
La mesa de Navidad
En Egipto, durante el Imperio Antiguo, existían algunas mesas en forma de pedestal, cuya función era la de separar la comida del suelo, y en la antigüedad greco-romana también tenían una función litúrgica. Poco a poco van derivando hasta llegar a la de comedor que, como tal, aparece en las casas de campo inglesas. Pero no es hasta el siglo XVIII cuando se consagra el mismo como habitación independiente cuya función más agradable es la que ocupa en nuestras fiestas.
Si tuviéramos un agujero en la pared de una de estas estancias, descubriríamos debajo de la mesa un inoportuno pie tratando de acariciar la pierna indebida, una patada de advertencia para acallar palabras imprudentes, dedos acariciantes… Y sobre el tablero, y a veces al mismo tiempo, divisaríamos manos que después de reptar entre cubiertos y copas, se acarician; ojos que sonríen enamorados en un silencioso brindis o también la tristeza de una ausencia o de un lugar vacío para siempre.
Os deseamos que vuestra mesa del comedor sirva como vínculo de unión, que alrededor de ella solo encontréis momentos de alegría y que disfrutéis de los relatos que este mes os contamos en torno a ella.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
¡Anda y que les den!
Cristina Vázquez
Tenía la mesa puesta desde las cinco de la tarde para celebrar esa noche su cumpleaños. ¿Cuántos? No tantos, se dice mientras se quita unas horquillas del pelo. Se mira en el espejo como si no quisiera verse. Asoma algo en el brillo de sus pupilas que a ella misma siempre le asustaba.
—Qué le voy a hacer si así me han hecho.
Y se da un tirón fuerte del pelo para desenredárselo. Se apoya con las manos sobre el mármol de la encimera, aprieta los labios y en voz baja, igual que si alguien la escuchara afirma.
—Solo he defendido mis derechos.
Mira el reloj. Los había citado a las ocho para tomar una copa de champagne antes de cenar. Un champagne francés excelente. No quiere fallar en nada. Esperaba que todo resultara cuidado y bueno, que ellos comprendieran que sabía valorar y darle buen uso a lo que le había tocado. Porque las cosas de la suerte son así. Y no dijeron más que mentiras contra ella. Al fin y al cabo, eran su familia, sus seres queridos, más bien los de él, pero le debía eso a Juan, que seguro hubiera aprobado todas y cada una de sus acciones.
También lo hizo por su hija. Ella ahora… ¡Uff! Cómo le apretaban los zapatos de charol que se acababa de comprar. Ahora, Marga, su querida hija no quería nada. Nada le importa, todo eran antiguallas graznaba, y además, se había largado a vivir a otra casa.
—Hasta que me pueda ir a Tombuctú o a Sebastopol —le soltó al irse de muy malas formas.
Por más que le había querido hacer ver claro que las cosas, los bienes, hay que preservarlos y cuidarlos, la niña, como era tan moderna venga a afearle que les quitara a sus tías lo que había sido de su madre, de su familia.
—¿Es que yo no soy familia, tú no eres nieta, tu padre no era hijo? ¿O qué?
Al recordarlo ahora, mientras se intenta apretar un tramo más el cinturón, le parece que su hija estuvo muy dura con ella. Claro estos jóvenes que lo han tenido todo tan fácil no saben lo que cuesta ganar dinero, tener respetabilidad, hacerse un hueco. Y eso que nunca le había contado cómo fueron sus primeros años con esa empingorotada familia. Cuando su Juan la presentó la miraron igual que si fuera un muñeco de feria robado por ahí, en cualquier puesto. Nunca se le olvidará la primera comida. Se suelta el cinturón, lo único que conseguía era marcar más las chichas de la cintura. Qué lástima envejecer.
Lo hicieron aposta. La suegra era una víbora, siempre con el gesto de asco como si todo le oliera mal y más fría que un bidet. Nada le alteraba excepto el tema político o un mal matrimonio o salida de pata de banco, como le gustaba repetir, de algún conocido de su misma estirpe o clase. Otra de sus frases preferidas era: Los jóvenes se creen que por casarse mal van a ser más felices. Y le dedicaba una miradita de hielo. Sí, de hielo, porque la vieja parecía que solo hubiera mirado el desierto ártico o antártico, nunca supo cuál estaba al norte o al sur. Ya da igual.
