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La cocina

15 mayo, 2023 por Akelarre 2 comentarios

Cuentos inspirados en una cocina amarilla

Una estancia inspiradora

Esta cocina amarilla pertenece a la casa del pintor Claude Monet, figura destacada del impresionismo, en Giverny, un pequeño pueblo de Normandía. La casa se mantiene tal y como estaba cuando él vivía en ella.

Ahí pasó los últimos cuarenta años de su vida donde instaló su residencia y estudio. Llevó a cabo la creación de ese maravilloso jardín al que llamaron Le Clos Normande, lo más famoso del lugar. Buscó en él la luz, la combinación de colores y texturas, obteniendo un resultado de belleza conmovedora que tantas obras inspiró al pintor, como sus cuadros de los nenúfares.

Esta encantadora cocina ha dado motivo a temas diversos: un niño que observa sorprendentes actitudes de los mayores, el hallazgo feliz de una adolescente, la oportuna visita de un marido o vivencias en común con el pintor.

Mademoiselle

Cristina Vázquez

El poder de los colores

Malena Teigeiro

Asuntos de familia

Liliana Delucchi

Almas gemelas

Marieta Alonso

Mademoiselle

Cristina Vázquez

Le horrorizó la propuesta de su madre de ir a pasar el verano a Francia, cerca de Normandía. Una antigua señorita francesa, que la cuidó cuando ella era niña, las invitaba y repetía su proposición al menos tres veces al año. Se estaba haciendo vieja y el tiempo para poder conocer a la petite Irene apremiaba.

—Mamá, por favor —clamaba la hija—. Ve tú a verla, a mí no me fastidies las vacaciones.

Su madre, Claudia, era una mujer dulce y alocada, ociosa y encantadora. Un día prometía una cosa y al siguiente la olvidaba, por lo que Irene confió que su empeño por ir a Francia desaparecería en cuanto surgiera un plan más divertido. Estaba segura de que ese deseo de reencontrarse con su querida madeimoselle Antoinette, de la que se quejaba bastante al recordarla como una mujer severa, nerviosa y extremadamente delgada, se le pasaría. No fue así, o casi.

Se acercaba el momento peligroso de decidir el lugar de las vacaciones. Por fin donde siempre, o quizás mitad del mes a la casa, ideal, que le dejaban en Asturias y el resto al sur, dudaba la madre. Resultaba perfecto mezclar Mediterráneo y Cantábrico. Más divertido y se veía a más gente.

—Así, es imposible aburrirse en ningún sitio —confesaba Claudia con expresión de perrito desolado—. Si te quedas mucho tiempo te aburres y te aburren.

La hija miraba a su pecosa madre, en la que parecía que la madurez no iba a instalarse nunca, pues sus gestos, la naricilla respingona y el afán de felicidad, le resultaban a Irene excesivamente parecido a lo que ella y sus amigas todavía ansiaban. El padre, un guapetón de nuca rizosa y falsa mirada interesante, efecto de sus ojeras un poco abultadas, se había medio largado cuando ella tenía tres años. Medio largado porque luego aparecía y desaparecía a su antojo. Sus padres seguían manteniendo una amistosa relación. Irene calculaba que por parte de su madre más que amistosa, porque cuando él volvía a irse, se quedaba unos días como paralizada, igual que si se metiera en una nube o un sueño del que le costara salir.

Irene le veía cuando él tenía a bien volver de su estancia en Palma o de sus viajes no se sabía muy bien por dónde. Era cariñoso, simpático y entretenido al contar sus historias, hasta que la copa excesiva le volvía reiterativo y sentimental. Pero nunca les faltó nada, y aunque tuviera varias y sucesivas novias, con la mano en el pecho, juraba que los amores de su vida eran ellas dos: su única y auténtica familia.

En la última visita del padre, Claudia le contó con todo lujo de detalles que se iban a ir a Francia. Madeimoselle, tú la conociste, se estaba haciendo vieja y se sentía en la obligación de ir. Además, Irene practicaría un poco su francés y pasarían un saludable verano sin tanta bobada, salidas, copas y carreteras. Cuando hacía la enumeración de los teóricos peligros veraniegos, más que referirse a su hija daba la impresión de que eran aquellos de los que ella misma quería librarse.

—Me parece una idea colosal —apostilló Jaime, su padre.

Adoptó un papel institucional de progenitor responsable y casi exigió que así fuera. La verdad era que cada vez venía más, y se instalaba en la casa temporadas más largas. La humedad de Palma en invierno no le sentaba bien, le dolían las articulaciones, se estaba haciendo viejo, y buscaba el consuelo de su queja en Claudia.

Llegó el mes de junio y la fecha estaba cerrada para irse, pero al llegar al aeropuerto, Claudia, confesó emocionada a su hija que ella no iba a ir.

—Tu padre me ha pedido que volvamos a estar definitivamente juntos —un ligero rubor como de escolar arrebatada inundó sus pecas—. Y, en verdad, ha sido el único hombre de mi vida.

Se sintió traicionada, llena de decepción y hasta desprecio por esa madre que seguía siendo inmadura y pueril.

—Eres patética —le soltó antes de girarse—. Espero que os vaya bien.

En el avión notó como se le estrangulaba la garganta para contener el llanto. Se sintió perfectamente prescindible y utilizada. Cuando llegó a París estaba intranquila por si la reconocería la famosa madeimoselle, por si ella vería el cartelito con su nombre, por si lo mejor sería coger el primer avión de vuelta… Mientras estas ideas cruzaban su cabeza mirando aquí y allá, sintió una mano en su hombro, se giró y encontró a una encantadora mujer, como de cuento de niños: delgada, con el pelo blanco y un gorrito tipo boina, completamente fuera de lugar.

—Al fin te conozco, Irene, querida —su español era correcto, aunque con mucho acento.

En ese momento algo en ella se derrumbó y casi se echa a llorar. Durante el viaje hasta su casa condujo madeimoselle con más pericia de lo que se podía esperar y el tiempo del viaje se hizo ameno, mezclando francés y español. Irene estaba tranquila y encantada de ver ese hermoso y agradecido paisaje verde y frondoso.

—Ya hemos llegado —anunció madeimoselle Antoinette, después de girar por un pequeño camino.

La aparición de la casa conmovió a Irene. No supo decir por qué. Era de piedra con unas flores trepadoras que cubrían parte de la fachada, el tejado muy inclinado como de paja, luego supo que era lino, y un balcón con unas cristaleras en la parte central. Al entrar, un suave aroma a bizcocho o a algún otro dulce inundaba el ambiente. Antoinette le enseñó su cuarto en el primer piso, una habitación con un papel de flores azules en la pared y una cama con cabecero de madera. Le gustó. Al acabar que bajase a la cocina a tomar algo, le dijo antes de cerrar la puerta.

Entró en la cocina pintada de amarillo, con una mesa en el centro, grande, familiar, vajillas en los vasares y ese maravilloso olor. Se sentó a la mesa en la que destacaban el bizcocho, una tarta, frutas, queso… Y se echó a llorar. Madeimoselle alargó el brazo para cogerle una mano.

Este comedor, comenzó a contar en tono confidencial, lo había copiado del de la casa de Monet en Giverny, un pueblito cercano.

—Ya iremos a verlo. Verás qué maravilloso es el jardín.

 En esa casa el pintor fue feliz rodeado por su familia, continuó suavemente. Para ella, sus abuelos, su querida madre, Claudia, habían sido durante unos años su familia, siguió con voz dulce, pero sabía que la chere Claudia siempre sería una niña pequeña. Hizo un amplio gesto abarcando la estancia.

—Pretendo que esto sea un sitio de reunión, como si de otra gran familia se tratara —cruzó los brazos—. Quería conocerte, para que supieras que aquí siempre tendrás un hogar.

Llevaba años organizando cursos de cocina, confesó con orgullo. Venían muy buenos chefs y gente interesante. Pero, suspiró con cierta severidad impostada en su expresión, había que ser metódico y disciplinado. Luego, después de la técnica llegaba la inspiración.

—Te gustará y quién sabe, lo mismo llegas a ser una gran cocinera —le guiñó un ojo.

Se rio con suavidad y la animó a probar los platos del día.

© Cristina Vázquez

El poder de los colores

Malena Teigeiro

Después de romper con Olivier, su marido, con el resto del dinero que todavía le quedaba de la herencia de sus padres, y su perro Bistró sentado a su lado, conducía Ninet desde París hasta la casa que le dejaron sus abuelos. Durante todo el camino iba invadida por la tristeza que le causó tener que abandonar a Olivier, pero ya no aguantaba más sus golpes, ni sus gritos, ni sus borracheras.

Para llegar hasta la casa había que subir la montaña por un largo, estrecho y sinuoso camino de tierra, por el que Ninet condujo tomando primero una curva, luego otra, con sumo cuidado. Al parar su Peugeot rosa delante de la casona se sintió feliz. Contemplaba la fachada complacida. Era de piedra y vigas viejas que, al igual que las ventanas, lucían el mismo color que las vides que la rodeaban. Estaba igual a como era cuando de niña pasaba allí los veranos, pensó mientras abría la puerta.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cocina, decidió que tenía que pintarla. Después de tantos años, las blancas paredes estaban sucias, desconchadas. Primero, pintó de rosa su dormitorio. Y rosa también eran las telas de las cortinas que hizo, aunque estas un poco más oscuras. Siguió con el baño. En el intento de que se pareciera al mar Mediterráneo que veía desde la ventana, lo pintó de azul verdoso con trazas cobalto. El pasillo y la escalera, lo primero que veía todas las mañanas al salir de su habitación, los coloreó de azul cielo.

Se sentía feliz entre aquellos alegres tonos que le permitían soñar y dejar la tristeza.

Al fin le tocó a la cocina comedor. Ésta todavía conservaba el primitivo blanco, sucio de grasa y humo por muchas partes. En su Peugeot rosa se dirigió a la tienda de pinturas. Aparcó con cuidado delante de la puerta. Entró y pidió un bote de pintura amarilla, pero de ese color amarillo que tienen las natillas, aclaró. El hombre que la atendió, levantando las cejas, le entregó un bote. Este le quedará precioso. Es el que todos usamos por aquí. Qué estupendo, pensó Ninet viendo ya las paredes de la cocina pintadas con ese amarillito que tanto le gustaba.

Cuando comenzó a pintar, el color le disgustó bastante. No era como el de las natillas, sino como el de los limones. Sin embargo, y como aún le quedaba pintura, y aunque aquel color le producía cierta irritación, sin detenerse, pintó los muebles, las sillas, las puertas. Luego colgó cuadros, platos y llenó los vasares con las vajillas.

Sin duda, el año que viene cambiaré el color, se dijo satisfecha al cerrar la puerta después de colocar el último adorno.

Una tarde al volver de recoger flores, se encontró a Olivier sentado a la mesa. Otra vez no, gritó su interior. Miró hacia el fondo, y el amarillo de la pared le hizo subir acidez a la boca. Luego, al ver la botella de coñac encima de la mesa y a él con un vaso en la mano, sintió náuseas. Se lo rellenó. Con tranquilidad, se sirvió otro y se sentó enfrente mientras él la insultaba. Un color como aquel amarillo no era bueno para nadie, pensaba sin dejar de mirar las paredes mientras escuchaba que a gritos la amenazaba por haberlo abandonado llevándose el dinero. Cuando terminó la botella de coñac, Ninet buscó por los vasares hasta que encontró otra de aguardiente. Le rellenó de nuevo el vaso una y otra vez. Estaba ya bastante borracho cuando el hombre se levantó rabioso. Ella cerró los ojos y se encogió en la silla. Esperando sus golpes, escuchó el ruido del cuerpo al caer. Giró la cabeza y vio que de la boca de Olivier salía un hilo de babas. De puntillas, se fue de la cocina.

Era ya de noche cuando, poco a poco, arrastró el cuerpo, todavía en coma etílico, hasta el coche de Olivier. Logró sentarlo detrás del volante. Lo encendió, puso la palanca en punto muerto y retiró el freno de mano. Desde fuera del coche, agarrada al volante, lo llevó hasta el comienzo del camino. Después de un empujoncito, lo soltó. Primero se deslizaba despacio, luego, lo vio que tomaba velocidad hasta desaparecer de su vista en la primera curva. Se quedó un momento expectante. No tardó mucho en ver una gran bola de fuego. Ya tranquila, entró en la casa. Como siempre hacía, atrancó la puerta, y mientras subía por aquella escalera pintada de azul cielo, iba pensando que tenía que cambiar, pero ya, el color de la cocina. Aquel amarillo sin duda la irritaba.

© Malena Teigeiro

Asuntos de familia

Liliana Delucchi

Cuando entró en el comedor, Jacinto no pudo menos que sonreír. Tan amarillo y luminoso, tan armónico y ordenado; impasible siempre a las tormentas que estallaban en él, esas tormentas silenciosas y calladas, colmadas de medias sonrisas y bisbiseos.

A pesar de encontrarlo vacío, podía recordar qué lugar ocupaba cada uno a la mesa durante las celebraciones: la abuela y el abuelo en una de las cabeceras, sus padres en la otra y los tíos y tías, a los lados, de acuerdo con su edad. Cuanto mayores, más cerca de los anfitriones, esos dos ancianos de pelo blanco y gesto amable.

Jacinto y sus primos eran relegados al office hasta que tenían los años y los modales adecuados para integrarse con los adultos, lo cual le parecía injusto, ya que los niños de su edad resultaban aburridísimos. Solo hablaban de deportes y de juegos que nuestro protagonista resolvía antes siquiera de que los otros terminaran de plantearlos.

Como ese reducto para infantes solo estaba controlado por una asistenta, Jacinto escapaba al jardín, a su habitación y al comedor principal, donde más le gustaba. Invariablemente detrás de una cortina o cualquier escondite desde donde pudiera escuchar las conversaciones y captar los gestos de sus parientes.

El joven soñaba con ser escritor y había oído que quienes aspiran a ese oficio han de ser, por encima de todo, cotillas. Siempre iba acompañado por un cuaderno donde anotaba frases, expresiones y gestos de los que consideraba llegarían a ser los personajes de sus relatos.

Una tarde de invierno, previa a las celebraciones navideñas, el niño, que contaba ocho años, estaba sentado a una mesa del jardín. Con abrigo, capucha y mitones, escribía lo que consideraba sería su primera novela. Comenzaba así: «Nació en 1870. A los veinte años, Lindor Covas tenía veinte años».

El aspirante a literato no se dio cuenta de que su tío Pancracio estaba a sus espaldas leyendo lo que él escribía, quien no solo lanzó una risotada, sino que durante la cena, con su voz fuerte y vulgar, relató a los demás comensales lo ocurrido.

Jacinto apretó las mandíbulas para no gritar, controló su furia y juró venganza.

No tuvo que esperar mucho tiempo, ya que, durante la cena de Noche Vieja, aburrido y un poco cansado, se escondió debajo de la mesa de los mayores, agradeciendo por primera vez que la naturaleza lo hiciese tan menudo. Cuál no sería su sorpresa, cuando tuvo que apartarse al rincón junto a los pies de los abuelos, dado que por el centro de aquel espacio bajo el largo mantel, los pies de los comensales se movían y acariciaban unos a otros. Pudo ver cómo las uñas pintadas debajo de la media de la tía Maruja, acariciaba la entrepierna del tío Anastasio, su cuñado, mientras que la mano de Pancracio se metía debajo de la falda de la hermana de su esposa.

Jacinto se mantenía inmóvil, contiguo a los juanetes del abuelo, casi sin respirar y rogando al cielo que no lo sorprendiera un estornudo que diera al traste con su escondite. Esos adultos presuntuosos e hipócritas le habían servido en bandeja su futuro desagravio. Nadie se ríe de Jacinto, y menos el patán de Pancracio.

La tía Hildegard, esposa de Pancracio, era una matrona alemana alta, fuerte y con un trasero de grandes proporciones, al que no le cabía el tanga de encaje rojo que encontró entre la ropa de su marido y que pertenecían a su hermana.

Desde su habitación, Jacinto escuchó portazos, insultos de ellos y chillidos de ellas. El «…y tú más» se repetía por los pasillos así como el estruendo de los coches que partieron casi derrapando.

Pasó el tiempo y aquel niño se convirtió en lo que siempre había deseado. Una tarde, mientras firmaba ejemplares de su primera novela, el tío Pancracio, con su sentido del humor habitual, se acercó para preguntarle si recordaba el nombre de aquel que a los veinte años tenía veinte años, a lo que el escritor respondió: «Hildegard».

El hermano de su padre solo atinó a decir: serás cabrón.

© Liliana Delucchi

Almas gemelas

Marieta Alonso

La cocina es un lugar sagrado. No debo entrar en ella. Lo digo alto y claro. No me gusta cocinar. Y estoy segura que a ti, Claude Monet, tampoco te gustaba. Sí, por supuesto que pintaste estancias amplias y bien equipadas donde los cobres colgaban en la pared, y que llevabas en los bolsillos cuadernos de cocina en los que apuntabas recetas e ideas culinarias, pero no creo que pasaras tiempo cortando cebollas, ajos, pimientos… No. No me quieras engañar. Para eso tenías una cocinera con su ayudante, a los que imagino volverías locos rondando cada día en sus dominios. Lo que te gustaba era esa sensación de vida que emanan las cocinas.

Creo que con lo que disfrutabas era comiendo. Como yo. Que sepas que me encanta la tarta Tatin, sí esa que bautizaste en honor de aquellas hermanas amigas tuyas. Yo también llevo cuadernillos en el bolso para apuntar las recetas de mis amigas. Aunque no las haga, me gusta leérselas, saborearlas, cuando otros la hacen. A ti también te fascinaba comentar tus fórmulas en la sobremesa, en esas famosas comilonas que dabas en tu casa de Giverny.

¡Oh, Claude! ¡Cuántas cosas tenemos en común! Dicen que tuviste tres pasiones: la naturaleza, la pintura y la gastronomía. Yo también tengo tres pasiones: el mar, la escritura y la paella del señorito con la que no te manchas los dedos de las manos. No sé si llegaste a probar la tortilla de patata, con o sin cebolla, ¡deliciosa de cualquier manera!, de no ser así busca la manera de incorporarla en tu recetario allí donde estés.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

Matices infinitos

15 abril, 2023 por Akelarre 2 comentarios

Cuentos cortos sobre telas

Matices infinitos

Entrar en una tienda de telas es ingresar a un universo de colores y posibilidades. Cada trozo de ese material abre el paso a vestidos, sillones, cojines y un sinfín de objetos que nuestra mente crea y recrea con diseños posibles, muchos de los cuales solo van a permanecer en nuestra imaginación.

Es un momento de gozosa duda en que el tacto, la vista y la fantasía se mezclan en proyectos realizables o no. Su destino es tan variopinto como el de las personas y depende del clima, estados de ánimo o sendas a recorrer.

Este mes, esas piezas de tela han inspirado a nuestras escritoras sus cuentos: desde una disputa entre diosas; la asistencia a una cena en el Palacio de Oriente; el cambio de rumbo de la vida de una mujer cuando ve a un hombre que le hace palpitar el corazón, o el vestido soñado por una joven.

Esperamos que os gusten.

Hasta el mes que viene.

Verde es la esperanza

Cristina Vázquez

Un vestido de seda Condesa

Malena Teigeiro

El vestido azul

Liliana Delucchi

Adicta a las telas

Marieta Alonso

Verde es la esperanza

Cristina Vázquez

Cada medio día Julita se asomaba al balcón para ver pasar a ese pedazo de hombre. No sabía su nombre ni quién era, pero el andar elástico, garboso, el pelo rizado bruñido de tonos caoba y el impecable corte de su traje, le hacían palpitar: el corazón, las sienes y hasta los pulsos, se decía poniéndose dos dedos en la muñeca.

No es que en su vida hubiera nada malo o perjudicial. Todo lo contrario. A los treinta y pocos años su devenir se había desenvuelto con precisa pulcritud: padres ordenados, vulgarmente encantadores, con la frase adecuada y celebraciones de santos y cumpleaños llenos de alegría, globos y, si era necesario, como en Fin de Año, gorritos y matasuegras.

Ella había ido al colegio de monjas cercano a su casa en el centro de Madrid y sus amistades escolares pervivieron por años. La mayoría eran del barrio, hasta que se fueron diluyendo porque se casaban o se iban a vivir otras vidas. Ella, en cambio, después de estudiar perito mercantil se quedó en la tienda de los padres, una papelería con un rinconcito para libros, básicamente de temas religiosos. Llevaba la contabilidad y ayudaba en la venta, sobre todo cuando empezaba el curso escolar y después de darle a su madre un ictus que le inmovilizó medio lado.

El padre le dejó toda la responsabilidad. Se iba haciendo viejo y quería cuidar a su mujercita del alma yéndose a vivir a la costa levantina, decía con cara de doliente perro pachón.

—Por supuesto, papá, la salud es lo primero —afrontaba ella su nueva situación con esa consigna como norma.

Nunca se imaginó que la papelería le diera tanto trabajo, pero poder disponer y elegir lo que le gustaba y modernizar la obsoleta tienda, la llenó de ardor comercial. Consiguió aumentar ventas e ir sustituyendo los libros religiosos por escritores picantes, sin llegar a ser de mal gusto. Pícaros, simplemente eso. Un poquito alegres, se justificaba con sus amigas.

No había conocido varón, tema que la llenaba de inquietud. El tiempo iba pasando y el novio que tantos años la llenó de promesas, se había estrellado en un estúpido accidente y la dejó de viuda blanca.

—Hija, qué desperdicio de hombre —la consolaba su madre—. Tanto tardó en decidirse que se lo llevó la Parca. ¡Hay que fastidiarse!

Pero, continuaba con su hablar confuso —parece que el ictus la había desinhibido—, tampoco al chico se le veía decisión ni empaque. Que aprovechara, aún era joven, si no luego… y miraba con nuevo resentimiento a su marido y su mano inútil.

Así que la aparición de ese mocetón, que tan puntualmente pasaba por delante de su casa, la llevó a fantasear con la posibilidad de haber encontrado el amor, o lo que fuera. Preguntó por el barrio, pero nadie le conocía, hasta que una tarde se acercó a la tienda de tejidos que acababan de abrir en una antigua fábrica de encurtidos. Quería hacerse un traje nuevo. Y ahí estaba él. Bien ajustada la chaqueta, con un chaleco de espiguilla y unos pantalones anchos de franela, como si él mismo fuera el anuncio viviente de la calidad y variedad de las telas. Su corazón se puso a brincar descontrolado.

