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Falenas

15 febrero, 2021 por Akelarre 4 comentarios

Invitadas-Museo-del-Prado-SLIDEok

Falenas de Carlos Verguer Fioretti

El pintor y grabador español formado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, que realizó esta sugerente, evocadora y provocativa pintura, la nombró Falenas, como las pequeñas mariposas nocturnas, irremediablemente atraídas por la luz y el fuego. El pintor asocia estas humildes mariposas con las mujeres que, como ellas, viven bajo los haces de la luz nocturna.

Y persiguiendo el vuelo de estos pequeños y humildes lepidópteros, los cuentos que este mes hilvanan nuestras escritoras, describen la desesperación de una esposa hastiada, la consecuencia de unos zapatos pequeños, la rápida reacción de una madre y  el camino de un ramito de violetas que, como las falenas, recorren la noche ofreciéndose como acompañantes tanto debajo de la luz de una farola como en lujosos salones de moda.

Paquita

Cristina Vázquez

Bañeras perfumadas con sales de rosas

Malena Teigeiro

Cuestión de pies

Liliana Delucchi

Su tormento

Marieta Alonso

Paquita

Cristina Vázquez

—Paquita, eres Paquita ¿verdad? —los ojos de la mujer que lo decía parecían canicas incendiadas.

A la que llamaba por este nombre, se giró despectiva y en un francés embravecido de erres, le contestó que estaba equivocada, su nombre era Francine, y que hiciera el favor de no molestarla. La música de fondo un tanto ruidosa obligaba a las dos mujeres a hablar en un tono alto. La primera insistía con torpeza que ya podía decir lo que quisiera, pero que a ella no le engañaba que era la famosa Paquita de la que hablaban en el pueblo. Francine miraba a otro lugar como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Se acercó al oído del hombre sentado a su lado en la mesa.

—Qué horror estos españoles —le susurró en su exótico francés—. En seguida te confunden.

Francine afirmaba que era hija de un diplomático egipcio y por eso tenía ese peculiar acento que hacía difícil reconocer su origen. Mucho tiempo y ensayos con un profesor de lengua, al cual, en vez de cobrarle sus desahogos, le pedía que le enseñara a disimular su terrible pronunciación. El profesor, un joven de poca experiencia amatoria pero buen criterio de enseñante, le sugirió que en vez de disimular su crudo deje español lo marcara con más ahínco. Y así había conseguido hablar de una manera sencillamente exótica.

La aparición de esta compatriota en el cabaret Burlesque, lugar de moda en Lyon, con la osadía de llamarla por su nombre de pila con esa desfachatez, la dejó desarmada. ¡Paquita!, con el tiempo y el esfuerzo que le había costado hundir ese nombre y esos recuerdos. La mujer que la había llamado así permanecía un poco apartada de ella comentando con otra chica y sin quitarle la mirada de encima. Un doble sentimiento de rabia y piedad la empezó a invadir.

Monsieur Lascagne, el hombre con el que compartía mesa y otros quehaceres, era uno de sus acompañantes más antiguos y habituales. En ese momento le hablaba de cómo iba la bolsa y del bolso de cocodrilo que le iba a regalar a su mujer y a ella. Ya sabía, ma cherie, que él por encima de todo era justo. Bolso en casa, bolso aquí y cambiaba la mano de sitio para señalar dos lugares precisos sobre la mesa. Aunque el suyo iba a ser un poco más lujoso con un cierre de piedras semipreciosas.

—De ágatas, como tus ojos —le confesaba bien repantigado en su silla atufándola con su puro.

Francine le miraba con sonrisa beatifica y la sorpresa prendida en los ojos. Esta combinación no fallaba nunca. A los hombres les encantaba sorprenderte y que te entusiasmaras con sus afirmaciones por necias que fueran. Llevaba ya muchos años de profesión, pero la aparición de esa desvergonzada, que permanecía con la otra chica a su espalda, a las que podía oír su chismorreo sobre ella, la estaba empezando a inquietar. Se vio reflejada en esa golfilla con pretensiones. Monsieur Lascagne se giró para mirarla y le preguntó quién era esa chica tan joven y tan guapa que parecía conocerla.

—Tiene un aire a ti cuando eras joven —Francine sonrió con toda la falsedad de la que era capaz—. ¿Por qué no me la presentas?

—No la conozco y no sé quién es —pero una duda desalentadora empezó a cuajar en ella.

Imposible. No podía ser, demasiada casualidad, se decía mientras dejaba de atender a la charla del orondo caballero, y se iba a estos pensamientos que la empezaban a sacudir. Imposible, ella mandaba el dinero para que la niña estuviera en las monjas educándose. Hacía menos de un mes que le mandaron noticias de ella asegurándole que estaba bien y que era estudiosa. La última foto era del año anterior, pero la idea como una serpiente insidiosa se iba enroscando en ella, con la sensación de que acabaría estrangulándola. Se dio la vuelta con brusquedad para verla y entonces tuvo la certeza. El mismo gesto desafiante, la misma sonrisa ladeada e igual forma de apoyarse en la cadera. Mientras oía al baboso acompañante insistiendo en conocer a la niña esa, tan parecida a ti, que sería como un sueño revivir esos primeros años juntos.

La mujer se levantó, le dio un beso en la frente al hombre y se acercó a la joven a la que cogió de un brazo.

—Además de Paquita, soy tu madre y te vienes conmigo ahora mismo. Mañana tú y yo cogeremos el tren de vuelta.

© Cristina Vázquez

Bañeras perfumadas con sales de rosas

Malena Teigeiro

Con la juventud acabada entre las aguas perfumadas con sales de rosas de las bañeras de los hoteles más lujosos, Babette vio amanecer. La lechosa luz se colaba entre las rendijas de las cortinas, mezclándose con la de las velas rojas que adornaban la mesa. Siente que hace ya horas que el humo del cigarrillo que le enrojece los ojos, se le queda pegado al paladar.

Desde muy pequeña Babette se llevaba del puesto de su madre en el mercado de las flores, los ramilletes de violetas para luego venderlos a los elegantes caballeros que salen del teatro de la ópera. Y fue uno el que, al dejarle las monedas en la palma de la mano, fijó en ella sus negros, brillantes y emocionados ojos, haciéndola estremecer. Sus apenas quince años fueron incapaces de ver la sordidez del oscuro deseo de lo que Babette entendió como pasión.

Durante varias noches se buscaron y cuando los últimos asistentes a la función desaparecían, escondidos entre las columnas, ellos se llenaban las manos de caricias. Luego, al amanecer, después de un largo y apasionado beso, se despedían.

Aquella noche, y aunque ella percibió que la luz despejaba el cielo, él continuaba besándola sin parecer importarle el tiempo. De pronto, se separó y peinándose con los dedos los descabalados rizos, la invitó a desayunar. Cogidos de la mano corrieron hasta un café que no cerraba en toda la noche. Sin soltarla, André se dirigió directamente al fondo de la sala. A un velador de mármol blanco, con una copa de coñac entre los dedos, estaba sentado un caballero de cierta edad. Se lo presentó como un amigo de su padre que visitaba París.

A la mañana siguiente, a Babette la despertó una jovencita uniformada de negro. Era la camarera de piso del hotel. Buenos días, señorita, la voz que pronunció aquellas palabras le taladró el cerebro. La muchacha dejó la bandeja con un copioso desayuno sobre una mesita al lado de la ventana. Después descorrió con fuerza las gruesas cortinas de brocado azul. La brillante luz le hizo darse cuenta a Babette que debía de estar muy avanzada la mañana. Antes de retirarse, la doncella se acercó a la cama, sacó del bolsillo del tieso delantal un sobre que le entregó, no sin antes dedicarle una lánguida y despectiva sonrisa. Con la emoción del que abre una carta por primera vez, rasgó el sobre. El que ella creía su enamorado, decía que un asunto urgente le obligaba a dejarla sola en la habitación, y que, tranquila, esperara allí su vuelta.

Babette saltó de la cama. Su desnudez se reflejaba en el espejo del armario y cruzó los brazos sobre el pecho. Se acercó de nuevo a la cama y con la colcha, del mismo azul que las cortinas, aunque esta era de liviana seda, se la colocó sobre los hombros como si fuera una capa. Lenta, se llevó la mano al cuello. Era el mismo y elegante gesto, que tantas veces vio hacer a las damas al salir de la ópera para protegerse la garganta del frío, y que ella contemplaba con envidia. Envuelta en la lujosa tela, pensaba que era una reina cuando se sentó a la mesa. Mientras mordisqueaba un brioche atisbaba por la rendija de la puerta del cuarto de baño. Dejando caer la colcha al suelo, cruzó la habitación y entró en él. Una bañera de hierro con garras pintadas de negro como patas, parecía estar esperándola. Abrió los grifos y echó al agua el contenido de un frasco de sales. El baño se inundó con un fuerte perfume a rosas. Nunca había utilizado una bañera y, temerosa, se introdujo en ella. El perfume y las caricias del agua la adormecieron. Cerró los ojos y se mantuvo quieta hasta que sintió frío.

Entró de nuevo en la habitación. Sin que ella se hubiera dado cuenta alguien la había ordenado. La colcha que dejó tirada, lisa y resplandeciente, estaba sobre la cama. Y fue en ese instante cuando percibió un fajo de billetes sobre la mesilla. Calculaba las noches que tendría que estar vendiendo violetas cuando la puerta se abrió. André y el caballero que reconoció como el que la noche anterior estaba sentado delante del velador de mármol, se quedaron contemplando su desnudez. Mientras su adorado André se acercaba a ella quitándose la camisa, el hombre de grueso vientre, flácidas mejillas y febriles ojos, se sentó al lado de la ventana. Casi parecía que quisiera esconderse entre los pliegues de las cortinas.

A partir de ese instante la vida de Babette cambió, y la de su madre también.

Pasados unos meses, tanto André como el caballero, desaparecieron de su vida, no sin antes haber contado entre sus amigos la docilidad de la muchacha. Y ellas, ya buenas conocedoras de aquellas artes, pronto encontraron a otras parejas que la desearan, solo que, ahora, era su madre la que ponía precio a sus servicios.

Sentada a la mesa del cabaret de moda, Babette dejó la copa de champán sobre la mesa. Ahora, no solo el humo del cigarrillo que le enrojecía los ojos se le pegaba al paladar, sino que también sintió en la boca la acidez del licor que antes la hizo reír. Cansada, percibió de pronto el peso de los surcos que durante años fueron dejando las diferentes manos en su piel, que ya flácida, casi no podía sostener el maquillaje.

El ruido de las risas, cánticos y gemidos de las parejas a su alrededor le borraron la sonrisa. Recordó con amargura la obscena mirada del caballero sentado entre las cortinas de la habitación del lujoso hotel, del que ni tan siquiera llegó a conocer el nombre. Se llevó la punta de un dedo al lagrimal. Creyó que el humo del cigarrillo le hacía llorar los ojos.

© Malena Teigeiro

Cuestión de pies

Liliana Delucchi

Cuando le conté a Raquel, mi compañera de pensión, que el dinero que ganaba en la mercería apenas alcanzaba para pagar ese mísero cuartucho, me habló sobre otras formas de incrementar los ingresos. Ella practicaba cierta profesión desde hacía un tiempo y nunca le habían pedido referencias.

No estaba mal bailar y dar conversación un par de noches a la semana. La charla tampoco tiene que ser muy interesante, acotó, basta con que sepas escuchar. Esos señores quieren sobre todo una oreja dispuesta a atender extensos monólogos que versan sobre su éxito personal. Es cierto que también están los que abusan un poco del alcohol y se ponen melancólicos, con esos tienes que tener la paciencia de una maestra de parvulario cuando el niño se pone caprichoso.

Así que, un martes, al regresar del trabajo me lavé y fui a golpear la puerta de la habitación de Raquel. Ella ya había preparado un vestido, collar, chal y pulseras para adecentar mi indumentaria. La verdad es que tenemos la misma talla, a excepción de los zapatos, ya que calza un número menos que yo. Resistiré, me dije, y partimos hacia nuestro destino.

El local estaba abarrotado de hombres trajeados y mujeres que lucían sus mejores galas. En mi pueblo no sé de la existencia de locales como ese, es probable que los haya, pero seguro que la concurrencia no va así de acicalada.

Después de bailar un par de piezas, me senté a una mesa que compartía con un señor un poco entrado en carnes que movió la cabeza en señal de saludo. Era agradable, aunque no muy conversador. Como vi que movía los pies, le pregunté si quería bailar. Se negó con una disculpa que imagino elegante, porque no llegué a oír, y se puso de pie. Al verlo caminar en dirección a la salida me sentí realmente mal. Mi primer día iba a ser un fracaso.

Esperé un rato más para ver si mi suerte cambiaba, pero entre el cansancio de tantas horas en la tienda y el calzado de Raquel una talla más pequeña, resolví volver a casa. Esa noche mi salario no se incrementaría.

Una constante llovizna me recibió al salir y, temerosa de arruinar los zapatos prestados, me los quité y pude sentir el frescor de un charco de agua que me llegaba casi hasta los tobillos. Cuál sería mi sorpresa cuando vi, sentado en las escaleras que iban desde la puerta del local hasta la acera, a mi compañero de mesa.

—¿A ti también te duelen los pies? —preguntó al ver que llevaba los tacones en la mano. El pobre hombre se había descalzado y movía los dedos como si fueran un abanico.

Me senté a su lado bajo la tenue luz de una farola que mostraba los hilos de agua que poco a poco nos iban calando.

—Por cierto, soy Pedro y mi problema son los juanetes.

—Inmaculada —respondí.— Estos zapatos son de una amiga y me están pequeños.

Reímos. También para él era la primera vez en un local como ese y se sentía tan fuera de lugar como yo. Así que decidimos celebrar nuestro fiasco en el cabaret con unas botellas de champán que pidió al portero.

Descalzos, jugábamos a tocar el piano con los dedos de los pies sobre las baldosas, en tanto la lluvia había cesado y nos abrigaba una niebla espesa. Me contó su vida, yo la mía y un poco borrachos nos pusimos a cantar.

Clareaba cuando su coche se detuvo ante la puerta de mi pensión. No volvimos a vernos. Cuando años más tarde descubrí la foto de su boda en la sección de sociedad del periódico, no pude dejar de pensar en esos juanetes camino del altar.

© Liliana Delucchi

Su tormento

Marieta Alonso

Allí estaba, pensando, pensando… Si esto fuera un cuento no se sentiría tan rabiosa. Sus ojos parecían estar envueltos en oscuros resentimientos. Siendo de una aldea perdida de la meseta castellana poseía una elegancia que recordaba a la mujer francesa o a la italiana.

Todos los días lo mismo. Ni siquiera después de la discusión de anoche cambió sus hábitos y eso que le disparó al rostro el anillo de casada.

¿Cómo se podría quitar uno de encima a este ser sin agallas que ante los ojos de todos se presentaba como el marido perfecto, el eterno enamorado, el mejor de los hombres?

Desde hacía mucho tiempo cualquier sentimiento que hubiese habitado en ella, ya no existía, se lo había llevado el viento, roto en finas tiras.

Su madre decía que el tiempo todo lo cambiaba, que cada día era diferente, que los seres humanos evolucionaban. Sí. Todos. Menos él.

Ideó varios métodos para mandarle a freír espárragos, para que se fuera a paseo con viento fresco, para que se pusiera a trabajar, para que no estuviera todo el día detrás de ella. Fracasó.

De nada sirvió el diálogo, ni ponerle a dieta de sexo, ni dejarle solo con mujeres despampanantes, ni decirle que hacía el amor con muchos otros. Siempre encontraba la frase adecuada, la palabra idónea para redimirla de culpa.

«Hasta que la muerte nos separe» fue dicho por ella sin pensar. Pero él se lo tomó muy en serio.

Ojalá que después de lo de anoche estuviera enfadado, que le hablara de divorcio, que la insultara, que amagara una bofetada. Así podría ella corresponderle con toda su furia contenida.

Nada. Lo que le dijo fue que una taza de té podría animarla para bailar la siguiente pieza con los cachetes juntos.

© Marieta Alonso

Archivado en:Pintura

Ermita de San Lorenzo. Los Ancares

15 enero, 2021 por Akelarre 4 comentarios

La gran nevada - Los Ancares

Nevada en Los Ancares

Este mes sirve de inspiración para nuestros cuentos La ermita de San Lorenzo.

El pequeño templo se encuentra en lo alto de la aldea de Piornedo, en plena sierra de Los Ancares. Estos montes y sus aldeas, que estuvieron prácticamente aislados hasta finales del Siglo XX, conforman un gran espacio natural, Reserva de la Biosfera, que se extiende entre Galicia, Castilla y León y una pequeña parte de Asturias. Debido a su prolongado aislamiento, la sierra es conocida porque sus pobladores han conservado unas costumbres ancestrales y una arquitectura tradicional: la Palloza. Este tipo de vivienda circular con techo de paja, está considerada como la más antigua de todo el noroeste peninsular y una de las más antiguas de Europa.

En ese paraje solitario tienen lugar cuatro historias que, amparadas en la magia del paisaje y confundidas con la nieve y la bruma, discurren por senderos angustiosos o esperanzadores, tejiendo a su alrededor relatos que pudieron haberse escuchado en las largas noches de invierno.

Venganza

Cristina Vázquez

El árbol de la ermita

Malena Teigeiro

La gran nevada

Liliana Delucchi

Su refugio

Marieta Alonso

Venganza

Cristina Vázquez

Le costó soltarse de la mano esquelética de su abuelo. Esa mano inerte se agarraba a la suya como una pata de ave y con una mezcla de repugnancia y dolor consiguió librarse de ella. En ese momento un pájaro se cruzó por la ventana y lanzó un grito. A Pablo le pareció que se llevaba volando el alma del anciano. El sol ya empezaba a ser potente, un rayo se inmiscuyó a los pies de la cama y el nieto miró desde ese resplandor la inerte figura.

—Adiós —susurró—. Cumpliré la promesa.

Las mujeres esperaban en la puerta y cuando salió el chico, llorosas, le abrazaron. Ya era el único hombre que quedaba en la familia. Y como hadas oscuras y diligentes entraron en el cuarto a hacerse cargo del cadáver.

La humedad empezaba a cuajarse en los cuerpos. La densidad de ese aire tropical le hacía difícil moverse, aturdido por lo que acababa de vivir y por los ruidos de los pájaros en el jardín. Encontró refugio en su dormitorio mientras las carreras, los llantos y los bisbiseos de las mujeres cruzaban la planta baja. Puso el ventilador en marcha y se dejó adormecer después de la larga noche insomne, con el firme propósito de cumplir la promesa hecha.

Su abuelo Jacinto hizo las veces de padre, pues este desapareció siendo él un niño. Fueron unos años de espera, hasta que un buen día, el abuelo decidió que el yerno no iba a volver y que no había mayor tontería que hacer un luto sin muerto. Y tú, hija mía, conminó a la madre de Pablo, puedes elegir entre vestirte de negro o vivir la vida. Pusieron mirando a la pared las fotos en que salía el ausente y a otra cosa. La casa se volvió a llenar de actividad, canciones y alegría.

—Yo seré como un padre —le confesó sosteniendo por los brazos al chiquillo—. Y haré de ti un hombre de bien que cumpla su palabra.

Mientras el ventilador sonaba con ritmo parejo adormeciendo al muchacho, le vino a la cabeza la promesa hecha al abuelo. Fue lo último que le pidió antes de entrar en la inconsciencia, que volviera a su pueblo y entregara en la ermita el dinero que había guardado para este fin. Un hombre de bien cumple su palabra.

Pablo recordó las innumerables veces que don Jacinto rememoraba su patria y en especial donde había nacido. No era grande y sin ser rico, el pueblo tenía todas las casas de piedra. La suya era la solariega, la más grande desde la que se veía la altiva ermita en la cima de la colina. Pero no había terreno para repartir entre tantos hermanos y él se vino a esta tierra llena de dulzura y de dificultad, donde consiguió fortuna y familia.

El chico se sabía casi de memoria las descripciones de la alameda del rio en verano, el señorío de la gente, las romerías a la ermita de San Lorenzo… Y cada vez, el abuelo aumentaba en sus descripciones el tamaño del pueblo, la belleza del retablo que podía ser de Juan de Juanes, la perfección del empedrado, la elegancia de la galería del casino con la luz del atardecer…

A los pocos días del entierro y de formalizar documentos, Pablo decidió que iba a cumplir lo antes posible la promesa tantas veces exigida. Además, pensó que en ese pequeño paraíso podría encontrar trazas de sus antepasados y reconocer ese lugar de ensueño.

Se embarcó a principios del cálido mes de enero lleno de ilusión y satisfecho al ir a cumplir lo prometido a la persona que más bondades le había otorgado en esta vida. Llegó a España bajo una nevada que le mantuvo encerrado con un fuerte catarro unos días. Le apenó que los árboles se mostraran pelados de hojas, él nunca lo había visto, y cuando se repuso se acercó al pueblo, a la Ítaca soñada.

Cuando llegó le resultó imposible acoplar la imagen que tenía con la vulgar y semiderruida aldea en la que vivían unas escasas veinte personas. Preguntó por la casa solariega y un viejo con sorna le contestó que de solariega poco y de solar menos. Le señaló unas ruinas que estaban un poco en alto. Se sintió traicionado. Como el frío era intenso en el desolado paraje, pidió un coche para llegar a la ermita, el suyo lo había despedido pensando en permanecer un tiempo en el lugar. Los hombres que se iban acercando se rieron concluyendo que llevaba años cerrada y era imposible en invierno subir a ella. El camino se quedaba intransitable.

Refugiado en el oscuro bar, que era lo único que quedaba del Casino, le aclararon que ese había sido el nombre de la taberna, pero que casino como tal, le explicaron entre risotadas, nunca había existido. Y el párroco, ¿dónde podría encontrarlo? Venía a cumplir una promesa de Jacinto Valverde. Quería entregar ese dinero —se señaló el abultado bolsillo— para la ermita de San Lorenzo en su nombre. Él era su nieto. Los viejos que charlaban con él se miraron desde el fondo de sus escurridizos ojos y escupiendo en el suelo hicieron una señal de conjuro con los dedos.

—Ese donde mejor ha estado es lejos de este pueblo —concluyó el que parecía capitanearlos—. Aquí poco hubiera podido vivir después de lo que le hizo a la Antonia.

