito de la silla, y que dejara de coger monedas de la colección para dárselas a los hombres que la subían. Bastante suerte habían tenido, continuó abatido, con que les respetaran el pequeño apartamento del servicio para seguir viviendo ahí.

Ella se detuvo, le miró con reprobación y tras un largo suspiro dijo.

— Esa escalera resume mi vida  —y golpeando el suelo alzó la voz—. No olvides nunca que los dueños, durante siglos, hemos sido nosotros.

Y con una mueca de desprecio continuó sola su camino hasta perderse en las sombras.

© Cristina Vázquez

El juego

Malena Teigeiro

Éramos como hermanos, pero mejor. Porque si a mi hermano le contaba algún problema, se reía de mí o lo que era peor, se iba a contárselo a nuestros padres, y él no. Él me miraba atento, dulce, cariñoso, y ante cualquier pena, siempre me consoló.

Nuestras vidas fueron paralelas. Su casa era el número diez y la mía el nueve de la misma calle. Recorrimos juntos el camino del  jardín de infancia, después el del colegio, y luego el del instituto. Como la religión de nuestros padres nos impedía  estudiar en colegios mixtos, esperábamos ansiosos el momento de entrar en la Universidad. Entonces, al fin podríamos  vivir juntos: los dos queríamos ser periodistas. Sin yo saberlo, él siguiendo el consejo de su padre, optó para la facultad de medicina. Y lo admitieron. A mí también, pero en la de periodismo. Aun así, nos veíamos con bastante frecuencia. Cuando cursábamos el último año, me invitó a una fiesta en su facultad. Te tengo una sorpresa, dijo. Vino acompañado de una chica alta, morena, y con unos ojazos verdes que envidié desde el primer momento. Además de ser muy guapa, era simpática. ¡Hasta iba bien vestida! Sentí rabia. Lo vi claro. Iba a robármelo.

Después de darle muchas vueltas, tracé un plan. Les invité al museo Vaticano. Había descubierto unos papiros en donde se relataban las primeras operaciones de cerebro hechas por los egipcios, sonreí cándida.

Les expliqué que iríamos el lunes, pues aunque el museo ese día está cerrado, tenía unos pases para investigadores. Les pareció bien y quedamos para el lunes siguiente a las cuatro, delante de la escalera de los Museos Vaticanos. Mientras subimos nos divertiremos con un juego que me han enseñado unos compañeros de curso, mentí.

Entramos en el museo y al llegar al pie de la escalera, les mostré los dos brazos que, retorciéndose como serpientes, subían paralelas hasta llegar a la cúpula de cristal.

—Tú vete por éste —le indiqué a ella—, y nosotros iremos por el otro.

Comenzamos a subir.

—¿Qué tengo que hacer? — preguntó nervioso.

—Ponte detrás de mí —le dije zalamera.

Cuando lo hizo, le cogí las manos y se las sujeté alrededor de mi cintura.

—Sígueme sin dejar de mirarla —susurré—.  Cuando la veas justo enfrente, avísame.

Muy juntos, casi pegados, yo me giraba hacia él una y otra vez haciendo gestos y bromas que él reía. Íbamos despacio. Logré retrasarnos lo suficiente para que ella nos viera continuamente. Entonces, dándome la vuelta, le coloqué los brazos alrededor del cuello, lo sujeté para que no pudiera dejarme, y comencé a besarlo con furia. Él, sorprendido, devolvía mis besos. Ella se detuvo. Nos miraba. Bajando la cabeza, se dio la vuelta y rápida corrió hasta salir del museo. Al verla huir, él, de un empujón, me tiró al suelo.

—Estás loca —se limpió los labios con  el revés de la mano y escapó detrás de ella.

En aquel instante mi vida fue otra vez como las dos colas de la escalera del Vaticano que suben paralelas y nunca se encuentran. Varias veces lo divisé a lo lejos, pero nunca volvimos a estar juntos. Intenté encontrarlo para disculparme. Lo llamé una, dos, y mil veces. Nunca contestaba. Conoce mi número, pensé. Compré otro teléfono. Fue igual. En cuanto reconocía mi voz, colgaba.

Al terminar el curso, me salió un trabajo en el hotel Venecia de Las Vegas. Desde mi despacho, veo el gran hall atravesado por el canal, las góndolas, el arrullo de las parejas. Una mañana me decidí a escribirle una carta. Le pedí perdón. Esperé intranquila su respuesta. Una tarde del mes de julio me llegó un sobre escrito con su letra. Pero la carta era de ella.

No te vuelvas a preocupar por nosotros. Te hemos perdonado y te recordamos día a día, cada vez con más contento.

Además de ser guapa, y tener buen gusto para vestir, era maligna. No solo me humillaba con sus falsas e hipócritas letras, sino que, en el mismo sobre me envió una foto. Ella y él besándose en una góndola. Estaban en Venecia, disfrutando de su amor en el viaje de bodas.

© Malena Teigeiro

Viaje a las nubes

Liliana Delucchi

Que no era una buena idea, ya me habían advertido mi madre y mi tía. Pero este verano no tengo con quién ir de vacaciones y la abuela insiste en conocer Roma, así que cuando me aseguraban que era muy pesada, pensé que eran exageraciones. Debí hacerles caso.

—Si sabes que soy agnóstica no veo por qué tenemos que visitar el Museo Vaticano.

Cuando decía que ansiaba conocer la Ciudad Eterna se refería a la Fontana de Trevi, de la que el Bello Marcello rescatara a una gorda rubia, protesta mientras sube las escaleras.

—No entiendo qué ves de maravilloso en estos mármoles sin fin.

No contesto, ¿para qué? Quizás si me mantengo callada ella hará lo mismo. Pero no. Sigue con una diatriba que ya no escucho, porque estoy centrada en lo que me cuenta una señorita a través de esta radio que alquilé a la entrada.

—Bueno, ya que tengo que estar aquí, llévame a ver la Capilla Sixtina, quizás pueda presenciar una fumata.

—Abuela, la fumata solo se enciende cuando finaliza el cónclave con la elección de un nuevo Papa.—

—¿Es que no piensan elegir uno ahora?

—No abuela, el actual goza de buena salud.

Está cansada, así que la dejo en el Cortile della Pigna para que tome un poco de aire y sigo mi recorrido. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando regreso con los ojos y el alma llenos de Rafael, Leonardo y tantos otros, y la encuentro conversando con una señora de más o menos su misma edad. Me la presenta como la Signora Rossina Carpelle, que la está invitando a merendar en su casa esta tarde. En un español fluido comenta que vive a escasas calles del Vaticano.

Mi abuela está encantada, durante nuestro almuerzo no hace más que hablar de su nueva amiga que esta tarde le va a presentar a su hermano, el Cardenal.

—¿A qué viene tanto entusiasmo, abuela? Eres agnóstica. No se te ocurrirá emprender una discusión con el Cardenal, ¿verdad?

—¿Eres tonta o qué? Pienso seducirlo, después de todo es un Príncipe de la Iglesia.

¡No puedo creerlo! Pido una grappa.

—Abuela, tienes 84 años, no sé cuántos tendrá él, pero como tú dices, es un Príncipe de la Iglesia y ellos no van ligando por ahí como los simples mortales.

—Querida niña, Rodrigo Borgia era cardenal cuando se acostaba con una mujer con la que tuvo cuatro hijos a los que reconoció. Y terminó siendo Papa.

Necesito otra grappa.

© Liliana Delucchi

Escalinatas de ensueño

Marieta Alonso

Las amaba. Sentía tal frenesí ante cualquier escalera que le era imposible proseguir su camino. Por eso cada vez que se topaba con una, aunque no tuviera necesidad, las subía y las bajaba. Al ascender iba despacio; el esfuerzo y los jadeos la obligaban a sentarse al llegar arriba. Descansaba. Ya con el corazón a su ritmo se ponía en pie, acariciaba con el índice la barandilla, vertía besos al aire y con los ojos cerrados, descendía los peldaños con mesura, al compás de una música imaginaria. Esa cachaza que despilfarraba en cada grada, hacía que le llegasen historias de terror, cuentos amorosos, que la cubrían de los pies a la cabeza.

Estando en Ciudad del Vaticano, al final de su recorrido por el museo, se dispuso a bajar por la mal llamada escalera de Bramante. Ejecutó su ritual y la inundó una paz que fue truncada por dos voces varoniles enzarzadas en una pelea. Miguel Ángel y Julio II estaban de nuevo discutiendo: que si ya tenía que haber terminado, que si aún estoy esperando el pago, que si usted es víctima de su propio carácter, que si no le perdonaré jamás haberme golpeado con el bastón, que si vos no sois quién para contestar así a vuestro Pontífice…

Tan vívidas fueron las imágenes y las palabras, que quiso interceder. Abrió los ojos. Nadie a su alrededor. Las voces se fueron acallando. Eran solo murmullos que se filtraban por los poros del granito. Cerró los ojos.

Unos cuantos escalones más abajo, escuchó unos pasos quedos. Eran Bramante y Rafael que le pasaron por encima como si ella no existiera, y que, amparados en la oscuridad de la noche, iban a espiar el trabajo de la Capilla Sixtina.

Siguió bajando y observó cómo Miguel Ángel gesticulaba ante el Papa, acusando a Bramante de haberle robado las llaves. Se solucionó la crisis y el gran pintor volvió a su bóveda.

De pronto, un grupo de turistas irrumpió en su soledad y a empujones, la llevaron hasta al último estribo. Lástima de barahúnda.

© Marieta Alonso

Publicado en: Arte

El tramposo con el as de tréboles – George de La Tour

15 julio, 2016 por Akelarre Deja un comentario

El tramposo del As de Tréboles George Latour
Tramposo con As de Trébol. Kimbell Art Museum. Fort Worth. Texas. Óleo sobre lienzo de 124 x 183.

El tramposo del as de tréboles - George Latour

George de la Tour. Nace el 13 de marzo de 1593 en Vic sur Seille, Lorena, y muere el 30 de enero de 1652.

Poco se sabe de su primera formación en Lorena, aunque posterior documentación lo muestra desabrido en lo personal y reconocido en lo profesional. Trabajó para el Duque de Lorena y fue nombrado pintor de Luis XIII. Fue un pintor olvidado y redescubierto a finales del siglo XIX.

Su influencia de Caravaggio hace pensar en un viaje a Italia y quizás también a los Países Bajos. Es el más famoso de los tenebristas franceses y su pintura sorprende por su lirismo, sobre todo en las escenas nocturnas.

El tema del cuadro que os presentamos este mes es el engaño, influenciado por dos obras de Caravaggio. La escena la componen un lechuguino, el tramposo y dos mujeres, una prostituta y su criada que tientan al joven con sus encantos, a la vez que lo emborrachan para que no se percate del engaño.

La última partida

Cristina Vázquez

El Gaviota

Malena Teigeiro

Trío de engaños

Liliana Delucchi

Gen de naipes

Marieta Alonso

La última partida

Cristina Vázquez

Para  Ximena, conocedora de arcanos.

Se había jurado y perjurado que nunca más caería en las manos de ningún tahúr, pero Giacomo… ¡Era tan exigente! Exigencia adecuada a su belleza, a su gracia, que la obligaba a derrochar dinero para que estuviera feliz, para que no se esfumara de su lado, para no perder la ilusión de su amor. Aunque había algo tenebroso en él que Apolonia no era capaz de explicar. Un misterio que parecía precederle y luego envolverlo, una oscuridad que perfilaba más su apostura y a ella la hacía tambalearse en una incertidumbre, que por fin la había despertado a la vida encadenándole a él.

Llevaba siete años viuda de un hombre mayor, quisquilloso y vulgar con el que la habían casado por su dinero, pero al morir, la herencia que dejó no fue tan abundante como soñaba su familia, y aunque tenía para vivir holgadamente, los pequeños caprichos a los que siempre estuvo acostumbrada, se le hacían más difíciles de conseguir. Su dama de compañía, otra viuda, en este caso ciertamente empobrecida, era una mujer entendida en engaños y placeres que tuvo que abandonar por reveses de la fortuna, la fue conduciendo a partidas de cartas que la permitieron ganancias inesperadas. Nunca sospechó que pudiera embargarla emoción tan fuerte, al tener entre sus dedos una buena jugada, al vivir el placer de lo prohibido y el delicioso secreto de los doblones escondidos. Tampoco imaginó el desasosiego por las pérdidas o por tener que empeñar joyas para pagar. Jamás antes había sentido pasión alguna. Siempre creyó que era una mujer que podía vivir en la indiferencia.

En una de las partidas de cartas apareció Giacomo, elegante, altivo. Jugaba con desdén sin importarle si ganaba o perdía y tras haber dejado sobre el tapete una gran cantidad de dinero que ella ganó, se acercó por detrás y le pasó el puño de su daga por la espalda, como una caricia heladora y llena de promesas.

— El ardor con que juegas será mío.

En ese momento descubrió algo que la aterró. Tuvo la certeza de que no sería dueña de sí misma nunca más. Se hicieron amantes. Él aparecía y desaparecía. Nunca consiguió saber a qué dedicaba el tiempo de su ausencia. A veces volvía con las manos llenas de oro, otras como un perro apaleado, y algunas, herido. Jamás dijo nada, ni quién era, ni de dónde venía y Apolonia fue encontrando en la dureza de sus abrazos y sus exigencias, una cadena irrompible que la iba hundiendo.

Cuando necesitaba dinero la obligaba a jugar y luego repartía con ella las ganancias, en el caso que las hubiera, y si no la abandonaba una temporada en señal de castigo. Mientras jugaba siempre se ponía tras ella con el puño de la daga acariciándole la espalda. Al sentir el zigzag que iba trazando entre sus omoplatos, un frío ardiente  la enloquecía

Llevaba Giacomo unos días fuera, porque la partida anterior había sido desastrosa, y pidió a su doncella que le organizara otra para resarcirse. La última, se prometía con desolación.

Y en esa última partida, con un tahúr de los que ocasionalmente frecuentaba, al abrir con temblor las cartas, los cuatro reyes se desplegaron seguidos en sus manos, enlazados en una suerte de danza. Y se percató súbitamente de que todas las figuras tenían dos manos, excepto el rey de corazones que tenía cuatro. Se sobresaltó al comprobar que dos de ellas descansaban sobre la deforme panza, y las otras dos surgían a su espalda con un puñal. Al rey de corazones lo estaban matando o el rey de corazones mataba.

Soltó las cartas ganadoras sobre la mesa y huyó despavorida.

© Cristina Vázquez

El Gaviota

Malena Teigeiro

A Marga Cancela

Cuando desapareció su esposo, Rosa tenía cuatro hijos. Un fuerte temporal se llevó la barquita en la que iba de marinero. Aún hoy lo llora y no sabe muy bien por qué.

—¡Era tan buen mozo!, pero he de reconocer que no me trató bien —pensaba pasándose la mano por la frente, como queriendo ahuyentar sus negros pensamientos,  apoyada en el mostrador del colmado abierto en el zaguán de su casa.

Ahora estaba muerto y era mejor olvidarse de sus otras mujeres. —No puedo, suspira.— La primera en amargarle la vida fue su suegra. Una mujer de las de mete mete. Cada vez que se compraba un trozo de tela para hacerse un vestido, la escuchaba: “Tú gastando y mi hijo dejándose la vida entre las olas.” Ahora que lo pensaba, ¿sería meiga la vieja? En fin, qué le importaba ya. Era ella la que tenía que sacar a sus hijos adelante sin saber cómo. El colmado apenas le daba para comer. Echó un vistazo al reloj. Era ya tarde. Salió de detrás del mostrador y cerró las puertas.

Se fue a arreglar preocupada. El domingo a la salida de la iglesia, don José se le acercó. Después de un leve galanteo, le dijo que el martes la iba a visitar al anochecer, pero con mucha discreción. Ella se imagina para lo que es. Le gustaban las mujeres, o al menos de eso hablaban los vecinos, y era lo suficientemente lista como para saber a lo que iba. Aunque no le gusta la idea de ser la querida de nadie, bastante sufrimiento tuvo con las de su marido, necesitaba el dinero. ¡Ay, Dioni, con lo que yo te quise siempre! Era tan guapo, tan apuesto, que ninguna mujer se le resistía. Cada vez que la veía llorar, su madre le decía que no se quejara, que mucha era su suerte, porque ella era la legítima, la de la Iglesia. ¡Qué buena y sacrificada ha sido siempre su madre! Cuando el domingo después de comer le cuenta que don José le pidió visitarla, la anima. “Dile que sí. Estás sola. Qué daño haces. Ni siquiera a su mujer, que ya ni se entera de nada.” Y el martes su madre se fue a recoger a los niños a la escuela para llevarlos a su casa a cenar y dormir.