—¿Qué se le ofrece?, señorita —preguntó obsequioso.

Las enormes tijeras en la mano y la sonrisa blanca, aunque un poco mellada, fue lo que terminó de emocionarla. ¿Qué haría ese hombre con esas tijeras? ¡Qué miedo!

—Una tela para un traje de vestir —balbuceó coqueta—. Quiero que sea verde, color esperanza.

Consideró que había sido genial e inspiradora su contestación. Mientras el gentil Tomás, llevaba el nombre en una chapita en la solapa, desplegaba con soltura de mercader veneciano distintos tejidos, desde el pálido aguamarina hasta el verde bosque oscuro. Julita le miraba a los ojos, importándole un bledo las telas.

—El que le parezca que tenga más esperanza —afirmó después de tocarlos con desgana.

En ese momento, Tomás fijó por fin la mirada en ella, quizás un poco ribeteada de oscuro, y le señaló una tela que sostuvo con la mano, mano que Julita tomó con decisión por debajo. Si podía, le esperaba en su papelería cuando cerraran, y señaló su tienda con orgullo, para decidir con las muestras cuál se quedaba.

—Ahí estaré —remató Julita moviendo los trozos de tela que el buen mozo le había dado.

 A los pocos meses la papelería se había transformado en una boutique de moda que utilizaba las telas de la otra tienda. Él era fiel a su antiguo oficio. Habían dejado el rinconcito de lecturas picantes en el que habían puesto una mesa y dos butacas. Tomás diseñaba modelos primorosos y ella, feliz. Por fin conoció hombre, no mucho, porque a él le gustaba más el diseño, pero suficiente para ser señora de, embarazarse y mandar los papeles, lápices y cuadernos al cubo de la basura.

Le dijeron que cuando su madre se enteró del cambio de la tienda y de la vida de su hija, se le cuajó una única lágrima en el lado sano, igual que un diamante de varios quilates. El padre concluyó que fue de disgusto, pero Julita estaba segura de que era de incontenible alegría.

© Cristina Vázquez

Un vestido de seda Condesa

Malena Teigeiro

A doña Justinita le emocionaba todo, absolutamente todo, en la tienda de Telas, Encajes y Novedades. Incluso el olor parecía emborracharla. Por no hablar de los rollos de tela, que colocados unos al lado de los otros le recordaban a las flores del campo. Una pieza de seda rosa sobre otra de raso verde, a su lado una de batista amarilla, los algodones estampados, terciopelos y encajes, y los tules para los velos de novia, esos, bien apartados, no fuera ser que se ensuciaran.

Como siempre que era invitada a una cena de gala, dos o tres semanas antes, doña Justinita entraba en la tienda de telas. Esa vez se preparaba para la que daban en el Palacio de Oriente al rey de... —¡Vaya a saber usted de dónde!—, que andaba de visita en España. Su esposo, general de la Guardia Real, era uno de los invitados. Y como siempre, don Manuel, uno de los dueños de la tienda de telas, en cuanto la vio entrar, salió del despacho para atenderla personalmente.

La señora comenzó a contarle la necesidad que tenía de un nuevo traje de noche. Como él ya podía suponer, decía con un leve movimiento de cejas, a su esposo lo habían invitado a la cena en palacio. Y allí estaba ella otra vez, ya sabía él para qué. Y revoloteó la mano haciendo sonar unas pulseras. Tendrá que ser largo, y moderno, sin llegar a ser muy llamativo. Don Manuel sacó de uno de los cajones del mostrador el último figurín de moda. Ojeó con rapidez las hojas, hasta llegar a un vestido, bastante vaporoso, con manga francesa y un poquito de cola. Doña Justinita, pasó el dedo por encima de la fotografía, como queriendo acariciar la vaporosa muselina, mientras le comentaba que no le gustaba repetir vestidos, y como mujer de militar, tampoco podía gastar demasiado por lo que, por favor, buscara entre las sedas, rasos y muselinas, la que mejor le fuera tanto a su cartera como a su persona. Con coquetería, ladeó la cabeza y lo miró soñadora.

—Recuerde, don Manuel, que el que llevé la última vez era de organza azul pastel.

El hombre recortaba una muestra de todas las que creía que le podían valer, para que la señora pudiera elegir libremente en su casa. Medio escondido, descubrió un rollo de raso Condesa color violeta, casi morado.

—Mire, doña Justinita, éste es el color que a usted mejor le va, el violeta. Sin duda es el que más realza el verde de sus ojos. Y también tiene una buena caída para el modelo que hemos elegido —el hombre, sin dejar de alabar la tela, cortó una muestra de casi dos metros—. Mírelo en casa con la luz artificial, que es la que va a tener cuando se lo ponga —añadió mientras arrancaba la hoja de la revista.

Con cuidado, empaquetó las muestras, y en un sobre separado puso la de seda violeta y el dibujo del vestido. Sin dejar de charlar de lo pesadas que eran esas cenas, don Manuel la acompañó hasta la puerta. En cuanto hubiera decidido con cuál se quedaba, que lo llamara, y que no se preocupara, le mandaría la tela con el botones. Tras una pequeña inclinación, cerró la puerta.

Don Manuel entró de nuevo en su despacho, se sentó a la mesa y continuó repasando el libro de cuentas. A su lado, su hermano Antonio, el otro propietario de Telas, Encajes y Novedades, movía la cabeza sin levantar la mirada del libro de pedidos.

—La falda que lleva esta vez está estaba confeccionada con la última muestra que le diste, ¿no? —susurró con disgusto.

Embebido en sus cuentas, don Manuel continuó su trabajo sin contestar. De pronto dejó el lápiz en alto sobre la hoja. ¡Su adorada Justinita! Cerró los ojos y la vio, años atrás, paseando por la acera de La Gran Vía del brazo del flamante uniforme de Carlos, entonces todavía teniente de la Guardia Real. ¿Qué hubiera pasado si en vez de pegarse un tiro con su arma reglamentaria cuando hizo el desfalco, se hubiera divorciado de ella? Quizá la pobre nunca hubiera enloquecido. Y entonces él...

Suspiró profundo, bajó el lápiz y continuó repasando su columna de números.

© Malena Teigeiro

El vestido azul

Liliana Delucchi

Entregué las llaves a los nuevos propietarios y les di la mano después de desearles felicidad en su nueva casa. No sentí congoja, aunque sí un poco de nostalgia al recorrer con la vista el jardín de la adolescencia; las risas junto a mis padres, las cenas de Navidad y los cumpleaños; los desafíos con mi hermano para ver quién se columpiaba más alto… Un pasado que quizás no fue tan maravilloso como a veces recordamos, pero que sin embargo queda en la mente con tintes amables.

Tras el fallecimiento de nuestros padres, Felipe y yo decidimos mantener la propiedad con la idea de dejarla a nuestros hijos y nietos…, esa idea de inmortalidad que los humanos trasladamos a los inmuebles, pero que a veces el destino trunca solo porque no es real.

La vida no nos bendijo con hijos, ni a él ni a mí, por tanto decidimos que lo mejor era venderla para llevar a cabo otros proyectos.

Decidí dar un paseo por el barrio, despedirme de esa zona de la ciudad a la que quizás no volviera. Fue al dar la vuelta a una esquina cuando la vi. La tienda de telas. Conservaba el mismo olor a madera antigua, las mismas estanterías y, casi diría, el mismo tipo de empleados, amables y formales, que guardaba en la memoria.

Sentí una especie de mareo al regresar a la mañana en que entré con tía Rosa. Ella iba a confeccionarme el vestido para la fiesta de los quince años y buscábamos la tela. Me dirigí directamente a una pieza azul, demasiado eléctrico para mi tía, ideal para mí. Ganó ella y nos llevamos una color marfil.

Como cualquier adolescente, yo estaba muy ilusionada con ser la reina del festejo. Vinieron todas mis compañeras de colegio, las amigas del barrio y los chicos que nos gustaban, aunque mis ojos se habían posado desde tiempo atrás en Roberto, el gran amigo de Felipe.

Si bien tenía unos cuantos años más que yo, me hizo el honor de bailar conmigo casi toda la noche y la felicidad se alargó mucho más allá de la fiesta, ya que casi no pude dormir de tan henchida de satisfacción como estaba.

Pendiente de cada visita de Roberto, esperaba una palabra o más bien declaración de amor. Creo que las hormonas y la fantasía que pusieron en mí las novelas, me llevaban a recrear una y otra vez el abrazo de aquellos boleros en los que la cadencia de las voces de “El trío Los Panchos” hicieron que sintiera el cuerpo de ese hombre que ansiaba mío para siempre.

El vestido blanco marfil giraba entre sus brazos y yo pedía a Dios que la noche no terminara nunca. Pero terminó, y la magia se fue disolviendo en saludos escuetos antes de encerrarse en la habitación de mi hermano donde yo tenía prohibido entrar, salvo invitación oficial que nunca se producía.

No quería escuchar a la tía cuando me susurraba al oído una y otra vez «ese hombre no es para ti». ¿Por qué no?, ¿para quién iba a ser si yo era la hermana de su mejor amigo, si bailó conmigo toda la noche y nos habíamos acercado tanto en esos cheek to cheek?

Un par de años más tarde, Felipe y Roberto alquilaron un piso para estar más cerca de la facultad. Eso fue lo que dijeron. Venían juntos a la comida del domingo y estaban muy unidos, aunque estudiaban carreras diferentes. A pesar de insistir, nunca logré que me invitaran a su apartamento y empezaron a tratarme como a una chiquilla caprichosa. ¿Dónde estaba mi querido hermano? ¿A qué mundo lo había trasladado la universidad?

Sin respuestas a esas preguntas, decidí buscar otras relaciones y mi vida se pobló de nuevas amistades y novios.

Aunque Felipe y Roberto terminaron sus respectivas carreras, siguieron viviendo juntos, si bien en un piso más grande y glamuroso. Sus respectivos trabajos se los permitía. Hasta que el segundo se casó con una prima lejana que su madre había elegido para él.

Felipe vendió el piso y consiguió un trabajo de investigación en el extranjero, donde estuvo casi diez años. Fue en una de mis visitas a su nuevo país, cuando me confesó lo que yo no entendí en las palabras de nuestra tía al decirme «ese hombre no es para ti».

—Eran otros tiempos —dijo—, y Roberto no supo o no quiso hacer frente a nuestra realidad. Quería ser como los demás, y para ello lo mejor era casarse y tener hijos.

No había amargura en sus palabras, solo resignación y un halo de dolor superado, de esos que dejan grietas que ni uno mismo es capaz de entrever.

Cuando Felipe volvió a nuestro país, pasamos mucho tiempo juntos, con ese tipo de relación de dos solterones que comparten aficiones y una historia profunda y cercana.

Al volver a esa tienda de telas, mis ojos, como aquella vez, fueron directamente a una pieza azul. Aquella que tía Rosa describió como “demasiado eléctrico”.

—Estás preciosa. Elegante y glamurosa, —dijo Felipe al recogerme para ir a la ópera— azul Klein.

© Liliana Delucchi

Adicta a las telas

Marieta Alonso

No lo puedo evitar. Me gustan. Todo comenzó en el neolítico cuando empezaron a hilar el lino para el verano y la lana para el invierno, hasta inventaron el huso y el telar y eso que yo no estaba allí para incentivarlos. Tampoco es culpa mía que en la antigua China, alrededor del año 3000 a.C., ya fabricaran tejidos de seda, si ni siquiera tengo los ojos rasgados. Y con México, qué tengo que ver con México y sus algodones y fibras sacadas del maguey. Pero mi madre pone en tela de juicio todo lo que digo.

No es culpa mía este amor por las telas. Lo es de quienes me bautizaron con el nombre de Atenea, esa diosa tan diestra con las manualidades. Estoy orgullosa de llamarme así, pero mi madre que no tiene pelos en la lengua, dice que debió ponerme Aracne, porque soy tan alocada como ella. Por lo visto, Aracne se creía la mejor trabajando con el telar y por boca-chancla dijo que era incluso más hábil que Atenea. Para zanjar la cuestión recurrieron a una competición de telares, que en aras de la verdad ganó Aracne. Su trabajo era precioso. Los malditos celos hicieron que Atenea la convirtiera en una araña para que se pasara todo el tiempo tejiendo, tejiendo sin parar.

Me dio un escalofrío escucharla. Una cosa es que me gusten las telas y otra muy distinta que me conviertan en araña. Cierto es que tengo un armario repleto de piezas de casi todos los tejidos. Pero cada cual colecciona lo que quiere, ¿no? Unos recopilan sellos, otros zapatos y yo rollos de telas.

Al pasar mi mano por los distintos tejidos siento el trabajo de todas aquellas tejedoras que se vieron en la necesidad humana de protegerse del frío, de la lluvia, o también ¿por qué no?, por el simple placer de lucir esos bonitos paños, y me pregunto qué hablarían o si habría rencillas entre ellas, si soñaban con desfilar sobre una alfombra roja como hacen las modelos de hoy en día, o si competirían como lo hicieron Aracne y Atenea.

© Marieta Alonso

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La cabina de teléfonos

15 marzo, 2023 por Akelarre 1 comentario

cuentos sobre cabinas de teléfonos

Cabinas telefónicas

El teléfono fue ideado en 1854 por el italiano Antonio Meucci. El propósito era simple: conectar su oficina con el dormitorio para poder hablar con su esposa enferma e inmóvil en la cama. No formalizó su patente por dificultades económicas, presentando solo una breve descripción de su invento en la Oficina de Patentes de Estados Unidos en 1871.

Años después, en 1876, el escocés Alexander Graham Bell fue el primero en patentarlo formalmente, y durante muchos años, junto a Elisha Gray, fueron considerados sus inventores.

El 11 de junio de 2002, el Congreso de los Estados Unidos de América aprobó la resolución 269, en la que se reconoce que el verdadero inventor del teléfono fue Antonio Meucci, que lo llamó teletrófono.

Desde entonces la comunicación ha recorrido un largo camino hasta llegar a nuestros días. Sin embargo, hubo un tiempo en que, si estábamos en la calle, difícilmente podíamos comunicarnos. Y se crearon las cabinas.

Este mes queremos homenajearlas a través de unos relatos en las que son un personaje más.

Esperamos que los disfrutéis.

Ilusión incólume

Cristina Vázquez

La vecina

Malena Teigeiro

La llamada

Liliana Delucchi

Mis sueños

Marieta Alonso

Ilusión incólume

Cristina Vázquez

Todo estaba empezando a resultar una locura. Llegó a Londres con una maleta pequeña, un bolso grande, pocas libras y una ilusión incólume. Esas ilusiones de juventud, serias, convincentes y sin aparentes fisuras a excepción de cuando surge un repentino ataque de pánico. ¿O sería de realismo? ¿Es real esto que estoy viviendo? Sí, claro que era real, lógico que me asuste, se decía Claudia mientras se instalaba en una habitación de la casa que Richard le había recomendado.

Su cuarto, abuhardillado y pequeño, estaba en la tercera planta de una casa alejada del centro, de ladrillos un poco oscurecidos por la humedad y escalera forrada de linóleo. La dueña, Moira, de origen irlandés, sonrisa ladeada por el continuo pitillo en la comisura, tenía la voz ronca, el cutis ajado y unos ojos simpáticos y maliciosos.

—¿Enviada por quién dices? —preguntó al exigirle el pago de una semana por adelantado.

—Richard —contestó Claudia.

—Richard Lester, Galsworthy o Davidson —la mujer extendió un dedo por cada uno de los apellidos.

Se quedó desagradablemente sorprendida de que el simple nombre de él no fuera suficiente. La última vez que se vieron en España, él le aseguró que Moira era una buena amiga y que se ocuparía de todo.

—Davidson —titubeó—. Sí, Davidson.

Señora Davidson, Mrs. Davidson, se había repetido varias veces para saber cómo sonaría su nombre de casada en inglés. Casi como Mrs. Robinson, la de la canción del Graduado. Sí, esa fue otra broma que hicieron alguna que otra vez y él se la cantaba bajito cambiando el nombre Hey, Mrs. Davidson…

Claudia sospechó que Moira la miraba de arriba abajo con cierta compasión. Empezó a temer que su ilusión incólume, indestructible, se pudiera resquebrajar un poquito. Pero no, no lo iba a permitir. Sobre todo, después de cómo se fue de su casa con un portazo en las narices de su desencajada madre, quien muy a la española lloraba augurándole los peores males, incluidas las penas del infierno.

Era lógico que no estuviera esperándola, él era un hombre muy ocupado, su trabajo le obligaba a viajar y a lo mejor no había recibido el telegrama anunciando su llegada. Aunque, creía estar segura que le había dicho por teléfono desde España que llegaría esa semana sin falta, por un momento dudó mientras seguía a la mujer escaleras arriba. La fecha exacta era verdad que estaba en el telegrama, a lo mejor no lo había recibido.

—De qué conoce a Richard —se atrevió Claudia a indagar antes de que abandonara el cuarto.

—¿Y usted? —contestó.

 Lo dijo con expresión curiosa mientras apagaba el pitillo en un pequeño cenicero que llevaba siempre en el bolsillo. Eso lo supo más tarde.

—Yo —balbuceó— he venido para casarme.

¡Ah!, interesante, fue su respuesta antes de cerrar la puerta y decirle que el té a las cinco. Si quería cenar sería por su cuenta o pagando un suplemento. Al momento volvió a abrir y con cierta desfachatez le soltó a bocajarro de cuánto tiempo estaba.

—Tiempo ¿de qué? —su inquietud iba limando la ilusión incólume.

La mujer cerró la puerta y con las manos en la espalda se apoyó. Que no fuera boba y le dijera la verdad. Ella estaba ahí para ayudarla, como a tantas otras que mandaban los Richards, los Jims y los Nicks de turno. Cuando comprendió a qué se refería se sentó en la cama y un temblor la empezó a sacudir. Moira se colocó a su lado, le cogió la mano —la suya era rasposa y húmeda— y con una ternura inesperada afirmó que se alegraba de que no fuera así. Después de encender otro pitillo, la animó a que bajara con ella a preparar el té. Claudia se sentía con un peso desconocido en la espalda, negó con la cabeza, no podía moverse. La mujer le tiró de la mano con suavidad y dijo.

—Vamos, te sentará bien —una especie de gorjeo o risa baja salió de su garganta—. Vamos.

Sentadas una frente a otra en la cocina pequeña y abarrotada, Moira empezó a contarle historias de su Irlanda natal. Quería retirarse ahí, tenía a su familia, empezaba a echar de menos lugares de su infancia. Poco a poco, con el parloteo de la mujer, Claudia fue tranquilizándose, hasta que de manera abrupta y sin cambiar el tono, aseguró que probablemente Richard no vendría, el Davidson era uno de los más simpáticos, pero de poco fiar. No era la primera chica que le mandaba. Claudia sollozaba con la cabeza baja. No merecía la pena llorar por eso. Era una faena, pero en la vida había algunas mucho peores.

Se levantó y a través de la ventana señaló unas cabinas telefónicas que estaban en hilera en la acera de enfrente y la conminó a que cuando terminara el té fuera a llamar, desde su casa también había que pagar y era más caro.

—¿A quién? —levantó los ojos arrasados.

—Depende de qué quieras en tu vida. A Richard, a ver si te lo coge —levantó los hombros—, o a tu casa y vuelves a España.

© Cristina Vázquez

La vecina

Malena Teigeiro

Como todas las mañanas Grace se dirigió a la cabina. Marcó un número, escuchó varios timbrazos, y a la voz que descolgó le pregunto por Henry. Esperó.

Ellos dos se conocían desde niños, y con apenas diez años juraron que se casarían. Sin dejar nunca de verse, continuaron sus estudios y cuando Henry ingresó en la Royal Air Force, la ilusión de su vida era ser piloto, Grace alquiló una pequeña habitación en Londres y se fue detrás de él. Enseguida decidieron contraer matrimonio. Aunque habían pasado ya muchos años de aquello, pensaba sin soltar el auricular, recordaba muy bien el día que estalló la guerra. Los llamaron a todos, por lo que ellos, que tenían preparada la ceremonia de su boda para unos días después, tuvieron que retrasarla. Pero no le importó, porque alquilaron un apartamento al que él siempre que podía venía a verla. En ese tiempo fue cuando se quedó embarazada. La alegría de Henry junto a la de ella por aquel inesperado embarazo fue casi tanta como el malestar de sus padres. Ellos no la entendían. Sin embargo, Grace, ilusionada, les hablaba de lo mucho que se querían y de que en cuanto acabara la guerra se casarían. Esta vez con un nuevo invitado, decía riendo.

Tampoco se le olvidaba la mañana que recibió el telegrama de Henry. Decía que tenía que ir a la base aquella misma tarde, que, por favor, fuera lo más elegante que pudiera, y que el coche de un amigo pasaría a recogerla a las dos de la tarde. Desde la una y media Grace esperaba delante de la puerta de su casa y no fue hasta casi las tres cuando el coche la llegó. Había mucho lío en la base, se disculpó.

El automóvil recorrió la carretera de la base y Grace, aturdida por el ruido de los motores de las avionetas que llegaban y que partían, se tapó con fuerza los oídos. El auto se detuvo delante de la puerta del pabellón, en donde Henry la esperaba con un pequeño ramo de flores en las manos. Vamos, vamos, Grace, le gritó ayudándola a bajar del Austin Seven. Tengo dos sorpresas para ti. Una buena y otra mala, le contaba sonriente llevándola cogida por el codo por los pasillos del edificio. La mala es que... Buenos esto te lo contaré a la vuelta. Y la buena es que cuando le dije al capellán de la base, Mister Murray, que estaba esperando un hijo, él se ofreció a casarnos. Azorada, con la respiración entrecortada, Grace le sonreía. Henry detuvo su carrera ante una puerta pintada de marrón. Antes de llamar, la besó. Pase, escucharon una ronca voz. Entraron. En el centro de la pequeña habitación, había una mesa de pino bastante gastado, llena de libros y documentos. Y justo detrás de ella, pegado a la pared se levantaba un pequeño altar. ¿Había llamado a los testigos?, preguntó el clérigo al sonriente novio. La puerta se abrió casi sin que hubiera terminado de pronunciar estas palabras. Eran ellos, Billy y Martín, los testigos.

Al terminar la ceremonia, ambos, ya solos, se dirigieron a la camarilla de Henry. Alguien les había dejado una botella de vino y unas galletas.

Por la mañana la despertaron unos golpecitos en la puerta. Era el conductor que la había recogido la tarde anterior. Henry se había marchado poco después de amanecer.

