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El puente

15 febrero, 2019 por Akelarre Deja un comentario

Puente

El puente

La necesidad humana de cruzar pequeños arroyos y ríos fue el comienzo de la historia de los puentes.

Hasta el día de hoy la técnica ha pasado desde una simple losa o un mero tronco hasta grandes estructuras colgantes que miden varios kilómetros y cruzan bahías.

Tienen su origen en la prehistoria y posiblemente el primero fue un árbol que se usó para conectar dos orillas. Pero, independientemente de su estructura, el concepto de puente significa acercamiento, conexión entre distintas ideas, puntos de vista filosóficos o diferencias de opiniones.

También los sentimientos se han valido de este significado para crear grandes historias y dotar al arte de magníficas obras.

Querido amigo

Cristina Vázquez

Los puentes de la Bella Nina

Malena Teigeiro

Cuenta saldada

Liliana Delucchi

Un puente amigo

Marieta Alonso

Querido amigo

Cristina Vázquez

La luz mortecina obligaba a encender las lámparas desde por la mañana durante los meses de invierno. Con gesto desabrido, Eusebio se asomaba a mirar por la ventana el descuidado jardín al que daba su despacho. A ver si terminaban de una puñetera vez el nuevo edificio y ya podría instalarse en el lugar que le correspondía y no en este oscuro cuartucho.

La tímida llamada en la puerta de su secretaria, recién llegada, de buenas hechuras y dudosa eficacia, le sacó de sus pensamientos.

––Don Eusebio, el correo ––avanzó con docilidad hasta su mesa.

––Que no muerdo, gacelita, que no muerdo. Quita esa cara de susto ––le recriminó con sorna.

Torció el gesto al ver el sobre y lo abrió.

“Debo confesar que el otro día me costó reconocerte en la rueda de hombres que giraban, igual que un tiovivo desengrasado, en ese patio. Al pararte frente a mí, tras los cristales emplomados, pude reconocer en tu turbia mirada al hombre, al muchacho que fuiste. El resto: tu paso cansino, los hombros abatidos y la incipiente barriga, me alejaban del recuerdo que tenía de ti.

Quiero decirte que hago gestiones para que salgas. Ya falta menos, a lo mejor menos aún de lo que crees. Comprendo que hablarte de tiempos puede resultar cruel, pues supongo que la vivencia del mismo ha debido distorsionarse después de tantos años.

Si vuelves a la ciudad y no temes que la avalancha de recuerdos te sepulte, cuentas conmigo. No encontrarás nada igual a lo que recuerdas. Han quitado las barandillas del puente e impedido el paso. La maleza se apodera de todo y casi tapa los carteles de prohibido que se van despintando con las lluvias y el paso de los días.

Ya no es posible reconocer el sitio dónde vivimos los buenos momentos de la niñez y juventud. Hacíamos equilibrio sobre la barandilla, sudando de miedo animados por los otros. Allí fumamos los primeros pitillos y otras cosas, y llevábamos a las chicas con el intento de cumplir nuestros ardorosos deseos bajo la humilde arcada. ¿Te acuerdas? Nunca nos creímos que fuera un puente romano como afirmaba la abnegada doña Reme, que desperdició su conocimiento con nosotros.

Sé que en tu juicio no te ayudó mi declaración. Confundí algunos hechos y los horarios. Estábamos muy fumados y no pude justificar que estuvieras en mi casa a esa hora. Mi padre solo pudo jurarlo por mí. Ya sabes cómo era de autoritario, siempre pendiente del buen nombre y la reputación de la familia. Pero ahora desde mi puesto en la Consejería de Interior voy a remover tu caso. Han encontrado bajo el puente una chica desaparecida con las manos atadas sobre la cabeza y un zigzag de sangre en la frente. Yo impulsé la búsqueda dando orientaciones que los llevaran hasta ahí. Este nuevo crimen te exculpa.

Pudimos ser cualquiera de nosotros y todos a la vez. Éramos un solo elemento con diversas cabezas que se movía como una masa informe, llevada por impulsos y desafíos y a ti te tocó pagar por todos. Lo siento.

A los otros no los he vuelto a ver, José murió en un accidente, Perico y Jonás se largaron al extranjero y de los hermanos Ortúa no se sabe nada. Aunque te parezca horrible lo que te voy a decir, tú, al menos, tendrás la conciencia tranquila. Ya has purgado. Yo solo puedo dormir con somníferos, pues a medida que van pasando los años, se me aparece con más nitidez el momento. Los gritos de la chica, su pataleo, el ruido al caer desde la barandilla y cómo tuvimos la frialdad, pese a lo drogados que estábamos de atarla y hacerle el zigzag en la frente. Eso fue idea de Jonás.

Esta carta te llega sin censura, para eso estoy en este puesto, sino, no te podría contar todo esto y espero que entiendas el valor de la aparición de este nuevo crimen que te permitirá respirar libre otra vez.

Con afecto.

Eusebio.”

En el sobre sin abrir que le fue devuelto, escrito en tinta roja ponía:

Preso trasladado a psiquiátrico.

© Cristina Vázquez

Los puentes de la Bella Nina

Malena Teigeiro

Habían pasado los años, más de treinta, cuando Balbina volvió su aldea. Aquella tarde paseó hasta el puente de piedra, que el tiempo el  había envuelto en tojos, zarzas y silvas. Asomada al pretil miraba correr su vida como si de un regato de agua se tratara. Recordó la noche que escuchó que su primo Toñón se iba a la Argentina. Ya en la cama, Balbina lloró y su llanto la hizo temblar como a las hojas el viento. Y en su vigilia, justo antes de que clareara el alba, tomó la decisión de que también se iría de la aldea. Durante varias noches pergeñó su plan. Esperó a que finalizaran las Fiestas en honor del Santo Patrón y escondida entre los cestos de ropa y tramoya de los carros de los feriantes, huyó. Al escuchar el crujir de las ruedas sobre las piedras del viejo puente no sintió pena ni miedo. Cuando el carro se detuvo, Balbina salió de su escondite y sin que nadie le preguntara nada, le dieron una taza de chocolate y la enviaron al río a lavar unas prendas. Su rubio cabello y sus azules ojos no constituyeron ninguna dificultad para integrarse con aquellos gitanos que decidió convertir en su familia. Alentada por ellos, aprendió a bailar y a cantar, sorprendiendo a unos y a otros por su sentimiento y bonita voz.

El mismo día que Balbina cumplía dieciséis años falleció el patriarca, hombre al que la joven adoraba. Decidió entonces que poco la unía al resto de la caravana, y que había llegado el momento de cruzar un nuevo puente. Se vistió con su mejor traje, y luego de despedirse de los que sentía como su familia, esta vez sin llorar, se trasladó a Madrid. Visitó un tablao tras otro hasta que consiguió que la recibiera el señor Mariscal, dueño del de Los Puentes de Sevilla. El hombre enseguida vio en ella algo que lo conquistó. Le hizo un primer contrato como palmera. Sin embargo, su cabello rizado y su piel de porcelana china, comenzaron a producir tantos cuentos y leyendas que pronto el señor Mariscal la nombró segunda bailarina. Y no mucho después, mientras el hombre contaba los billetes que Balbina le iba reportando, pensaba en hacer un nuevo cartel para su primera bailaora, la ahora Bella Nina.

Cada vez eran más los que llegaban para verla bailar y cantar. Lo que le hizo pensar en que aquella fama le tenía que valer para algo más que para producirle dinero al señor Mariscal. Después de darle vueltas a su inquietud, decidió que lo que más deseaba era entrar a formar parte de la vida de la alta sociedad.

––Ya es hora de cruzar otro puente ––se dijo.

Lo primero que hizo fue alquilar una hermosa vivienda en la calle Mayor. Y entendiendo que sus modales dejaban bastante que desear, contrató como doncella a una viuda francesa, madame Fleur, que le enseñó maneras de dama. La mujer, luego de pasearse por la casa y dar algunas órdenes, se dirigió a Balbina.

––Madame, si desea ser una señora no puede tener amantes viviendo en su casa ––susurró con voz atiplada. Y ella, siguiendo sus sabios consejos, los ocultó.

Comenzó a celebrar reuniones en su domicilio, ahora alhajado con hermosos muebles, sedas y porcelanas, en las que recibía a sus nuevos amigos, solo hombres, que la llenaban de joyas, la invitaban al teatro y a cenar en los mejores restaurantes. Sin embargo, no conseguía ser recibida en los actos sociales de la capital. ¡Ya no sé qué hacer!, le dijo a la francesa retorciéndose las manos.

––Madame, aquí todos saben de su humilde procedencia. Si de verdad quiere ser otra cosa, debe irse a París ––le aconsejó la mujer.

En su despedida se abrazó al señor Mariscal, hombre que tan bien la había tratado, llorando. Él, secándole las lágrimas con un gran pañuelo blanco, dijo:

––Haces bien, Balbina. Tú eres digna del Folies Bergère ––abrió el cajón de su mesa y le entregó una serie de cartas para sus amigos franceses.

Señora y doncella se alojaron en un céntrico y reconocido hotelito de París. Al abrir la ventana de su habitación vio las aguas del Sena pasando por debajo de los puentes, lo que le pareció un buen augurio. Su doncella deshizo el equipaje, y la ayudó a ponerse el vestido malva, llamativo pero elegante. Ya compuestas, ambas se dirigieron a cenar a un restaurante cercano al Folies. Sonriendo a modo de Gioconda, Balbina se sentó a la mesa, tiesa, altiva, mostrando su escote de porcelana china, no sin que antes la francesa, previas abundantes gratificaciones, comunicara a camareros y cigarreras que aquella dama era la Gran Nina, una bailarina española cuya fama traspasaba los mares hasta las Américas.

Entretenida con los manjares de su cena, Balbina fingía no darse cuenta de las miradas que se posaban en ella. Pronto una botella de Moët & Chandon apareció sobre su mesa junto con una esquela en la que le solicitaban acompañarla. Altiva, miró a su alrededor y al ver a un caballero, bien parecido y no muy joven, que sonriente se ponía de pie con la intención de acercarse, levantó el dedo moviéndolo con elegancia. Nunca en público, escribió en el revés de la esquela que envió de vuelta. Un par de días después, lo recibía en su piso. Fue su primer amante francés. Y así siguieron hasta que comenzó a ser saludada por mesas y pasillos. Y fue entonces cuando por el botones del hotel, le remitió Balbina al director de Folies las cartas de presentación. Y después de una dura tramitación, fue contratada como primera bailarina para la siguiente temporada. Con el oropel de ser bailarina del Folies, se mudó a un piso en los Campos Elíseos. Ante el horror de madame Fleur, al abonar la primera renta, Balbina, ahora definitivamente madame Nina, se quedó sin un solo franco. Con tacto y elegancia, consiguió que su amigo le prestara algún dinero, y aprovechando los meses de espera, Nina reanudó en su piso la vida social. Contrató como secretario y administrador al joven Pierre, lo que le permitía gozar de él sin escándalos. El joven, de ondulado pelo negro, ojos de largas pestañas, y sin un solo franco en el bolsillo, estaba lleno de buenas ideas, una de las cuales fue montar en uno de los salones mesas de juego en donde la ruleta fuera la pieza central. El pequeño casino producía sustanciosos beneficios, que una vez recogidos, Pierre, de forma relativamente alícuota, repartía

Cuando llegó la nueva temporada y retornó al escenario, los aplausos volvieron a acariciarla cada noche. Sin embargo, no se le borraba el deseo de participar en la vida social parisina. Después de mucho pensar, y esta vez aconsejada por su secretario, decidió que para cruzar ese nuevo puente, tenía que ganarse el beneplácito de las mujeres. Cargada de regalos, visitó guarderías y asilos, dejando allí por donde pasaba la imagen de una mujer generosa, simpática y muy decente. Jamás permitiría que en su casino hubiera grandes pérdidas, le dijo con el dedo levantado a la superiora del asilo de ancianos después de haber bailado a petición de estos. Y así, la que se dio en llamar la Gran Nina, ocultando sus amoríos, juntando regalos, cuidando de no arruinar a ningún padre de familia, comenzó a ser invitada a cenas y actos benéficos.

Sintiendo la humedad de la tarde, Balbina suspiró profundo. Ya no le quedaban puentes para cruzar.  Volvamos a la aldea, dijo. Y colgada del brazo del ya maduro Pierre, caminó despacio hacia la que había sido la casa de sus padres. Había vuelto para pasar los últimos días de su enfermedad entre aquellos muros en donde esperaba encontrar la paz y el perdón para la díscola Balbina, porque lo que era la Bella Nina, esa no se arrepentía de nada, susurró mirando al cielo.

© Malena Teigeiro

Cuenta saldada

Liliana Delucchi

Lo mira de lejos mientras avanza entre la maleza. «Cuánto ha crecido, es normal, hemos tenido una primavera muy lluviosa». Con el bastón va abriéndose camino pero no se atreve a bajar. «Mis piernas no son las de entonces.»

Recuerda cuando se escapaba para refugiarse debajo del puente, con un libro o solo sus fantasías que la llevaban a mundos que estaban más allá de aquellos parajes.

Tendría seis años, no más, y se sentaba debajo de las arcadas, a salvo de todos.

––Quédate del lado derecho, en el izquierdo hay monstruos ––le decía su abuela.

Pero ella sabía que no eran monstruos. Eran los García. Como Montescos y Capuletos, su familia y las del otro lado llevaban años enemistados. Habían olvidado el origen de la disputa, pero la mantenían, como los escupitajos al suelo que echaban unos a otros cuando se encontraban en el pueblo.

Fue un día de verano cuando lo vio. Escondida entre las flores, casi se le cayó el libro cuando la figura de un niño, que apenas tendría unos años más que ella, estaba en medio del río, pescando. Genoveva se mantenía dentro de los límites de su propiedad, sin embargo él había traspasado el suyo. Distraído con sus peces no la vio acercarse y cuando lo hizo le espetó «no puedes estar aquí.» Ella dijo que sí, que estaba dentro de sus lindes y que quien había sobrepasado los suyos era él. Sin embargo, el chico no se fue. Y la niña se acercó.

––No te tengo miedo ––le gritó desde su orilla, dejando el libro al resguardo de unas piedras. ––Sé que no vas a hacerme daño.

––No lo haré si te largas ––contestó él recogiendo el cordel de su caña.

––No sabes pescar, no es así como se hace. Si quieres te enseño ––y quitándose los zapatos, Genoveva se internó en el agua.

La anciana sonríe al recordar esa escena. Todas nuestras frases empezaban con un «no». Era lo que nos habían enseñado.

Daniel insistió en que se mojaría el vestido pero a la niña le daba igual, además, necesitaba un compañero o quizás solo romper las reglas.

Y…, se hicieron amigos. Unas tardes ella le contaba historias, otras se internaban en los bosques vedados para cualquiera de ellos, saboreando el entusiasmo de lo prohibido. Hasta que un día llegaron a una antigua construcción de piedra. Compuesta por un muro en el que el tiempo había hecho estragos, encontraron la entrada a una cueva húmeda, oscura, con una grieta al final por donde se colaba algo de luz. Pegados a la pared y casi tiritando, llegaron hasta el final. Tuvieron que apartar cascotes y arañar la tierra para, finalmente, salir a una pradera.

Del otro lado encontraron unas construcciones como las de los libros antiguos: Cabras sueltas, mujeres vestidas con túnicas y hombres con calzones de cuero. Un fuego central del que pendía una gran olla ennegrecida lanzaba humo en todas las direcciones. La gente hablaba en voz alta en una lengua que si bien entendían, era diferente al de sus palabras actuales.

Las chozas se alineaban en dos filas y niños flacuchos correteaban por doquier. De pronto escucharon un gran escándalo. Un grupo de mujeres arrastraba a otra. La llevaban maniatada y, entre golpes, la depositaron junto a un poste. Allí la ataron y empezaban a encender fuego a sus pies.

––¡Quemad a la bruja!

––La que van a quemar es idéntica a mi abuela ––musitó Genoveva.

––Y la que la empuja se parece a la mía ––se sorprendió Daniel.

Los niños salieron de su escondite en dirección al martirio. Los habitantes del poblado creyeron ver trasgos y caminaron hacia atrás, asustados y haciendo reverencias.

––Creen que somos espíritus ––susurró Daniel mientras desataba a la temida bruja.

Con una arenga de las que había aprendido en los libros, Genoveva convenció a los allí reunidos que no había encantamiento y que debían liberar a esa señora. La condenada besó los pies de la niña y en la frente le hizo la señal de la cruz.

Terciaba la tarde cuando los niños llegaron a la pradera que está junto al puente. Allí, reunidos en una fiesta de campo estaban las dos familias, compartiendo comida y vino.

© Liliana Delucchi

Un puente amigo

Marieta Alonso

La anciana y su gato, tumbado boca arriba, se mecían de forma rítmica llevando el compás de una música imaginaria. Ambos con sus pensamientos. No se escuchaba ni el croar de las ranas, ni el rumor de las hojas de los árboles mecidas por el viento. En el puente ––su puente–– que veía a través de la ventana del salón, no había moho, ni hierbas…, granito, solo granito. Era su guarida inexpugnable donde se escondía siendo joven a llorar sus penas. Un amigo fiel.

Un día borrascoso su marido lo cruzó y desapareció sin dejar rastro. Se preguntaba si habría muerto en alguna esquina, ¡ojalá!, o si se fue a vivir la vida. Cada día miraba esas piedras que le ayudaron a marchar, y le daba gracias a su santa preferida por haberla escuchado. Naturalmente, no amaba a su marido.

El silencio se hizo de pronto en aquella habitación cuando la mujer y el gato dejaron de mover pies y patas. Saltó el minino sin dar tiempo a que la anciana pudiera abrazarlo y se oyó un golpe seco.

––Abuela ¿qué sucede? Haz el favor de no tropezar, no vayas a perder el equilibrio.

––Como si yo pudiera evitar caerme.

––Pero, ¿qué ha sido ese ruido?

––Nada. El gato cazó un ratón.

Su nieta estudiaba en la habitación contigua. Era su única familia, sin contar al gato. El reloj de cuco dio una campanada, hora de hacer la comida. No me apetece levantarme, se dijo. Ya la haré dentro de un rato.

Y miró por la ventana el sol reflejándose en el río. La corriente que entraba por la puerta abierta hizo que la anciana se arrebujara en su chal. El gato con la panza llena saltó de nuevo a su regazo.

Lo importante es vivir sin pasar hambre ––adoctrinaba la madre–– no desperdicies tu belleza con ningún mindundi. Pero ella, en aquel entonces, necesitaba amar y ser correspondida. No tuvo elección. Fue arrojada a los brazos de un hombre que tenía el vicio de la violencia y la virtud de ser rico. En el momento en que se desvaneció en la niebla ella estaba de cinco meses. Lidió con madre e hija para salir adelante. Al principio, los suegros le daban algún dinerito, luego se les olvidó.

Pasó los años cose que te cose. Su época más feliz fue cuando la hija marchó y la madre murió. Y pudo vivir sin tapujos con Alfredo, su novio desde que tenía diez años, un don nadie, era verdad, un simple jornalero que le brindaba paga y ternura.

La paz y el amor le duró demasiado poco, cinco años escasos. Lástima. Alfredo la quería tanto que si le hubiese encargado la luna seguro que se la habría traído. No pudo llorar su duelo, a los quince días, la hija enferma se presentó con esa nieta sin cumplir el año y vuelta a empezar.

La música surgió de nuevo en su cabeza y retornó a llevar el compás con los pies, el gato la imitó, esta vez, con la cabeza. Si pudiera volver a nacer, con la experiencia de ahora… De lo que no se arrepintió nunca fue de haberse enfrentado a la falsa moral de su pueblo, a las habladurías.

Una figura encorvada, ayudándose con un bastón, atraviesa el puente. Tiene un aire familiar. No. Sí. Lo que le faltaba. Por favor santa Bárbara ¡espabila! Envíale truenos, rayos, piedras, y si me aceptaras una breve sugerencia, con un buen empujón, bastaría.

© Marieta Alonso

Archivado en: Paisajes

El Espolón

15 enero, 2019 por Akelarre Deja un comentario

Paseo del Espolón Burgos

Paseo del Espolón

Es el paseo ajardinado más popular de la española ciudad de Burgos con un importante arbolado. Fue creado a finales del siglo XVIII configurándose durante el XIX. Conecta el Arco de Santa María con el Teatro Principal y está considerado como el “salón” de la ciudad.

La palabra espolón se relaciona con el hecho de tratarse de unos terrenos inundables a orillas del rio Arlanzón, que fueron elevados en ese lugar mediante estribos y contrafuertes para protegerlo de las crecidas del rio.

Por el andén central, conocido antaño como paso de las Acacias, discurría la carretera que unía Madrid a Bayona y los burgaleses iban a pasear presenciando el paso de las diligencias.

Vuelta a casa

Cristina Vázquez

Húmedos amaneceres

Malena Teigeiro

El ausente

Liliana Delucchi

El encuentro

Marieta Alonso

Vuelta a casa

Cristina Vázquez

Nunca le gustaron los inviernos. Nunca.

Qué tozuda era la niña repetían con cierta desesperación, primero el padre, luego la profesora y finalmente los amigos. Tozuda, le parecía a Mariela, una palabra contundente, una palabra que cincelaba con acierto su incapacidad para moverse de una situación o un pensamiento cuando se apoderaba de ella con esa fuerza.

––Lo siento, pero no puedo cambiarlo.