Busca unos pendientes, los de aro con turquesa o los de perla. Se prueba uno en cada oreja para ver cuál le favorece más. Recuerda cuando se los regaló Juan. Bueno sí era, pero tonto también. Se deleitaba tomando el té con su mamá y a ella que le dieran. Al salir, resumía con exactitud notarial las correcciones, que no levantara el dedo, que antes la leche que él té, o el té que la lecha, no se acuerda, que no mojara la tostada…
¡Anda y que les den!
Cómo se pusieron. De todo. La llamaron de todo, entrometida, ladrona… En fin, prefería no recordarlo porque había sido muy desagradable y no se cortaron un pelo en tirar al suelo la última pieza, la preciosa sopera de la famille verte que le tocó.
Por fin las perlas, los aros con turquesa eran un poco llamativos y esta noche, quiere que todo sea discreto, con chic, como le gusta decir a la cursi de Fuencisla, la cuñada mayor, la que se cree la sacerdotisa de los recuerdos familiares. Vaya cara se le puso cuando embaló las vajillas. Los ojos se le salían como dos serpientes enfurecidas.
Mira el reloj. Las siete y media. Se va a la cocina a meter el champagne en el congelador la última media hora. Juan lo hacía siempre. Tonto era, pero en estas cosas no le ganaba nadie. Y ella hoy, en la cena de reconciliación, eso había puesto en el tarjetón para invitarles, quería que no pudieran echarle en cara no saber apreciar lo bueno y poner una mesa ad hoc. Eso también lo decían Fuencisla y Juan. Las dos vajillas mejores y una mesa elegante que había copiado exactamente de una revista francesa. Vuelve a mirar el reloj. Ya son las ocho y se inquieta.
A las diez y medía casi se ha terminado ella sola la botella. No van a venir, ni siquiera su hija. Mira la mesa con ojo apreciativo. Mañana recogerá y volverá a guardarlas hasta el año próximo. A ver si vienen. Después de siete años ya podían haber olvidado.
¡Anda y que les den!
Secretos de una mesa de aniversario
Malena Teigeiro
Cuando Mariola extendió con fuerza el mantel, la tela formó una gran pompa sobre la mesa. Todavía con las puntas de la tela en la mano, se quedó mirando cómo, poco a poco, discusiones, tiranteces, perfumes y sinsabores iban saliendo a través de los agujeros que formaban los ya muy lavados hilos.
Ella era la pequeña y seguía viviendo en la casa de sus padres. Cada novio o pretendiente que les había presentado, doña Marcita, su madre, torcía el gesto. Al principio decía que era demasiado joven y no sabía darse cuenta del mal aspecto de su pretendiente. Luego, que tuviera cuidado, que debía elegir bien y que los hombres tan guapos, siempre, siempre, y levantaba amenazadoramente el dedo, hacían infelices a sus esposas. Otro no le pareció oportuno porque, según ella, su familia no era de las de toda la vida. Y por último, una mañana que no hacía mucho sol, le gritó que si lo que quería era agarrarse a cualquier par de pantalones que pasearan por delante de su puerta, pues, adelante. ¿Pero es que no se daba cuenta de que iban por el dinero que algún día heredaría? Llevándose la mano a la frente, la contempló con lástima. ¡Ay, Señor!, exclamó. Y poniendo buen cuidado de caer correctamente, se derrumbó sobre el sofá.
Cuando ya el mantel se posó sobre la mesa de caoba, Mariola lo estiró con las manos. Sintió bajo la piel los latidos de todas las voces que aquel hilo había escuchado. Lo contempló durante unos segundos y tembló. Parecía un blanco sudario. Estremecida ante sus negros pensamientos, se dio la vuelta y se dirigió al armario. Tenía que sacar la vajilla, cristalería, jarrones, cuberterías... Siempre igual. Desde que ella tenía recuerdos, así celebraban el aniversario de boda sus padres.