—Si puede ser, al menos de momento, que los niños no vean al viejo— le había dicho sonriente.

Se puso el vestido con flores rojas, el que tanto le gustaba al Dioni, a ver si la ayudaba un poquito, y luego de soltarse la coleta, se cepilló la melena.

Cuando don José entra en su casa por la puerta de atrás, la que da al gallinero, le acaricia la cara. Rosa, dijo, cada día que pasa estás más buena. Sin soltar el puro, la abraza por la cintura y restriega su barrigudo cuerpo al suyo.

—Pase, pase. Que le tengo una copita preparada en el comedor —lo separa zalamera.

—No me ofrezcas copitas que hoy tengo que estar claro.

Entraron en el comedor y Rosa se sienta enfrente, al otro lado de la mesa. Él acerca su silla hasta pegarla a la suya. Las gruesas piernas abiertas. La bragueta abultada. Los ojos vidriosos. Le levanta la falda y coloca una mano sobre la rodilla.

—Rosa, Rosa —murmura dándole palmadas en el desnudo muslo—. Vamos a dejarlo, que me pierdes.

Vuelve a sentarse enfrente y, suspirando, con los dedos cortos, orondos, de uñas amarillentas, sacude el cigarro en el cenicero. Aquel redondo y grueso cigarro, la estremece.

—Desde la noche en que el mar se llevó al Gaviota, no he dejado de pensar en ti. ¿Te acuerdas de la terrible galerna? —la vio bajar la cabeza. Sus ojos la acarician—. Cómo no ibas a hacerlo si con él se fue tu Dioni. Y mira que era marinero el barquito. Qué lástima de hombres —con la vista fija en ella, frunce las cejas. Suspira y le da una calada al cigarro—. Pues vamos a lo que he venido. Tú Rosa, te has quedado muy mal de dinero, que ya me lo dijo tu madre. Y como en tu casa con eso del colmado hay un trasegar de gente, a nadie le puede extrañar que entre yo, o algún otro. ¿Verdad? —¡Anda que ahora mi madre ahora se mete a alcahueta!— ¿Qué te parecería recibir a tres o cuatro de nosotros algunas noches?

La mujer da un salto en su asiento. Se retuerce las manos nerviosa.

—Don José, yo… Tenga en cuenta que solo lo hice con un hombre y era mi marido.

Las lágrimas aparecieron en sus mejillas al tiempo que una sonora carcajada retumba entre los muros de la casita. El hombre saca un pañuelo y se suena ruidosamente.

—¿En qué estás pensando, mujer? Con el Gaviota, Rosa, además de tu marido, también se nos fue el Santi, el de la taberna. Y la Encarna, su madre, que ya anda mayor la pobre, como bien sabes, la cerró. Bueno, pues, al cerrarla, nos ha dejado sin casino. Si nos prestas tu comedor y guardas el secreto, te daríamos el diez por ciento del dinero que se mueva. Tan solo vendremos dos o tres tardes a la semana.

© Malena Teigeiro

Trío de engaños

Liliana Delucchi

Medio oculto tras la silueta de su doncella personal, la Sra. Dubois descubre la imagen de su marido en el espejo. Ya listo para salir, con los guantes en la mano, preguntó a su esposa qué planes tenía para esa noche. Jugar a las cartas, fue su escueta respuesta, y continuó dando instrucciones a su doncella sobre el recogido del su cabello y la colocación de las plumas en el tocado. Perlas en el cuello y las orejas, y un broche en el sombrero, completarían el atuendo. Su compañera de entretenimiento sería su hermana pequeña, a quien iba a escoltar un actor que conociera quién sabe dónde. No es que la señora tuviese demasiados remilgos a la hora de juzgar a los amigos de Natalie, sobre todo porque, independientemente de los orígenes de los mismos, la divertían. Pero le llamaba la atención  que, aún después de haberse negado a seguir financiando la forma de vida de su hermana Natalie la semana pasada, ésta volviera para jugar y, además, acompañada. Como no había conseguido otros jugadores, aceptó la oferta y los invitó a cenar. Suspiró tranquila. Apostar era una de las aficiones favoritas de la Sra. Dubois que, noche tras noche, arriesgaba unos cuantos luises.

La mesa para tres ya estaba preparada cuando entraron en el comedor. Después de una cena ligera, disfrutaron de un copioso postre acompañado por unos buenos espirituosos, compañeros ideales para una noche de juego.

La partida no pudo empezar mejor. La Sra. Dubois acumulaba monedas y copas. Decidió suspender estas últimas porque su vista había empezado a nublarse, aunque no tanto como para no ver que iba perdiendo.

Diestra en hacer trampas, despegó el naipe adherido debajo de la mesa para situaciones de emergencia y, tranquila, lo jugó.

—No quiero más bebida —indicó con voz grave y un ligero revoloteo de mano a su obsequiosa criada.

A pesar de su tono, la doncella insiste. Levanta los ojos hacia la joven, cuya mirada le señala al invitado.

El joven actor tiene la mano izquierda escondida tras su espalda, pero de momento no ha ganado ni una moneda. La señora se encogió de hombros y siguió jugando. Cerca de la madrugada había mermado tanto su dinero, que hasta tuvo que darle la sortija de rubíes al actor. Se despidió de ellos molesta.

Al recontar la criada los naipes, se encontró con tres ases, que rápida mostró a la señora Dubois. Ella, al verlos, frunciendo el ceño los arrojó al suelo. ¡Tramposa!, pensó, comprendiendo que su hermana pequeña se había servido de un cómico para llevarse el dinero que se había negado a darle para renovar su guardarropa.

© Liliana Delucchi

Gen de naipes

Marieta Alonso

Mi abuela era una empedernida jugadora. Con los adultos jugaba por las tarde al bridge, la canasta y el póker, pero conmigo todas las noches del año se entretenía con el Chúpate dos, el Julepe, las Siete y media, el Chinchón y un sinfín de juegos más. Me obligaba a sentarme en la mesa camilla al lado de la lumbre para que me distrajera un rato, me decía. Eso te calmará los nervios antes de ir a la cama. Así tendrás dulces sueños.

El caso es que tanta carta hizo que llegara a odiarlas. Y juré que de mayor nunca más tendría entre las manos las cuarenta y ocho de una baraja española, ni las cincuenta y dos de la inglesa.

Además de hacer juegos malabares con las cartas, mi abuela no paraba de darle a la sin hueso. Y cada noche se explayaba con que había que ver lo listos que eran los hijos de la Gran Bretaña, sus cartas tenían el origen en la baraja francesa, pero las inglesas eran las más conocidas. Claro que los alemanes se atribuían que sus naipes habían dado origen a la francesa, y lo decían con palabras tan contundentes que era mejor asentir no se fueran a enfadar. A la chita callando los chinos proclamaron que fueron ellos los creadores, hay que ver lo que son esos hombres de ojos rasgados, levantas una piedra, asoma uno y te sonríe. El caso fue que los ejemplares más antiguos aparecieron en Italia, pero no te equivoques, susurraba en mi oído, se puede apreciar perfectamente en ellas la influencia de las españolas. Mi abuela, como siempre, tirando de la sardina para su lata.

¡Ay abuela! Tantos disgustos que te di de niña no queriendo jugar contigo a las cartas, tantos juramentos estériles para que ahora esté en Las Vegas, viviendo a todo tren, gracias a los trucos que me enseñaste. Y esto pica y se extiende porque tu bisnieta, ha salido clavadita a ti. ¡Hay que ver la destreza que despliega barajando cartas!  

© Marieta Alonso

Publicado en: Pintura

El intercambiador de la Zona Cero

15 junio, 2016 por Akelarre 3 comentarios

Intercambiador de la zona cero Santiago Calatrava

El Intercambiador de la Zona Cero

El intercambiador de transportes de la Zona Cero de Nueva York, lleva la firma del arquitecto español Santiago Calatrava.

Luminoso recinto inspirado en la histórica estación de Grand Central, tiene una gran cúpula de blancas vigas de acero que asemejan las alas de un ave a punto de emprender el vuelo.

Representa el renacer de la Zona Cero tras los atentados de 2001.

Mademoiselle Rose

Cristina Vázquez

Medusa

Malena Teigeiro

Taconeo

Liliana Delucchi

Con la cabeza a cuestas

Marieta Alonso

Mademoiselle Rose

Cristina Vázquez

Para mi hija

Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle,
Assise auprés du feu, dévidant et filant,
Direz, chantant mes vers, en vous emerveillant:
“Ronsard me célébrait du temps que j´étais belle”
Sonnet a Hélène.

Pierre de Ronsard (1524-1585)

 

¡Tan blanco! Sentí que esa tarde todo menos yo, que iba vestida de negro, resultaba deslumbrantemente blanco, y el recuerdo de la nieve se deslizaba como una cascada fría por mi cabeza. Blancas eran también las sábanas de la cama del hospital y los zapatos. Sí, también los zapatos de la enfermera. No sé por qué me fijé en ese detalle, quizás porque siempre se me ocurren tonterías cuando las situaciones me conmueven.

La llamada que había recibido esa mañana me resultó inoportuna, extraña. Una voz nasal con un punto de trámite administrativo reclamaba mi presencia en un hospital.

— ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

Sin ningún tipo de inflexión, o cambio, o proximidad en el tono,  la voz nasal me aseguró que la señora Rose Hepburn, había dado mi número de teléfono. Era urgente.

— Es más, diría que muy urgente —y colgó el teléfono.

Miré el reloj, tenía una cita de trabajo en una hora, llamé para retrasarla, pues teniendo en cuenta que nevaba, el tráfico sería imposible  e hice un cálculo enrabietado de la pérdida de tiempo que implicaba. ¿Quién sería esa mujer? ¿Por qué a mí?

Los copos blancos ablandaban las duras esquinas de la ciudad, pero el viento, como agudo filo en las calles, hacía difícil avanzar para encontrar un taxi. Ráfagas amarillas y veloces, con la luz de ocupado, salpicaban el barrizal que se iba formando en la calzada. No se produjo ningún milagro. Tuve que ir a coger el tren que llevaba al hospital y meterme en el intercambiador de la Zona Cero, que todavía estaba en uso restringido, apenas lo transitaba nadie, y también era blanco, desoladamente blanco. Podía oír el repiqueteo de mis tacones en esa soledad que en poco tiempo se llenaría de gente, tiendas, vida.

Cuando subí a la planta que me indicaron, pregunté por la señora Rose Hepburn. Una enfermera gorda, de amabilidad intrascendente, me dijo que se alegraba de mi llegada, pensó que no vendría nadie.

—¿Venir?  ¿Para qué? —conseguí articular.

La seguí como un autómata, sin rebelarme, con una aprensión y desasosiego que notaba en el calor que me producía el sarpullido nervioso del que no me libro en momentos así. Sólo miraba los zapatos blancos que me precedían y el vaivén del uniforme que se balanceaba desde sus anchas caderas. Abrió la puerta de la habitación 312 y con un gesto altisonante me hizo pasar, a la vez que gritó.

—Rose, ha venido. ¿Ve cómo ha venido?

Una mujer menuda de pelo blanco, sentada en la butaca de skay, parecía un pajarillo a punto de emprender el vuelo, me miró con desolación.  Sobre sus rodillas exiguas sostenía un maletín de piel de los que ya no existen, como los de los médicos del Oeste. Vestida de blanco, con un pañuelo verde pálido en el cuello, se puso a mirar  hacía  la ventana.

—Adoro la nieve —y se giró con una sonrisa triste—. Gracias por venir. Temía que no pudiera.

Al cerrar la puerta la enfermera, le pregunté quién era y por qué me había hecho llamar.

Con parsimonia abrió su anticuado bolso, sacó una tarjeta ajada con su nombre y su ocupación. Profesora de idiomas.

Yo la miré sin entender el significado y en una voz muy suave empezó a recitar, quand vous serez bien vieille, au soir…. ¿Te acuerdas?

Y como un relámpago me vino a la memoria assise auprés du feu…

—¿Mademoiselle Rose?

Había sido la  profesora de francés de mi adolescencia.

—No tengo a nadie y si no, me mandan al asilo.

© Cristina Vázquez

Medusa

Malena Teigeiro

Desde que mirándola de frente, triste, se fue, Kate vive sola. Él había cerrado la puerta sin saber que una medusa con sus viscosos cabellos la atrapaba en el sofá, tapándole la boca, los ojos. Y ella, deseosa de pedirle que se quedara, despreciativa, le había devuelto la mirada como si no le importase su marcha. Maldito orgullo. Varias veces tuvo el teléfono entre las manos, pero no fue capaz de marcar el número. Se metió en la cama dispuesta a no levantarse nunca más. Al final se durmió. Y dormida y despierta, lloró. Lloró tanto que las lágrimas la rodeaban convirtiéndose en agua del mar y nadó entre ellas. Y así siguió hasta que al cabo de una semana, su madre la forzó a levantarse. Siempre fuiste tonta, y mira que eres inteligente, le decía obligándola a ducharse, a ponerse el abrigo, a salir de casa, a ir a trabajar. Desde entonces vive flotando en un líquido denso, gelatinoso, que no le permite enterarse de casi nada.

Esa mañana, como todas desde aquel día, entró en el intercambiador del metro. Se fundió entre los cientos de personas que corren para meterse en los trenes, siempre empujando. Caminaba por el largo pasillo, la cabeza baja, la mente en blanco, cuando escuchó sus pasos. Al levantar la vista vio diluirse a la gente entre el aire viciado, la vio derretirse como el hielo bajo el sol. Solo quedaba de ellas el hedor de haber pasado por ahí. De todas, menos de él. Su aroma siempre fue distinto, casi imperceptible.

—Él no usa perfume ni colonia. Está aquí.

Angustiada lo busca. Lo vio. Caminaba solo, lejos, casi a punto de doblar la esquina. Echó a correr. Los cabellos de Medusa la empujan, la envuelven. Cerró los ojos. O lo hago así o me convertirá en piedra, pensó. Sentía que se ahogaba. Escuchaba gritos. En su loca carrera logró llegar hasta él. Lo abrazó por la espalda. Él se volvió. La sujetaba por los hombros y la zarandeaba. ¿Por qué no me besa? ¿Por qué no me salva de este monstruo?

—Señorita, ¿se encuentra bien? —escuchó.

Su voz. Le sonó diferente, asustada. Ya no era la voz dulce de los “Te amo, Kate”. No quiso contestar, ni tan siquiera mirarlo. Primero que me bese. ¿Por qué me zarandea? Se sintió desvanecer. Los cientos de cabellos de Medusa la sujetaban, llevándola por el aire. Quiso separarlos, pero no pudo. A ella no la engañaba. Sabe que Medusa se ha enamorado de él y que quiere convertirla en piedra para tener el camino libre. Pero no abrirá los ojos.

A través de los párpados ve la blanca luz con la que la alumbra. Los cabellos de goma, como dedos malditos, intentan forzar aquellas pequeñas cortinas de piel. Le hacen daño. Quiere que abra los ojos y que la mire. Pero ella no lo va a hacer. Unas lágrimas le rozan la piel. “Kate, Kate.” ¿Quién la llama? Le parece escuchar la voz de su madre. ¡Maldita Medusa! Quiere engañarla, pero no, ella no caerá en esa burda trampa.

Después de sentir un pinchazo en el brazo, percibe que poco a poco se desvanece. Suspira profundo. Intenta huir por el inmenso pasillo del intercambiador. Tiene la certeza de que, al fondo, él la estará esperando.