Desde que fue muy pequeña notaba el recelo, la crispación y hasta la burla cuando respondía con esa determinación. Y entre sus rotundas afirmaciones estaba la de su rechazo a los inviernos. Y eso que vivía en una heladora ciudad, llena de historia y belleza, pero con unos inviernos de los que soñaba huir.

En cuanto pudo se fue a estudiar a un lugar soleado, en el que el frío sólo asomaba tímido bajo una puerta mal cerrada o un suelo de mármol que, al pisarlo con el pie desnudo, la devolvía a los paseos escarchados de su ciudad natal.

––Anda, vuelve a la cama. No te vayas a enfriar.

Le decía somnolienta y tibia la voz de Ricardo con una dulzura que nunca pudo sospechar en un hombre. Siempre asoció esos tiernos reclamos al clima cálido, a la bruma mañanera de olores intensos, a veces casi putrefactos, que llenaban su vida de una intensidad deslumbrante. Y una de esas mañanas, al mirarle en la desvelada madrugada, se dijo que nunca habría otro hombre en su vida.

––Nunca habrá otro hombre para mí.

Él la miró con el orgullo del macho satisfecho y le susurró que era muy joven para hacer esas afirmaciones tan dramáticas.

––La vida es muy larga ––murmuró esquivo mientras la mecía con experta dulzura -muy larga, muy larga…

Ahora, aunque seguía odiando los inviernos, la vida, la larga vida la había devuelto a su fría ciudad y se asomaba, como tantas veces hicieron las mujeres a los miradores a ver pasar la tarde, la gente, cuando ya se ha decidido que se es un espectador y no un actor de la misma.

El querido Ricardo de voz dulce, amaneceres tiernos, calurosas noches y promesas tibias dijo una mañana del mes de junio que tenía que irse. Ella le vio partir desde un balcón emplumado de oloroso jazmín. Miró alejarse su figura recta, airosa, de paso ligero, más ligero de lo necesario pensó. Su última mirada, tan breve, antes de doblar la esquina y el gesto apresurado de la mano para decir adiós como si se liberara de un peso, le dieron la certeza de que más que una despedida era una huida. Nunca habrá otro hombre en mi vida y con ese convencimiento cerró las puertas del balcón y se tumbó en la cama hasta que vinieron a buscarla.

Habían pasado muchos años y ya casi no podía recordar el ángulo de su clavícula, la suavidad de sus manos, la cintura exacta, pero su voz, sus palabras sonaban con dulce precisión en su recuerdo. Cada vez que pisaba un suelo frío volvía a oírle que volviera a la cama, no se fuera a enfriar.

Esa tarde lluviosa en que el paseo desaparecía en la noche de bruma vio una solitaria figura que se acercaba bajo los árboles desnudos, yertos.

Y supo que era él.

Se sentó en una butaca pues las piernas no la sostenían. El timbre empezó a sonar y a sonar, hasta que después de un tiempo dejó de hacerlo. Mariela no se movió. Pasó toda la noche en esa butaca y a la mañana siguiente la encontraron muerta con una suave sonrisa en la cara.

© Cristina Vázquez

Húmedos amaneceres

Malena Teigeiro

Siempre iba solo. Siempre a esa hora de la madrugada próxima al esplendor de la luz del día. En ese momento en que el resol hacía brillar la humedad del suelo convirtiéndola en un espejo. Entonces ya se habían retirado ellos. Pendencieros, bulliciosos, borrachos. Le habían amargado la vida y ahora ya solo le queda sentarse a esperar.

Aquel día, sorprendido, vio que habían cambiado los bancos. Ahora eran modernos, quizá más cómodos. Pero diferentes. Ellos no se sentarían, meditó. Pero él, sí. Sacó un pañuelo y limpió el relente. Se sentó colocando las puntas de la gabardina sobre las rodillas. Últimamente le dolían las piernas. Desde allí no veía el río. Lo cierto era que desde los otros bancos tampoco. Daba igual. Como todos los días él esperaría allí, sentado. Quizá ella apareciera.

La quiso desde el primer momento. Desde el instante en que la vio, bajita, delgada y con unos profundos ojos negros, tan grandes que parecía que se le iban a salir de la cara. También era simpática. Y alegre.

Sin embargo a sus amigos nunca les gustó. Le advirtieron sobre la joven. Envidia, sonreía su corazón mientras los oía aparentemente atento. Le dijeron que tuviera cuidado, que era díscola, inquieta, con amistades no muy recomendables. También que su padre, de profesión militar y viudo desde poco después de nacer ella, presumía de atarla corta, de que con él no podría. Si la conocieran bien, no dirían esas cosas, se dice para sí. También le hablaron de su madre. Le contaron varias historias que habían hecho sufrir a su esposo. Pero a él qué podía importarle lo que hubiera hecho o cómo hubiera vivido una suegra muerta hacía ya tantos años. Sin embargo, ellos le insistían en que Cecilia se parecía a ella.

Nada le importó y, después de un noviazgo muy corto, se desposaron en la catedral.

Al principio la veía contenta, feliz. Pero no tardó más de dos meses en volver a salir con ellos. Cuando se iba, si él ya había vuelto, lo abrazaba como si le costara mucho trabajo dejarlo solo. Que no se preocupara, decía besándolo mimosa. Que solo se iba un ratito con sus amigos de toda la vida. Para ella eran los hermanos que nunca tuvo. Después, comenzó a dejar de cenar en casa. A llegar de madrugada.

––Si solo lo hago los fines de semana ––sonreía con el ceño fruncido.

Ya por entonces comenzó a vestirse raro. Sí. Comenzó a vestir faldas largas de colores brillantes. Dejó de usar sus finos y elegantes zapatos por unas sandalias de tiras de cuero. Cuando llegó el invierno se calzó unas botas negras, grandes, viejas.

––Parece que te calces para conducir las ovejas ––le dijo sonriente.

Por la expresión de su rostro supo que no le gustó.

Una tarde su hermano pequeño entró en el despacho sin avisar. Sentado en una silla delante de él, sin sacar las manos en los bolsillos, le contó que le habían dicho que la vieron cantando con unos amigos en El Espolón. Y fue a comprobarlo y era cierto. Añadió que uno de los jóvenes, el que tenía los cabellos ralos, parecía ser algo más que su amigo. Tenía que ser alguien que se le parecía, le contestó sin levantar la mirada del papel que estaba escribiendo.

––No te mereces lo que te está pasando. Espabila y pon fin a esta… ––chiscó los dedos.

Salió del despacho sin despedirse. Aquella noche fue a ver. Había llovido y la luz de las farolas hacía brillar el suelo como un espejo. De pronto se detuvo. Dos jóvenes rasgueando sus guitaras acompañan su canto. Protegido por la oscuridad, la escuchó cantar. Nunca había percibido su voz tan dulce, tan desgarrada. Delante de ellos, un negro pañuelo extendido en el suelo recogía las monedas.

Sentado en el sofá la esperó. Cuando la oyó entrar encendió la luz del salón. Ella, con las cejas apretadas, las pupilas dilatadas, y una hombruna chaqueta varias tallas más grandes de lo que necesitaba sobre los hombros, se acercó a la puerta. Aspiró con desparpajo el canuto que llevaba entre los dedos. Luego, se le acercó musitando lo que supuso era la letra de una canción. Desencajado, levantó el dedo. Le exigió finalizar con ese tipo de vida.

––Pero, ¡ya! Si es necesario, pediré el traslado ––añadió con voz ronca, levantándose del sofá.

Y ella, brillándole las pupilas como si tuvieran fuego, le gritó que era peor que su padre. Salió de la habitación dando un portazo. Aquella noche durmieron separados.

Por la mañana no estaba. Se había ido sin siquiera dejar una nota. No recogió sus cosas, ni tocó el dinero.

Ya había pasado mucho tiempo cuando la volvió a ver cantando en El Espolón. Ahora solo uno de los jóvenes acompañaba con su guitarra su voz limpia, suave, como la piel que cubría sus esqueléticas mejillas. Se acercó y dejó caer todo el dinero que llevaba en la cartera sobre el negro y raído pañuelo. Que volviera a casa. Que él la cuidaría, le susurró mientras lo hacía. Ella bajó los párpados.

Y esa noche, como tantas desde aquel día en que la angustia por verla plegaba su anciano pecho, se fue al El Espolón. Se sentó en un banco cercano al lugar en donde la última vez la escuchó cantar. Esperó. Ya aparecía la luz del amanecer cuando se colocó las manos sobre las rodillas. Levantó su casi ciega mirada al cielo.

––Señor, deseo tanto verla y escuchar su voz, su risa ––susurró implorante.

El helado viento levantó una nube de hojas secas hacia el firmamento. El anciano sonrió al verlas volar. Luego, lentamente, apoyó la espalda en el banco y desmayó la cabeza sobre el pecho.

© Malena Teigeiro

El ausente

Liliana Delucchi

Quizás a usted le llame la atención lo que voy a contarle, señora, porque viene de la capital y le parecerá rara esta historia, pero sepa que en las ciudades de provincia nos conocemos todos, al menos los que vivimos en los barrios cercanos al río. Dígame si le tiro mucho, no estoy acostumbrada a tratar con cabellos tan dóciles como el suyo.

La Esmeralda trabajaba en una de las más antiguas librerías. Ella conocía las letras, ¿sabe?, una de las pocas de su generación que había aprendido a leer, por eso la emplearon, y según afirmaba había leído algunas novelas. Yo mucho no me lo creo, porque a la pobrecita le faltaba algún que otro tornillo, aunque guapa, sí que era. Muy guapa. Cuando iba por la calle parecía una princesa, tan alta y rubia, con unos ojos azules como los suyos, señora, cristalinos y profundos. La chica noviaba desde que era una adolescente con el Jacinto, un mozo bastante atractivo pero muy bruto. No tenía modales, señora, usted no lo hubiera empleado ni para limpiar el establo. Pero a ella le gustaba, no sé si por costumbre o porque se lo habían ordenado sus padres, porque los de él tenían una forja y ganaban bastante dinero.

La cuestión es que un día aparecieron un montón de máquinas junto al río, iban a hacer no sé qué obra y con los armatostes llegaron unos hombres de la capital. Ingenieros, decían. El jefe era apuesto, bien vestido, como todos ustedes, los de la capital, de los que se levantan el sombrero para saludar a una dama. Estábamos encantadas, nos hacía sentir importantes y todas las mujeres le sonreíamos o dábamos alguna manzana cuando volvíamos del mercado. Y claro, el hombre, culto como debía de ser, fue a la librería. Y conoció a la Esmeralda. Dicen que fue amor a primera vista.

––Me tira un poco aquí ––dijo la señora, y se acomodó un mechón. –– Y entonces, ¿qué pasó?

Disculpe. Que empezaron a verse. En El Espolón, a la vista de todos. La muchacha quería lucirse ante sus vecinos andando con ese señor elegante, pero Jacinto se enteró y aunque a él no le importaba, porque se decía que andaba con otra de un pueblo cercano, al padre de él sí. Le pareció una afrenta y una tarde fue donde estaban las máquinas y pidió hablar con el jefe. Dicen que lo amenazó, que le soltó un montón de improperios y que le gritó que dejaba a la chica o recibiría una paliza por parte de sus hombres. Parece que el herrero tenía un montón de operarios fortachones que le eran muy fieles, ¿sabe usted?

Pero el ingeniero no se acobardó. Le dijo que amaba a Esmeralda y que no renunciaría a ella. Y vino la paliza. Tres costillas rotas y un pie que parecía que lo había arrollado un tren. Intervino la policía y detuvieron a los maleantes, sin embargo, el padre del Jacinto quedó en libertad.

––¿Cómo que quedó en libertad? ¿El ingeniero no denunció las amenazas? ––pregunta la señora desde el espejo.

Eso no lo sé, señora, porque nosotros a la policía ni acercarnos. Lo que sé es que a la pobre Esmeralda la echaron de la librería. Parece que el Jacinto, o su padre, amenazaron al propietario y la chica se puso a servir, aunque no duró mucho. Ya sabe lo que son los hombres con las criadas bonitas…

––No. No lo sé.

Disculpe, señora, me imagino que entre la gente de su clase no sucede, pero aquí, se aprovechan de ellas. Bueno, pero sigo con mi historia, que aunque es un poco truculenta, tal vez la entretenga mientras le cepillo el pelo.

Una mañana, sería enero o febrero, no recuerdo, porque venteaba y había caído mucha lluvia, encontraron el cuerpo sin vida de la muchacha. Allí, en El Espolón, con la ropa sucia y rajada, sin abrigo y la cara inflada a golpes. Dicen que el ingeniero lloró sobre su cadáver y que días después la siguió al Más Allá. La policía no informó sobre cómo lo hizo, pero en los periódicos escribieron eso de «encontró la muerte por su propia mano». Aquí no se investiga mucho, señora, los caciques heredan el poder de unos a otros.

Lo único que sé es que los días de ventisca y lluvia nadie se acerca a El Espolón. Todos afirman haber visto a un hombre bien trajeado y con abrigo que lo recorre, de una punta a la otra y que se detiene a sollozar justo en el lugar donde encontraron el cuerpo sin vida de la Esmeralda. Luego se interna en la niebla del final del paseo.

© Liliana Delucchi

El encuentro

Marieta Alonso

Tras la jornada laboral entró corriendo en el supermercado y buscó en el bolsillo del abrigo la lista de cosas que tenía que comprar. Se detuvo un momento para tomar aire frente a las estanterías. Menos mal que era alta y no necesitaba pedir ayuda para alcanzar las latas de sardina en aceite.

En su niñez, nadie hubiese apostado por su estatura. Más canija imposible, pero su madre no le dejaba de dar yema de huevo con vino moscatel y al parecer se extralimitó.

Regresó a casa. Encontró una carta en el buzón y suspiró al leerla. Había escrito que estaba bien, con mucho trabajo y deseando volver.

Se puso a planchar unas piezas de ropa. Los trabajos domésticos restan romanticismo, pensó. Fuera caía la nieve. Colgó un pantalón en su percha. ¿Por dónde andará? Miró a su alrededor y comprobó que la estufa estaba encendida. La tarde iba cayendo cuando fue en busca de su jersey. Se lo acercó a la cara y sintió su olor, ese olor inevitable de él que invadía la casa. La lana le hizo cosquillas.

Hoy, que preferiría estar sola, apareció Martina, para acompañarla al hospital donde estaba ingresado su padre, si no, de qué iba a estar ella aquí. Se acercó a la ventana y vio huellas en la nieve que no eran las suyas.

––Será mejor dar luz a este invierno sombrío ––comentó Martina que se había puesto a leer una revista al notar el poco caso que le estaba haciendo.

No respondió.

––¡Anda, ponte el abrigo! Vámonos al hospital. Aquí, me marchito.

Yendo por El Espolón, la vista desde los cuatro reyes hacia el teatro principal, la anima. La de veces que lo ha recorrido a su lado.

Alguien se acerca a paso rápido, con una maleta.

––Me largo, no quiero ser un estorbo ––afirmó riendo Martina.

Es él. Y tras el fuerte abrazo le oyó susurrar al oído:

––No soporto estar lejos de ti. Auf Wiedersehen Deutschland. Me vengo a Burgos.

No le salen las palabras. Es tanta la emoción que lo que le viene a la mente es que lleva tacones, en cuanto lleguen a casa se pondrá zapatos planos.

© Marieta Alonso

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La casa de muñecas

15 diciembre, 2018 por Akelarre Deja un comentario

Casa de muñecas

Casa de muñecas

Casa de muñecas de estilo Tudor, construida en la primera mitad del siglo XX.

Los primeros datos que se tienen de estas casas son del norte de Europa, cuando en el año 1512, la Electora de Sajonia, regaló a sus tres hijas una casa de muñecas por Navidad. Su difusión tuvo lugar en Alemania, Holanda e Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, siendo durante este último cuando también aparecen en Norteamérica. Sin embargo, en el entorno de los países mediterráneos, prácticamente no existe constancia de su uso.

Al principio, las casas de muñecas no eran para los niños, sino únicamente objetos decorativos que mostraban el prestigio del propietario. En Alemania, se utilizaban para enseñar a las niñas a ser buenas amas de casa, dándoles para ello gran importancia al contenido. En Holanda se construyeron auténticas obras de arte, que llenaban de muebles, porcelanas y cuadros, muy valiosos, por lo que las situaban en los lugares más predominantes de los domicilios. Para los ingleses, una casa de muñecas era una réplica en miniatura de sus propios hogares.

¡Sorpresa!

Cristina Vázquez

Un cuento para mis nietos

Malena Teigeiro

Un regalo

Liliana Delucchi

Mi primera mejor amiga

Marieta Alonso

¡Sorpresa!

Cristina Vázquez

No daba crédito a lo que apareció al levantar la parte delantera de ese inesperado juguete y el dulce olor a ámbar que se esparció. Había llegado de vacaciones y al abrir la puerta de mi casa la correspondencia me recibió con desvergonzada abundancia, desparramada por el hall como un inesperado collage. Solo pensar en recogerla hizo que aumentara el malestar de la vuelta. Al pasar sobre ellas con despectiva majestad, me llamó la atención un papel amarillo, un poco arrugado y muy fino que resultó ser un recibo de correos. Tenía, casi desde que me había marchado, un paquete esperando. Fue el único signo que me alentó en medio del aburrimiento de cartas de banco y propaganda. No había remite. Decidí que iría en seguida pues las sorpresas deberían ser siempre agradables ¿o no?, me decía mientras me disponía a acercarme a la oficina indicada.

Al llegar, el joven granujiento y de sonrisa torcida, señaló una caja que me resultaba imposible llevarme por su tamaño y que, previo pago, conseguí que me la enviaran al día siguiente. Tenía por delante el fin de semana antes de reincorporarme, la dulce abulia del recuerdo soleado y un motivo, la caja, para distraer mi cabeza del regreso.

Cuando apareció el repartidor con el gran paquete, malhumorado por el peso, lo soltó con un suspiro. ¡Menuda mercancía señorita, ni que fuera de plomo! Le di una propina y abrí, más bien desgarré el papel de estraza que lo envolvía. No podía creer lo que apareció. Una casa de muñecas que casi ocupaba mi exiguo hall. Al abrirla mi extrañeza fue en aumento al ver la perfección de cada mueble, de cada pequeño detalle que de alguna manera me resultaban conocidos.

Al fondo del diminuto salón sobresalía desproporcionado un sobre dentro del cual encontré una tarjeta escrita con tinta verde y una letra redondeada, casi infantil: “Esta fue la casa de mis sueños. Con todo mi amor. Tu madre”

Vaya bromita, recibirme con esta barbaridad. Ya era lo suficientemente adulta a mis treinta años, como para saber que mi creencia de que las sorpresas debían ser agradables era un pensamiento más voluntarioso que real.

¡Qué carajo iba yo a hacer con eso! Las madres no dan una, siempre una ocurrencia inoportuna. La cerré con desasosiego. Además, la mía no tenía tales dulzuras ni le gustaban esos jueguecitos, y esa no me pareció su letra. Releí la tarjeta. No, definitivamente no era su letra.

Empecé a sentir intranquilidad cuando mi madre me negó que hubiera sido ella la de la broma.

––Si es que eso se puede considerar como tal ––afirmó con esa rotundidad imperiosa que yo detestaba.

Miré con más atención la anticuada casita que empezaba a apoderarse de la mía propia y como en una nebulosa aparecieron lejanos recuerdos de la tela estampada, de un cabecero de madera, el espejo. Mientras decidía qué hacer con ese inesperado monumento sonó el timbre y apareció mi padre.

––Vengo a hablar contigo ––me dijo con seriedad.

Erguido, moreno, elegante como siempre, me sorprendió en él la inusual apatía de sus hombros. Le encontré desmejorado, igual que si en vez de un mes nos hubiéramos separado un lustro.

Apenas miró el voluminoso juguete, aunque tuviera que pasar pegado a la pared para poder traspasar el hall. Se sentó en el sofá de mi pequeño salón y tras un profundo suspiro palmeó un lugar a su lado para que lo hiciera yo. Luego comprendí que no quería mirarme a los ojos. Cruzó las manos con solemnidad y me soltó que quién me había mandado esa casa de muñecas era, en verdad, mi auténtica madre. Hizo un gesto con la cabeza hacia dónde estaba el inesperado regalo igual que un inoportuno esqueleto, y en un tono tembloroso, para mi desconocido, me confesó con la cabeza baja.

––Esa fue la casa donde vivimos antes de que se marchara. Antes de que nos abandonara.

La rabia con la que lo dijo se ahogó en un sollozo y sin mirarme me apretó la mano. Se levantó con sorprendente velocidad y se fue hacia la salida murmurando: Mañana, mañana te cuento todo.

© Cristina Vázquez

Un cuento para mis nietos

Malena Teigeiro

Además de ser hija única del señor Evans, Mathilda era la dueña de la casa de muñecas. Me contó que su abuela se la dejó en herencia y que era de estilo Tudor. Quizá fuera verdad. Lo que sí era cierto es que estaba bastante destartalada, aunque eso sí, todo en ella era muy  rico, decrépito y elegante. Y en cuanto a eso del estilo, pues… ¡Lo sería! En ella, rodeados de plata, porcelanas y encajes, vivía un matrimonio con tres hijos, un niño que siempre iba vestido de marinero, una niña linda como una flor, un precioso y gordito bebé,  y dos criadas. Con todos ellos jugábamos a diario Mathilda y yo.