Y el párroco, como dice el señorito, continuó malicioso Florencio, era un pobre cura que iba de pueblo en pueblo intentando santificarlos. Las risotadas de los otros se hicieron más fuertes y empezaron a acercarse otros parroquianos aburridos y desocupados, al vocear el jefecillo, señalándole, que aquí estaba el nieto del Jacinto, ni más ni menos. Le fueron rodeando, un maldito coro de bocas enrojecidas y desdentadas. Dice que viene a cumplir una promesa del abuelo, que le ha dado un dinero para reparar la ermita.

Se miraron entre ellos con un codicioso brillo y se acercaron a palparle. Pablo sintió que una nausea se apoderaba de él y empezó a temblar no solo de frío. Le arrebataron la bolsa sin que él casi se diera cuenta. Lo único que sintió fue un pinchazo frío y seco en la ingle.

—La venganza se sirve fría—aseguró el cabecilla mientras limpiaba el cuchillo con parsimonia.

© Cristina Vázquez

El árbol de la ermita

Malena Teigeiro

Tomás subía todos los días, casi de madrugada, hasta lo alto de monte. Le gustaba cazar. Aquella tarde en que la niebla casi le impedía ver el camino, bajaba la montaña, hambriento y malhumorado. Además de haber discutido con Rita antes de salir de casa, el día le había resultado un fiasco: Ni un solo conejo se le colocó delante de la mira. Y no es que le molestara no haber cazado ni una pieza, eso le daba lo mismo, porque lo que de verdad le placía era caminar por la sierra de Los Ancares, de donde procedía su familia.

Su abuelo, el último que vivió en la aldea, una mañana recibió la carta en la que lo llamaban a filas y cuando acabó la guerra se quedó a vivir en la ciudad en donde se casó y tuvo un hijo, el padre de Tomás, que tampoco demostró ningún interés por aquella aldea perdida entre los montes. Cuando al fallecer su padre, Tomás heredó una abandonada palloza en el Piornedo, intrigado, y con la idea de venderla por lo que le dieran, se fue a ver qué era aquello que habían conservado durante todas sus vidas su padre y su abuelo.

Algo le atrajo en el momento en que empujó las cuatro tablas que todavía quedaban de la puerta de la palloza, de la que había desaparecido el tejado de paja. Ya había anochecido cuando terminó de examinar con mimo cada piedra de la pared medio hundida en la tierra. Luego de meditar un momento, decidió que era mejor pasar la noche en la aldea, que conducir de vuelta por aquellas carreteras de tierra y con altos precipicios a un lado.

Se alojó en una pequeña fonda, cercana a su palloza, en la que también servían comidas. Mientras cenaba un abundante plato de huevos fritos con patatas y chorizo, el dueño de la fonda le comentó la buena caza de rebecos y cabras montesas que había por aquellos montes. Y como era la caza su deporte favorito, también quizá enamorado por la fragancia y el sabor de los huevos que estaba degustando, sin pensarlo demasiado, decidió contratar unos albañiles y reconstruir la palloza.

 Aquella casa redonda se había convertido en una vivienda moderna en donde ahora lo estaba esperando Rita, su mujer, que como siempre que llegaba con los zurrones vacíos, lo miraría con una risita parda que él aguantaba muy malamente. Por no pensar en lo que le molestaba el retintín de su voz: Pobre. Habrás pasado mucho frío. ¡Total, para nada! Y luego, como hacía siempre, bajará la cabeza compungida. Después, mimosa, se le colgaría del cuello escondiendo el rostro en su hombro. ¡Hipócrita! Como si no supiera que lo hace para que no vea la alegre luz de sus ojos. ¡Si hasta habría pasado el día rezando para que no tuviera éxito en su día de caza! Cualquier cosa con tal de que me deshaga de la casa. O al menos, le dijo una vez, consérvala como lo hicieron tu abuelo tu padre, pero sin tener que venir nosotros hasta el fin del mundo. Al acercarse a la pequeña ermita, contempló el árbol que crecía solo, gallardo, arropado por la nieve enfrente del pequeño templo. Tomás suspiró. Pero lo que más le molestaba de Rita, era que siempre, como si fuera la más abnegada de las esposas, se empeñara en acompañarlo cada vez que decidía volver a cazar en Los Ancares.

—Si es que ya no tienes edad para estos esfuerzos —le humillaba dándole un beso cuando sin levantarse de la cama, lo despedía hasta la noche.

Tomás, con las botas casi hundidas en la nieve, se detuvo. Admiraba el árbol arropado por la escarcha y el hielo. Quizá le gustaba más que en verano cuando aquellas ramas, ahora secas, lucían el limpio verdor de las hojas. Lo cierto era que más que un árbol parecía el guerrero protector de la ermita de piedra, se dijo.

Algo se movió entre las sombras del atardecer alrededor de la capilla. Quizá fuera un oso de los que, decían, pululaban por la sierra. Aunque él nunca vio ni se tropezó con ninguno. Y creía que tampoco nadie en la aldea los había visto. Era uno de tantos cuentos y leyendas que se contaban alrededor de fuego. Subió el arma, apuntó y disparó mientras pensaba en que, si fuera un oso, no sabría cómo arrastrarlo hasta su casa. Lo mejor sería dejarlo al pie del árbol y recogerlo al día siguiente. Sí, y le pedirá a los hijos del de la bodega que le ayuden. Seguro que esta vez Rita estará contenta. Con la piel haría una alfombra para colocar delante de la chimenea al lado del sillón. Era el único sitio en donde le gustaba estar. Allí leía esas estúpidas novelitas de amor que casi siempre se desarrollaban en Inglaterra, como si en ningún otro lugar se supiera amar de forma romántica.

Después del disparo Tomás esperó. Nada se movía. Se fue acercando al árbol poco a poco, muy despacio, hasta que de pronto un intenso dolor le sacudió el brazo, el pecho. El cuerpo de Tomás se dobló. Aquello a lo que había disparado se le acercaba lentamente. Antes de que Tomás se derrumbara sobre la nieve al pie del solitario árbol, sintió que unos brazos lo envolvían. Debía de ser la niña vaquera que había sido violada y asesinada cerca de la ermita y que, según murmuraban los viejos de Los Ancares, vagaba por los montes recogiendo a los que se perdían.

Tomás cerró los ojos y enredado en la niebla húmeda, fría, voló con ella.

© Malena Teigeiro

La gran nevada

Liliana Delucchi

Ha llegado el invierno, pero desde esta butaca por mucho que me esfuerce no veo caer copos blancos. Aquí la habitación está caldeada, y hasta las flores parecen de verano. Entonces las estaciones se diferenciaban, te morías de frío o te asabas con el calor. Ahora todo transcurre en una constante placidez que se soluciona con una chaqueta más ligera o más abrigada.

Matilde coge una galleta de la bandeja y el dulce sabor se deshace entre su renovada dentadura. Mira el reloj de la pared. Ya son las cinco y media. Hortensia se está retrasando, hoy vendrá con Julieta. ¡Julieta! Esa niña vivaracha y sonriente, todo lo mira y todo lo pregunta. No se parece a su madre, ella no se interesaba por nada más que por lo obvio, nunca se pareció a mí, pero Julieta… La pequeña me interroga sobre el pasado, quiere saber… Ciertas cosas es mejor ignorar.

—¿Tienes algún secreto, abuela? —preguntó hace unas tardes cuando me vio con mi caja de fotos.

—Muchos, cariño —le respondí.

Y le conté algunos de esos conocidos por cualquiera que haya vivido en la Sierra de Los Ancares. El nuestro, querido, ese no se lo conté. Ese está guardado en las tumbas del pueblo, con aquellos que lo vivieron y que ya no están. Fue un escándalo, un escándalo de amor y muerte.

Como la Capuleto que llevaba tu nombre, yo me enamoré de la persona equivocada. Equivocada para los demás, porque para los personajes de esa tragedia, es decir, nosotros, fue la gran pasión. Un inmenso fuego apagado por una enorme nevada.

Matilde mira la foto remitida por quien fuera su gran amiga y confidente, esa mujer menuda que aún vive en la Sierra al cuidado de sus nietos. La imagen muestra la iglesia a lo lejos, a través de una cortina de niebla… Como aquella mañana. En esta falta algo. La escena final, esa en espera de la caída del telón para que el auditorio libere sus lágrimas.

Mi hermano tenía otros proyectos para mí: El buen Teodosio, un hacendado viudo, con dos hijos y un patrimonio para cubrir las deudas de la familia. El día de autos me ayudó a levantarme del suelo helado en el que estaba tendido mi Montesco y en cuya sangre pretendí ahogarme. Mi hermano continuaba con la escopeta en la mano, gritando que se había merecido el disparo, que nadie se llevaba a una joven de su familia sin pedir permiso. Después, el mortal silencio se instaló en el paisaje, y en esa calma triste se veía a lo lejos la vidriera encendida de la iglesia que salpicaba la gélida oscuridad, resaltando la blancura de la nieve. Pero la quietud se rompió con la repetición de tu nombre, que mi voz lanzaba a los lugares más remotos para devolverlo con ecos prolongados.

Durante mucho tiempo recordaría cómo el hijo mayor de mi madre me arrebató del abrazo de quien más tarde iba a ser mi marido, Teodosio, para llevarme a la iglesia y hundir mi cabeza en la pila «puede que el agua bendita limpie tus pecados», me dijo. Aún conservo la cicatriz del canto del mármol en la mejilla. Teodosio me llevó a su casa, me convirtió en su esposa y tanto él como sus hijos dieron calor a mi cuerpo y a mi alma.

Bajo el efecto hipnótico de la rutina empecé a encontrar mi espacio en ese hogar. Después llegó tu madre. Hortensia fue sietemesina, eso es lo que dijimos en el pueblo, lo que aceptaron sus hermanos y lo que figura en el álbum familiar.

La anciana vuelve a mirar la foto. Acaricia la fachada de la iglesia y se levanta de la butaca en busca de su esmalte de uñas. Desenrosca el tapón y con el pequeño pincel dibuja un reguero rojo en la colina que baja hacia la cañada.

© Liliana Delucchi

Su refugio

Marieta Alonso

Tras leer aquel mensaje amoroso fue como si la ira, el dolor, la decepción no la dejaran pensar. Sintió que debía poner tierra por medio. Y se fue a ese lugar de ensueño donde vivía su abuela, donde había pasado su niñez. De pequeña disfrutaba jugando al escondite en el bosque que lindaba con la casa familiar, de joven daba largos paseos bordeando sus límites. Allí encontraba siempre respuesta a sus preguntas, la tranquilidad para sus nervios, esa paz que no hallaba en ningún otro lugar.

Iba recorriendo los trescientos kilómetros que la separaban del paraíso y antes de llegar hizo recuento de todo lo que se había traído. Unos tejanos, ropa de abrigo, su instrumento de trabajo: el portátil, bien seguro en el asiento del acompañante. Allí donde acostumbraba a sentarse Guillermo, que a pesar de tener carnet de conducir no se ponía frente al volante. Era el que daba las órdenes: Gira a la derecha, ahora a la izquierda, cambia de marcha, levanta el pie del acelerador que en autovía hay que ir a ciento veinte y vas a ciento veintidós… Casi se lo oía decir.

A don Perfecto nunca se le escapaba nada. Salvo haber borrado aquel correo y pedirle, justo cuando preparaba una cena romántica, que entrara en su ordenador y le enviase un documento que había olvidado.

Parecía imposible que fuera un picaflor con la cara de bueno que tenía, pero allí estaba la prueba del delito, una nota apasionada de una chica con una foto abrazada a un perro. ¿Cómo era posible que le hiciera eso a ella, cuando susurraba a todas horas cuánto la quería? ¡Mentiroso!

Ya era noche cerrada cuando aparcó y llamó a la puerta. La estaba esperando. Una llamada telefónica la había puesto sobre aviso de su llegada.

La madrugada les pilló hablando del tema. La abuela estuvo muy interesada en todo lo relacionado con la tercera en discordia.

—En resumen: Lo único que tienes es una nota y la foto de una chica con juventud, belleza y sex appeal.

—Abuela ¿de dónde has sacado ese vocabulario?

—De las telenovelas, hija —y quitando del búcaro una hoja seca se arrebujó en la toquilla—. Hay algo que no me cuadra.

Miró hacia las vigas del techo donde una telaraña parecía a punto de caérsele encima. Su marido era un hombre serio, formal, inteligente, y cariñoso hasta con ella, se llevó la mano al pecho. No, esa no sería su forma de actuar. Ha sido poco sensato de tu parte salir corriendo. Durante un corto espacio de tiempo la nieta se quedó rumiando sus palabras.

—¿Por qué?, preguntó la joven.

—Porque no. Además, Guillermo no tiene un pelo de tonto y nunca cambiaría la vaca por una chiva.

—Abuela, ¿me estás llamando vaca?

Fue como si no la oyera. O quizás no la oyó debido al viento que silbaba buscando colarse entre las rendijas.

—Debe haber un error, hija. Por lo que deduzco: Una joven le ha enviado una carta de amor a tu marido, pero no encontraste ninguna respuesta. No te ha dado motivos de celos. Y sin concederle la oportunidad de defenderse, tomas el portante y te presentas aquí.

Fue hacia la cocina, preparó leche caliente y a paso corto trajo las dos jarras de aluminio. Durante un buen rato estuvo removiendo despacio el terrón de azúcar.

—¿Sabes, cariño? El castaño en el que tanto te gustaba esconderte de pequeña, se dejó secar. Sufrió un ataque de orgullo arbóreo. El de al lado comenzó a hacerse cada vez más frondoso y todo el que pasaba cerca tenía algo que decirle. No pudo soportar tanto agravio.

La nieta la miró como si no estuviera en sus cabales. Imposible. Si nadie le podía hacer sombra al castaño más bonito de este mundo, dijo convencida.

—No fue razonable. Se dejó llevar por los sentimientos heridos.

Asombrada, la joven volvió a observar a su abuela.

—¿Qué estás queriendo decirme?

—Nada hija. ¡Venga! A dormir que ya es hora. Mañana hablarás con tu marido. Deja que se explique y, de paso, cuéntale que estás esperando un hijo.

—¡Cómo lo has sabido!

—A mis años es difícil no ver lo evidente.

A la mañana siguiente, bien temprano, se despertó con la sensación de haber dormido toda una vida. El teléfono no paraba de sonar. Era Guillermo.

© Marieta Alonso

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Mercadillos de Navidad

15 diciembre, 2020 por Akelarre 10 comentarios

Mercadillos de Navidad

Los mercadillos navideños

La historia de los mercados de navidad se remonta a la Edad Media. Fue en 1434 en la ciudad alemana de Dresde, donde se llevó a cabo el primero del que se tiene constancia. En los años siguientes surgieron otros a lo largo del país germano, extendiéndose al resto de Centro Europa y más tarde a todo el continente.

En estos mercadillos se puede encontrar comida, bebida, productos típicos navideños y belenes. El ambiente se vive con música de villancicos y bailes. Es a esa fiesta de tradición y colores que anticipa la llegada de la Navidad, a la que hemos querido rendir homenaje este mes de diciembre con cuatro relatos que, al igual que la Nochebuena, reúnen a familias, amigos, vecinos y recuerdos que forman parte de nuestra identidad.

¡Feliz Navidad!

Otra Navidad

Cristina Vázquez

Los camellos de Delia

Malena Teigeiro

Todo irá bien

Liliana Delucchi

El pesebre

Marieta Alonso

Otra Navidad

Cristina Vázquez

Otra navidad. Sí, otra. A Katerina nunca le había divertido esta época. Bueno, cuando era pequeña en casa de los abuelos y luego con sus hijos y los primos y el ruido y la música. Pero ahora estaban solos Franz y ella. Todos estos pensamientos se los iba diciendo mientras miraba los escaparates de la calle peatonal, adornados con guirnaldas, luces, un reno que subía y bajaba la cabeza de manera obsesiva, muchas flores de pascua y un fondo de villancicos en los altavoces. Resultaba alegre. Le gustaba el apresuramiento de la gente cargada de bolsas, las risas, los cuchicheos, el vaho que salía de sus bocas…

Hacía muchos años que no habían vuelto a esta ciudad, la suya, donde habían pasado la infancia y parte de su ajetreada juventud. Desde que se casaron fueron casi nómadas por el mundo debido al trabajo de Franz. Habían vivido en Australia, en Francia, en México, en Portugal. ¡Dios mío!, casi no podía enumerar los países. Ahora se sentían un poco extranjeros en su propia ciudad. No habían podido constatar cómo se había ido transformando y, aunque de vez en cuando regresaban, la sorpresa de los cambios era tan breve que no les daba tiempo a asimilarlos.

La casa de sus padres se había convertido en un hotel acogedor y sofisticado. Su instituto en sala de conciertos y los pequeños comercios donde compraban, prácticamente no existían. Este no poder acoplar la realidad de lo que veía con sus recuerdos, le produjo una sensación de pérdida, casi de abandono y desde luego de vejez. Ellos no pertenecían a este mundo.

Siguió caminando embutida en su abrigo de piel y las botas gruesas hacia el hotel donde se alojaban. Les estaba costando encontrar un apartamento en el que instalarse. Uno, caro, el otro, demasiado pequeño, el último que visitaron a Franz no le gustó la orientación, y en este momento, con las fiestas tan próximas, no era buena época para proseguir. Así descansarían porque esa búsqueda se les hacía cuesta arriba. Pensar en una casa nueva les daba una inmensa pereza y ya se habían acostumbrado a climas más suaves. Quizás es que no veían claro su proyecto de vida de jubilados, pero querían tener un sitio donde pudieran venir sus hijos, sus dos hijos. Uno se había quedado en Australia y el otro vivía en Paris. Y esta Navidad no iba a venir ninguno. No tenían casa, e ir a un hotel les parecía poco navideño, poco acogedor. Este fue el argumento de ambos. Estaba segura de que se pusieron de acuerdo para justificar su ausencia.

—Tienen su vida, querida, hay que respetársela —la consoló Franz cuando vio pesadumbre en su cara—. No seas tan gallina clueca.

Ella sabía que él estaba igual de apenado. Siguió caminando hacia la catedral. Quería ponerle una vela a santa Apolonia, protectora de los niños y se dio casi de bruces con el mercadillo navideño que desplegaban delante. ¿Cómo lo había olvidado? Si era uno de sus momentos favoritos ir a comprar adornos con su madre o con su hermana, más tarde con amigos. Katerina dio un suspiro y se zambulló en medio de los puestos. Adquirió dos candelabros con forma de Santa Claus, una guirnalda de abeto con luces entremezcladas y un spray de olor a pino. Entró en la catedral y puso la vela a Santa Apolonia. Volvió al hotel.

Al entrar en la pequeña y anodina suite encontró a Franz dormitando frente al televisor encendido. Tenía la cabeza colgada sobre el pecho y el pelo se le había descolocado dándole un aire de pollo desplumado. Se le veía el cuello delgado. Al cerrar la puerta él se espabiló, se alisó los mechones y dijo que había reservado una mesa para cenar.

Katerina sacó la guirnalda que colocó en la chimenea, llamó al servicio de habitaciones y preguntó si les podían servir la cena en su cuarto. Sí, ese champagne estaba muy bien, pero que estuviera bien frío, por favor. Se volvió hacia él que la miraba entre asombrado y divertido, le pasó ambas manos por la cara y le besó en la frente.

—He pensado que la vida y la Navidad son un regalo que hay que celebrar. Aunque ellos no estén, estamos tú y yo —en un tono casi doctoral apostilló—. Te das cuenta que la palabra vida está dentro de la palabra Navidad.

Franz afirmó sonriente, siempre había sido una chica muy perspicaz. Y si no estaba contenta en esta ciudad, podían irse a vivir donde quisiera. Ella se puso de rodillas frente a él y reposó la cabeza en su huesudo regazo. Él le pasó la mano por el pelo aún húmedo de la calle.

—Y tú, querida mía, eres el mejor regalo de la vida y de la Navidad.

© Cristina Vázquez

Los camellos de Delia

Malena Teigeiro

No le gustaba salir de día. Según ella la luz ilumina en las personas la fealdad, la inquina, el odio. También la pena y la desdicha. En cambio, añade, desvanece la belleza, la alegría. Por eso cada año Delia va al Mercadillo de Navidad por la noche.

Vivía sola. Hacía muchos años que unos y otros iban falleciendo a su alrededor. Pero le daba igual. Al contrario, la gente le molestaba. Según ella, ahora ya no existían las personas, esos seres individuales con los que se conversa, se admira la belleza de los paisajes y edificios durante los paseos, o se presta y se comenta un libro. Ahora todo era gente. Grupos que, como borregos, acudían en manada a cualquier parte.

Sin embargo el mercado de Navidad era diferente. A esos puestos, año tras año, volvían las familias con los mismos sueños e ilusiones. Por eso Delia lo recorría cada noche. Luego, se sentaba en algún puesto en donde le vendieran una taza de chocolate con la que calentarse las manos. Así, sorbiendo poco apoco el espeso líquido, admiraba a aquellos pequeños que con sus dedos forrados de lana retenían las figuritas de barro. A ella siempre le gustaron los belenes. Tiene uno napolitano heredado de su madrina, que en cuanto llega diciembre coloca en su saloncito. Con cuidado, pone por las montañas de corcho las hogueras rodeadas de pastores y ovejas, las piaras de cerdos en las cuadras de las casitas de cartón y las gallinas y polluelos alrededor del pajar.

Ese año Delia no se detuvo en el puesto para beber su chocolate. Andaba buscando camellos. Entre otras escenas, su belén tenía una de un oasis en un pequeño desierto. Y ese diciembre al abrir las cajas descubrió con sorpresa que le faltaban los camellos y los pajes con sus turbantes de colores. Solo encontró las palmeras y el espejo del pequeño lago. ¿Dónde los habría guardado?, se preguntaba una y otra vez mientras abría altillos, cajones y armarios. Por eso ese día al anochecer, abrigada con la bufanda roja, se dirigió al Mercadillo de Navidad que estaba en la Plaza Mayor, alrededor de la catedral. Buscó en uno y otro puesto. Encontró figuras parecidas a las suyas, pero las quería iguales. La víspera de Noche Buena comprendió que no las encontraría a tiempo. Triste, entró en la Catedral. La luz de las velas iluminaba un gran belén. Era bonito. Paseó su mirada por encima de aquellas montañas, por las casas y caminos. Sonrió. Había también un laguito con camellos y pastores. Los suyos eran mucho más bonitos. Salió del templo y se dirigió hacia su casa. Por el camino recordó que el año anterior su vecino, un hombre de su edad, bastante turbio y flaco, había llamado a su puerta con el ánimo de felicitarle las Fiestas. Hasta sonreía cuando le entregó una caja de mantecados. ¿Sería él quien se los había robado?