© Malena Teigeiro

Taconeos

Liliana Delucchi

Serían las ocho menos cuarto de la mañana cuando el ruido de los tacones de Meredith sonaba con prisa por el vestíbulo. No era molesto. La soledad del recinto le hacía presentir una densa niebla más allá de la salida. Fuera deambulaban cientos de personas camino de sus trabajos, luchando contra sus reflexiones, a la espera de una jornada más. Un hombre la adelanta y le mira los pies. Ella sigue su andar ligero y contempla sus zapatos, orgullosa de sus Laboutin. Alta y segura, iba a enfrentarse a esa jauría más allá de la Quinta Avenida, a ese mundo del que ya formaba parte. El suelo, brillante como un espejo, le devuelve su sombra y, un poco más atrás, escucha un taconeo idéntico al suyo.

—Meredith, ya me parecía que eras tú.

La mujer se da la vuelta para encontrarse con Caroline, aquella gordita y sabihonda del instituto, la que con su cara llena de granos se hizo con la atención del profesor de música. No había vuelto a verla.

—Me han contado que eres CEO de Atlas Electronics y leí en el tren que estáis a punto de cerrar un acuerdo con los chinos que te elevará por las nubes. Apareces en todas las publicaciones financieras. ¡Meredith, cuánto me alegro!

—Sí, he trabajado mucho. Y a ti ¿cómo te han ido las cosas?

—¿Te acuerdas del señor Hobbes, el profesor de música? Nos hemos casado y tenemos una academia en la que enseñamos a tocar instrumentos de viento a niños autistas.

A Meredith se le transforma la sonrisa. El señor Hobbes fue parte de sus sueños de juventud. Se dormía pensando en él y estaba presente en sus desayunos.

—Caroline, tenemos que apurar el paso, o llegaré tarde a la reunión con los chinos.

—Por supuesto. ¡Vaya!, si llevamos los mismos zapatos.

Meredith mira hacia abajo y siente ganas de gritar. No lo hace. En cambio, coge su móvil y llama a su asistente.

—Sarah, retrasa por lo menos una hora la reunión.

—Imposible, ya están aquí.

—Búscate la vida y retrásala. —y en un susurro, agrega— tengo que pasar por una zapatería.

© Liliana Delucchi

Con la cabeza a cuestas

Marieta Alonso

Cada día lo mismo. Suena el despertador. En pie. Pongo la cafetera. Una ducha rápida, la tacita de café y a la calle a recorrer el largo pasillo del intercambiador que me lleva al tren y al trabajo.

A paso rápido, ni me doy cuenta de lo poco concurrido que está. En lo alto, dos personas parecen hablar por el celular, un niño se aleja, un hombre se acerca y otro vigila. Hoy me espera una mañana ajetreada, una tarde deplorable y una noche de espanto. Nathan y yo hemos vuelto a discutir. Reanudó las amenazas, rompió una lámpara y dando un portazo, se marchó. No hay solución. Al salir debí haber hablado con el encargado del edificio para que me cambiara la cerradura. Al no verle en la puerta ni me volví a acordar. No llevo una hora despierta y tengo la cabeza que echa humo de tanto pensar. Lo mejor sería un traslado laboral, un lugar lejano a miles de millas. No. Es preferible cambiar de empresa, si sigo en la misma me localizará con facilidad. ¡Oh Dios!, tendré que tirar por la borda tantos esfuerzos realizados para llegar donde estoy. Empezar de cero otra vez.

Oigo los pasos cada vez más cerca, aprieto el bolso contra el pecho, no es que lleve mucho dinero pero… es mío. Acelero el paso, miro de reojo y la sombra la tengo a mi izquierda, detrás de mí. Con sigilo saco el spray contra ladrones. Lo que me faltaba.

Menos mal que no tenemos hijos. Fue el destino, porque yo estaba dispuesta a darle todos los que quisiera. Estás totalmente ciega, quítatelo de encima, repetía mi madre. Ese hombre lo tiene todo: vicios, vagancia y violencia. Y siguiendo su costumbre de hablar con la “V”, continuaba:

—Viola tus derechos y vivirás en vilo.

La sombra está casi encima de mí. Con tanto pensar he dejado que ganara distancia. Echo a correr.

Tenía razón mi madre, soy una marioneta en sus manos. A solas tomo decisiones; junto a él, todo es confusión. Sin falta he de ir al banco, debo desautorizar su firma en mi cuenta. Ojalá que no sea demasiado tarde. En estos momentos no puedo quedarme con los bolsillos vueltos.

Siento una mano en el hombro. Sin mirar aprieto el spray. No atiné. Una nube me separa del agresor. Entre toses, escucho:

—¿Qué haces? ¡Estás loca!

Es mi compañero de trabajo que agarrándome, todo sofocado, me pregunta de quién estoy huyendo.  

© Marieta Alonso

Publicado en: Arte

La Cruz del Sur

15 mayo, 2016 por Akelarre 3 comentarios

Constelación la cruz del sur

La Cruz del Sur

Esta constelación, y su estrella más brillante, son un símbolo de las culturas indígenas de América del Sur, así como para la de los maoríes, indonesios y malayos.

Normalmente referida como la Cruz del Sur, es una de las más pequeñas y famosas constelaciones modernas. Está compuesta por dos travesaños cruzados, de 4.2 y 5.4 grados de largo.

Prolongando cuatro veces y media la línea recta del eje principal, partiendo de su estrella más brillante, Acrux, al pie de la Cruz, se llega al polo sur, punto alrededor del cual gira en forma aparente la bóveda celeste.  Sus otras estrellas reciben el nombre de Becrux, Gacrux y Decrux.

Niña Andina

Cristina Vázquez

El broche

Malena Teigeiro

Lucían las estrellas

Liliana Delucchi

Lenguaje meteorológico

Marieta Alonso

Niña Andina

Cristina Vázquez

A Julieta, mi nieta andina

 

Su madre le prometió a Alberta, mucho tiempo antes de coger el avión, que cuando se acordase de ella se tumbara en el jardín con  los pies hacía el sur, la cabeza al norte y los brazos abiertos. Que esperase a que la noche cayera y entonces reconocería unas estrellas muy brillantes que trazaban una cruz en el cielo. Después la llevó a su cuarto y ceremoniosamente le entregó  un paquetito  guardado en el cajón superior de la cómoda.

Lo abrió con cuidado y de una caja de madera oscura, sacó un instrumento redondo con una tapa de cristal y una aguja oscilante. Lo miró con detenimiento sin saber lo que era.

— ¿Esto para qué sirve?

Su madre se agachó a su altura y abrazándola casi con desesperación, eso lo supo más tarde, le aclaró que era una brújula que marcaba el norte. Así podría colocarse correctamente y siempre encontraría la constelación.

— Cuando mires las estrellas yo estaré pensando en ti.

Se tumbaron juntas en el césped como si fuera un juego, y tras saber dónde estaba el norte, con la brújula sobre el pecho igual que un ardiente corazón de hierro,  le enseñó  a reconocer las estrellas que la formaban. Se quedaron abrazadas mirándolas hasta que la humedad las hizo levantarse. Y cada vez que podía, Alberta siguió repitiendo el ritual: la brújula sobre el pecho y los pies en la dirección correcta, sabiendo que su madre, estuviera dónde estuviera,  volaría hacía esa esplendorosa luz para estar a su lado. Algunas noches el olor de los jazmines la embargaba.

Ella había nacido al pie de los Andes, en Santiago. Cuando reconocía el cálido viento invernal que sopla en las mañanas, recordaba el susurro de su madre, también como una brisa cálida: eres mi niña andina, mi preciosa niña.

— Soy una niña andina —repetía como un juego sin entender el significado.

 Ella había llegado del otro lado del mar, del otro lado de las montañas, de un país lejano le contaba la madre, en cambio su niña andina era hija de la cordillera. Y señalaba los altísimos picos nevados. Esos montes y la luz de las estrellas siempre la protegerían.

Cuando años más tarde fue a España a recoger las pertenecías de su madre y a firmar documentos en notarios y bancos, y besar a parientes desconocidos, amables pero duros al hablar, esperó a que por fin se hiciera de noche, una noche que tardaba horas en llegar, alargando el día innecesariamente. Tumbada en el jardín desconocido de la casa familiar, buscó el norte con la brújula, alineó sus pies al sur, puso los brazos abiertos y esperó a que brillaran las estrellas que siempre encontraba, las que una noche lejana, en su lejano país de ultramar le había enseñado la madre. Pero nunca aparecieron. En ese momento supo de la soledad y en ese momento lloró su ausencia bajo otro firmamento, bajo otras estrellas.  Solo oía su voz susurrando muy tenue, mi niña andina, mi preciosa niña.

© Cristina Vázquez

El broche

Malena Teigeiro

De edad próxima a considerarse una solterona, Marcia, piel aceitunada, delgada y no muy alta, regenta la joyería heredada de sus padres. Cuando lo vio entrar dejó al cliente que estaba atendiendo y se dirigió a él. Era alto, la edad parecida a la suya y negros ojos, brillantes como espejos. Con una delicada sonrisa, pidió que le mostrara el broche con el zafiro del escaparate, ése que representaba el Joyero de la Cruz del Sur. El hombre, con la joya entre los dedos, le daba vueltas sin decidirse. ¿Era joven o mayor la persona a quién iba a regalárselo? Él, entrecerrando los párpados, le sonreía. Es para mi madre. Coqueta, ladeó la cabeza. ¿De qué color son sus ojos? Verdes. Entonces le mostraré otro con esmeraldas.

—Prefiero éste que es el color de su mirada.

—Perdón. Le entendí que era verde.

—La de ella sí, la suya no —le acercó la joya a la mejilla.

Aquella fue la primera mentira. Tiempo después supo que su madre había fallecido al darle a luz, y que de la mujer con la que andaba, ni siquiera conocía el color de sus pupilas. Continuó envolviéndola con engaños, uno tras otro, hasta que conseguir vivir con ella. Meses después, le dijo que se iba, que seguir juntos le hastiaba. Que deseaba a otra. Metiéndose la mano en el bolsillo, sacó un estuche. Era el broche. Ante su asombro, le contó que había acudido a la joyería por una apuesta. ¿Una apuesta?

—Sí, conseguir vivir contigo durante seis meses. Y ya han pasado siete.

La miraba divertido. Sujetándole la mano,  le colocó el estuche en la palma. Toma, dijo, te lo has ganado. Abrió la puerta y se fue.

 

Desde que la ha abandonado, y sin que él se dé cuenta, lo vigila, lo sigue. Un anochecer lo ve entrar en el jardín de otra mujer. Agazapada entre los arbustos, atraviesa con rabia los cristales y contempla cómo se aman, hasta que, al amanecer, él se marcha. Detrás de él regresa la noche siguiente y la otra. Aquella madrugada escucha los llantos de la mujer. Al abrirse la puerta y lo ve aparecer. Se gira y le grita que no quiere verla nunca más. ¡Otra vez lo había hecho! Lo ve como, satisfecho, se sube el cuello del abrigo. La luz de la Cruz del Sur lo tiñe de plata, iluminándolo como si fuera el más potente de los faros. Mira al cielo mientras baja los escalones silbando. Camina por el jardín. Se detiene delante de su escondite para encender un cigarro sonriente. Ella, rabiosa se levanta y con una piedra le golpea la cabeza.

Huyó.

Por la mañana, una dependienta de la joyería le muestra una foto en el periódico. ¿No era el que había vivido con ella?, dice. En voz alta lee la noticia.

Un conocido industrial de la zona, sufrió anoche un trágico accidente. Los altos niveles de alcohol en sangre hacen suponer que había tropezado con la piedra con la que al caer se golpeó la cabeza.

Le estaba bien empleado por la forma en que la trató. La joven le acaricia la mejilla. Ella, angustiada, llora. ¿Tanto te duele aún? Baja la cabeza y le ruega que la acompañe a visitarlo. En el hospital les dijeron que el golpe le produjo un traumatismo cráneo encefálico, del que no se recuperaría y que no le permitía volver a hablar. Que tenía una lesión que le afectaba a la médula espinal y a la retransmisión de las órdenes al cerebro que le convertía en tetrapléjico. Ella les contó que se amaban, que pensaban contraer matrimonio. Que no le importaba su estado y que le permitieran cuidarlo. A partir de entonces, un atardecer tras otro lo visitaba, lo acariciaba, le susurraba amorosas palabras. Hasta que consiguió que la dejaran llevárselo a casa.

Una mañana la ambulancia atraviesa su jardín. Los enfermeros lo instalan en la habitación que le había preparado. Desde entonces, lo lava, le introduce la comida en la sonda, lo saca de paseo. Todos en la pequeña ciudad alaban su amor por él. Era feliz. Sin embargo, y no sabe por qué, cada vez que lo desnuda, cada vez que sostiene entre sus manos lo que en sus momentos felices él, lascivo, le mostraba susurrando que su joya estaba preparada para penetrar en su joyero, le parece ver en el fondo de sus pupilas una lucecita de odio. ¿La habrá visto golpearlo?

© Malena Teigeiro

Lucían las estrellas

Liliana Delucchi

He vuelto. El vidrio de la ventana refleja las luces de la ciudad, abro los cristales. Desde este piso once del hotel estoy más cerca del cielo, pero las estrellas desaparecen entre los focos de la civilización. Sin embargo ella está allí, y sé que me mira. Ni los brillos de esta gran urbe pueden apagar a Acrux, a ella la veo, sigo las líneas y ya la contemplo entera.

Entonces no la advertíamos como lo estoy haciendo ahora. Su presencia resplandecía en medio de un mar de luminarias diminutas. Después de la cena nos escapábamos para tumbarnos sobre el pasto del jardín y cantábamos “Sotto un manto d’estelle”. Nos encantaban las canzonettas napolitanas que aprendimos de la nonna. Por las mañanas, si había sol, coreábamos “O Sole mío” y nuestra abuela nos miraba desde la ventana de la cocina y sonreía. Éramos sus preferidos.

Cada verano, repetíamos el ritual. Sois un poco mayores para seguir con ese jueguecito, nos decían tu madre o la mía, pero nos daba igual. Algo había en ese cielo que nos unía, un lenguaje de infancia, un cosmos protector que auguraba tranquilidad, un silencio que solo rompíamos con nuestros cantos y nuestras risas.

Una noche tuviste la mala idea de enseñarme “Lucevan le stelle”. Es muy triste, dije, y además muy difícil. Me atrevo con las canzonettas, pero no con la ópera. No quiero, no la cantes. Es preciosa, es un canto a la vida, afirmabas. Sí, pero cuando va a morir.

La noticia del accidente me llegó un domingo por la mañana y maldije a Tosca, maldije a Puccini y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Después tomé un avión y nunca volví al campo.

Mañana vienen a buscarme para desandar el camino. Me dijeron que la casa sigue igual, pero los árboles deben haber crecido tanto que tendré que alejarme bastante para poder tumbarme en el suelo y buscarte en la Cruz del Sur.

© Liliana Delucchi

Lenguaje meteorológico

Marieta Alonso

Por las noches, en mis sueños, giro y giro igual que la hermosa Cruz del Sur. Amanezco desnuda, con la almohada y las sábanas por el suelo. No es un problema en el verano, pero en el invierno, gripe segura, decía mi abuela que gustaba de contarme cuentos de su tierra, de allá, de ese hemisferio sur tan lejano para mí y tan cercano para ella.

Mientras estuvo conmigo no recuerdo haber soñado, pero nada más morirse, esa misma noche la vi en el cielo envuelta en una constelación que contenía nada menos que una cruz, tirándome los brazos para que me rebujara en ellos. Unas ansias inmensas de recostarme en su hombro recorrió todo mi cuerpo. 

Trabajo me costó volver a dormir.

«Un ñandú macho, parecido al avestruz, pero no igual −recalcaba mi abuela sentada sobre una estrella−, encontrarás dentro de unos años en tu camino. Para saber si él te querrá tanto como yo, debes buscar un arco iris. Cuando lo localices te sientas en una piedra y cada color te interrogará. El rojo con voz aflautada te hará preguntas acerca de los entresijos de la historia; el naranja con voz de tenor te sondeará sobre gramática; el amarillo con voz de soprano averiguará lo que sabes de geografía; el verde con voz de barítono cuestionará tus conocimientos del medio ambiente; el cian con voz de mezzo-soprano querrá saber sobre tu forma de ser, tus sentimientos, no le mientas. El azul oscuro con voz de bajo estará interesado en cómo te comportas con amigos y extraños, y el violeta con voz de contralto hará un repaso de tu comportamiento con la familia. Tras ese exhaustivo examen, el arco iris te dejará subir por los peldaños que te conducirán hasta donde estoy esperándote. Al llegar a la mitad del camino, justo en ese momento, el ñandú gritará tu nombre para que bajes. Querrá decirte algo importante. No te muevas. Es él el que debe subir. Los ñandúes son incapaces de volar pero si se raja, si se echa para atrás en sus sentimientos hacia ti, se tirará al mar. En cambio, si te quiere, a pesar de las dificultades, llegará a tu lado».