De pronto nos dimos cuenta de que en la casa moraba un okupa. Era un ratón blanco, pequeño, con el hocico rosado.

––Quizá se escapó del laboratorio de mi padre ––exclamó Mathilda.

El padre de Mathilda, un señor con gafas y físico de profesión, era un hombre muy serio e importante que trabajaba con animalitos. Nosotras, durante unos días, estuvimos muy atentas a ver si preguntaba por él, pero como no lo hizo, decidimos quedarnos con ratón.

Y así, como Perico por su casa, iba el ratón por las habitaciones y pasillos de la casa de muñecas estilo Tudor. El problema vino cuando una noche la dueña se fue a meter en la cama y se la encontró ocupada por Pepe, que era el nombre con el que bautizamos al blanco ratoncito. La señora de porcelana, muy delicada de maneras, pelirroja y con la piel muy blanca, comenzó a gritar, y a gritar. No contenta con eso, se subió encima de un sillón del que no encontrábamos la manera de hacerla bajar. Todos los muñecos, como locos, comenzaron a correr por pasillos y escaleras, pues de los gritos de la señora dedujeron que alguien la estaba atacando. Cuando entraron en el dormitorio y vieron al pequeño y blanco ratón que comparado con aquellas personitas de porcelana parecía un enorme monstruo, también comenzaron a gritar, incluso el padre, cosa que nos pareció bastante cobarde por su parte. La niñera, que era de una aldea chiquitita rodeada de granjas y animales, fue la única que al verlo se quedó tan tranquila. Sonriente, se dirigió a la cuna, cogió al asustado bebé y salió del cuarto entonando una nana. Nosotras intentábamos calmar al resto de los muñecos diciéndoles que aquel ratoncito era bueno, limpio y que estábamos seguras de que también era generoso. Pero ellos, cerriles, obstinados, señalándonos con el dedo, nos dijeron que o aquel monstruo se iba de la casa o llamaban a la policía. Ante esa tremenda amenaza, sin saber qué hacer, nos mirábamos una a la otra con desespero.

––Lo cierto es que este ratón tiene el rostro un poco duro ––rumió Mathilda sentada en el suelo apretando la falda de su vestido.

––Cierto ––añadí yo––. Una cosa es andar por la casa, y otra, muy diferente,  meterse a dormir entre las sábanas de fina batista.

Después de pensarlo mucho, le hicimos a Pepe una cama dentro de una caja de laca china. Era muy linda. Pensamos que le iba a gustar porque en la tapa la caja tenía una muñequita que cuando le dabas vueltas a una llave pequeña y dorada, seguía los compases de un vals. Cuando quisimos recoger a Pepe para colocarlo en su nuevo dormitorio, el ratón se abrazó a los laterales de la cama. Y no contento con eso, al parecer furioso porque le molestábamos, amenazante, nos mostró sus dientecillos. Comprendimos que su disposición a irse era nula, y pronto supimos por qué: A su lado, mamaban de sus tetillas cuatro pequeños ratoncitos. Eran rosados, sin pelo, con dos rallas chiquititas por ojos. Nos quedamos quietas. Realmente, no podíamos sacar de allí a aquella  pobre madre.

Luego de mucho pensar, colocando cajas de zapatos, unas encima de otras, hicimos otra casa de muñecas. Con cuidado de no molestar a aquella mamá, fuimos sacando los muebles, todos excepto la cama, colocándolos en las nuevas habitaciones. Y cuando ya tuvimos la casa dispuesta, trasladamos a la familia de porcelana. Parece que les gustó su nueva morada, incluso le escuchamos decir a una de las criadas que su dormitorio era más amplio que el de la casa vieja.

La preciosísima casa de muñecas de estilo Tudor de Mathilda, fue llenándose con las cosas que cada día llevaba Pepa ––por cierto, desde que lo encontramos en la cama de la señora de porcelana, como no podía ser de otra manera, comenzamos a llamarle Pepa––. Y como lo que llevaba eran en su mayoría restos de comida robados en la cocina de la madre de Mathilda, la casa, además de destartalada, ahora estaba siempre sucia y maloliente. Pero a ellos parecía no importarles.

Y así fue pasando el tiempo, y los bebés ratones crecieron sanos y guapos, encantados de poder patinar sobre el rallado suelo de ricas maderas. Y cuando después de ir a la universidad, convertidos ya en jóvenes ratones de bien, contrajeron matrimonio formando nuevas familias,  la casa de muñecas de estilo Tudor que Mathilda heredó de su abuela, se convirtió en una ratonil comuna, no muy limpia ni ordenada, en donde Pepa, rodeada por todos sus hijos y nietos vivió feliz y contenta.

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© Malena Teigeiro

Un regalo

Liliana Delucchi

Estaba un poco triste. Nos despedimos en el aeropuerto… En medio de unos abrazos de los que no podíamos separarnos me dio las llaves de su piso y me dijo que dejaba unos cuantos libros y algunas cosas que eran importantes para mí.

––Pasado mañana los nuevos dueños tomarán posesión así que ve y recoge todo lo que no nos hemos llevado ––susurró apretándome la mano.

A su marido lo destinaban a Australia, me separaban de ella y de mis sobrinos. ¡Australia! Eso está en las antípodas, más de treinta horas de vuelo, le dije cuando me dio la noticia antes de servirme una copa de brandy para digerir la novedad.

A pesar de las estancias vacías, queda el olor del que ha sido su hogar y, en medio del salón, junto a un montón de cajas con carteles donde se lee «Para Tomás» está la casa de muñecas: Lustrosa, con las cortinas limpias y todos los enseres bien colocados. Mi padre la había desterrado al desván el día en que nos vio jugando con ella.

––¿Qué haces? ––me gritó. –– Es para Elena, los varones no enredan con esas cosas.

Al día siguiente me apuntó a clases de boxeo y me hizo socio de su club de rugby. También me ordenó que me alejara de mi hermana, que juntos solo podíamos jugar al ajedrez. Ni siquiera a las damas, que era cosa de mujeres.

Ella, a la que le daba miedo el desván, lloró tanto que mi madre intercedió para que le bajaran la casa de muñecas a su habitación. Allí era donde nos reuníamos cuando el jefe de la familia estaba de viaje.

Me gustaba peinar a Elena y darle mi opinión sobre lo que ponerse cuando iba a alguna fiesta. Yo la esperaba despierto en su cama para que me contase sobre los modelos de las demás. Siempre estuvimos muy unidos y cuando me fui a la universidad nos escribíamos largas cartas o hablábamos por teléfono. En la actualidad las cosas serán más fáciles con el correo electrónico y los WhatsApps, aunque Australia sigue estando lejos.

Ahora estoy sentado en el suelo del que fuera su salón, frente a la casa de muñecas. Con un dedo hago balancear la mecedora que está en la entrada, me acerco para mirar por la ventana de la cocina. Todo está en orden. ¡Querida Elena!

Suena el timbre. Es Juan. Se sienta a mi lado. Su mano blanca y delicada acaricia el tejado. Me mira y sonreímos.

© Liliana Delucchi

Mi primera mejor amiga

Marieta Alonso

Tengo una amiga invisible, Irene, que juega conmigo. En cuanto termino las clases subo corriendo a verla. Abro la puerta de la habitación donde están todos mis juguetes, y grito:

––¡Hola! Ya estoy aquí.

Y oigo su voz invitándome a merendar en su casita, que es un chalet moderno con un portal enorme rodeando la estructura, y una terraza en la azotea con muchas flores. Está situada en la pared que da al norte.

Le digo que me dé cinco minutos para dejar los libros y que me voy con ella enseguida. Mi tata trae la merienda y mueve la cabeza cuando oye las risas que echo con mi amiga.

Ella es rubia, yo soy morena. Tiene los ojos verdes tan grandes como las hojas de la malanga, los míos son brillantes y negros como el azabache. Su pelo es tan lacio como el de los chinos, el mío ondulado como la pendiente de la montaña que vemos cuando nos asomamos al balcón.

Siempre me espera recostada en un diván. Me siento en el suelo y le cuento cómo me ha ido el día, con esos profesores particulares, sabios y sosos que solo saben enseñar números y letras; que mi madre me lanzó un beso mañanero desde la puerta, se iba a jugar squash con un nuevo profesor; que mi padre me animó a estudiar mucho para ser «alguien» el día de mañana. ¡Pobre! Pasa las horas en aburridas reuniones laborales a la espera de que crezca y le reemplace en el negocio familiar.

Solo cuento con cinco minutos para relatar mis cuitas, me recuerda Irene. Así tendremos más tiempo para jugar.

Hoy toca pasar la tarde en mi casita que está en la pared sur. Su estilo es victoriano, de dos plantas. La cocina está en la planta baja y allí nos hemos metido para hacer tocinillo de cielo que a las dos nos gusta a rabiar. Nos quedamos pensativas y bajé corriendo a la cocina de mi casa de verdad. Cogí con disimulo una docena de huevos y un paquete de azúcar blanca. Con tan mala suerte subiendo las escaleras me caí y las claras y las yemas me envolvieron de la cabeza a los pies.

Corriendo vino mi tata al oír tal estruendo. ¡Adiós tocinillo de cielo! Seguro que me va a castigar toda la tarde frente a la pared. Para mi asombro, me dio un beso, me llevó al cuarto de baño, y tras lavarme me puso unos pantalones vaqueros. Me tomó de la mano para llevarme al pueblo donde tiene una sobrina de mi edad, Elsa.

He prometido que mi nueva amiga de carne y hueso, será nuestro secreto hasta que ella hable con mis padres, que son un poco frikis con eso de la escala social.

Estoy muy contenta, pues Elsa le ha comprado el chalet a Irene, que se despidió de mí con lágrimas en los ojos, yéndose a viajar que es lo que siempre había deseado.

© Marieta Alonso

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La estatua

15 noviembre, 2018 por Akelarre 5 comentarios

Estatua griega

La estatua

La estatua de esta mujer sin cabeza y con una niña de la mano pertenece al museo arqueológico de Nicópolis, literalmente ciudad de la victoria. Situada en el istmo de la península que separa el golfo de Ambracia del mar Jónico y a unos seis kilómetros de la actual ciudad de Préveza.

Esta ciudad griega la fundó Octavio Augusto el 2 de septiembre del año 31 antes de Cristo para conmemorar su victoria naval en Accio contra Marco Antonio. Aunque la batalla fue confusa, no se convirtió en auténtica victoria hasta la prematura huida de Marco Antonio y Cleopatra, lo que le permitió volverse en único dueño del imperio.

A diferencia de otras fundaciones romanas contemporáneas, esta no era una simple colonia, sino una ciudad libre y autónoma ligada a Roma por un tratado.

El museo se nutre exclusivamente de los restos arqueológicos que han surgido de las excavaciones de este importante enclave.

Amor pétreo

Cristina Vázquez

Sala de las estatuas griegas

Malena Teigeiro

Mármol de sangre

Liliana Delucchi

Sueños de un novel escultor

Marieta Alonso

Amor pétreo

Cristina Vázquez

En memoria de Eduardo

 

—Me comprendes ahora. ¿verdad?

Los ojos de Aurelio, enrojecidos, casi ciegos, brillaban en la tenue luz con tierna glotonería, mientras los del joven Jacinto se dilataban de asombro al contemplarla.

Hasta llegar al lugar dónde se hallaban tuvieron que atravesar un corredor iluminados por una linterna, al que accedieron a través de unas escaleras de piedra que Aurelio había construido como si reforzara una zona del jardín, en el que se alzaba la casa de sus abuelos. Una adusta casa de piedra que fue recomponiendo y agrandando gracias a la fortuna que había amasado en Sudamérica con un negocio de importación y exportación de granos.

Recompró la casa que se había quedado abandonada en manos de unos parientes y fue el único lugar al que, pese a su vida ajetreada y brillante, volvía como en un ritual de renacimiento. Sentado frente al ventanal repetía que esa montaña era su cuadro favorito.

—No quise a mi familia, excepto a mi abuelo que fue el hombre que me hizo hombre —le confesó a Jacinto esa noche.

Al decirlo abarcó con una mirada rejuvenecida la belleza que había conseguido crear, pues se convirtió, sin ser una persona de gran cultura, en un coleccionista importante. El joven se sentía incómodo por estas confesiones que le estaba haciendo el importante hombre, pese a conocerlo desde que tenía memoria. Sus padres habían sido los caseros de esa casa y aunque Aurelio fue un jefe respetuoso y educado, nunca traspasó unos límites de considerada distancia. Y que esa tarde le llamara y le dijera que se sentara con él en el salón le intimidaba.

—Jacinto —en su voz notó un temblor inesperado—. Me muero.

El otro protestó, pero si se le veía como siempre, fuerte, don Aurelio. Si no era tan mayor. Y se le iban estrangulando las palabras, sentado en el sofá cercano, con la prevención del que no está acostumbrado a unos almohadones tan mullidos ni a una conversación con el dueño, el señor que pagaba el sueldo de sus padres y sus estudios.

No habían cruzado más que conversaciones en las que le informaba cómo iba su carrera de arte, que le había obligado a estudiar, y algunos comentarios de lo rápido que iba creciendo. Recordaba de él alguna caricia cuando niño, y ahora, ahí sentado en el prohibido salón, le hacía esta confesión.

—No tengo hijos ni me he enamorado nunca—siguió mirando la declinante tarde.

Hizo un gesto con la mano como si apartara una desagradable presencia, pero no podía morirse sin confesar su secreto y le miró con una mezcla de súplica y picardía. Que volviera a las diez de la noche le ordenó.

—Y ahora déjame descansar.

Jacinto consternado por todas las confesiones recibidas volvió a la hora fijada. Lo encontró de pie con una linterna en la mano y una expresión de regocijo que sorprendía en el rostro afilado.

—Vamos muchacho.

Abrió una puerta disimulada al fondo de la despensa y empezaron el descenso de las secretas escaleras que llevaban al corredor, al final del cual divisó una puerta blindada que abrió Aurelio, ayudado por el joven. Al entrar le pidió que cerrara los ojos. Oyó el ruido de un interruptor.

—Ábrelos ahora.

Una estatua de mujer sin cabeza, tenuemente iluminada, destacaba sobre unas delicadas colgaduras de terciopelo verde. La belleza de la figura le dejó sin habla. Nunca había visto nada tan delicado y perfecto. Aurelio se acercó a la escultura, la acarició con la morosidad de un experto amante y apoyó la rala cabeza sobre su pecho.

—Este ha sido mi único amor. Me comprendes ahora ¿verdad? —y le suplicó abatido—. Cuídala cuando no esté.

© Cristina Vázquez

Sala de las estatuas griegas

Malena Teigeiro

Que hermosa y satisfecha debía de haber sido la vida de la joven, se dijo Marcela deteniéndose delante de la descabezada estatua. ¿A quién mostraría sus sinuosas caderas?, pensó. ¡Qué hermosos eran sus redondos brazos! ¿Y por qué llevaría a la niña colgada de su mano? Quizá fuera su hija.

Aquella mañana no había sido buena. Cosa que por otra parte tampoco era nada nuevo para Marcela. Pero sí hubo una diferencia: Él la llamó ignorante. En el fondo, reflexionó, tenía razón.

Fijó la mirada en la niña de piedra. Esa era la gran diferencia con la joven griega. La niña debía de ser su única hija. Por eso podía llevarla colgada de su desaparecida mano. Pero ella tenía cuatro. Y, claro, al ser cuatro, como rémoras, los llevaba colgados desde que nacieron. Elevó las cejas y suspiró mientras la admiraba. Después de unos instantes reanudó su conversación con la joven. La culpa no la tenían ellos. ¡Pobres hijos! Había sido de él. Y lo cierto era que además de a sus cuatro hijos, a él también lo arrastraba como si fuera la cola de su traje de novia.

¡Cómo la había engañado! Un día, apenas hacía dos meses que se conocían, le dijo que era feminista, y que quería que ella se realizase. Que no veía por qué tenía que dejar de trabajar una mujer al casarse. Poco le duró el feminismo. A la vuelta de su viaje de novios, justo cuando la puso en el suelo para besarla, acercó la boca a su oreja, y siseando como una serpiente, le dijo que a partir de aquel instante se había acabado eso de ir a trabajar. Que él quería una mujer en casita atendiendo a su marido como cualquier esposa de bien. Y ella, no muy satisfecha, dejó su puesto de administrativa en el banco. Y así fueron pasando los años, él cada vez más amargado y ella teniendo un hijo tras otro. Y ahora el insensato le había gritado. Le dijo que era aburrida, que era una inculta y que no se podía hablar con ella. Y Marcela, que sin que él lo supiera, tenía que andar cosiendo si quería que les llegase el sueldo a fin de mes, tembló cuando dándole la espalda, le escuchó rumiar: Si al menos trabajaras… Pensó que en el fondo tenía razón. Tanta marido, tanto hijo, tanta cocina la habían embrutecido. Miró alrededor y vio un banco en el medio de la sala de las estatuas griegas. Renqueante, cansada, se sentó en el borde.

Hasta que decidió que jamás nadie la llamaría inculta otra vez, aquella noche apenas había podido dormir. Por la mañana, después de que se hubieron ido todos de casa, como por algún lado tenía que comenzar, se apuntó a un curso de arte y ahora, allí estaba, en el museo intentando culturizarse. Le sonrió al desaparecido rostro de la mujer de la estatua. Sí, sí. La había engañado bien, masculló pasándose la mano por la frente. Cuando lo conoció, ella era redondita y de cadera cimbreante, como debías de ser tú. Él, delgado, vibrante, de cabello ondulado y largas pestañas, se le arrimó. Y entornando sus grandes ojos verdes, comenzó a decirle cosas bonitas. Luego, mientras con el pulgar le iba contando las vértebras, le habló del futuro que les esperaba juntos, de los negocios que tenía en mente. Y ella se volvió loca por él. En su casa nunca lo vieron bien. Jamás, jamás te hará feliz ese filibustero, le susurraba su madre con los ojos brillantes. Su padre añadía mordaz, irónico, que con ése guaperas no tendría ni pan ni agua, que lo único que le daría serían disgustos y humillaciones. ¡Y qué razón tenían! ¿Por qué los hijos no hacen caso a los padres? Cruzó los pies y se colocó el bolso encima de las rodillas. De nuevo fijó su mirada en la mujer de la estatua.

Luego fueron llegando los hijos. ¡Ay! ¡Si al menos uno de ellos hubiera sido una niña como esa tuya! Movía la cabeza sin dejar de contemplar el vacío espacio de la testa de la mujer. Quizá ella la habría comprendido y hubiera sido su amiga. Por favor. No te rías, le susurró. Si su hija no le había salido bien habría sido por mala fortuna, porque lo normal era que una madre y una hija… ¡En fin! Al menos eso creía ella. Se encogió de hombros. Pero no, los cuatro fueron chicos. Iguales que su padre. Delgados, zalameros, cimbreantes, sobre todo vagos. Y al igual que la mujer de piedra llevaba colgada a su hija de la mano, ella sentía que cargados sobre sus hombros los remolcaba por la vida. Se estiró la falda y con los ojos bajos, agarró el asa del bolso. De pronto levantó la mirada y se encaró a la estatua.

––A ti te ha sido fácil. Total, solo te han cortado una mano. Pero a mí… Y ahora, ya ves, ni siquiera puedo cortarme los hombros.

Marcela se levantó y arrastrando los pies, buscó la salida del museo.

© Malena Teigeiro

Mármol de sangre

Liliana Delucchi

Desde el último tramo de la escalera Briselda creyó percibir un olor que no era el habitual y cuando abrió la puerta tuvo que buscar un pliegue de su arrugada túnica para taparse la nariz. A punto de descomponerse, pensó que no podía haber tanta basura, solo habían pasado dos días desde la última vez que fue a limpiar el taller.

«Nuevamente habrá vomitado su borrachera», se dijo. Y mientras se encomendaba a Vesta dio los primeros pasos al interior.

«No es que el artista sea muy limpio, sin embargo, esto es demasiado», murmuró al ver la gran mancha de vino curiosamente espesa de una jarra destrozada.

Conteniendo la respiración, se acercó a las ventanas cubiertas con gruesas telas para descorrerlas, fue entonces cuando lanzó un grito y se desmayó.

Los alborotados vecinos de Suburra la rodeaban cuando sus ojos se abrieron para descubrir que parte de su vestido estaba manchado de sangre.

—No es tuya, Briselda, tranquila —le susurró un viejo legionario que vivía en el burdel de la planta baja.

Marco Bertonius era uno de los escultores más reputados de la ciudad, por ello se le encomendó la realización de una estatua que conmemorara a la difunta hija del pretor.

—Tiene que ser la más bella que hayas hecho nunca —ordenó el padre de la joven—. Presidirá la entrada de mi casa como ella ya no podrá hacerlo.

Y el artista se puso a trabajar.

A medida que el mármol iba tomando forma, Marco sentía que el aire que se colaba en su estudio lo rodeaba como si de un espíritu se tratase. Jornada tras jornada y casi sin descanso daba forma a un ser marmóreo bellísimo cuya expresión de dulzura lo acompañaba durante el sueño. Su imagen era lo último que veía antes de cerrar los ojos y lo encandilaba con las luces del alba.

Una ligera túnica cubría las formas de la cadera, mientras que la mano derecha la recogía sobre la rodilla con un gesto femenino. Marco la besó en el cuello antes de taparla con una manta y cerrar el estudio con doble llave. Era un secreto, a punto tal que ni siquiera osaba confesárselo. Era algo recóndito, oscuro.