Con su nuevo documento en el bolso, Grace recorrió el camino de vuelta a casa. Esta vez entró en su pequeño apartamento feliz. A pesar de lo que diga tu abuela, tu papá nos quiere, le decía a su bebé mientras se quitaba el abrigo. Después de un ligero desayuno, bajó a la cabina y los llamó. A su alegría su madre le puso una pega: Una boda así, tan secreta, a lo peor no era válida. Ella rio para sí.

Después de colgar, qué suerte que la cabina estuviera instalada delante de su casa, marcó el número de la base. Unas veces podía hablar con él, otras no, pero siempre había alguien que le daba noticias de Henry.

Al fin una noche nació su bebé. Él no estaba, pero ya vendrá le dijo a su madre que la miraba llorosa.

Cerró la cabina y de nuevo se dirigió a su casa. Ya está aquí otra vez esa vigilante cotilla, se dijo malhumorada Grace inclinando la cabeza hacia su vecina. Ella no se preocupaba de la vida de nadie y no veía por qué Kate tenía que meterse en la suya. Su vecina levantó la mano con la intención de saludarla.

Era cierto. Kate estaba pendiente de la entrada de Grace en la cabina. Y unas veces cortando flores, otras recogiendo el correo, las más dejando la basura, disimuladamente la vigilaba. Ella conocía que Henry nunca pudo contarle la otra cosa, la mala, porque su avión fue de los primeros que derribaron la noche de la gran batalla. También conocía que la trastornada mente de Grace nunca quiso aceptar aquella muerte, y que cada día, desde aquella cabina, ya sin servicio, le contaba su vida y la de su hijo al que fue el amor de su vida.

© Malena Teigeiro

La llamada

Liliana Delucchi

Es la hora. Don Severo ya está sentado en el sillón frente a la ventana. Con sus gafas de lejos enfoca la cabina de la calle de enfrente, a escasos metros de su casa. Te estás retrasando, chiquilla. ¡Ah!, ya te veo. Tranquila, él esperará.

Como todas las noches, a las once en punto, una joven desconocida, a quien él ha bautizado Beatriz, se acerca a llamar por teléfono. La conversación con quien sea que está al otro lado de la línea suele durar entre quince y veinte minutos. Luego, ella desanda el camino con la mirada fija en las baldosas, como si buscara en ellas el rostro de alguien o una respuesta.

Si el anciano reparó en la chica, no fue por cotilleo de viejo aburrido. No, su pelo rubio ensortijado y esa forma de caminar alada le recordaron a su adorada Griselda. ¡Cuánto te echo de menos, pequeña! Con ese futuro que tu madre y yo habíamos planeado para ti. Pero él te embrujó, dejaste tus estudios con notas de campeonato, como solíamos decir, y lo seguiste para que él cumpliera sus sueños. ¿Y los tuyos, querida?

Gris, te llamaba, y yo me enfurecía porque ése no era tu nombre. Llámala Griselda, que es su nombre completo. Gris es un color triste y ella no lo es.

No se enfade, don Severo, es solo un diminutivo. ¡Diminuto eres tú!, pensé, pero mantuve silencio. Quizás debí haber hablado.

El anciano vuelve al presente para ver, a través de los cristales de la cabina de teléfono, a la lozana Beatriz. Parece enojada. Aunque don Severo no puede ver su rostro, los gestos de la mano derecha denotan indignación. Cuando cuelga el auricular, la chica se apoya sobre el aparato, como si necesitara recuperar fuerzas para regresar a donde sea que regrese.

Consternado, el hombre baja la cabeza. Su mente se llena de recuerdos, algunos amables, otros tristes, todos lejanos. Enciende el televisor. Una comedia, necesito una comedia.

Fue la noche siguiente cuando, al ver a la joven llorar desconsolada, tomó la decisión. Mañana le escribiré una nota. Lo hizo. Cinco minutos antes de las once, bajó hasta la calle y dejó un papel sobre el teléfono. En el mismo le decía que nadie era digno de sus lágrimas, que era muy joven para gastar su vida con quien no la merecía. A continuación, la firmó, agregando su número de móvil. Subió a casa y se limitó a esperar frente a la ventana.

La vio leer la misiva, mirar hacia todos lados hasta descubrirlo sentado junto a la lámpara. Una tenue sonrisa se dibujó en su cara llorosa, pero no lo llamó.

Don Severo se preparaba una sopa cuando escuchó el timbre. Al otro lado de la puerta encontró a Beatriz, con su nota en la mano.

—Estoy haciendo la cena, ¿te apetece acompañarme?

—Encantada, gracias.

© Liliana Delucchi

Mis sueños

Marieta Alonso

La noche cuenta quién soy a través de los sueños. Y me gusta. En cuanto mamá me dice ¡A dormir!, salgo como una flecha, me meto en la cama y con la sábana tapo mi cabeza. Así llega la modorra más rápido. Las imágenes son claras: un día soy astronauta, otro bombero, ayer soñé que era un gran futbolista. Desperté feliz. Hoy no sé en qué me convertiré.

Zzz… zzz… zzz…

Mi nombre es Nube Roja. Nací un día de marzo con la llegada de la primavera, el mes de la siembra. Nuestra tribu vivía en la Gran Pradera e íbamos de un lado para otro llevando el tipi a la espalda.

Allí donde había bisontes, acampábamos. El bonito animal nos daba de comer y también nos proporcionaba su piel para vestirnos, su vejiga nos servía de saco y con sus huesos hacíamos cucharas, martillos, cuchillos. En las fiestas tocábamos los tambores y saltábamos alrededor del fuego gritando «Uuuuuu Uuuuuu».

La mayor hazaña de un guerrero era tocar al enemigo con la mano o con un bastón muy adornado. Así… Toc, Toc. Se le vencía sin necesidad de matar.

Con la llegada del hombre blanco, nuestro mundo se desequilibró. Llegué a ser uno de los mejores jinetes. Los caballos eran grandes aliados para ir de caza y hacer la guerra. Incluso un pájaro debe defender su nido, decía el Gran Jefe.

Y corriendo por la pradera donde el viento baila en libertad y nada puede romper los rayos del sol, encontré una cabina de teléfonos roja que sonaba y sonaba y sonaba... Mi caballo movía la cabeza para que diese la vuelta. ¡Estuve tentado de no coger el auricular! Al final el deber se impuso. Era mi madre que me recordaba que tenía que ir al colegio.

© Marieta Alonso

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Anochecer

15 febrero, 2023 por Akelarre 4 comentarios

Cuentos sobre un paisaje de viñedos

Anochecer

Este paisaje que hoy os traemos pertenece a la zona de viñedos de Chile.

La contemplación de la Naturaleza despierta en el ser humano una emoción con distintos matices. Pueden llenarnos de alegría, esperanza, tristeza, placidez… Pero cuando se produce ese momento de unión con lo que nos rodea, de sentirnos parte de ello, probablemente es uno de los más intensos y felices.

Este bonito anochecer ha permitido animar a nuestras cuentistas a relatarnos diferentes situaciones, mentiras amorosas desveladas, traiciones castigadas, animal y persona en un reto de supervivencia y recuerdos de infancia.

Puesta de sol

Cristina Vázquez

El color rojo del atardecer

Malena Teigeiro

Detrás de la valla

Liliana Delucchi

Toma de decisiones

Marieta Alonso

Puesta de sol

Cristina Vázquez

El plan se había truncado. Me gusta este término: truncado. Me suena a muchas cosas, truco, tronco, caído… Todas esas tonterías me las imaginaba al despertarme en ese hotel de carretera a una hora muy temprana. Las cortinas eran unos visillos de desconfiada blancura y la persiana no bajaba, así que la luz inundó temprano el cuarto. Y yo soy muy pesada para las luces, tengo lo que se llama un dormir ligero, histérico, según Miguel que roncaba plácido a mi lado. Además, la cama era muy estrecha, de matrimonio cariñoso, se atrevió a decirme la noche anterior la recepcionista después de hacerme un tímido guiño. No te fastidia, matrimonio cariñoso y quien le ha dicho a esta pava que es un matrimonio y, además, cariñoso.

Nuestro plan era habernos ido a la playa, pero ya en la carretera avisaron del hotel que habían tenido un incendio y que estaba inutilizado. Lo sentían, pero pasarían meses hasta que pudieran volver a abrir. La playa a la que íbamos, nunca cambiamos de destino, era adusta y las montañas casi se caían sobre el mar y los vientos, terriblemente caprichosos, ponían y quitaban aires destemplados cada poco, pero nos gustaba, sobre todo a Miguel. Siempre hemos sido felices en ese pueblito costero en el que descubrimos un hotel discreto, pequeño, volcado al oscuro mar y con unos cócteles estupendos que nos atizábamos contemplando el anochecer.

—Es nuestro momento mágico —repetía él casi como un mantra, después de que brindáramos.

Era un pequeño ritual que quizás empezaba a tener un punto reiterativo. Si alguna vez cometí el error de dar un sorbo sin brindar —él siempre se quedaba con su copa ostensiblemente en el aire hasta el momento de hacer chinchín—, me reprendía en tono doctrinal:

—Los rituales son importantes, querida —un rictus de seriedad dominaba su cara.

Yo me disculpaba. Su voz y su mirada suspicaz me hacían sentir en falta, aunque Miguel intentara sonreír de una manera forzada. Todo estaba previsto, el hotel Isla Verde, el paseo matutino y vespertino por la playa, la comida en uno de los dos chiringuitos, la copa en la terraza del hotel durante la puesta de sol, aunque estuviera nublado, y hacer el amor un día sí y otro no. Cuando le dije en tono de broma que parecía un contable escrupuloso y algo maniático, no le hizo gracia.

—Amor mío, además de cuánto te quiero —afirmó doctrinal—, poder mantener el orden en estos días, me hace doblemente feliz.

Y esa tarde, lo recuerdo porque fue un día sí, un viernes después de hacer el amor, me confesó que la locura de su mujer le estaba destrozando. No podía hacer nada, la había llevado a todos los psiquiatras conocidos, tratamientos diversos y aunque, sin duda, estaba mejor, era una persona frágil, inestable. Lo abracé compasiva, sus ojos me miraron acuosos y volvió a repetirme que, si no fuera por el trastorno de su mujer, hacía tiempo que ya estaríamos casados.

Todos estos recuerdos se me agolpaban en este desconocido hotel de carretera que no tenía vistas al mar, ni terraza, ni cócteles. Solo un espacio verde, rematado por unos árboles frondosos, al que daban las habitaciones. En la parte delantera estaba la piscina pequeña con pocas tumbonas y unos niños activamente acuáticos.

Notaba que Miguel se sentía desorientado, sin saber qué hacer, igual que si se encontrara aprisionado en un traje demasiado estrecho. Se quejaba de todo, proponía planes distintos que no llevábamos a cabo y yo sentí una incipiente rabia que me negué a que se apoderara de mí.

—Haz lo que quieras —le propuse con una sonrisa contenida—. Yo voy a ir a la piscina y mañana nos volvemos.

Él gruñó, con los puños apretados afirmó que iba a dar una vuelta a ver si encontraba un sitio decente para comer.

El tiempo pasó y no aparecía. Llegó la hora de la comida, le llamé, pero su teléfono daba comunicando o sin cobertura. Después de la inicial preocupación me quedé con la idea de que, si no hay noticias, son buenas noticias. Almorcé sola a la sombra de una jacaranda, la comida estaba deliciosa y la camarera resultó ser una mujer encantadora, dueña del hotel con la que tomé un café. Empezaba a estar preocupada, volví a la habitación para cambiarme y tomar alguna decisión y me di cuenta de que el armario estaba vacío. ¡Qué sobresalto! No entendía lo que estaba pasando y al entrar en el cuarto de baño vi que había una nota pegada en el espejo.

“Adiós querida, me he dado cuenta de que fuera del hotel Isla Verde y de la playa no sé qué hacer contigo”

Sentada en la cama intenté recuperarme de la impresión, pero por más que quería sentirme devastada después de ese abandono, hasta traición aullé en voz alta, me tumbé en la cama que ahora resultaba amplia y sentí una especie de liberación que me llevó a reír sin parar. Alquilé un coche para el día siguiente y esa tarde en mi terraza pequeña, que daba a la zona verde perfilada por los frondosos árboles, preparé una copa en el minibar y disfruté del esplendor de esa maravillosa puesta de sol, sin tener que brindar ni sonreír.

Luego supe por una amiga que lo de la mujer loca se lo contaba a todas.

© Cristina Vázquez

El color rojo del atardecer

Malena Teigeiro

Aunque fuera invierno, la tarde estaba tranquila, sin viento. Se detuvo un instante. Pasándose la mano por la sudorosa frente aspiró la suave y perfumada brisa. Recordó sus correrías de niña por el camino que ahora con rapidez desandaba. Miró hacia atrás. Las mismas luces violetas, naranjas y rojas del atardecer.

Su único amigo Juan, era hijo del farmacéutico de la aldea, un hombre viudo y dado a la bebida, que montado en su vieja bicicleta casi todos los días se acercaba a la casona en donde vivía Manuela. Corre Manuela, era el grito preferido del chico mientras pedaleaba por el camino de tierra. Y aunque Manuela intentaba seguirle, él siempre llegaba antes al bosque que rodeaba la casona del indiano. Luego, entre bromas y risas, descansaban tumbados debajo de una de las palmeras que su bisabuela trajo de las Indias. Con gran pesar de su madre, aquellos juegos hacían que Manuela siempre anduviera las rodillas llenas de golpes y arañazos. Las de él no. Las de él, que tanto admiraba la niña, eran redondas, siempre sanas y jugosas como la fruta.

Tras años de risas y carreras, y algunos castos besos en el palmeral, él se fue a la universidad. Iba a ser farmacéutico, como su padre. Manuela quiso acompañarlo. En cuanto lo expuso, su madre, jugueteando con uno de sus rizos, dijo que ella no necesitaba estudiar. Era débil para hacer algo tan profundo, añadió su padre. Nosotros te dejaremos lo suficiente para que vivas tú, tus hijos y tus nietos, expusieron casi al unísono. Y aunque nunca entendió que fuera una niña débil, consintió.

Aquella misma tarde le explicó ella no iría a la universidad. Decían que era débil y que esto no le permitía realizar estudios tan duros. Era cierto, dijo comprensivo Juan acariciándole una mejilla. Parecía una muñequita de porcelana, continuó secándole las lágrimas que, sin que pudiera evitarlo, le bajaban por las mejillas silenciosas como ríos sin piedras.

—No te preocupes, voy a volver todas las vacaciones y en cuando termine, enseguida nos casaremos —le susurraba acariciándole la nuca mientras la besaba—. Después nos iremos a vivir a la ciudad, lejos de esta aldea. Y tú me ayudarás a llevar la farmacia.

Levantando la cabeza, Manuela, tímida, preguntó si no pensaba volver a la aldea cuando se hubieran casado terminado. A él se le agrió la mirada. Quizá lo hicieran en el verano, rumio.

El primer año el muchacho volvió en Navidad, en Semana Santa y en el mes de julio. A partir del segundo curso ya solo lo hizo por Navidad. Según le relató en una triste carta, su padre no podía pagarle la carrera y si deseaba seguir estudiando no lo quedaba más remedio que trabajar. Ella lo comprendió. Y, animosa, continuó escribiéndole un día tras otro.

Cuando en alguna de las visitas a su padre, Juan aparecía por la casona del indiano, Manuela percibió que ya no era el alegre joven con el que jugaba de niña. Ahora, adelantando la barbilla con fiero orgullo, hacía malignas bromas sobre los hijos de los ricos. Manuela, sin comprender esos desplantes, intentaba animarlo. Cuando pusieran su farmacia, sería la más bonita y la mejor surtida de todas. Él que la miraba con astucia, la besaba debajo de las palmeras, aunque ya no con dulzura de entonces. ¿Que le pasaba a Juan?, le inquirió una mañana su madre. Le daba la impresión de que últimamente andaba con el ánimo rabioso. Manuela salió corriendo como si no la hubiera escuchado.

En cuanto terminó sus estudios, contrajeron matrimonio, y tal como predijo, se instalaron en la ciudad. Con el dinero que le regaló su padre a Manuela, instalaron la farmacia en una importante y céntrica calle.

Un año más tarde, tuvieron una niña. Según todos, era el vivo retrato de la madre de Juan, quien había desaparecido cuando él apenas andaba. Quizá por eso él no la soportaba, pensaba Manuela acariciando a su bebé. Dos años más tarde, llegó el ansiado hijo varón. Era el que iba a perpetuar su nombre, le dijo altanero con el niño en los brazos en la verdosa habitación del hospital. A Manuela, que por entonces ya había heredado todos los bienes de sus recién fallecidos padres, le vino a la mente la imagen del cirrótico anciano boticario, abandonado por su hijo en una residencia no mucho tiempo después.

El primer verano que volvieron a la finca como propietarios, Juan la llenó de invitados a los que ella atendió. Lo que más le gustaba de esa casa, le dijo, era que se encontraba en medio del bosque y los campos, lejos de la aldea y de sus miserias. El palacete estaba anticuado y tenían que modernizarlo, aseguró con la mano todavía en alto despidiendo a los últimos amigos. Ella, que en principio se negó, fue cediendo hasta que un arquitecto conocido de su marido la remodeló con acero y cristal, cosa que a Manuela entristeció. Sin embargo, a Juan le gustaba cada vez más aquella casa, y comenzó a ir solo. Alguien tenía que ocuparse de las tierras, comentó dándole un fuerte tirón de oreja que hizo que se le saltaran las lágrimas. No querría que fuese como su padre, a quien todos sus empleados tomaron el pelo.

Pronto Manuela supo a través de su administrador, que en aquellas visitas no iba solo. Solían acompañarlo uno o dos matrimonios. Y no tardó en enterarse de que la mujer del arquitecto tenía una especial sintonía con su esposo y de que solían pasar algunas noches en la casona. Prefirió cerrar los ojos. Sin duda, más bien antes que después, la abandonaría, igual que hizo con las otras. Sin embargo, esta vez no fue así. Una noche mientras cenaban él le confesó que se iba a divorciar.

—Estaba enamorado de otra. Por primera vez sentía por una mujer el delirio, el ardor de la pasión.

Manuela bajó los ojos. El ardor de la pasión. Aquellas palabras la humillaban. Levantó la mirada y vio a Juan paladeando unos sorbos de vino. Después de unos minutos continuó. También quería que supiera que ella además de torpe y fría, era bastante inútil. Dejó el tenedor sobre el plato y altanero adelantó la barbilla. Tampoco tenía formación para llevar la finca, por lo que en el reparto de bienes se la a iba a quedar. Del resto, ya hablarían. Manuela levantó la cabeza. Lo miró de frente.

—¿Qué bienes? Que ella supiera su suegro nunca aportó ni una botella de coñac. Y recuerda, que hasta el local de la farmacia es mío —él se levantó tirando la silla al suelo. Ya en la puerta, se volvió amenazante

—Por ahí, no Manuela. Por ahí no.

Esa noche Juan no durmió en la casa y por la mañana no fue a la farmacia. Manuela llamó al administrador. Sí. Tal como pensaba, don Juan estaba en la finca con la otra.

Al día siguiente, sin apenas dormir, Manuela se levantó decidida. Después de dejar a los niños en el colegio, se fue a visitar a su suegro a la residencia, tal y como solía hacer casi todas las semanas desde que Juan abandonó a su padre en ella.

—Hace una mañana tan linda que me lo llevo de paseo —cariñosa acarició el hombro a la monjita—. Ya lo traeré de vuelta para el almuerzo.

Con él en el coche se dirigió hacia la finca. Y aunque los ojos sin vida del hombre sentado a su lado, parecían fijarse en todo lo que iban dejando atrás, sus oídos escuchaban sin entender la monótona voz de Manuela: Su madre siempre le decía que esa casa sería suya. También le contaba que la construyeron sus bisabuelos. No era una casa cualquiera, añadía siempre poniendo los ojos en blanco. Era la casa del indiano, un palacete que habían construido con el dinero que trajeron de Cuba.

Apenas dos horas después entraron en la finca. Manuela dirigió al coche hacia el bosque. Luego dejó a su suegro a la sombra de una palmera. Presurosa, y sin dejar de escuchar la voz de su madre: La casa será tuya. La construyó tu bisabuelo..., se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Entró por el garaje al cuarto de calderas y abrió la espita del gas. Luego, sigilosa, subió a la cocina en donde abrió todas las llaves de la cocina. Los escuchó jadear en su dormitorio, el mismo en el que tantas noches durmiera con Juan.

—El pendejo —rio al escuchar la palabra cubana que tantas veces repetía su abuelo—, no ha tenido ni siquiera la delicadeza de ocupar otra cama más que la nuestra.

Como si quisiera borrar las noches de dicha en aquella habitación sacudió con fuerza la cabeza. Luego, dejó una vela encendida en el suelo del pasillo, justo delante de la puerta de la cocina. Después de cerrar el garaje sin hacer ruido, corrió a recoger a su suegro. Empujaba la silla hacia el bosque cuando la explosión la hizo detenerse. Qué más daba esa casa u otra cualquiera, se preguntó admirando el cielo que aquel atardecer era igual al de la tarde que Juan le dio su primer beso. Sonriente, advirtió que junto a los rosados y violetas que recordaba, ahora se mezclaban los rojos y naranjas del fuego que dejaba atrás. Qué suerte que la aldea estuviera tan lejos, susurró. Al menos en eso tenías razón, Juan. Porque hasta que sea de noche, allí no advertirán que el rojo del cielo no es un color del amanecer.

Al subir al anciano al vehículo, le vio en los abotargados y perdidos ojos una extraña luz. Parecía como si quisiera hablarle, cosa imposible, pues hacía más de dos años que había perdido ese don.

—Don Juan, solo quiero que sienta todavía más ardor que el que las caricias de esa mujer le puedan proporcionar. Y por usted no se preocupe, en cuanto los entierre, se vendrá a vivir conmigo y con los niños. Ahora, corramos a la residencia, que no quiero que hoy, precisamente, lleguemos tarde.

Y Manuela, después de secarle al anciano una lagrimita, le dio una cariñosa palmada en la mejilla y sin más, con la tranquilidad del justo, arrancó el automóvil.