La imagen y las palabras de mi querida abuela se diluyen y aparece un avestruz que va tomando la cara de Gonzalo, un compañero de sexto curso de primaria. ¡Guapo, guapo, como actor de cine! Es el novio de mis mejores amigas y a las que intento no envidiar. Me despierto sobresaltada con una gran sensación de vacío. ¡Ay abuela! ¡Qué difícil me lo has puesto! De los siete colores solo el violeta me dará el aprobado, si acaso.  

© Marieta Alonso

Publicado en: Paisajes

Lejanos – Jorge Eduardo Benavides

1 mayo, 2016 por Akelarre 1 comentario

Sobre el autor

Jorge Eduardo Benavides escritor peruano

Jorge Eduardo Benavides, afincado en España desde hace veinticinco años, nació en Arequipa, Perú, en 1964. Licenciado en Derecho y Ciencias Políticas por la Universidad Garcilaso de la Vega de Lima, trabajó dando cursos de escritura y como periodista radiofónico. Pertenece a la generación de narradores de fines del siglo XX y principios del XXI. Sus cuentos se mueven entre el realismo urbano e incursiones en lo fantástico, denotando la impronta de Cortázar, que él mismo reconoce, y la influencia del manejo técnico en las novelas del también peruano Vargas Llosa.

Es una de las voces más interesantes de la narrativa latinoamericana actual que conforman el panorama literario hispanoamericano del siglo XXI, como lo demuestra además de la amplia difusión de su obra, los premios recibidos como el Torrente Ballester 2013 de novela por “El enigma del convento” (Alfaguara), historia de época, perfectamente documentada, de principios del XIX con dos ejes en la narración: Perú y España.

Lejanos

Narrado en un perfecto estilo coloquial, Jorge Eduardo Benavides, nos relata la vida de dos niños, nacidos a ambos lados de Ultramar. Uno de ellos, Raúl, vive en Lima, es hijo de un obrero de la construcción sin trabajo, y de una mujer que emigra a España con el fin de ayudarles económicamente. El otro, Paco, hijo de una familia acomodada, vive en Madrid. Los niños durante las fiestas de navidad, se encuentran unidos por la madre de Raúl, que trabaja como empleada de hogar en el domicilio de los padres de Paco. La historia nos llega a través de unas cartas escritas por los pequeños, con faltas de ortografía. En todo caso, la ortografía de las cartas, así como el léxico que recuerda el país de los niños, son intencionados por parte del autor, que recomienda leer el cuento con atención para entenderlo.

         A Raúl le encanta la nieve, que es una cosa blanca y deliciosa con la que se podrían hacer sorbetes de limón y helados si pudiéramos comerlos siempre. Lamentablemente, Raúl nunca ha visto la nieve en directo, aunque le gustaría, sobre todo en esta época del año cuando cae en Europa y en algunas regiones de España. Durante el invierno la gente usa abrigo porque hace mucho, pero mucho frío, más que en Lima en todo caso, que es una ciudad gris y triste, especialmente desde que la mamá de Raúl viajó a España para trabajar y mandarles dinero a él y a su padre, que trabajaba en la construcción, aunque en los últimos tiempos se queda en casa, tirado en la cama, mirando al techo y sin construir nada. Raúl también trabaja: vende chicles y cigarrillos en los microbuses, que son como unos autobuses pero más pequeños, y aunque a veces los conductores se enfadan porque dicen que les da la lata a los pasajeros, él siempre se las apaña para subirse y vender algo, nunca mucho, pero lo suficiente como para llevarse a la boca un bocadillo y un zumo. A veces tiene suerte y puede comprarle algo de comer a su llama, porque en el Perú abundan las llamas, que es un animal un tanto estraño, a medias entre el caballo y el camello. Como se sabe, los peruanos descienden de los Incas, un gran pueblo conquistado por los españoles hace mucho tiempo. Mucho antes de que se muriera Franco, que era un señor que estaba todo el día inaugurando pantanos.

         Raúl no trabaja demasiado porque asiste a la escuela por las mañanas y luego tiene que hacer sus deberes, tal como se lo prometió a su madre el día en que ella se marchó para España y le pidió que por favor estudiara mucho y que no se volviera un olgazán como su padre. El padre de Raúl, al oír esto, se cabreó que no veas, pero ya era hora de que despegara el avión y todos se abrazaron y lloraron un poco, sobre todo la madre. De manera que los días en que Raúl no quiere estudiar o prefiere quedarse en la calle vendiendo cigarrillos y chicles, de pronto se acuerda de su madre y quiere darse de hostias por olgazán, y se va a casa para hacer los deberes. Raúl escribe en unos cuadernos viejos que le ha regalado la maestra. La maestra también se quiere ir a España, y Raúl siente algo parecido a la pena cuando la seño habla de aquel país, porque siempre parece que está a punto de irse, tal como hacen muchos hoy en día.

         Raúl estraña a su madre sobre todo por estas fechas, cuando se acerca la Navidad y camina por el centro de Lima, que es la capital del Perú, pegando la cara a los escaparates luminosos, donde hay una gran cantidad de juguetes que jamás podrá comprar. Ya ni siquiera se atreve a insinuárselo a su padre, porque este se cabrea siempre, y coge su llama y ¡hala!, se va a buscar trabajo en la construcción y vuelve por las noches más enfadado que nunca porque no tienen dinero. El padre de Raúl también se pone un poco triste en Navidad, y se sienta a la mesa durante horas, sin decir nada, mirando el halmanaque porque sabe que a fin de mes llegará el dinero que les envía la madre desde España. Con ese dinero pueden vivir, aunque nunca es mucho, claro. La madre de Raúl siempre le escribe y en la última Navidad le envió además un regalo, una camiseta de Ronaldo.

         A Raúl le gusta mucho recibir carta de su madre, le gusta olerla un poco antes de abrirla y luego la lee muchas veces, tumbado en su cama, hasta que casi se la aprende de memoria. En sus cartas, la Madre de Raúl siempre le cuenta cosas de España, donde ella trabaja como señora de la limpieza, en casa de unos señores. Él es abogado y ella es profesora. Al principio, la madre de Raúl lloraba mucho porque estrañaba a su hijo y también a su marido, aunque sea un poco olgazán. Ahora ya no llora tanto porque han pasado tres años y aunque siempre piensa en ellos dos, en las ganas que tiene de ir a verlos, sabe que es lo mejor para todos, que al menos así Raúl tiene para comer y para comprarse zapatos y darle de comer a su llama. La Madre de Raúl está ahorrando dinero para poder pagarle el pasaje de avión a Raúl y a su padre. Así todos estarán juntos, especialmente ahora que se acerca la Navidad. Ellos viven separados y esto es totalmente hinjusto.

         —Mamá: ¿injusto es con hache?

         —No, sin hache. 

         Paco mira por la ventana y suspira. Está cayendo la nieve a raudales y seguro que Curro y Manolo estarán jugando felices mientras que él tiene que terminar la tarea que le pidieron en clase y que no ha terminado aún por estar pensando en la Navidad. La Navidad es una época especialmente linda en España: las calles se engalanan con infinidad de luces y guirnaldas, la gente camina apresurada haciendo sus compras y todos reciben regalos ya que además de los tradicionales Reyes Magos en los últimos tiempos también tienen a Papá Noel, de manera que la Navidad se inunda de obsequios: carritos de juguete, soldaditos, nintendos, computadoras. Y nunca faltan los dulces ni la comida. Aquí nadie se muere de hambre y todos tienen abrigos para el frío y en verano se marchan a la playa en sus autos particulares. Allí juegan, toman vino y comen paella, que es un arroz especial y amarillo. También disfrutan del  jamón y la tortilla de papas, platos típicos muy sabrosos.

         En España todos tiene trabajo y viven felices, en casas propias y no importa que haga frío ni que caiga una lluvia tremenda, porque siempre tienen calefacción y comida caliente. España no es tan grande como el Perú, pero son muchos más habitantes y por eso pudieron conquistar toda América, menos Estados Unidos, que es más grande y la gente habla inglés, por eso no se les entiende. El asunto es que en España la Navidad es la mejor del mundo, y Paco, después de hacer su composición sobre esta fecha tan señalada, se irá al parque a jugar. Como vive en Madrid, le gusta sobre todo jugar a lanzarse bolas de nieve con sus amigos y luego irse a esquiar o a patinar. También va a jugar a la pelota y luego regresa a casa y come pasteles y turrones todo el tiempo.

         El papá de Paco es torero y la mamá es andalusa. Como tienen mucha plata pueden hacerse todos los regalos del mundo cuando llega la Navidad, y también se van de viaje cuando les provoca. A Paco le gusta ir al pueblo de sus abuelos, que son jubilados y tienen a la Seguridad Social para sus achaques, y cuando sus papás no pueden llevarlo, el agarra el metro y en diez minutos está en Barcelona, en Real Valladolid o en Sporting de Gijón, que son otras ciudades de España, muy limpias y cuidadas y cada una tiene su propio equipo de fútbol, aunque Paco es del Real Madrid, donde juega Ronaldo, Raúl y Sidane, que son unos jugadorasos que ya quisieran Alianza Lima o Universitario de Deportes.

         A Paco también le gustan mucho los toros, como a todos los españoles, y de grande quiere ser torero, igual que su padre. O futbolista, aunque en España hay más toreros que futbolistas, y por eso se llevan de Sudamerica a los buenos futbolistas.  Esta Navidad Paco va a pedirles a sus papás un traje de torero, y se va a ir a practicar al campo de toros que queda muy cerca del parque donde juega al fútbol con sus amigos. Pero los papás de Paco le harán otros muchos regalos y después viajarán por toda España divirtiéndose de lo lindo y lo pasarán súper bien. Como los padres de Paco son muy buenos, segurito se llevarán también a la señora peruana que les hace la limpiesa, la comida y todo lo que necesitan. A esta señora la tienen en casa desde hace tres años y ellos dicen que es una suerte y ella también dice que es una suerte porque podría haberle tocado otra gente, que no paga bien y explota a los inmigrantes y a veces hasta los matan. Pero ellos no son así. Ellos saben que esta señora es peruana y que tiene un hijo de la edad de Paco, un hijo al que extraña mucho, sobre todo ahora que se acerca la Navidad, que es una fecha en que la familia debe estar unida. A ellos, el que ésta señora viva tan lejos de los suyos, les parece algo totalmente hinjusto.

         —Papá, ¿injusto es con hache o sin hache?

         —Sin hache. Creo.

 

© Jorge Eduardo Benavides, noviembre 2002

Más información sobre Jorge Eduardo Benavides

OBRA PUBLICADA

Cuentario y otros relatos (Lima, 1989, Okura ed.).
Los años inútiles (Madrid, 2002, Alfaguara).
El año que rompí contigo (Madrid, 2003, Alfaguara).
La noche de Morgana (Madrid, 2005, Alfaguara).
Un millón de soles (Madrid, 2008, Alfaguara).
La paz de los vencidos (2009, Alfaguara). Consignas para escritores (Casa de Cartón, 2012).
Un asunto sentimental (Madrid, 2012, Alfaguara).
La paz de los vencidos (Nocturna, 2014).
El enigma del convento (Madrid, 2014, Alfaguara).

PREMIOS

I Premio de cuentos José María Arguedas de la Federación Perúana de escritores 1988.
Finalista de la bienal de cuentos COPE (Lima) 1989.
Finalista del concurso NH de relatos (edición 2000).
Premio Nuevo talento FNAC 2003.
Finalista del premio Tigre Juan de novela 2003.
Finalista del Premio Rómulo Gallegos 2003.
Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro del Banco Central de Reserva del Perú 2009.
XXV Premio Torrente Ballester, 2013.

Publicado en: Invitados

Naipes del Tarot. La estrella

15 abril, 2016 por Akelarre 3 comentarios

La Carta de la Estrella del Tarot

Naipes del Tarot. La estrella

Tarot. Baraja de naipes que se utiliza para consultar hechos, sueños, o estados emocionales. Las cartas son interpretadas según el orden o disposición en que han sido seleccionadas o repartidas.

La estrella está relacionada con la esperanza y expresa, en  el plano espiritual, la inmortalidad, la vida eterna, la luz interior que alumbra el espíritu. Recuerda al consultante que debe tener el espíritu libre de resentimientos y dudas. Significa: ayuda inesperada, perspicacia y claridad de visión. Inspiración, flexibilidad, un gran amor será dado y recibido. Buena salud.

Si sale invertida: arrogancia, pesimismo, testarudez. Enfermedad, error de juicio, impotencia física, reestructuración, privación y abandono.

Interestelar

Cristina Vázquez

La portera

Malena Teigeiro

Luz interior

Liliana Delucchi

La estrella que me guía

Marieta Alonso

Interestelar

Cristina Vázquez

El ascensor se había parado otra vez entre piso y piso. O venían de una vez a repararlo o me largaba de ese apartamento tan mono y luminoso recién alquilado. No pude evitar empezar a recitar, una y otra vez, frases consabidas de mi madre: Las decisiones importantes hay que tomarlas con sosiego, no hacer mudanza en tiempos de cambio o algo parecido. Lo repetía para tranquilizarme, mientras apretaba compulsivamente la campanita amarilla para pedir auxilio. Ya se oía ruido, vendría el manitas del edificio o el cuerpo entero de bomberos, pero que viniera alguien, por favor. Y al fin se abrió la puerta como por ensalmo, con suavidad, sin intervención de ninguna llave inglesa, ni martillazo ni voces rudas de operarios. Apareció una mujer sonriente con gafas de pasta negra, un moño en lo alto de la cabeza y restos de antiguo acné, muy lejano por su edad, en las mejillas. Llevaba una especie de camisola azul irisada que le hacía parecer una libélula imponente.

— ¡Pobre!  Los hados se han revuelto sobre tu crisma.

Y alargó una mano para que subiera el pequeño escalón de diferencia con el suelo, en el que se había colgado mi ascensor. Agarré esa mano salvadora con agradecimiento y nerviosismo. Su tacto huesudo y fresco como una vara flexible. Cuando por fin estuve frente a ella, me fijé en sus labios pintados con un sorprendente rojo cochinilla.  Un olor a ámbar se esparcía a su alrededor. Agradecí su intervención tratando de que me explicara cómo había conseguido abrir, y caminando hacia  su apartamento la oía rezongar —ta, ta, ta, esas son bobadas, cuando se tiene que abrir, se abre—. Tras ella como un perro pequinés, digo pequinés porque soy chata, menuda y mi peinado, en ese momento, eran dos coletas que remedaban las orejas del animal, llegamos ante su puerta.

Se giró con majestuosidad invitándome a pasar, prepararía una infusión, nos vendrá bien a las dos dijo en tono convincente. Y con su sonrisa brillante y equina afirmó que necesitaba ayuda.  Aturdida entré a un espacio luminoso, de paredes cubiertas de tapices orientales y una mesa camilla en el centro. Con la  infusión humeante sobre la mesa nos sentamos, sacó un mazo de cartas del tarot y mientras las colocaba, me confesó que era farmacéutica, pero que le aburría mucho la botica y esto era una especie de ministerio curativo que ejercía con sus poderes. Y al decirlo,  miraba por encima de sus gafapasta con unos ojos oscuros cubiertos de sombra verde. Tuvo la revelación hacía mucho tiempo, continuó,  cuando se le vino encima un anaquel entero de la rebotica. Comprendió que era una señal, remató con dramatismo tamborileando los dedos sobre una carta. Yo estaba quieta, absorta en el baile de dedos y cartas, sorbiendo a poquitos el té aromático que había preparado.

— Tranquila, ya está localizado el problema. Es el signo de Acuario que no está en conexión contigo.

— Es que yo soy Acuario.

— Por eso, cariño, estáis desalineados.