Cuando en la taberna le preguntaban por su trabajo eludía las respuestas y tragaba rápidamente el vino. Si bien nunca había sido muy habilidoso para conseguir amigos, al menos guardaba ciertas formas, pero desde un tiempo se había vuelto huraño y hasta había dejado de acudir al templo de Baco, como siempre había hecho.

Día tras día y sus noches sin fin lo encontraban en el taller, esculpiendo, dando forma a una idea, a una ilusión que iba más allá de su magín. Por momentos parecía un autómata. El tiempo lo fue transformando en un habitante del averno donde era difícil reconocerse. De pronto y sin saber cuándo, la razón había saltado por la ventana.

Su amor, como gustaba llamarla, le pertenecía solo a él y a nadie más. Nadie podía verla.

Las formas fueron apareciendo cada vez más nítidas desde el fondo del mármol. De un esbozo rugoso, el pulimento dio origen a un ser mágico. A punto tal que comenzó a abrazarla, acariciarla… La eyaculación llegó sin más.

Debía beber, así al menos justificaría su borrachera erótica. La falta de vino le hizo correr escaleras abajo. El burdel, como siempre, estaba concurrido. Sin cruzar palabra con el tabernero, este le puso una jarra, él sacó una bolsa donde las monedas de oro y de plata brillaban como pequeños soles. El hecho no pasó inadvertido a varios hombres del Collegium de Suburra, tatarabuelos de los mafiosos actuales, que lo siguieron en tanto se alejaba en dirección a su taller.

No habló cuando lo golpearon para que les dijera dónde estaba el resto del dinero, ni siquiera cuando le clavaron ambas manos a la mesa.

Prisco, el  jefe de la banda, al advertir que los ojos de Marco se posaban en la estatua cogió su porra y golpeó la mano derecha de la misma, que cayó al suelo. Cuando el jefe iba a descargar otro estacazo contra la cabeza, el escultor habló. Prisco, sonriente, cogió el dinero y volvió a golpear a la estatua, decapitándola. El grito surgió de un fondo profundo, que nadie, ni siquiera Marco, sabía que existía.

La orden fue tajante y se cumplió antes de que los sicarios emprendieran la huida, dejando el cuerpo del artista junto a su obra.

La gran mancha de vino de una jarra destrozada empezó a espesarse.

© Liliana Delucchi

Sueños de un novel escultor

Marieta Alonso

Según Miguel Ángel Buonarroti escultura es: «aquello que se hace quitando».

Siendo adolescente me pasaba el día dando forma a un sinfín de trozos de madera. Con yeso creaba figuras extrañas, con bronce hice un cañón y una campana. Hasta que un atardecer encontré en el sótano de mi abuela un gran trozo de mármol que me inspiró.

No dije nada a nadie para dar una grata sorpresa y me pasé muchas mañanas, tardes y noches trabajando como un loco.

El problema fue que no calculé bien y ya tenía esculpido el cuerpo con el ropaje, el brazo derecho con una mano que recogía las vestiduras con gran delicadeza, cuando caí en la cuenta que se me había acabado el material sin haber hecho la cabeza y a falta de la mitad del otro brazo, desde el codo hasta la mano.

Nada podía hacer pues si el tal Michelangelo tenía razón, todo «aquello que se hace añadiendo» es plástica. Y yo soñaba con ser escultor como él.

Me eché a llorar amargamente, como solo un chico de quince años es capaz de expresar la derrota. Me ovillé a los pies de mi estatua inacabada. Así me encontró la abuela. Casi le dio un síncope por haber utilizado aquel mármol que su bisabuelo había extraído de una famosa cantera italiana, y al que habían destinado para hacer algo muy importante, aunque nunca encontraron la ocasión ni el motivo.

Al verme tan compungido y siendo tan práctica como era, inspeccionó la estatua, le dio la vuelta varias veces, la miró de arriba abajo y decidió que mi maravillosa obra serviría para custodiar su tumba. Que me olvidara de Miguel Ángel, ella movería cielo y tierra para conseguir otro trozo de mármol. Esculpiría su cabeza y su rostro, pero de joven, total si los romanos cambiaban la cabeza a sus estatuas, yo también podría hacerlo. Lo que era el brazo le daba lo mismo. Y así ella se convertiría en la famosa abuela del más grande escultor del pueblo: su nieto.

© Marieta Alonso

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Mujeres cargando flores

15 octubre, 2018 por Akelarre 16 comentarios

Mujeres cargando flores - Alfredo Ramos Martínez

Mujeres cargando flores - Alfredo Ramos Martínez

Obra del autor mexicano Alfredo Ramos Martínez (Monterrey 1871-Los Ángeles 1946)

Considerado como el «Padre del Arte Moderno» de México, es uno de los artistas más importantes del siglo XX. Dio esplendor al pastel, hizo murales muy importantes y fue calificado como pintor de mujeres y flores.

En 1899 viajó a Francia, país en el que continuó sus estudios y coincidió con el desarrollo de la pintura post-impresionista, participando en los salones de otoño de 1905 y 1907.

Regresó a México en 1909 y en el año 1913 quedó al frente de la dirección de la Academia Nacional de Bellas Artes. En estos años fundó las Escuelas de Pintura al Aire Libre en la ciudad de México, teniendo como alumnos, entre otros, a Federico Siqueiros.

En 1930, por motivos de salud, se mudó con su familia a Los Ángeles, ciudad en la que desarrolló imágenes de fuerte carácter nacional en las que el universo indígena fue protagonista.

Este notable artista es un icono del arte moderno, que le valió el sobrenombre de «Pintor de las melancolías», por parte del escritor Rubén Darío. Junto con Diego Rivera, se le considera el precursor y máximo exponente de este género pictórico, aunque hoy en día muchos le consideran a él el verdadero impulsor de la pintura mexicana contemporánea.

El perdón

Cristina Vázquez

La ofrenda

Malena Teigeiro

El ramo de flores

Liliana Delucchi

La fuerza del destino

Marieta Alonso

El perdón

Cristina Vázquez

Se sentó igual que un fardo pesado que se dejara caer con descuido y la humanidad imponente de Francisco tembló como una medusa.

—Piedad, don Rogelio, piedad —gurgutó mirando al suelo.

Los dos hombres estaban en las mecedoras del porche en la hacienda Santísima Trinidad, bajo un frondoso emparrado en el que se divertían las avispas con un zumbido que atenuaba los suspiros del doliente hombre.

—Soy culpable y nada me podrá consolar de esta pérdida.

La persona a la que se dirigía era el cura del pueblo, distante a media hora de camino y que el sacerdote había recorrido con la sotana recogida a la cintura, el sombrero de paja calado hasta las cejas y el andar de apresurada obediencia. Le debía su sacerdocio al señor Francisco, así como el tejado nuevo de la iglesia y el sostenimiento del hospicio. Achinado y de tez cobriza le costó mucho que le tomaran en serio y le dejaran de llamar el indio Rogelio.

Al encontrar al gran hombre dueño de las tierras y casi de las vidas de todo lo que podía alcanzar la vista, en ese estado de lamentación, de sincero abatimiento, se descompuso. Era más fuerte el recuerdo de sumisión que el poder espiritual que ahora tenía sobre él. Le pedía perdón por su pecado mientras le invitaba a que bebiera de la limonada que les dejó una triste joven sobre la mesa. Ella es la hermana gemela, reconoció el señor en cuanto desapareció la mujer igual que una sombra casi irreal.

—Ya sabe —por primera vez le miró a los ojos—, esta gente nunca llora.

Y levantó los hombros con la extrañeza de un animal acorralado.

Gracias a la suavidad aprendida en los años de seminario y sacerdocio, le conminó en tono de firme consuelo que descargara su corazón y su culpa, porque el Señor tenía perdón para todos sus hijos. Y dio un largo y tembloroso sorbo a la limonada.

Francisco juntó las poderosas manos sobre su amplia y blanda panza y dijo que la chica y su hermana, la que acababa de ver, habían nacido en esta casa y pisoteó rabioso el suelo con el polvoriento botín.

—Aquí, Rogelio, aquí—resopló pateando.

El cura mantenía impávida su oblicua mirada y una sonrisa de aliento un tanto forzada animando al hombre a seguir. Pero había cosas que él no estaba dispuesto a permitir. Bajó las desoladas manos a los lados de la mecedora y con la cara alzada hacía el cielo gimoteó, como princesas había criado a las mestizas, y al final, una de ellas le traicionó como una cualquiera. Se produjo un momento de silencio en el que el zumbido de las avispas y algún ruido sordo en la casa era lo único que se oía.

—Continué, por favor —dijo don Rogelio suavemente.

—Se fue con un mal hombre —contestó con gravedad—. Yo les perseguí para traerla de vuelta a su casa, a su padre —se golpeó el pecho.

Se tapó la cara con las manos sollozando. Cuando fui a la cabaña donde estaba refugiada con el cochambroso ese al que iba a matar…

— Me encontré a la niña colgada —confesó en un lamento—. Y al maldito arrodillado ante ella.

Al destaparse la cara su expresión se había vuelto cruel como la de una esfinge impía.

—Lo atravesé sin piedad y cayó como un saco huero.

Una mueca de repugnancia atravesó su cuarteado rostro y a continuación, en un tono lastimero, luego la trajo a esta casa y ahí reposa, dijo señalando un lugar impreciso. El temblor de sus hombros hizo estremecer la mecedora y por lo bajo baboseba, mis niñas, eran mis niñas preciosas, dos gemelas que fueron el regalo de su vida, cuando llevaban flores a la Virgen, cuando le obedecían como dulces perrillos.

Se irguió, y con los ojos enrojecidos y la papada temblorosa le exigió que enterrara a su hija en sagrado, curita, en sagrado. Le prometía un ala nueva en el hospicio y con voz trémula le ordenó.

—Ahora, dame la bendición padre Rogelio.

Y agachó la cabeza.

© Cristina Vázquez

La ofrenda

Malena Teigeiro

Itzel, así se llama la madre de Mayalen, se dedicaba con su hija a vender las flores de su jardín por las calles. Desde que se había casado, la joven siempre elegía las más bonitas para hacer su ofrenda. Las llevaba a la catedral y como si fueran sus más preciadas joyas, las colocaba a los pies del altar de Ella. Luego, de rodillas, pedía porque el amor que se tenían no se acabara nunca, porque la enfermedad y la muerte no se enamoraran de él, porque volviera cada noche a su casa. Lo hacía alegre, en el convencimiento de que Ella no podría dejar de escuchar sus plegarias. Casi siempre la acompañaba su madre, una mujer seria, adusta, que también recogía flores, las cuales, además de ser bastante más pequeñas, no eran tan bonitas y quizá por eso, pensaba Mayalen, nunca las llevaba a la catedral.

Itzel había hecho lo mismo que su hija durante mucho tiempo. Hasta que una noche él no volvió. Era verdad que su hombre era un poco pendenciero y que bebía bastante, y que le gustaba entretenerse con las mujeres bonitas, pero era su hombre. Y él siempre, siempre, sin importar donde hubiera estado ni con quién, cuando volvía a casa por la noche la amaba haciéndola llegar hasta el cielo.

Hasta que no regresó.

Una noche tras otra, siguió esperándolo. La primera noche como siempre, entre las tiesas y blancas sábanas. Luego sentada en la mecedora. Veía salir las estrellas, primero. Luego, contemplaba la luz del sol y era entonces, solo entonces, cuando comenzaba a trajinar como lo había hecho cada día.

Después de algo más de cuatro semanas de haber desaparecido, le trajeron su cuerpo envuelto en una manta de colores. Parecía un libro desvencijado. Ante la sorpresa de todos, no permitió que lo entraran en la casa y allí mismo, en la calle, delante de la puerta y de todos sus vecinos lo rodeó de flores, las más grandes y bonitas que encontró, y celebró su duelo.

Nadie comprendía por qué no lo lloraba, por qué no hablaba nunca de él, ni adornaba con flores su tumba. Ellos, sin conocer su anhelo, la criticaban. Se reían de ella, la llamaban loca. No le importaba. Y aunque el dolor de su ausencia le rompía el alma, noche tras noche, seguía acunándose con el vaivén de la mecedora. Ellos qué sabrían.

Lo cierto era que la noche en que desapareció él había vuelto a la misma hora de siempre, casi cuando salía el sol. Itzel dormía profundo cuando la despertó una fría corriente. Y al abrir los ojos, lo vio de pie al lado de la cama. Con su mano helada le acarició la frente y su voz, como si viniera de un eco lejano le susurró que lo perdonara. Que no lo abandonara. Que no quería irse. Ella lo miraba hechizada, sin miedo, sorprendida de que de la herida que tenía en la frente, larga, grande, tan profunda que se le veía el hueso, no manara ni una gota de sangre.

—No dejes que me entierren. No quiero que mi cuerpo me lleve —le decía una y otra vez apretándole las mejillas con sus dedos hueros.

Al ver que no le contestaba, levantó las sábanas y se acostó a su lado. Su cuerpo le dio amor, le dio frío. La noche siguiente se sentó en la mecedora, justo al lado de la puerta. Allí lo esperaba. Y desde entonces, nada más comenzar a caer la tarde, cual perro cancerbero, se aposentaba en el mismo sitio, en la misma mecedora, acunada por la brisa del mar. Y él seguía volviendo a su casa todas las noches y allí se quedaba, acostado entre las sábanas de lienzo que ella almidonaba cada tarde hasta que rompía el amanecer. Y dormía tranquilo porque sabía que Itzel cuando llegaba la Chingada para llevárselo al Mas Allá, le engalanaba la túnica y el mango de la guadaña con sus más preciadas flores, y la Chingada, al fin y al cabo mujer coqueta, se marchaba para volver de nuevo el próximo amanecer.

Delante del altar Itzel miró a su hija Mayalen. La contempló mientras se agachaba a para dejar su cesta de flores. Luego, como si las dos fueran una sola, implorante, elevó la vista hacia Ella.

© Malena Teigeiro

El ramo de flores

Liliana Delucchi

Mayte era la preferida de papá. Nunca supe por qué, dado que yo era la mayor y la guapa. Quizás porque mi madre me hacía los mejores vestidos. Igual que a una muñeca me llevaba a todas las meriendas con sus amigas. Es cierto que mi hermana era inteligente, uno de esos cerebritos que traen buenas notas y que por la noche, cuando nuestro padre se retiraba a la biblioteca a fumar y beber una copa, se reunía con él para hablar de historia.

Creo que le daba lástima que su esposa la escondiera como si formara parte del servicio. La pobre, tan desgarbada y tímida no tenía ni uno solo de los rasgos europeos que a mi madre la hacían sentirse tan orgullosa. «Ha heredado la fisonomía india de tu abuela paterna» susurraba. Sin embargo, creo que Maite la debe de haber escuchado alguna vez, porque siempre miraba para abajo, con los párpados caídos, como si no hubiese cielo que contemplar.

El matrimonio de mis progenitores era como muchos de mi país: Hacendado criollo, más moreno que lo habitual, con la nariz chata y gruesa como los primigenios habitantes, que se había enriquecido con sus plantaciones de caucho, busca joven con genética de los colonizadores para que sus vástagos tengan la piel más blanca. La encontró, una joven con buenos modales y mal carácter que supo poner flores en los jarrones y alfombras en el suelo.

No es que el romance no haya durado, es que nunca existió. Al poco tiempo de celebrado el enlace llegó a la ciudad una compañía de teatro y el hacendado se enamoró de la primera actriz. ¿Quién no iba a preferir a una señora que lo llamaba «mi amor» y «mi cielo» a otra que si le dirigía la palabra era para decirle lo basto que era o para pedirle dinero?

Cuando mi madre se enteró ya era tarde, pero se limitó a afirmar que era cosa de mestizos eso de no saber diferenciar entre una señora y una mujer vulgar. Hasta que un día descubrió la habitación de mi padre vacía y la vida de la actriz con un nuevo hombre. Pero eso no fue lo peor, al menos para mí, sino que el cuarto de mi hermana también estaba vacante. No me sirvió que mamá me dijera que podía hacer de él mi salón privado, como tienen las señoritas de bien. Me sentía indignada porque papá se había llevado a mi hermana, dejándome en medio de muebles de caoba y fuentes en el jardín. Pero la vida me tenía reservada una humillación más: Iba de paseo con mis amigas por los jardines de la catedral, cuando me di de bruces con mi padre, su nueva esposa y ¡mi hermana! Como si fuesen una familia feliz, como si aquel a quien tanto quería se hubiese olvidado de mí. El helado que estaba tomando cayó por los suelos y Maite, con una sonrisa, me ofreció el suyo. No lloré. Me puse roja, sentí un calor tremendo que me subía desde los hombros hasta el cuero cabelludo.

Nuestras vidas, la de mi hermana y la mía, fueron por caminos distintos: Yo me casé con un hombre de mi condición y ella se fue a estudiar a Europa sin que el matrimonio formase parte de su vida.

Esta tarde, después de tantos años vamos a encontrarnos en el funeral de papá. Ella ha llegado desde la capital y le he dicho que de las flores me encargo yo, lo que no sabe es que mientras su ramo es pequeño, el mío lo triplica en tamaño, con las preferidas de nuestro padre. Quizás, al finalizar la ceremonia, la invite a un helado.

© Liliana Delucchi

La fuerza del destino

Marieta Alonso

Nací en el lago Titicaca. El mejor lugar del mundo. Mis papás se conocieron en una fiesta y bebiendo chicha y bailando la cueca se les calentó el cuerpo. Lo contaba mi madre riéndose. Y cuando más embriagados de pasión se encontraban apareció el abuelo. Ni corto ni perezoso, se acercó a su cholita y enfrió el ambiente. La sacó del baile tirando de ella y la subió a las ancas de su caballo que relinchó como para hacerle ver que aquellas no eran maneras.

Como mi padre les había seguido sin chistar, recogió del suelo el bombín que se le había caído y se lo entregó. El abuelo le miró muy serio. Y le instó a que se marchara, que si no había tenido bastante con el baile.

Ya fuera por timidez o por miedo no se atrevió a responderle. Un mudo es poca cosa para mi hija, oyó decir. No soy mudo, farfulló. Ah, pues lo parecías. ¿Qué pretendes? Casarme. Y entonces mi abuelo le propuso, que demostrase que valía para marido de su hija trayéndole una anaconda viva, el huevo de un cóndor, y un leque-leque, ‒el ave andina que es pequeñita, con patas largas y muy lista‒. Cuando lo tuviera todo que viniese a su casa y entonces hablarían.

Mi padre pidió ayuda al chamán, a la familia, a la tribu, estos le aconsejaron que se buscara otra novia que fuera más fácil de obtener. Pero, ¡Él no podía dejar de pensar en ella! Se había enamorado. Un día que de lejos intentaba verla, el abuelo con la escopeta le salió por detrás y con la cabeza le indicó que se marchara de allí. Ya no se atrevía ni a acercarse.

Una mañana de lluvia pertinaz, mientras trabajaba la tierra, se encontró una ollita de barro que contenía objetos de oro, y se emocionó al pensar que había sido enterrada por sus ancestros, sabía Dios por qué, al pie de una higuera.

Como era un hombre honrado la llevó al jefe de la tribu, que conocedor de su amor desesperado, le aconsejó que fueran juntos a la casa de su amada, con la olla, el oro y una alpaca. Y con tan grande aval el futuro suegro se avino a concertar la boda.

Pasado el tiempo, tanto que hasta yo había nacido y era la pequeña de cinco hermanos, mi padre y mi abuelo encontraron a un cóndor herido a punto de ser atrapado por una anaconda. Lo vieron gracias a un leque-leque que lanzó su canto de alarma para hacer el bien y se posó con tal ímpetu, que la cabeza de mi padre se inclinó y pudo ver lo que iba a pasar.

Para mi abuelo aquello fue una señal inequívoca de los dioses. Ya podía morir tranquilo, su familia estaba en buenas manos.

© Marieta Alonso

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La boda

15 septiembre, 2018 por Akelarre Deja un comentario

Relatos sobre bodas

La boda

Una boda es una ceremonia religiosa o civil. Es un rito que formaliza la unión entre dos personas ante una autoridad externa que regula y reglamenta el procedimiento, el cual genera compromisos contractuales u obligaciones legales entre las partes o contrayentes. Se concibió como una poderosa razón para crear una familia, mejorar condiciones de vida con reparto de tareas y útil para la cooperación entre comunidades.

Esta actitud de interés compartido se mantiene hasta el siglo XVIII en el que se empieza a pensar en el enamoramiento como razón para el matrimonio.

¿Pero qué hay verdaderamente detrás de cada casamiento? Los más románticos dicen que amor, sin embargo, encontramos intereses, soledad, amistad y hasta deseos de venganza. ¿Quién no ha temblado ante la tragedia de Bodas de Sangre? ¿Quién no se ha emocionado ante el amor de Romeo y Julieta o desesperado frente al de Cyrano de Bergerac?

A partir de una foto antigua, nuestras brujas han creado cuatro historias diferentes en las que nada es lo que parece y si lo parece no lo es.

Esperamos que os gusten.

Bendición

Cristina Vázquez

Kristen, una mujer con principios

Malena Teigeiro

Regalo de boda

Liliana Delucchi

Ménage à six

Marieta Alonso

Bendición

Cristina Vázquez

Me molestaba que los tres ramos de rosas fueran casi exactos de tamaño, el mío sólo un poco más frondoso, pero la ocasión lo merecía. Aunque le hubieran quitado las espinas, me pinchaba un poco, pero no me importaba, era una señal más de la realidad a la que emergía y que nunca soñé iba a poder alcanzar: Por fin era la novia.