© Malena Teigeiro

Detrás de la valla

Liliana Delucchi

Aunque me gustaba el colegio, el comienzo de las vacaciones de verano era lo más esperado en mi agenda infantil. Se debía a que los meses siguientes los iba a pasar en casa de mis tíos. Desde que tío Alberto se retiró de los negocios, con la abundante fortuna que logró gracias a su  sabiduría, la familia decidió trasladarse al campo, a un palacete estilo francés con escalera de doble entrada que daba al jardín. Me maravillaba todo aquello: el parque, piscina, cancha de tenis, caballerizas y mis dos primos, Alejandro y Tomás. Tía Julia nos llamaba los tres mosqueteros. Una mujer extraordinaria, no recuerdo haberla visto enojada ni una sola vez. Lo primero que surgía en la cocina, donde desayunábamos, era su sonrisa. Siempre estaba tarareando, y cuando nos veía aparecer, todavía en pijama, nos abrazaba y bailábamos al son de lo que estuviera cantando. Además de ser una magnífica cocinera, jamás repetíamos bollería ni almuerzos… Su luz lo inundaba todo, hasta los días de tormenta parecían brillar ante esa mirada.

Mi madre estaba un poco celosa a causa de mi devoción por ella. Decía que a tía Julia le sobraban motivos para ser feliz. Claro, no trabajaba; no tenía que pasarse ocho horas en una oficina, luego llevarme a actividades extraescolares y de regreso a casa preparar la cena, para después recogerlo todo. Seguramente tenía razón, pero yo ansiaba pasar tiempo en esa casa tan grande y cómoda en vez de en nuestro piso de la ciudad, donde se oía toser al vecino.

Lo que más encendía mi entusiasmo en aquella mansión era el bosque que se extendía al otro lado de la valla. Allí, Athos, Porthos y Aramis llevábamos a cabo nuestras más atrevidas aventuras. No nos faltaba D’Artagnan, que fue como bautizamos al jardinero que se ocupaba de mantener ese monte de pinos y abedules limpio y cuidado. Un hombre que entonces me parecía mayor. Delgado, enjuto y con muchas arrugas, nos relataba historias donde los personajes, tanto los buenos como los malvados, curiosamente, llevaban los nombres de los habitantes del pueblo cercano.

D’Artagnan tenía una hija que por entonces era un poco más pequeña que nosotros. Huérfana de madre, se convirtió en la protegida de tía Julia y de tanto estar juntas, la niña adoptó el temple y hasta la forma de caminar de quien llamaba madrina. Y aunque por aquel entonces yo no tendría más de doce años, me enamoré. Su nombre: Eva, como la primera mujer…, mi primera mujer.

Si bien teníamos prohibido entrar en la habitación donde tío Alberto guardaba su colección de espadas antiguas, hacíamos caso omiso y nos llevábamos algunas al bosque, donde las armas se cruzaban de acuerdo con lo que habíamos leído en alguna novela o visto en ciertas películas.

Después de limpiarlas, las devolvíamos a su sitio.

Las vacaciones en esa casona se vieron reducidas el verano del 83. Mis padres habían alquilado una residencia en la playa y partí con ellos. Fue la última vez que estuve allí.

Cuando regresamos a la ciudad, mi padre recibió una llamada de su hermano. La conversación duró bastante. Desde la mesa en la que yo estaba jugando con unos recortables, pude ver que la expresión de ese hombre tranquilo se iba transformando. No dio explicaciones, al menos a mí, solo comentó que mi tío lo necesitaba como abogado y partiría esa misma noche. Desde el otro lado de la puerta de la habitación, le escuché decir que cómo se le ocurría a Alberto dejar la sala de las armas sin llave. Tardó dos semanas en regresar.

Nunca supe exactamente qué pasó.

Mis tíos vinieron a la capital, camino de Suiza, donde fijarían su residencia y mis primos irían a un internado. Los acompañaba Eva, vestida de luto y de la mano de la que llamaba su madrina.

Cuando años más tarde, camino del sur, me acerqué a la que fuera mi casa de vacaciones de la infancia, la encontré abandonada. La escalera que daba al jardín estaba cubierta de musgo y le había crecido un arbusto; la maleza derribó la valla que separaba la parcela del bosque. Quise adentrarme, pero descubrí en el suelo un trozo viejo y roto de cinta amarilla donde pude leer: «No pasar, escena del crimen».

© Liliana Delucchi

Toma de decisiones

Marieta Alonso

El ciervo, porque era un ciervo por su tamaño y cornamenta, levantó la cabeza y se movió intranquilo al presentir el peligro.

Desde lo más alto del risco donde se encontraba podía ver una figura muy abajo, a lo lejos, que de vez en cuando se detenía y miraba hacia arriba, como si buscara algo. Lo había visto varias veces en los últimos días y su instinto le advirtió que se mantuviera alejado de aquel animal que iba caminando sobre dos patas y que en ese momento se paraba para atender una llamada de la naturaleza.

Estaba solo y con hambre. Debía bajar al valle de grandes bosques verde oscuro. Necesitaba comer durante el invierno y acumular reservas para la época de reproducción, pues si no estaba fuerte podría morir ante un buen adversario o de puro agotamiento.

Lo único que debía conseguir era huir de lobos, linces, zorros, águilas… Y de aquel que llevaba un fusil al hombro.

La caza no está bien vista, pensaba aquel hombre mirando a lo más alto del risco, aunque para él era un medio de subsistencia, como para otros lo era la agricultura o la ganadería.

Huía de la guerra, de la sinrazón. Estaba solo, sin familia y con hambre. Era un desertor. Ni pensar en volver atrás. ¡Basta de matar hombres! Tendría que esconderse de día y caminar de noche. Necesitaba comer, matar al ciervo, acumular reservas para llegar a su destino. Encontró unas raíces y se sentó a comerlas, era una pequeña tregua para aquel animal que no tenía la culpa de sus desventuras.

Tarde o temprano, lo sabía, no le quedaba otro remedio que obtener comida o poner proa hacia las estrellas.

Un conejo saltó de entre la espesura con su cuerpo robusto, uñas resistentes y orejas largas Se movió en estado de alerta al ver al hombre. No le dio tiempo a más.

El ciervo levantó la cabeza, respiró profundo y desapareció.

© Marieta Alonso

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Rebajas de enero

15 enero, 2023 por Akelarre 3 comentarios

Rebajas

Las rebajas de enero

Fueron dos los elementos importantes que consolidaron la costumbre de las rebajas: el primero, el regateo, que se efectúa desde tiempos remotos. El segundo, la idea de concentrar en unas fechas determinadas una campaña comercial.

En ese sentido, tuvo mucha importancia el desarrollo de las ferias medievales, las cuales, como las rebajas de la actualidad, tenían lugar con el cambio de estación y los productos de temporada.

Hoy en día, no solo fortalece las ventas de pequeñas tiendas y grandes superficies, sino también la relación entre familia, amigos y otros vínculos, como veremos en los cuentos que este mes nos regalan nuestras escritoras.

Buenas amigas

Cristina Vázquez

Consejo materno

Malena Teigeiro

La venganza de la moda

Liliana Delucchi

Rebajas a porrillo

Marieta Alonso

Buenas amigas

Cristina Vázquez

Habían decidido ir de rebajas. Era casi una tradición salir esos primeros días de enero las cuatro amigas desde el colegio, a comprar alguna cosa. Empezaron a hacerlo desde jovencitas, con la ilusión de poder llevarse esa prenda soñada que no habían podido adquirir. Luego lo hacían con la responsabilidad asociada a sus finanzas personales o familiares.

—Aunque cada vez compremos menos para nosotras —afirmó Ana María—. Esta tradición de ir juntas de rebajas no podemos perderla.

Lo decía delante del café con churros que se tomaban ese domingo para tener fuerzas, se animaban risueñas, igual que si se aprestaran a una batalla. Y se miraban con la esperanza, cada vez más tenue, de encontrar algo que renovara no solo sus vestuarios sino de alguna manera también sus vidas.

—La única que no ha cambiado de talla es Blanca —señaló con cierta dureza Luisa.

Las demás, se estiró el jersey que le quedaba un poco ajustado, iban a tener que pelear por la cuarenta y cuatro o por la cuarenta y seis. Que no fuera ceniza, replicó Clara, al fin y al cabo, los años ensanchaban a todas. Un silencio imprevisto se cuajó en el borde de las tazas.

—Os voy a descubrir una tienda maravillosa que hacen unas rebajas de marcas de primer orden in-cre-í-bles —Ana María separó las sílabas con la precisión de un grabador—. Está muy cerca de aquí y nos la abren, aunque sea domingo, solo para nosotras.

La encargada era amiga suya y un encanto de persona, continuó mientras terminaban de pagar. Salieron las cuatro como un enjambre hablador, forzando un poco la alegría. Era estupendo haber sido capaces de no desfallecer en este pequeño ritual, afirmó Clara emocionada. Al entrar en la tienda se sintieron un poco cohibidas. Demasiado para ellas, se iban a arruinar. ¡Qué locura!, bisbiseaban excitadas mientras Ana María se dirigía con paso firme a la encargada.

—Querida —le dijo con una voz artificiosa—. Te traigo a mis adoradas amigas del colegio.

Hizo un ademán que las abarcaba a todas en una onda amorosa. La encargada, una mujer imperiosa e impresionante, les dedicó una encantadora sonrisa y las tasó de una sola mirada. Sus ojos le hicieron pensar a Blanca en una noche quebrada de sueños que, con seguridad, no se cumplirían, lo que le produjo una inquietud indescifrable. Pasada esa primera impresión, el aroma difuso, la iluminación tenue, el ruido de los cerrojos en la puerta, les dio la sensación de una blanda burbuja en la que todo resultaba posible y amable.

Permanecían un poco amilanadas ante el despliegue de trajes, abrigos, bufandas… Poco a poco, se fueron acercando a admirar su suavidad y a descolgar alguno para apreciarlo mejor. En ese momento, la encargada, que había desaparecido, reapareció. Sostenía una cortina al final de la tienda con elegancia, como si fuera un decorado en el que ella manejara los recursos del mismo.

—Seguro que ha sido modelo —secreteó Clara a Luisa—. Vaya fachón y eso que no cumple los sesenta.

Y con su encantadora, delgada y profesional sonrisa las hizo pasar a un saloncito forrado de tela amarilla con un espejo grande y sillas de respaldo dorado colocadas junto a la pared. Al fondo, se veían dos probadores abiertos como bocas prometedoras de delicias.

—Sentaos, por favor —la encargada indicó las sillas—. Este es el lugar secreto para las escogidas —rio bajito—. Y para mí, Ana María y sus amigas lo son.

Iba a apagar un momento las luces exteriores para que nadie se extrañara, como era domingo y estaban solas en la tienda, dijo en tono confidencial, así estarían más tranquilas. Solo faltó que un discreto aplauso invadiera el lugar, pero no hubo más que unos agradecimientos murmurados con timidez. Blanca, de manera instintiva, metió los pies bajo la silla, sus zapatos estaban un poco estropeados y en ese momento tuvo conciencia de lo impropios que resultaban en ese encantador refugio. La encargada, Juana, que la llamasen por su nombre, volvió a desaparecer un minuto para volver con un perchero lleno de trajes que dejó en el centro. Le pidió a Ana María que la ayudara, por favor, y trajeron un carrito lleno de chales, bolsos, bisutería…

—Adelante, señoras, esto ha sido especialmente seleccionado para vosotras —las miró con la calidez de ese sueño quebrado—. A todos los precios hay que aplicarle el 70%.

Al decirlo, su voz subió a un tono casi de feria o de rifa. Descolgó uno de punto que ofreció a Blanca, la que no había cambiado de talla, otro de chaqueta de lana fría a Clara y así, después de mirarlas a cada una un rato con interés, elegía prendas para que se las probaran.

La más animada y la primera que entró en el probador fue Ana María con un abrigo de corte impecable y un traje de seda que casi la hace parecer otra mujer. Le quedaba genial, estaba elegantísima. Juana cogió las etiquetas y las retó con gracia.

—Y solo le va a costar… —se calló con los ojos cerrados—, trescientos euros. Increíble.

La otra, feliz, sin duda se lo iba a quedar, aseguró mientras se desvestía y empezó a rebuscar más ropa para probarse. La animación entre el resto surgió como un travieso animal que las fuera incitando, pellizcando. Empezaron a probarse animadas por los consejos de Juana, este no le iba, de ninguna manera, y casi le arrebata a Luisa una blusa de las manos para ofrecerle un conjunto mucho más adecuado a su físico y a su personalidad.

—Con todos los años que llevo en esta profesión me he vuelto psicóloga y sé lo que os va a cada una.

Soltó un amable discursito de la necesidad de sentirse bien con uno mismo, cómo la ropa buena no se estropeaba y daba categoría y seguridad a la persona. Ahí se paró en medio del cuartito y como una hechicera elegante, que no olvidaran lo deprisa que corría el tiempo, soltó muy seria. Tenían que aprovechar que aún eran jóvenes y seguro que despertaban miradas de admiración masculinas. Y les guiñó un ojo.

Al cabo de una hora salieron todas cargadas de bolsas, con una mezcla de mala conciencia y alegría por la buena compra hecha, comentando lo increíble de los precios, aunque se hubieran gastado un dineral. Gracias Ana Mari, vaya chollo, iban a ir como reinonas. Cada una, en el fondo, iba pensando de qué gasto se tendría que abstener para compensar este maravilloso dispendio.

Pasados unos días, ya reposada en su casa, después de haber desaparecido esa especie de infantil excitación que les entró en la tienda, Clara comprendió que no iba a usar el traje de gasa azul. Nunca había tenido ni iba a tener un acontecimiento que justificara tanta sofisticación. Fue a cambiarlo a la tienda, preguntó por la encargada y apareció una señorita sonriente.

—Perdón, yo quería ver a Juana —adujo con timidez.

La otra, que comenzaba a agriar su sonrisa, le aseguró que no había existido una encargada con ese nombre. Al mostrarle el traje, también afirmó, en un tono opaco, que esa marca nunca había formado parte de su colección.

—De hecho, hemos inaugurado la tienda ayer —aseguró reticente.

Mientras metía el traje en la bolsa blanca, sin ningún logo impreso, las típicas de rebajas, había asegurado Juana, sintió la desconfiada frialdad en la voz de la encargada.

Llamó a Ana María para que le diera alguna explicación, pero la única respuesta que obtuvo fue la voz metálica que le repitió tantas veces como marcó, que “ese número no corresponde a ningún abonado.”

© Cristina Vázquez

Consejo materno

Malena Teigeiro

Los del gran almacén tendrían que tener un poco de cuidado y no anunciar las rebajas en los envoltorios de esa forma tan alarmante. Y lo digo porque anoche discutí con Antonio. Buscando su ropa de jugar al fútbol mi marido encontró las bolsas vacías de la tienda en de donde compré mi ropa de verano.

Como últimamente en cuestión de dinero Antonio no se fía de mí, las había escondido. Pero, claro, cuando volvió a casa dispuesto a ir a jugar al fútbol, y yo no estaba —había llevado a nuestra hija Lucía a la gimnasia rítmica— él decidió buscar por sí mismo su equipo. Es muy desordenado y nunca encuentra nada. Y claro, se puso a mirar en un sitio y en otro. Encontró el pantalón y la camiseta, pero no las zapatillas ni los calcetines. Con lo que sí se topó fue con las bolsas del gran almacén. Y mira que las escondí con cuidado. Se puso furioso. Según él soy una maquinita de gastar. Este pensamiento tan inútil le hace perder mucho tiempo. Ya lo creo. Siempre anda acechando por los armarios, busca que te busca, con la única intención de conocer en qué desembolso su dinero. ¡Qué pérdida de tiempo, Señor!

Cuando llegué a casa me esperaba en el salón. Estaba sentado en el sofá con una cerveza en la mano y las bolsas vacías del gran almacén descansando sobre sus rodillas. Sin hablarme, golpeó con el dedo el papel. Luego y sin importarle que la niña estuviera delante dijo: ¿Te creías que no las iba a encontrar, que no me iba a enterar? Y yo, que en los grandes momentos razono con tranquilidad, seria, molesta, dije que no. Que si las bolsas estaban bien guardadas era porque soy una persona muy ordenada y me gusta almacenarlas por si alguna vez nos hacen falta.

—¿De verdad te crees que soy gilipollas? —dijo con los ojos cerrados como un chinito.

Y como no me gusta que Lucía vea ciertas cosas, sin contestarle, con la niña de la mano, salí del salón.

Y todo aquel jaleo lo armó porque me compré unos pantalones amarillos, dos blusas, bien sencillas, un vestido más arreglado y una chaqueta por si hace frío. Esta la adquirí porque veraneamos en una casa que tiene su madre en una aldea del norte. ¡Qué quiere! ¿Que coja una pulmonía? Además, ¿es que no comprende que el perfume de un gran almacén en rebajas es inigualable? A mí, la emoción que me produce cruzar esas grandes puertas de cristal hace que hasta las aletas de la nariz me tiemblen.

Lo cierto es que si aquella vez me fui de compras fue por lo pesado que se puso la noche anterior. La causa de su enfado era algo tan simple como que me teñí el pelo de un color dorado, muy propio para el verano. Gritaba que el mío era más bonito, que quería el mismo que tenía cuando me conoció. ¿Pero es que no se da cuenta de que eso ya no se lleva? ¡Anda ya! Qué se cree él que voy a ir a recoger a Lucía al colegio con mi pelo al natural. La otra tarde, Marina, la mujer de Carlos, que también lleva su niña al mismo cole que nosotros, lucía unas mechas color... Bueno, no sé ni de qué color eran, pero preciosas. Le pedí la dirección de su peluquería y nada más ver entrar a mi Lucía en el edificio, para allí que me fui. Me tiñeron con un tinte vegetal, para que no haga daño al medio ambiente, que según el peluquero me levantaba dos o tres tonos el color de la piel. La verdad es que me encuentro monísima. Pues, ¡a Antonio no le gusta! Y eso que no se ha enterado de lo que me costó. Pero el dinero a mí no me importa. ¡La de cosas que me enseñó mi madre a hacer con chorizo y carne de pollo picada!

Por la mañana cuando se fue de casa todavía me seguía chillando por lo de las rebajas. Lo cierto es que aquel mal trato me produjo un nerviosismo tremendo. Y esas situaciones tan drásticas son las que te llevan a un divorcio seguro, cavilaba mientras llevaba a Lucía al colegio.

En la puerta de la escuela, cuando me despedía de mi niña, me di cuenta de que más de una me miraba. Suspiré profundo y sacudí con fuerza la hermosa melena. Y en ese instante percibí que era cierto que esos disgustos te podían llevar a un divorcio. Eso sí, a cualquiera menos a mí. Mi madre me enseñó que nada como ir de compras para levantarte el ánimo. Y como Antonio, aunque es igual a la suya de enrabietado, es un buen hombre, bastante guapo por cierto, y me divierto con él muchísimo, pues decidí seguir el consejo de mi mamá. Hoy vuelvo a ir de compras. Además, siguen las rebajas, con lo que siempre ahorras. Eso sí, esta vez no esconderé las bolsas. Las tiraré directamente al contenedor. Lo que es a mí, ese no me vuelve a pillar.

© Malena Teigeiro

La venganza de la moda

Liliana Delucchi

Como era costumbre, mis amigas y yo montábamos guardia a la puerta del centro comercial el primer día de rebajas. En cuanto abrieron, entramos en medio de esa nube de abrigos, sombreros y bolsos dispuesta a arrebatar aquello que ansiábamos llevar a casa. Estábamos entrenadas para luchar por lo que queríamos…, pero las otras también. La contienda se lleva a cabo sin ceder un centímetro al avance del enemigo; un espacio cedido puede significar una ganga menos en nuestro vestidor, una de esas que más tarde nos preguntamos para qué la compramos y termina en el saco destinado a los más desfavorecidos.

Sin embargo, esa mañana nos depararía una sorpresa. Agotadas de tanto tira y afloja, nos dimos un descanso para un café. Entonces vimos a una de ellas. ¿Es…? Sí, era la de los días impares. Así llamábamos a Lola Morales, una de las amantes del primer ministro. El mote se debía a que la veíamos con él los martes y jueves. Los lunes, miércoles y viernes correspondían a Encarna Ferreiro, y los fines de semana a su legítima, apodada “la señora”, con sus hijos.

Lola era alta, delgada y rubia, con una de esas sonrisas perennes que parecen dibujadas por un experto artista, debido a que no se modifica nunca, ideal para alegrar la segunda y cuarta jornada de la semana, si da la casualidad de amanecer lluvioso.

Encarna, por su parte, era la propietaria de una abundante cabellera cobriza que brillaba al sol y ella sabía mover como nadie. De mayor estatura que su rival y un cuerpo más contundente, se prodigaba menos que la rubia en eventos fuera del ministerio, lo cual era lógico, dado que trabajaba más. Lo que las unía era que sus mentes se movían en un círculo más limitado de lo esperado, aunque sin perder su capacidad para la ordinariez.

“La señora” tenía el pelo castaño, generalmente recogido; un rostro que, pese a no ser poseedor de una belleza clásica, era de lo más atractivo; sus maneras evidenciaban la calma y confianza que se adquiere tras una larga experiencia. En definitiva, era una mujer que mantenía a raya sus fuertes impulsos, lo cual otorgaba serenidad a sus gestos y movimientos.

Nos sorprendió ver a Lola en la cafetería la primera mañana de rebajas. ¿Acaso el ministro no era pródigo con sus amantes? Siempre habíamos pensado que ella compraría en tiendas de grandes marcas donde dan cita para que no te encuentres con otras clientas.

Sin embargo, el material de cotilleo durante nuestras partidas de cartas se vería incrementado ¡y cómo!, con la situación que iba a tener lugar jornadas más tarde en una recepción en la embajada de Suecia.

No recuerdo el motivo del coctel, ni me importa…, sería alguna fiesta nacional de ese país o la visita de un miembro del gobierno o de la Corona. Da igual. Lo importante fue que, quizás por error, o tal vez por maldad, las tres mujeres de la vida del político fueron invitadas.

Recuerdo a “la señora”, con su elegancia habitual, enfundada en un diseño exclusivo, conversando con dos hombres en un idioma desconocido para mí. También atesoro en mi memoria su expresión cuando vio llegar a Lola, no sé si demudada o estoica, y su sonrisa cuando Encarna hizo una entrada triunfal, sacudiendo la melena. El gesto de satisfacción de la legítima se debía a que las dos amantes de su marido lucían el mismo vestido.

© Liliana Delucchi

Rebajas a porrillo

Marieta Alonso

A tres generaciones de mujeres en mi familia nos han chiflado siempre las rebajas. Abuela, hija y nieta íbamos juntas, comíamos y hablábamos de nuestras cosas.