Al llegar a casa colocó una servilletita sobre un plato y sobre ella unos dulces navideños. Luego se peinó y perfumó con esmero. Con el platito en la mano, tocó el timbre de su vecino. Tenía que ver si en su belén estaban sus figuritas. El hombre pareció sonreír al verla. Cuando le mostró los dulces, él recogió el platito con las dos manos, con el mismo cuidado con que hubiera recogido la porcelana más fina.

—Pase, pase, vecina. Tengo un vinito dulce con el que me gustaría invitarla.

Entró en la casa. Recorrieron el oscuro pasillo y pasaron al salón. En una de las esquinas Benito, que así se llamaba el hombre, había colocado un pequeño belén. Delia se acercó. Sus figuras de barro apenas tenían ya colores y muchas estaban rotas y pegadas.

Un espejito redondo formaba un lago en donde se reflejaban unas despeluchadas palmeras. Sentado a lo que debía ser la orilla, un pastor parecía dormir junto a dos camellos.

—Quizá debiera tirarlo a la basura.

Después de poner en su sitio la cabeza, el hombre colocó de pie al pastorcillo que aparecía caído sobre el camino de serrín. Como bien podía ver estaba viejo y roto, pero era el mismo que les ponía su madre en el cuarto de estar. Ella, comprensiva, le sonrió. ¿Cómo había podido pensar mal de un vecino tan educado, sensible y amable?

Después de beber el vino y tomar los dulces, quedaron para cenar juntos al día siguiente. Era Noche Buena y ninguno de los dos tenía familia. Como si vivieran en calles diferentes, Benito la acompañó por el descansillo y esperó a que abriera la puerta y encendiera la luz. Al entrar en su casa, dos chapas rojas de felicidad brillaban debajo de los ojos de la mujer. Aquella noche, suspirando como si de nuevo hubiera encontrado el aire, se durmió. Por la mañana, al igual que hacía cuando era niña, al acercar al portal a los Reyes Magos, vio que sus pastores napolitanos dormitaban mientras media docena de camellos bebían en el lago de su belén.

© Malena Teigeiro

Todo irá bien

Liliana Delucchi

Seguí los consejos de una amiga y fui a ver a un médico. Después de varias preguntas, además de tomarme la tensión, le puso una etiqueta a mi dolor y me recomendó fármacos. No llegué a comprarlos. Estrujé la nota para tirarla en la primera papelera ya que no estaba dispuesta a ingerir antidepresivos. Caminaba por la acera cubierta de hojas de otoño cuando vi a tres empleados municipales colocando luces en los árboles. Navidad. Dios mío, ¿cómo iba a soportarlo? El panorama que se planteaba era la consabida reunión familiar en torno a una mesa con las exquisiteces de mi madre y las miradas de lástima de mis hermanas y cuñadas. De ninguna manera.

Sergio levantó su mirada por encima de las gafas cuando entré en el salón y le dije que pasaríamos las fiestas lejos de casa.

—Me parece una buena idea —se puso de pie y nos abrazamos—. ¿Dónde quieres ir?

—No lo sé -fue mi respuesta—. Busquemos en internet algún lugar lo suficientemente lejos y lo bastante diferente a pasarlas en casa.

Estuvo de acuerdo y mientras me servía una copa de vino, agregó: «La Navidad es una noche para victorias nuevas, no para peleas antiguas.»

—Tendremos nuestra victoria —susurró acariciándome el pelo— y será antes de lo esperado.

Sin embargo, lloramos.

Mamá fue la única en apoyar nuestra decisión. Mi suegra y el resto insistían en que hubiéramos debido quedarnos para pasar las veladas todos juntos, aunque seguramente nuestra ausencia les daría un tema de conversación más allá de las consabidas pullas para demostrar quién es la más guapa o el más exitoso.

La pequeña ciudad elegida cumplía con los requisitos que nos habíamos planteado y el hotel era tan cálido y coqueto como imaginamos. Entre paseos por los alrededores y caminatas por esas calles salpicadas de nieve y adornos, sentíamos abrirse el apetito y por primera vez en semanas sonreímos.

Fue una tarde de esas en que la noche cae tan deprisa que no da tiempo a ver el sol esconderse detrás de la montaña, cuando nos encontramos con un mercadillo navideño. Nos deteníamos en los puestos buscando regalos para que la familia perdonara nuestra huida, cuando descubrimos uno que nos hizo acelerar el corazón. Vendían abalorios para colgar en las cunas. Si bien no estábamos seguros si detenernos o no, nuestros pies decidieron por nosotros y, con mis labios temblando, tal vez por el frío, nos acercamos

Una señora mayor detrás del mostrador con una expresión muy agradable nos invitó a elegir alguno de sus productos. A su lado había una niña de no más de cinco años sentada en una sillita de enea que se puso de pie cuando nos vio.

—Mi nieta —nos la presentó la anciana.

—Chiara —dijo la niña extendiendo la mano como hacemos los mayores- y mi abuela se llama Ludovina.

Fue esa chiquilla quien eligió por nosotros; casi sin mirar lo que habían puesto en la bolsa, la introdujimos en la mochila y nos alejamos no sin antes desearles Feliz Navidad en un torpe alemán.

La cena de Nochebuena transcurrió en el hotel, bien servida y con una música tan apacible como el trato del personal. Estábamos a punto de brindar cuando escuchamos campanadas. Es la llamada a la Misa de Gallo, nos informó una atenta camarera. Leí un ¿vamos? en la mirada de Sergio a la que asentí y nos dimos prisa en ponernos los abrigos y caminar hacia la iglesia bajo los primeros copos.

Nunca habíamos podido presenciar esa celebración, ya que la fiesta que se lleva a cabo en las casas de nuestras familias suelen traspasar la medianoche. Este año todo iba a ser diferente.

El templo era grandioso, con magníficas obras de arte y una iluminación que invitaba al rezo y a la reflexión; los lugareños iban llenando el recinto y poco a poco el ambiente comenzó a caldearse. De pronto, cuando los sacerdotes entraron acompañados por un órgano con una sinfonía celestial, nunca mejor dicho, sentí que algo apretaba mi mano a través del guante. Miré hacia abajo y vi el rostro sonrosado de Chiara. Nos mantuvimos cogidas durante la ceremonia y cuando llegó el momento de darnos La Paz, ella me susurró al oído «esta vez todo irá bien». La estreché contra mi pecho dándoles las gracias. A ella y a quien fuera que nos hubiera hecho elegir aquella ciudad y ese momento.

Un mes después visité a mi ginecólogo que repitió las palabras de aquella niña a la que solo había visto dos veces. Cuando cumplido el plazo del embarazo tuvimos a nuestra hija, ni Sergio ni yo dudamos en cuál sería su nombre.

© Liliana Delucchi

El pesebre

Marieta Alonso

Siempre he sido adicta a los mercadillos. No es culpa mía el que los tenderetes sean mi adoración, a mi madre también le encantaban. Así que desde que estaba dentro de ella, arropada en su barriguita, disfrutaba con ellos. Y conste que no soy de las que compro por comprar. Me detengo en todos y revuelvo entre las gangas, me paro a escuchar los reclamos y los precios en todos los idiomas imaginables, y a veces regreso a casa con las manos vacías. He de confesar humildemente que para mí los mercadillos de Navidad son el súmmum de la alegría, del bienestar.

Y aquí estoy de pie, mirando sin ver, con la mente en el pasado. Los sucesos que evoco con intensa claridad ocurrieron hará unos cincuenta años. Aquella mañana contemplaba una figura de San José entre mis manos, cuando conocí al que unos meses después iba a ser mi marido. Un joven alto al que no le llegaba al pecho, con la cara del mismo color de la azúcar de caña, refinada, claro; y los ojos verdes como aceitunas, herencia de mi suegra. Vestía con decencia al decir de mi abuela. Con una sonrisa preciosa me ofreció la figura de la Virgen en una mano y la del Niño en la otra. Debía comprar el misterio al completo.

—¿Qué precio tiene todo? —hablé sin desviar mis ojos de los suyos.

—Es mi regalo de Navidad.

Creía que era el tendero y resultó ser otro adicto a los mercadillos. Como yo.

Nos casamos y nos fuimos de alquiler a una casa lo suficientemente amplia para que pusiéramos en el sótano un Belén gigante y perenne. Cada diciembre íbamos en busca de figuras, que si el buey, que si la burra, que si un pozo, que si unas ovejas, que si los Reyes, los pastores... ¡Todo un mundo sin faltar detalle! Y en el lugar más destacado, el pesebre con las tres figuras motivo de nuestra unión.

Ahora recuerdo las cosas que de verdad tienen importancia, como aquella rama que se rompió con la brisa, la porción de palabras entrecortadas que me pedían un sí, para siempre. Era mi novio moviendo la cabeza como si le apretara el cuello de la camisa. El muy tonto pensaba que me iba a negar. Y lo que hice fue estamparle un beso bien sonoro para que no se fuera a arrepentir. Luego nacieron mis cinco hijos, uno detrás del otro. También rememoro aquella pizca de conversación con mi primogénito de cuatro años que me contaba en secreto que tenía novia; y el llanto coral que ofrecían al obligarles a tomar sopa de fideos cuando lo único que querían comer era macarrones con tomate. Una ráfaga de imágenes me muestra un hospital, un cementerio y una viuda vestida de negro.

Vuelvo a la realidad. Lo que son las cosas, pensé, ahora no me acuerdo de nada. Un día quise abrir la puerta de mi casa y resultó ser la del vecino. Otro puse un melón en el armario a enfriar; y un sábado el monedero apareció en el congelador junto al pescado. Así empezó todo.

Sigo paseando de puesto en puesto y sonrío a quienes me rodean. De pronto, alguien dice: ¡Mamá! Es mi marido tan joven como siempre, con su pelo encrespado. Le oigo lanzar un suspiro de alivio. Detrás de él esa mujer y esos tres hombres que dicen ser mis hijos. Por lo visto buscaban a una anciana que se había extraviado, y en vez de llamar a la policía, que es lo que se hace en esos casos, se acercaron al mercadillo de Navidad.

Tomo la mano de mi Pepe, y lo convenzo para comprar la figura de un herrero. Regresamos tan contentos a casa, seguidos por esos que dicen ser mis hijos y que más bien parecen mis guardaespaldas.

© Marieta Alonso

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Cementerios

15 noviembre, 2020 por Akelarre 2 comentarios

Cuentos sobre cementerios

Cementerios

Cementerio: La Real Academia Española define la palabra como proveniente del latín tardío coemeterĭum, y este del griego bizantino koimētḗrion, propiamente dormitorio. La palabra fue introducida por los cristianos porque creían que los difuntos solo dormían esperando la resurrección.

Los cementerios, tal y como hoy los comprendemos, comienzan en los atrium situados alrededor de las iglesias. En estos lugares se reunía la gente tras la misa, se realizaban procesiones o movilizaciones militares, jugaban los niños y se celebraban los más diversos actos sociales. El cementerio era, por tanto, un espacio de convivencia alrededor de las parroquias.

El auge del cristianismo llevó a la mentalidad colectiva que solo la cercanía en el enterramiento a catedrales, iglesias o monasterios garantizaba la salvación de las almas. Y fue a partir de la Edad Media cuando el crecimiento de las ciudades hizo que estos santos lugares quedaran en el interior de las mismas. En la actualidad, su culto, embellecimiento y emplazamiento hacen que muchos de ellos se hayan convertido en lugares de visita turística.

En este mes de noviembre en que recordamos a los que se han ido, nuestras cuentistas han encontrado en estos sitios de culto la inspiración para sus relatos.

Deseamos que disfrutéis con ellos.

Fiel jardinero

Cristina Vázquez

Los paseos de Carmelita

Malena Teigeiro

Alicia

Liliana Delucchi

Un buen acicate

Marieta Alonso

Fiel jardinero

Cristina Vázquez

Felipe era un buen hombre. Correcto y cabal, al menos así le calificaban en el colegio de Marianistas en el que estudió. Además de los amigos, sus jefes también opinaron que era amable y sensato, aunque con un peculiar sentido del humor. Lo que sorprendía a todos era el gran éxito que tenía con las mujeres, aunque tuviese un físico corriente y un interés moderado en la conversación. A medida que fueron pasando los años sus conocidos y familiares empezaron a mirarle desde otra perspectiva. No solo triunfaba con el sexo opuesto, sino que enviudaba con cierta regularidad. Hasta cuatro veces.

Él sufría con resignación las pérdidas. La primera fue dramática pues solo llevaban seis meses casados cuando la joven Ofelia desapareció de la mañana a la noche de una pleuresía fulminante. Los lamentos del cortejo que acompañó a la chica se oían más allá de las tapias del cementerio. Los deudos que rodeaban la tumba se quedaron extrañados de lo apartado y amplio del lugar, rodeado de una valla con el nombre de él forjado a la entrada. Felipe sufría con una dignidad y entereza encomiable esa terrible desventura.

A los dos años volvió a casarse, esta vez con una robusta Helena de ascendencia suiza, que lucía el aspecto más saludable que se pudiera esperar de una mujer. Felipe parecía más hablador y alegre de lo habitual con esta nueva esposa. Su familia rebosaba confianza en que pudiera olvidar, y así lo parecía, su desventurado y breve matrimonio. La pobre Ofelia, susurraba la madre mirando con admiración a la sonrosada nuera, ya se la veía que era muy poquita cosa. Robusta o no, Helena, al año se precipitó por un acantilado mientras paseaban por la sierra, afición que ella había introducido en sus hábitos matrimoniales, por aquello de la ascendencia helvética.

En este segundo sepelio los lamentos eran más exiguos y la pena por la mala suerte del pobre Felipe se diluía en miradas de extrañeza. La tumba estaba al lado de la de Ofelia —de la que crecía un hermoso rosal— en el mismo lugar apartado, ahora ya menos amplio a causa de la nueva ocupante.

A los tres años se casó con una vecina de toda la vida, María Angustias, una mujer gris y resignada que por lo visto había suspirado toda la vida por este inalcanzable vecino que por fin hacía suyo. La boda apenas se celebró con una breve comida familiar y la novia, vestida también de un gris que entonaba con su personalidad, lucía una emoción inquieta. La fama de hombre de mal fario, de gafe, empezaba a sobreponerse a la de cabal, correcto, sensato… Durante este matrimonio uno de los planes que Felipe prefería era ir a pasear al cementerio y arreglar los rosales de la parcela, así la llamaba, donde reposaban sus anteriores mujeres. Tan tranquilo, tan lleno de paz y serenidad le objetaba a María Angustias cuando le decía que a ella le daba mucho malestar pasearse en medio de tanta tumba.

—Felipe si nos queda toda la eternidad para disfrutar el lugar.

—Tienes razón, pero no es mala cosa acostumbrarse y conocer el sitio al que vendrás —le replicaba con lúgubre sonrisa—. Así te vas haciendo a la idea.

Poco tiempo le dio a acostumbrarse, pues a los dos años de matrimonio la pobre se electrocutó haciendo un apaño a la plancha que siempre se le estropeaba. Felipe contaba que la encontró como si fuera un dibujo animado de tiesa que estaba y que los pelos parecían alambres. Pobrecita, suspiraba el viudo, pobrecita. Ahora se va a hartar de cementerio con lo poco que le gustaba. Ya se lo advertía él que era mejor acostumbrarse. Pero por lo menos no iba a estar sola y una sonrisa melancólica le iluminó la cara.

A este entierro solo fueron un hermano, un subalterno del viudo, dos sobrinas y una hermana de la muerta. En el breve responso un aire de desconcierto sobrevolaba al cura y a los escasos presentes. La cuñada, María Remedios, no era capaz de darle el pésame ni mirarle a los ojos, pues le veía envuelto en una gran beatitud, como si, al igual que un mártir, aceptara su destino. Aunque no quería fijarse en el viudo, el brillo pálido de sus pupilas la emocionó. Ella, viuda también, comprendía la soledad del superviviente y le pareció que las tres tumbas seguidas, con los parterres bien cuidados y un rosal plantado en cada una de ellas, daba al lugar un aspecto acogedor, casero. Desterró estos pensamientos y salió a paso vivo en cuanto acabó la ceremonia.

Al año y medio, y sin que nadie se enterara, María Remedios se casó con Felipe. Una mezcla de transgresión y desafío la invadió, pues no se le iba de la cabeza el lugar que quedaba libre al lado del de su hermana. Y dados los antecedentes del cuñado, hoy marido, había momentos que se sentía como una amazona desafiando el destino y otras, como una futura víctima del mal fario de su esposo. Pero duró muchos años y le parecía bien acompañarle en el paseo por el cementerio al que él iba todas las tardes. Decía que le resultaba vivificante y saludable comprobar cuantos le habían precedido. Hacía bromas sobre el esmero con que cuidaba su harén de muertitas. Ya que no se podía tenerlo en vida…

© Cristina Vázquez

Los paseos de Carmelita

Malena Teigeiro

Desde que tiene recuerdos, le gusta pasear por el cementerio. Siente un delicioso gozo con la paz y tranquilidad que, impávidas, emanan las filas de panteones y el perfume de las flores. Pero lo que más le fascina son los entierros. La unidad, el recogimiento de las llorosas familias, todo ello la sobrecoge. En cuanto Carmelita se percata de que hay un enterramiento, se entremezcla con los deudos. Compungida, igual que si el difunto tuviera que ver con ella, participa en sus rezos, sobre todo en aquellos casos en que los muertos apenas llevan acompañantes. Lo hace con gusto, quizá porque como niña de la inclusa que fue no tiene familia a la que llorar. Y suspira satisfecha cuando, al final, todos los integrantes de la comitiva le dan la mano agradeciéndole su presencia. Por otra parte, a Carmelita le parece que los entierros son como las representaciones de una obra de teatro. Sobre todo cuando el atrezo de la lluvia o la niebla se mezcla con las lágrimas de los dolientes familiares. Entonces, era todo tan perfecto que hasta se le encogía el corazón. En fin, se dijo separándose unos cabellos que le tapaban la frente, para ella los entierros eran como la misma vida. Le vino a la memoria el de un difunto, casi vecino suyo, un hombre canijo y malhumorado que compensaba su pequeño tamaño con los gritos que daba a su mujer y a sus hijos. Ahora que lo recordaba, nunca los vio juntos por la calle. Pobre mujer. Carmelita suspiró apenada. Sin embargo, aquella mañana de esplendoroso sol estaban dándole sepultura su viuda y sus cuatro hijos, bien acompañados por sus cónyuges. Durante toda la ceremonia guardaron un escrupuloso silencio que mantuvieron hasta salir del cementerio. Ya en la calle, los vio tranquilos, hasta le pareció que se iban satisfechos después de comprobar que el nicho se quedaba bien cerrado. Porque los cementerios también tienen de bueno eso que a ella tanto le gusta comprobar: Las diferentes clases de amor que las gentes sienten por el que allí dejan.

Miró hacia un lado y otro, nada. No lo entendía. Era como si el día anterior no hubiera fallecido nadie. Incomprensible. Y continuó paseando acompañada por sus pensamientos. El de don Floro sí que había estado bien. Él era un hombre importante, el dueño del banco. Llegó al cementerio en una carroza tirada por dos caballos negros. La debieron sacar de un museo, meditó, porque por allí nunca vio cosa igual. La caravana que lo escoltaba daba gloria. Coches y coches negros, brillantes como el charol. Un desperdicio de gasolina, pensó. Al entierro de don Floro casi no asistieron señoras. Pensándolo bien, y ahora que recordaba, ninguna. Pero por todos era conocido que los hombres importantes solían ir acompañados por caballeros que deseaban que los vieran allí, no fueran a quedar mal. Y don Floro, lo mismo que le pasó en vida, llegó a su última morada rodeado por hombres con gabanes negros. Era gracioso verlos pasar. Parecían una bandada de pájaros huyendo hacia el sur. Ella solo coincidió con él dos veces, y las dos en el patio del banco mientras de pie delante de la caja, esperaba a que la atendieran. Todavía lo recordaba. Pasó por delante de ella seguido por sus secuaces. Impávido, con la mirada puesta en el horizonte, caminaba hacia la puerta. Y las dos veces aquella figura delgada, tiesa, le recordó a Moisés. También a su paso, como si fuera el agua del Mar Rojo abriéndose ante el pueblo de Israel, las gentes se separaban para que don Floro pudiera pasar sin que nadie le molestara. ¡En fin! Lo cierto era que por importantes que seamos, a todos nos llega la hora. Y se persignó.

El entierro de Lola fue en el que más disfrutó. Era una mujer alegre, que cantaba y bailaba en cuanto tenía ocasión y que siempre reía. Y al parecer dejó escrito a sus acompañantes que al entrar en el cementerio comenzaran a cantar sus canciones. En aquella especie de carta que la mujer escribió con sus últimas voluntades, puso que se iba contenta porque su intención era seguir cantando y bailando alegrándole así la vida a los de arriba. ¡Qué mujer! Y cuando siguiendo sus instrucciones las alegres voces de sus deudos comenzaron a entonar sus canciones, los pies de los que allí estaban se animaron a bailar. Lo malo fue que esa tarde se celebraba otro entierro, y que a aquella triste y enlutada familia les parecieron una falta de respeto los alegres y jocosos cánticos y bailes. Y claro, unos que si estaban cumpliendo el deseo de su amiga, y los otros, cerriles, sin comprenderlo, comenzaron a soltar palabras gruesas. Eso al principio, porque siguieron con que si este no es lugar, luego que yo hago lo que quiero, que esto es lo que me pidió la Lola, los otros que si no se callan llamamos a la policía… Lo peor llegó cuando, nunca se supo quién, a alguien se le ocurrió arrojarles a los tristes una flor. Alguno más se animó e hizo lo mismo. Los otros, que apenas llevaban encima del ataúd un ramito, y que no iban a destrozarlo por ese motivo, recogieron chinas del suelo y comenzaron a arrojárselas a los de las flores. Total, que, al final, abandonando los ataúdes, armaron una pelea de la que aún hoy se habla. Avisada por los guardas del cementerio llegó la policía. Entonces, los amigos de Lola, alguno de los cuales no les gustaba que la pasma los encontrara, comenzaron a correr por los caminos saltando por encima de las tumbas y hasta dicen que más de uno llegó a esconderse en algún panteón. Otros, los más tranquilos, como el cuerpo de su amiga continuaba sin haber sido introducido en el nicho, no dejaban de elevar sus hermosas voces al cielo. Al fin, uno de ellos, un hombre mayor, de talante serio y muy educado de maneras, consiguió explicar a los guardias por qué se comportaban así. Cosa que como en el cuartelillo también era bastante conocida la Lola, la policía comprendió. Mediando los guardias entre unos y otros, se llegó al acuerdo de que mientras el cura le rezaba un responso a su amiga, la otra familia cumplimentara el entierro de su deudo y se fuera rapidito.