Empezó a mover las cartas y con los ojos entreabiertos emitía  pequeños gruñidos, hasta que las recogió con parsimonia asegurándome que ya los había ordenado.  Estaban en línea y podía vivir tranquila, nada malo  me iba a suceder. Mi problema había sido el agua vertida por la Estrella. ¡Qué casualidad! si es mi nombre, salté yo con entusiasmo, como si todo coincidiera, el signo, el nombre. En fin, una conjunción interestelar preciosa, decía ella, extraordinaria la coincidencia, señal de que todo está ya resuelto. Nos despedimos, yo con efusión, ella con  magistral complacencia y su sonrisa de caballo amaestrado.

— Nos veremos, vete en paz. Namasté —y juntando las manos me hizo una graciosa reverencia.

Volví a casa decidida a encarar la nueva etapa de mi vida con entusiasmo y decisión. A las dos de la mañana llamaron a la puerta, esta vez sí era el Cuerpo de Bomberos. A un vecino  se le había roto una bajante y estaba inundando toda la casa. Había que evacuar. Cuando nos encontramos los inquilinos en el portal envueltos en las más extrañas ropas, vi a mi salvadora avergonzada en una esquina y al acercarme susurró descompuesta, los labios pálidos, el moño descabalgado de su montura y los ojos diminutos tras unas gafitas transparentes.

— Estoy acabada. Esto es otra señal. La bajante era mía.

© Cristina Vázquez

La portera

Malena Teigeiro

Todo me iba mal. Desde que mi diligente y adorada Fidelia me abandonó, repito, todo me iba mal. No tenía quien planchara mis trajes ni me cocinara, ni quien limpiara la casa, ni tampoco dinero para pagarlo. Y lo peor era ver mi cama, esa cama de tantas horas felices, ahora medio desocupada, arrugadas las sábanas y caídas las mantas. ¡Ay, Señor. Qué tristeza!

Aquella mañana cuando pasé por delante del chiscón, la portera una mujer guapa, morena, algo gordita pero deseable, muy deseable y bastante parecida a mi Fidelia, estaba jugando a las cartas. Y como es natural en mí ser cotilla, con la disculpa de que me recogiera un paquete que me iban a traer, me acerqué al ventanuco. Encima de la mesa vi unos cartones grandes, coloridos y de extrañas figuras.

—Buenos días, Rosa. ¿A qué juega? —me atreví a preguntar, después de darle mi falso recado.

—Buenas, don Eduardo —sonrió aleteando sus negrísimas y largas pestañas llenas de bolitas de rímel—. No es un juego, es una cosa bien seria. Me echo las cartas.

—¿Y para qué vale?

—Para saber cómo tengo que enfocar mi futuro sin equivocarme —su boca regalona me sonrió.

Dulce y coqueta, dos acariciadores dedos, separaron un lado de la blusa dejando al aire esa parte de los senos que muestran el canalillo.

—Hace calor ¿verdad? —dije presa mi mirada en aquellos sonrientes ojos verdes tan parecidos a los de mi Fidelia. ¿Podrán decirme cómo resolver mis dificultades? ¿Querrá usted ayudarme?

—Cómo no. Pero mejor entramos en mi casa. Hay que hacer ciertos preparativos para que todo salga prefecto.   

Descorrió armoniosa el pestillo y salió al portal. La seguí. Caminando detrás de sus redondas y cimbreantes caderas, llamé por teléfono a la oficina diciendo que me encontraba muy mal, que vomitaba una y otra vez, y que me era imposible ir a trabajar. Que si por la tarde estaba mejor, ya iría.

Después de bajar las escaleras, entramos en su apartamento. Era pequeño, oscuro y rodeado de colgaduras azul marino bordadas con estrellas y lunas de plata. Me indicó que me sentara a una mesa camilla. Antes de hacer ella lo mismo, arrastrando su intenso perfume, se movió por el cuartucho prendiendo las velas de penetrante aroma. Ya enfrente de mí, me observó un instante. Su acaramelada sonrisa mostraba unos dientes blanquísimos. Cálida, me sujetó una mano y muy despacio, la arrastró hasta colocarla encima del mazo de cartas. Al sentir el contacto de su piel, mi pecho se encogió a la vez que mi deseo se inflamaba. Pronunciando extrañas palabras, comenzó a extender los cartones sobre el mantel, también bordado, pero éste, en vez de lunas y estrellas, estaba recamado con soles.

—La estrella, don Eduardo. Le ha salido la estrella —mostraba alegre la imagen oprimiendo el cartón su una uña larga, roja.

—¿La estrella? —abrí los ojos sin comprender.

—Sí, sí. La estrella. Váyase a trabajar tranquilo. Siga su vida, que le ha salido la estrella y nada menos que a la derecha.

—Pero es que ya dije que no iba.

—Vaya. Su vida va a cambiar a partir de este momento y lo que no puede pasar es que cuando la suerte lo busque, no lo encuentre en su lugar habitual.

Me fui alegre. Al entrar en la oficina, recordé mis desgracias. La muerte de mi madre, el abandono de mi pareja, los pantalones llenos de manchas y arrugas, y la tristeza me invadió. Satisfecho, disimulé de ese modo mi inquebrantable salud. Por la noche al abrir la puerta, un fuerte olor a lejía me sorprendió. Sin comprender, caminé por el limpio y ordenado pasillo hasta el dormitorio.

En la cama, apenas cubierta por blancas sábanas, estaba ella. Su negrísimo cabello desparramado en la resplandeciente almohada. La boca entreabierta en una sugerente sonrisa. Los verdes ojos me miraban asustados. Sonriente, me desvestí sin dejar un momento de contemplarla. Al introducirme entre tiesas y perfumadas sábanas, se giró hacia mí. La abracé. Ella quiso comenzar a hablarme. Le puse un dedo en los labios y le rogué que no dijera nada. Y en un lacerante murmullo, hundido en bienestar, susurré:

—Te quiero, mi dulce y adorada Fidelia. No vuelvas a abandonarme.

© Malena Teigeiro

Luz interior

Liliana Delucchi

El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable…
Jorge Luis Borges
Para una versión del “I King”

Era un sábado por la tarde del mes de mayo. Como de costumbre, Matilde sube  las escaleras que llevan al piso de su tía. Gertrudis aguarda a su sobrina como espera a la primavera, con la paciencia de quien sabe que todo acontece. La hija menor de su hermana la visitaba con la esperanza de encontrar en las cartas del tarot alguna respuesta a su desasosiego, que  no era fruto de un trabajo rutinario por conseguir dinero para viajes, compras y caprichos, ni la búsqueda del hombre soñado y que no existe. Era la desazón de cada mañana cuando bebía su taza de café, la mirada perdida, incapaz de detenerse en los rostros de los viandantes, sus conversaciones a las que no prestaba atención.

Matilde era consciente de que por las siempre abiertas ventanas de su casa no entraba la luz; pese a los miradores amplios, las risas de los niños no eran capaces de llegarle, solo el ruido del camión de la basura. Ni la televisión, los personajes de los libros, o las amigas imaginarias que creara en su niñez, respondían a sus inquietudes.

Gertrudis y su piso eran diferentes. No solo su voz pausada y las manos que se movían como mariposas, sino que en cierto momento de su vida algo se detuvo en ella y quedó allí, en un silencio musical, en una espera paciente.

Viuda desde joven, tenía una única pasión: el tarot. Se tuteaba con las cartas como lo hubiera podido hacer con una persona, y confiaba en ellas desde la última dieta para combatir el estreñimiento hasta si era la fase lunar idónea para ir a la manicura. Su sobrina esperaba encontrar las mismas respuestas, ésas que la dirigieran a un camino sin incertidumbre. Quizás en algún momento podría discernir el lenguaje de las figuras, que tras un corte mágico se presentarían ante ella con la ansiada solución.

—La estrella. Te  ha salido la estrella, pero está invertida.

Matilde se quedó mirando la carta, a esa mujer con un cántaro en cada mano. ¿Por qué para una vez que me sale una buena, sale invertida? Fue un impulso, con un gesto rápido y ante la desaprobación de su tía, Matilde dio vuelta a la imagen. Ya está, ¿ves? La dama me sonríe, no le gusta estar boca abajo.

Abundaban las risas de los jóvenes por la calle y un olor a gardenias la hizo detenerse ante un jardín. Los escaparates exhibían las tendencias para la temporada con los colores del verano y se compró un vestido.

Era noche cuando llegó a su casa. Había luz por debajo de la puerta contigua, llamó al timbre y ante la sorpresa de su vecina, Matilde estiró el brazo con una botella de vino en la mano. ¿Te apetece ver una película?

A la mañana siguiente, el sol entró por los ventanales y tuvo que meter la cabeza debajo de la almohada, porque los cantos de los pájaros no la dejaban dormir.

© Liliana Delucchi

La estrella que me guía

Marieta Alonso

Acabo de cumplir ochenta años sin darme cuenta. Sentado en un banco de madera espero en la puerta del colegio a mi nieto. Sale siempre corriendo y como temo que con ese ímpetu me haga caer, procuro no levantarme hasta que me abraza y me besa. ¡Vaya! Para llevarme la contraria, hoy viene despacio mirando un lagarto que trae en la mano. Con esa cara de pillo es igualito a mí cuando tenía su edad. No duda en lanzarme el saurio a los pies y tengo que agacharme para recogerlo. Él tenía que salir corriendo detrás de las palomas.  

Nos vamos a casa y le doy de merendar. Comienza hacer los deberes y yo me siento en mi sillón preferido a la espera de sus padres. Sin darme cuenta la cabeza se me va a sesenta años antes. Siendo un emigrante sin techo amanecí un día con tal hambre que me abracé a un bolso y salí corriendo. ¡Ay, de mí! Lo único que encontré fue una cartera con unos céntimos que no llegaban a la peseta, una foto con dos niños y unas cartas del Tarot con su libro de instrucciones. Por inercia, barajé los naipes. Saqué una. Resultó ser la de una muchacha desnuda, arrodillada frente a un riachuelo vertiendo agua de dos jarras. En el cielo hay ocho estrellas con ocho rayos cada una, la más grande podría ser la de los Magos, me dije. Busco el significado ¡Caray! El sol brilla en mi camino y yo sin enterarme. Si hasta la esperanza la tengo detrás de mí. Tantas estrellas de ocho puntas debe ser bueno. Pinto un ocho en horizontal en la esquina inferior derecha para que se convierta en el símbolo del infinito. ¿Será mi día de suerte?

Como todo es cuestión de actitud decido devolver el bolso a la propietaria. ¡Total para lo que hay! Solo me guardo esa carta en el bolsillo, junto al corazón. Regreso al parque, la anciana está relatando su pérdida a otros amantes del sol, va muy bien vestida y me recibe con llantos y abrazos. Su mayor tesoro era la foto. Me premia con quinientas pesetas que se sacó de una faltriquera muy bien disimulada. Para mí aquello era una fortuna, y de la alegría me ofrecí para cualquier trabajo, de cuidador, sin ir más lejos.

Se quedó pensativa y preguntó dónde podría hallarme. Su voz tan dulce me desmoronó. Miré a ambos lados, sentí vergüenza al contestar que dormía en una esquina de la Puerta de Alcalá, la más cercana a la calle Alfonso XII. ¡Vamos!, que allí tiene su casa, me pareció educado decirle. No tuve necesidad de seguir hablando. Aquella mujer me llevó al Banco del Comercio, que hoy ya no existe, y preguntó por su hijo. Le habló tan bien de mí que esa misma mañana comencé a trabajar como mozo de limpieza.

Busqué una pensión. Me puse a estudiar por las noches. Ascendí a otra categoría y a otra más. Me casé con la secretaria del director y formé una familia de la que el último vástago es mi nieto al que hoy, por si me muero mañana, le voy a entregar esta carta que tanta suerte me ha dado en la vida.  

© Marieta Alonso

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François-Marius Granet, de Ingres

15 marzo, 2016 por Akelarre 10 comentarios

Francois Marius Granet - Jean-Auguste-Dominique Ingres
Año 1807 - Óleo sobre tela. Museo Granet. Aix-en-Provence-. Francia

François-Marius Granet, Jean-Auguste-Dominique Ingres

Francois Marius Granet, pintado en 1807 por Jean-Auguste-Dominique Ingres.
El retratado era también artista y amigo del pintor, y fue su modelo en una serie de pinturas de su época romana, lo que se evidencia en esta obra, que lo encontramos delante del Quirinal de Roma.
Después de haber pertenecido siempre al modelo, la tabla forma parte de las colecciones del Musée Granet

Vocación

Cristina Vázquez

Un pintor en París

Malena Teigeiro

Semper fidelis

Liliana Delucchi

Siempre te querré

Marieta Alonso

Vocación

Cristina Vázquez

La primera noche que durmió en el seminario, sintió una congoja que se materializaba en la humedad de la estrecha cama y en el recuerdo del olor de su madre al abrazarle entre lágrimas, mientras le convencía de que  lo hacía para que se formara, comiese y fuera un hombre de bien. Estudió, se formó y creció en sabiduría y belleza. A la altura de sus veinte años, cuando paseaba por la alameda de la ciudad, a paso ligero para aplacar el exceso de juventud, Norberto levantaba miradas de admiración en las jóvenes y no tan jóvenes con las que se cruzaba.

Destacó en gramática latina y recitaba versos con fluidez, modelados por una voz profunda y bien timbrada. Aunque no había tomado aún los hábitos, le encargaron en la misa dominical la lectura de salmos y algunos cánticos, que él realizaba con encendida pasión, levantando un cuchicheo emocionado entre las mujeres.

Una tarde apareció una dama preguntando al prior si ese joven seminarista podría dar clases de latín a su sobrina. Al proponerlo sonreía con la misma contundencia con la que sonaba su bolsa de doblones. Modesto óbolo para el seminario, padre prior, decía en un susurro mientras la deslizaba en sus cuidadas manos.

Así, una vez a la semana, el joven Norberto iba a dar sus lecciones y al atravesar la alameda,  se desviaba un poco por la ribera para escuchar el canto de los pájaros y apreciar el olor de los trigales. Una onda de satisfacción contenida parecía estallarle en el pecho y en las sienes. A veces se retrasaba un poco, pues perdía  la medida del tiempo oyendo el arrullo del agua. El esplendor de la Naturaleza parecía embargarle y ese algo indefinido y admirable se apoderaba de él.

La joven alumna era canija y renegrida, con unos dientes un tanto esquinados y una languidez difícil de animar. La tía, en cambio,  resultó ser una viuda cuarentona bien plantada, un poco entrada en carnes y con una disposición de ánimo y deseo de aprender, que conseguía que las clases de latín no se quebraran en una repetición monótona de declinaciones y se fueran transformando en momentos musicales, ella al piano, la sobrina en una sillita moviendo la cabeza al compás y el gentil Norberto cantando para embeleso de las damas y satisfacción suya.

— Su vocación querido hijo, ¿es decidida? ¿Siente la llamada como verdadera? —le preguntó una tarde la jovial tía mientras merendaban unos deliciosos pastelillos.

— No lo sé, señora —confesaba mesándose los cabellos.

Y continuó diciendo que cuando oía el canto de los pájaros, el arrullo del agua o tomaba esos pasteles y cantaba en tan grata compañía, en esos momentos, querida señora, dudo, y con teatralidad se tapó la cara con unas manos blancas y finas.

La tía escribió una carta al prior en la que le insinuaba si podría trasladarse el seminarista a su palacete, para administrar su dinero y ser tutor de la sobrina, a lo que el prior puso muy poca, pero onerosa objeción.

El día que llegó, la buena señora le enfundó en la capa de terciopelo que su difunto marido no pudo estrenar y le pidió al más prestigioso pintor de Montauban, que lo inmortalizara por lo que pudiera suceder.  La única condición que puso Norberto fue que pintaran al fondo del cuadro el seminario  que había abandonado, y así se hizo. Y durante los veinticinco años que vivió como marido de la sobrina y dueño del lugar, lo miraba desde la terraza de su palacete, dando sinceras gracias al Señor por haberle encaminado en la correcta vocación.