Mi cara expresa una alegría pícara. Sí, picara, o así lo veo yo ahora que la contemplo con detenimiento. O quizás de satisfacción de haber llegado hasta ese pretencioso estudio, y posar con mi elegante traje, el tremendo ramo y unas parejas de familiares de mi marido. Una de las chicas se la ve fastidiada, pues soñaba en casarse con él.

Cuando me encontró vagando por esa acequia, le dije a mi hoy marido que había tenido un accidente de coche y que por eso estaba en ese lamentable estado: desarreglada, con alguna mancha de sangre y un desgarrón en la blusa que dejaba al descubierto mi combinación y algo más. Él es bueno en el sentido más simple de la palabra, o eso pensaba yo entonces. No se le ocurría la maldad porque le supondría un esfuerzo mental. Me miró acongojado, dispuesto a prestarme ayuda, atención, y yo en ese momento logré un oportuno desmayo.

Me desperté en el asiento de su coche en el que me llevaba al hospital, pero le aseguré que ya estaba bien y que me dejara en cualquier sitio. Paró el vehículo. A quién podía llamar para auxiliarme, preguntó, tenía familia. Y con cara de gatita asustada le susurré que estaba sola en el mundo y que me había quedado un poco desmemoriada.

Me dejó en un hotelito discreto a las afueras del pueblo a la espera de que me recuperase y que no me preocupara por el dinero, él se haría cargo de todo hasta poder contactar con alguien. Alguien que nunca apareció, pues yo tardaba en recuperar la memoria entre miradas intensas, llantos imprevistos apoyada en su joven pecho y una mano descuidada en su muslo de chico sano y valiente.

Él, Jonás, así se llama, me miraba con toda la sorpresa de su inocencia y de su vida solitaria. Huérfano de madre, necesitado de cariño y cobijo lejos de un padre justiciero y dominante. En cambio yo, lo que necesitaba era esconderme y encontrar algo a lo que agarrarme, así que a los pocos meses me pidió que me casara con él. Estaba locamente enamorado repetía con ternura, y además, cada poco, le amenazaba con recuperar la memoria y tener que irme.

Cuando me presentó a su padre, un hombre fornido, de pobladas cejas y formidable estatura, me miró de arriba abajo. Ya conocía yo esas miradas, y con sonrisa burlona le preguntó a su hijo.

––¿Estás seguro del paso que vas a dar?

Y con tembloroso estremecimiento afirmó que sí, que por fin había encontrado amor y comprensión. El padre brindó de mala gana y cuando nos despedimos me retuvo un momento para enseñarme una pistola antigua. Como hiciera daño a su hijo me las vería con él me advirtió mientras acariciaba la pistola con obscenidad. Al despedirme me alcé en las puntas, le di un beso muy cerca de la boca y le susurré.

––No quiero morir y he encontrado mi refugio.

Me dio un cachete en el trasero.

Han pasado muchos años y el otro día descubrí en el fondo de una caja dónde Jonás guardaba sus recuerdos, el recorte de mi foto en el periódico, ya amarillenta. Entonces comprendí lo que era de verdad la bondad.

© Cristina Vázquez

Kristen, una mujer con principios

Malena Teigeiro

Pasando el dedo por encima de su zapato de raso, Kristen contemplaba la fotografía. Sus padres, que habían temido con auténtico desasosiego que se quedara soltera, posaban con evidente orgullo en la foto de la boda. Y si bien era cierto que se había hecho esperar, ahora presumían del esposo de su adorada hija. Según ellos, reunía todas las cualidades que se pudieran desear.

El recuerdo la hizo sonreír divertida y en su arrugado rostro, aunque ya no tímidos, aparecieron sus simpáticos hoyuelos. Había sido la última de sus amigas en abrazar el matrimonio y si lo hizo, fue porque no le había quedado más remedio si quería culminar sus pretensiones. Suspiró satisfecha. Difícil había sido su vida, aunque divertida también. Guardó el retrato y marcó el número de sus abogados. Después de una breve conversación, se dispuso a esperar.
Su marido era hijo de Mister Marcus B. Senior, industrial del acero y del petróleo del que se decía que si llegaba algún día a arruinarse, con él se hundiría el país. Era pícaro, bien plantado, y por si fuera poco, gastaba una voz dulce y aterciopelada que al igual que los ojos de una serpiente, adormilaba y convencía a todo el que la oyera. Su suegra, Isobel, ya era otra cosa. Mujer altiva, presuntuosa y con poco cerebro, había heredado de su padre unos terrenos de los cuales brotó el petróleo que Mister Marcus B. Senior supo manejar. Y su hijo, el que se convirtió en su esposo, había salido a ella. Porque a su juventud se le podía achacar el que fuera completamente inexperto en las artes amatorias, también la timidez, así como su tierna ingenuidad, pero no el ser lelo y bastante papanatas. Kristen recogió de nuevo la foto. Acarició la risueña boca de la bella novia, luego hizo lo mismo con la del novio. Y recordó los pegajosos besuqueos de Marcus B. Junior, sus manos incapaces de acariciar, su brusquedad al intentar poseerla. ¡Cómo le repelían esos instantes! Suspiró profundo. Y si había soportado con aparente alegría y mimo el sacrificio de fingir ante el amor de su joven esposo, a cambio se había llevado al heredero de todo el imperio.

Se habían casado en la catedral, y después celebraron el banquete de bodas en la mansión de sus suegros en Long Island. Y ahora que veía la vieja foto, se daba cuenta. Ella y él, fueron los únicos felices ese día. A su madre, eclipsada por la elegancia de Mrs. Isobel no se la veía muy contenta, a su padre sí.

Con gran habilidad, Kristen se convirtió en la amiga indispensable de su suegra, por quien se dejó guiar y reeducar, creía la buena mujer, y a quien acompañaba a cualquier acto. Pronto se quedó embarazada, y nació Marcus B. Tercero. En la fiesta del bautizo hubo hasta fuegos artificiales traídos especialmente de China para la ocasión. Su marido llevaba al bebé en brazos de un lado para otro mostrándolo con verdadero orgullo. Es igual que yo, ¿verdad?, preguntaba a todo el que se acercaba. Y desde entonces, poniendo como motivo que tenía que vigilar a su hijo, nunca más volvió al despacho de la Torre B., en la Quinta Avenida, despacho que a instancias de su suegra, hábilmente inducida por su nuera, no tardó en ocupar Kristen. La joven se descubrió tan diligente y trabajadora, que pronto se convirtió en una figura indispensable en la empresa. Y las muchas horas que allí pasaba, la llevaron a ocupar una habitación en la Torre B. Decía que se quedaba allí a dormir para no despertar a su esposo y a su hijo cuando llegaba tarde. Y así, en completa armonía, teniendo un hijo tras otro, hasta cinco, fueron pasando los años.

Falleció primero su suegra, cuatro años después, su suegro. Kristen se quedó a cargo de todos los negocios, que supo dirigir y acrecentar, rodeándose, eso sí, tal y como le había enseñado su suegro, por los mejores directivos. En cuanto su hijo mayor, joven bien parecido, divertido y serio a la vez, terminó sus estudios, lo sentó a su lado y lo inició en el manejo de la fortuna familiar. Así continuó su vida hasta esa tarde en la que llamó a sus abogados. Y no muchos meses después, Kristen tuvo a bien irse al otro mundo.

Y ahora, sentados en el despacho de Hutton & Hutton, abogados, se encontraban los cinco hijos dispuestos a escuchar la lectura del testamento. Antes de comenzar, Mister Hutton les entregó un sobre cerrado con lacre. Para ser abierto después de mi muerte y previo a la lectura del testamento, decía una elegante letra azul marino. Abrió la carta el hijo mayor y se en el mas riguroso silencio, se la fueron pasando unos a otros. Al terminar la hija pequeña de leerla, con un gran suspiro y la mayor de las sonrisas, se la devolvió al notario. Y fue justo en ese instante cuando todos escucharon la voz de Marcus B. Tercero.

––A fin de cuentas, todo queda como antes. ¿No creéis?––se frotó las manos.

Después de arrellanarse en la butaca, recorrió uno por uno los rostros de sus hermanos. Si como les contaba su madre, continuó, desde que había visto por primera vez a su abuelo se habían enamorado locamente, y sabiendo que su abuela era la dueña de casi todo el patrimonio familiar, y que si su abuelo le pedía el divorcio los dejaría en la calle, y que, por consiguiente, la única forma que tuvieron de culminar su amor fue el matrimonio de nuestra madre con nuestro supuesto padre, resopló irónico, lo habían sabido hacer bien.

––Papá fue el hombre más feliz del mundo ––elevó las cejas y sonrió.

––Y no digamos el abuelo ––levantó un dedo el menor de los hermanos.

––La situación es de lo más divertida y pintoresca ––apuntilló el segundo conteniendo la risa––. ¡Y pensar que según la abuela éramos el ejemplo moral de las familias de Nueva York!

La joven Marcelita soltó una sonora carcajada que fue seguida por sus cuatro hermanos.

––Continúe usted, Mister Hutton ––remató Marcus B. Tercero.

© Malena Teigeiro

Regalo de boda

Liliana Delucchi

En el amplio camarote de primera clase, recostadas sobre una cama, tres jóvenes contemplan una foto. A su alrededor, sobre las sillas y tirados por el suelo los vestidos y tules de luto que acaban de quitarse.

––Estabas guapísima, Sara, con el vestido de novia tan criticado en esa mini ciudad de paletos ––dice Esther, la hermana del medio, mientras se quita la media negra y estira los dedos de los pies.

––Cuando nos vio con nuestros trajes, que dejaban al descubierto mucho más que los tobillos, a tu suegra casi le da un espasmo ––interviene Raquel, la menor.

El enlace había sido arreglado por la abuela de las tres cuando, después de la muerte de sus padres en un accidente de tráfico, comprobó que la única herencia que les habían dejado fueron largos viajes alrededor del mundo, conocimiento y una sofisticación que no cuadraba demasiado con aquella zona de La Mancha.

––Al menos sois guapas y tenéis clase, dos cualidades muy apreciadas por cierta gente que si bien tiene el dinero que necesitamos, carece de lo que vosotras atesoráis -les dijo la abuela una vez finalizado el funeral.

No tardó en iniciar las negociaciones con los Sánchez, una familia con tres vástagos en edad de casarse y con una renta considerable como para mantener el nivel de vida de sus nietas.

––Teobaldo, el mayor, será para Sara ––informó la señora a su regreso de la visita a los vecinos––. Sus padres están de acuerdo. Ignacito, el segundo, para Esther y el menor para ti, Raquelita.

––¿Y cómo se llama el menor, abuela? ––preguntó Raquel con sorna.

––Jeromín. Eso creo. He hablado tanto y escuchado más de lo que mi viejo cerebro puede digerir que ya no me acuerdo, ––contestó la señora mientras pedía a la criada una copa de licor––. De todos modos los conoceréis el próximo sábado. Vendrán a merendar.

Si las jóvenes esperaban a los tres mosqueteros, se llevaron una desilusión. Bastos y sin los modales a los que estaban acostumbradas, los hombres se sentaron uno junto al otro en un sofá de la biblioteca y solo abrieron la boca para degustar los pastelitos.

La primera boda se celebró un soleado día de mayo. Sara estaba preciosa con el vestido que su madre había tenido la previsión de comprar en París antes del accidente, y las hermanas oficiaron de damas de honor con igual elegancia y excentricidad.

El pobre Teobaldo murió durante la noche de bodas, incapaz de soportar los embates de su primer orgasmo. Con lo buen jinete que era, murmuraba la abuela de las chicas, y no pudo montar a su mujer.
El periodo de luto por ese fallecimiento retrasó la boda de Esther con Ignacito, que tuvo lugar un año después, aunque con menor boato. Esta vez, el novio superó la prueba del sexo y, a pesar de que su esposa lo conminaba un día sí y el otro también para ver si tenía la misma suerte que su hermana mayor, el hombre superaba las proezas. Este es un verdadero cabalgador, cuchicheaba la abuela. Así que la joven no tuvo más remedio que acudir a los consejos de una octogenaria conocida por sus brebajes.

––Toma, hija ––le dijo la anciana mientras le daba un frasco de cristal ––es belladona. Unas gotas todos los días, de a poco, y verás cómo dentro de un tiempo estará con su hermano mayor.

Y así fue. Una madrugada apareció muerto en la cuadra, junto a su yegua favorita.

De más está decir que Jeromín no quiso saber nada de casarse con Raquel. Esas hermanas traían la parca bajo el brazo, pensaba no sin razón el muchacho.

Con la teatralidad de los trajes de luto y pañuelos de batista bajo las narices, las tres viajaron a Inglaterra para embarcarse en un vapor que las llevara a Nueva York. Allí habría señores que desconocieran sus historias y sería fácil encontrar algún candidato para la menor, ya que esta aún no había heredado fortuna alguna de un marido.

Ahora están las tres en ese camarote, mirando la foto de la primera boda y soñando con la tercera.

––Ponte el vestido rojo ––indica Esther a su hermana pequeña–– realza el color de tu piel y dejarás pasmado a ese banquero neoyorquino. Esta noche tienes que estar deslumbrante ––continúa mientras se cepilla el pelo––. Por cierto ¿qué querrás de regalo de boda?

––Un frasco de belladona ––responde Raquel colocando una gardenia en su escote.

© Liliana Delucchi

Ménage à six

Marieta Alonso

No quería vestir de blanco, trataba de ser honesta consigo misma, pero nadie en su sano juicio se atrevería a sugerir semejante insensatez delante de un padre como el de Gertrudis. ¡Eran otros tiempos!

Fue él quien le impuso ese novio que ahí ven con cara de buena persona, siempre serio, y al que intentó oponerse sin éxito. Todo estaba hablado al milímetro entre los progenitores, eran amigos de toda la vida, de la misma posición social y las tierras lindaban unas con otras. El futuro nieto unificaría las dos grandes fortunas. Cada uno aportó, de momento, una sólida dote.

La gente que conocía al prometido lo estimaba, pero en la novia esos sentimientos se encontraban a un nivel muy bajo, es más, la sacaba de quicio, por lo que tenía tales remordimientos, que la obligaban a respetarle, un poquito, no mucho.

En esa foto que presidía el dormitorio está la historia de sus vidas. Mirad las caras femeninas, deteneos en sus ojos, hay determinación, luego las masculinas, socarronas. Tal parece que les envuelve una atmósfera enrarecida como si cada uno creyera llevar las riendas de su vida.

De derecha a izquierda vemos el hombre al que Gertrudis amaba, casado con su mejor amiga, que a la vez estaba enamorada de aquel que juró ese mismo día, amar y ser fiel. Sufría por su desamor, no le hacía ni pizca de caso por lo que se entretenía con el último de la izquierda, el que tiene levantados la punta de los relucientes zapatos, al que su mujer engañaba con el que hoy celebraba su matrimonio. Eran tres parejas muy bien avenidas. No hay que pensar en futuras tragedias.

La madre de Gertrudis, a la que no se le escapaba nada, un día le susurró: Haz que dure esta perturbadora paz. Los sentimientos pueden ser cambiantes pero el patrimonio es inamovible. Y con un pañuelo bordado de hilo se retocó la mejilla.

Esa bonanza perduró toda la vida. En la juventud demostraron, como buenas amigas, que compartir podía ser algo hermoso y excitante. Ya de mayores siendo viudas se reunían ‒como siempre habían hecho‒ una vez a la semana para criticar a quienes pasaban cerca de ellas, recordar esos momentos que dejan huella, comentar las últimas novedades, reír… Llorar, estaba prohibido. El surco que dejan las lágrimas no hay crema que lo disimule.

© Marieta Alonso

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Perlas

15 agosto, 2018 por Akelarre 10 comentarios

cuentos sobre perlas

Perlas

A lo largo del tiempo, las perlas han sido una de las gemas más preciadas y codiciadas. Se pueden hallar innumerables referencias a ellas en la religión y la mitología de muchas culturas desde tiempos remotos.
Hace más de 2.000 años, los chinos creyeron que tenían el poder de la juventud eterna. Los egipcios las apreciaban tanto que se hacían enterrar con ellas. Los griegos las asociaban con el amor y el matrimonio.

En la antigua Roma, las perlas eran consideradas el más alto símbolo de riqueza y de posición social. Durante los inicios de la Edad Media, mientras que las doncellas de la nobleza atesoraban collares, los caballeros las llevaban consigo al campo de batalla.

Hasta principios del siglo XX, las perlas naturales estaban al alcance sólo de ricos y famosos.

En 1916, el famoso joyero francés Jacques Cartier compró su histórico establecimiento en la Quinta Avenida de Nueva York al intercambiar dos collares de perlas por la valiosa propiedad.

El símbolo

Cristina Vázquez

El coleccionista

Malena Teigeiro

Día de la madre

Liliana Delucchi

Regalo cautivo

Marieta Alonso

El símbolo

Cristina Vázquez

—Silencio, por favor, silencio.

Al decir estas palabras doña Eulalia consigue que cese el aplauso que le dedican sus empleados en el día de su despedida. Está emocionada y agradecida antes de ceder la palabra al nuevo director general.

Al oírse decir, silencio, por favor, silencio, no puede evitar recordar la primera comida en casa de su tío cuando él dijo: Silencio, he dicho, silencio. Y todos los comensales enmudecieron ante estas palabras. Luego comprobó que era una situación que se repetía con frecuencia y siempre con la misma entonación crispada, sin resonancia, que caía igual que un mazo. Nadie osaba a abrir el pico hasta que él volviera graciosamente a dar el turno de palabra.

—Ahora puedes contar lo que estabas diciendo, pero con un poco más de soltura o de gracia o de precisión —decía señalando al aludido con su dedo índice.

Lo único que modificaba don Alberto era el sustantivo que calificaba la frase anteriormente cortada en seco.

El aludido podía ser un hijo, un invitado, o una nuera y en ciertas ocasiones la conversación no se retomaba y el silencio se imponía en el comedor, roto sólo por los ruidos de los cubiertos. En esos momentos su mirada no se desviaba del plato y una sonrisa asomaba a su cuarteada cara de lagarto. Eulalia, su sobrina, esperaba que sacara una lengua bífida para atrapar alguna víctima inocente.

Era la hija de su único hermano, muerto según él, por inútil, una de sus palabras preferidas. Vivía desde entonces en su casa pues su madre, una hermosa señora ausente y avispada, envuelta en velos muy negros y lacrimosos, la dejó en las acaudaladas aunque ásperas manos de su tío Alberto. Al fin y al cabo era su padrino y tenía un deber con la tierna, adorable huérfana. Y ahí se quedó plantada en el agrío caserón, con tres primos mayores ya casados, sometidos al ritual tiránico del padre a cambio de sustanciosas pensiones y caprichos.

Después de la primera y dura impresión empezó a pensar cómo sobrevivir y sacar tajada de la situación en que le había puesto la vida. No echaba de menos a su madre, y de su padre le quedaban lejanos recuerdos de ternura, de risas y juegos ruidosos. Luego se fue esfumando en una figura alcoholizada y triste. Empezó a fijarse bien en el hombre que ahora ejercía funciones paternales, pese a la incomodidad que le había producido la llegada de la parienta huérfana.

Un ruido del micrófono la saca por un momento de sus recuerdos y mira con orgullo el símbolo que brilla en la pared, el símbolo de su triunfo y sacrificio.

Todas las tardes después de volver de su oficina el viejo don Alberto se encerraba un rato en su despacho, y ella le veía sacar un pequeño llavín. Le intrigaba mucho qué abriría, aunque nunca osó preguntárselo. A medida que pasaba el tiempo Eulalia se iba quitando el pelo de la dehesa, como decía él con desprecio, y aprendió matemáticas, a bailar, a arreglarse con gusto y a demostrar afán de conocimiento y tenacidad en las tareas emprendidas. El tono del tío se fue modificando y en la soledad del caserón empezó a contarle recuerdos, a quejarse de la pésima educación de sus inútiles hijos, su madre les consintió todo, confesaba con acritud, a demostrar una torpe ternura y un orgullo de Pigmalión frente a los demás, por haber conseguido con su dinero y el esfuerzo de ella una hermosa señorita educada, la hija que nunca tuvo.

Se sorprende del final del discurso y del sonido de los aplausos otra vez, pero no le interesa demasiado lo que sucede ahora, los inevitables agradecimientos, las palabras huecas y vuelve al momento en que su tío, en una especie de ritual le abrió el cajón de su mesa con el llavín que tanto le intrigaba y apareció, sobre un terciopelo verde oscuro, una ostra semicerrada con una perla en la abertura. Los ojos se le iluminaron al mirarla y la cogió en sus gruesas manos con mimo de aprendiz.

—Esta perla me la regaló una gran mujer y fue el principio de mi fortuna —levantó los estrechos y amarillentos ojos—. Quiero que sea tuya y que mantengas lo que he creado antes de que se lo merienden los inútiles de mis hijos.

Y ese era el símbolo de la empresa, la ostra con la perla que hoy brillaba en todo el mundo y que era su pequeño homenaje a ese hombre tosco y generoso, inteligente y suspicaz que permitió que sus solitarias vidas se complementaran en un fin común.