Se calzó los guantes de algodón blanco y comenzó a sacar uno a uno los platos. A la derecha de la cabecera principal, colocó con cuidado el servicio de Andrés, su hermano mayor. Estaba últimamente demasiado grueso y procuró dejarle más espacio. A su lado, el correspondiente a la dulce Ana, su pobre mujer, siempre pálida y con el rostro ansioso por agradar a tan displicente marido. Enfrente, el de Alfredo, tan agradable y trabajador. Cada vez que la abraza le susurra que cuando decidiera irse de aquella casa, contara con él, que la ayudaría. A su lado, Pepa, su altiva mujer, con su lengua ácida, a la que todos temen y que ella adora. Tenía carácter y no se dejaba vencer por el hermano mayor de su marido. Al fin y al cabo, ya fuera por su manera de ser o por la dote aportada, el caso era que excepto su marido, que siempre andaba guiñándole un ojo, todos la temían. Y cosa curiosa, ella también la animaba a dejar aquella casa. Luego colocó el servicio para el tímido y dulce Pablito. A su lado, el de su amigo Juan, que había sido su compañero de la residencia de estudiantes, y que una vez terminados los estudios se fueron a vivir juntos en un piso alquilado. Para compartir gastos, decía su madre ante la discreta sonrisa de sus otros vástagos. Enfrente de ellos, su hermano Marcos y su esposa Adela. Ambos trajeados como si fueran carmelitanos y ella luciendo su sempiterna tez bien lavada. Eran adorables. Siempre alegres, cariñosos. Recogió más platos, y los colocó en el sitio en donde acostumbraba a sentarse el divertido Jaime. Cada año llevaba a la cena del aniversario a una joven culta, bella, elegante, a la que después nunca volvían a ver. Un día le confesó que jamás se casaría, que no quería que las termitas royeran sus huesos. Y que si llevaba a esas celebraciones a una impecable mujer, era para que sus padres lo dejaran tranquilo. Ella y él se parecían mucho. Los dos tragaban sus secretos. ¿Qué sucedería si se supiera que ella tenía una pareja? Su madre le llamaría amante. Mariola se encogió de hombros. Ahora colocó el servicio de Jacinto que, aunque no era su hermano, siempre había estado en las celebraciones. Don Eustaquio lo miraba con mucho cariño. Decía que era el hijo de un íntimo amigo suyo, fallecido hacía tiempo y al que, según contaba, le había prometido que se encargaría de su formación. Pero ella había escuchado llorar a su madre. Y sabía algunas cosas que los demás no conocían. Algún día Jacinto, reservado, torvo, guapo a rabiar, les daría un disgusto. Estaba segura. Y suspirando profundamente colocó un servicio para ella a la derecha de su madre, como hacía en cada almuerzo. Ya casi había terminado. Solo le quedaba colocar en la cabecera el de su padre. Desde allí, el hombre contemplaba orgulloso a su correcta, formal y educada familia.
Contempló el aspecto y se decidió a situar las velas, las jardineras llenas de flores rojas, esta vez bien altas, a lo mejor si no se veían las caras, no discutirían unos con otros.
Ya todos estaban dispuestos a sentarse a la mesa cuando escucharon unos timbrazos en la puerta. Eran fuertes, generosos, hasta parecían alegres. ¿Quién sería a aquella hora?, preguntó su padre. Mariola se levantó tranquila. Cuando volvió a entrar en el salón iba colgada del brazo de un hombre. Madre, dijo mientras el joven se inclinaba para besar la mano a la dama. Le presentaba a Dionisio, el último pantalón soltero que pasó por su puerta y con el que convivía desde hacía dos años. Doña Marcita, llevándose la mano al pecho se dejó caer en el sofá. Tal parecía que le fuera a dar un infarto. Que se templara un poco, escuchó la voz risueña de su cuñada Pepa. No era momento para defunciones. Pálida, desasosegada, Mariola esbozó una sonrisa de alivio. Pepa se volvió hacia toda la familia. Y como si estuviera contemplando un divertido espectáculo, continuó. Si desde hacía años sentaban a la mesa al hijo de la amante de su suegro, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo el amante de Mariola?