© Cristina Vázquez

Un pintor en París

Malena Teigeiro

François quería ser pintor. Busca por los campos tierra de colores que mezcla con aceite y manteca, y a pesar del hondo disgusto de su madre, fija de esa manera sus sueños en la tela de las blancas servilletas. Asombrado, se rasca la cabeza para mitigar el dolor de las collejas que la bendita mujer le propina al ver el estropicio causado. ¡Mujeres!, cavilaba mientras corría a laborar como mozo en el comedor de la fonda. Una noche, repartía un sopicaldo a los huéspedes, cuando vio que un cliente la dibujaba. No le extrañó, ella era rubia, joven, coqueta, y nunca había tenido esposo. Le gustó el aire del bosquejo, las regordetas manos apoyadas en la barra, el cuello estirado como las columnas de la iglesia. La imagen de las botellas de colores a su espalda, a su juicio, le daba aire de dama. Soltó la sopera sobre una mesa vacía y se plantó delante del comensal. Yo también soy pintor, dijo mostrándole su carpeta. Pues, a París, replicó el cliente sin levantar la cabeza. Aquí nunca podrás hacer nada. Las últimas cinco palabras rebotaron una y otra vez en su cerebro. Por la noche, tumbado en su camastro sin poder conciliar el sueño, tomó la más importante decisión de su vida. Ya tranquilo, se durmió.

De madrugada bajó a la taberna y después de forzar la caja, pedir perdón al Señor por el acto que iba a cometer, y jurar que devolvería ciento por una las monedas que se llevaba, guardó el dinero robado en el bolsillo, cogió la carpeta de las pinturas bajo el brazo,  y se fue a París.

Al bajar del tren, intuyó que vestido de aldeano, nada podía hacer. Buscó un sastre y cambió sus ropas de aldeano, por un bonito traje marrón y una capa con gran esclavina forrada de terciopelo, en la que envolvió sus ilusiones y pesares. De tal guisa, se fue en busca de ese París que según había oído, era la cuna de la pintura. Paseó por una y otra orilla del Sena, sin acercarse a la gente pobre y mal vestida, de la que nada bueno se podía esperar, según decía su progenitora, pero lo cierto era que la rica tampoco se relacionaba con  él.

Una mañana de sol, extinguida casi su robada fortuna, cansado de buscar y rebuscar, no sabía muy bien qué, se apoyó en la balaustrada del Sacre Coeur, y mientras contemplaba París y se despedía de él, no hacía más que meditar en la manera de no parecer derrotado al volver a la fonda de su madre. Un joven, con una capa como la suya, aunque vieja y raída, apenas a un metro de distancia, sentado el suelo comenzó a dibujar.

—¿Es usted pintor o solo dibujante? 

—No se mueva —le gritó el hombre sin levantar la cabeza.

Quieto, sonriente, bien erguido, François le veía trazar líneas y sombras sobre la hoja de papel. Cuando le mostró el dibujo, pensó que la fortuna le sonreía, que aquel hombre podía ser su amigo. No se le ocurrió mejor manera de trabar amistad que la de invitarlo a cenar. Para ello se gastó el dinero del billete de vuelta a casa.

En un pequeño restaurante de la Place du Tertre, los nuevos camaradas, engulleron los alimentos departiendo sobre sus ansias y anhelos. Después, se fueron a un café en donde se unieron a la tertulia formada por camaradas del pintor. Al mostrarles el reciente dibujo, François les escucha hablar sobre la expresión de sus ojos, el temple de su figura, el áurea que emitía. Se sintió feliz en medio de aquel grupo de divertidos bebedores y hombres amargados.

Aquella noche, llevó sus exiguas pertenencias a la casa de su nuevo amigo y comenzó a trabajar. Cuando ahorró la cantidad robada, escribió:

Querida Madre:

Le envío el dinero que de la caja saqué la noche que me fui. Aunque hoy no pueda hacerlo, tal como le prometí al Señor en el momento de cometer mi horrible pecado, le enviaré esta misma cantidad cien veces. Quizá así pueda paliar su disgusto.

Soy feliz, madre. Vivo, como siempre soñé, inmerso en el mundo de la pintura. Mis cuadros aparecen en casi todas las exposiciones, y se venden bien. Le diría que son los más vendidos.

Pintar, pintar, no pinto. Pero hago de modelo, que no deja de ser otro modo de hacer pintura. ¿No cree?

Su hijo,

            François

© Malena Teigeiro

Semper fidelis

Liliana Delucchi

Tras dejar la mesa en la que había estado almorzando, Marius emprendió camino hacia el otro lado de la ciudad. La tarde, aunque apacible, empezaba a cubrir el cielo de nubarrones y al joven se le antojó que su travesía no iba a ser lo rápida que imaginara.

En medio del puente le pareció escuchar unos pasos que se acercaban; giró la cabeza en busca del dueño, pero la densidad de peatones le hizo imposible detectar si lo seguían. Sostenía el libro con su mano temblorosa, mientras unas gotas de sudor le mojaban el cuello.

El monasterio parecía cada vez más lejano, su caminar más lento y el volumen más pesado. Un banco a orillas del parque lo invitó a calmarse. Una niñera con un carrito de bebé le hizo compañía, mientras él ojeaba los dibujos que cubrían, una a una, las páginas que con tanto celo acariciaba.

Charles Lauzun era su amigo. Habían crecido juntos en medio de las olas de pálido morado que cubrían las colinas de Aix-en-Provence; el olor a lavanda y a heno formaban parte de su infancia, junto con los sueños de llegar a ser grandes en la pintura.

Charles fue el primero en partir y su talento encontró el eco que esperaba entre los artistas. Le escribía largas cartas en las que relataba su vida entre novelistas y poetas; tertulias con sabor a vino y discusiones hasta el amanecer. Cada tanto le enviaba un dibujo nacido de su mano firme y su perspicacia para atrapar hasta lo más nimio. Deja el pueblo, le decía, tu lugar está aquí, con los nuestros. Pero, cuando finalmente se decidió, Marius pudo comprobar que el sitio no era tan grande como para albergarlos a todos. El camino hacia la gloria se estrechaba, solo unos pocos podían seguir por esa senda y comprendió que sus pasos no lo llevarían a compartir la cumbre con su antiguo compañero de infancia. 

Vivir en la gran ciudad era cada vez más caro y un anochecer que se encontraba apurando una copa de vino, un hombrecillo con un abrigo raído se le acercó. Solo tenía que conseguir el libro con los primeros bocetos de Lauzun y sus apuros financieros tocarían a su fin. Agotados los argumentos en pro de la fidelidad, decidió que la relación con su amigo se enfrentaba irremisiblemente a un erial de incomprensión. Y cedió.

Faltaban solo unos minutos para la cita: el monasterio seguía lejano y la respiración de Marius agitada. La niñera se puso de pie y se alejó empujando el carrito del bebé; un par de ancianos paseaban conversando, y una joven daba de comer a las palomas. Entonces, la muchacha se dio la vuelta y Marius pudo ver que llevaba un ramito de lavanda prendido en la chaqueta. Cuando el perfume de la Provenza llegó hasta él, acarició las tapas del libro que descansaba sobre sus rodillas, se levantó y emprendió el camino de regreso a su casa.

© Liliana Delucchi

Siempre te querré

Marieta Alonso

Su silencio era lo más triste de todo. Antes de cruzar el río y atravesar el puente, se dio la vuelta. El adiós de esa mirada me acuchilló. No podía apartarme de la ventana. Tarde o temprano tendría que suceder. Se marchó.  

Nació pintor con una capacidad rayana en la genialidad, según mi modesto entender, mas no fue famoso como otros. Solo yo, aquella niña a la cual ignoraba, que limpiaba el taller, que le preparaba los colores, los pinceles, la paleta, supe de su valía. Trabajó con los mejores de su tiempo. En su bondad compartía ideas y siempre eran otros los que mejor las captaban, los que sacaban más provecho de ellas. Se desanimaba. Vivir en la sombra cuando su único anhelo era ser luz, le causaba un dolor indescriptible. Quería dar pasos de gigante, pero siempre se encontraba por detrás, por debajo, nunca al lado ni mucho menos por delante de los otros. La impaciencia lo devoraba. No quería pensar que en la cima del éxito, el espacio es pequeño, que no hay cabida para tantos. 

Partió en busca de un porvenir y me dejó solo una mirada, sin imaginar ser el culpable de las tormentas que me agitaron, sin llegar a saber lo mucho que le amaba.

Se fueron deslizando los días, meses, años. Hoy contemplo extasiada su rostro, en ese retrato que ocupa un lugar privilegiado en el salón de mi casa.

© Marieta Alonso

Publicado en: Pintura

La Puerta del Perdón

15 febrero, 2016 por Akelarre 4 comentarios

La Puerta del Perdón, catedral de Santiago de Compostela

La Puerta del Perdón - Catedral de Santiago de Compostela

Desde muy antiguo, se conoce como la Puerta de los Perdones y popularmente como la del Perdón. El paso por ella significa la expiación de los pecados.   

Modesta apertura en la cabecera catedralicia que da a la plaza de A Quintana, es el símbolo por excelencia de los años santos compostelanos, al estar abierta únicamente cuando éstos se celebran.

El origen de la Puerta Santa compostelana es incierto. Data previsiblemente de los tiempos del ilustrado arzobispo Alonso Fonseca III, aunque hay una corriente de opinión, próxima a la Iglesia local, que sostiene que la Puerta Santa compostelana es anterior a la tradición romana y que aquella inspiraría a ésta.

El perdón

Cristina Vázquez

La vida de un peregrino

Malena Teigeiro

Retorno

Liliana Delucchi

Iré a Santiago

Marieta Alonso

El perdón

Cristina Vázquez

Tanto tiempo de pecado le pesaba. ¿O más bien serían los años? ¿Quién sabe?, pero desde luego sentía como si una piedra maligna y sólida se le hubiera enquistado en el corazón, como un cuerpo extraño. Aunque tampoco estaba segura de si el corazón estaba a la izquierda o a la derecha,  siempre había sido  poco instruida y algo olvidadiza, pero el dolor,  ¡Ay el dolor!, y ese cuerpo extraño, eso, era tan verdad como que vio caerse una estrella del cielo.

Le habían contado maravillas del Santo, y ella se las creyó todas. ¡Qué carajo! Para eso era Santo y Santo importante con catedral, misas, sombrero y hasta conchas.  Le debían gustar las vieiras a Don Santiago, aunque ella nunca las cató. Prefería la gente que le gustaba lo del mar, le daban más confianza que los que se zampan la carne. Siempre pensó que era más delicado comer los bichos marinos, había que tener educación para saber tomarlos con finura, así que el Santo seguro que era educado y no le parecería mal que llegara un poco estropeada, aunque había sacado sus mejores galas para presentarse ante él.

El trecho que pudo hacer a pie, lo hizo, aunque, ¡Ay!, ese cuerpo maligno que se le había metido en el costado, era un bicho que le roía lento, lento y doloroso como un mal hijo que te chupa las entrañas. Cuando ya le costaba dar pasos, un carretero la dejó subirse en la parte de atrás y entre la paja se adormecía, como si estuviera en un lecho de plumas.  Alguna vez, pocas, lo había hollado, pero nunca en solitario como ahora, sin ningún peso al lado, sin tener que reír a la fuerza, sin soportar manos extrañas ni desprecios. Si no fuera por lo que la roía por dentro, no recordaba poder mirar al cielo tanto tiempo, ni sentir las sombras de los árboles o el sol sobre su cara. ¡Qué feliz era!, como una princesa en un carro de plumas que volaba a visitar al Santo, al que, según decían, con mirarle te perdonaba todo. ¡Ay el dolor! Tan sordo.

En la entrada de la ciudad, el carretero que por caridad había recogido a esa pobre mujer que parecía no tenerse en pie, fue a decirle que bajara y la encontró quieta, con los brazos abiertos y mirando al cielo con una sonrisa petrificada. Si ya lo decía él, no hay buena acción que no tenga su castigo y por apiadarse de la vieja, ahora iba y se moría en su carro. ¡Maldita sea!  Esperó a que llegara la noche, la tapó con  un saco, pesaba como un niño, y la dejó ante la puerta del Perdón.

A la mañana siguiente empezó un alboroto por la ciudad. ¡Milagro, milagro!, gritaban por las calles, otro milagro del Señor Santiago. Habían encontrado una mujer muerta tumbada a sus pies y un rayo de luz que salía de los mismísimos ojos de piedra del Santo, le iluminaba la cara. Parecía una niña.

© Cristina Vázquez

La vida de un peregrino

Malena Teigeiro

Como ese año era Año Santo, y mi vida hasta entonces no había sido muy edificante, decidí poner remedio a mis pecados e irme a por el Jubileo. Tomada ya la decisión, aquella noche dormí tranquilo. Por la mañana, en cuanto desperté, acudí con mi chica a arreglar los papeles para contraer matrimonio. Días más tarde, celebramos la ceremonia. Por lo menos, el pecadillo de amancebamiento, lo llevaba resuelto. Lo hicimos así, casi de puntillas, sin fiestas ni alharacas. Fui un poco egoísta, lo sé, pero a mis años ya estaba yo de vuelta de muchas cosas, y ella, con tal de casarse, se hallaba dispuesta a todo.

Dejé el viaje de novios para otras fechas, e inicié la preparación para hacer el último tramo del Camino de Santiago, eso sí, cara al verano, porque a mí no me gusta mojarme y tampoco las nieblas mañaneras me sientan bien. A mi edad, esas brumas frías se pegan a los huesos y causan bastantes molestias. Dándole vueltas al asunto, y conociendo que los refugios están al principio y fin de cada etapa, llegué a la conclusión de que lo mejor era partir las jornadas. Pero, claro, era de tontos deshacer el camino andado o quedarte a dormir a la intemperie, y como no me han ido mal las cosas en la vida, y tengo un buen coche, contraté a un mecánico, que venía a recogerme a donde yo estuviera y, juntos, nos dirigíamos al mejor hotel de la zona. A la mañana siguiente, después de haber tomado un buen baño y mejor desayuno, el hombre volvía a dejarme en el mismo sitio en donde me había recogido. Luego, se acercaba al hotel, que ya teníamos reservado, y allí lavaba la ropa y limpiaba el segundo par de botas, lo que permitía que llevara la mochila a la espalda como buen peregrino, pero solo portando el peso de un tentempié reparador y un par de termos. Uno, lleno de agua bien fresquita, y el otro, de café bien calentito, que yo sin mis cafelitos no soy nadie. Así hice los kilómetros que eran necesarios para que al mostrar el pasaporte bien firmado, le entreguen a uno eso que dan en nombrar La Compostela.

Llegué a la plaza del Obradoiro un soleado medio día, ya tarde. Sin perder tiempo, me coloqué delante de la Catedral, le hice una gran reverencia al Señor Apóstol, y, rápido, fui a almorzar, no fuera a ser que cerraran el encomiado restaurante en el que tenía reservada mesa desde Madrid.

Comí un magnífico centollo, de aperitivo un cuarto de percebes, empanada de raxo, y de plato base, una merlucita en caldeirada. Todo ello regado por el mejor Albariño. De postre, cañitas de crema, filloas, un par de cucharaditas de tocinillo de cielo, acompañado por una exquisita queimada, y café.

No era ya persona cuando me retiré del yantar, por lo que decidí ir directamente hacia el Hostal de los Reyes Católicos, que hace ángulo recto con la Catedral, así, al día siguiente no tendría que ponerme a andar otra vez para cumplir mi objetivo. Me levanté dispuesto a entrar por la Puerta del Perdón para ganar el jubileo, cosa que hice sin tener que guardar cola, pues había tenido la precaución de mandar al chófer a las seis de la madrugada. Una vez allí, le invité a que pasara conmigo, cosa que agradecido, así hizo. Ya perdonados mis pecados, dirigí mis pasos a buscar el certificado de peregrino; luego, llevando las indulgencias bien dentrito en mi pecho, guardaditas en mi alma, escuché la misa de doce, que es cuando ponen en marcha el botafumeiro. Como pocas veces en la vida, sentí una profunda emoción con el humo del incienso, el abrazo al Santo, la homilía…

Después de haberme puesto a bien con el Señor Apóstol, le di al conductor el día libre, y volví a otro restaurante para almorzar; éste, por lo que me habían dicho, más exquisito. Tomé unos camarones, una enorme nécora, ¡nunca había probado otra igual!, y un plato de langosta con chocolate, que recomiendo a todo el que pueda, no deje de tomar. De segundo, esta vez elegí la carne asada. Estaba tierna, jugosa, ¡y qué patatitas de acompañamiento! Disfruté como un niño aplastándolas sobre la transparente y dorada salsa. De allí fui a dormir la siesta y cuando una hora y media más tarde me levanté, salí decidido a visitar algunos monumentos. Eran tantos y tan  antiguos, que nada más ver el primero creí oportuno dejarlo, y volver en otra ocasión acompañado por la ya mi señora, para recrearnos juntos en tanta belleza. Regresé al Hostal y cómodamente sentado en la acogedora terracita que tienen en una esquina de la plaza, tomé un pincho de tortilla de patata, de ésas que al cortarla se le sale el huevo amarillo, cremoso, y una cañita de fría y espumosa cerveza, que tenía un sabor diferente, a mi juicio no tan bueno como la de Madrid.