Todo ocurrió tal y como se había pactado y cuando los guardias después de darles el pésame, se retiraban, Que Dios la tenga en su Gloria. Era tan buena. Y tan lianta. Eso sí, para qué lo vamos a negar. En fin, la recordaremos siempre, los acompañantes al entierro de Lola como setas, fueron saliendo de los rincones. Ya reunidos de nuevo, el triste y alegre cortejo, entonó sus cantos a la vez que introducían a su amiga en su última casita. A Carmelita le dio mucha lástima verlos cómo se retiraban del cementerio con los rostros cubierto de lágrimas.

Y pensando lo cierto era que los entierros eran casi siempre tristes, solitarios, sin glamur alguno, Carmelita se fue del cementerio. Como siempre entró en el bar que estaba al final de la tapia, a la izquierda, a tomar una copita.

Contenta, Carmelita bajaba por encima del desigual camino de adoquines del paseo principal sin que se le metiera ni una sola vez el tacón en las ranuras. Había llegado a la conclusión de que la gente que acudía a los entierros era amable, y también educada. Quizá debido a la tristeza que les producía quedarse solos o bien a la satisfacción que a veces acompañaba a esa soledad. Eso, al menos ella, nunca consiguió aclararlo. Pero lo que nunca supuso fue que aquellas familias a las que acompañó, y que apenas la conocían, estuvieran tan agradecidas como para transportarla a hombros hasta su último hogar. Si pudiera se hubiera removido entre las sedas de su ataúd para darles las gracias personalmente. Pero daba igual, porque, sonriente, revoloteaba por encima de sus cabezas animándolos a vivir.

Al fin, cuando ya sintió que su cuerpo estaba recogido, Carmelita se agarró a las alas de su Ángel que la esperaba. Durante el camino, le pidió que como no tenía amigos ni familia, por favor, la llevara junto a la gitana Lola.

© Malena Teigeiro

Alicia

Liliana Delucchi

Era una tradición. Cada dos de noviembre íbamos al cementerio. Con un ramo de crisantemos, mi marido y yo visitábamos a quienes ya no recibían visitas. Tumbas arañadas por el tiempo, donde casi no se leía el nombre de quien allí descansaba y que desde hacía mucho no escuchaban los rezos de algún familiar o amigo.

Años atrás habíamos cambiado de país y nuestros antepasados quedaron en un camposanto allende los mares, sin nadie que les llevara flores ese día. Esa orfandad fue la que nos hizo tomar la decisión de rendir homenaje en nuestra nueva patria a aquellos sepulcros abandonados que seguramente escondían sus historias. Nadie desatiende una sepultura porque sí. No nos importaba el motivo, ni quisimos investigarlos, simplemente acompañar durante un rato a quien reposaba en soledad.

Caminábamos en silencio y cada uno elegía al destinatario de sus flores y sus plegarias. Todos los años una tumba diferente, hasta que un día descubrí una que me atrajo como si de ella emanara una fuerza especial.

La mañana era gris y una niebla densa caía sobre los cipreses. En una lápida de mármol que alguna vez fue blanco, leí:

Alicia Guiraldes Fonseca
12 de enero 1919-17 de junio 1925

Pobrecilla, pensé, solo tenía seis años. Dejé mi ramo y me senté en el suelo. Con el dedo índice acaricié las letras de su nombre y fue entonces cuando me pareció escuchar una voz infantil que me pedía que le contara un cuento. Un frío helador me recorrió la espalda mientras me ponía de pie con la promesa de volver.

El lunes siguiente fui a una librería. A través del cristal del escaparate, la luz de la mañana iluminaba un estante donde pude ver varias ediciones de Alicia en el País de las Maravillas. Tu nombre, pequeña, es probable que lo conocieras, ya que Lewis Carroll lo publicó en noviembre de 1865. Compré un ejemplar y volví al cementerio.

Sentada sobre la tumba, con voz baja, casi entre susurros, empecé a leer. Mi marido arqueó las cejas cuando, de regreso a casa, le dije que mientras me perdía en las aventuras de aquella niña del relato, vi un conejo blanco con chaleco pasar corriendo hasta desaparecer dentro del agujero de un árbol.

Todas las semanas acudía a mi cita con Alicia; unos libros sucedieron a otros y hasta llegué a inventar historias, también a contarle lo que ocurría en el mundo y en mi vida.

Mi marido, mis hijos y más tarde mis nietos me acompañaron en alguna ocasión, siempre manteniendo la distancia, algo que agradecí por ese respeto que tenían a mi relación con aquella chiquilla fallecida tantos años atrás.

Mi familia acaba de irse. También la enfermera. Estoy a solas con las flores que me han traído y los monitores que tengo a derecha e izquierda. Cierro los ojos y veo el discurrir de mi vida en imágenes. ¡Queridos todos! Al abrirlos descubro a una nena sentada a mi lado. Lleva un vestido blanco con lazos rosas, los mismos que le adornan sus bucles rubios. Levanta un pie para mostrar sus botines y preguntarme si me gustan. Sonrío, entonces ella abre el libro que lleva sobre la falda y con su dulce voz empieza a leer:

«Alicia empezaba a cansarse de estar allí sentada con su hermana a orillas del río sin tener nada que hacer. De vez en cuando se asomaba al libro que estaba leyendo su hermana, pero era un libro sin ilustraciones ni diálogos…»

© Liliana Delucchi

Un buen acicate

Marieta Alonso

En misa el sacerdote se había pasado toda la homilía hablando de la muerte. ¡Dichoso tema! La ponía nerviosa. Ni siquiera le gustaba ir al cementerio. El olor a hierba recién cortada y a jazmín le devolvía la voz de su madre quejándose por estar allí. A ella tampoco le gustaba esa soledad. Suponía que Dios la amaba, pero de momento cada noche le rogaba que pospusiera lo de estar en Su presencia. La vida era hermosa.

Unos días antes había comenzado a tejer un chaleco con el punto de arroz. Y esa tarde después de fregar los platos y pensar qué pondría de cena, volvió a su tejido y de paso se sentó a ver la novela de todos los días. Le gustaba comentarla con sus vecinas. Se ufanaba de poder hacer tres cosas a la vez: Oír, ver la televisión y tejer con sus manos. No necesitaba seguir con la vista las agujas. Palabra a palabra se iba adentrando en la trama de aquel matrimonio de ficción tan parecido al suyo. No se querían.

Mientras ella se dejaba ir hacia las imágenes, su marido se entretenía leyendo el periódico y de vez en cuando la miraba preguntándose para quién sería aquel chaleco. ¿Para el chico o la chica? Desde que fue madre, para ella sus dos hijos eran lo único importante, él se quedó como un cero a la izquierda. En una ocasión le dijo que algún día se marcharían y solo le quedaría él. Su respuesta fue: No digas bobadas. A veces le venían pensamientos que era mejor desechar.

En la telenovela, la protagonista tenía un amante y el último en enterarse fue el marido, que ahora aparecía en la pantalla con un afilado cuchillo que pondría punto final a aquella sórdida historia.

Empezaba a anochecer. El hombre dobló el periódico por la mitad. ¡Qué hartura de mujer! Si pudiera rehacer su vida… Las luces del crepúsculo enrojecían las paredes del salón. Lo recorrió con la mirada y yendo hacia la ventana tropezó con el maldito perro, una leve brisa movía los fantasmales visillos, escuchaba el sonido de las agujas por encima del murmullo del receptor. Sobre la mesa unas relucientes tijeras. Su esposa estaba inclinada hacia delante pendiente de lo que ocurría en aquel culebrón. Su nuca desnuda resplandecía…

© Marieta Alonso

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La edad de la inocencia

15 octubre, 2020 por Akelarre 3 comentarios

La edad de la inocencia - Edith Wharton

La edad de la inocencia de Edith Wharton

Edith Wharton. Novelista estadounidense nacida en Nueva York en 1862, fue una gran escritora que tuvo el reconocimiento en vida.

Perteneciente a una familia adinerada conoce a la perfección la alta sociedad americana a la que analiza con fino estilete. Su escritura sutil y elegante relata con aparente ligereza pasiones, destrucciones personales y cómo los grilletes sociales dan lugar a trágicas situaciones.

Amiga de Henry James siempre trató de defenderse de la influencia de este autor en su obra.

En 1907 se instaló en Paris. Años después recibió La Legión de Honor por sus servicios rendidos durante la guerra de 1914. Fue la primera mujer doctorada en Letras por la Universidad de Yale y en 1930 la hicieron miembro de la Academia Americana de Artes y Letras.

“La edad de la inocencia” es para muchos su mejor novela e inspiradas por una frase de esta, nuestras cuentistas han dejado volar su imaginación hacia el Paraíso, traiciones económicas y amorosas y ¿por qué no?, hasta el asesinato.

Esperamos que disfrutéis de la lectura.

Joven prometedor

Cristina Vázquez

La casa del bosque

Malena Teigeiro

Tarde de lluvia

Liliana Delucchi

En el principio de los tiempos

Marieta Alonso

Joven prometedor

Cristina Vázquez

Un joven prometedor, comentaban con seriedad los consejeros del banco después de aprobar el ascenso a director general de Alfredo Cárdenas. Prometedor y meritorio apuntaló el señor Arribas, el cual iba a trabajar codo con codo con él. Un chico lleno de valores, insistió su futuro jefe en un afán de apropiarse el mérito.

Alfredo esperaba con una inquietud controlada el resultado de la reunión. Bromeó con la secretaria por las botellas de agua que se había bebido y se tuvo que secar disimuladamente las manos varias veces. Odiaba este defecto suyo. Le quitaba mucha seguridad la humedad en sus palmas cuando se ponía nervioso. Estaba intentando encontrar algún producto que se lo cortara. Era un hombre que, sin ser perfecto, su físico era muy masculino, bien equilibrado entre fuerza y elasticidad, con una buena osamenta y estatura. Sabía que las mujeres se ponían nerviosas con él lo que le daba seguridad en sí mismo. Excepto por las manos. No poder dar una mano seca y firme le debilitaba.

Progresar, ese era el verbo que le apasionaba declamar al referirse a sí mismo. Las miradas de admiración que levantaba al volver a su ciudad de provincia y contemplar a sus antiguos compañeros, le servía, aparte de para reforzarse en las decisiones tomadas, para percibir todo aquello que aún tenía que limar. Y aunque la ruptura con Encarnita, su novia desde la adolescencia, tuvo alguna consecuencia de reprobación e incluso algún amigo le negó el saludo, comprendió que había sido una decisión acertada. A dónde iba a ir él con esa paleta, que aunque estaba buena se le hubiera quedado más corta que una tarde de invierno.

—Enhorabuena muchacho —el señor Arribas irrumpió en su pequeño cubículo con la algarabía del vencedor—. Mañana te cambias al despacho grande y empezamos a trabajar.

Llevaba un mes en su nuevo puesto y el jefe le invitó a su casa para que conociera a su familia. Un pobre muchacho que vivía de pensión, pero muy inteligente y prometedor, declaró convencido ante las protestas de sus hijas y mujer de traerse el trabajo a casa. Alfredo envió un centro de flores a la señora, se puso su primer traje confeccionado en un buen sastre, y se restregó las manos con piedra de alumbre que le estaba dando buenos resultados con su problema.

Salió de la cena entusiasmado por la amabilidad de la familia, achispado en el recuerdo de la belleza de la mesa adornada con flores y candelabros, de la simpatía de la mujer y el intenso interés de la hija menor, Sonsoles, que sin ser guapa, la envolvía un aire de distinción, un aura perfumada y una atención a sus palabras que intuyó se le abría un mundo esplendoroso.

Empezó a salir con ella, con la aquiescencia del padre y el entusiasmo de la joven que lo encontraba exótico, diferente, divertido. La empezó a llamar Sunny, a ella le gustaba y sus íntimos era el apodo que utilizaban. Conoció el club de golf, su jefe le regaló los palos. Viajó con ella a la estación de esquí donde tomó clases. Y además en el banco solo recibía felicitaciones. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él. Un futuro maravilloso.

Poco antes de concertarse el matrimonio con Sunny, una mañana le llamó su futuro suegro al despacho y cariacontecido le pidió un enorme favor.

—Casi de padre a hijo, como lo seremos en breve —suspiró mirándole con los ojos abatidos—. Confío en ti Alfredo.

Se removió en su sillón y le alargó unos papeles sobre un tema inmobiliario en el que se había producido una falta de dinero, que aunque él no había tenido nada que ver, aseguraba el señor Arribas, le habían endilgado el problema. Lo que le pedía para él era muy importante y a ti Alfredo ni te va ni te viene. Se echó hacia atrás y en un tono melifluo le aseguró que solo tenía que firmar. No corría ningún peligro, si no ni se le ocurriría planteárselo a quien iba a ser su futuro hijo. Todo era perfectamente legal.

Alfredo firmó y el casi suegro le palmeó la espalda con efusión y auténtico cariño.

—Gracias, hijo, nunca olvidaré este gesto tuyo.

Una duda corría pareja a la emoción que tuvo de ser útil a su futura familia, de haber sacado de un aprieto a este hombre que solo le había demostrado cariño y reconocimiento. Al día siguiente llegó al trabajo y al preguntar por él le dijeron que estaba enfermo y que no iría a trabajar. Le llamó al móvil, pero daba desconectado, como el de su novia que tampoco respondió. Al mediodía se acercó a la casa a interesarse por él, extrañado de que no le hubieran contestado sus llamadas. El portero al verle entrar le dijo que no se molestara en subir, la familia se había ido para un largo viaje. No. No sabía cuándo iban a volver. Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos mientras la sangre se agolpaba en sus sienes. Se sentó en el último escalón de la alfombrada escalera bajo la desaprobatoria mirada del portero.

Cuando se miró el resto de tinta en las yemas de sus dedos a la endeble luz de la celda, se vio a sí mismo como la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada. Las manos ya no le sudaban, pero un sudor frío le recorría el cuerpo. Cuando salió esa misma noche a declarar, le dijeron que se limpiara las manchas de tinta que tenía en la frente.

© Cristina Vázquez

La casa del bosque

Malena Teigeiro

Se levantó del sofá, y, tambaleante, sin soltar a botella, se dirigió a darse una ducha. Bajo el agua fría Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él. Y recorriendo su interminable vacío, vio la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada.

No era cierto. Desde que lo había abandonado May, retumbaban en su cerebro las palabras de tía Mingot cuando le dijo que se casaba con una mujer educada que, además de ordenarle la vida, lo haría feliz. Él era un hombre con suerte, que sin tener en cuenta sus actos se deslizaba por la vida sin que nada le ocurriera. Se rio de lo que le parecieron excéntricas palabras de una anciana. Sin embargo, hoy sí creía que fueron certeras. Todo en la vida le había ido bien hasta la noche en que al llegar a casa, no la encontró.

May sintió frío y salió a recoger unos troncos. El viento helado anunciaba tormenta. Al entrar en la cabaña que había heredado de su padre, dejó la madera en la estufa. Recogió un periódico, y antes de arrancarle las hojas, miró la fecha. Sonrió. Tenía más de cinco años. Debía de ser el último que llevó su padre. Sin dejar de contemplar la amarillenta fecha, recordó que desde su entierro no había vuelto a la casa del bosque. Él no quería ir y ella por no discutir… Arrugó una serie de hojas y encendió la chimenea.

Cuando por la mañana se había ido de su casa no se lo dijo a nadie. Quería estar sola y en aquella cabaña se sentía segura. Mirando las llamas se quedó dormida. Ya rompía la luz cuando la despertó su voz.

––Buenos días, May––la voz de Archer sonaba dulce, amigable.

Sin moverse, y mientras un terrible frío le recorría la espalda, se preguntó cómo había entrado. De pronto recordó que de recién casados él había hecho una copia de la llave. Con los párpados muy apretados esperó a que se acercara. Las lágrimas le caían cuando sintió sus dedos sobre los hombros.

De nada le servía a Archer llevarse las manos a la cabeza. De nada le servía tumbarse en la cama de la cabaña, hasta con los zapatos puestos, y pasar las horas agarrado a una botella. De nada le servía ahora emborracharse hasta caer dormido con el rostro lleno de lágrimas. Porque aquella cabaña era ella. Y él no se sentía capaz de abandonarla. Tenía la boca pastosa cuando sintió sus labios sanos, frescos, sobre los suyos, la dulce dejadez, la ternura de su cuerpo entre los brazos. Siempre le pareció que May tenía la ingravidez de los ángeles.

Con qué orgullo jugaba con ella. Adoraba la oscura luz que aparecía en sus ojos. Al principio ella era remisa a realizar ciertos juegos, aunque siempre lograba que venciera sus miedos cuando le susurraba que lo quisiera a su manera. Continuó bebiendo hasta acabar el licor de la botella. Y al sentir la niebla del mareo, comprendió que su adoración por May siempre le había producido atroces celos que le obligaban a mirar con negro ardor a cualquiera que se le acercara. A veces, cuando llegaba a casa y no la encontraba se volvía loco. Reconocía que su actitud cuando ella entraba por la puerta no era la correcta.

Se levantó y se acercó a su esposa. Le sujetó los dedos fríos e intentó calentárselos con su aliento. Contempló sus ojos, de mirada fija, vacía. Después de volver a besarle los dedos, dejó caer la inerte mano sobre la alfombra empapada en sangre.

© Malena Teigeiro

Tarde de lluvia

Liliana Delucchi

Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él; y recorriendo su interminable vacío, vio la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada.

Lleva esperando un cenicero lleno y dos tazas de café vacías. No vendrá. Vuelve a marcar el número del móvil y otra vez el mensaje que le anuncia que está apagado o fuera de cobertura. Levanta la mano hacia el camarero para que le traiga la cuenta, mientras observa a través de la ventana: Una nube de paraguas oculta la cara de personas apresuradas bajo la llovizna de esa tarde de invierno. El hombre empuja la puerta acristalada para perderse en la calle donde se mezcla el sonido del agua con los villancicos. Él parece no oírlos, solo una triste canción da vueltas por su mente.

Le había dicho que se encontrarían en ese bar. Lejos de la oficina y en medio de comercios, pasarían inadvertidos. «No te preocupes, con las fiestas navideñas todo se paraliza, no habrá investigaciones hasta pasado Reyes y para entonces todo estará solucionado.» Pero nada está solucionado. Se muerde los labios recordando la vergüenza que sintió cuando su tarjeta no le facultó la entrada al edificio, y el guarda de seguridad lo miró con suspicacia antes de decirle que no estaba autorizado a ingresar.

Intenta otra llamada con el mismo resultado. Seré imbécil. ¿Cómo pude creer que mi padrino, como decía que era, me iba a dejar en la estacada? Es cierto que recomendé las inversiones, que las firmé, que las envié a Hacienda y al Banco de España, pero fue él quien me dijo que lo hiciera, que era todo legal, que solo nos saltaríamos algunos impedimentos burocráticos. Están blindados, eso fue lo que me aseguró, solo tú y yo lo sabemos, ya verás cómo en pocos meses estaremos en la cumbre. Seremos la mayor entidad financiera y tú habrás sido el artífice de la operación. Se te compensará. Sí, ya veo cómo me han compensado. Clara me mandó un mensaje diciendo que la policía de Delitos Económicos estaba en mi despacho.

Vuelve a llamar, aunque sabe que es en vano. Está solo.

—No, no estoy solo… ¡Clara!

Fue su secretaria durante los años que estuvo en el banco. Tantas horas juntos, sin apenas vida social, dedicándolo todo a ese trabajo que ahora se había esfumado, al menos para él, los llevaron a compartir algo más. Pero ahora…

Ella acudió al encuentro; su rostro, generalmente relajado dibujaba algo que pretendía ser una sonrisa, pero era solo una línea tensa sobre una mandíbula temblorosa.

—Necesito tu ayuda. No te pido nada ilícito, solo recuperar cierta documentación —solicitó el hombre intentando mantener la calma.

«Sería inadecuado. Deja que me vaya.» Fueron sus últimas palabras, sin embargo Jacinto le pidió otra cita, una vez más, por favor. Ella lo miró desde el fondo de su tristeza y entonces él pudo ver que sus ojos estaban llenos de ayer. Bajó los suyos y le tomó la mano. Estaba fría.

Llegaban a la parada del autobús cuando ella aceleró el paso para cogerlo. Contempló la espalda de la mujer entregando su billete al revisor, después su costado avanzando por el pasillo hasta sentarse junto a una ventanilla. Su mano enguantada llevaba un programa de cine. La última película que vieron juntos. Lo que no pudo ver fue que ella rompió el papel en varios trozos antes de guardarlo en su bolso.

© Liliana Delucchi

En el principio de los tiempos

Marieta Alonso

Cuando Eva tuvo su primer hijo pensó que era el momento adecuado para hacerle saber a su marido cuál era el sitio que ocupaba en el nuevo hogar. Dadas las circunstancias tenía que ponerse a trabajar, nada de zanganear, ni de estar sentado viendo a lo lejos el paraíso, le dijo compasiva. Y es que Adán no se daba cuenta que había que hacer de la necesidad, virtud. Se pasaba el día ordenando sus pensamientos, le pesaba no haber cumplido con el mandato de fidelidad y obediencia, y por supuesto, hubiese preferido no haber llegado al conocimiento del bien y del mal. Se prometió no volver a comer manzanas, nunca más. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él.

Pero la serpiente no dejó de importunar. El primogénito se dedicó a la agricultura, era un joven fuerte y bien nutrido que nació para ser salvaje y asesinó a su hermano por pura envidia. El segundo pastoreaba ovejas, un santo, que ofreció a Dios lo más selecto de su rebaño por generosidad y no por obligación. Tras su muerte tuvieron al tercero. Y así fue transcurriendo la existencia.