La invitada inoportuna
Liliana Delucchi
—¿Cómo se te ha ocurrido?
—No podía hacer otra cosa —Eustaquio se pasa la mano por la cabeza con un gesto de no tener más explicaciones ante la pregunta de su esposa —me la encontré en la floristería cuando fui a pagar la cuenta mensual.
—¿Y…, hablando de gardenias terminaste invitándola a la cena?
Miranda da la espalda a su marido para ocultar ese gesto inadecuado que le surge cuando está enfadada.
—No sé cómo se enteró —responde apesadumbrado—. Alguno de los asistentes se habrá ido de la lengua.
—Bueno, ya está hecho. Veremos dónde la sentamos.
La mujer se encamina hacia su escritorio sobre el que tiene un diagrama con los asientos asignados a la mesa. Lo mira con desencanto.
El bueno de Rupert partirá en un viaje alrededor del mundo y ella quería ofrecerle una fiesta de despedida. Solo los amigos más cercanos y alguno que otro no tan asiduo a sus reuniones, pero que daría color a la velada. Mas la marquesa… Eso no estaba en sus planes. Ni en los suyos ni, cree, en los de ninguno de los asistentes. ¿Cuántos años tendrá? Setenta y cinco ya no los cumple.
La conocieron hace tiempo, en la casa de subastas donde la reciente viuda intentaba liquidar algunos de los bienes que le había dejado su egregio consorte. Miranda compró un par de antigüedades, que ahora está pensando dónde esconder, y esa mole de carne y maquillaje se le acercó para comentarle las bondades de su reciente adquisición.
—Soy la marquesa del Ojo Sinsonrando —se presentó abanicando sus pestañas postizas— y esas esculturas que se lleva han pertenecido a la familia de mi fallecido esposo durante generaciones. Son una verdadera maravilla.
Miranda le extendió la mano y con una media sonrisa que regalaba a quienes quería mantener a distancia, intentó despedirse sin preguntarle por el origen de ese título tan raro. No hizo falta. La misma aristócrata se lo relató en medio de sonoras carcajadas.
—Un antepasado de mi marido era el valido de un rey cuyo nombre no recuerdo. Al final de una cacería, al ver que su empleado no regresaba de sus habitaciones, el monarca se dirigió a ellas y allí lo encontró. En ropa interior y de pie sobre una bacinilla. Al preguntarle qué estaba haciendo, aquel le respondió “la prueba del ojo sinsonrando”. Fue tal el ataque de risa del soberano que le concedió el marquesado que lleva su nombre. ¿A que es divertido? —Y en medio del tintineo de sus pulseras de oro se alejó en busca de otra víctima de sus ocurrencias.
A la señora volvieron a verla en algunas reuniones de beneficencia donde la mayoría de los asistentes huía de ella. Una catarata de palabras de su voz chillona arrinconaba a quien encontrara por su camino haciendo que la gente la evitara. Pero ella no se daba por vencida, consideraba su presencia como una pátina de alegría ante personajes tan aburridos, esos entre los cuales necesitaba encontrar un nuevo marido ya que, según el chismorreo general, su fortuna era cada día más exigua.
—Deja ya de darle vueltas —le dice Eustaquio al ver a su mujer dando los últimos retoques a la mesa —y siéntala junto a Rafael, como el pobre está bastante sordo, puede que hasta se lo pase bien.
Los asistentes están ya reunidos en el salón cuando, con el retraso de rigor, hace su entrada la marquesa. Cubierta de joyas, todas las que le quedan según las malas lenguas, no tuvo reparo en mezclar esmeraldas con rubíes y brillantes. La seda de su vestido, un poco pasado de moda, desfila entre los sillones hasta acercarse a Rupert.
—Me han dicho que es usted el homenajeado. Enhorabuena por el pretencioso viaje que está a punto de emprender.
—No creo que pretencioso sea el adjetivo que me gustaría darle —contesta el discreto Rupert —. Solo es algo que quería hacer desde hace tiempo y que finalmente llevaré a cabo.