Si el inicio de estos importantes descuentos se remonta a 1930 —tras el crack del 29— he de decir que la abuela inauguró la temporada. En aquel entonces vivía en La Habana. Era joven, guapa y se enamoró de un emigrante español con el que se casó y tuvo una hija. A los diez años de casada se vinieron a vivir a Madrid, justo cuando dos grandes y famosos establecimientos pusieron en práctica la idea de dar salida al género de temporadas anteriores. Pepín Fernández y Ramón Areces pensaron que sería más rentable poner precios más bajos y deshacerse de todo ese material, que aumentar la superficie de la trastienda. La abuela y mi madre alardeaban de haber sido las primeras clientas en hacer cola en la calle Preciados.

Hoy solo quedo yo con esa bonita tradición. Este mes no he faltado a la cita. Después de comprarme un traje de chaqueta rojo vivo muy adecuado para celebrar mis setenta años, me he venido a la terraza de un restaurante a comer sola. No estoy triste. La abuela y mi madre están aquí conmigo.

Una bandada de gorriones picotea a mi alrededor ajenos al trajín de los humanos y no sé por qué me viene a la memoria la vez aquella en que le compramos al abuelo una docena de slips en oferta. Él, acostumbrado a aquellos calzoncillos a media pierna, dijo que esas modernidades no eran de su agrado. Parecían bragas de mujer, añadió. Trabajo nos costó convencerlo, pero a los pocos días el abuelo se convirtió en el gran defensor de esa pieza de ropa por lo cómodos y ajustaditos que le quedaban.

¡Las rebajas! Ahora las hay a tutiplén, pero yo sigo siendo fiel a las de enero y a las de julio.

© Marieta Alonso

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Los Reyes Magos

15 diciembre, 2022 por Akelarre 2 comentarios

El sueño de los Reyes Magos

El sueño de los Reyes Magos

Es el nombre de esta escultura, realizada por el maestro Gislebertus que se halla en un capitel de la catedral de San Lázaro de Autun (Borgoña). Se trata de un edificio románico de estilo cluniacense construido entre el año 1120-1146, al que luego se fueron añadiendo elementos góticos y barrocos.

Lo más destacable de esta construcción es el tímpano tallado por el maestro Gislebertus entre los años1130-1135, lleno de delicadeza, que lo convierte en una de las obras más importantes de la escultura románica francesa.

Esta obra ha inspirado a nuestras cuenteras con un viaje que lleva a recordar una infancia; la alteración, zozobra y finalmente sorpresa de una mujer durante la reclusión del covid; unas niñas que se enfrentan a una infancia de orfandad y un niño que su preferido es el rey Baltasar quien lo premia en la cabalgata.

¡Feliz Navidad y felices Reyes!

El despertar

Cristina Vázquez

El camionero

Malena Teigeiro

Las trillizas

Liliana Delucchi

Noche de Reyes

Marieta Alonso

El despertar

Cristina Vázquez

El viaje a Francia de Natalia había resultado sorprendente. Era consciente del empeño que puso en organizar un itinerario en el que se combinara arte, gastronomía y naturaleza con el último afán de deslumbrar a Javier, su marido. Este se mostraba cada vez menos dispuesto a hacer viajes “sin ton ni son”, aclaraba con una encantadora sonrisa que no ocultaba su desinterés. Y de ahí su obstinación en procurar que este fuera inolvidable.

Decidió que el destino sería Francia a la que no iban desde muchos años atrás. Antes era un lugar que les encantaba, sobre todo a él que había pasado parte de su infancia ahí, con su abuela materna. Al referirse a ella Javier siempre utilizaba la misma palabra: impresionante.

—Una mujer impresionante —repetía con una expresión que se debatía entre la ternura y cierto temor.

Fueron los años en que sus padres estuvieron destinados en África como investigadores de enfermedades endémicas y consideraron que era más prudente que los niños se quedaran.

Al principio de su relación, cuando Natalia le insistía por qué elegía ese término; a él le resultaba difícil y casi contradictorio definirlo y lanzaba diferentes apreciaciones. Impresionante su presencia: alta, distinguida, con un bastón que le permitía andar con la rigidez que exigía a los demás y con el que daba golpecitos correctores en la espalda a su hermana y a él si los veía encorvados. Impresionante su cultura y la biblioteca que cuidaba como si esos libros fueran sus más apreciados descendientes, pero les obligaba a leer en ella una hora diaria, aunque fuera verano y se oyeran a los chicos jugar y llamarles a voces para que se unieran a ellos. Impresionante sus comidas, que cumplían un estricto régimen y menú, con algún que otro plato de casquería para que se acostumbraran a comer de todo y pudieran ser ciudadanos del mundo. Y así seguía con otras consideraciones subrayadas con diferentes giros de admiración o desánimo.

Después de dar varias vueltas al posible destino e itinerario a seguir, decidió que le sorprendería con la elección final que hizo. Sería Autun, lugar cercano al que vivió con su abuela. Incluso pensó que no le diría a dónde iban, una especie de ruta a ciegas, a ver si conseguía recuperar algo de su antiguo entusiasmo.

—Natalia, quiero que sepas —anunció la noche después de leer el papel “Vale por un viaje a Francia”—, que te agradezco tu esfuerzo, pero este va a ser el último.

A Natalia se le puso un nudo en la garganta a la vez que una incipiente ira la acaloraba.

—¡Qué dramático!, ni que te fueras a morir —contestó acelerada.

—No es por eso —sonrió al decirlo—, es que estoy harto. Ya he ido a todos los sitios que quería conocer.

Ella se removió en el asiento, entonces no le quedaría más remedio que viajar sola, con amigas o en grupo, aseveró desafiante. Le parecía estupendo, contestó él con dulzura, su intención no era ponerle cortapisas.

Empezaron el viaje, ella, con la inquietud de que fuera el último juntos, él, dejándose llevar con la intención de hacérselo lo más amable posible. Cuando llegaron a Autun la inquietud de Javier se hizo patente. Le agradecía mucho que lo hubiera organizado, pero por qué precisamente ahí.

—Como ya no vamos a hacer más, pensé que te gustaría recorrer lugares de tu infancia —se justificó Natalia apenada.

Él la abrazó con ternura, le agradecía su esfuerzo de corazón, pero precisamente aquí fue el lugar donde pasó, quizás, el peor momento de su vida. La cogió de una mano y sin titubear la llevó a la catedral. Cuando estuvieron frente al pórtico, Javier le señaló el relieve de los tres Reyes Magos siendo despertados por el ángel.

—Pese a todo lo que me evoca, adoro esta escena —confesó solemne—. Ninguna otra imagen muestra más inocencia y ternura.

—¿Entonces?

Subió los hombros y suspiró. No podía olvidar el día, era un diciembre ventoso, helador, y se subió el cuello de la chaqueta como si ese frío le atenazara. Su abuela los trajo a la catedral a misa y antes de entrar les hizo fijarse en este relieve.

—Niños queridos —nos susurró muy cerca del oído—. Esta escena no solo representa el despertar de los Reyes, sino el de la inocencia.

Recordaba que la voz le titubeó, mientras los sostenía con firmeza a su hermana y a él cada uno cogido de una mano y que los tres se quedaron muy quietos mirando la obra. Iba vestida de negro, siguió, con un tembloroso velo que aleteaba igual que un indeciso pájaro en el helador día. Vosotros, nos dijo, aún representáis la inocencia y no quería despertaros, pero tenían que empezar a aceptar que a lo mejor sus padres iban a tardar mucho en volver o no lo harían nunca. Y su voz se quebró.

—No me lo habías contado —Natalia le apretó el brazo—. Siempre creí que luego viviste con ellos.

Él negó con la cabeza. Pero ella les había protegido, cuidado y, a su manera, querido con un amor sin fisuras. Nunca la oyó quejarse. Se dio la vuelta y señaló un bistró a su espalda. Antes era una chocolatería y esa mañana después de misa nos trajo ahí a tomar chocolate y todos los pasteles que quisiéramos. Algo en él se descompuso, se alejó de Natalia y vio cómo sus hombros se sacudían sin control. Dejó pasar un buen rato y al volver a su lado tenía los ojos algo enrojecidos.

—Gracias, querida, por haberme traído aquí. Fue una mujer impresionante.

© Cristina Vázquez

El camionero

Malena Teigeiro

El enfado de Carmen era total cuando se dirigió a abrir la puerta. Incluso consigo misma. Estaba harta de limpiar, hacer la comida, llevar los niños al colegio para, luego, como casi siempre, a la carrera, llegar a la oficina tarde. Y después de trabajar durante todo el día, rápido, rápido, volver al colegio a recoger a sus hijos. Luego, tenía que ayudarles con los deberes y preparar la cena mientras sus risueños y adorables peques llenaban el suelo del cuarto de baño de agua, espuma de jabón, y juguetes.

Así de lunes a viernes.

El sábado era diferente. El trote con los niños comenzaba un poco más tarde, pero como no iban al colegio tenía que bajarlos al parque, jugar con ellos, para a eso de la una y media, volver a casa. Después de darles de comer, rodeada por sus hijos se echaba una siesta mientras dormitaba una película. Una de esas que no comprendía cómo sus criaturas podían dormir tranquilas después de verla.

Y también estaba Paco. Él siempre fue un buen marido, un buen hombre. Era camionero. Transportaba frutas y verduras desde la huerta murciana para repartirlas por los distintos países de Europa. Y cuando después de dos semanas arrastrando un trailer de más de doce metros, llegaba a casa, pues claro, no estaba para mucha ayuda. Ella, desde luego, ni tan siquiera se la pedía.

Así iban pasando las semanas, los meses, y normalmente Carmen era feliz. Hasta que llegó una tarde en que el Presidente anunció que había que encerrarse en las casas. Dijo que era para evitar el contagio de un bicho que corría por el país, matando a unos y otros sin distinción. Como todos, Carmen lo aceptó con miedo y una pizca de alegría. Se organizó un despacho en la mesa de la cocina. Colocó tres mesas más, una de ellas hecha con la caja de cartón de la lavadora que acababa de comprar, ¡Menos mal!, se dijo, y se dispuso a pasar aquellas semanas de la mejor manera posible. A Paco aquella orden lo pilló camino de Polonia, con lo que estaría al menos diez días sola. Si sus padres vivieran en Madrid, la podrían ayudar, pero no. Vivían solos en Águilas. Aunque eso en las circunstancias por las que estaban pasando la tranquilizaba. Eran personas conocidas, y seguro que alguien les echaba una mano.

Después de dos meses de encierro, Carmen se levantó con un enfado total. Llevaba tres días sin saber nada de Paco. Porque este, aunque todo el país estuviera encerrado en casa, continuaba llevando su camión de un lado para otro, lo que la preocupada. ¿Habría cogido el bicho? ¿Estaría internado en un hospital de vaya usted a saber qué país? Señor, Señor, que me llame cuanto antes y vuelva bien, rezaba. Y para colmo, aquello de trabajar en casa resultaba una locura. Y no era porque a eso de las ocho de la tarde los niños salieran a aplaudir al balcón con riesgo de caerse a la calle. No. Ni porque mientras ella intentaba trabajar en su ordenador, sus tres hijos corrieran por los pasillos sin atender a sus clases on line. Tampoco. Ni porque la hubiera llamado la directora de la escuela para decirle que no comprendía que no estuviera atenta, que era la educación de sus hijos lo que estaba dejando a un lado. Simplemente, porque ya no tenía ni siquiera el momento de explayarse en la oficina con Encarnita. Tenía su gracia Encarnita. Rio. Le contaba unas cosas que la hacían poner colorada, y eso que ella no era ninguna mojigata, pero es que el marido de Encarnita debía de ser algo así como un toro.

Y ahora llamaban al telefonillo. ¿Pero quien podría ser si nadie andaba por la calle? Cerró el ordenador. Rodeada de sus tres criaturas, que como ella estaban ansiosas por escuchar una voz diferente, contestó al telefonillo.

—Doña Carmen González —le llegó una apresurada y cantarina voz.

—Sí. Soy yo.

—De Amazon. Un paquete para usted.

Pulsó la apertura del portal pensando en lo raro que era. Ella no recordaba tener ningún pedido pendiente. Pero claro, como lo único que podía hacer después de acostar a los niños era ver la televisión o comprar on line, no le cabía duda de que anoche, o quizá la noche anterior cuando miraba los suéteres tan baratos de unos grandes almacenes, hubiera adquirido uno.

Después de que se hubo marchado el joven que le subió el paquete, con la mascarilla puesta y unos guantes de los de la gasolinera, lo roció con agua con lejía, y empujándolo con el pie, lo dejó a un lado del recibidor.

Pasadas las dos horas y media que decían había que tener de seguridad, con otros guantes y otra mascarilla, y los niños, cualquier motivo era válido para dejar las clases, mirando desde la habitación de al lado, abrió la caja. Con esmero, y casi sin tocar los cartones de la sonriente boquita, los guardó en una bolsa de basura que dejó bien atada en el descansillo. No fuera a ser que quedara vivo algún bicho.

Por fin, con reparo, abrió el paquete. Era un ramo de rosas. Leyó la tarjeta y abrazada a las flores lloró. Ni en Reyes había recibido nunca un regalo como aquel. Paco, desde donde estuviera, se acordaba de ella y del día que se conocieron.

© Malena Teigeiro

Las trillizas

Liliana Delucchi

Las sillas del salón de la abuela eran altas. Tanto que nuestros pies no llegaban al suelo. Allí estábamos, mis hermanas y yo, aún vestidas de luto, sentadas una junto a la otra y con las manos enguantadas sobre la falda.

—Déjame a solas con mis nietas —ordenó a la tía Amanda.

Cuando la puerta se hubo cerrado, la anciana nos miró, se detuvo unos segundos en el rostro de esas tres niñas desoladas y temerosas ante la majestuosidad de una señora de negro a la que no habían visto en mucho tiempo.

—Es una buena mujer —dijo señalando con la cabeza el lugar por donde había salido su hija menor—, pero una idiota de la peor especie, con la misma incontinencia que la genialidad. Por eso seré yo quien se haga cargo de vuestra educación. ¿Lo entendéis?

Asentimos con la cabeza mientras ella estiraba un poco su vestido reacomodándose en el sillón. Antes de continuar, se demoró en un silencio que a nosotras nos dio miedo.

—Vuestra madre sí que era inteligente. Con un espíritu libre que ya hubiese querido tener yo, pero vivimos en épocas diferentes.

Haciendo uso de su bastón se puso de pie y caminó hasta el piano, cogió una foto en la que estábamos mis padres y nosotras, la besó y desde su considerable estatura, a pesar de sus años, hizo un amago de sonrisa.

—Vuestro padre también era inteligente. Y culto; con un sentido del humor sutil y perspicaz. Por eso ella se enamoró. No lo dudéis: se amaban profundamente.

La vimos avanzar hacia nosotras. Creo que todas teníamos ganas de llorar, de gritar, de pedir auxilio, pero no lo hicimos. Nos mantuvimos inmóviles y calladas, a la espera de que dictaminara nuestro destino. Un destino que ella dibujaría.

—Un internado no es opción. Allí envié a mis dos hijas y los resultados fueron nefastos, a pesar de la buena reputación del mismo —lanzó un suspiro al aire antes de continuar—, pero como aprenderéis a lo largo de vuestra vida, la reputación es una vana y engañosa impostura que muchas veces se gana sin mérito—, acercándose a una mesa baja, hizo sonar la campanilla.

Por fin pudimos bajar de los aparatosos tronos para acercarnos a la mesa a tomar el té. Las tres en silencio, escuchando lo que la anciana había planificado para un futuro que veíamos incierto.

—Tampoco tendréis institutrices. Ni vuestra madre y tía las tuvieron. Ellas, después del internado fueron a colegios, como lo haréis vosotras —cogió un scon y, mientras lo untaba con mermelada, nos guiñó un ojo—. Es deliciosa, me encanta la de naranja amarga, obra de Serena, la cocinera. Si tenéis alguna preferencia en cuanto a comidas, podéis pedírsela.

¿Decidir? ¿Podíamos decidir lo que queríamos comer? Después de lo vivido y escuchado hasta el momento nos parecía extraño. A través de los años descubriríamos cuán erradas estuvimos con aquella primera impresión de la tarde posterior al funeral.

Esa misma noche, cuando nos habíamos acostado en una habitación colorida y perfumada, todavía con la sensación de estar en un mundo extraño, se abrió la puerta y apareció la abuela. Después de preguntarnos si estábamos cómodas y a gusto, se sentó en una butaca y nos leyó un cuento. Adormilada, sentí su caricia, un beso en mi frente y las palabras que quedarían en mi memoria para siempre: «Mis queridas reinas magas, yo seré vuestro ángel custodio.»

Y lo fue. Cuidar de nosotras, de nuestro desarrollo intelectual y sensitivo, del bienestar físico de unas niñas temerosas y afligidas por su orfandad, había sido la promesa hecha ante el féretro de su hija. Lo cumplió. Nos dedicó el resto de su existencia, que creo estiró todo lo que pudo, para no dejarnos antes de estar preparadas para la vida.

A pesar de lo que dijo aquella aciaga tarde después del velorio, a la tía Amanda le permitió formar parte de nuestra niñez y adolescencia. Con ella íbamos a la peluquería, de compras y bailábamos en su salón los últimos ritmos que llegaban a esa casa que una vez nos pareció sombría y que se transformó en un jardín de rosas.

© Liliana Delucchi

Noche de Reyes

Marieta Alonso

Los Reyes Magos son mis amigos. Uno más que los otros dos. Baltasar es mi preferido. Tenemos el mismo color de piel. Por eso la carta va dirigida a él y se la entrego en mano a los pajes reales, que me preguntan si me he portado bien, si estudio, si no digo palabrotas. Con la cabeza asiento a las dos primeras y a la última digo no.

La lista de juguetes llena dos hojas, más vale pedir mucho que poco. De todo lo que pido ellos van a elegir uno, eso me lo contó mi padre, y desde entonces, para que no se equivoquen repito unas diez veces lo que en verdad quiero que me traigan, lo que más me gustaría tener. Unas veces se enteran, otras se despistan.

Tampoco falto a la Cabalgata que se hace en el pueblo y Baltasar me mira con cariño, sonríe de oreja a oreja y me tira caramelos. Se parece un poquito a mi padre que nunca puede acompañarnos porque trabaja en dos lugares. A lo mejor, dice mi madre, Baltasar nació en África como nosotros.

La tarde de Reyes anunciaba lluvia y mamá decidió llevar su paraguas amarillo, el que tiene una varilla rota. Me dijo que lo abriera y lo pusiera del revés. Recogí caramelos para todo el año. Llegamos a casa empapados porque lo que servía para no mojarnos se utilizó para otra cosa. Lástima que no llueva todos los años.

Nada más llegar a casa, tomo de prisa la sopa que no me gusta, dos albóndigas que quedaron de esta mañana y un vaso de leche. Mi mamá me ayuda a poner pienso y agua para los camellos; una cafetera hasta los bordes de café bien fuerte, tres tazas y tres trocitos de bizcochos para que los Reyes Magos espabilen y no se equivoquen con los regalos. Voy corriendo hacia la cama, me tapo hasta la cabeza y al minuto estoy dormido.

A los Reyes les gustó el bizcocho. No quedó nada. Todito se lo comieron. Esta vez me trajeron lo que quería y un juguete más. Este nuevo año me portaré mejor que nunca, porque estoy seguro de que anoche oí el gruñido del camello de Baltasar en mi oreja, y también sentí un beso que me dio mi rey favorito en la frente.

Mi madre dice que lo que uno cree es la pura verdad.

© Marieta Alonso

Publicado en: Arte

Velas

15 noviembre, 2022 por Akelarre 3 comentarios

Velas nuevo akelarre literario

Las velas

Han pasado muchos años desde que se encendió la primera llama sobre una vela. Su uso se remonta a tiempos antiguos donde no solo era útil para alumbrar los espacios, sino que tenía un significado simbólico. A pesar del tiempo y de las múltiples tecnologías, ha perdurado.

Cuenta la historia que fueron inventadas entre los siglos XIII y XIV a.C. por los egipcios, quienes las hacían con ramas embarradas con sebo de bueyes o corderos. Pero las velas tal y como las conocemos ahora comenzaron a fabricarse en la Edad Media, con sebo y cera de abeja.

Estas candelas han despertado la imaginación de nuestras escritoras, dando lugar a relatos en los que una mujer honra a su marido muerto; abuela y nieta se unen para celebrar su mutuo amor; una joven tiene un regreso desafortunado o la organización de una fiesta da un giro imprevisto. Esperamos que los disfrutéis.

Inoportuna llamada

Cristina Vázquez

El día de Todos los Santos

Malena Teigeiro

La fiesta

Liliana Delucchi

Deben ser los genes

Marieta Alonso

Inoportuna llamada

Cristina Vázquez

El vuelo fue largo y turbulento. Es imposible atravesar Los Andes, América de lado a lado y el Atlántico sin que Eolo y todas las furias que deben acompañarle, te permitan reposar durante las largas horas del viaje. Isabel reflexionó sobre su curso para perder el miedo al avión. No creía que hubiera sido capaz de venir sola desde Santiago de Chile a Madrid sino lo hubiera hecho, aunque tuviera la ayuda proporcionada por los tranquilizantes y los gin tonics que se atizó. Pero cualquier ayuda es poca cuando una se enfrenta sola al pánico. Incluso, consiguió aplicar las pautas aprendidas consistentes en que cuando el avión entraba en turbulencias, era como conducir un coche por un firme mal empedrado. Y la otra era que no estaba suspendida en el vacío, no, estaba sostenida en un soporte fluido.

El momento en que el comandante anunció la aproximación a Madrid, en un cielo encelado de borrones negros y brochazos naranjas, pese a los meneos del descenso, algo en ella se expandió como un globo aerostático ante la esperanza de tocar tierra. Este sentimiento la impulsó a tener fe y confiar en que la llegada a casa de sus tíos fuera el comienzo de su nueva vida. Su frase preferida de los últimos tiempos era “he puesto el contador a cero.” Y mientras trataba de bajar el equipaje de mano, la realidad de ese cero le hizo sentir un repeluco por la espalda.

Venía sin un duro, un poco triste porque su amante chileno, Ernesto, había tenido una malhadada caída del caballo y decidió volver con la legítima que era enfermera para que le cuidara. Además, el curso para el que fue contratada por la Universidad Católica de Santiago para dar micología comparada entre los hemisferios norte y sur, resultó peor pagado de lo convenido y una inundación en su piso terminó de arruinarla.