Después de la expulsión del Edén, el reloj de la vida de Adán se desbocó, en un santiamén llegó a los novecientos treinta años. Y recorriendo su interminable vacío, vio a lo lejos la menguada figura de un hombre bueno, al que le rogó que lo alejara de las tentaciones para que jamás le sucediera nada malo.

Y supo que todo iría bien. Porque si el mal no cejaba en el empeño, el bien tampoco.

© Marieta Alonso

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El gato y el león

15 septiembre, 2020 por Akelarre 5 comentarios

Gato reflejado como león en espejo - cuentos

El gato frente al espejo

Amado por unos, denostado por otros, la historia del gato se basa sobre todo en la percepción que el hombre tiene del pequeño felino. Esta apreciación difiere totalmente de una época a otra. Mientras que en la antigüedad lo veneraban, en la Edad Media los quemaban en las hogueras pensando que era un animal diabólico.

Sin embargo, la foto que ilustra esta entrega de Nuevo Akelarre Literario pretende ir un poco más allá de la visión que puede tener un minino de sí mismo. Es también la forma que tiene un humano de verse al otro lado de la realidad la imagen que le devuelve el espejo es tal vez la que siente… Y todo es válido, porque en estas páginas hablamos de ficción.

Las cuatro historias que publicamos tienen a esa bola de pelo suave de protagonista, en algunas como primer actor y en otras de secundario, pero en todas ellas se desliza con delicadeza para solventar un dolor o hacer uso de su fiereza.

Aficiones peligrosas

Cristina Vázquez

El hijo de Dulce

Malena Teigeiro

La otra realidad

Liliana Delucchi

La búsqueda

Marieta Alonso

Aficiones peligrosas

Cristina Vázquez

Cuando Adelaida distinguió en la sala de espera del odontólogo a ese hombre menudo, de hombros estrechos y mirada un tanto huidiza, sintió un arrebato de ternura inesperado.

Le observó con disimulada insistencia. Iba poco a poco descubriendo que los rasgos de su cara eran muy correctos y si no fuera por esa actitud vencida o temerosa podría resultar un hombre guapo. Francamente guapo, se dijo mientras terminaba de ojear una revista atrasada de la que no se había enterado de nada.

—Don Leoncio, pase ya por favor —la voz de la enfermera la sacó de sus pensamientos.

Al levantarse pudo comprobar que era más alto de lo que parecía. Concluyó que era la postura encogida que mantenía en el sillón lo que le quitaba empaque. Un poco estrecho, sí era, reconoció, pero…

 Adelaida había estado dudando en sus años más jóvenes, aunque ahora solo acabara de cumplir cuarenta, si ser enfermera o antropóloga. Finalmente se hizo secretaria por diversas circunstancias que no venían al caso y su soltería era debida al amor frustrado por el marido de su hermana. Esas dos aficiones, la antropología y la enfermería, se quedaron siempre grabadas en ella. Era muy consciente de que sus aproximaciones al sexo opuesto terminaban en un análisis físico en el que ponía en práctica sus escasos conocimientos antropológicos. Estos eran los que estaba aplicando a Leoncio: antecedentes indoeuropeos mezclados con berberiscos. No, demasiado claro. Seguro que tendría un toque celta o vikingo. Le había visto muy poco para sacar conclusiones definitivas. Oía el ruido del torno que la desquiciaba y empezó a aplicar su otra afición: la enfermería. Pensaba que le encantaría poder coger la mano al paciente y susurrarle tranquilizadoras palabras mientras le agujereaban la muela.

Al terminar ella su consulta con el dentista pidió a la recepcionista si le podía dar el teléfono o las señas de don Leoncio, pues tenía que devolverle un documento que se había olvidado. Tras unos segundos de titubeo la chica se lo entregó.

A partir de ese momento, Adelaida en cada rato libre iba a la dirección indicada para intentar hacerse la encontradiza. Por fin consiguió su objetivo y con habilidad y gracejo, que lo tenía, concertó otras citas. A medida que intimaban se asentó su primera impresión. Iba encogido, menguado, sin seguridad en sí mismo. Esto le hizo pensar a Adelaida en un antecedente judío de madre sobreprotectora, motivo por el que el hombre no expandía todas sus posibilidades. Seguro.

Como era una mujer con recursos ideó la manera de que su amado, porque ya había entrado en la categoría de amado, pudiera quitarse esa debilidad y reforzarse en una imagen que correspondiera a su verdadero ser. Más potente, más seguro. Encargó a un amigo, mueblista ingenioso y paciente, que le hiciera un espejo de aumento. Lo que en el fondo deseaba, le confesó mimosa, era que ese espejo fuera casi mágico.

—Sí, claro que tú puedes —le aseguró Adelaida con su sonrisa más convincente—. Eres el único que sabe hacer estos espejos trucados.

El hombre cabeceaba haciéndose rogar, pero ella tenía la seguridad de que deseaba hacerlo. Los desafíos estimulaban a su amigo y él sabía que estaba en deuda con ella. ¿Verdad cariño? Finalmente, el mueblista cedió. ¿Qué imagen quería que se viera en el espejo?, le preguntó.

—Pues un león —contestó la mujer sin titubear—. Un hermoso león con melena.

Y así fue. Al cabo de una semana le hizo entrega del deseado espejo que ella empaquetó con esmero. Invitó a Leoncio, con el que ya estaba haciendo los preparativos de boda, a cenar. Cuando descubrió el regalo le pidió que se mirara en él. Iba a ser para su uso exclusivo.

Nunca olvidaría, contaba después de muchos años a sus sobrinos, la cara que puso su novio. Cómo se fue transformando en otro ser espléndido. Hinchó el pecho, les relataba imitando el gesto. Con la cabeza erguida empezó a sacudirla como si agitara una melena. Movía las manos igual que si tuviera zarpas y empezó a gruñir. En ese momento tuvo miedo y comenzó a preocuparse pues veía que no recuperaba a su Leoncio anterior, estrecho, canijo y bondadoso. Pero cuando se puso a cuatro patas y se acercó a ella con expresión salvaje después de arañar los sillones dando bufidos, tuvo el tiempo justo de encerrarse en el cuarto de baño y llamar a la policía.

En ese momento de la historia los sobrinos sabían que la tía Adelaida se sacaba un pañuelo para limpiarse las lágrimas, y esperaba un rato a que los chicos le hicieran la pregunta esperada.

—Y entonces tía, ¿qué pasó? —coreaban los sobrinos.

En el manicomio, contestaba. En el manicomio y sin solución. Creía que había destrozado varias sábanas y que a un enfermero casi le degüella. La culpa, remataba, fue toda de ella por no haber percibido sus antecedentes eslavos. Doblaba el pañuelo húmedo con precisión, decían que eran los europeos más salvajes. Y él era tan rubito…

 

 

 

© Cristina Vázquez

El hijo de Dulce

Malena Teigeiro

Leone, nunca supo quién fue su padre. Su madre, Dulce, era una preciosa y elegante gata blanca de angora, con una extraña mirada en sus rasgados ojos negros. Vivía en una casa de Madrid con una señora tan vieja como elegante, que siempre llevaba los dedos llenos de sortijas y a la que le gustaba tenerla en el regazo, en donde la gata, al sentir las caricias sobre la barriga, plácidamente, se quedaba dormida. Dulce era muy amorosa y simpática. Su ama la bañaba y cepillaba todas las semanas y ella, ya limpia y perfumada, como niña perversa y consentida olvidaba su posición, y se lanzaba por las noches a la calle en busca de gatos vagabundos. En los últimos tiempos se había juntado con unos a los que les gustaba corretear por la Casa de Campo y el zoo. De todas estas correrías, solía volver a su casa sucia, cansada y, casi siempre, preñada.

Una camada tras otra, Dulce iba teniendo hijos con su mismo largo y sedoso pelo, por lo que a la señora no le costaba mucho conseguir familias que los adoptaran. Hasta que al fin llegó él: Leone. Según los que estuvieron en el momento parto, Dulce pareció emocionarse al verlo. Sin duda recordaba a aquel macho grande, fuerte, que vivía en una jaula, su amor de una noche en el zoo. Sus mismos ojos rasgados. Su mismo pelo corto y suave como el terciopelo y los mismos ojos color de miel. La mandíbula, fuerte y cuadrada, ya desde que nació, lucía unos hermosos colmillos. Rápidamente se puso de pie lo que hizo que los que allí estaban vieran sus pezuñas fuertes y grandes. Desde que nació tuvo el carácter de su madre, amoroso y amigable, pero sus rasgados ojos tenían un mirar frío, al decir de algunos, maléfico, por lo que nadie quiso adoptarlo. Leone desde el primer momento sintió el rechazo de todos, lo que, pasado algún tiempo, lo hizo caer en una depresión. Dorita, la cocinera de la casa, una señora mayor, con la barriga tan gorda que ni tan siquiera el pequeño gatito podía sentarse en su regazo, intentó paliar sus penares dándole natillas y sardinas frescas, por lo que Leone decidió quedarse a vivir en la cocina.

Aquella mañana amaneció soleada, y aunque el viento todavía era frío, decidió salir al balcón. Sentía la necesidad de tomar un poco el aire y se movió inquieto delante de Dorita que enseguida lo entendió. A ver si así se te templan un poco esos nervios, rumio mientras abría la falleba del balcón. Al tumbarse en el balcón percibió que en el de la casa de al lado dormía al sol, bien estirada, una gatita. Era preciosa. El animalito entreabrió los ojos y le sonrió. Leone no lo entendía. Era la primera vez que, exceptuando a Dorita, alguien era amable al verlo aparecer.

Incrédulo, entró en la casa y se dirigió al espejo que tenía su protectora en el dormitorio. Sin abrir los ojos se colocó delante. Estiró las patas, el cuello y después de un sonoro bufido los abrió. Con sorpresa vio que se había convertido en el gato grande que prometía. El pelo de su cuerpo corto y brillante le encantó, lo mismo que la densa y exuberante melena que le había crecido alrededor del rostro. Se quedó quieto, bien estirado, sin moverse de delante del espejo. Tan solo balanceaba la cola que sorprendentemente estaba rematada con una preciosa borla negra. Después de unos momentos, volvió a la terraza y vio que la gatita seguía allí, pero ahora no fingía dormir. Sin levantar la cabeza le pareció que le sonreía moviendo su rabo, voluptuosa, sensual.

Un profundo rugido acompañó su salto hasta el mirador de su vecina.

Cuando los dueños de la casa abrieron el balcón, Leone, con una garra apoyada sobre una de las patas de la gata, masticaba con fruición los restos del animal.

© Malena Teigeiro

La otra realidad

Liliana Delucchi

Supongo que los abandonos son así. Al principio, y sin darte cuenta, deja de tener importancia lo que el otro piensa. Sus discursos te suenan repetitivos y rancios y terminas solo compartiendo el café de la mañana. Hasta que llega el día en que se reparten los bienes y ese espacio solitario formado por paredes y muebles, termina habitado por el silencio y alguna canción que escuchas para que al menos haya una voz en la casa. Aunque estoy siendo injusto, sí que hay otra voz que vive conmigo: Hace miau y se tumba a mi lado en el sillón mientras veo series interminables en la televisión.

Cuando Natalia se fue me lo dejó, ya que su nueva pareja tenía alergia al pelo de gato. Tuvo el detalle de pegar una nota en la nevera con la dirección del veterinario y la fecha en que debía llevarlo para renovar su vacunación. Entonces lo supe. Cuando le di el nombre, al que llamo el pediatra de mi felino, por mucho que lo buscó no lo encontró en su base de datos. Yo insistí: Giorgio, Jorge en italiano. Nada. Entonces me pidió mi nombre para ver si lo había registrado por los datos del dueño. Nada. Se encendió una luz en mi cerebro y le di los datos de mi ex. Pues… Sí. No se conformó con quedarse con el chalet y el coche, también había puesto en su parte del inventario a nuestro gatito. Al escucharme jurar en arameo, el pobre hombre me dijo que no me preocupara y le cambió el apellido al minino. Así de simple, sin ir al Registro Civil.

Como mi compañero peludo se portó muy bien le adquirí todas las golosinas que me ofrecieron en la clínica, más un trasportín, platos para su comida y un baño nuevo. Vamos, para que se olvidara de quien lo abandonó por un hombre más joven y más rico que su actual amo. Compré su voluntad. Esa misma noche, mientras me perdía dentro de una novela, sentí un movimiento en la cama. Giorgio había decidido dormir conmigo. Se pegó a mi costado y al poco rato escuché su ronroneo que, por cierto, es más suave y delicado que los resuellos de mi ex.

Esa madrugada tuve un sueño peculiar: Me encontraba en el cuarto de baño, a punto de afeitarme, y quedé anonadado al ver que el espejo no reflejaba a un cincuentón con las arrugas correspondientes alrededor de los ojos y la comisura de la boca. No. Una especie de Brad Pitt mediterráneo me sonreía como si fuera a comerse el mundo y repetía exactamente mis movimientos. Hasta cuando a causa de los nervios me corté la mejilla, vi que la suya también sangraba.

Desperté de buen humor, confiado en que mi inconsciente no veía un perdedor, sino a un exitoso varón. Silbando me dirigí a la cocina a preparar el desayuno cuando al pasar frente a un espejo que hay en el pasillo, vi nuevamente al hombre guapo reflejarse en el mismo. Pero eso no fue todo. Subido a la consola que estaba debajo, Giorgio también se miraba en esa luna. Yo no sabía si él estaba viendo lo mismo que yo. Mi gatito era un león. Sí lo vio, porque de pronto lo escuché rugir.

 

 

© Liliana Delucchi

La búsqueda

Marieta Alonso

Mi marido acababa de dar portazo a quince años de matrimonio. Me quiso convencer de que sentía dudas, necesitaba espacio, todo era culpa mía. Lo que experimenté en aquel momento es difícil de describir. Comencé a recorrer toda la casa y entre vuelta y vuelta me acerqué al ventanal para verle por última vez. Vi a una rubia platino consolándole a base de besos. Luego se fueron en un coche. Maldito macho cabrío.

No podía apartarme de la cristalera, ni dejar de mirar la calle desierta. La única nota de color la daba un cartel con un gato de espaldas y el mar de frente. Emanaba soledad. Reconocí el lugar.

He de superar esto, me decía, pero solo era capaz de pensar que la venganza era hermosa. Debería morirse. Era la frase que me rondaba la cabeza. No eres agresiva, tranquilízate, verbalizaba mi otro yo.

Volví a mirar el cartel y decidí marchar hacia aquel barrio de pescadores, aquel suburbio que hacía gala de su carácter arrabalero en busca de aquel gato.

La tarde la pasé dando un paso detrás de otro por la fría arena envuelta en mis lúgubres pensamientos. Vive y deja vivir, decía mi madre. Pero ella nunca se vio en mi circunstancia. A ratos recordaba a lo que había ido allí y miraba alrededor. Nada. Y volvía el dolor. ¿Por qué? ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Me acerqué a un viejo pescador, remendaba su red recostado a una barca que oscilaba bocabajo sobre una piedra. A su lado un cubo de agua encerraba los peces capturados.

—¿Qué tal se ha dado el día?

—Mejor que ayer —y siguió faenando.

—He visto un cartel…

Sin decir palabra empujó hacia la arena la popa para que la proa se alzase y allí estaba el más hermoso gato, el del anuncio. Me miró, le sonreí, y ronroneando saltó a mis brazos.

—No tiene dueño. Viene a mí para que le dé de comer. Lléveselo si quiere.

Le miré a los ojos buscando su aprobación y reflejado en ellos estaba Simba, mi rey león que muy tenue me cantaba Hakuna Matata.

Y en aquel instante supe que no debía preocuparme ante las adversidades de la vida.

© Marieta Alonso

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Mujer con Abanico

15 agosto, 2020 por Akelarre 4 comentarios

Mujer con abanico - Gustav Klimt cuentos

Mujer con abanico - Gustav Klimt

Este pintor austriaco es uno de los más importantes pintores modernistas de la Secesión Vienesa, grupo fundado en 1897 del que fue presidente.

Sus pinturas tienen una intensa aportación sensual de un estilo muy ornamentado. Después de su viaje a Venecia y Rávena, influido por lo que ve, comienza su “etapa dorada” en la que utiliza pan de oro, que le atrajo el acercamiento de la crítica y éxito comercial.

El abanico forma parte de nuestros recuerdos y de la historia. Ha sido un adorno útil y femenino que ha permitido a las mujeres refrescarse, dialogar con él, ocultarse de miradas indiscretas…

A nuestras cuentistas les ha inspirado historias como la de una chica humilde que se propone y está segura de conseguir el novio que no le corresponde o un hombre que recuerda los consejos amorosos de su abuela; un joven inocente que cae rendido de amor por una artista; una inexperta y adinerada señorita que se transforma bajo la impenitente mirada del pintor.

Esperamos que esta mujer con su abanico os haga volar en el aire que desprenderá al moverlo.

Una chica inocente

Cristina Vázquez

El aire de un abanico

Malena Teigeiro

La mujer inalcanzable

Liliana Delucchi

Susurros al aire

Marieta Alonso

Una chica inocente

Cristina Vázquez

Siempre fue una mujer dócil. Las circunstancias y su educación fomentaban esta actitud tan cómoda para los demás y tranquilizadora para ella. No necesitaba tomar decisiones. Ya las tomaban otros.

Creció Adele en medio de riqueza, buena educación y cierto aburrimiento consentido. Aunque pocas veces declarado en voz alta, el lema familiar impuesto a rajatabla era: Hacer lo que había que hacer en el lugar apropiado y con las personas convenientes.

Ernest, el padre de la chica, llevaba con precisión minuciosa el cumplimiento de las obligaciones sociales según la temporada. Ópera, balneario, deportes de invierno, un viaje preceptivo al extranjero al lugar de moda… El buen señor había trabajado duro para amasar una importante fortuna en la minería. Y Adele igual que un cervatillo sorprendido y amable, era llevada de aquí para allá en miras a realizar un buen matrimonio. Ella sonreía mientras sus ojos se quedaban prendidos del interlocutor de turno como si le interesara lo que le estaba diciendo, o como si guardara un secreto en exclusiva para serle desvelado solo a él. Esto le dio fama de mujer atenta y probablemente inteligente.

Con una educación exquisita, vestida a la moda sin estridencias, su padre la paseaba con devoción hasta que finalmente apareció un partido adecuado, que con más don que din, confesaba Ernest en la intimidad, resultó el elegido. Adele sonreía pues el novio era amable y de ideas conservadoras expresadas sin exageración. Título de conde desde hacía varias generaciones y un castillo casi en ruinas que el padre ya soñaba en reconstruir. Montaba muy bien a caballo y su fama de buen cazador le precedía. Perfecto. Era el marido perfecto, remachaba el hombre frotándose las manos. ¿Verdad Dedé?, pues él siempre la llamó así: Mi querida Dedé.

Al convenirse la boda, el amable progenitor quiso sorprender al futuro marido con un retrato de la novia hecho por el pintor de moda. Un sujeto un poco atrabiliario, exclamaba en la tertulia del café, pero ya se sabía cómo eran los artistas. Aunque había pintado a gente importante y se hablara de él con admiración, para su gusto el tal Gustav Klimt resultaba demasiado moderno y extravagante, peroraba el buen hombre en esa Viena adormecida antes del terrible cataclismo que se avecinaba.

Al llegar Adele a su estudio desordenado, casi caótico, en el que escuchó unas risas femeninas antes de cerrar la puerta, se quedó sorprendida y asustada. El pintor, un hombre voluminoso pero ágil, fumaba un puro y llevaba una especie de bata o ropón como única vestimenta. Exigió que se marchara la acompañante de la joven pues tenía que estar solo para poder crear. La sentó en un taburete y empezó a dar vueltas a su alrededor, moviéndole un brazo, elevando la barbilla, hasta le colocó el pelo de distinta manera. Ella se sintió por primera vez en su vida percibida como un ser único, alguien irrepetible, con unas dimensiones físicas que no estaban siendo juzgadas sino apreciadas por ser exclusivas

—Eres muy hermosa —oyó aturdida al artista que se acercó hasta rozarla.

Olía diferente a todos los olores masculinos que había olfateado hasta entonces. Una mezcla de pintura, tabaco, animal ¿cuál? No conseguía descifrarlo, a algo cerrado, a resina a… Daba vueltas a estas definiciones para contener la turbación que sentía por la proximidad de ese hombre que la paralizaba.

—¿Puedo coger mi abanico? —preguntó en un susurro.

Él le levanto la cara para mirarla con una intensidad que la hizo parpadear y hasta llenarle los ojos de una acuosa emoción.

—Por supuesto. Este mes está siendo muy caluroso.

Volvió al taburete y se empezó a abanicar con rapidez primero, luego con morosa lentitud.

—Perfecta, así estás maravillosa. Única —y la abrazó con tal intensidad que notó todas y cada una de las partes del cuerpo del pintor.

Cuando el cuadro estuvo terminado fueron el padre y el futuro marido a verlo. El mayor torció el gesto. Le parecía exagerado, pero el conde señaló todas las características de pincelada y osadía que se comentaban del pintor en los salones.

Ya a solas con su querida Dedé, Ernest refunfuñaba en el coche que no le convencía, no le había sacado un auténtico parecido. Ella le escuchaba con esa atención de la que tenía fama. Es que había algo en su mirada muy diferente, se quejaba el padre, algo desconocido y muy poco, levantó un dedo frente a la cara de su hija, muy poco conveniente. Bajó la voz y en un susurro casi para sus adentros, yo diría que desvergonzado. Dedé pasó la mano bajo el brazo de su progenitor y en un tono lleno de inocencia le murmuró que a lo mejor ella era así y él no se había dado cuenta.

 

 

© Cristina Vázquez

El aire de un abanico

Malena Teigeiro

Golpeándose sin piedad el pecho con su abanico de madera de peral, se daba aire doña Rosa. Se encontraba en la cocina revisando las vituallas que para el banquete de bodas de su hijo acababan de llegar. Marcelita, la ayudante de la cocinera, estaba poniendo las almendras en agua caliente. Qué chica, siempre tan dispuesta y ordenada. Lástima que no fuera de buena familia. Si al menos tuviera algún dinero ésta sí que sería buena mujer para el atontolinado de Paquito, su niño, pensó doña Rosa con la mirada clavada en la joven.