© Cristina Vázquez

El coleccionista

Malena Teigeiro

Mis amigas y yo no llevábamos mucho tiempo en la playa cuando vimos que se acercaba un velero. Manejaba el timón un hombre alto, delgado, con las rastas de su cabello pardas por la sal. Al parecer, él también se había fijado en nosotras. Y he de admitir que desde que lo descubrí, no dejé un instante de contemplarlo.

Nosotras, entre risas y bromas, pasamos la mañana entrando y saliendo del agua hasta la hora de volver a nuestras casas. Después de comer me eché una siesta, y por primera vez soñé con él. Soñé que era el hijo de Neptuno y de la Nereida Anfrítite. Una y otra vez se me aparecía surcando los mares en su precioso velero de madera. Aquella noche lo encontré sentado en una terraza del paseo marítimo. Dijo que me estaba esperando.

Salimos un día y otro, por la mañana y por la tarde hasta que me llevó a dar una vuelta en el velero. Allí, en el medio del mar, me confesó que me quiso desde el momento en que me vio. He de decir que a mí me arrebató la mirada de sus ojos azules, sus galantes maneras, y el perfume medio a mar, medio a madera, que me mareaba mientras me juraba su eterno amor. Recuerdo todavía la dulce caricia de su voz, ronca, grave, al decirme que mis besos le sabían a mar. Y sobre mis movimientos, dijo que le recordaban a las sinuosas oscilaciones de las algas. También me habló de mi piel, que era como el nácar, dijo. Y entonces, justo a continuación de esas palabras, sacó un estuche del bolsillo —eran dos preciosas perlas, iridiscentes, redondas como canicas— y me pidió que me casara con él. Arrebatada por tanto amor y tanta galanura, así como por la belleza de su costosísimo regalo, dije que sí y que teníamos que hacerlo cuanto antes. Lo cierto era que no me apetecía nada volver a la universidad.

Habló con mi padre, a quien no acababa de gustarle que un hombre de su edad —casi veinte años mayor que yo— anduviera conmigo, y torciendo el gesto le expuso que todavía era menor de edad. Y dando media vuelta, se fue dejándolo plantado. Pero tantos fueron mis llantos y tanta la insistencia de mi madre, quien feliz presumía con sus amigas de que su niña era la primera que se casaba de la pandilla y de la buena boda que hacía, que al final cedió.

He de reconocer que mi marido me adoraba. Le gustaba regalarme perlas. Las australianas me llegaron en un estuche de piel rojo; las tahitianas, en una cajita de terciopelo verde; las chinas, esas… ¡ya ni me acuerdo! También me las regaló de agua dulce, cultivadas o de cualquier nacionalidad o diferencia. Todas valían para aquel loco que se satisfacía poniendo precio al sufrimiento de unos pobres animalitos. Y comenzó a llamarme mi perla, y lo que en un principio me sonaba bien, no tardó mucho tiempo en que comenzara a sentir vergüenza cuando lo hacía delante de cualquiera. Me pareció que esa forma de nombrarme era una cursilería inaguantable. Luego ya fue peor. Llegó un momento en que decidió que era de verdad una de esas bolas blancas que tanto adoraba, y como tal me encerró en la casa. Mandó construir una cama en forma de ostra gigante. Me adornaba con ristras de aljófares de todos los tamaños y colores, me obligaba a vestirme con telas nacaradas. Mi perla, decía arrebolado. Aquella obsesión me hizo sentir como si en vez de ser su mujer, fuera esa especie de quiste que tienen las pobres ostras. Más bien pronto que tarde comencé a hartarme de tanto nombre, tanta concha, y tanto nácar, pero poco podía hacer. Y caí en lo que se podría llamar una profunda tristeza. En cuanto percibió que yo andaba hundida, cabizbaja, y quizá algo furiosa, decidió hacer un viaje. Para que te distraigas un poco y salgas de esa apatía, me dijo. Y, ¡cómo no!, decidió llevarme a visitar granjas de ostras. Y fuimos a Japón. Allí me enseñaron a bucear con una bombona a la espalda. Me espantó la experiencia. Sin embargo, él confundió mi mueca de horror con una tímida sonrisa de agradecimiento. Cuando creyó que estaba preparada, me hizo bajar sola a ver las conchas en sus bateas. Luego, fuimos a Filipinas, a China, a Tahití. Y así llegamos a Méjico.

Aquella noche en el hotel se celebraba una fiesta. Cantaban los mariachis, bailaban las alegres y bellísimas niñas con sus lazos de cintas de colores entre los mechones de sus negras trenzas. Me fui a la cama pensando que aquello sí que era vida, aquello sí que era alegría.

A la mañana siguiente, me sumergí para ver la granja. En el fondo del mar, entre las nasas y las cuerdas de las bateas, plagados sus velos de conchas, una bella virgencita me contemplaba con dulzura. Ella me indicó el camino y yo lo seguí. Nadé pegada a la arena hasta que se le acabó el aire a la bombona. Me desprendía de ella y la dejé, allí mismo, tirada en el fondo del mar. Subí a la superficie y seguí nadando.

Ahora vivo en el centro de Méjico, casi en la selva, y no quiero volver a saber nada más de bateas, de playas ni del agua del mar. Creo que me han dado por muerta, creo que anda llorando por mí. Quizá algún día le diga que no se preocupe, que estoy bien, que ahora me adorno con piedras de colores, y que cualquier cosa me hace feliz. Excepto una perla.

© Malena Teigeiro

Día de la madre

Liliana Delucchi

Se la dio Sor Catalina el día en que abandonó el orfanato.

—La traías en tu manita, los dedos aferrados a ella, tanto que solo cuando te dimos ese baño que necesitabas pudimos verla —dijo la religiosa al entregarle una perla.

Detuvo sus ojos ante esa esfera perfecta, blanca y brillante. Era todo lo que poseía. La perla y el libro de oraciones que lo acompañaba cada noche. El camino que se iniciaba ante la gran reja que separaba el edificio de las afueras del pueblo le pareció largo. No lo es tanto, se dijo Constantino entornando los ojos. He ido muchas veces a hacer recados que me encargaban las hermanas y no tardaba más de diez minutos. Ahora era diferente. Al final de ese sendero se abría un mundo que otros llamarían libertad, pero el joven sentía una presión en el estómago y un temblor en los labios que reconocía como los síntomas de cuando se enfrentaba a lo desconocido.

—Ve derecho a la tienda de ultramarinos. Su dueña, doña Jacinta, te espera con un puesto de dependiente, también te dará alojamiento —la voz de la hermana, tan suave, tan cálida, como siempre.

Constantino apretó la mano de quien lo consolara las noches de tormenta, de esa mujer de cuerpo tan generoso como su alma, el único pecho que conoció en que apoyar su cabeza y enjugar sus lágrimas. No vio las de ella cuando inició su andar hacia el futuro.
El negocio de doña Jacinta, una viuda de mediana edad y sin hijos, se erigía en la mitad de la calle principal. Un edificio de dos plantas, la de abajo para la tienda y la de arriba era la vivienda de la señora. Le mostró su habitación, un cuarto pequeño pero limpio y con lo estrictamente necesario.

No le costó al joven aprender a despachar, conocer los productos y sus precios y asimiló de su jefa el buen trato, preguntar a los clientes por sus hijos, sus enfermedades o los resultados de la última cosecha. Por las noches, una vez hecha la caja, subían los dos y mientras la mujer preparaba la cena, el aprendiz barría o se dedicaba a lo que fuera necesario para una vida sin lujos pero sin necesidades.

Antes de dormir, jugaban a las cartas o miraban la televisión. Las conversaciones se hicieron cada vez más personales, el cariño no tardó en aparecer entre esos dos seres necesitados de afecto. Los domingos iban a misa a la iglesia del orfanato y entonces Sor Catalina respiraba tranquila al ver que su protegido había encontrado algo parecido a una madre.

La tarde en que fue a llevarle el pedido semanal a don Fermín, el único relojero del pueblo, el joven lo vio trabajando con una piedra azul.

—Es un topacio —dijo el anciano al ver la mirada sorprendida de Constantino.

—¿Y qué va a hacer con ella?

—Engarzarla en una sortija —respondió el joyero mirándolo por encima de sus gafas—. Será un anillo de pedida. ¿Sabes lo que es un compromiso matrimonial?

—Claro, he servido como monaguillo en algunas bodas cuando estaba en el convento.

Al volver a su habitación sacó de una pequeña caja la perla que le había entregado la monja antes de iniciar su nueva vida. Ahora sé cuál va a ser tu destino, le dijo a la gema mientras la acariciaba. A la mañana siguiente volvió a casa del joyero.

—¿Podría engarzarla para un colgante y tenerlo antes de quince días?

—Preguntó a don Fermín con la voz entrecortada. —No la he robado —y le contó la historia.

El primer domingo de mayo, Día de la Madre, Sor Catalina se secó las lágrimas al ver a su protegido junto a doña Jacinta y a esta con la perla colgada del cuello.

© Liliana Delucchi

Regalo cautivo

Marieta Alonso

Yendo hacia el exilio logró camuflar dentro de un sencillo moño bajo aquel collar de perlas, regalo de su abuela cuando cumplió los dieciocho años. Al entregárselo hizo aquel comentario tan inquietante.

—No lo luzcas nunca, querida niña. Es la joya de la familia. Trae mala suerte ponerla al cuello, pero te dará de comer en caso de necesidad.
Guardó el estuche entre la ropa blanca, esas sábanas de hilo bordadas que también le regaló y que tampoco usó por el trabajo que daba plancharlas.

En el momento de partir, simulando entereza, aunque tenía un pavor que se le debía notar, fue hacia el cubículo donde hacían los registros personales. La revisaron de arriba a abajo, pero en su cabeza de anciana ni se fijaron.

Mientras tanto, hizo un repaso de su vida. Después de cumplir la mayoría de edad, su día de nacimiento se desbocó y en un santiamén llegó a los ochenta y cinco años con tres matrimonios, dos divorcios, una viudedad, tres hijos y seis nietos, a los que animó —más bien empujó— a marchar en una balsa y que llegaron sanos y salvos al país adonde ella ahora se dirigía.

Si lograba pasar indemne de aquel registro la vida les sonreiría. Hubo un momento de tensión en el que se le encogió el ombligo. Falsa alarma. La mandaron salir y vio cómo registraban su maleta. Los tacones, aunque bajos, hacían que se balanceara al no poder controlar las rodillas.

Ya en el avión un suspiro de alivio la envolvió. Todo iba bien. Acababa de esquivar algo muy grave que mejor no describir con palabras.

A insensata, testaruda, chiflada y muy valiente no te gana nadie, mamá. Eso le dirían sus hijos cuando ella, a su llegada, con un gesto teatral deshiciera aquel rodete y las perlas ensartadas se fueran deslizando, despacio, por su curva espalda. Ya estaría al tanto para que no cayeran al suelo.

© Marieta Alonso

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Veleros

15 julio, 2018 por Akelarre 14 comentarios

Cuentos sobre veleros

Veleros

Un velero es una embarcación en la cual la acción del viento sobre su aparejo constituye su forma principal de propulsión.

Los egipcios fueron los primeros constructores de barcos de vela de los que se tiene noticia. Hace al menos cinco mil años que los fabricaban para navegar por el Nilo y más tarde por el Mediterráneo.

Las embarcaciones de vela fueron los primeros medios de transporte a través de largas distancias de agua (ríos, lagos, mares). Actualmente tienen un uso de carácter recreativo, deportivo o educativo. Sin embargo, en algunas zonas del Océano Índico siguen utilizándose con un sentido comercial.

Las embarcaciones de vela también tuvieron un uso militar, especialmente en naciones con un fuerte desarrollo colonial transoceánico (Inglaterra, España, Holanda, Francia), hasta el siglo XIX.

Hay muchos tipos pero todas tienen ciertas cosas básicas en común. Todas las embarcaciones de vela tienen un casco protegido por la quilla, aparejo, al menos un mástil para soportar las velas y una orza para no derivar y compensar la fuerza lateral del viento.

Adelante campeón

Cristina Vázquez

Los difuntos de la familia de Carmiña

Malena Teigeiro

La princesa y el santo

Liliana Delucchi

Una isla para la esperanza

Marieta Alonso

Adelante campeón

Cristina Vázquez

Adelante, campeón, adelante. En el intranquilo sueño del vuelo estas palabras se me repiten casi como una pesadilla. Me veo en la proa del velero con el viento en la cara cumpliendo alguna misión que me habías encomendado con seriedad de capitán, y que yo obedecía con la misma seriedad de grumete. Adelante, campeón, adelante. Cuánto tiempo, tantos años que ya los dedos no sirven para contarlos.

Al bajar del avión un sofocante y húmedo calor me embarga recordándome esos veranos cálidos, llenos de arena, amores y proyectos, acompañados siempre del deseo inmediato de subirnos al barco.

––Esto es plan de hombres, campeón.

Te recuerdo en la plenitud de tu fuerza, moreno, con el pelo frondoso aclarado por el sol, las manos de ciudad con tiritas hasta que se endurecían con los trasiegos, y la felicidad de los dos manejando el Avalon igual que si fuéramos a una aventura de resonancias artúricas, aunque en realidad solo navegáramos unas cuantas millas hasta alejarnos de las hermanas y la madre que dejábamos en la apacible playa.

Y el invierno de mis doce años una madre descompuesta entre la sorpresa y el dolor, nos comunicó a los tres hijos que nuestro padre había decidido marcharse.

––¿Cuánto tiempo? ––preguntamos al unísono.

––No lo sé. A lo mejor no vuelve, o sí, quién sabe.

Y unas profundas ojeras, unos cercos de oscura desesperanza se le grabaron para siempre en su pálida y doliente cara. Ahora tú eres el hombre de la casa, me dijo mi madre al poco tiempo con una titubeante esperanza en la voz. Yo la abracé con el convencimiento de que a quien quería abrazar con todo mi corazón era a ti, al ausente. ¿Por qué? Qué habíamos hecho para dejarnos en esa inaudita soledad, sin una palabra, sin un gesto previo que me permitiera adivinar tu marcha.

Ya han pasado treinta años y vivo al otro lado del mundo cerca del mar, pero sin volver a subirme a un velero. Cuando lo intenté la intensidad de mi pena revivió con tanta fuerza que decidí no arriesgarme otra vez, convencido de que los barcos de motor son una magnifica solución para navegar.

Me acerco al pueblo donde me han dicho que te van a enterrar. Mis hermanas han insistido en que viniera y por verlas, creo que solo por eso he vuelto, aunque la emoción que empieza a apoderarse de mí me molesta igual que un animal tenaz e invisible. El paisaje lento empieza a surgir, los olivos, la tierra rojiza, los algarrobos. Me miro las manos fuertes aunque ya con algunas manchas y me parece estar viendo las tuyas al tirar de las escotas, enganchar la escalerilla o revolviéndome el pelo después del baño. Somos un buen equipo, hijo. Y me mirabas con una risueña complicidad; yo pensaba que era una suerte de pacto indestructible entre compañeros, como “Los Caballeros de la Mesa Redonda” que te gustaba leerme. ¿Por qué?

Al llegar al pueblo me cuesta encontrar la dirección. Es una casa modesta cerca del puerto, blanca, con tejas, unos cercos de color añil en las ventanas y un jardincillo mimado con esmero de profesional. Me extraña no ver a nadie y entro en el pequeño hall con suelo de barro y suena una suave música de Bach, que reconozco de inmediato, “Los Conciertos de Brandenburgo”, tu preferida. Oigo unos pasos que se acercan y aparece un hombre mayor, alto, enjuto y distinguido que se dirige a mí con familiaridad.

––Soy Peter Aldwin, amigo de tu padre ––y me estrecha la mano con las dos suyas.

Nos miramos por un instante. Yo con sorpresa y él con un reconocimiento afligido.

––Tu padre siempre hablaba de ti ––me indica un lugar donde sentarme––. Siempre siguió tu vida, aunque fuera a la distancia.

El saloncito es proporcionado y de un gusto exquisito. Peter me ofrece algo de beber que rechazo tratando de recomponer la situación y pregunto por mis hermanas. El hombre sube las cejas y con un suspiro afirma que me esperaban en el hotel, no habían querido quedarse. Junta las manos entre las rodillas con una silenciosa palmada, lo comprendía, pero mi padre nunca quiso que lo supiéramos, así que llevaba treinta años viviendo en el anonimato respecto a nosotros.

No puedo responder. Una mezcla de tranquilidad y desesperación me inunda. Era esto. El motivo de su ausencia era este hombre amable, elegante y dolido que me mira desde el fondo de una butaca con resignación y aplomo.

––Si te quieres ir lo comprendo ––le oigo decir.

––No, quiero verlo.

Se levanta con lentitud y me precede por el pasillo hasta el cuarto donde mi padre reposa aún sobre la cama. Me cuesta mirarlo y reconocer en ese hombre demacrado con el cráneo pelado al ser fuerte, amable, de pelo frondoso. Mi padre. Adelante, campeón, adelante. Y oigo la voz de Peter doliente, había sufrido mucho, pero lo llevó como un campeón. Y en ese momento los treinta años de ausencia se derriten en una amarga desesperación. Volvemos a la sala y veo que hay fotos de nosotros desde pequeños hasta épocas recientes. Nunca había dejado de seguiros aunque fuera desde lejos y se pasa la mano por el abundante pelo blanco, pero…

––Tu madre le prohibió veros ––dijo con amargura––. No quería que supierais de esta repugnante situación, palabras textuales ––apostilla con rencor.

Le pregunto si el Avalon seguía existiendo, y el otro con una sonrisa cansina me confiesa que por supuesto, hasta el final iba a subirse a él, aunque ya no pudiera navegar.

––Me contaba vuestras aventuras.

En ese momento tomo una decisión que intuyo Peter puede entender y le propongo llevarle al anochecer al Avalon, salir de puerto e incendiar el barco.

––Como el rey Arturo ––afirma Peter.

––Como el rey Arturo ––le replico.

A la mañana siguiente los periódicos locales comentaron el extraño incendio de un barco en altamar.

© Cristina Vázquez

Los difuntos de la familia de Carmiña

Malena Teigeiro

Custodiadas por las gaviotas, salían a la mar casi todas las barcas al mismo tiempo. Eran rojas, verdes, azules. La de Pancho, azul como el agua al atardecer, siempre llevaba los cristales de la cabina abiertos. Le gustaba navegar con el aire dándole en la cara, haciéndole volar el cabello. El barco era casi nuevo. Lo habían comprado con lo que les dio el seguro por el naufragio del de su padre. Navegaban él y su único hermano, Juanciño, un muchacho enclenque al que le resultaba muy dificultoso arrastrar las redes.

––Este, solo vale para estudiar –––le decía su madre dándole con los nudillos en la cabeza.

Cada vez que los veía salir a la mar, la mujer, con las manos en los bolsillos de su delantal de rayas grises y negras, movía la cabeza. Mientras amarraba la barca al muelle, Pancho rumiaba las palabras de su madre. Era verdad. Y no es que Juanciño no le pusiera interés, que sí le echaba, pero esas manitas, esos hombros… Y aquella noche, ya en la cama, justo antes de dormirse, decidió que tenía que hablar con don Tomás.

El maestro, un hombre serio, amable, de chaqueta raída y pantalones de pana, era respetado por todos en el pueblo, y hasta le regalaban aquella parte de la pesca, de las patatas, o de las verduras que no conseguían vender. Si no, con aquellas tres chicas estudiando en Santiago, don Tomás pasaría más hambre que Dionisio, el pobre faltoso que pedía limosna.

––Buenas, don Tomás. ¿Tendría un momento para que le invite a tomar un vino? ––con la gorra todavía en la mano le inquirió Pancho a la salida de misa.

Y juntos fueron hasta la taberna de Roque en donde estuvieron charlando hasta la hora de comer. Después de aquella conversación, Pancho y su madre enviaron al chico al seminario de Santiago. Allí podría estudiar, y luego, si no quería ser cura, con los estudios adquiridos, ya se las podría valer bien. Y así fue. Cuando terminó el bachillerado, al mismo tiempo que trabajaba de auxiliar en un banco, Juanciño comenzó sus estudios de derecho. Pasados unos años, se licenció, y con un préstamo se estableció por su cuenta en una calle de las afueras de Santiago.

Y desde que abrió su despacho todos los domingos al salir de misa, Pancho y don Tomás se miraban satisfechos, luego bajaban juntos a la tabarna. Hasta que un tiempo después mientras bebían su taza de vino escuchó don Tomás:

––¿Sabe que ya cambió su despacho a la Rua Nova? –––satisfecho Pancho sefrotaba las calludas manos.

––¡Bien lista que era tu madre! El enclenque muchachito se nos está haciendo rico como picapleitos ––levantó la taza el maestro.

Y Juanciño, que ya era don Juan siguió visitando la aldea. Primero lo hizo solo, después del brazo de una señorita, hija de un médico importante, que sin esperar demasiado se convirtió en su esposa. Y así, domingo tras domingo, mientras tuvo vida su madre, siguieron viéndose los dos hermanos. Sin embargo, desde que había fallecido, apenas había vuelto a la aldea.

––Otro ahogado ––escuchó Juanciño a través del teléfono la voz don Tomás.

Los barcos habían salido con buena mar, le dijo, pero, ya se sabía lo caprichosa que era. Y aquella noche cambió de pronto. Decían los que habían podido regresar que las olas tenían más de diez metros, y que las barcas caían desde lo alto como si fueran pelotas arrojadas en el frontón. A Pancho lo habían encontrado dos días después. Regresó con prisa y ahora estaba delante del ataúd de su hermano. Se le veía nervioso, triste. Y los que por allí pasaron dijeron que lo vieron llorar.