Por la mañana, no queriendo añadir a mi cansancio de peregrino el de un viaje de vuelta por carretera, tan largo, ordené al conductor que llevara el coche y mis pertenencias a mi casa. Le di las gracias y le dejé dinero para sus gastos. Luego, tomé el avión y volví a la capital. Cuando mi santa abrió la puerta, caí derrotado en sus brazos. Cielo, le dije arrebujado en su pecho mientras la besaba y me acaloraba con su aroma, ¡qué dura es la vida del peregrino!

© Malena Teigeiro

Retorno

Liliana Delucchi

La manita de su nieta en la suya hace a don Gregorio volver a la realidad. Allí está toda la familia reunida ante la Puerta del Perdón, porque es a lo que viene, a pedirle perdón al Santo.

Con las mejores galas, su esposa, hijos, nueras, yernos y nietos, acompañan al anciano en un viaje de regreso que tardó más de cuarenta años en realizar. Detiene su mirada en la imagen de Santiago, en los santos que lo rodean, el pórtico, la reja y las baldosas del suelo sobre las que durmió tantas noches. Recuerda la lluvia, el frío que no era capaz de detener el papel que se ponía en el pecho debajo de su camisa raída; el viento que se colaba por los agujeros de las botas; la señora elegante que le traía, un día sí y otro también, un poco de caldo y algún bocadillo. Esa señora que le dio un puesto de guarda en su finca, hasta que el nieto decidió que no tenía el aspecto adecuado, y otra vez a la iglesia.

—Reza, hijo mío, el Santo te escuchará, tu suerte ha de cambiar —le susurró la dama al despedirlo.

Pero el Santo no escuchaba y otro invierno llegaría a la plaza. Por eso, al finalizar la misa de un domingo cualquiera, entró en la sacristía. Con lo recaudado en el cepillo y lo que había podido ahorrar mientras trabajaba para la señora, se embarcó en dirección al Nuevo Mundo. Trabajó duro, como todos. Tuvo suerte, como unos pocos, y encontró una criolla que supo acompañarlo y darle cinco hijos.

Don Gregorio entra despacio en la iglesia, aspira el olor a incienso, con una mano en el bastón y la otra cogida de la de su mujer, avanza por el centro. Cuenta los bancos uno a uno, hasta situarse en aquel en que recuerda haberse arrodillado a rezar tantas veces. Se sienta, su esposa le palmea la pierna. Tranquilo, le dice, vas a cumplir con tu sueño. No, contesta, voy a devolver lo que no era mío. Del bolsillo interior del abrigo extrae un talonario de cheques, firma uno con una cantidad de seis cifras, lo guarda dentro de un sobre y cuando un novicio pasa con la cesta de la limosna, lo deposita en ella. La mujer le aprieta la mano. Ya podemos volver a casa.

© Liliana Delucchi

Iré a Santiago

Marieta Alonso

Soy un Renault 4 TL de color blanco y con el número de matrícula M -9774-EU.  Si no estuviera enamorado de quien hasta ahora me ha conducido por esos mundos de Dios, a lo mejor estaría aparcado en un desguace. Supe de siempre que nuestro amor era imposible, pero los sentimientos están ahí. No puedo evitar amarla con todas mis fuerzas por muy canija que sea.

Esa mujer de la que estoy enamorado es preciosa, recogidita, más dulce que el azúcar de caña, sabe de todo: ciencia, arte, historia, geografía… Es verdad que la inteligencia emocional la tiene algo desequilibrada, pero yo… muero por ella.

Ayer me vendió a un concesionario. Ni una lágrima echó al entregar la llave, que es mi corazón, a un desconocido. Tampoco se dio la vuelta para decirme adiós.

Estoy hecho añicos. He llorado tanto que ha quedado reluciente la carrocería. Reacciono. Nunca más seré esclavo del amor. Se acabó sufrir por una mujer que me despreció sin un ápice de sensibilidad, a quien le ofrecía ternura, amor y comprensión. 

Me hago con la llave de la forma más sutil y me largo a Vallecas, al taller del hombre que hizo posible que sea como soy. El que puso su saber a mi servicio. El que me dio alma y voz. Se llama Ricardo y es el mejor mecánico del universo. Se alegró al verme aunque se preocupó cuando le expliqué que ahora soy un coche fugitivo.

Le cuento mi calvario, que mi chica va por el mundo a trompicones, que he soportado todos sus escarceos amorosos con dignidad y que ahora se deshace de mí como si fuera chatarra. Me escucha en silencio. Él también ha sufrido lo suyo con las mujeres. Le está dando vueltas a un tal camino francés que va desde Roncesvalles a Santiago, es una especie de peregrinaje, observa.

—Te llevo—, le digo.

Me miró con ternura. Yo he sido lo mejor que ha hecho en su vida. Así que nos vamos en busca de una Credencial para que nos sellen las etapas. Ya podemos comenzar la andadura pidiendo a gritos dos milagros: mi amigo encontrar esa mujer con la que sueña y yo volverme a enamorar y ser correspondido. Puede que esto sea demasiado para el Apóstol… pero la fe mueve montañas.  

© Marieta Alonso

Publicado en: Arte

Inger bajo el sol

15 enero, 2016 por Akelarre 6 comentarios

Inger bajo el sol - Edvard Munch
Edvard Munch. Inger bajo el sol, 1888. Óleo sobre cartón, 73 x 46 cm. Bergen Kunstmuseum (Rasmus Meyers Samlinger), Bergen

Inger bajo el sol de Edvard Munch

El sol juega un papel particularmente importante, y es que el atardecer es el ambiente que marca la escena en muchas de las obras. 

Crepúsculo: el sol se pone, el manto de la noche
desciende, el crepúsculo transforma a los mortales en
espectros y cadáveres en el preciso instante en que
regresan a casa para envolverse en las mortajas de sus
camas y abandonarse al sueño. El sueño, esa apariencia
de la muerte que regenera la vida, esa capacidad para
sufrir creada en el cielo y en el infierno

Munch representa en sus atardeceres ‘retratos’ donde las mejores pinceladas expresivas las consigue en el paisaje. Así, por ejemplo, los rasgos psíquicos de la hermana del artista en Noche de verano (Inger en la playa, 1889) se pueden apreciar mejor en los elementos que rodean a la figura, que en sus gestos o expresiones físicas.

Inger aparece sentada sobre unas rocas junto al mar, en actitud pensativa, vestida de blanco y con un sombrero en la mano. En el cuadro aparece la hermana de Munch en el lateral izquierdo, dejando el espacio central vacío de objetos para acentuar la soledad y el aislamiento de la figura.

Su mirada atraviesa toda la superficie del cuadro, pasando de un extremo a otro, fija en un punto que queda al otro lado, y que no vemos. Se trata del mar, que ‘absorbe’ su mente y actúa sobre ella con un poder sobrenatural.

Inger

Cristina Vázquez

El camino de plata

Malena Teigeiro

¿Quién eres?

Liliana Delucchi

La mitad de una moneda

Marieta Alonso

Inger

Cristina Vázquez

— Inger. ¡Oh Inger!.

El hombre pronunciaba desolado este nombre, frente a la ventana de la casa de vacaciones, blanca y con tejado de pizarra. A sus pies un bolso de viaje y en las manos un sombrero; su coche no tardaría en llegar para llevarle a la estación. Tenía una estatura mediana y bien proporcionada, el pelo rojizo y una barba recortada en la que comenzaba a aparecer las primeras canas.

Estaba pasando unos días de descanso en casa de sus amigos, los Olaffsen, empeñados en que recuperara energías físicas y espirituales para el resto del año. Le aseguraron que la belleza del lugar, la calma del mar en esa época en que la luz inundaba la noche y los paseos por el campo, le devolverían la salud y confianza en sí mismo.

Un tropiezo con un feligrés influyente, que malinterpretó sus palabras, le obligó a visitar al Obispo, escuchar una dura reprimenda, soportar su injusta y severa mirada y ser retirado por una temporada de su ministerio. Esta fue la gota que colmó su alterado ánimo y tuvo que retirarse unos meses a una casa de reposo, pues la angustia y el nerviosismo le resultaron insoportables y ahora, más recuperado, fue acogido por sus amigos.

Desde los primeros días notó la bondad del lugar. Su efecto calmante, el ruido del mar continuo, pero sin agitación, el verdor de los prados y la buena compañía, eran más eficaces que los días en el hospital.

Una mañana descubrió a una mujer vestida de blanco, con un sombrero de paja y una prolongada y oscura mirada que, siempre a la misma hora, se sentaba plácida en unas rocas a mirar el mar.

Es Inger, nuestra vecina, le confirmó Editha Olaffsen, cuando se interesó por ella.

Pensó que el Señor, en su Misericordia, le estaba compensando de los sufrimientos pasados, y que esa mujer, con su resplandor, podría significar la paz que anhelaba y la compañera deseada, tras muchos  intentos por encontrar pareja. Desdeñó a unas por frívolas, otras por insensibles, algunas por interesadas y muchas por displicentes. Al fin y al cabo él era un buen partido. Y al mirar a Inger, su desconfianza pareció derretirse y rezaba con devoción para que resultara, por fin, la mujer perfecta.

El nerviosismo y la angustia volvían a paralizarle y no se atrevía a dirigirse a ella. Se asomaba cada día a la ventana a mirarla y en esa contemplación recuperaba la paz.

Un día por fin decidió que había llegado el momento de hablarle y así lo hizo. Aprovechando el rato en que la hermosa figura, siempre de blanco como indudable señal de su pureza, contemplaba el mar desde las rocas, se acercó  por detrás y la saludó, pero no obtuvo respuesta. Sentía que el suelo se resquebrajaba a sus pies, y que era incapaz de sobreponerse, pero avanzó hasta situarse más cerca y repetir el saludo. Tampoco esta vez obtuvo contestación ni gesto alguno por parte de la mujer. En ese momento creía que le iba a estallar la cabeza y caería redondo. Hizo un tercer intento frente a ella y  balbuceó que el día era muy tibio, que a él también le gustaba el mar y, señalando la casa, se presentó como amigo de los Olaffsen.

La mujer lo miró con sorpresa y sonrió sin soltar palabra, hecho que le hizo perder su relativo aplomo y, tras una inclinación de cabeza, se retiró a paso vivo dando algún que otro traspié. Se iba quitando la corbata y se abría la camisa con la seguridad de que iba a ahogarse. Al llegar a casa de sus amigos se metió en su cuarto a esperar que, la tormenta que le  arrasaba el ánimo, se calmara. Por nada del mundo quería que vieran signos de una posible recaída que lo llevara, otra vez, a la casa de reposo. Se tomó unas gotas tranquilizadoras y con el tono más neutro que pudo les preguntó por la vecina.

—Se llama Inger, muy guapa, pero sordomuda —afirmó Editha Olaffsen con una mezcla de satisfacción y falso dolor.

© Cristina Vázquez

El camino de plata

Malena Teigeiro

No le gustaba sentir la suciedad de la arena en los zapatos. Agneta prefería sentarse en las rocas mientras contemplaba cómo el mar llegaba hasta ella pausado, tranquilo. Otras veces, las encrespadas olas arañaban con rabia el desespero que sentía en su interior.

Desde las peñas, de vez en cuando, dirige la mirada hacia el suelo para ver entrar y salir las olas entre los huecos de las piedras, arrastrando algas y conchas. Allí espera sentada, casi sin levantar la vista del horizonte, hasta que al caer la tarde agita la pamela de paja al viento, igual que hizo con el pañuelo de seda al despedir a Svend en el puerto. Luego, se va saltando de una piedra a otra. Lo hace despacio, sin importarle el tiempo.

Aquel día le costó mucho salir de casa. Sus padres le dijeron que persistir en su conducta le causaría una enfermedad. A la joven no le importaron ni los ruegos ni las amenazas. Sabía que la gente murmuraba, que desaprobaban su actitud, incluso que lo hacía su familia, sus amigos. A ella le daba igual que no la entendieran, le daba igual que dijeran que Svend no iba a volver. Ellos no sabían que la noche antes de embarcar, había puesto en su dormitorio jarrones con margaritas y rosas, palos de canela y vainilla en la cera de las velas y que, igual que en su noche de bodas, arropados sus cuerpos con sábanas de luna, Svend y ella se habían amado. Después, hasta que llegó la hora de partir, en sus horas de desmayo escucharon muy juntos el suave batir de las olas. Ellos tampoco sabían que esa noche Svend le juró que tornaría.

Por eso, la joven, vestida de blanco, una tarde tras otra, volvía a las rocas de verdes líquenes. Cuando decidiera regresar, Svend la encontraría como vela al viento, como el haz de luz de un faro alumbrándole el camino de vuelta

El mar estaba en calma cuando Agneta caminaba feliz hacia la playa respirando la brisa cálida. Atravesó la arena y saltó entre las peñas buscando la más alta, la más blanca, aquella que le servía de asiento. Sobre ella y con la pamela en las manos, aguardaba tranquila a que se fundiera la luz del sol con la de la noche, hasta que el firmamento se llenó de estrellas, hasta que vio aparecer una redonda y brillante luna. Ella, anhelante, la contemplaba. Poco a poco, su luz se fue volviendo blanca, tan brillante, que al elevarse por el firmamento dejó sobre el mar un camino de plata.

Sonriente, trémula, Agneta caminó por él.

© Malena Teigeiro

Quién eres

Liliana Delucchi

Sin ruido y con mucho cuidado, Lucía se quita los zapatos y comienza a descender las escaleras. Su habitación está en la planta alta y, desde que recuerda, los escalones emiten ronquidos cada vez que los pisa. Es la hora. Aprovecha que su madre y sus tías toman el té para escapar a la playa. Ella debe de estar en aquel lugar.

La primera vez que la vio, la señorita Clara salía de su casa; vestida de blanco, se cubría del sol con una sombrilla y caminaba lentamente, como flotando. Creyó que era un hada y esa noche soñó que bailaban en Nunca Jamás.

Días después la vio en el mercado de la plaza; las manos se extendían hacia las manzanas y Lucía quiso decirle “cuidado, pueden estar envenenadas”, pero su madre tiró de ella y se perdieron entre la multitud.

Un miércoles, al volver de la clase de pintura, decidió dar un paseo por el arenal y allí tuvo lugar un tercer encuentro. La señorita Clara, sentada en las rocas, miraba un punto en el horizonte. La niña trató de distinguir a dónde se dirigían sus ojos, pero solo vio un espacio infinito, sin una nube y más a lo lejos, rompiendo el cielo…, la silueta de un barco pirata. La mano de la mujer se alzó en un saludo, y el buque desapareció.

Con disimulo, Lucía entra en la cocina, coge una cesta y la llena de las galletas recién horneadas que hay sobre la encimera. Descalza, sale a la playa y camina por la arena hasta llegar a las rocas. Se detiene, apoya la canasta sobre las piedras, la abre y le ofrece una pasta a la señorita Clara. Comen en silencio.

— ¿Quién eres? — pregunta la niña.

La dama se quita el sombrero, sonríe y le responde.

— Quien tú quieras.

© Liliana Delucchi

La mitad de una moneda

Marieta Alonso

Desde niña fue su hombre. Se hicieron novios en la adolescencia. Él abandonó la aldea gallega donde vivían y se marchó hacer las Américas. Ella quedó a la espera. Todas las tardes al anochecer, se sentaba sobre las rocas junto al mar a soñar con su regreso.