Cerró el abanico y acercó la mano libre a la pila de gallinas para hacer la pepitoria que se encontraban dentro un barreño. Arrugó la nariz. Había muchas blancas, y esas daban menos sabor al guiso. A ella le gustaban las de plumaje marrón, las que, como si llevaran un collar al cuello, lucían con gracia el corte en la garganta casi sin mancharse las plumas con la sangre. Marcelita metió sus dedos en el humeante barreño y como si estuviera pellizcando la carne de un amante, comenzó a apretar una tras otra las almendras soltándoles la piel. Doña Rosa admiró los desnudos brazos que se asomaban por las remangadas mangas del uniforme. Era hermosa la muchacha. ¡Lástima! Y no es que no le gustara Adelina, porque venía de familia antigua y muy bien acomodada. Además, no tenía hermanos, con lo que su hijo disfrutaría de todo el patrimonio de la familia de su mujer. Y tenía que reconocer que la niña estaba muy educada. ¡Si hasta tenía ese halo de hermosa bondad de los poco inteligentes!

En casa de la novia todo era furor y alegría. Cuando ya pensaban que la niña se iba a quedar para vestir santos, Adelina se había enamorado y se les casaba. ¡Quién nos lo iba a decir!, pensaba su abuela colgándose el abanico de una larga cadena de oro al cuello. No quería que se le olvidara. En la iglesia hacía mucho calor y tampoco quería llevarlo en la mano. Bajó la cabeza y le pasó un dedo por encima. Era el de su boda, el que tenía el varillaje de plata, y no había que olvidar los muchos chorizos que rondaban por las iglesias. La señora torció la boca en una extraña sonrisa. Qué sería de aquella casa cuando ella faltara. Miró a su nieta y aunque seria, la vio feliz. La rodeaban su madre y sus primas que intentaban abrocharle el traje blanco, el mismo con el que se habían casado su abuela y su madre, y que a ella, bajita y regordeta, parecía quedarle estrecho. Tenía suerte, le decía una. No solo se iba a casar con el rico del pueblo, sino que, además del patrimonio de sus padres, su padrino estaba a punto de irse para el otro mundo dejándola como única heredera. Si ya lo decía el refrán: La suerte de la fea la bella la desea, pensaba Dulce, una de sus primas sin dejar de sentir un pellizco de envidia.

El abanico de doña Rosa no dejaba de moverse. El rostro de su dueña estaba acalorado. En la cocina las cosas iban lentas y a ese paso jamás llegarían a tiempo. La cocinera y su joven ayudante, desplumaban con rapidez una gallina tras otra. Ahora ya no podía distinguir las blancas de las morenas. En la vida todo era igual. En cuanto le quitabas los adornos, todo era lo mismo. Volvió a mirar a Marcelita que sentada en una pequeña banqueta desplumaba una gallina entre las piernas. Tenía gracia la chiquilla. Cerró los ojos y vio la imagen de su futura nuera. No. No todo era lo mismo, porque en su caso no era igual. Ni desnudas ni vestidas, ni tan siquiera a oscuras, el hombre que las tuviera entre sus manos podría confundirlas. ¡Qué calor, Dios mío! ¡Que calor! Y volvió a fijarse en ella. Había que ver lo que era la juventud. Estaba tan fresca, vamos, que ni el calor de los fogones le afectaba. Doña Rosa, sin dejar de abanicarse, se giró y salió de la cocina cerrando la puerta.

La joven levantó la mirada. Una maligna luz apareció en sus pupilas. Aquella vieja no conocía que desde hacía seis meses casi todas las noches subía a la habitación de Paquito. Y si doña Rosa se pensaba que iba a dejar de hacerlo porque lo casara con lo boba de Adelina, iba lista. Lo tenía más que pensado. En cuanto falleciese el padrino de Adelina y heredase, con un poco de matarratas en el café del desayuno, rápida la despacharía. Y después, ya se encargaría ella de ocupar su puesto. Y se pasó la mano por la frente secándose el sudor. Ni tan siquiera pensaba dejarla disfrutar de aquella noche. A Paquito hacía tiempo que le daba infusiones de hierba angélica, hojas de damiana y de girasol. Si no, al pobre, ni se le espabilaba. Y ahora en la mesilla de noche, le dejaría a Adelina una infusión de hierba luisa, lúpulo y amapolas, que unidas a sus nervios y al cansancio del extenuante día la ayudarían a dormir. Paquito, pensó Marcelita mordiéndose el labio inferior, vas a tener la mejor y más divertida noche de bodas, y se vio en brazos de su galán con Adelina plácidamente dormida a su lado. Y mientras metía la mano en el interior de la gallina para arrancarle los menudillos, soñaba que el aire del abanico de boda de Adelina, haría volar la acariciante pluma blanca que tenía escondida en el pecho sobre la tímida y delgada espalda de su amante. Ella sí que conocía como hacerlo sentir.

Dándose la vuelta, Marcelita le entregó la última de las gallinas a la cocinera. Luego, agarró una vasija, separó las claras de las yemas de dos docenas de huevos, y comenzó a batirlas a punto de nieve. Les iba a hacer a los invitados una hermosa tarta de siete pisos que les haría recordar la boda durante toda su vida, decidió mientras añadía a la harina polvo de damiana y de girasol.

 

 

© Malena Teigeiro

La mujer inalcanzable

Liliana Delucchi

Tomás, con un cigarrillo entre los dedos, duda si encenderlo o no. Le quedan pocos y no quiere malgastar uno mientras espera a Gonzalo, ya que le harán falta todos cuando ingrese al salón. Mira el reloj que parece no avanzar cuando entre la llovizna, que amenaza dejar su frac hecho un asco, ve llegar a su amigo. ¡Menos mal! Es él quien trae el dinero para las consumiciones de esa noche, Tomás ya ha gastado su asignación la semana anterior.

El local vibra con los sonidos de los cristales de las copas que se chocan y las voces de la concurrencia. El humo difumina los gestos de los asistentes, que se rompe con los focos que alumbran el escenario. El espectáculo ya ha empezado. Sin embargo aún falta para el número de Ivette. Es el último, el que cierra la función. Ella, la única, la inigualable. Aquella a quienes todos adoran, de quien pretenden una sonrisa o, los más afortunados, una caricia con el dorso de su mano por la mejilla.

La noche que Tomás conoció el establecimiento se quedó anonadado. Sus diecinueve años recién cumplidos, aunque debido a su estatura y sus modales aparentaba más, descubrieron un mundo cuya existencia desconocía. Seguramente su padre y tíos acudirían a lugares como aquel, pero no era un tema que se tratara en casa ni en su presencia.

Su escasa cultura alcohólica le estaba pasando factura con las dos copas de champagne que había bebido cuando un estruendo de luces, como si de rayos se tratara encendió el escenario. Unas señoritas con faldas muy cortas comenzaron a atravesarlo en una coreografía atrevida. La orquesta que acompañaba la danza de las jóvenes de pronto hizo un silencio solo roto por el descorrer de un telón que dejó a la vista de todos a ella: La diosa.

Ataviada con una túnica estampada sobre un fondo negro que dejaba al descubierto su hombro izquierdo, una mujer con formas de estatua griega, el cabello oscuro recogido que resaltaba su largo cuello y un abanico, avanzaba en dirección al público. Su voz, grave y cadenciosa, inició una balada cuya letra Tomás fue incapaz de comprender. No le hacía falta, la melodía despertaba en él una conmoción hasta entonces desconocida. Su incipiente borrachera desapareció al instante para dar lugar a otra, una que embotaba sus sentidos y le aceleraba el pulso.

Se pasó el pañuelo por la frente, sin saber si el calor que lo embargaba tenía su origen en lo claustrofóbico del local o en su ser. Contrariamente al resto del público que aplaudía y gritaba bravos, el joven se mantuvo inmóvil, en silencio, con la mirada fija en la imagen que llenaba el cabaret, como si nada más existiera. Solo ella, moviendo el abanico y sus caderas, con los ojos negros perdidos en un mundo más allá de un horizonte inexistente.

Desde entonces, cada noche después de cenar y con la excusa de que se retiraba a estudiar, Tomás solicitaba un coche para llegar a tiempo al espectáculo. Acabó con su asignación, sus ahorros y hasta le pidió dinero prestado a su tío Antonio a quien, por cierto, encontró una noche en el mismo lugar rodeado de amigos. Fue precisamente su tío quien se ofreció a presentarle a la dama por la que suspiraba.

Tomás se pone de pie, y casi escondido detrás de la figura algo gruesa del hermano de su padre, lo sigue hasta una mesa donde ella descansa después de su función. Está sola. Al joven le tiemblan las piernas, teme que la sequedad que siente en su boca le impida hablar, alcanza a secarse las palmas en el pantalón del frac antes de llegar hasta la silla donde está la mujer más hermosa que ha visto en su vida.

Ella le extiende una mano indolente que él simula besar y cuando levanta los ojos encuentra los de ella fijos en los suyos. Una mirada que guardará para siempre. La mano de su tío le aprisiona el hombro en un gesto de confianza antes de retirarse y dejarlos a solas. Sentados frente a frente, Tomás recordará el resto de su vida que ante semejante oportunidad solo se le ocurrió decir: «Bonito abanico».

 

© Liliana Delucchi

Susurros al airte

Marieta Alonso

A la abuela Catalina le gustaban los ventalles y sabía hacer muy buen uso de ellos. Me instruía acerca de su lenguaje. A la sombra de un abanico se pueden decir muchísimas cosas, hasta se puede servir al amor, confesaba. A través de él la abuela me contaba cuentos. De niño no me gustaban las tormentas. Veía el relámpago y corría hacia ella escondiendo mi cabeza en su cuello, contando los segundos que tardaba en sonar el trueno. Entonces me cubría con su pericón, mientras rezaba una Salve para que no me ocurriese nada malo.

A cada nieto le dejó uno en herencia. Pero, el mío, en vez de usarlo como ventilador o instrumento de conquista, lo coloqué bien abierto y enmarcado en mi despacho.

Siempre disfruté de la compañía y conversación de mi Nana. Fue mi maestra preferida. Mi gran consejera.

Que espabilara, decía, que los jóvenes cada vez teníamos más años, y que sin darse uno cuenta, llegaría a esa edad que no tiene vuelta de hoja, esa en la que el aire carente de esqueleto se cuela entre la ropa y hace tiritar para luego llegar a la neumonía, esa enfermedad que había sido la causante de tantas muertes de nuestra familia.

Que me alejara de los cabecillas, líderes, adalides, que ninguno era de origen trabajador, ni habían pasado necesidades, que me iban a utilizar de escalera para trepar en busca de poder y dinero. Y es que yo, a mis diecisiete años, creía que podía cambiar el mundo. Me sentía una especie de Hércules por lo musculoso y alto que era. Con pasión le hablaba de mis derechos, y ella me recordaba que también existían los deberes.

Que no fuera a imitar a esos que se pasaban las mañanas durmiendo, las tardes en bares y las noches haciendo hijos. Que debía trabajar, hacer deporte, que no me acercara a los alucinógenos.

—No quiero que seas tu mejor enemigo —y enarbolando la aguja de tejer como si fuera una espada, me amenazaba.

De su boca solo salían palabras serias con alegres sonrisas. Recuerdo aquellos largos días de estío en que se abanicaba con ímpetu sentada en su mecedora y con un libro de recetas de cocina en su regazo. Tuvo dieciocho nietos a los que alineaba por orden de estatura y les pasaba revista como soldados ante la reina. Luego comprobaba si se habían lavado detrás de las orejas. Durante muchos, muchos años he vivido conforme a sus consejos.

Hoy estoy en la cama de este hospital, con todos los síntomas habidos y por haber de un virus del que no quiero saber el nombre. Sé que estoy agonizando, pero me voy tranquilo. He inculcado a mi familia su Ley de vida. Y aunque no pueda despedirme de ellos, no hace falta, buscarán mi amado abanico y podrán airear todo el amor que les dejo.

 

 

© Marieta Alonso

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Chica con vestido rojo

15 julio, 2020 por Akelarre 3 comentarios

Mujer leyendo de John Lavery

Chica con vestido rojo leyendo en la piscina - Sir John Lavery

El nivel de curiosidad que nos provoca la portada de ese libro que hemos elegido y que estamos a punto de empezar a leer, solo es semejante al desasosiego de comprobar que faltan unas páginas para terminarlo. De alguna manera, nos dejará huérfanos de los personajes que nos acompañaron durante un tiempo.

En los relatos que ofrecemos este mes hemos querido hacer honor a la pasión que despierta la palabra escrita. Ese amor que, por defenderlo, es capaz de llevar a una mujer hasta su inmolación; la desesperanza que reencuentra el camino a la luz a través de la poesía; la disciplina que quieren imponer a una joven que nació libre o la diferencia entre la vida externa que asiente y la interior que cuestiona en busca de respuestas en las páginas de un libro.

Las cuatro historias se inspiraron en la imagen que ilustra esta entrega de Nuevo Akelarre Literario, titulada Chica con vestido rojo leyendo en la piscina, pintura perteneciente a Sir John Lavery (Belfast, 20 de marzo de 1856 / Condado de Kilkenny 10 de enero de 1941).

El método

Cristina Vázquez

Rimas de Bécquer

Malena Teigeiro

La decisión

Liliana Delucchi

Placer de dioses

Marieta Alonso

El método

Cristina Vázquez

Estaba aburrida. Los veranos de antaño, los de su niñez mimada y salvaje seguían vivos en su memoria. Se veía corriendo casi desnuda por playas solitarias batidas por vientos que, al levantar la arena, esta se clavaba igual que pequeños alfileres. O deslizándose con sus hermanos por unas dunas cambiantes, o extasiarse frente a una enorme y gelatinosa medusa que el mar había dejado como un titubeante regalo.

Ahora vigilaba a sus hijos. Le gustaba verlos bañarse en la orilla, aunque sentía por ellos que no tuvieran el mismo esplendor de la libertad de sus años de infancia. Pero en su nueva familia, la de su marido, todo era formal y medido. Tiempo de baño, tiempo de estudio, tiempo de paseo y él, su marido, Antoine, un hombre apuesto, trabajador y rico se volvía inflexible con la aplicación de estos tiempos.

—Sin disciplina, querida Charlotte, no se fragua la vida —le repetía convencido.

No tenía más que fijarse lo bien que le había ido a él, continuaba, cómo había mantenido y aumentado el patrimonio familiar. Y no solo en temas económicos, le reconoció esa noche en que el otoño ya se colaba al final de agosto como una premonición. Él tenía la costumbre del soliloquio, qué le iba a hacer ella. Cuando terminaba sus cumplidos argumentos, Antoine, se callaba; parecía querer revivir en su interior lo que había dicho. A lo mejor escuchaba una cerrada y admirativa ovación, pues afirmaba con la cabeza como si rubricase sus ideas expuestas. Tantas veces repetidas, pensaba su mujer.

—Por ejemplo, querida, a ti que tanto te gusta leer, lo haces sin método.

Se puso la servilleta en el cuello para evitar que la salsa de la pularda le manchara la almidonada camisa. Un día un autor, otro día saltaba de época y de tema. Se secó los labios con parsimonia. Claro, finalizó condescendiente, este desorden en las lecturas era el resultado de la educación tan liberal, diría libertaria, casi salvaje, que había recibido.

Ella le miraba desde la lejanía en que se había instalado para sobrellevar las peroratas conyugales y el verano familiar, al que, en breve, se iban a añadir tías, hermanas y parientes, siempre del lado de él, claro. Charlotte le rebatía con tranquilo convencimiento que para ella leer era un placer y que el placer estaba reñido con el método. También resultaba un poco enojoso que se pusiera tanto ese llamativo traje naranja, respondió él como si no la hubiera escuchado, tan acostumbrado estaba al soliloquio. Resultaba inapropiado para estar sentada a la orilla del mar, casi metida en el agua y distraída con el inevitable libro. Hizo una pausa. No lo podía comprender. Se quitó la servilleta del cuello de un tirón.

—No será por falta de vestidos —remató con suficiencia.

La brisa, en ese adelanto otoñal, golpeó una de las ventanas lo que les obligó a mirar en la misma dirección. Charlotte bebió de su vino rosado que estaba deliciosamente frío y le sonrió igual que una gata que se relamiera tras un buen sorbo de leche.

—Tú sabes de método, yo sé de libertad. Al menos me la permito en las lecturas, ya que no en otras cosas.

Sabía que a él, en el fondo un buen hombre prisionero de sus principios y formalidades, le inquietaban sus afirmaciones de este tipo. No debía olvidar que lo que siempre le atrajo de ella fue precisamente eso, su falta de método. Antoine carraspeó.

—Tienes razón, pero con el tiempo, querida, hay que evolucionar. Lo que hace gracia al principio luego cansa.

—Ese es tu problema, no el mío.

Se levantaron para tomar el café en la terraza a la que llegaba el ruido del mar y el olor un poco putrefacto de las algas. La mujer le abrazó por la espalda y le susurró que no se equivocara con ella o la perdería. Notó la rigidez del cuerpo de él.

—Voy a entrar, tengo frío —anunció ella.

Él la siguió y antes de subir Charlotte para ir a acostarse por la escalera de pasamano oscuro y labrado, le oyó preguntarle cuándo se había comprado ese llamativo vestido. No era en absoluto su estilo. Ella notaba la irritación en su voz. Desde el rellano en el que se había detenido le inquirió con mucha dulzura.

—¿Pero no fuiste tú el que me lo regaló? —se rio abiertamente—. Qué mala cabeza tengo.

 

© Cristina Vázquez

Rimas de Bécquer

Malena Teigeiro

Nina era bajita, romántica y dulce. Sus hermosos ojos azules buscaban enamorados al hombre de sus sueños. Y se fijaron en Andrés. Después de unos leves escarceos, Nina le confesaba a su hermana que ya tenía novio. Era Andrés, un joven alto, esbelto y pálido, que cada vez que sonreía mostraba unos dientes blancos y fuertes. ¿Andrés? Pero, Nina, si en vez de reír relincha, exclamó su hermana. A ella sus comentarios no le importaron. Eran de envidia. Pues, a su juicio, ella no entendía de belleza ni tampoco encontraba un hombre que la quisiera.

Nina vivía en una constante exaltación amorosa. La mirada febril de Andrés y el rizo que como a Bécquer, le caía por la frente le hacían vibrar. Esperaba ansiosa el paseo que daban todas las tardes recitando versos de Pedro Salinas y de Juan Ramón Jiménez. Incluso de Espronceda. Y cuando llegaban al paseo marítimo, abrían sus sillas de madera y se sentaban frente al mar. Allí, él, mientras le acariciaba la mejilla, le recitaba

Tu pupila es azul y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.

Hasta que un día, aquel hombre siempre vestido de negro, tallado en un junco seco, se tronchó y Nina se quedó sin novio que le recitara poesías al borde del mar. Aquella noche agarrada a la almohada lloró rememorando su voz

Tu pupila es azul y cuando lloras
las trasparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.

 Al día siguiente, contemplaba el cuerpo de Andrés en su caja de madera, abrazada a la que iba a ser su suegra. Su negro y elegante rizo, le caía sobre la frente, ya de color de cera. Y volviéndose hacia la doliente madre le pidió que le entregara aquel trozo de cabello. ¿Ese?, le preguntó con los ojos brillantes la transida mujer. Nina movió la cabeza y ella, acercándose al túmulo emocionada, lo cortó. La doliente novia se lo guardó al lado de su corazón envuelto en su pañuelo blanco.

Durante el entierro, no dejó de acariciarse el pecho, gesto que muchos interpretaron mal. Cuando al finalizar las honras fúnebres volvió a casa, después de recibir los abrazos de su madre y hermana, entró en el dormitorio, y guardó unos cuantos cabellos en el relicario de plata que se colgó del cuello. El resto lo dejó en una cajita forrada de terciopelo junto a una foto de su amado, un dibujo de una ola del mar, y el final de la rima de Bécquer que él le recitaba cuando se despedían en el portal.

Tu pupila es azul y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.

Nina continuó paseando al borde del mar mientras rememoraba algunos versos, luego se sentaba al lado de la silla vacía de Andrés y extendía la falda para que nadie tuviera tentación de hacerlo a su lado. Y allí, la enamorada, releía un poema tras otro. Poco a poco, todos, excepto ella, fueron olvidando a aquel apuesto joven que había sido su prometido.

Pasaron los años, los días, las mañanas, sin que Nina al atardecer, hiciera frío o calor, dejara de sentarse a leer poesía en las dos sillas, de tal modo que su figura, al igual que las sombrillas, las farolas y los bancos, comenzó a formar parte del paisaje

Una tarde escuchó una voz que le preguntaba si aquella silla estaba vacía. Ella por primera vez desde que Andrés se había ido, sintió que el perfume que emanaba deaquel caballero le encogía el sentido. Dejó el libro sobre su falda, levantó la mirada, y estirando los labios en una tímida sonrisa, dijo: Está libre. Es que como la veía ocupada con su vestido, murmuró el caballero. Habrá sido el viento, contestó Nina retirando la falda del asiento. ¿Le gusta la poesía?, le preguntó el caballero ya cómodamente instalado en la silla de Andrés. Y ella le mostró la tapa del libro que estaba leyendo.

Continuaron charlando sobre los versos, los cuentos y los amores que el mar había inspirado, hasta que cuando ya casi caía la noche y Nina se levantó para marcharse, él le preguntó si podía acompañarla hasta su casa. Delante del portal, ceremonioso, el caballero le besó la punta de los dedos y quedó con ella para el día siguiente.

Aquella noche Nina dormía tranquila cuando escuchó la voz de Andrés:

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, ...
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!

Quizá no, le contestó entre sueños. Pero sentiré el calor de sus dedos en el pecho. Porque lo que es el rizo de tu cabello ya hace tiempo que no me produce sentido alguno.

Y desabrochándose la cadena de la que pendía el relicario del cuello, la guardó en el cajón de la mesilla. Sintió que al alejarlo, también se despedía de Andrés. Aquella noche en sus sueños solo aparecía el caballero de mediana edad que al sujetarla por el codo para cruzar la calzada, le acarició el pecho.

 

© Malena Teigeiro

La decisión

Liliana Delucchi

Desde niña Victoria había sido reservada. Muy pronto aprendió la diferencia entre la vida externa que asiente y la interior que cuestiona. Por eso está aquí, como si formara parte del grupo, pero sin hacerlo. Consintió en acompañar a su madre y tías al balneario como una excursión más de esas que llenan el tiempo de quienes conocen la mejor manera de perderlo.