De vuelta del cementerio, se abrazó a Carmiña, su cuñada. Le aseguró que ella y su hijo nunca pasarían apuros. Los ojos verdes de la mujer, duros como piedras, lo contemplaron.

––Yo no sé de cuentas ni de leyes para discutir con el seguro. Solo te pido que nos representes a mi hijo y a mí, y que nos consigas lo más que puedas. Y con ese dinero le pagas los estudios a este.

Colocó Carmiña la mano encima del hombro del chico, quien, trémulo, con los dedos dentro de los bolsillos, se clavaba las uñas en las palmas. Y continuó diciendo que si no le llegaba, pues que entonces tenía ocasión de hacer valer eso que pensaba que le debía a su hermano.

––Pero te lo llevas ahora.

También le dijo que Pancho siempre hablaba de que el chico salía a él, y que aunque era fuerte, tenía la misma cabeza.

Cuando vio que subían al automóvil, miró al hijo. El mismo pelo color del color de las mazorcas de su padre, los mismos ojos verdes muy abiertos, brillantes. Se acercó a la ventanilla.

––Escucha, dirígelo bien. Y trátalo mejor que si fuera tuyo.

Don Juan tembló al ver que su cuñada apoyaba la figa de azabache en la ventanilla. A ella le pareció que la vidriosa mirada de su hijo le sonreía.

––Déjalo, Carmiña. Esto no hacía falta ––y le separó la mano.

Cuando el automóvil pasó la curva, y ya desde la aldea no se los podía ver, Carmiña bajó al puerto. A ninguno más de los nuestros se lo volverá a tragar la mar, grito al viento. Se limpió las lágrimas y contempló el horizonte. Y lo vio navegar. Y mientras hacía sonar la sirena su barca iba custodiada por cientos de gaviotas. Lo vio alejarse y fundirse con el cielo, como siempre, con el cabello revuelto por el viento.

© Malena Teigeiro

La princesa y el santo

Liliana Delucchi

Desde que se trasladó a esa ciudad costera iba casi a diario al puerto. Los barcos tenían para ella la magia de las lecturas de su niñez: navíos atravesando tormentas, marineros subyugados por los cantos de las sirenas y la visión promisoria de la costa más allá de los mástiles. Sin embargo, nunca se atrevió a navegar.

––Son cárceles en las que, además, te puedes ahogar.

Eso había dicho el tío Florencio, un anciano que en su vida solo había pisado la tierra, cuando Natalia le contestó que surcar mares era la mayor idea de libertad que se le pudiera ocurrir. A él también le gustaban los barcos, le dijo, y nada le hacía más ilusión que formar parte de ese grupo de gente dispuesta a atravesar el Atlántico.

Aquel otoño de 1927, le explicó a su sobrina, él apenas contaba cinco años cuando la familia decidió emprender una nueva vida en un buque que tenía el nombre de la hija del Rey Víctor Manuel III y de la Reina Elena, el Principessa Mafalda. Cada mañana, desde que se habían instalado en Génova, el niño iba al puerto a ver esa gran mole que lo trasladaría a Buenos Aires en solo catorce días, junto con sus padres y hermana mayor.

Todo estaba preparado, billetes, equipaje y las ilusiones, cuando a falta de tres jornadas para iniciar la travesía, Rosa, su hermana, enfermó y Florencio vio partir la nave enarbolando un pañuelo a modo de despedida. Envidiaba a aquellos que desde la cubierta alzaban los brazos saludando a quienes quedaban en tierra. La familia decidió esperar a que la niña mejorara para tomar el próximo barco.

Fue su padre quien, mientras desayunaba la mañana del 26 de octubre, leyó en el periódico la terrible noticia: El Principessa Mafalda se había hundido frente a las costas de Brasil. Su madre se negó a esperar a otro trasatlántico: «Dios nos ha salvado esta vez, no lo pongamos a prueba de nuevo». Y volvieron todos a casa. Allí pasó Florencio su juventud y cuando llegó la hora de los estudios superiores se trasladó a la gran ciudad. El puerto seguía manteniendo su magnetismo y el joven iba cada tanto a las tabernas que rodeaban las dársenas, pero si bien algunos de sus amigos emprendieron viajes, las palabras de su madre habían quedado en su memoria.

––Pero esa es mi historia, jovencita, quizás la vida tenga otros designios para ti ––dijo a Natalia una tarde en que estaban sentados frente a un bosque de mástiles.

Poco antes de morir de extrema vejez, el anciano pidió ver a la joven y le entregó una medalla con la imagen de San Telmo.

––Es el protector de los navegantes ––susurró con la poca voz que le quedaba- Mi madre me la prendió de la chaqueta cuando íbamos a viajar y aunque nunca subimos a ese barco, jamás me he separado de ella.

Cuando años más tarde Natalia ojeaba un folleto de viajes, vio el anuncio de una naviera que botaba un nuevo trasatlántico, su nombre era San Telmo. En ese momento supo que iba a emprender la travesía a la que tanto había temido.

© Liliana Delucchi

Una isla para la esperanza

Marieta Alonso

El rápido velero con las negras lonas al viento vino a carenar a la hermosa bahía. No había nadie en las inmediaciones. Silencio y soledad. Bajaron unos diez hombres atentos al rumor de pisadas, al roce de las hojas, por fin se convencieron de que estaban solos y eso, de momento, era bueno.

Se hicieron las señales convenidas y cada uno se dispuso a efectuar su trabajo. La quilla necesitaba de algunos arreglos. Había que taponar las juntas con algodón o estopa impregnados en alquitrán y como último recurso cambiar una de las grandes vigas de madera. El pinar cercano ofrecía tranquilidad al respecto. Había que conservar en perfecto estado las velas y aparejos, que unidos a un diestro manejo incrementaba la velocidad. Otros tendrían que dedicarse a la caza y a la recogida de frutos.

El capitán observaba desde el puente de mando. Uno de ellos fuerte, robusto, de andar recto como una columna, escudriñaba los alrededores centrándose en el bosque. Con paso lento y seguro se fue alejando. Era Patrick, su mejor rastreador. Al día siguiente saldrían a la caza de hombres que con engaños o a la fuerza se convertirían en esclavos. Comenzó a llover. Con la caída del sol hubo vítores, cada grupo había hecho lo que tenía que hacer. El velero estaba listo para zarpar.

El explorador regresó con buenas noticias, y a la amanecida fue coser y cantar hacerse con una docena de hombres sanos y fuertes. Salieron de allí antes de que se diera la voz de alarma. No estuvo mal la redada.

Solo cuando la noche les cubrió se dieron cuenta de que Patrick, el adusto y eficaz irlandés, no estaba en el barco. ¿Se habría caído al mar?, preguntaban sus compañeros escudriñando las aguas. Era un magnífico nadador, imposible. Mientras, el capitán se mesaba la barba, casi seguro de que aquel hombre al que tanto ayudó y admiraba se la había jugado. Traidor. Eso era, un traidor.

––Volveré y te mataré ––juró para sí mismo.

Patrick salió de su escondite cuando oyó alejarse el barco. Debía largarse de inmediato de aquella zona de dolor. Y su mirada se dirigió hacia las numerosas cuevas de aquella lejana montaña que allá en lo alto parecían llamarle. Era el comienzo de una nueva vida

© Marieta Alonso

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Restaurante Lhardy

15 junio, 2018 por Akelarre 17 comentarios

Restaurante Lhardy

Restaurante Lhardy

El famoso restaurante Lhardy entra en su tercer siglo de existencia en la misma casa de la Carrera de San Jerónimo donde abriera sus puertas en 1839.

Gran parte de la historia de España se ha tramado entre la elegancia de estas paredes, bajo sus lámparas que evocan la etiqueta y solemnidad del romanticismo, y en torno a sus manteles que continúan subrayando los más delicados refinamientos gastronómicos.

En este ambiente inalterable, con el estímulo de manjares y amores, se han decidido derrocamientos, repúblicas, restauraciones, regencias y dictaduras.

El tiempo que pasa y vuelve, retorna siempre a los comedores de Lhardy, a la intimidad del salón blanco y a la fantasía oriental, ensueños coloniales del comedor japonés, para seguir tejiendo la historia secreta de España pero, sobre todo, pasado y porvenir se funden en la luz indecisa del famoso espejo, donde nuestras imágenes conviven con las sombras de personajes que allí se reflejaron.

Trabajo nocturno

Cristina Vázquez

La vida de un botones

Malena Teigeiro

Despedida

Liliana Delucchi

A lo dicho, hecho

Marieta Alonso

Trabajo nocturno

Cristina Vázquez

No podía olvidar las primeras palabras de la señora, le rebotaban en la cabeza y en el corazón, tanto que creyó que iba a reventar los brillantes botones de su uniforme. Se veía elegante con su levita cruzada azul marino, la corbata de plastrón y unos botines acharolados que había heredado del portero anterior, pero que aún estaban en buen estado y él, Severiano, los cuidaba con esmero de orfebre.

Por las noches muy tarde, casi en la madrugada, antes de echarse a dormir después de haber cerrado la puerta al último cliente o haber llamado un coche de punto, refugiado en su buhardilla, cepillaba el uniforme y con un paño mojado en leche limpiaba los botines. Volvía a recordar con emoción el momento en que la señora se dirigió a él con picardía.

Era un orgullo ir bien aseado, pues al fin y al cabo, había conseguido un puesto de relumbrón: portero de Lhardy. Casi nada. Gracias a la recomendación del anterior, paisano del mismo pueblo de Galicia y que le había sacado de ir con el chuzo y el farol abriendo puertas. Y las propinas no eran comparables a las irregulares del vecindario del barrio de Pozas.

—Con lo bien plantao que eres, harás carrera —le reconoció al despedirse.

 A él se le quedaron grabadas esas palabras como diamantes la noche que le alertaron de que iba a llegar una visita muy importante. Tenía que estar atento porque la señora no iba a utilizar la entrada principal, sino que subiría por la escalerita que daba a la puerta pequeña.

Apareció un discreto coche tirado por dos preciosos caballos negros, con una coronita pequeña en la puerta. Se bajó una mujer en la treintena, rubia, clara de piel y con unos ojos azules grandes y algo saltones. Le recordó, más entrada en carnes y con más años, a la Virtudes, la moza que le robaba el corazón y esperaba poder traérsela a Madrid en cuanto tuviera un poco de ahorros y seguridad. El mismo color, se decía, mirándola con disimulo.

—Anda, no mires tanto al suelo y dame el brazo —su voz sonó grave y melodiosa.

Él, erguido como un húsar, le ofreció su brazo y la acompañó a la entrada que le habían indicado. Al traspasar el umbral la señora que le llegaba al hombro, le miró con detenimiento alzando la cara, pues Severiano era de buena estatura y complexión fornida. Y sintió como su mirada le recorría sin prisa el frondoso bigote rubio y la boca de religiosa perfección. A Severiano le empezó a temblar el alma. ¡No podía ser que fuera ella! La había reconocido de los cuadros y los billetes y sin venir a cuento, se quitó la chistera y se dobló de tal manera que casi empuja a la regia dama.

—Déjate de reverencias y ayúdame a subir las escaleras —dijo socarrona.

Como eran muy estrechas él se colocó de espaldas a las mismas sujetándole las manos. Renqueaba con cierta dificultad por lo abultado de las faldas y de ella misma. En una vuelta casi se queda encajada.

—Si sigo comiendo los cocidos de este sitio van a tener que ensanchar la escalera —rio con franqueza.

Le pidió que la alzara del suelo para acceder el otro tramo. Así lo hizo, y mientras la sostenía con dificultad, su perfume de nardos le inundó y se trastornó al tener tan cerca una mujer tan fina. Ella se reía con desparpajo, animándole, vamos, que ya casi lo conseguían. Y al llegar arriba la esperaban maîtres y camareros doblados. Con disimulo se quitó una pulsera y se la dio.

—Con lo guapo que eres seguro que tendrás una enamorada —-se le hicieron dos hoyuelos en la redonda cara y le apretó la mano —. Regálasela, pero no te vayas lejos.

A partir de ese día le subieron el sueldo y le compraron unos botines nuevos. Esperaba con impaciencia la llegada del discreto coche negro, pues siempre le caían unos doblones o alguna joyita. Al fin y al cabo, como era un buen empleado, concienzudo y serio, cumplir con el deber en el comedor interior forrado de cordobán, no podía decirse que fuera un trabajo muy duro.

Él pensaba en su Virtudiñas, ya le enseñaría lo que era ser un señor de los pies a la cabeza.

© Cristina Vázquez

La vida de un botones

Malena Teigeiro

Antes de llegar aquí, fui botones de Lhardy. Cuando entré a trabajar al restaurante tenía diez años. Mi uniforme me gustaba. Era rojo con multitud de botones dorados, un bonete sujeto a la mandíbula por una estrecha correa de piel, guantes blancos y negros botines. El trabajo lo había conseguido porque mi madre planchaba la ropa para la esposa de un señor importante, de los que en aquel tiempo mandaban y que tuvo a bien recomendarme. Desde el primer día me sentí importante, aunque mis funciones solo consistieran en ir de allá para acá, atendiendo los deseos de los clientes. A Lhardy iban personas de lo más principal, incluso llegaban a comer o cenar grupos de mujeres sin hombres. Y no crea, no se veía mal, no. El anciano se detuvo y suspiró. Pues como le decía, mi trabajo consistía en ir a por los periódicos, comprar cigarros, llevar tarjetas y sobres a los domicilios, y cualquier otra cosa que se pudiera necesitar. Y fue en aquellos días cuando la vi. Era pequeña, regordeta y con un triste brillo en sus alegres ojos, como la del que lo tiene todo pero que le falta lo que desea. Sólo iba al comedor blanco, aunque a mí el que más me gustaba era el japonés, al que acostumbraba a ir el amigo de la señora. En mis primeros tiempos, cuando ella entraba allí, no me dejaban pasar ni por el pasillo y tenía que dar la vuelta por la escalera.

Ella solía venir muy a menudo, a veces sola, otras con amigos, y casi siempre la esperaba el hombre alto, de cabello blanco, delgado y con el labio inferior bastante grueso. Mi jefe, don Emilio, el dueño, y que al ser francés era muy elegante, hablaba con una media lengua castellana sin pronunciar bien las erres, un día me ordenó que cuando la señora entrara en el comedor me colocara detrás de la puerta y que estuviera bien presto a realizar cualquier servicio. Todavía lo recuerdo: No te muevas de ahí, ¿me entiendes?, masculló agarrándome por la oreja. Él llegaba siempre embozado, ella subía riendo, saludaba a don Emilio, que le correspondía con una inclinación con la que casi tocaba con la frente el suelo, y entraba con sus orondas caderas y su regordete rostro.

Una noche hubo una gran discusión. De pronto escuché ruidos de espadas. Ella, bastante tranquila, salió del comedor. Se colocó un dedo delante de los labios y yo comprendí. Venga por aquí, le susurré. Y me siguió hasta la puerta de atrás.

Días después llegó a la corrala en donde vivíamos, un alabardero de palacio. Llevaba una carta y siguiendo las instrucciones de aquel recado, vestido con mi uniforme rojo de botones dorados y sin soltar la mano de mi madre, bajé por la calle Arenal. Luego de cruzar la plaza de Oriente, entramos en el inmenso edificio guiados por un criado, que nos entregaba a otro, y así hasta llegar a una sala en donde una señora me ordenó que la siguiera. A mi madre le dijo que se sentara y que no se moviera de allí hasta que regresáramos. ¡Era no conocerla! Seguimos cruzando salones hasta llegar a un pequeño despacho en donde la señora estaba escribiendo. Se levantó y me abrazó. Olía muy bien. Y aunque era bajita y regordeta, como yo era muy chiquitajo, me hundió entre sus senos. ¡Qué bien olía! Cómo la mejor flor del parterre. Y mi madre, que como no podía ser de otra manera nos había seguido, se emocionó al verla. Y lo sé porque la escuché hipar. A ver si se enfada, recuerdo que pensé. Cuando ella la vio, le dio las gracias por la buena educación que me había dado, y por el buen corazón que tiene su hijo, señora. Y mi madre con la emoción del momento, le hizo una reverencia tan grande que se cayó de rodillas.

Y así cambié la puerta del comedor del restaurante por la de su despacho. Hasta que se fue a San Sebastián de veraneo y después a París. Y como nadie me dijo nada, yo continué allí haciendo guardia mientras esperaba su regreso.

Seis años más tarde, ocupó el despacho su hijo, que también era muy agradable. Dijo que quería que yo continuara detrás de la puerta de su despacho, igual que había hecho con su madre. Y así lo hice. Los primeros tiempos fueron muy alegres. Se casó con una señorita andaluza de bien, risueña, graciosa y dicharachera. ¡Ay!, la pobre se fue para el otro mundo en un sentir. A todos nos dio mucha pena. ¡Era tan joven y guapa! Luego se volvió a casar. Pero la nueva ya no fue lo mismo. Era bastante seria, y tiesa, aunque lo cierto fue que nadie pudo nunca decir que no fuera educada y amable. Y desde luego era bella, pero sin la guapura esa que tienen nuestras mujeres. Cuando me veía le gustaba preguntarme por mi familia —entre tanto me casé y tuve tres hijos, que se me colocaron de granaderos—, pero como yo estaba acostumbrado a ese deje del sur en el acento, como ella lo tenía que parecía que en vez de saliva llevara chorros de hierro en la boca, pues no me resultaba agradable del todo.

Y ahora, ya ve, aquí sigo, detrás de la misma puerta y del mismo despacho, echando de menos a aquella que me trajo desde el restaurante Lhardy. Eso sí, hace ya tiempo que me han puesto una silla.

© Malena Teigeiro

Despedida

Liliana Delucchi

El bastón suena acompasando los pasos que lo siguen sobre la acera de la Carrera de San Jerónimo. Erguida, como si los años no hubieran pasado por ella, doña Concepción mira sin reconocer los escaparates a lo largo de la calle hasta llegar a una puerta acristalada que le abre un señor bien vestido.

—He vuelto, querido, y todo sigue igual —murmura mientras la acomodan.

—Cocido completo —ordena al maître— …y una botella de Vega Sicilia.

Sentada a la mesa de entonces, la que está frente al espejo, mira con nostalgia el reloj que sigue en el mismo sitio y oye lejana la voz del camarero:

—¿Espera a alguien más, la señora?

Concepción levanta los ojos ante ese hombre atildado y con una sonrisa responde: «No».

Suspira profundamente. Solos como entonces, querido, pero esta vez el resto de los comensales son desconocidos. ¿Recuerdas cuando señalando una mesa con la mirada me informabas ese es el ministro tal o a tu derecha está sentado el secretario cual con su nueva amante? Se estira la falda antes de extender la servilleta. Nos reíamos inventando las historias que imaginábamos sobre todos ellos y tú me contabas esos secretos de estado que nunca debían salir de tu boca. Éramos intocables. Hasta que llegó la verdad, hasta que un día, sentados a esta misma mesa, me dijiste que te habían defenestrado. Te enviaban como embajador lejos, muy lejos.

La mujer aspira el aroma del caldo y piensa en el doctor Fernández. Valiente cretino. Decirme que cuide la dieta, a mi edad y en mi estado. «Ni carnes ni grasas, señora, y olvídese del alcohol» Me dijo durante la última visita. ¡Como si fuera a hacerle caso!

No hubo despedidas, aquella fue la última vez que nos vimos. Partiste con tu familia y no volví a saber de ti. Bueno, algo sí. A través de conocidos supe que esperabas un cambio de gobierno para volver, pero si bien los gobiernos cambiaron, nunca volviste. No lloré. Ni una lágrima. Por eso estoy aquí, para saldar esa cuenta conmigo misma, para poder alejarme como es debido, para decirte adiós en este lugar en el que compartimos tantas cosas bonitas.

No puede terminar el plato de cocido, deja la mitad, pero apura unas copas de vino. No es por hacerle caso al médico, es porque mi estómago ya no puede con tanto. El tiempo se ha llevado hasta mi apetito.

Cuando el camarero se acerca para ofrecerle algún postre le dice que no, solo una copa de Peinado.

—Y en media hora me pide un taxi, por favor –agrega con esa sonrisa que sí ha conservado.

Levantando la copa de brandy, antes de beber el primer sorbo, murmura: Hasta pronto, querido.

Ya en el taxi, siente la pesadez provocada por la comida y el alcohol. Mira a través de la ventanilla esa tarde de invierno que cae sobre Madrid, los magníficos edificios que empiezan a iluminarse. Baja el cristal para aspirar el aire helado y escuchar el ruido del tráfico. Vuelve a levantarlo, apoya la cabeza contra el respaldo y siente unas gotas saladas que descienden por su rostro para perderse en los labios entreabiertos.

—¿Se encuentra bien, señora? —Le pregunta el conductor, un joven con el pelo muy corto y un pendiente en el lóbulo derecho.

—Estupendamente, hijo. Y le voy a dar un consejo: llore de vez en cuando, no sabe cuánto alivia el alma.

© Liliana Delucchi

A lo dicho, hecho

Marieta Alonso

La otra noche perdió la serenidad. Presa de la angustia no pudo dormir. Y se sorprendió al sentir tristeza y celos. Ella era así, cualquier secreto, por nimio que fuese, lo consideraba alta traición.

No pretendía que todo el mundo la amara. Con que unos cuantos lo hicieran era suficiente, pero el respeto era fundamental, pensaba mientras se colocaba con nerviosismo los finos guantes.