Los años fueron pasando, las cartas vienen y van, hasta que se casaron por poderes. Ya esperaba el barco para marcharse junto a él cuando la guerra hizo que quedara atrapada en su aldea. Era tanto su dolor, sus ansias de él que comenzó a frecuentar a una hechicera famosa por su buen hacer.

Le hablaba de su temor a morir sin haber sido suya y tanto, tanto lloraba, que la adivina se apiadó de ella. La noche de San Juan, con la luna llena allá en lo alto, le dio a ingerir un amargo brebaje. Corriendo se fue hacia las rocas, se quitó y dobló el vestido con delicadeza, se acostó en la arena y con la mirada en el mar, lo esperó.

Él vino puntual, regalándole la mitad de una moneda de plata, le contó su vida por aquellos lares, acarició su pelo, yacieron juntos y se fue con un ¡Hasta pronto!

A los nueve meses nació su retoño. Las murmuraciones se hicieron eco por la tierra, por la ría, por el océano. Los suegros la despreciaron, las amigas le hicieron el vacío, no por haberse quedado embarazada sino por no ser sincera con ellas, ni siquiera sus padres podían creer lo que contaba. Enseñaba el regalo, su media moneda. Daba igual, no le creyeron. Y ella le pedía a la maga que deshiciera ese entuerto, que silenciara dichas calumnias. ¿Quién sino ella sabía la verdad de todo? Mas la hechicera sonreía susurrando: Los hechos las acallarán.

Siguió yendo a las rocas, a la mar, con su barriga, con su hijo en brazos, de la mano, corriendo detrás de él.

Cinco años más tarde, una mañana de primavera, un barco arribó con su amado. La meiga vino a contárselo. Se puso aquel vestido, testigo de su noche de amor, una diadema de flores silvestres adornaba sus cabellos, al niño lo peinó con la raya al lado y juntos se fueron al centro de la plaza, frente a la iglesia, con su media moneda plateada colgada al cuello. Lo vio venir a lo lejos, serena lo esperó, él con su media moneda en alto, llegó, y a la vista de todos unieron las dos mitades.  

© Marieta Alonso

Publicado en: Pintura

El Cascanueces

15 diciembre, 2015 por Akelarre 4 comentarios

Sellos rusos el cascanueces

El Cascanueces

Sellos rusos emitidos en 1992, conmemorando el primer centenario del ballet “El Cascanueces”. La primera representación tuvo lugar el 18 de diciembre de 1892, en el  legendario teatro Mariinsky de San Petersburgo.

Es un ballet compuesto por dos actos y cinco escenas y está basado en el cuento de Ernst Theodor Amadeus Hoffman, titulado “El cascanueces y el rey de los ratones”. Adaptado, más tarde, por Alejandro Dumas padre, fue en el que se basaron Ivan Vsevolozhsky y Marius Petipa para hacer el libreto. La coreografía es obra de Petipa y Lev Ivanov. Piotr Ilich Chaikovsky creó la partitura.

La interpretación de este primer ballet fue dirigida por Riccardo Drigo. Cabe destacar que en los papeles infantiles figuraron niños auténticos en lugar de adultos, Stanislava Belinskaya y Vassily Stukolkin eran estudiantes de la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo.

Desde entonces “El Cascanueces” ha sufrido varias adaptaciones. Hoy en los países occidentales, es quizás el ballet más representado en Navidad.

Por eso, este mes, nuestras brujas han querido rendir un homenaje a la Navidad con sus cuatro cuentos inspirados en esta imagen entrañable.

Exilio

Cristina Vázquez

Cuento de Navidad

Malena Teigeiro

Invitación

Liliana Delucchi

Juegos de Navidad

Marieta Alonso

Exilio

Cristina Vázquez

Este año no pensaba celebrar la Navidad.  Siempre la misma rutina que se vaciaba de contenido al no haber niños ni hijo en torno al árbol de plástico, cada vez más pelado. Estaba decidida a comprar uno nuevo, pero al no venir nadie lo dejó para otra ocasión. En cualquier caso, la falta de celebración navideña no implicaba tristeza ni abandono, o solo abandono circunstancial, se decía, pues su hijo se había ido a San Petersburgo a vivir y le resultaba caro y complicado venir por tan poco tiempo, y a ella le acababan de operar la rodilla y no podía viajar.  Exilio, eso era, una especie de exilio.

 Recibió un Christmas de su hijo y dentro, le había metido unos sellos que conmemoraban la Pascua rusa. Para que practiques, le escribió. Y recordó cuando era pequeño y le recitaba en ese idioma una poesía de un pájaro que se perdía en la nieve y no encontraba el camino de vuelta. También se acordaba de algunas frases: saludar, me duele la cabeza, te quiero mucho, el niño se va a casa, perro y más palabras que iban surgiendo de su memoria, como rescatadas detrás de un telón. Él se divertía oyéndola, era su idioma secreto.

— Háblame en el francés de cuando eras pequeña — le decía.

— No es francés, es ruso.

— Da igual, pues en ruso.

Y esa mañana, en que  amaneció Madrid nevado, con ese aire de renovación que da la nieve sin estrenar, pensó que era una señal que la unía a la lejana ciudad dónde estaba su hijo, y se acordó de Leonidas Manssieref, su profesor de ruso.

 Había sido recomendado por Madame Botsaris, su antigua profesora, otra exiliada gorda y dicharachera, de la que ya estaba harta, pero sus padres se habían empeñados en que sería muy útil hablar ruso cuando los comunistas se hicieran dueños del mundo, y año tras año, con poco resultado, daba sus clases. Él era un príncipe, un hombre muy refinado y al decirlo Madame Botsaris levantaba los ojos como buscando una inspiración desaparecida.  Así que la llegada del profesor nuevo le pareció una bendición.

Se sintió fascinada desde el primer momento por ese hombre menudo, de una palidez transparente, un traje marrón gastado con chaleco del que pendía la cadena de oro del reloj y una sortija con escudo en su dedo meñique. Se movía con ligereza, aunque una leve cojera le obligara a llevar bastón. La empuñadura, de plata, era una cabeza de lobo.

 Pronunciaba el español con un acento fuerte, pero sus palabras sonaban con la misma dulzura que cuando hablaba en ruso, y su francés era fluido. Mi segunda lengua afirmaba.

Aprender, lo que se dice aprender el idioma, no aprendió mucho, pero supo de las inmensas extensiones blancas, del color del musgo bajo el hielo, del accidente que lo dejó cojo, de los paseos en trineo, y en verano, de las playas inquietantes del Báltico y de la pequeña pensión en la que ahora vivía.

— C´est la vie.

 Todo se lo contaba en una mezcla diabólica de francés, español y ruso, mientras comía con delicadeza, pero muy decidido, los sándwiches que les dejaban de merienda. Si sobraba alguno, su madre se lo envolvía con mimo; pobrecillo, si no tendrá que llevarse a la boca.

A veces, pasados lo años, aún miraba su firma imponente en el cursilísimo libro de dedicatorias juveniles, A mi querida alumna, la promesa más dulce de mujer. Príncipe Leonidas Mansieref y una tremenda rúbrica que sostenía su nombre.  Pensó que eso sí  era exilio y no lo de ahora.

© Cristina Vázquez

Cuento de Navidad

Malena Teigeiro

Huye Leyna. Huye entre los grandes copos que caen sobre las solitarias callejuelas. Huye porque la guerra la empuja.

Hierática, bailaba. Veía los ojos negros de Sigfrido clavados en su rostro. Entre sus manos, el cuerpo de Odette trémulo, ligero, volaba sobre la punta de las zapatillas. De pronto, se escuchan disparos, oyen los gritos de horror de los espectadores cuando aquellos hombres entran en el teatro. Escondida entre bambalinas, Leyna esperó hasta que pudo escapar.

Seguía huyendo entre países en guerra, entre campos nevados, sin importarle que la luna estuviera lejos, que el sol calentara poco. Escondidos entre sus ropas, lleva las zapatillas de raso y cuatro sellos. Por el camino le envía una carta, después otra y luego la tercera. El último lo guarda para poder decir dónde se encuentra.

Así llega hasta el fin del mundo. A un país abrazado por el mar. Una tierra en donde las gentes, que le sonríen tranquilas, no saben que existe el baile sobre las puntas de las zapatillas de raso. Un recóndito paraje en el que las nubes derraman una fina lluvia sobre las cabezas de sus paisanos, cubiertas por negros pañuelos; en el que las almas juegan con las sombras de la noche y la luz del amanecer; en el que la gente muere y renace rodeada de misterios. Cuando llega a la playa se detiene asombrada ante la inmensidad del mar. Siente mucho frío. Al final del arenal, en la cima del acantilado, ve una luz. Atraviesa los prados hasta llegar a una casa de piedra. Golpea la madera de la puerta. Un viejo le abre. Después de mirarla, le señala la cuadra. Solo por una noche, dice agradecida. El anciano, sin entender sus palabras, le sonríe. Entra en el establo y arrullada por el mugir de las vacas, Leyna se queda dormida.

El viejo está ordeñando a los animales cuando se despierta. Al verla incorporarse, se le acerca con una jarra de espumeante leche. La joven bebe el cálido líquido agradecida. La callosa mano del anciano le muestra un rastrillo y el modo de ahuecar la paja. Ya es medio día, cuando el hombre vuelve a la cuadra y le ofrece un plato de caldo. Poco a poco, la joven comienza a trabajar en la casa. 

Una noche cuando abría la puerta para irse a dormir, el viejo le señala una habitación vacía. Era la de mi hija, le parece entender. Dándole las gracias, entra en ella. Las arrugas de la piel del hombre se alisaron en un remedo de sonrisa.

Al día siguiente, cuelga las zapatillas de raso a la cabecera de la cama. Después, escribe  una carta diciéndole dónde se encuentra. Saca el último sello y lo pega en el sobre.

Pasaron los días, las semanas y los meses; el verano y el otoño. Leyna, poco a poco, perdía la esperanza.

El día veinticuatro de diciembre el viejo le pide que lo acompañe a la Iglesia. Nunca había entrado en aquel templo de helada piedra; no era como las capillas de su tierra, iluminadas con multitud de velas, pintadas con imágenes de oro y brillantes colores, nubes de incienso que perfumaban las naves, y popes vestidos con valiosos ropajes. Delante del altar, cual centinelas, cuatro cirios protegen un cesto lleno de paja desde donde le sonríe el Niño. Antes de irse, murmurando su ruego, le besa los pies.

Al no saber cómo preparan en la aldea la cena de Navidad, Leyna cocina la de su lejana Rusia. Vino caliente con canela y doce platos de diferentes viandas, uno por cada apóstol. Antes de irse a dormir, se calza las zapatillas de raso y danza para él, acompañada de una música que sólo ella podía escuchar.

Por la mañana la despertaron los villancicos de los niños. Abre la puerta y les da polvorones de nuez. Los miraba marchar cuando escucha ruido en la cuadra. El viejo estará ordeñando, piensa. Al dirigirse hacia allí lo ve salir camino de la casa y al cruzarse con ella, despacio, el anciano le susurra.

—Ve tú. Yo el habla de ese hombre, no la entiendo.

© Malena Teigeiro

Invitación

Liliana Delucchi

Mientras espera a su nieta, Edith permanece sentada, contemplando la niebla que cae sobre Madrid. Como cada semana anterior a Navidad, irán al ballet, la cita obligada para ver Cascanueces. Es una tradición que se remonta a la niñez de la señora, quien desde entonces se emociona con la música que Chaikovski compuso para la guerra de los juguetes. Aunque intenta fijarse en la copa de los árboles, desnudos en esta época del año, no puede obviar la presencia de una caja sobre la mesa, donde guarda sus tesoros, sus recuerdos. Alarga una mano para alcanzar el bastón, se pone de pie y se acerca a ella. El sobre está en el mismo sitio desde que lo recibió hace ya muchos años.

Era 1992, en medio de la algarabía de las olimpíadas, el Quinto Centenario y el annus horribilis de la familia Windsor, recibió una carta desde San Petersburgo que la llevó a otro tiempo, a otra ciudad. Dentro, había unos sellos y una escueta nota: “Mira lo que han impreso para conmemorar los cien años de nuestro Cascanueces.” No llevaba firma. No hacía falta.

Era muy joven cuando viajó a Nueva York para celebrar las navidades con parte de la familia que vivía allí. Como era tradición, fueron a ver Cascanueces y, gracias a lo relacionado que estaba su primo con el mundo de la danza, tuvieron acceso a los camerinos. Al verlo de cerca por primera vez, con la cara pintada, enfundado aun en su maillot, a Edith le temblaron las piernas y casi no pudo decir palabra cuando extendió la mano para saludarlo.

Los paseos por el parque sucedieron a las salidas a patinar, a las compras y a los villancicos, a besos escondidos entre bambalinas en medio de ensayos de pas de deux y las sonrisas cómplices de los miembros de la orquesta. Los bailes y las veladas los encontraban juntos hasta que tuvo que partir. Siguió su trayectoria a través de los periódicos, supo de su accidente por medio de una carta en la que le contó que ya no bailaba, que había sido contratado como coreógrafo en Rusia. Una y otra vez la invitaba a visitarlo,  hasta que con la excusa de una investigación, pudo viajar y continuar con una historia de la que conocía el final.

Un amor por correspondencia salpicado de algún encuentro a escondidas de sus cónyuges, hasta que llegó su primera hija, desde entonces solo les quedó la correspondencia. Y los recuerdos.

La presencia de su nieta la devuelve al salón, a ponerse el abrigo y partir en dirección al teatro. De regreso a casa, con la música sonando todavía en su mente, recuerda que ha leído que esta semana le harán un homenaje en Nueva York. Ve la ciudad nevada, los niños patinando, los Santa Claus por todos los centros comerciales,  a una pareja de jóvenes que desafiaban convenciones que estaban más allá de su alcance, y el temor de decepcionarse mutuamente al no ser capaces de vencerlas.

¿Por qué no?, todavía puedo viajar. Cuando está allí, él siempre se aloja en el mismo hotel. Introduce uno de los sellos en un sobre y escribe: “¿Qué harás en Nochebuena?”

© Liliana Delucchi

Juegos de Navidad

Marieta Alonso

¡Estas familias tan modernas! Eso se lo oí decir a mis abuelos maternos y en cuanto me vieron se callaron. Y es que voy a pasar la Nochebuena y la Navidad con mi primera mamá y mi tercer papá, luego despido el año y recibo al nuevo con mi primer papá y mi cuarta mamá. Creo que tengo un poco de lío familiar. Mi primera mamá, la que siempre está conmigo, me ha dicho que cuando sea mayor lo entenderé.

Entre mi Tata y yo hemos montado un Pesebre y un Árbol de Navidad en mi habitación. A mi tercer papá no le gustan estas Fiestas y ha prohibido ponerlos en el salón. Adoro al Niño Jesús, hablo con él todas las noches, y aunque en la cuna parece chiquitín, debe de tener mi edad porque es mi amigo.

Mi mamá en cuanto anochece entra en mi habitación para contarme un cuento. Hoy sin dejarla terminar me he hecho el dormido, así que me da el beso de buenas noches, me arropa, apaga la luz y cierra la puerta. Y justo en ese momento abro un ojo, luego el otro y me levanto despacito porque el aire se ha vuelto mágico y ruge como en un bosque encantado. Mis juguetes, haciendo lo mismo que yo, saltan del arcón donde los guardo y se cuelgan de las ramas del árbol.

Mickey con su afán de protagonismo, ha empujado a Spiderman que se ha caído encima del buey y del susto, el pobre animal muge; San José le palmea la testuz, mientras la Virgen María mece la cuna del Niño. La mula con sus pezuñas le ha roto a Peter Parker, una de sus lanzatelarañas. Se la he tenido que entablillar con un mondadientes y una tirita. Ya está listo para enfrentarse a los malos. Desde la rama más alta del árbol me llama Piolín para contarme que le ha parecido ver a un lindo gatito, y es que Silvestre está haciendo reír a Jesús al pasarle su roja nariz por la mejilla. Es muy ladino este gato. Está más atento al canario que al Niño. Superman se acerca a la cuna para ofrecer sus habilidades en beneficio de toda la Humanidad. Ya puedo irme a dormir tranquilo. Si el Belén tiene como guardaespaldas a mi superhéroe favorito, a nadie le puede pasar nada malo.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

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