Desde su silla, un poco retirada, oye a lo lejos comentarios y risas de sus familiares. No quiso ponerse el bañador y meterse en el agua. Prefiero leer, les dijo. Y ellas asintieron. Estaban acostumbradas a los silencios de esa joven que, a decir de su madre, mientras tuviera un libro no molestaría.

Con la cabeza apoyada sobre su mano, los ojos se pierden en un texto que la lleva lejos, a un mundo que nunca ha visto, a situaciones desconocidas y personajes desconcertantes. Quisiera fundirse en ellos, tener esas respuestas rápidas que el escritor pone en boca de protagonistas y secundarios, que parecen tener la palabra exacta para cada momento. ¿Dónde están las mías? ¿Cómo decir lo que de verdad siento y me inquieta? ¿Cuál es la forma de mirar en mi interior para descubrirlo?

Levanta los ojos y la sorprende la escena de las bañistas que parecen estar disfrutando del momento. Sonríe a su madre que le hace señas para que se acerque. Niega con la cabeza y vuelve a la lectura. Sabe que según los códigos de comportamiento de la sociedad en la que se mueve, la suya no es una actitud muy apropiada. Devana sus pensamientos entre aquello que se espera de ella y las cosas sin nombre que reclaman su atención, como si en los últimos tiempos algo hubiese cambiado y su actual yo fuera de alguna manera distinto de su yo anterior.

El aire que siente en su pecho se exhala en un largo suspiro. Cierra el libro y los ojos en un intento de escuchar las animadas voces que le llegan desde la piscina. El experimento no funciona y su mente vagabundea intentando descubrir en qué había sido diferente ese verano a todos y cada uno de los anteriores. Quizás fuera su compromiso con Felipe. Se pregunta cuáles serán los gustos literarios de ese hombre amable y cordial que todos admiten como una buena elección y que seguramente será un buen marido.

Un camarero se acerca con una bandeja en la cual lleva un sobre.

—Para usted, señorita —le dice a la espera de que ella coja la carta.

Victoria reconoce la caligrafía pulcra y ordenada de su novio que le informa que por la tarde pasará a merendar con ella. «Aunque el trayecto hasta el balneario será un poco largo, tengo ganas de verte y de que ultimemos los detalles de la boda.» Así es Felipe: Claro, directo y escueto. Como papá, piensa la joven, como el tío Rigoberto, y creo que como todos los hombres que conozco.

Una fuerte opresión a la vez que una somnolencia la invaden. Le empieza a doler la cabeza y las luces que se reflejan en el agua bailan ante sus ojos. Quiere recobrar la compostura, pero su único deseo es huir, abandonar la sofocante atmósfera y salir al aire libre. No lo hace. En vez de ello, se estira la falda, mueve los pies admirando sus zapatos nuevos, relee la carta, la dobla y la mete dentro del libro que deja a un lado en la silla. Mira una vez más hacia la piscina antes de dirigirse a los vestuarios a cambiar su vestido naranja por un traje de baño.

 

© Liliana Delucchi

Placer de dioses

Marieta Alonso

Era evidente que su trabajo —el de sumisa esposa y ama de casa— le restaba tiempo para disfrutar de su gran afición: La lectura contumaz. Se olvidaba de hacer las camas, barrer, cocinar… Lo que dio lugar a que Bernardo la amenazara con quemar todos los libros que había en aquella casa.

Su padre le daba la razón a su marido, y le avisó de forma contundente que si no dejaba el vicio de leer, la desheredaría, cosa que conturbó mucho más a Bernardo que a ella.

No podía evitarlo. El olor del papel la estremecía con unas ansias que no alcanzaba a descifrar. Su tacto era como si pudiera acariciar el musculoso cuerpo del David de Miguel Ángel. El leve rumor del papel, al pasar las hojas con las yemas del pulgar e índice, la transportaba a aquel vestido de seda que vio en el escaparate de una tienda de lujo.

Su amigo, el librero, cada semana le aconsejaba un autor diferente, y ella se dejaba guiar por aquel sabio de la literatura. De niña le recomendó que leyera a Julio Verne, y viajó en un submarino al centro de la tierra con los hijos del Capitán Grant. En su adolescencia se identificó con Meg, Jo, Beth, Amy, y hasta con la autora comprometiéndose con el movimiento abolicionista y con el sufragismo. Siendo joven fue en busca del tiempo perdido, mientras tomaba una magdalena mojada en el té, y se veía a sí misma en las peripecias sentimentales de Swann. Le faltaba vida para leer.

Los suyos no eran capaces de comprender lo que significaba para ella tener un libro entre las manos. Los amaba. Más que a ellos, tal vez. Tendría que tomar una decisión. Era una lucha diaria cada vez que la veían leyendo sentada en su rincón favorito. Por lo que hizo cinco círculos concéntricos en el suelo a su alrededor con todos los libros de las estanterías. Vestida con una túnica como una diosa romana y una lata de gasolina a sus pies, esperó a que marido y padre hicieran su aparición.

Al verla dispuesta a todo, se llevaron un susto de muerte. Y como otra cosa no tenían, pero amor, nobleza y comprensión les sobraba, aceptaron esa loca pasión. Se miraron. No podían entender que un libro, un ser tan inanimado por fuera, y tan abarrotado de palabras por dentro, pudiera llevarla a semejante sacrificio.

Y buscaron a una señora para las faenas del hogar.

 

© Marieta Alonso

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Hércules y la esfera celeste

15 junio, 2020 por Akelarre Dejar un comentario

Tapiz Hercules sosteniendo la esfera celeste

Hércules sosteniendo la esfera celeste

Tapiz de 350 por 319 centímetros, primero de la serie Las Esferas.

Tejido en oro, plata, seda y lana, este tapiz de manufactura bruselense está atribuido a un cartón de  Bernard van Orley.

La representación de la esfera celeste de este tapiz, concebida según el sistema de Ptolomeo, indica que fue tejido con anterioridad a 1543, año de la publicación de la obra de Copérnico en la que se daba a conocer al mundo el sistema de la astronomía heliocéntrica.

Este tapiz perteneció a la colección de Juan III de Portugal y después a la de Felipe II.  Actualmente se encuentra en la colección de tapices de Patrimonio Nacional y se expone en el Palacio Real de La Granja de San Ildefonso.

El peso de la bóveda celeste no puede con nuestras escritoras que este mes, inspiradas por Hércules, se lanzan a escribir cuatro historias en donde sus protagonistas nos relatan momentos de amor, inocencia y espíritus.

El impermeable amarillo

Cristina Vázquez

Nico Pérez

Malena Teigeiro

El mundo entre mis brazos

Liliana Delucchi

Hacia un mundo mejor

Marieta Alonso

El impermeable amarillo

Cristina Vázquez

Un aria desconocida de ópera, al menos para mí, sonaba en la lejanía. El ambiente era opresivo en el salón de postigos entornados con pesadas cortinas de terciopelo verde y unos sofás de damasco, algo gastados, en los que me senté con mi impermeable amarillo chillón. La persona que me había abierto la puerta del caserón era un hombre mayor, envuelto en un amplio delantal de rayas grises y negras sobre una impoluta camisa blanca. Su expresión era precisamente la falta de expresión, como si fuese un mecano de tez cerúlea. Me hizo avanzar tras él por una escalera que salía del portón silencioso y oscuro. Al llegar al primer rellano se enfundó los zapatos en bayetas que silenciaba aún más su andar. A paso de tortuga me hizo recorrer unas galerías mal iluminadas hasta que me depositó en este salón, sin decirme palabra, en el que mi futuro profesional podía tener un brillante comienzo. Un caso estrella le había dicho a mi jefe. O eso pensaba yo.

Me puse a mirar cada objeto y a tomar notas en el cuadernito que siempre llevo conmigo, como inapelable ejercicio del buen detective, que había aprendido en la academia. No conseguí ser inspectora de policía y estaba harta del trato basto y algo maleducado de algunos compañeros que se permitían bromas, muchas veces secretas para mí, en las que intuía comentarios soeces. Así que hice un curso de criminología y me formé en una academia internacional de detectives de mucho renombre.

Debo confesar que Hércules Poirot ha sido un referente desde mi adolescencia y he tratado siempre de aplicar la lógica y no dejarme engañar por las apariencias, pues el culpable pretende llamar nuestra atención hacia aspectos obvios, alejándonos así de la auténtica pista del crimen. Y pensé que algo en el hombre que me había recibido no encajaba. Me es inevitable cierta desconfianza y mantenerme en continua observación. No lo puedo remediar. Deformación profesional.

Estas consideraciones me las estaba haciendo para intentar tranquilizarme al haber acudido a la cita con un importante hombre de negocios, el cual quería resolver un caso que solo podía plantear en privado.

No me atreví a quitarme el impermeable, aunque empezaba a sofocarme de calor, pues es de un material de plástico brillante un tanto tieso y no sabía qué hacer con él. Al mirar el reloj de marquetería que daba las medias y las horas con un suave carrillón, me fijé que ya llevaba cuarenta y cinco minutos sin que nadie apareciera. Decidí levantarme y asomarme a la puerta. Nadie.

—Por favor —me oí decir con voz titubeante—. ¿Hay alguien por ahí?

Silencio absoluto. Volví adentro y comencé a caminar de un lado a otro, procurando amortiguar mi taconeo en ese espeso silencio y al oír la siguiente advertencia del reloj decidí marcharme.

Cerré la puerta del salón igual que si fuera una ladrona huyendo sigilosamente, con absurdo cuidado de que mi plasticoso impermeable no sonara al moverme. Cuando al avanzar por un largo pasillo comprendí que me había desorientado, volví sobre mis pasos, pero no conseguía reconocer nada de las galerías que había atravesado. De repente, me fijé que al final de una de ellas colgaba un precioso tapiz de un hombre con una bola del mundo a sus espaldas, bien iluminado casi por la única luz en medio de la semipenumbra reinante.

—Vaya tío mazas —dije en voz alta.

Oír mi propia voz es una técnica de supervivencia que había aprendido para tranquilizarme. Me paré en seco. La figura se movía como si algo con vida lo recorriera y oí un sonido profundo y aniñado a la vez. En ese momento empecé a chillar y a correr sin saber hacia dónde hasta que una atropellada voz gritó a mis espaldas.

—Párate. No seas tonta, es una broma.

Me giré en redondo y vi a un niño de unos diez años, repeinado, vestido de uniforme y con unas gafas exageradas, como las del personaje infantil que esperas ver en un tebeo.

—Eres la campeona, la que más ha aguantado.

Se acercó para saludar con una ceremoniosidad anticuada. Me besó la mano. Sus diminutos labios recordaban a un piquito de pájaro por su dureza. Accionó un interruptor y todo se iluminó.

—Ahora, señorita Peret —en verdad me apellido Rabanera, pero Peret me parecía una humilde manera de homenajear a mi héroe Poirot—. Ahora ya le puede recibir mi padre.

Me acerqué al niño, le sujeté por el cuello y le susurré que o me enseñaba la salida o le aplicaría mi llave de asfixiamiento.

—Y calladito, ¿eh?

El pequeño empalideció sorprendido, pero me llevó como un obediente corderito a la escalera que bajé a trompicones hasta verme en la calle. Di unos pasos acelerados y un resplandor iluminó la puerta de la casa que había abandonado. Bien pegada a la pared vi una figura parecida al viejo criado que me recibió, en la que resaltaba la blancura de la camisa, ya sin delantal, llena de agilidad y tensión que miraba a ambos lados de la calle. Aceleré el paso y agradecí la lluvia que caía. Ahora por fin resultaba útil mi impermeable chillón, aunque tenía que hacerme con una auténtica gabardina de detective.

 

© Cristina Vázquez

Nico Pérez

Malena Teigeiro

Sólo unos brazos como los de Hércules podrían sostener lo que se le había caído encima a Nico Pérez. Eso pensaba nuestro hombre sentado delante del tapiz de Hércules sosteniendo el Atlas que adornaba el palacio.

Uno tras otro, como si fueran las plagas de Egipto, a Nico Pérez le fue dando empujones la vida, empujones que, impertérrito, soporta y resiste. El primero que recordaba era el de la noche que, sin pedir permiso, se fue con el coche de su padre: ¿Cómo podía ser que aquel tractor estuviera allí, parado en la carretera? Siniestro total. Tan total que a su padre la pérdida de aquel automóvil le produjo un ataque del que nunca se recuperó. Curiosamente, le sorprendió la tranquilidad con que su madre le dio sepultura. ¡Ellos sabrían! Sin embargo, le resultó muy duro ver cómo los hombres del cementerio colocaban la lápida de grueso granito sobre el ataúd. Su dolor por no poder volver a hablar con su papá, así como la idea de ser un asesino, era tan grande que hasta su mamá se dio cuenta. Cariñosa, le pasó un brazo por encima y le dijo que no se preocupara, que su papá y él iban a estar en contacto tanto como quisieran, porque como el cielo a su padre le venía grande, pues iba a andar por todas partes. Y era verdad: Los dos conversaban casi a diario.

Luego, vino lo de su profesor de matemáticas. Titina, que era el nombre con que tuvo que llamar a su madre desde que su padre se fue, le dijo que no se preocupara, que la tirria de aquel hombre era porque ella no le hizo caso. Lo que no entendió, porque hasta aquella vez que al despedirse los vio discutir en el jardín de su casa, siempre lo hicieron con mucho apego y, cosa que a él le resultaba curiosa, intentando rodearse de oscuridad. Y su profesor, por alguna razón que nunca supo, lo suspendió. Quizá fue por lo de las tablas. ¡Cómo si fuera el único incapaz de aprenderse las tablas de multiplicar! Aquel suspenso troncó su futura carrera como arquitecto, que era lo que más le gustaba. Adoraba dibujar. Entonces Titina le dijo que después de los griegos, no hubo buenos arquitectos, por lo que mejor se dedicaba a otra cosa. Tampoco lo entendió. A él le gustaban mucho las casas de acero y cristal de La Castellana.

 Dejó el colegio. Titina habló con Paco, un amigo de toda la vida, y entró a trabajar en su taller de motos. A Paco le gustaba cenar en su casa, y al parecer, muchas mañanas se daba prisa y también desayunaba con ellos. ¡Le deleitaba tanto la comida que le preparaba su mamá! No había nada más que ver cómo engordó. Aquella tarde su mamá lo esperaba en la cocina. Lloraba desconsoladamente. Se le acercó, lo abrazó y le dijo que Paco ya se encontraba en una vida mejor. Y entonces la vida le dio otro empujón. Cuando su viuda, doña Antoñita, se hizo cargo del taller, lo primero que hizo fue despedirlo. Tampoco lo entendió. Él trabajaba bien y no le importaba mancharse de grasa. Y no superó aquella plaga hasta que su madre le dijo que era porque a aquella tonta yo le recordaba a su marido y no lo soportaba. Su tristeza fue grande al enterarse de que doña Antoñita estaba tan triste. Siempre le cayó muy simpática.

Pero su mamá, que siempre tuvo muchos amigos, de nuevo le consigue un trabajo. Ese sí que estaba bien. Era en las oficinas de don Ricardo, al que también comenzó a gustarle la cena que preparaba Titina. En ese trabajo era feliz. Le pusieron una mesa al lado de la fotocopiadora. Y hacía todas las fotocopias mejor que nadie, porque colocaba el papel con mucho cuidado dentro de las marcas negras del cristal. Además de que nunca más se manchó de aceite, tampoco pasaba frio en invierno ni calor en verano. Un lujo de trabajo.

A partir de entonces, al parecer a la vida ya no le interesa darle más empujones. Todas las mañanas iba a trabajar con don Ricardo contento, sin grandes disgustos. Hasta que una mañana de sol, aunque estaba lloviendo, entró a trabajar Lupe. Aquella noche llamó al ánima de su padre y se lo contó. Los dos llegaron a la conclusión de que era una mujer muy conveniente para contraer matrimonio. Su carita era como una flor de primavera. Siempre sonriente, rosada y con un olor a manzanas que abría el apetito. Y le pareció que él le gustaba porque siempre le gastaba bromas. Esa mañana, cuando intentando no molestar, como por otra parte siempre haca, entró con las fotocopias en el despacho del director. La encontró sentada sobre sus rodillas. Recordó cuando su padre lo sentaba en las suyas y pensó que don Ricardo la trataba como si fuera su hija. Se quedó un instante mirándolos y no le gustó. Su padre nunca lo besó así, ni tampoco le introdujo la mano por debajo de los pantalones.

––¿Qué miras? ––escuchó la agria voz de la joven.

Ahora sus mejillas no eran sonrosadas, sino rojas. Y Nico Pérez, cerrando la puerta, se fue corriendo a su mesa. Poco tiempo después llegó ella con un sobre en la mano. Era el finiquito, le dijo. A partir de hoy no vuelvas a la oficina. Y con una maligna luz en los ojos, los entrecerró. A mí no me jodes la vida, le escuchó que rezongaba cuando se iba.

Esa plaga no solo le dobló el ánimo sino que se lo tronchó. Dejó la mesa pulcra y ordenada, y se fue de la oficina. Comenzó a caminar y sin saber cómo, llegó hasta el Museo del Prado. Allí, parado en la acera, vio un autobús al que se estaba subiendo mucha gente. Le parecieron simpáticos, aunque algo ruidosos. Luego se enteró que iban de excursión a La Granja de San Ildefonso para ver la colección de tapices. Y como nunca antes estuvo allí, le parece bien la visita y se sube al autobús.

¡Con que dulzura y cariño miran aquellas dos mujeres al asustado Hércules! Se ve que lo quieren bien, se dijo. Aunque… Y Nico Pérez mueve la cabeza. Hércules debe tener cuidado con ellas, porque lo miran igual que lo hacía Lupe cuando le entregó el sobre. Sí. Igualito. Baja la cabeza. Las lágrimas le mojaban las mejillas. Su dolor por haberla perdido era insoportable. Los cristales de sus gafas de miope se empañaron. Los limpia con un pañuelo de papel y levanta de nuevo la mirada hacia el tapiz. Le parece que Hércules no le quita la vista de encima. De pronto, escucha una voz, ronca, esforzada.

––Mira bien. Ésas, ni caso me hacen. Y esto no es el mundo. Es un globo que sostengo porque mi amigo Atlas me ha engañado.

Nico Pérez fija sus miopes ojos en las damas. Era verdad. No le estaban haciendo caso. Y el rostro de Hércules tampoco le parecía feliz. Decidido a volver a su casa, se levanta del banco. Y cuando ya iba a salir de la sala, se vuelve hacia el tapiz.

––Hércules, ten cuidado. El cabrito del niño de la esquina, está intentando pincharte el globo.

Y cuando bajaba las escaleras del palacio camino del autobús de vuelta a Madrid, Nico Pérez se detuvo. Como no se ande con cuidado, a Hércules las mujeres, el niño de la flechita, y todos los que están a su alrededor sin importarles su esfuerzo, le van a joder la vida.

 

© Malena Teigeiro

El mundo entre mis brazos

Liliana Delucchi

Apenas un poco de luz penetra por las cortinas. La habitación está en penumbras y los débiles rayos de sol dibujan listas sobre la sábana. A su derecha, monitores verdes con líneas que suben o bajan, dependiendo de la respiración del enfermo. A la izquierda, más máquinas que determinan, eso cree él, el estado de sus constantes. Ni siquiera puede oler el perfume de las flores. Se las enviaron sus empleados acompañadas por una tarjeta de elogios que nadie cree, menos aún quien la escribió.

¿Dónde está lo conseguido? Tuvo el mundo en sus brazos. Ese sueño de niño que se hizo realidad y que ahora se esfuma entre susurros de médicos y enfermeras.

––Tiene una visita ––anuncia la atenta auxiliar rubia, esa que entra cada tanto para comprobar si tiene suero suficiente, con una voz tan suave que hubiera estado bien para secretaria.

Sonsoles fue una de sus primeras asistentes. Eficiente y solícita, pero la muy tonta decidió ser madre y él la despidió. Como a tantas otras si no le gustaba el color del esmalte de sus uñas o el sonido de su taconeo.

Abre los ojos para ver quién se ha atrevido a acercarse a este último santuario del que sabe que no va a salir y ve a una figura masculina, con un traje vulgar y alzacuellos.

––¿Qué hace aquí? ––pregunta con una voz que no reconoce como la suya, una voz sin autoridad y quebrada por los silbidos que salen de su pecho.

––Ayudarte, hijo ––responde el sacerdote––. Quizás necesites confesar.

––No tengo nada que confesar. Según tengo entendido lo que se confiesan son los pecados y yo no he pecado nunca. Solo hice lo que tenía que hacer.

Ahora sí su tono ha recuperado poderío. «Pero con un triste cura», piensa mientras se le escapa una sonrisa que le duele por la sonda que le sale de la boca.

––Y… ¿qué es lo que tuviste que hacer?

––Para empezar no me tutee. Yo a usted no lo conozco. Si quiere hacer algo por mí, llame a la enfermera y márchese. Necesito más morfina.

El visitante pulsa el botón de llamada y en pocos minutos se abre la puerta para dejar entrar a un hombre con bata blanca.

––Está estable ––susurra el asistente al sacerdote mientras se acerca a la ventana para cerrar las cortinas––. Aunque tendrá trabajo con éste, Padre Mario, según dicen ha sido un verdadero cabrón.

––¡Que tenga que oír esto de un mediocre! Nunca te hubieras atrevido a decirlo si otras fueran las circunstancias ––musita el enfermo desde su cama ––. Dile al clérigo que se acerque, pero que antes coja el libro que está sobre la mesa y me lo traiga.

El enfermero mira al cura que se acerca al escritorio.

––Ábralo por la página que está marcada con un señalador ––ordena el enfermo––. ¿Ve la imagen de ese tapiz? Marcó mi vida desde niño.

Le cuenta que el libro pertenecía a su abuela, quien le dijo una noche de tormenta en que él tenía miedo, que no debía sentir eso, ya que su vida había sido señalada como la de ese hombre musculoso y fuerte que sujeta el mundo entre sus manos. Bendecido por un ángel, admirado por reyes, encandilaría a hombres y mujeres, conquistando todo lo que encontrara a su paso.

––Vencerás en tus propias guerras ––me dijo la anciana mientras me acariciaba la cabeza ––y serás capaz de resistirte al canto de las sirenas, como un Ulises moderno.