Aún era temprano. Se acicalaba para tomar las riendas de su vida a pesar de la borrasca que caía sobre Madrid, y que desde la víspera no había dado respiro. Luego al salir a la calle la abofeteó ese olor que acompaña a la primera lluvia tras un largo período de sequía —los ingleses lo llaman petricor—. Insoportable ese vaho para ella. Lograba que sus sentidos comenzaran a desperezarse, y eso era lo que menos le apetecía.

Decir que estaba enojada con su marido era una valoración optimista. Aquel hombre era todo barriga y astucia. No podía consentir que hubiera llevado al Ritz a una baronesa teniendo en casa a una duquesa, ¡nada menos! Según rumores fidedignos la llevaba a comer a Lhardy en compañía del embajador ruso.

Con ella prefería la intimidad del hogar porque eran malos tiempos para permitirse el lujo de gastar tanto, sostenía; y se ufanaba de ser duque, aunque el título era de ella. Para colmo, esa noche, después de que ella cuestionara su fidelidad, dobló el periódico por la mitad mirándola con cariño, la invitó a sentarse a su lado comentando que abordaría, con su permiso, los problemas de uno en uno. Pero luego mirando el reloj añadió que, al día siguiente sin falta, hablarían. Y aseveró que tenía una reunión importante.

—Si sales por esa puerta a tu regreso la encontrarás cerrada —señaló con furia contenida y tono arrabalero.

—Mujer, no es digna de ti esta escena.

Y acariciándole la mejilla con indiferencia, tomó su bastón, su sombrero y se marchó.

Suerte que ella era una mujer de recursos. Así que llamó a un detective y a un abogado especializado en divorcios.

Y allí estaba, ahora, en Lhardy, bebiendo consomé hecho en el lujoso samovar de plata, a la espera de conversar acerca de su separación.

El detective llegó con fotos que no dejaban lugar a dudas, no quiso pensar cómo las consiguió. El abogado se presentó con un cartapacio bajo el brazo y ella gozó al pensar en la cara que pondría su querido marido al constatar que la amenaza de aquella noche no fueron meras palabras.

© Marieta Alonso

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El vino

15 mayo, 2018 por Akelarre 20 comentarios

cuentos sobre vino y viñedos

Viñedos de España

Algunos arqueólogos creen que las uvas fueron cultivadas por primera vez en España cuatro mil años antes de Cristo. Lo que sí se conoce es que durante el dominio romano el vino español fue comercializado y exportado por todo el Imperio. Años después, Hispania fue invadida por hordas germánicas que destruyeron muchas plantaciones. Durante la dominación árabe, el cultivo de la vid permaneció, e incluso mejoró, continuándose con el cultivo de los viñedos y la elaboración del vino, principalmente en los monasterios. En tiempos de la Reconquista, se volvió a exportar vino español al resto de Europa.

Con el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, al mismo tiempo que se abría un nuevo mercado para el vino producido en España, los misioneros y conquistadores llevaron las vides españolas, vides que todavía dan sus frutos en toda Hispanoamérica.

Hoy día, con los nuevos métodos de transformación de la uva, las bodegas españolas producen unos caldos reconocidos como los mejores en todo el mundo.

Tiempos dulces

Cristina Vázquez

Doña Matilde y Don Alarico

Malena Teigeiro

El sabor de la tierra

Liliana Delucchi

Mancebía en el viñedo

Marieta Alonso

Tiempos dulces

Cristina Vázquez

Fueron tiempos dulces, tiempos de esperanza en los que las luces de septiembre se dilataban en atardeceres rojizos. Saboreábamos las horas sin prisa, mirando la plenitud de las viñas como un reflejo de nuestros sentimientos. Sólo presentíamos futuros luminosos.

¿Quién nos lo iba a decir?, querido mío, que casi medio siglo después estaría sentada en la misma veranda con otras sillas más confortables y feas, acordándome de ti con igual emoción y una nueva nostalgia.

Te escribo a sabiendas de que esta carta probablemente no llegará nunca a su destino, pues ni siquiera sé si aún vives. Pero necesito recordar, compartir contigo la plenitud, el brillo de esos días para descargarlos del horror del que luego se llenaron.

Mi recuerdo empieza en esos veranos de niña solitaria en casa de mi abuelo, solos los dos con la mujer que me cuidaba. Fue un tiempo único con sus luces y sombras, imborrables para mí. Mi madre me llevaba en tren hasta la estación anterior al pueblo donde él vivía, ella nunca iba pues su padre le había prohibido volver. Jamás me dijo el porqué.

—Manías del abuelo, ya sabes cómo es —me confesaba con risueño pesar.

En esa pequeña estación me esperaba Isidro, antiguo militar que era el chofer y acompañante de mi abuelo y me llevaba, entre bromas repetidas, a la casona señorial que dominaba el valle de los viñedos. Se llamaba el Dominio de Adaraja —luego supe que esa palabra significa grieta—, y en el pueblo, en voz baja, lo llamaban el del viejo cabrón. Y ése era mi abuelo, un adusto campesino enriquecido en las Américas que se hizo con los mejores viñedos de la zona, caserón incluido, que pertenecieron a la familia de la Torre, antiguos señores arruinados por malbaratar durante años su fortuna. Hoy, él podía pisotearlos después de haber sufrido sus desaires.

—Los que malgastan que lo paguen —repetía a quién quisiera oírle con los ojos encendidos de autosatisfacción y desprecio—. Malditos inútiles los de esa familia, no sirven para nada. Que se mueran.

Como única nieta, era con la sola persona que pareció enternecerse. Recuerdo con cariño la blandura que demostraba conmigo. Que la niña haga lo que quiera, que disfrute, para eso había trabajado él. Y me llevaba subida en su caballo a recorrer caminos señalándome sus posesiones con un amor verdadero.

—Todo será para ti. Tú serás la reina de este lugar.

Al ir creciendo los veranos se me eternizaban en esa soledad y a veces, después de algún gesto mío le sorprendía una mirada angustiada. Me reprendía con brusquedad, que no hiciera eso, que no lo repitiera.

El único momento en que cobraba vida ese campo era al comienzo de la vendimia. La finca se llenaba de gente, de risas, de movimiento y desde bien chica yo participaba. Ese año de mis dieciséis, cuando te vi llegar comprendí que eras el hombre mejor plantado del contorno, fuerte, amable y con una sonrisa que iluminaba con picardía tu cara bruñida. Venías a vendimiar un poco por diversión, un poco por necesidad y porque esas cepas las había plantado tu familia. Lo contabas con gracia, sin un ápice de amargura. Y bajo esas uvas, entre risas y carreras nos confesamos amor. Fueron nuestros primeros besos y creímos que podía ser por siempre y para siempre.

La tarde que le dije al abuelo que quería presentarle a mi novio, se quedó conmovido, casi lloriqueando al pensar lo mayor que era y cómo se había escapado el tiempo entre verano y verano. Cuando se enteró de nuestras pretensiones, y de quién eras, no comprendí el arrebato de sus ojos, la indignación, los gritos y cómo juró ante la imagen de la Virgen Negra, que trasladaba con él allá dónde fuera, que quemaría todo antes de que tú o cualquiera de los tuyos pusiera un pie en sus tierras.

Al día siguiente, pese a mis lloros y protestas, me subieron al coche y sin siquiera despedirme me mandó a casa con la expresa orden de que cursara el siguiente año en el extranjero. Y así fue, me mandaron a Francia tres años, sin volver en verano. Por más que intenté saber de ti, te esfumaste. Luego me enteré de que también tu familia, previo pago de una sustanciosa cantidad, y bajo la amenaza de que quemaría lo poco que les quedaba si volvía el chico, te mandó lejos, muy lejos.

Mi abuelo murió sin que le volviera a ver, sin perdonarle su desproporcionada e incomprensible reacción. Mi amor. Me arrebató el primer amor con crueldad, pero al cabo de los años y tras la muerte de mi madre, comprendí el horror de ese hombre de que yo pudiera enamorarme de ti, pues un alma caritativa me contó el pecado, el escándalo de mi madre cuando se quedó embarazada de quien fue tu padre. Pobre hombre, qué espanto debió sentir. Hoy, vieja yo como él, reina de este lugar como era su deseo, contemplo estos viñedos que me despiertan la dulzura olvidada de esos días. Una cierta congoja se apodera de mí al recordar, pero justifico esta soledad en la que he vivido casi con alegría.

© Cristina Vázquez

Doña Matilde y Don Alarico

Malena Teigeiro

La nube a la que el espíritu de doña Matilde se asomaba, le permitía divisar al completo el esplendor de aquellas que fueron sus tierras, plantadas de viejas y cuidadas cepas.

—Mira Alarico. Mira cómo tiene el chico las viñas. Nunca han estado así, secas, sin espurgar, llenas de sarmientos —le decía a su adorado esposo quien sesteaba en una nube cercana.

Sintió doña Matilde que se le encogía el corazón. Nunca, desde que los romanos se las habían entregado a su familia, habían estado tan abandonadas. Y ella tenía conocimiento cierto de todo lo referente a sus vides, porque, desde que había memoria escrita en los archivos del pueblo, aquellas viñas habían pertenecieron a sus ancestros. En los nuevos tiempos, ya utilizando las ventajas de la civilización, su abuelo, su padre y luego ella, las trabajaron y mimaron con el mismo celo con que cuidaron a sus descendientes. Y su hijo ––¿por dónde andará ahora?––, aunque no tan bien como ellos, también lo hizo. Sin embargo, al cumplir los sesenta y cinco años al chico ––para ella siempre sería su pequeño––como un remusguillo, le había entrado un enorme deseo de viajar, de divertirse, de gozar de la vida. Como consecuencia de ello, le legó la bodega y las vides a su hijo, a la sazón nieto de doña Matilde. Y ahora Alariquito, el nieto… Ése era otro cantar.

––A mí, lo que de verdad me priva es la noche ––repetía el joven acariciándose las flacas y amarillas mejillas.

 Y esas pálidas, ojerosas y verdilunas mejillas, eran la muestra de que en cuanto llegaba la oscuridad Alariquito, iría de un lado para otro, y no siempre con un buen fin. Sin embargo, doña Matilde creía, y siempre de buena fe, que la culpa no era suya sino de aquella, la madre del chico, que desde que entrara en la familia solo se preocupó por los lujos y las fiestas

––Menos mal que tuvo a bien morirse pronto, sino… ––rumiaba siempre que tenía ocasión.

Y ahora, cuando con las obligaciones de la finca estaba un poco más reposado, el joven descubrió internet, con lo que se pasaba el tiempo conectado. Una noche Alariquito se dio de bruces con un casino virtual. Al abrir la página, el sonido, tan real, de las máquinas, el verde color de los tapetes, le atrajeron más que cualquier cosa de las que había disfrutado hasta el momento. Trasegando con el ratón, y sin saber cómo ni por qué, vio que le ofrecían gratis doscientos euros. Sin pensarlo dos veces, decidió probar y gastárselos en unas manitas de póker. Y a pesar de que lo único que conocía sobre este arte era a través de las películas de vaqueros, tuvo suerte y dobló la cantidad en poco tiempo. Entendiendo que aquello era sencillo y que a él se le daba bien, decidió comprar otros doscientos euros en fichas. Volvió a ganar. Puso otros doscientos, y otros, y sin que se diera cuenta comenzó a entrarle el gusanillo y ahora, allí se encontraba, sentado delante del notario, marcadas todavía más las ojeras, entregándole las viñas a su compañero de cartas. ¡Ay, Señor! Si se enteraran sus abuelos allá en el cielo, pensaba para sí compungido mientras estampaba la firma.

Y fueron pasando los días hasta que doña Matilde, que como siempre que había un cielo claro no dejaba con preocupación y tristeza de contemplar sus abandonadas fincas, de pronto pegó un respingo.

––¿Quiénes eran aquellos que andaban entre sus viñedos?

Vuelta hacia su esposo, quien a aquellas horas se encontraba ya acostado entre nubes de blanco algodón tal y como había hecho en vida, gritó: Alarico, mira, ven. Él, como si no la oyera, intentó seguir descansando. Que vengas, ¡hombre! Y don Alarico conociendo a su señora, calmoso, casi sin abrir los ojos, se incorporó y remando su nube, se colocó a su lado.

—Pero ¿qué hacen esos tractores entre las hiladas de vides arrancando las ramas con sus pinzas de metal?

Sintió la dama en su espíritu el dolor, el daño que aquellos hierros les causaban a sus retorcidas y hermosas cepas. De pronto vio que allá, a lo lejos, otro tractor iba arrancando los viejos y añosos troncos. ¿Pero qué sucedía? Aun siendo difunto, el rostro de su esposo, palideció. Ella, transida, cruzó las manos. Decidieron que, por la noche, único momento en que los espíritus pueden entablar conversaciones con los humanos, visitarían a su nieto. Intranquilos esperaron. Y al llegar esa hora en la que ya casi iba a amanecer bajaron hasta su viejo caserón, hogar de sus ancestros. Cuando entraron en la habitación de su nieto, lo encontraron plácidamente dormido con un arrugado documento entre las manos. ¿Qué será? Sin despertarlo, con mucho cuidado se lo quitaron y lo leyeron. Compungidos, volvieron a su lugar en la Eternidad.

Y como pasearse entre sus viñas había sido el goce mayor que doña Matilde había tenido en su larga y próspera vida, su esposo que preocupado veía cómo se agostaba su relamido espíritu, la animó a volver a hacerlo. Y ella, al principio con desgana, luego ya contenta, colgada del brazo de su amado Alarico, se paseaba entre los restos del viñedo hasta esa hora de la madrugada en la que la luz del sol amenaza con apagar la luna.

Y dicen quienes han visto sus incorpóreos cuerpos garbeando entre las hiladas de cepas, que al cruzarse con ellos, los ancianos al igual que siempre habían hecho en vida, saludan amablemente a unos, preguntan por sus familias a otros y se interesan por los hechos del lugar si se da la casualidad de que son el cura o el alcalde.

Y también se habla de que el nuevo dueño llora su precipitación al arrancar las antiguas cepas, pues el vino que sale de esas entre las que doña Matilde y don Alarico pasean, tiene un duende especial, al decir de los entendidos, único en el mercado, mientras que de las nuevas apenas son capaces de obtener un mal vinagre.

© Malena Teigeiro

El sabor de la tierra

Liliana Delucchi

Cuando inició su andar por el camino entre las vides dijo que no volvería. Se equivocó.

Años de vendimia bajo el sol que a veces continuaba inclemente en septiembre, con un mendrugo a la sombra de cualquier mediodía y un trago del vino que quedara de la cosecha anterior. Siempre mirando hacia la casa, aquel porche donde ella se sentaba junto a los suyos, mordisqueando un racimo que hubiese caído de la cesta, con unos ojos que parecían los del retrato del salón, aquella abuela (o bisabuela) que pintara algún artista de renombre. Oscuros, con un marco de pestañas que caía a veces como si cerrara una persiana, escapando de tanta luz.

Parece infinito el camino de pedruscos, seco y polvoriento, como si no hubiera final, como si la tierra se redondeara más para que él no pudiese ver su última etapa. ¿Cuál es? Se pregunta mientras descansa bajo una mísera sombra. Con las piernas estiradas y la cabeza contra un tronco deja el macuto a un lado y rasca la tierra, la araña, coge un poco y lo lleva a la boca. El sabor de la tierra que lo vio nacer, a la que no volverá. «El sabor de tu pelo, el de tu piel o el de tus manos. Ese que nunca probé».

Largo fue el trayecto hasta la ciudad y más aún hasta el puerto. No sabía que los barcos fueran tan grandes ni que hubiera tantos desesperados por partir. Durante las jornadas atravesando el océano el olor del mar inundaba sus pulmones y cada vez que echaban el ancla pensaba en quedarse allí. Pero no. Cuanto más lejos, mejor. Habría algún lugar más allá del horizonte con uvas esperando una vendimia. Y lo encontró.

—No te asustés por el frío ni por las montañas, gallego, el vino de acá es muy bueno. Lo vendemos en todo el país y el tano (*) está pensando en exportar. Don Giuseppe también es un inmigrante, como vos, —le dijo Remigio, uno de los capataces de aquella vasta extensión de cepas.

La comida era abundante, como la bebida y al final de la jornada, mientras el resto de los peones se reunía en torno a una fogata entonando chacareras, él intentaba escribir una carta a aquella joven de ojos oscuros y pestañas abundantes que estaría sentada en el porche de su casa. Nunca pasó del “Querida Alicia”. ¿Cómo contarle con su escaso vocabulario lo que estaba viviendo ni lo que echaba de menos contemplarla a lo lejos?

Con los años pudo comprarle al tano un trozo de tierra y tiempo después asociarse con él. Fue el mismo don Giuseppe quien con la cara demacrada y un periódico en la mano le dio la noticia. “Tu país está en guerra. Civil, unos contra otros. Porca miseria. ¿Es que nunca vamos a aprender los europeos a controlar nuestra ira? Ese viaje que pensabas hacer tendrá que esperar.”

Y esperó. Tres largos años de conflicto y uno más para dejar sus cosas en orden.

—Andá tranquilo que yo me ocupo de todo. Pero prométeme que vas a volver. Con tu mujer o sin ella; este país es ahora tan tuyo, como mío. —Le dijo su socio— Te lo has ganado porque la tierra no regala nada. —Y chocaron las copas de vino antes de abrazarse y partir Guillermo hacia la capital.

El viaje en barco fue más cómodo que el de ida, ahora viajaba en primera. Pero llegar hasta la finca tomó tiempo… que su mente llenaba con lo que le diría al encontrarla.

Todo había cambiado.

Los estragos de la guerra muestran miseria y desesperación. El hambre se ha hecho dueña de las personas y las construcciones descubren las heridas de las batallas. Sin embargo, la casa de Alicia sigue en pie. Como ella, con uniforme de enfermera y una enorme barriga que le ha dejado su marido antes de caer en combate.

—El edificio fue convertido en hospital para la convalecencia de oficiales –dice ella al reconocerlo— y yo trabajo aquí. Es una forma de quedarme.

Guillermo entra en el salón donde el cuadro de la abuela (o bisabuela) continúa, no se sabe si dando la bienvenida o mostrando su desacuerdo con los nuevos ocupantes y llama a gritos a un médico cuando se da cuenta de que la joven ya está de parto.

—Un niño precioso. Sano y fuerte —dice el doctor mientras se lo entrega a su madre.

—Os llevaré conmigo —murmura Guillermo contemplando la cara del bebé. Al besar el pequeño pie que asoma bajo la manta, no puede evitar sentir el sabor de la tierra.

(*)Tano: forma coloquial de llamar a los italianos en Argentina.

© Liliana Delucchi

Mancebía en el viñedo

Marieta Alonso

Era un pequeño pueblo similar a tantos otros salvo por aquel encanto especial que parecía único a los que habían nacido en él. Tenía una calle real que comenzaba con una hermosa iglesia y terminaba en una ermita acogedora. Y pare usted de contar si busca otra calle asfaltada, lo demás eran senderos que hacían soñar y pecar. Adentrándose por uno de ellos se llegaba a la casa escondida, de la que poco se hablaba en público y mucho en secreto.

La regentaba una mujer muy bella a pesar de sus años, famosa por su bondad y por ser la mejor empresaria de todo el condado. Era el alma del lupanar. Amiga íntima de los prohombres más ancianos, de los imberbes estudiantes y de los labradores de todas las edades.

Fue ella quien dio la idea a los viticultores de poner a sus vinos una denominación de origen. Al panadero le propuso concursar en la capital y por ello se ganó el premio al mejor de aquel año. Enseñó al boticario a preparar unos mejunjes que quitaban los dolores lumbares, a un jovencito que hacía novillos con tal de estar con sus chicas, le introdujo en el mundo de la confitería y comprendió que había nacido para ello. Y así con todos.

Lástima que entre sus amistades brillaran por su ausencia las llamadas mujeres serias, que ni siquiera se dignaban a pronunciar su nombre. En cambio, sus cinco empleadas que eran alegres y de risa fácil, la adoraban. Además de haber sido la mejor en su profesión, no se guardaba sus conocimientos, al contrario, les daba consejos teóricos para que los pusieran en práctica y se habían licenciado con matrículas de honor.

Como era tan activa y al comprobar tan buenos resultados entre sus chicas, pensó que debía poner una academia. Si hasta Platón había tenido una, comentaba para darse ánimos. Claro que esta obviaría lo filosófico y se adentraría más en lo humano, para que la vida tuviese sentido, que no solo de pan y trabajo vive el hombre.

Por otra parte, los conocimientos se revitalizaban al compartirlos. Era vergonzoso que esas mujeres jóvenes, guapas y serias, no supieran mantener a los maridos en casa.

Aunque parezca una insensatez teniendo el negocio que tenía, la idea prosperó y las clases clandestinas comenzaron primero con unas pocas y luego con exceso de reservas. Las chicas se convirtieron en profesoras. Los resultados fueron asombrosos. Su popularidad creció tanto, tanto, que aquella casa de ensueño escondida entre las vides fue degenerando en una cafetería de postín donde las señoras que nunca se dignaron saludarla, ahora eran sus mejores amigas. Todas las tardes venían a merendar junto a sus maridos que estaban la mar de satisfechos.

Si es que las personas tienen la obligación de reinventarse, comentaban en las tertulias bebiendo el exquisito vino y degustando unos pasteles que hacían las delicias de todos.

© Marieta Alonso

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