Estaba convencida de haber comunicado a los tíos su llegada, pero de repente, dudó si había concretado la fecha. Mientras recogía el equipaje les llamó por teléfono sin obtener respuesta. No pasaba nada, estarían desconectados o a lo mejor en la casa del Escorial con mala cobertura. Era temprano y quizás estuvieran dormidos. Esperó un rato tomándose un desayuno de café doble que la entonara y decidió ir a casa de ellos.

Ya en el portal volvió a llamar por teléfono sin obtener respuesta. Pulsó el cuarto C, el piso de sus tíos, y sin que preguntaran quién era le abrieron, lo que le pareció extraño e imprudente. La mañana ya estaba mediada y empezaba a hacer un calor para el que su ropa invernal resultaba insufrible. Menos mal que el equipaje era escaso, pensaba arrastrando su saco dentro del ascensor. Se sorprendió al ver que la puerta estaba entornada y la empujó con timidez. Nadie la recibió. Susurró el nombre de su tía Encarna con cierto apuro, cuando vio que se dirigía hacia ella una mujer entrada en años y carnes que la besaba llorosa en ambas mejillas, le daba las gracias por venir de tan lejos, afirmó señalando el bolso de viaje y la instó a que pasara al salón.

Se quitó la cazadora de cuero y se quedó con los vaqueros y la sudadera azul eléctrico con unas siglas pintadas. No reconoció la decoración, todo le resultaba ajeno y diferente. Al entrar en el salón un coro de miradas oscuras se volvieron hacia ella.

—Hola —atinó a decir— vengo a ver a mi tío Paco.

—Pues ahí lo tienes —contestó una decidida mujer señalando con el pulgar hacia el comedor.

Se desplazó sorprendida a la habitación señalada donde lo primero que vio a través del pasillo fue un resplandor de velas impropio del lugar y la hora. Con paso silencioso y precavido asomó la cara por el dintel y lo que se encontró fue un catafalco en el lugar de la mesa de comer, rodeado de cirios y velas. Espantada, dio un paso atrás. Una de las mujeres enlutadas que llevaban y traían bebidas y algo para sostener la pena, la empujó con firmeza para que volviera a entrar y rezara un poco por el pobre Paco.

—¿Paco? —repitió Isabel aturdida—. No me había enterado de su muerte.

Se apoyó en la pared y con los ojos empañados preguntó dónde estaba su tía Encarna.

—¿Encarna? —le respondió la mujer que sostenía con destreza una bandejita—. No sé quién es. Paco era soltero.

Se fue de la casa a toda prisa y al llegar al portal preguntó al portero por sus tíos. Hacía mucho que se habían traslado al cuarto D, afirmó sabihondo, más amplio, mejores vistas, pero estaban de crucero.

—La verdad —cabeceó pensativo—, que doña Encarna y don Francisco últimamente no paran.

© Cristina Vázquez

El día de Todos los Santos

Malena Teigeiro

Lo primero, poned más velas, razonó mi abuela sin tener en cuenta que en el altarcillo ya no cabía una más. Ella creía que haciendo aquello llamaba poderosamente la atención de los del Mas Allá. Sin embargo, mi tía abuela, su hermana, siempre crítica o quizá un poco envidiosilla del marido de la otra, entre suspiros y miradas a techo, decía que su cuñado había sido el hombre más bueno y cabal que había conocido. Luego, con un brillo especial en la mirada, añadía: fijaos si sería bueno, que hasta tuvo la delicadeza de irse antes de ponerle los cuernos a mi hermana. Luego, acababa rezongando que como se pusiera una vela más, iba a haber un incendio y no precisamente en el infierno.

Todo aquello venía porque era día de Todos los Santos, es decir, el Día de Difuntos. Y en esa fecha mi abuela, como todos los años, además de ir al cementerio a dejar un gran ramo de flores y de llorar una hora delante del hermoso y tétrico panteón familiar, encima de la mesa del comedor montaba un altar con la esperanza de que su difunto esposo viniera a visitarla. En él, alrededor de un gran retrato de su marido, el abuelo Paco, colocaba flores, una caja de cervezas y cuencos con taquitos de queso y jamón, su aperitivo favorito. Ponía también las fotos de todos nosotros. Ella decía que, como cuando se fue, y se persignaba con un pequeño rezo, sus hijos apenas eran unos niños, y claro, tampoco había nacido ningún nieto, no fuera a ser que al ver una familia tan grande, pensara que esta —aquí siempre daba pataditas en el suelo con la punta del zapato— no era su casa y pasara de largo.

Cuando ellos contrajeron matrimonio, según decían, Paco tenía una gran fortuna, y mi abuela, de familia pobre, pero de gran belleza, también tuvo la fortuna de que la viera y se enamorara de ella. Según contaban todos, aunque duró poco fue un matrimonio muy feliz. Ella no tenía ningún reparo ni pereza a la hora de obsequiarlo con cualquier capricho que él pudiera tener, por ejemplo, cuidando con esmero sus comidas, pues al decir de todos, Paco era hombre comilón. Le gustaba sentarse a la mesa y disfrutar con una buena carne y un buen vino rodeado de sus amigos. Y sin duda fue eso lo que lo llevó a la tumba. Sí. Le dio un infarto mientras degustaba un cordero asado, rodeado de cebollas, patatas y pimientos fritos. Según él, lo indigesto de aquellas comidas era la grasa que, decía, él aniquilaba con unas hojas de verdísima lechuga.

Al parecer, en eso de la lechuga no llevaba razón, porque su fallecimiento sucedió justo después de haberle dado a su fiel Raimunda cuatro hijos. Y digo justo, porque mientras mi abuela daba a luz, Paco y sus amigos, se hallaban en la taberna celebrando el nacimiento de mi tío Pepito con un asado de chancho.

A partir de entonces, la abuela Raimunda colocaba aquel altar todos los años, varios días antes del Día de Difuntos. Cada vez era más grande, con más comida y más velas. Y en tanto el altarcito estaba en la casa, ella a diario cambiaba los alimentos, a diario rellenaba los vasos de vino, y al llegar el dos de noviembre, desde bien temprano se sentaba delante del altar. Llorosa, hipaba y rezongaba: Paco, por favor, aunque solo sea una vez, vuelve y dame el abrazo que tu muerte impidió. Ese abrazo de felicitación por nuestro hijo que a mí tanto me gustaba. Ese que a la vez que me apretabas contra tu pecho, me besabas y me mordías la oreja susurrándome palabras de amor. Y de paso, sóplame al oído donde guardaste aquellos doblones de oro que me regalaste cuando nos casamos y que decías eran por si en algún momento tenía yo una necesidad. Y no es que la tenga, que me arreglo bien, pero, por si acaso, ¿no crees que debería conocer el escondite?

© Malena Teigeiro

La fiesta

Liliana Delucchi

—¿Dónde está el muerto?

Si esperaba que mi vecina agradeciera las molestias que me había tomado para decorar el jardín con velas y flores, estaba equivocada. A veces cometo el error de creer que la gente es más amable de lo que su naturaleza le permite. Sin embargo, he de confesar que la fiesta que habíamos urdido (sí, la palabra es urdido) no era más que un complot para quitarnos de encima a Victoria.

Había llegado a la urbanización con su primer marido del que estaba a punto de separarse, mejor dicho, él la iba a abandonar por otra. Cosa que cuando la conocimos y vimos el trato que le daba a ese pobre hombre, no nos sorprendió: hambriento de afecto había agotado sus reservas de cortesía y recurrido a brazos más cálidos. La ausencia de un varón en su vida hizo que ella se acercara a nosotras.

La vida en esta pequeña comunidad de vecinos era apacible, sin demasiados contratiempos ni dramas apocalípticos. Organizábamos reuniones en invierno y fiestas de jardín en verano, en las que el tono general era la cordialidad, esa sana diversión de gente educada que solo quiere pasar un buen rato. Hasta que apareció ella.

Llegaba contoneándose y alzando la voz para contrarrestar su baja estatura en un alarde de llamar la atención. Las demás le sonreíamos, obviando sus comentarios a veces agresivos, como lo de preguntar dónde estaba el muerto. Esa gracia se debió a las velas que habíamos colgado de los árboles.

Tuvimos unos pocos años de tranquilidad cuando consiguió su segundo marido, durante los cuales, como tortolitos, se refugiaron en su casa y no asistían a los eventos. Hasta que el susodicho conoció a otra y, al igual que el primero, partió sin ella.

Desde entonces, aparecía por sorpresa en cualquiera de nuestras casas, se auto-invitaba a comer, cenar o lo que se terciara, hasta intentó incluirse en nuestro club de lectura, aunque allí se encontró con la excusa del numerus clausus.

—Tenemos que encontrarle un novio. Alguno de vuestros maridos tendrá un amigo, conocido, compañero de trabajo. Lo que sea —dijo Carlota.

—Es verdad —contesté—. En cuanto huela testosterona, se encerrará y nos dejará en paz.

Ese fue el origen de la fiesta con velas. Aquella a la que le faltaba el muerto. O quizás, no. El finado sería ese pobre hombre al que ella eligiera, porque moriría, sí, pero de aburrimiento, antes de huir como de la peste.

La víctima se llamaba Fermín. Antiguo compañero de colegio de mi marido de visita en nuestro país para ver a su familia. Desde hacía años su trabajo de arqueólogo lo trasladaba de una excavación a otra en diferentes lugares del mundo.

—¡Genial! —casi gritó Carlota—. Se la llevará lejos.

Pero las cosas no salieron según lo previsto. Fermín, demasiado sensible como para soportar la vulgaridad de Victoria, prefirió el refinamiento de Agustina. Profesora de historia, tímida y de modales contenidos, era de esas personas que escuchan, aprenden y cuyos silencios, más que hacer pensar a su interlocutor que está aburrida, lo convence de una inteligencia madura y receptiva.

No se separaron en toda la noche. Desde lejos, nosotras, las urdidoras del complot, esperábamos que en cualquier momento se dispararan fuegos artificiales. No fue así, ambos eran demasiado discretos, pero cualquier buen observador se daba cuenta de la magia que los envolvía.

Y la come-hombres, indignada por no ser la elegida, ella, una hembra alfa abatida por una insulsa con poco pecho, se marchó con sus pasos cortos y la melena al viento.

No sabemos cuánto durará su ausencia, pero algo es algo.

En realidad, visto a la distancia, la fiesta fue un éxito, aunque no hubiera un muerto. Habíamos emparejado a dos seres encantadores y alejado, al menos por un tiempo, a otro tóxico.

© Liliana Delucchi

Deben ser los genes

Marieta Alonso

Mi nieta es mi vivo retrato. Cuando mi hija, los jueves por la tarde, me llama y me pregunta: ¿Qué piensas hacer el fin de semana?, me entra un cosquilleo por todo el cuerpo, es un síntoma inequívoco de que se quiere ir a la montaña y me trae a la niña.

Manuela va a cumplir seis años. Este año comienza primero de primaria y está muy ilusionada. Al llegar va corriendo a mi dormitorio y todos los collares, pulseras, sortijas… que encuentra en mi tocador se los coloca. Le gustan las gangarrias, como a mí. Y sale como burro en feria tintineando por toda la casa. Se sienta en la mecedora del cuarto de estar y me pregunta qué estoy tejiendo. Una bufanda, le respondo.

−¿Para mí?

−Sí, si la quieres.

−¡Mola!

Esta noche iremos a un restaurante de lujo a cenar: el comedor de mi casa. Entre las dos sacamos del arcón la mantelería de Lagartera, la vajilla de Sargadelos, la cubertería de plata y el candelabro regalo de bodas. Presidimos la mesa, una enfrente de la otra, encendemos las velas, es mucho más misterioso que con la luz eléctrica y entre sombras charlamos sobre los grandes acontecimientos acaecidos durante la semana. Que si su amiga Leonor no le prestó su estuche de manicura, que si Nicolás ya no es su novio, que si Jorge tiró de su trenza y la hizo caer…

Y así nos vamos tomando el puré blanco de calabacín, saboreamos las croquetas hechas con lo que sobró del cocido y el postre de flan de huevo y leche condensada.

Apagamos las velas para volver a la realidad. Ya no somos las dueñas de la casa, somos las asistentas que recogen la mesa y friegan los cacharros. Y cuando la cocina está ordenada, nos sentamos en el columpio del portal y nos mecemos como si estuviésemos en un avión a punto de despegar. Nos vamos a París y allí conocemos a un señor de unos cincuenta años que me invitará a navegar por el Sena y a su nieto, un joven encantador que llevará a Manuela al ballet y por vez primera sabrá que además de El Lago de los Cisnes hay muchos otros, como...

−¡Buenas noches!

Así rompió el vecino de enfrente el hermoso sueño en que estábamos inmersas. Hora de irse a dormir.

Ya bien arropadita la niña me toma las manos y susurra:

—¡Abrázame, abu, apriétame fuerte! ¡Estoy tan a gustito contigo!

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

Cometas

15 octubre, 2022 por Akelarre 6 comentarios

Relatos cortos cometas

Cometas en el aire

Una cometa es una máquina voladora formada por una estructura plana o tridimensional construida de un material muy ligero y recubierta de una tela o papel. El conjunto se amarra a uno o a varios hilos y, al ser soltada, se mantiene en el aire por la acción del viento.

Aunque su origen es incierto, se supone que la inventaron en la antigua china y que alrededor del año 1200 a.C. se utilizaban como dispositivo de señalización militar.

La foto que ha inspirado los cuentos de este mes, corresponde a la celebración que se lleva a cabo en la playa de La Concha, en la isla de Fuerteventura. Son relatos que van desde el cambio que producen las cometas en la imaginación de un niño, un hombre que reencuentra su infancia, una mujer que se reconcilia con su pasado o alguien con ansias de volar.

El perdón

Cristina Vázquez

La cometa de seda china

Malena Teigeiro

El viaje

Liliana Delucchi

Cuando sea mayor

Marieta Alonso

El perdón

Cristina Vázquez

Vituperar, esa fue la palabra que salió de la boca de su madre. Una palabra que había oído a su tía hacía tiempo y que ese sábado, a Elena, mientras miraba la cometa, le revoloteó en su cabeza igual que una paloma malherida.

Al hablar del concurso de cometas, solo tenía el recuerdo infantil que se acomodaba en un verano lejano. El único que fue con su madre al pueblo. Lo que rememoraba con claridad era la cara desencajada de esta cuando la agarró casi con violencia de una mano.

—Esta misma noche tú y yo nos largamos de este pueblo de miseria —soltó enrabietada.

La niña sintió una sacudida electrizante en el brazo que la asustó.

—Nunca debí volver —oyó sollozar a su madre esa noche insomne.

Vivían en una ciudad pequeña del sur de Francia con su padre, un notario respetable y corpulento. Hablaban entre ellos mezclando el español y el francés con la soltura de un idioma común, casi secreto. En agosto se llenaba de veraneantes para en invierno quedarse un tanto vacía, pero a Elena no le importaba retomar el ritmo apacible, protegerse de la lluvia bajo los soportales al volver de la escuela y ver desde la ventana de su cuarto las luces de los pesqueros en el puerto.

—Eres igual de tranquila que tu padre.

Esta frase la repetía su madre después de que él se hubiera ausentado de la mesa. Al hacerlo recordaba la pesadez de un animal prehistórico un poco adormilado, pero en su cara mofletuda y amable siempre despuntaba una sonrisa. Elena sentía que su padre levantaba a su alrededor una especie de aire protector hacia ella que la llenaba de seguridad y de una ternura cabal. Al pasar a su lado siempre le acariciaba la cabeza y susurraba ma belle petite.

Notaba hiriente la mirada de la madre y un gesto de inquietud se insinuaba en su cara, muy leve, casi imperceptible, pero Elena lo reconocía y dudaba detrás del tazón de chocolate si iba dirigido a ella o a su padre. Sabía que su madre se tuvo que ir a Francia porque en el pueblo no quería ni podía quedarse, le contó una vez la tía Paula que vino de visita.

—Fue muy lista y valiente, pero es que…—le contestó al tratar de saber por qué se había marchado de España.

—¿Por qué? —insistió la niña.

Por qué, por qué. Era demasiado curiosa, le dio un toque con el dedo en la mejilla, pero ya tenía edad para saberlo. Las cosas se complicaron en el pueblo y ese hombre, maldito sea, era demasiado poderoso. Se echó hacia atrás en el sillón en el que estaba sentada. Y malvado también. Casi mata a su madre porque no se quiso ir con él y encima, la vituperaron los charlatanes. Y ella se vino a trabajar aquí, continuó satisfecha, conoció a mesié Segú o Seguí o como se diga y se quedó tan contenta y hecha una señorona.

—Él es una bella persona —terminó señalando a un indefinido lugar.

Los pasos contundentes que se oían al acercarse su padre siempre ponían a la madre en una situación de alerta, como si temiera algo. Con el tiempo comprendió que era una especie de temor a sí misma, igual que si creyera que la presencia pacífica y silenciosa de ese hombre pudiera evaporarse y surgir otra realidad que solo ella sabía.

Los sábados por la mañana el padre la llevaba a la playa o a un campo cercano a volar cometas, muchas de ellas fabricadas por él mismo en la buhardilla de su casa donde había montado un taller de oficios, como él lo llamaba. A ella le gustaba mirarle cuando encolaba telas o papeles sobre estructuras ligeras de madera y, poco a poco, fue aprendiendo también a hacerlas. La madre subía a veces y recordaba en rudo francés que en su pueblo hacían un concurso de cometas en verano.

—¡Como a veces hacía tanto viento! —aseguraba soñadora y una dulzura inusual bañaba su rostro.

Parecía más joven, más hermosa, cuando hablaba de esas cometas. Algún año el cielo casi desaparecía con los colores. Era la cosa más bonita que había visto nunca.

—¿Por qué no vamos? —preguntó Elena.

Era la mañana de un lluvioso sábado en que los tres se encontraban alrededor de la cometa en forma de paloma que el padre estaba acabando. Se miraron por encima de ella y, en un tono de forzada broma, él aseguró que sería muy buena idea que la pudiera hacer volar el verano siguiente en el pueblo de su madre. La mujer se puso tensa.

—No tiene ninguna gracia —aseguró—. No pienso volver.

—No era una gracia, es una oportunidad de perdón. ¿No crees que ya va siendo tiempo? —remató con dulzura mientras clavaba una grapa en el bastidor.

—Pero me volverán a vituperar —aclaró en español, casi con lágrimas en los ojos.

—Mais non, Elena la hará volar más alta que ninguna. ¿Verdad ma petite?

© Cristina Vázquez

La cometa de seda china

Malena Teigeiro

Después de llegar de un largo viaje a China, el padre de Pedro sacó de la maleta despacio, casi como un prestidigitador, uno a uno, los regalos comprados en el lejano país. Eran un mantón bordado que le regaló a su madre, una caja de pinturas de geisha para Lola, su hermana, y una cometa para él. Su regalo venía dentro de una larga y estrecha caja de madera lacada en negro recamada con incrustaciones de nácar. Le dijo que la adquirió en un anticuario chino. Al tiempo que se la entregaba, le contó que al hombre le colgaba sobre la espalda una raquítica trenza. Mientras él admiraba el estuche de la cometa, el chino le dijo que la había recogido entre los escombros de un antiguo palacio de Pekín. Y que después de haberla estudiado mucho, llegó a la conclusión de que había pertenecido a un sobrino de la poderosa emperatriz Cixí. La cometa tenía forma de mariposa. A modo de timón entre las alas de seda de colores, arrastraba una larga cola de lacitos azules. A él le sorprendió que el cordel de la bobina fuera hecho con hilo de oro. Al menos a él así se lo pareció. Le dijo también que los adornos que lucía en las alas eran láminas de pan de oro, y que tuviera cuidado de no volarla muy alto, ni a las horas de mucho sol, porque aquellas finísimas laminitas se podrían fundir.

Nervioso, Pedro, que quería verla en todo su esplendor, extendió la cometa sobre la mesa. Y fue entonces cuando su madre, siempre tan práctica, quiso hacer con ella una lámpara. Él se negó.

Al día siguiente bajó a la playa al atardecer. Iba con su padre y juntos la hicieron volar. Se sorprendieron de lo rápido que se elevó. Parecía una mariposa con vida propia y con deseos de escapar. A partir de esa tarde, y mientras duró el veraneo, padre e hijo bajaban a volarla con la brisa del ocaso, a esa hora en que el sol, ya más frío, no podía hacer daño a los adornos de oro.

Desde la primera tarde, se les acercó Beatriz, la hija del director del banco de la ciudad. Ella y su familia vivían todo el año en la playa, en una casa vecina a la suya. Era una niña morena, de trencitas delgadas y pestañas negras y largas que daban sombra a sus achinados ojos azules. Corría detrás de Pedro y su cometa y su risa se unía a la del chico. A veces incluso lo hacían cogidos de la mano. Una tarde su padre colocó la bobina de hilo entre los dedos de Beatriz. La niña corrió por la arena y ellos lo hicieron detrás. Iban asustados, pues parecía que de un momento a otro la cría fuera a elevar el vuelo detrás de aquella enorme mariposa de seda de colores.

Poco a poco pasó el verano y cuando una mañana ventosa iban a salir hacia la ciudad, Pedro decidió dejar la cometa guardada en la casa de Beatriz. En Madrid no tenía un espacio donde volarla y era posible que su madre no pudiera soportar la tentación de hacer la famosa lámpara de la que no dejaba de hablar. La niña, con los ojos brillantes y las mejillas rojas, apretó la caja contra su pecho como si fuera su más preciado muñeco.

—Yo te la cuidaré siempre —su voz parecía que fuera a caer en un emocionado llanto.

Sin embargo, en aquel viaje de vuelta no todo sucedió como se esperaba. Casi llegando a Madrid, un autobús se echó encima del pequeño coche. Fallecieron los padres. Pedro y su hermana se quedaron a vivir con sus abuelos, que lo primero que hicieron fue vender la casa de la playa. Nunca, decía su llorosa abuela, nunca volvería a circular por esa carretera.

Pasaron los años sin que Pedro olvidara su cometa de seda. Y cuando tiempo después volvió a aquella playa y se acercó a la casa de Beatriz, se encontró que en ella vivía otra familia. A don Jorge, hacía años que lo trasladaron de plaza, le comunicó el nuevo director del banco.