El sacerdote se mantiene en silencio y apoya su mano en la del enfermo, que continúa:

–––¿Sabe una cosa, Padre? La vieja tuvo razón. Lo conquisté todo. Los hombres me siguieron hasta en los proyectos más arriesgados. Vencí en todos los frentes.

La habitación se llena de un silencio solo roto por los tenues sonidos de los monitores que iluminan escasamente la cama del enfermo.

El paciente intenta incorporarse sobre sus almohadas pero no lo consigue. Ladea su rostro hacia el hombre que lo escucha y finalmente susurra:

––Solo que yo no tengo Ítaca a la que regresar, ni Penélope o Telémaco que me esperen.

 

© Liliana Delucchi

Hacia un mundo mejor

Marieta Alonso

Mis ancestros fueron colonos de frontera. El tatarabuelo paterno, que según se cuenta fue un destacado pionero, quiso salir de la miseria en que vivía en el este y se apuntó en una caravana que iba hacia el oeste, con su mujer y su hija de dieciséis años.

Esa era la versión oficial.

La otra era que Opal, su preciosa hija, se había fugado con un apuesto mancebo que no encajaba en la familia. No por borracho ni pendenciero. No. El pobre pertenecía a una familia rica y altanera, que no perdió tiempo en salir en su búsqueda y cuando un mes después los encontraron, tomando al hijo por las orejas lo enviaron a estudiar a Europa. A los padres de la chica les ofrecieron una buena cantidad de dinero que mi tatarabuelo les tiró a la cara, pero Abigail, mujer práctica como ninguna, recogió cada billete del suelo y muy despacio lo fue guardando entre el pecho y la blusa. Con la cabeza hizo el gesto de marchar a su Thomas y mirando con desprecio al caballero sentenció: No sabe lo que pierde.

Las vicisitudes que pasaron durante el camino formaban parte de las conversaciones diarias, hasta que llegó el día en que no tuvieron más remedio que establecerse, en un punto ubicado entre el río Missouri y las Montañas Rocosas, una región sin árboles, donde solo había sol, viento, yerba y bisontes. No era el lugar de destino, es que fue allí donde su carreta dijo: «Hasta aquí hemos llegado». La caravana, con sus ansias de oportunidades y progreso, siguió su rumbo deseándoles lo mejor. Y menos mal porque dos días después nacía mi abuela.

No había pasado ni siquiera una semana en aquellas soledades, cuando otra caravana dejó tiradas dos carretas. Sin pérdida de tiempo fueron a socorrerles. No hubo manera de arreglar los maltrechos ejes, por lo que decidieron asentarse y crear una pequeña comunidad de granjeros. Ya eran tres matrimonios, dos jóvenes, cuatro niños, y la bebé.

Thomas, por ser el de mayor edad, decidió que los cuatro hombres levantarían tres viviendas, luego una taberna para que los viajeros al hacer un alto en el camino pudieran comer, pernoctar y asearse. Dos de las mujeres se harían cargo de ella, una en la cocina y la otra sirviendo. Para Abigail y Opal crearían un almacén, y así se podría vender el excedente de las hortalizas que sembrasen. Por último, también decidieron que cada familia intentaría ahorrar los diez dólares necesarios para adquirir ciento sesenta acres de tierra pública.

Aunque cada día era un sin parar, Opal con la niña a cuestas sacó tiempo para hacer galletas de jengibre, que además de estar riquísimas, sirvió para que encontrase un buen padre para su pequeña y para los doce chavales que vinieron después. Había que engrandecer el poblado.

 

© Marieta Alonso

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La puerta

15 mayo, 2020 por Akelarre 6 comentarios

Puerta abierta por donde entran los sueños y salen las miserias

La puerta

Con la primavera brotando a través de las ventanas y la esperanza del final del confinamiento al que nos hemos visto reducidos, este mes hemos elegido una puerta como idea para nuestros cuentos. Una puerta abierta. Por ella queremos dejar entrar la luz, la ilusión y que puedan salir el miedo y la soledad.

En estos relatos hemos recuperado de la memoria aquellas puertas con los colores de una infancia lejana, un portón que sirvió de huida hacia la libertad, las que encierran historias que sus habitantes esconden o la entrada a un mundo desconocido y lleno de magia. Con el sortilegio que da la palabra, es nuestra intención llevaros, aunque sea por un momento, a ese mundo imaginario que nos aleje de esta realidad.

Como nos maravillaba la voz de la cantante Susana Rinaldi: «A pesar de todo, dejándola abierta, verás que se cuela el sol por tu puerta.»

Cuidaos mucho y esperamos que para el próximo mes nos encontremos al otro lado del umbral.

La fuga

Cristina Vázquez

La Señora Viuda de Dávila

Malena Teigeiro

La partida

Liliana Delucchi

Aquellas puertas de mi niñez

Marieta Alonso

La fuga

Cristina Vázquez

Ahora casi le parecía una bendición atravesar esa puerta por la que tantas veces había pasado y tantas había escupido en ella. Sentada en su celda oía el cántico de las monjas. Luego supo que era a vísperas.

Se sujetaba la cabeza por verse ahí alejada, quizás para siempre, del mundo. Una tenaz desesperación intentaba apoderarse de ella. No. No dejaría que la venciese ni el desaliento ni la desesperanza; de peores situaciones había salido airosa. Aunque esta era enredada e injusta, se dijo mientras se erguía desafiante. Dio una patada al catre y caminó de un lado a otro los siete pasos de largo que tenía el cubículo. Como una fiera, así se sentía, porque encerrar a alguien en un espacio tan pequeño era como enjaular a un animal. El animal había sido el Tirso que quiso ahogarla, y a ella no le quedó más remedio que clavarle un poco el cuchillito de plata que siempre llevaba. Había que defenderse. Pero la encerraron, aunque el tonto de él ¡Ni muerto se había quedado! Medio muerto solo, pero dio tanto alarido que llegó la guardia y la cogieron intentando saltar por la ventana. Maldita sea su suerte.

¡Ay Hortensia, se decía, cómo te han pillado en esta! Estaría perdiendo condiciones y le empezaba a fallar la cintura para evitar los golpes y la agilidad para salir de naja. La suerte fue que el señor juez, al que ella conocía bien, mientras se aclaraba si el Tirso se moría o no, la mandó al convento en vez de a la cárcel. Pero con lo indeciso que era... Gracias señoría, muchas gracias.

Al acabar las vísperas oyó unos pasos presurosos que se acercaban y descorrían el cerrojo. Una monja rechoncha, con bigotillo y falsa expresión de autoridad se enmarcó en la puerta y le pasó una saya negra ordenándole que se la pusiera.

—Eso es lo que tiene que llevar mientras esté aquí.

Hortensia le cogió las manos y arrodillada pedía ver al juez. Ella no había hecho nada. Todo era una confusión. Un malentendido, le aseguraba derramando unas lágrimas gordas como perillas de cristal de las que cuelgan de las lámparas buenas. La hermana se apartó con cierta brusquedad mientras ella le suplicaba caridad cristiana, perdón por los pecados.

—Soy inocente madre, lo juro.

Y se persignó siete veces. Siete era el número sagrado y diabólico también. Se puso la saya cuando se fue la monja, pero lo hizo sin prisa. Se demoró en irse desnudando con la gracia de una profesional. Prenda a prenda, se desenrollaba las tupidas medias sujetas en los muslos, se quitó las enaguas como quien descubre un paraíso y el justillo como si ofreciera unas frutas maduras. Completamente desnuda, se giró con lentitud a tiempo de atisbar un rápido aleteo a través de la trampilla de la puerta. Su carcajada resonó como una premonición por el atrio persiguiendo a la monja igual que si una bola de fuego quisiera quemarle sus hábitos.

Hortensia sentada en su catre envuelta en la rasposa saya que le habían dado, meditaba. Simplemente tenía que planear una estrategia bien elaborada y esta monjita iba a ser su pase a la libertad. Porque del Tirso no se sabía aún en qué lado se había quedado, si en el más acá o en el Más Allá. Ya se sabe que es mejor prevenir que curar y escapar a esperar.

Al cabo de un mes de tener un comportamiento ejemplar, consiguió que la monja, sor Tránsito, le fuera contando su vida, de su pueblo lejano, de cómo la metieron de niña en el convento. Y aunque al principio se mostraba reticente, Hortensia tenía mundo y tablas para ablandar hasta el bacalao más duro y la monjita se fue animando. Un día Hortensia le cogía la mano que ella retiraba escandalizada; otro, le oprimía una rodilla escondida bajo los hábitos. Ella le contaba su pena de estar injustamente encerrada poniendo la mano de sor Tránsito sobre su palpitante seno. Una noche apareció la sor a traerle una tisana y ella se lo agradeció con un beso prolongado en la mejilla.

En la soledad de su celda sabía que la inexperta religiosa se estaba derritiendo con sus mimos y las historias del mundo que le contaba. Su plan podía tener éxito. Supo que era la encargada de salir los jueves a llevar el correo y le dio unas cartas para que le enviara.

El jueves de Pentecostés, sorprendida la comunidad de la ausencia de sor Tránsito, la empezaron a buscar por el convento hasta que al pasar por delante de la celda de la rea oyeron unas voces apagadas, unos lastimeros ayes. Al entrar se encontraron a la susodicha monja desnuda sobre el catre, con las manos y los pies atados con un girón de la destrozada saya y la boca tapada con otro trozo de la misma tela.

Encima de la temblorosa mujer había un papel escrito con letra irregular.

Adiós. Que el diablo os lleve subido en su escoba que yo me largo para no volver nunca.

Recordando aquel momento Hortensia se reía. Al salir volvió a escupir en la puerta del convento como siempre había hecho desde que tenía memoria.

 

© Cristina Vázquez

La Señora Viuda de Dávila

Malena Teigeiro

En la villa todos envidiaban el palacio de los Dávila, que a juicio de algunos no era más que una pretenciosa casona de labradores ricos, rodeada de tierras de labranza y campos de ganado. Cualquiera que asomara la cabeza al abierto portalón, admiraba los bien cuidados jardines, las paredes de brillante pintura, y los lujosos coches aparcados que nunca se movían. No hacía mucho que por aquella puerta, siempre entreabierta, había entrado a trabajar Marcita. En principio, el trabajo era bueno. En la casa solo habitaban la anciana viuda y sus dos criadas, ya viejas. Una de ellas, la cocinera Lucila, le había pedido al hijo de la señora que la contratara. Era su sobrina, una joven de toda confianza.

A la muchacha no le satisfacía mucho entrar al servicio de la casa, pues no lo permitía ver todas las tardes a Antonio, el joven con el que algún día contraería matrimonio. Pero pensó que si ella también ahorraba, podrían hacerlo antes.

Al mismo tiempo que le entregaron un uniforme, su tía Lucila le dijo que su sitio estaba en el sótano, allí era donde se encontraba la cocina, la lavandería, las bodegas y despensas. Y su tía, levantando un dedo, continuó. Tu habitación está en el fallado al que subirás por la escalera de servicio. Que escuchara bien, tenía prohibido salir de esas dependencias.

Al poner los pies en aquellas estancias, la joven se percató de que las paredes, los muebles y las cocinas, demostraban sin ninguna duda los tres siglos de antigüedad que pesaban sobre ellos. ¡Hasta los ratones que corrían por los estantes tenían canas!, le contó divertida a su novio Antonio. Y así, sintiéndose un poco enclaustrada, la joven inició su aprendizaje como cocinera.

Muchos días, mientras picaba carne, cebolla o pelaba las patatas Marcita sentía sobre su cabeza el sonido de pies descalzos corriendo por lo que debían ser los pasillos de viejas maderas. Cuando los escuchaba, siempre dirigía la mirada hacia su tía y su compañera, una mujer casi tan vieja como la casa. Como si nada ocurriera, ellas seguían trabajando. Había algo en aquellas carreras que no entendía. La señora viuda de Dávila, a la que desde hacía años nadie veía, tenía que ser una anciana. No había nada más que ver la edad de su hijo, el mayor de los cuatro. El señorito Dávila todos los días veintiocho entraba en la casa por la cocina. Se sentaba a la mesa, y mientras desayunaba un café con un trozo del bollo recién hecho por la cada vez más seca y delgada Lucila, entraban los otros trabajadores de la finca. Poniendo buen cuidado de que nada en la casa sufriera deterioro alguno, uno por uno, cotejaba los trabajos, las cuentas y les ordenaba sus cometidos para el siguiente mes. Y después de pagarles el salario, sin haber subido a ver a su madre ni preguntar por ella, se iba.

Aquella noche al finalizar el trabajo la joven, como siempre, subió por la escalera de servicio hasta su habitación. Era pequeña, cuadrada, y como única ventana, tenía una claraboya. Al abrir la puerta la luz de la luna que entraba recta se desparramaba sobre su camastro. Era fría, azulada, igual a la que caía sobre las tumbas del cementerio. Cerró la puerta y con la boca torcida se sentó en la cama.

Al atardecer, no solo había escuchado correr por los pasillos los pies descalzos de todos los días, sino que también se le había puesto la nuca rígida al oír el ulular de lo que le pareció la voz de una mujer seguida de un triste llanto. Nunca había escuchado un grito de angustia tan fuerte como aquel. ¿Quién sería la que aullaba de esa manera?, inquirió a su tía mientras preparaban la cena. Y Lucila, sujetando con fuerza la medialuna con que estaba picando el perejil, musitó que ella no había escuchado nada. Marcita se limpió las manos muy despacio. ¿Estaba sorda? La vieja continuó trajinando su cuchillo. Pues ella iba a subir. A lo mejor necesitaban ayuda. Y en cualquier caso, quería enterarse de lo que pasaba en el piso de la señora. Lucila golpeó con tanta fuerza la medialuna en la mesa que clavó el filo en la madera. La miró con dureza y exclamó: Nunca. ¿La había escuchado bien? Nunca. Se volvió y arrancó el cuchillo de la tabla. Blandiéndolo en la mano, continuó. Que escuchara bien, no le permitía subir al piso de los señores. Y en el caso de que lo hiciera —acercándose a ella le colocó el curvado filo delante del rostro—, que se atuviera a las consecuencias.

Trémula, decidió que no iba a acostarse allí. Mejor dormiría sobre el suelo de la cocina. Salió de la habitación y se dirigió a la escalera de servicio. Al pasar por el piso principal, escuchó de nuevo los quejidos. Se detuvo. Ahora eran dulces, trémulos. También le pareció oír la voz de doña Gertrudis, la cuidadora de la viuda. Sin más, abrió la puerta que daba entrada a las habitaciones. Ante ella apareció un pasillo grande, largo, con retratos de regios y pálidos personajes colgados a ambos lados. Pisando sobre la gruesa alfombra caminó a oscuras guiada por los enervantes sonidos, hasta la que supuso era la habitación de la anciana. Estaba abierta. Sin hacer ruido, se asomó. Una mujer de largos y escasos cabellos blancos, que como lánguidas guedejas le caían sobre la desnuda espalda, se encontraba arrodillada sobre la cama. Parecía estar buscando el abrazo de un transparente joven, de ojos y rizado cabello negro, que tumbado delante de ella se retorcía sobre la blanca sábana cual sinuosa serpiente. Ella, como si fuera un chorro de amenazante viento, ululaba levantando la cabeza hacia el techo mientras que, sentada en una mecedora, doña Gertrudis con la mirada fija en ellos, rumiaba: Dejadlo ya, que pronto va a amanecer. Marcita dio un paso hacia atrás. Tropezó con la alfombra y se cayó al suelo. Al escuchar el ruido la ardiente mirada del joven se volvió hacia ella. Con un gesto de la mano le indicó que se acercara. Ella se levantó y corrió por el pasillo hasta alcanzar la escalera. Bajó los escalones de dos en dos y sin dejar de correr salió al jardín y atravesó la puerta. Nadie la seguía. Tan solo iban detrás de ella las carcajadas turbias, vidriosas, malignas de la viuda de Dávila que asomada a la ventana la vio atravesar el oscuro portalón de hierro.

 

© Malena Teigeiro

La partida

Liliana Delucchi

Decían que había fantasmas en la casa del portón de madera. Era la construcción más importante del pueblo, con muros de piedra cubiertos por enredaderas. En verano el olor fresco de las madreselvas se extendía por toda la calle.

Afirmaban que estaba encerrada una princesa blanca, bella y seductora, pero cuando espiaba desde la esquina solo veía salir a una niña bastante fea: Bajita, con la cara redonda salpicada de acné y cuello corto. Iba vestida con uno de esos uniformes azules de falda tableada que le llegaba por debajo de las rodillas. O sea, que de princesa, nada.

Una tarde de finales de verano vi mi oportunidad. Alguien dejó la puerta abierta y las arcadas que se elevaban más allá del patio mostraban una galería donde pensé refugiarme del calor. Me quité los zapatos para no hacer ruido y aunque el suelo estaba caliente, tanto que casi quemaba, mi curiosidad pudo más y llegué corriendo a refugiarme junto a un banco. Allí me quedé sentado un rato, intentando observar a través de los visillos que se movían a pesar del escaso aire que entraba por la ventana. Todo era silencio. Quizás fuera cierto que allí habitaban espíritus. De pronto vislumbré una sombra deslizándose hacia la escalera. Empujé el cristal y puse mis pies en un suelo que de tan brillante reflejaba mi cuerpo.

No era largo el trayecto hasta la escalera. Cogido al pasamanos, fui subiendo los escalones uno a uno. Un gran pasillo con puertas cerradas y cuadros de señores muy serios acababa en un rosetón de colores por el que se colaba la luz. Justo debajo, una mesa con cuadrados de madera en dos tonos diferentes y estatuillas. Parecían un ejército a punto de enfrentarse al enemigo que estaba al otro lado. Me quedé contemplando esas figuras que se miraban unas a otras. Cogí una de ellas con forma de torre.

—Es una mesa de ajedrez —dijo una voz a mis espaldas.

Al darme la vuelta descubrí a la niña del uniforme. Ahora llevaba un vestido blanco con guardas celestes.

—¿Quieres jugar? —continuó con una sonrisa que invitaba a ello.

Le pregunté si salíamos al patio. Yo podía ir hasta casa en busca de un balón.

Volvió a sonreír y me contestó que lo que me ofrecía era jugar al ajedrez.

—¿Esto es un juego? —pregunté señalando el tablero.

—Claro. Ven, coge esa silla y siéntate frente a mí.

Era fascinante. He de confesar que me costó bastante aprender las reglas para mover las piezas, pero la niña prometió que si lograba ganarle la partida me presentaría a la princesa fantasma. Así que, cada noche, antes de dormirme repasaba mentalmente todos los movimientos y estrategias posibles para hacerle cumplir su promesa.

Pero Fernanda, como supe que se llamaba mi contrincante, era muy astuta. Me daba la impresión de que sabía, antes que yo, la jugada que mis torpes dedos iban a emprender. Los suyos, delgados y con un anillo con una piedra azul en el anular izquierdo, hacían avanzar las piezas hacia mi territorio y cada tanto su voz susurraba la palabra maldita: Jaque. Después aprendí otra peor: Jaque Mate.

Una tarde en que estábamos merendando antes de la partida, me contó que solo había visto a la princesa fantasma una vez y que, a pesar de sus preguntas no logró que le hablara. Tal vez sea muda, le dije mientras saboreaba una magdalena. O muy tímida, me contestó.

No quise saber más, quería descubrir por mí mismo los misterios de aquel espíritu.

Llovía la tarde de otoño en que pude comerme su rey y pronunciar esos dos vocablos que dejaron de ser malditos: Jaque Mate.

—Mañana —dijo Fernanda— a la hora de siempre. Ella estará sentada en mi sitio y jugará contigo. Has de ser sagaz, porque es muy buena.

Puntual y con mi mejor ropa, volé más que caminé, por aquel pasillo hasta llegar a la mesa situada bajo el rosetón. Allí estaba mi princesa. Sentada, con la espalda erguida, un vestido blanco la cubría hasta los pies y un velo del mismo color le tapaba el rostro.

Con un gesto me indicó que me sentara frente a ella y entonces lo vi. El anillo con la piedra azul en el anular izquierdo.

 

© Liliana Delucchi

Aquellas puertas de mi niñez

Marieta Alonso

Hay que ir cruzando cancelas y si son de colores mucho mejor, decía mi padre mientras me enseñaba cómo dejar caer las semillas para que pasado un tiempo las espigas llenaran nuestros campos.

Pintó de azul la puerta de entrada de nuestra casa para que recordásemos el lejano mar, y me enseñó a nadar en el río para que aprendiera a solventar naufragios. Aquella puerta azulada tenía un ventanuco al que me asomaba para mirar la calle y decir adiós a todo el que pasaba. La de mi habitación la pintó de verde, el color de la esperanza, para que mis sueños se cumplieran. El cuarto de ellos lo pintó de malva, a mi madre le gustaban las orquídeas; la del comedor a tres colores: rojo, verde y amarillo, como los colores de los pimientos que sembraba en la huerta. La que daba al patio, como un preludio del barro cuando llovía, de marrón oscuro.

Añoro aquellas puertas, los muebles, los libros, el canto de las chicharras, el tañido de las campanas llamando a misa de doce. Y también aquella iguana verde que entró un día en el baño y yo, encaramado en la mesa de la cocina gritaba a mi padre que se la llevara muy lejos antes de que me comiera. Y él, con paciencia, me explicó que no comían carne, solo plantas.

En mi juventud me marché muy lejos. Con las maletas en el portal, cerré la puerta de mi dormitorio. En su interior permanecían silenciosos mi scalextric, mi patinete, mis cromos… Entorné la del baño. Detrás de ella se quedó el albornoz de mi padre bailando. No fui capaz de cerrar la del comedor. El reloj anunciaba las seis de la mañana, pero faltaban cinco minutos. ¡Qué raro! Si era muy preciso. A lo mejor mi amigo cantor, el muy cuco, quiso despedirse a tiempo.

Pasaron los años. Me hice mayor. Nunca regresé a la casa de mi infancia. Este mediodía tomando el sol en el parque, en mi banco preferido, el pintado de verde, vi a un pequeño con su mochila de colores. Su madre le decía adiós desde el umbral y comencé a recordar aquel sueño que aún me despierta sobresaltado. Voy en busca de algo o de alguien, por un valle rodeado de palmeras y allí en medio de ellas hay una puerta azul que intento abrir. Pero no se deja.

 

© Marieta Alonso

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