Mientras enreda su índice derecho en uno de los rizos de la peluca, ella le aconseja que no haga la travesía solo, es siempre mejor tener con quien compartir las nuevas experiencias.
El hombre mira a su alrededor en busca de ayuda y es el dueño de casa quien se acerca a rescatarlo con el objeto de entablar conversación con esa señora de quien todos huyen. No sabe qué decirle y no se le ocurre nada mejor que preguntarle si ha pensado en volver a contraer matrimonio.
—Desde luego —responde la marquesa— pero no con cualquiera.
—Es lógico, la cultura debe ser parte integrante —masculla el anfitrión.
—Por supuesto…, y el dinero no debe faltar —añade la marquesa con un guiño.
—¿A quién? —interroga Rupert.
Ventanas indiscretas
Marieta Alonso
La prima Inés tenía un temperamento inquieto, una figura tipo columna y el pelo negro, rizado y provocador que ataba con una cinta roja. Le gustaba su casa impecable, y todo el trabajo lo hacía por las mañanas para tener las tardes libres.
A las cuatro en punto llegaba su vecina y amiga de la niñez, la señora Bárbara. Las dos se sentaban en arcaicas mecedoras ante un velador, y con la labor en las manos, se dedicaban a mirar por el gran ventanal y a conversar, mientras bordaban manteles, obra cumbre de sus manualidades. Unos eran a punto de cruz, otros a festón, otros deshilachados, ellas los llamaban de lagartera, otros pintados con motivos navideños. Por la destreza de tantos años no necesitaban quedarse hipnotizadas con el ir y venir de la aguja y según la sazón de la historia de quien pasara por la calle, aceleraban o interrumpían el ritmo del trabajo.
Ya atesoraban en los arcones más de doscientos juegos completos de mantelerías con sus doce servilletas, que pensaban dejar en herencia a sus hijas. A las nueras se lo estaban pensando.
La señora Bárbara, de pronto, hizo un gesto como pidiendo tiempo.
Por la acera de enfrente el viento agitaba unos cabellos que no eran rubios ni cobrizos, tenían el color de las zanahorias. Enmarcaban una cara joven con grandes ojos de deseo, con labios imprudentes invitando al beso, que andaba muy rápido, con movimientos sinuosos, como si la calzada no estuviera desierta a esas horas.
—Habla, Bárbara, no te dejes nada dentro.
Y despacio, con la vista baja, confesó que su hijo Javier había caído preso de otros brazos tras veinte años de matrimonio, cuando ya debería tener el cuerpo un poco más apaciguado.
—De momento, mi nuera está en la inopia o se hace la tonta.
Si se atrevía a decírselo era por estar segura de su discreción.
—Ya lo sabía —contestó la prima Inés— y he hecho indagaciones. Por una amiga se hace de todo. Vayamos a la habitación de al lado que tenemos otra ventana.
—¿Para qué?
—Confía en mí.
Y vieron a la mujer bajo el dintel de una casa abandonada haciendo cosas con un hombre que no se hacen con un amigo.
—Ahora mismo voy y le digo…
La mandó callar. Marcó un número en la rueda del teléfono y con espantada voz, dijo:
—Javier, a tu madre le ha dado un síncope y la tengo en el suelo. Ven de inmediato. Y colgó.
Se miraron en silencio. La prima Inés impertérrita. Bárbara asustada.
—Ya sabes lo que debemos hacer, si es que Javier viendo lo visto se acuerda a qué ha venido. Y otra cosa este mantel tan bonito que estás terminando, regálaselo a tu nuera, que aguantar a tu hijo tiene mérito.
Todos muy bonitos en especial el de Marieta por favor siganme mandandome los cuentos me entretengo mucho leyendo
Muchas gracias.
Muchas gracias Martha, por ser tan fiel lectora. Besos
Gracias,, son mu buenos!!! Lo he pasado mu bien leéndolos!!!!
Gracias Mª Carmen. Gracias mil.
Muchas gracias a vosotros por llerlos.
Buenísimos.
Son autoras chilenas?