Desde que se independizó, Pedro todos los años volvía a pasar algunos días en aquella playa. Y todos los atardeceres, paseaba por la arena con la mirada fija en el cielo. Era un mero acto de romanticismo, le confesó una tarde a Marcela, su coqueta y presumida novia. Tenía el presentimiento de que iba a recuperar su cometa, le susurraba muy seguro de lo que decía. Y ella, que deseaba veranear en alguna playa de moda, poco tardó en dejarlo, cosa que a él pareció no importarle demasiado.

Una de esas vacaciones, paseando al atardecer por la arena la vio. A lo lejos una joven sostenía el hilo de oro de la mariposa de seda. Cerró los ojos y como cuando era niño, revivió las tardes en las que, junto con su padre, corría detrás de la cometa. Es la tuya, le decía inquieto su corazón que palpitaba con tanta fuerza que creyó que iba a salírsele del pecho. Si esa era su cometa, Beatriz tenía que estar allí.

Cuando llegó a su lado, la joven alargó la mano para entregarle la bobina de hilo de oro. Con ella entre los dedos, sintió que un rayo le recorría la espalda. Miró al cielo. Detrás de las alas de colores le sonreía su padre. Cerró los ojos y se desplomó sobre la arena.

© Malena Teigeiro

El viaje

Liliana Delucchi

El día que encontré a Anastasio en la playa tumbado boca arriba, el aire estaba limpio y corría la brisa de principios de septiembre. Levanté la mirada y pude ver algunas cometas bajo las nubes. Como a él le habría gustado.

La noche anterior hizo mucho calor. Pese a la oscuridad, se intuía un cielo amenazador y el bochorno presagiaba la tormenta que no tardó en descargar una lluvia torrencial. Alrededor de medianoche, cuando estaba leyendo, oí unos ladridos que venían de la terraza. ¡Imbécil de mí! Tom se había quedado fuera.

Abrí el ventanal para que entrara, pero no lo hizo. En vez de eso, se dirigió hacia la baranda, bajó los escalones hasta el jardín y me condujo a los pies de la higuera. Yo estaba empapado y mi perro también, pero aún más mi vecino.

—¡Por el amor de Dios, Anastasio! ¿Qué haces aquí?

Por toda respuesta, el hombre se escondió entre las matas que rodeaban el árbol.

Al acercarme intenté moverlo para ver si estaba herido. Pensé llamar a emergencias, pero había dejado mi móvil en el salón y mi fiel can no era de especial ayuda. Lamía la cara del hombre mientras escarbaba la tierra de su alrededor.

No tengo una constitución fuerte, más bien soy canijo, pero me he dado cuenta de que ante situaciones difíciles el ser humano saca fuerzas de donde no las tiene. Todavía me veo cargando los casi noventa kilos de Anastasio a través del jardín hasta depositarlo sobre la tumbona de la terraza. Lo examiné para determinar si estaba herido. No. Solo roñoso y mojado. Limpié su cuerpo lo mejor que pude con una toalla húmeda y le cambié la ropa. Mi hermano, quien tiene más o menos su misma talla, había dejado un chándal de deporte con el que yo intentaba vestir a mi vecino.

—¡Ayúdame un poco, hombre! —decía mientras forcejeaba para ponerle los pantalones.

Me hizo caso y levantó una pierna. En ese momento vi una triste sonrisa en su rostro y pude escuchar un leve «gracias».

—Esta mañana vi cometas en la playa —dijo.

Yo no era capaz de comprender el significado de esas palabras, pero no era momento de insistir. Ya hablaría si ése era su deseo.

—Necesitas algo fuerte. Vuelvo ahora mismo.

Me dirigí a la cocina a preparar un poco de café, aunque pensándolo mejor, lo cambié por un whisky. Lo bebió de un trago.

Para ese momento, Tom había subido a la tumbona y restregaba sus pelos mojados contra el chándal seco. Mi cachorro no me ayudaba. Pensé ordenarle que bajase, pero al ver a mi vecino acariciándolo, no lo hice.

No recuerdo cuánto tiempo permanecimos a resguardo de esa tormenta. En silencio. Anastasio y el can en la tumbona, yo en una silla, mirándolos, a la espera de una explicación.

—Me hubiera gustado volar con ellas. Con las cometas —dijo incorporándose y extendiéndome el vaso. Lo rellené con un poco más de whisky.

—Siempre me gustó volar —continuó mientras hundía sus dedos en la pelambre del perro—. A Lucía también le gustaba. Tanto —rió sarcástico— que me dejó por un piloto.

—¿Lucía se ha marchado?

—Esta tarde.

—Lo siento.

—No tanto como yo —volvió a reír. Pero esta vez sin sarcasmo, aunque su voz tenía el eco del alcohol.

—En casa no tomamos, así que no hay bebidas. ¿Me puedo llevar esta botella?

—Me parece imprudente, sobre todo si no estás acostumbrado.

—Sé que no lo dices por tacañería, pero una buena borrachera ayuda a dormir. Y yo lo necesito esta noche.

Mientras lo acompañaba hasta su casa, pensé que no me había dicho qué hacía en mi jardín, pero no era momento de preguntárselo. Lo haría al día siguiente, cuando fuera a ver cómo estaba.

Y lo vi. Pero no en su casa porque no estaba, sino en la playa. Tumbado en la arena boca arriba, con un frasco de barbitúricos en la mano y los ojos abiertos. Parecía contemplar las cometas.

Buen viaje, querido amigo.

© Liliana Delucchi

Cuando sea mayor

Marieta Alonso

A la hora de comer mi padre dijo:

—Si queréis podemos ir a…

No le dejé terminar la frase. Fui corriendo a buscar mis cometas.

Mi madre pensó en quedarse. Después de recoger la mesa y fregar se pondría a leer. A descansar de nosotros. Pero su afán de enseñarnos pudo con ella.

Se supone que la cometa nació en China hace más de dos mil quinientos años, dijo como si fuera una confesión. Y solo con eso mi padre buscó esparadrapo, cortó unos cachitos, nos los colocó en las comisuras de los ojos y de repente éramos una familia de ojos rasgados.

¿Y cuál fue su origen?, habló la que manda en casa. El que no gobierna me dio un codazo para que le sacara del apuro y comencé a inventarme un cuento:

Érase una vez un campesino chino que trabajaba en los campos de arroz de sol a sol cuando de pronto vio con horror que el viento se llevaba su sombrero de bambú hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba. Hasta que en vez de un sombrero parecía la vela de un navío o un pájaro que emigraba en busca de una vida mejor, como nosotros, o tal vez una serpiente voladora. 

—¡Venga! ¡Iros a la playa! ¡Se hace tarde! —aconsejaron los abuelos.

Como mi papá sabe hacer de todo, tengo cometas de dos, tres y hasta de cuatro hilos, también hizo un carrete para manejarlos. Los tengo de muchas formas y colores. Aquí, en mi colegio de Torrevieja, las llaman cometas, pero en Cuba eran papalotes. Hoy, mi héroe, me ha hecho una pequeña con papel doblado y me ha dicho que a estas en cubano las llaman chiringas. Me gustó ese nombre.

También sé por mi mamá que los romanos las emplearon como estandartes y servía a los arqueros para conocer la dirección del viento. A Benjamín Franklin les gustaba como a mí, jugar con ellas, y jugando inventó el pararrayos. Lástima que ya estén inventados el paracaídas y el parapente, que tienen influencia de este juego. Podía haberlos hecho yo si no hubiese nacido demasiado tarde. Hasta Goya, un pintor español muy famoso, tiene un cuadro llamado «La cometa».

La abuela ha prometido comprarme un libro de Julio Verne, uno titulado: «Dos años de vacaciones». Este escritor hace volar a uno de sus personajes agarrado a un papalote para explorar una isla. El abuelo me cuenta en secreto que en realidad es la isla Hanover en Chile, aunque el autor la llamó de otra manera para darle mayor misterio.

Hasta ayer quise ser un famoso científico o un arriesgado bombero, pero a partir de hoy, como me gustan tanto las palabras, de aquí y de allá, puede que emule a ese francés escribiendo sobre el vuelo de mis cometas.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

Cottage

15 septiembre, 2022 por Akelarre 3 comentarios

historias inspiradas en un cottage

Cottage

El origen de las maravillosas casas de estilo cottage se remonta muy atrás en el tiempo, cuando las comunidades agrícolas le dieron vida a la campiña inglesa.

Fue a finales del siglo XIX, en plena época victoriana, cuando los arquitectos retomaron las bases de las antiguas tradiciones de la construcción. Volvió a popularizarse este estilo tan rico conocido como old english, y que tiene como icono el magnífico cottage.

Las historias de este mes transcurren entre los muros de estas idílicas construcciones. En una regresan personajes que la habitaron años atrás; las experiencias de una adolescente que descubre un mundo nuevo; la generosidad de una joven heredera o el desconcierto de una mujer ante la sabiduría de su joven empleado.

Los happy sesenta

Cristina Vázquez

El huerto de hortalizas

Malena Teigeiro

Claroscuros

Liliana Delucchi

Don erre que erre

Marieta Alonso

Los happy sesenta

Cristina Vázquez

No era su primera vez en Inglaterra durante el verano, pero sí la primera en una familia. Sus padres decidieron enviarla a casa de unos amigos de otros amigos que tenían una hija de la misma edad. Mariana miraba por la ventanilla la cercanía del aeropuerto con una mezcla de emoción e inquietud. ¿La reconocerían?, les había enviado una foto suya.

Estuvo un buen rato esperando después de recoger su maleta, hasta que al fin vio a un señora alta y un poco gorda con una chica pálida francamente obesa, que miraban a todos lados. Se acercó a ellas y dijo quién era. Grandes disculpas y alegría, como en la foto, llevaba el pelo suelto y ahora lo tenía recogido en una trenza, no la reconocieron. So, so sorry.

Brillante pensó, brillante deducción, pero le cayeron bien. Eran parlanchinas y sonrientes. Se quedó extrañada de la blancura rosada del cutís de su futura amiga, Lavinia, y de la blanda carnosidad de los muslos que lucía despreocupada. Mariana no había visto en Madrid una minifalda tan corta y que no levantara ninguna mirada atrevida o salaz. Comprobó que esa iba a ser la medida habitual de las minifaldas inglesas en esos años de finales de los sesenta. Mary Quant y Twigy a la cabeza.

Llegaron a la casa de cuatro plantas en la elegante Sloane Square y les recibió un primo que vivía de prestado en la buhardilla y la empleada española que se iba a las siete de la tarde. Desde que llegó, Carmen, así se llamaba, le advirtió de los peligros del primo, un fresco, ojo con él, por la noche ciérrate la puerta. La miró solidaria, esta gente no es como nosotros. Los ingleses son muy distintos y los hombres muy aprovechados. Cuando se sentó en la cama con dosel de florecitas que daba al minúsculo jardín trasero, a Mariana le invadió un regocijado temor. A lo mejor la libertad era eso.

La siguiente sorpresa fue la cena organizada al día siguiente con el novio de la madre —estaba divorciada y el padre iba por la tercera mujer— y unos amigos jóvenes delicadamente snobs de pelos lacios y estudios en Oxford. Después de cenar se fueron repartidos en distintos coches a la discoteca de moda. Tuvo plena conciencia de felicidad al verse esa noche de verano subida en un deportivo descapotable, deslizándose por calles semivacías con un encantador polaco emigrado del telón de acero y sin nadie que la esperara en casa o la fuera a reprochar el horario. En Madrid no podía llegar después de las diez, atemorizada por la mirada de su padre ante el que no cabían disculpas. I´m happy, very happy confesó al amable acompañante. ¡Qué bueno! le contestó en su precario español.

Esa noche quedó en su memoria como la primera conciencia que tuvo de felicidad y la atesoró para el resto de su vida. Su amiga no había llegado a casa y no apareció casi hasta la madrugada. Sorprendentemente, su madre la reconvino no por haber llegado tan tarde sino por haberla dejado sola, las españolas están acostumbradas a llevar chaperona. Tampoco era eso, le aseguró a Lavinia cuando al día siguiente le lo confesó, y se rieron iniciando así una amistad que duró muchos años.

Se empezó a instalar la rutina. Los jueves se iban al cottage que tenían en Hampshire, volvían los lunes; los martes daban una cena y hacían juegos, como pasarse una manzana de uno a otro sostenida solo por la barbilla del contrincante con el que te emparejaban por sorteo. El contrincante dedicado al rescate de la manzana tenía que ser alguien del sexo contrario, y por supuesto, no podía utilizar las manos. Muchas risas y mucho Pimm`s para los jóvenes. Mariana fue la primera vez que bebía algo de alcohol y bajó las escaleras con la certeza de que tenía alas en los pies. Su vida se debatía entre la excitación, el recelo y la sorpresa.

El polaco venía cada martes a la cena y ella pensó que iba a morir de amor por ese hombre dulce, tranquilo y que le aseguró que si a una chica de dieciséis años no la había besado aún, sería porque era muy fea o muy rara. Y Mariana deseó ser besada, inaugurar la vida con él. No fue así, pero él le escribió cuando se marchó asegurándole que las estrellas los unirían alguna vez.

A la semana siguiente recibió la inesperada llamada de su madre.

—Vamos a Londres por trabajo de tu padre y así os vemos a tus hermanos y a ti.

Llegaban al viernes siguiente. No se pudo ir al largo fin de semana en el cottage y se quedó en la casa bajo la admonitora mirada de la española, que permaneció esa noche para que no estuviera sola. Se entristeció por el cambio de planes y la inoportuna visita de sus padres. Esos largos fines de semana en el campo eran estupendos. El sitio era encantador, le gustaba el olor a hierba fresca, ir a recoger fresas, dar largos paseos a caballo y reunirse con amigos que vivían cerca. A veces venía la hermana mayor de su amiga, también gorda, encantadora y blanca, con su novio. Otra sorpresa fue que dormían juntos sin que a la madre le pareciera mal. Eso sí, Mariana no dejó de ir a Misa ni un solo domingo, aunque tuvieran que desplazarse a otro pueblo, momento en el que reflexionaba sobre lo que estaba viviendo. No hacía nada malo, ni nada se lo parecía, solo era distinto.

Su madre llegó el viernes como estaba previsto, y salió a esperarla a la calle. En ese momento también apareció Tim, el temido primo, sonriente, alto, rubio y despreocupado, que volvía de un viaje. Nunca la molestó ni tuvo que echar la llave de su cuarto. A lo más que se atrevió fue hacerle bromas o pedirle que le enseñara un poquito de español, please.

—Hello my darling —la besó en los labios y abrazó con espontanea alegría—. She es so guapa and simpática—se esforzó en español señalándola ante la aterrorizada mirada de su madre.

El gesto de esta se torció y advirtió solemne a Tim que a su daughter no, no kiss. Creyó que el suelo se abría bajo sus pies y cuando pretendió entrar a la casa a la vez que el primo, la madre despidió el taxi y se quedó con ella.

—Tú te vuelves a Madrid conmigo. ¿Qué es eso de vivir en la misma casa con un hombre?

Dicho y hecho. Llamó a su padre al hotel, pese a las lacrimógenas súplicas de Mariana y juramentos de que no había pasado nada, para pedirle que sacara un billete y decirle que volvían con la niña a Madrid.

© Cristina Vázquez

El huerto de hortalizas

Malena Teigeiro

Retrepado en su butaca, pensativo y aun sin desayunar, contemplaba el tallado vaso que tenía entre los dedos. Apenas le quedaban unos sorbos del güisqui Macallan que por tercera vez se había servido.

Hacía un año que había adquirido aquel antiguo cottage con puntiagudos tejados de brezo. Recordaba que entonces, lo único que se encontraba en perfectas condiciones eran los jardines y la huerta. Aunque había sido muy caro, tan solo por el abrazo que le dio Martha cuando la llevó a verlo, le mereció la pena adquirirlo. Era el de sus sueños, le decía mientras correteaba por los pasillos, abriendo y cerrando las negras y viejas puertas de las habitaciones.

—Sin embargo, Harry, así no podemos entrar. Hay que ponerlo al día, modernizar la cocina, los baños, en fin…

De nuevo su voz le sonó a cascabeles. Era la misma de siempre hasta que tuvo la mala fortuna de verlo entrar en el Connaught Hotel con Kate Wilson. Desde entonces, apenas le hablaba, y cuando lo hacía, daba la impresión de que hubiera bebido. Aunque él sabía que no.

Martha y Harry se conocieron de niños. La vio crecer graciosa, pizpireta, y aunque para sus padres fuera la joven perfecta, tenía que reconocer que nunca fue la mujer de sus sueños. A él siempre le molestó el interés de ellos por aquella coqueta y alegre chiquilla. Además del título que ostentaba su familia, y de la gran fortuna que Martha había heredado de un tío soltero, también les hacía gracia su lozana alegría. Sin embargo, a él le gustaban otro tipo de mujeres. Sí. Esas siempre con aire sofisticado, ropa interior de seda, y ademanes sensuales y lánguidos. En cuanto sus padres concertaron el matrimonio, ella, radiante, feliz, le confesó que desde niña soñaba con aquel momento, que siempre fue el hombre con el que quería pasar su vida.

Le resultaba curioso que desde el momento en que abandonó la casa y por consiguiente a él, descubrió que con ella se había marchado una parte de su ser. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta hasta entonces de lo mucho que la quería? Y después de que le confesara a Kate lo confuso que se hallaba en aquel momento, de que sentía la necesidad de separarse, de cortar con ella, se dedicó a encontrar el modo de reconquistar a su mujer. Decidió que para ello nada mejor que adquirir una casa en Escocia, una como la de los cuentos de hadas que les leían de pequeños y de la que Martha siempre le había hablado con una ilusión casi infantil. Se dedicó a buscarla y la encontró. Ni por un momento dudó en comprarla.

En el abrazo que ella le dio estaba su perdón. Y fue tan rápido, tan encantador, que tuvo el sentimiento de que quizá se había excedido, que podría haber comprado algo más sencillo. ¡Pero ya estaba hecho! A partir de ese momento, se consagró a poner la casa al día, decía ella. Entraron albañiles, carpinteros, tapiceros. Tenía que reconocer que el gusto de su mujer era exquisito, quizá un poco presuntuoso, pero aquella exquisitez le estaba costando una fortuna. Aunque fuera la de ella, no dejaba de pensar.

Los primeros que le hablaron de ellos, fueron dos albañiles. Le informaron de que cada vez que intentaban tirar la pared de un pequeño cuartito con el fin de agrandar el dormitorio principal, alguna fuerza que no entendían les impedía hacerlo. Los ruidos, los movimientos que se producían, les hicieron temer que se podría caer la casa, por lo que decidieron dejarlo como estaba. La segunda, fue a través de la cocinera. Según ella, cuando encendía la cocina de carbón para hacer los asados, otro de los caprichos de Martha, a través de la chimenea comenzaba a discurrir una corriente de aire tan fuerte que le apagaba las brasas. La siguiente, fue durante un paseo. Recorriendo los alrededores de la finca, se encontraron a un hombre que los saludó. Después de unas breves palabras, les preguntó si los inquilinos antiguos los molestaban mucho. Pero no fue hasta que renovaron las verduras del huerto cuando vieron que alguien había vuelto a colocar las hortalizas que ellos habían arrancado. Aunque preguntaron por los anteriores propietarios en el pub, en la tienda de comestibles, y hasta en la pequeña oficina de correos, no lograron que nadie les diera alguna razón con la que pudieran desentrañar el misterio.

Una noche, ambos se quedaron escondidos detrás de uno de los ventanucos de la planta alta. Justo cuando la luna cubría el campo, vieron aparecer a una joven doncella. Era delgada, de piel casi transparente, e iba apenas cubierta por una blanca túnica. Colgada del brazo llevaba una cesta de la que sacaba los esquejes que poco a poco, fue plantando.

A la mañana siguiente, su mujer se volvió a su residencia de Londres. Pero antes, se encaró con él. A ella no la engañaba, casi le gritó. Y añadió que se iba porque ahora conocía su verdadera intención al comprar aquel bellísimo cottage. Sí. Estaba segura de que era él el que había contratado a aquel lánguido espíritu con la intención de que del susto le diera un infarto y así quedarse viudo para poder casarse con Kate.

Pero lo que más le dolió fue que justo antes de cerrar la puerta, Martha le gritara que no se olvidaba de que cuando vendiera la casa tenía que devolverle el dinero que ella había gastado en las obras.

¡Qué mezquina! Con la ilusión con que él la compró, pensaba sin dejar de ver la imagen de Kate paseando por los jardines.

© Malena Teigeiro

Claroscuros

Liliana Delucchi

—Como no llegue una buena lluvia, perderemos la cosecha.

—Tuvimos un buen verano, señora, un poco seco, pero incluso de lo malo se puede sacar algo bueno.

Levanto la cabeza para mirar los ojos un poco estrábicos de Tomás quien, hasta en las situaciones más complicadas, encuentra algo positivo.

—Seguimos necesitando lluvia.

—Sí, señora, pero si llueve mucho se retrasarán en la reparación del tejado.

Me fastidia que su simpleza invariablemente tenga razón y lo dejo con la azada en medio del huerto. Hace calor, iré en busca de un poco de limonada. Nos la merecemos.

Dentro de la casa me recibe el frescor que proporcionan los largos techos y la sombra de los árboles; en la cocina revolotean moscas tardías y el zumbido de alguna abeja. Miro por la ventana y veo a Tomás inclinado sobre esa tierra negra que nos da tanta alegría como pesares.

Apareció por nuestra propiedad siendo casi un niño, con la gorra entre sus manos y su caminar un poco renqueante, pidió trabajo. De peón, de jardinero, de lo que quiera, señora. Soy diligente, hablo poco y no cobro mucho. Me conmovió su humildad y aunque en aquellos tiempos no precisaba sus servicios, lo contraté. Necesitamos un chico para todo, le dije a Guillermo, mi marido de entonces. Como de costumbre se opuso, pero la casa, el terreno y el dinero con que pagaría eran míos, así que no hubo más discusión.

Tomás cumplió con su palabra, desarrollaba su actividad en silencio y siempre aceptó su paga sin esperar un céntimo de más. Lo que quería era más trabajo. Una tarde me pidió dinero para comprar pintura y restaurar la caseta de herramientas, a lo que siguió las paredes exteriores o el papel de mi salita. Fue allí donde una tarde lo sorprendí revisando unos libros. Su mirada de cachorro me conmovió y le dije que podía coger el que quisiera siempre que los devolviera al mismo sitio. Así me enteré de que no sabía leer y decidí poner fin a esa carencia. Mi familia lo llamaba mi protegido, aunque dados los acontecimientos posteriores, quizás la cosa fuera al revés.

El cuidado de ese joven y la reflexión sobre sus conjeturas que por simples eran de lo más profundas, llenaba los días que se habían vaciado desde que mis hijos se instalaran en la ciudad y la distancia con mi cónyuge se ampliaba. También me aferré a la vida más allá de los muros del cottage, encontrando cierto alivio pasajero en esa forma de olvido que hace de la sociedad un verdadero anestésico para algunas formas de desgracia. La influencia de esa atareada vida indiferente puede ahuyentar a menudo cuestiones que se aferran al espíritu como la carne al hueso, y si bien no llegué a experimentar una liberación perfecta, al menos sentía la obligación de disimular mi ansiedad. Hasta que llegaba a casa y encontraba a un macho cabrío desahogando sus frustraciones contra lo primero que encontraba, que a veces era yo.

Una noche, después de una violenta discusión con Guillermo, una de esas en que el exceso de alcohol y mujeres que le proporcionaba la taberna del pueblo lo devolviera a mi lado en estado lamentable, mi marido salió de  nuestra habitación dando un portazo. Mi desolación, lágrimas y angustia me produjeron una sed intensa por lo que decidí bajar en busca de agua. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al abrir la puerta del dormitorio, encontré a Tomás tendido delante de ella, cubierto con una manta. A pesar de mis ruegos no quiso marcharse y permaneció allí, acostado como un perro guardián, cuidando de mí toda la noche. Esa y las siguientes, hasta que una madrugada escuché tantos golpes y ruidos detrás de la puerta que acudí en defensa de mi protector con un atizador de hierro que partió la cabeza de quien fuera mi esposo.

En medio de las tinieblas Tomás y yo nos dejamos los brazos y la espalda cavando un hoyo profundo en el huerto. A nadie sorprendió la desaparición de mi marido, ya que era conocida su relación con una joven que había partido de la ciudad unas semanas antes.

Cuando después de una primavera lluviosa los frutales y hortalizas convirtieron el pobre huerto en un vergel, Tomás dijo por primera vez aquello de «incluso de lo malo se puede sacar algo bueno».

© Liliana Delucchi

Don erre que erre

Marieta Alonso

A pesar de la paz que se respiraba había algo inquietante. El otoño olía a chamarasca, a setas, a castañas. Hacía tres meses que la casa estaba cerrada a cal y canto tras la muerte de tía Manuela. Ella llegó a aquel pueblo cuando todavía la luz y el agua corriente eran un lujo de la gran ciudad. Tenía veinte años. La enterramos con noventa y ocho.

Soy la sobrina nieta. Su única familia. Y aquí he llegado al anochecer para la lectura del testamento, quitar lo inservible y ponerla a punto para vender. El pasado, como huésped incómodo, se instaló en mi mente. Aquellos veranos entre los árboles, saltando a la comba y jugando al escondite con mis tres amigas. ¿Quedaría alguna en el pueblo? Y como respuesta, la puerta empujada por el viento se abrió bruscamente.

—¿Hay alguien aquí? —esa voz ¡No!, me pilló desprevenida.

El hombre que esperaba en la entrada era todo barriga, con los cabellos grises cortados a la manera de Cristóbal Colón y con un garrote en alto, que no era de roble, sino de nogal, especificó.

—Hola, Gervasio. Soy yo. ¿Cómo estás?

—Ya era hora de que vinieras. Quítate de la mente vender la casa. ¡Me niego!

Era el viejo enamorado de mi tía, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Ella nunca se casó y aquel hombretón nunca perdió la esperanza. Era así: optimista, tozudo, buena persona.

Estuvimos hablando largo y tendido. Sin embargo, él reiteraba una y otra vez: «No se vende. ¡Me niego!». Era como un disco rayado por lo que dejamos la conversación para el día siguiente, que a la luz de la mañana las cosas se pueden comprender mejor, rematé.

Se marchó con la porra en alto repitiendo bajo y contundente: —No se vende.

En la curva, antes de desaparecer, se volvió a mirar la casa. Dos lágrimas rodaban por sus mejillas. Leí en sus labios: «¡Me niego!».

Al quedarme sola estuve dando vueltas por todos los rincones. Apareció mi caja de tesoros. Abrazada a ella subí al desván y encontré mis disfraces envueltos en papel de china, los mantones de la tía, la jícara para el chocolate. Y pensé que para lo que le quedaba de vida a Gervasio, solo un año más joven que tía Manuela, no merecía la pena darle tamaño disgusto.

© Marieta Alonso

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La playa

15 agosto, 2022 por Akelarre 5 comentarios

relatos sobre playas

La playa

Playa es un concepto que proviene del latín tardío plagia y que hace referencia a la ribera del mar, de un río o de otro curso de agua de importantes dimensiones. El término se utiliza, por extensión, para nombrar a las ciudades balnearias, generalmente en un contexto relacionado con las vacaciones. La foto pertenece a una de las extraordinarias playas del Caribe, en Samaná, al norte de República Dominicana.

Este mes de verano, inspiradas por el deseo de trasladarnos a alguna de ellas, nuestras escritoras sitúan allí sus historias.

En una de ellas un niño descubre su valentía; en otra un muchacho pierde la ilusión de su vida; una mujer tiene una revelación a través de una fotografía y en otra, dos mujeres intercambian favores.

Revelación

Cristina Vázquez

El barco negrero

Malena Teigeiro

Quid pro quo

Liliana Delucchi

Osadía

Marieta Alonso

Revelación

Cristina Vázquez

A mi querida amiga María que me envió esta alentadora foto un mes de diciembre.

La reunión de chicas empezaba a darme mucha pereza. Se había intentado añadir al grupito tradicional de las que mensualmente cenábamos o salíamos de copas, una amiga de Celia, Elisa.

Se producía entre nosotras esa exclusividad que se da en grupos cerrados, en los que cualquier novedad parece incomodar o crear suspicacias. Y eso que nuestras salidas comenzaban a ser cada vez más repetitivas. Ya nos lo habíamos contado casi todo. Aunque sintiéramos el privilegio de mantener nuestra amistad de una forma duradera con palabras y bromas que solo nosotras reconocíamos. Algunas veces el silencio se imponía.

Por fin cedimos a que se sumara a nuestro siguiente encuentro la nueva amiga de Celia, que estaba empeñada en que conociéramos y ella en conocernos. Era genial, ya lo veríamos, un poco más joven que nosotras, pero nos daba vuelta y media en experiencia de la vida. Tenemos que renovarnos, abrirnos al mundo, a las novedades, insistía para convencernos.

—Nos estamos haciendo viejas, cada vez aguanto menos el alcohol y los malditos tacones me matan —remató esta con una mezcla de resignación y malhumor.

Habíamos quedado en el restaurante El Salvaje, recomendado por Elisa, la nueva, que conocía al dueño y estaba super de moda. El lugar resultó ruidoso con esa música de fondo que impide mantener una conversación confidencial. Lleno de exóticas plantas, tratando de remedar una exigua selva, con guacamayos de vivos colores en jaulas y los camareros, de impoluto blanco, llevaban fajines imitando pieles de animales.

Ya sentadas las cinco de siempre esperábamos la aparición de Elisa que se demoró casi veinte minutos. Llegó tranquila y apenas se disculpó por su tardanza. Se quedó parada tras su asiento e hizo una mirada circular de reconocimiento igual que un ojeador valorando piezas.

—Gracias por recibirme en este grupo —se sentó sin besar a ninguna—. Creo que debo considerarlo un privilegio.

Y nos ofreció su blanca y encantadora sonrisa. Pidió un coctel, para mi desconocido, con soltura de parroquiana. Las cinco la mirábamos entre atónitas y curiosas y fue señalándonos para ver si encajaba nuestros nombres con la descripción hecha por Celia. Acertó dos, el mío uno de ellos.

Lucía una melena de abundantes rizos peinada con estudiado desaliño, las manos de perfecta manicura y los labios pintados de oscuro carmín, seguro pinchados, pensé al mirarla con envidiosa critica. Había en su ajustado traje, bien soportado por un rotundo cuerpo de gimnasio, en el exceso de rímel y el abundante pecho, el encanto de lo femenino y lo vulgar por partes iguales. Pensé que debía volver locos a un tipo de hombre. Algo en ella me resultaba familiar.

Nos preguntó, le preguntamos y, poco a poco, por efecto del vino y la indudable soltura y simpatía facilona que mostraba, nos relajamos. Reconozco que me cayó bien. Quizás hablaba demasiado, pero la novedad que implicaba parece que nos animó a todas mientras Celia nos lanzaba miradas de ya os lo dije. Lo que no llegaba a comprender era el interés que había mostrado en conocernos. No éramos ni ricas ni especialmente interesantes. Unas mujeres de cincuenta con vidas más o menos encajadas o en crisis como en ese momento era mi caso.

Mi marido se había largado hacía más de un año, después de veinticinco de matrimonio y dos hijos encantadores que ya tenían su vida. Mi trabajo de abogada en un bufete conocido me permitía no tener problemas económicos y mi desencanto con él se iba suavizando, aunque una amarga espinita se me travesaba cada poco.

—La verdad es que es un hombre encantador —sus palabras arrulladas me sacaron de mis pensamientos—. He tenido mucha suerte. Es un poco mayor para mí, pero estaba harta de niñatos sin cabeza ni cartera.

Se ahuecó la melena con altivez y me sonrió, pensé que especialmente a mí. Mis amigas, animadas por estas confesiones que parecían hacerles reverdecer recuerdos de tiempos pasados y quizás de pasiones no sentidas, se removieron en sus asientos e indagaron en el excitante romance que ella iba dosificando en sus confesiones. Intimidades que me parecieron inoportunas. Algo en esa desenvoltura innecesaria, en esas risas y detalles empezó a molestarme. Yo no era así. Creo que la intimidad queda precisamente para eso, para la intimidad.

Me desentendí un poco de la ruidosa y para mí inapropiada conversación para fijarme en el lugar que iba creciendo en dinamismo y ruido. Los papagayos repetían frasecitas, la gente se reía, la música marcaba un ritmo machacón y me acordé, quizás por el exotismo de las plantas, de mi viaje en solitario a la playa paradisiaca del Caribe. Fue el primero que hice sola y fui bastante feliz, una vez que vencí el concepto de abandono y el recuerdo de que ese había sido el lugar al que había invitado a mi marido, quizás para restañar un tiempo perdido, quizás para soñar un reencuentro olvidado.

Volví a la realidad que me rodeaba. El tono de voz de mis amigas mientras se pasaban una foto subía con comentarios de qué envidia, qué paraíso, quién pudiera. Al llegar a mis manos saqué las gafas para apreciarla bien. Reconocí la maravillosa playa donde había estado e invitado a mi marido al que enseñé innumerables fotos del lugar, tratando de convencerlo. Noté la mirada de Elisa fija en mí, igual que una atolondrada serpiente.

—Ha sido el viaje más ideal que he hecho en mi vida —sonreía entre pícara y consentida—. Increíble el sitio y la compañía.

Guardé mis gafas con calma, esbocé una sonrisa y les dije que al día siguiente tenía que madrugar.

—Me voy chicas, ha sido una noche inolvidable.

Me acerqué a Elisa que recogía las fotos llena de satisfacción y le susurré.

—Te deseo la misma suerte con tu pareja que he tenido yo.

© Cristina Vázquez

El barco negrero

Malena Teigeiro

Cuando escuchó los golpes en la puerta de su casa, Justine se asustó. No eran horas, se dijo dándose la vuelta en la cama. El golpeteo insistía, ahora tan fuerte que temió que la tiraran abajo. ¡Voy! ¡Voy!, gritó malhumorada desde su habitación. La luna era brillante, tanto que Justine no encendió la luz. En cuanto giró el pomo un empujón casi la tira al suelo. Era Brian, el hijo treintañero de su hija Ethel. Se hizo a un lado y su nieto, con una desgarrada y sangrante corte en el brazo, dando tumbos, se dirigió hasta el sofá donde se dejó caer. Le vio apoyar la cabeza en los almohadones. Tenía la piel del rostro casi tan plateada como la luz de la luna. Justine se dirigió hacia él. Iba descalza. Estremecida, sentía bajo las plantas de los pies los pegajosos cuajarones de la sangre de su nieto. Movió la cabeza e interrumpió el camino. Ahora vuelvo. Su voz sonaba cansada, casi harta. Ya en la cocina recogió vendas y desinfectante.

—¿Otra vez? —preguntó inclinada sobre el muchacho mientras le cortaba la manga de la camisa. Él esbozó una sonrisa.

—Otra vez —le respondió desmayadamente.

Aun en contra de la voluntad de sus padres, el amor de Brian por Catalina nació mientras jugaban en la arena de la playa las noches de luna. Ella era una niña morena, casi negra como su madre. Tenía los ojos verdes y profundos como los pulidos trozos de cristal de botellas que devolvían las olas a la playa. Desde bien pequeña, decía Catalina, ella con cada ola recibía las caricias de los espíritus de aquellos que nunca llegaron a desembarcar del barco negrero. Porque, y apretaba la boca en el intento de hacer fuertes sus palabras, era aquí. En nuestra playa, en donde los desembarcaban. Y daba con su piececito golpes en la arena. Y era allí, y señalaba con el dedo la cercana aldea, donde los vendían.

Envolviéndose en las brumas de sus antepasados, Catalina comenzó a ser conocida por la muchacha que hablaba con los espíritus, por la que tenía poderes para deshacer un mal de ojo, y por ser capaz de retornar los amores extraviados.

Fue Brian el que al comenzar a percibir luces de roja locura en sus profundas pupilas, la delgadez extrema de su cuerpo, sus noches de insomnio constante, quien le rogó que olvidara a todos aquellos espíritus que decía la rodeaban, que volviera con él a bañarse en el mar hasta que los cubrieran las luces del amanecer. Que volviera a ser feliz como cuando eran niños y que se casara con él. Ella, cohibida, y con la cabeza baja, lo escuchaba. Luego, agarrada a su cintura iba con él a bañarse las noches de luna llena.

Todo comenzó una noche. Ya estaban los dos jugando en el agua, cuando ellas, las ánimas, convertidas en voraces peces, saltaban ente las olas atacándole. Ellas, le decía Catalina besándole las heridas, no querían que las abandonase por aquel hombre blanco descendiente de los que las habían tirado al mar. Y así ocurrió una vez, y otra, y otra.

Cuando Justine terminó su cura, lo besó en la frente. Sorprendida vio las lágrimas mojándole el rostro. En silencio, el muchacho la miró.

—Nunca volveré a esa playa, abuela. Esta noche, como tantas veces, yo intentaba sacarla, mientras ellos me mordían. Pero Catalina, como si fuera una medusa, con su largo cabello meciéndose en el agua, me sonreía mientras se hundía en el mar. Cuando la vi decirme adiós levantando una mano, supe que no quería volver.

© Malena Teigeiro

Quid pro quo

Liliana Delucchi

«Me han seleccionado para los premios MTV. Gracias.»

Marisa sonríe al leer el texto en su móvil. Te lo mereces, querida. Ya estamos en paz.

Mientras conduce para recoger a su niña de la clase de ballet y a Carlitos de la de esgrima, sortea el tráfico y casi se salta un semáforo en rojo. Calma, tranquilízate. Todo está bien, ahora sí que todo está bien.

Su mente regresa a esa playa por la que paseaba aquel atardecer unos años atrás. Si eligieron el Caribe para las vacaciones, era para que sus hijos, aún muy pequeños, pudieran disfrutar de la calidez del lugar y sus gentes, como Carlos y ella lo hicieran durante el viaje de novios, cuando soñaban con una familia y se prometieron volver a ella.

La conocieron la primera noche. Con los niños en la cama, la pareja fue al espectáculo del resort. Una mujer fuerte, mulata y con los ojos más brillantes que vieran en su vida, desgranaba una canción de amor con la cadencia de su acento y la voluptuosidad de una voz que hacía temblar las copas. Y ¡cómo no!, la crisis de los cuarenta hizo que su marido se enamorara de la cantante, aunque la mujer no lo descubrió hasta más tarde.

Durante el día los niños jugaban en la playa. En los pequeños botes del complejo recorrían mares ignotos que su imaginación cubría de piratas y navegantes mercenarios. Ellos se tumbaban al sol o buceaban, competían en juegos organizados o intentaban aprender a moverse como solo puede hacerlo quien haya nacido allí. Y por la noche, a escuchar a Esmeralda. Al volver a la habitación, Carlos le hacía el amor de una manera que no había hecho antes, con una pasión desatada y juegos eróticos que a ella le hacían agradecer, una y otra vez, el clima del Caribe.

Transcurrida una semana, su marido empezó a ausentarse. Según dijo, se había apuntado a un torneo de golf y a otro de tiro con carabina. Ella lo hizo a una clase de buceo. Sin embargo, la pasión de las primeras noches se transformó en «estoy cansado», «me duelen las piernas de tanto caminar» o «tienes la espalda tan roja por el sol que me da miedo tocarte». Y la sensualidad de la primera semana desapareció.

Una noche en que bebió de más, la sed despertó a Marisa. Se dio cuenta de que estaba sola en la cama… Sola en la habitación. No encontró a Carlos en la terraza ni en la playa al pie de la misma. Se puso un vestido y salió en su busca. Lo encontró. Los encontró. Ellos, demasiado ocupados, no la vieron.

Durante los días siguientes, la imagen de los amantes retornaba una y otra vez a su mente, sin conseguir dilucidar qué debía hacer.

Un atardecer, mientras sus pies se hundían en la playa desierta, sintió que ese paisaje idílico iba desapareciendo. Ya no pisaba la arena, sino el suelo duro de un carrusel que avanzaba cada vez más rápido. Fuera, los personajes que habían formado parte de su vida la miraban desconcertados: sus padres, maestros, amigos… Todos aquellos que participaron en los sucesos predecibles de una existencia plácida le devolvían una mirada turbadora, como si no entendieran la situación.

Se sintió mareada, aturdida y confusa por esas imágenes. Entonces la vio. Vio a Esmeralda llorando bajo una palmera. La cantante levantó los ojos ante la sombra que proyectaba sobre la arena otra mujer hundida.

—No es importante. Ni para mí ni para él. Solo un rollo de verano—. Aclaró Esmeralda.

Marisa se sentó a su lado en silencio, con los ojos bajos.

—Para mí sí es importante. No sé qué hacer con este dolor.

—Guardarlo, querida. Como has guardado otros infortunios, de esos que solo aparecen en las pesadillas. No te preocupes, partiré esta noche después del espectáculo.

—Entonces, es importante para ti.

—Lo importante es no causar dolor ni ser la responsable de la destrucción de una familia. Y no creas que lo hago solo por vosotros, es por el karma. No quiero empezar mal—. Esmeralda se secó las lágrimas y sonó la nariz antes de continuar.

—Tengo proyectos, ¿sabes? Quiero ser una intérprete de verdad, no la que entretiene a turistas. Quiero empezar una vida nueva, una decidida por mí, no por las circunstancias de mi lugar de nacimiento, del color de mi piel o los deseos de mi familia. Por eso me iré.

—¿A dónde?

—A Estados Unidos, supongo. Allí hay certámenes y, si logro superarlos, conseguiré mi objetivo.

—Te ayudaré. Tengo un primo que es representante de artistas en Los Ángeles. Hablaré con él.

—¿Un quid pro quo?

—Algo así.

Sin embargo, Esmeralda partió antes del espectáculo, no sin dejar una nota con sus señas y recordándole su promesa. Y la joven esposa cumplió. El resultado estaba en ese correo electrónico.

Ya estamos en paz, se repitió Marisa.

© Liliana Delucchi

Osadía

Marieta Alonso

Me gusta el mar y a la vez me da miedo. ¡Es tan grande! Me gusta sentarme algo alejado de la orilla, saborear el agua salada y que las olas bañen mis pies. Me gusta que mi padre me siente sobre sus hombros y se adentre un poquito, no mucho, en el mar grande. Siento pavor ver cómo el agua tapa sus pies y luego llega a su cintura. En ese momento abrazo su cabeza y me pongo a chillar.

Mis papás quisieron que fuera a un curso de natación. No dije nada, solo miré a la princesa que enseñaba a nadar y se me cayeron dos lagrimones. Me secó las lágrimas, me dio un abracito, y como por arte de magia puso ante mis ojos unos trozos de papel… Sentado en una hamaca hice barquitos para echarlos al agua y se llevaran muy lejos mis lágrimas. No sé qué diría a mis padres, pero cuando vinieron en mi busca habían decidido que ya aprendería cuando fuera mayor.

Soy un cobarde. Lo sé. A veces siento que ser tan asustadizo me impide hacer cosas. Querría ser valiente y enfrentarme a esos compañeros de clase que me llaman cuatro ojos. No puedo.

Ahora estoy de vacaciones. Me siento feliz jugando con la arena, hago muchas cosas que llaman la atención: castillos, puentes, cocodrilos, peces. Mi mamá afirma que cuando sea mayor seré un gran arquitecto, o ingeniero de caminos, o…

Acabo de conocer a un niño. Es un poco mayor que yo. Preguntó mi nombre y me dijo el suyo, Rodrigo, sin esperar a oír el mío. Luego tomó mi mano y me llevó al mar pequeño, a ese que se forma tras las rocas cuando las olas llegan hasta allí. Muy decidido entró hasta la mitad y me animó a seguirle. El agua le cubría los tobillos y pensé que con tan poca no me ahogaría. Dijo que íbamos a jugar a la guerra y comenzó a salpicarme, y yo a él, y de nuevo él a mí, y no tuve miedo. Pero cuando una ola saltó las rocas y me empapó de la cabeza a los pies, quedé petrificado.

Muy serio, Rodrigo opinó que había que demostrarle al mar grande que éramos unos valientes. No me tenía que preocupar si me acobardaba un poquito al primer intento, era lo normal y también aseguró que al miedo se le vencía no haciéndole caso. Eso se lo había garantizado su abuelo. Era un sabio.

Mientras hablaba, sentí un ardor en el estómago, un temblor en las rodillas, y el pestañeo anunciador de llanto. Mi madre, al ver mi expresión, le dio un toque a mi padre para que se acercara.

En ese mismo momento mi amigo me levantaba el brazo instándome a imitar a mi héroe favorito, porque había que arriesgar siempre, afirmó. La cara de Rodrigo me recordó a Spiderman. Creo que esto fue lo que me impulsó a mirar hacia las nubes, al horizonte, a las olas y a gritar:

¡Vayamos al mar grande!

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

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