Nuevo Akelarre Literario

Síguenos

  • Facebook
  • Inicio
  • Autoras
    • Marieta Alonso
    • Liliana Delucchi
    • Malena Teigeiro
    • Cristina Vázquez
  • Relatos
  • Autores invitados

Rebajas de enero

15 enero, 2023 por Akelarre 3 comentarios

Rebajas

Las rebajas de enero

Fueron dos los elementos importantes que consolidaron la costumbre de las rebajas: el primero, el regateo, que se efectúa desde tiempos remotos. El segundo, la idea de concentrar en unas fechas determinadas una campaña comercial.

En ese sentido, tuvo mucha importancia el desarrollo de las ferias medievales, las cuales, como las rebajas de la actualidad, tenían lugar con el cambio de estación y los productos de temporada.

Hoy en día, no solo fortalece las ventas de pequeñas tiendas y grandes superficies, sino también la relación entre familia, amigos y otros vínculos, como veremos en los cuentos que este mes nos regalan nuestras escritoras.

Buenas amigas

Cristina Vázquez

Consejo materno

Malena Teigeiro

La venganza de la moda

Liliana Delucchi

Rebajas a porrillo

Marieta Alonso

Buenas amigas

Cristina Vázquez

Habían decidido ir de rebajas. Era casi una tradición salir esos primeros días de enero las cuatro amigas desde el colegio, a comprar alguna cosa. Empezaron a hacerlo desde jovencitas, con la ilusión de poder llevarse esa prenda soñada que no habían podido adquirir. Luego lo hacían con la responsabilidad asociada a sus finanzas personales o familiares.

—Aunque cada vez compremos menos para nosotras —afirmó Ana María—. Esta tradición de ir juntas de rebajas no podemos perderla.

Lo decía delante del café con churros que se tomaban ese domingo para tener fuerzas, se animaban risueñas, igual que si se aprestaran a una batalla. Y se miraban con la esperanza, cada vez más tenue, de encontrar algo que renovara no solo sus vestuarios sino de alguna manera también sus vidas.

—La única que no ha cambiado de talla es Blanca —señaló con cierta dureza Luisa.

Las demás, se estiró el jersey que le quedaba un poco ajustado, iban a tener que pelear por la cuarenta y cuatro o por la cuarenta y seis. Que no fuera ceniza, replicó Clara, al fin y al cabo, los años ensanchaban a todas. Un silencio imprevisto se cuajó en el borde de las tazas.

—Os voy a descubrir una tienda maravillosa que hacen unas rebajas de marcas de primer orden in-cre-í-bles —Ana María separó las sílabas con la precisión de un grabador—. Está muy cerca de aquí y nos la abren, aunque sea domingo, solo para nosotras.

La encargada era amiga suya y un encanto de persona, continuó mientras terminaban de pagar. Salieron las cuatro como un enjambre hablador, forzando un poco la alegría. Era estupendo haber sido capaces de no desfallecer en este pequeño ritual, afirmó Clara emocionada. Al entrar en la tienda se sintieron un poco cohibidas. Demasiado para ellas, se iban a arruinar. ¡Qué locura!, bisbiseaban excitadas mientras Ana María se dirigía con paso firme a la encargada.

—Querida —le dijo con una voz artificiosa—. Te traigo a mis adoradas amigas del colegio.

Hizo un ademán que las abarcaba a todas en una onda amorosa. La encargada, una mujer imperiosa e impresionante, les dedicó una encantadora sonrisa y las tasó de una sola mirada. Sus ojos le hicieron pensar a Blanca en una noche quebrada de sueños que, con seguridad, no se cumplirían, lo que le produjo una inquietud indescifrable. Pasada esa primera impresión, el aroma difuso, la iluminación tenue, el ruido de los cerrojos en la puerta, les dio la sensación de una blanda burbuja en la que todo resultaba posible y amable.

Permanecían un poco amilanadas ante el despliegue de trajes, abrigos, bufandas… Poco a poco, se fueron acercando a admirar su suavidad y a descolgar alguno para apreciarlo mejor. En ese momento, la encargada, que había desaparecido, reapareció. Sostenía una cortina al final de la tienda con elegancia, como si fuera un decorado en el que ella manejara los recursos del mismo.

—Seguro que ha sido modelo —secreteó Clara a Luisa—. Vaya fachón y eso que no cumple los sesenta.

Y con su encantadora, delgada y profesional sonrisa las hizo pasar a un saloncito forrado de tela amarilla con un espejo grande y sillas de respaldo dorado colocadas junto a la pared. Al fondo, se veían dos probadores abiertos como bocas prometedoras de delicias.

—Sentaos, por favor —la encargada indicó las sillas—. Este es el lugar secreto para las escogidas —rio bajito—. Y para mí, Ana María y sus amigas lo son.

Iba a apagar un momento las luces exteriores para que nadie se extrañara, como era domingo y estaban solas en la tienda, dijo en tono confidencial, así estarían más tranquilas. Solo faltó que un discreto aplauso invadiera el lugar, pero no hubo más que unos agradecimientos murmurados con timidez. Blanca, de manera instintiva, metió los pies bajo la silla, sus zapatos estaban un poco estropeados y en ese momento tuvo conciencia de lo impropios que resultaban en ese encantador refugio. La encargada, Juana, que la llamasen por su nombre, volvió a desaparecer un minuto para volver con un perchero lleno de trajes que dejó en el centro. Le pidió a Ana María que la ayudara, por favor, y trajeron un carrito lleno de chales, bolsos, bisutería…

—Adelante, señoras, esto ha sido especialmente seleccionado para vosotras —las miró con la calidez de ese sueño quebrado—. A todos los precios hay que aplicarle el 70%.

Al decirlo, su voz subió a un tono casi de feria o de rifa. Descolgó uno de punto que ofreció a Blanca, la que no había cambiado de talla, otro de chaqueta de lana fría a Clara y así, después de mirarlas a cada una un rato con interés, elegía prendas para que se las probaran.

La más animada y la primera que entró en el probador fue Ana María con un abrigo de corte impecable y un traje de seda que casi la hace parecer otra mujer. Le quedaba genial, estaba elegantísima. Juana cogió las etiquetas y las retó con gracia.

—Y solo le va a costar… —se calló con los ojos cerrados—, trescientos euros. Increíble.

La otra, feliz, sin duda se lo iba a quedar, aseguró mientras se desvestía y empezó a rebuscar más ropa para probarse. La animación entre el resto surgió como un travieso animal que las fuera incitando, pellizcando. Empezaron a probarse animadas por los consejos de Juana, este no le iba, de ninguna manera, y casi le arrebata a Luisa una blusa de las manos para ofrecerle un conjunto mucho más adecuado a su físico y a su personalidad.

—Con todos los años que llevo en esta profesión me he vuelto psicóloga y sé lo que os va a cada una.

Soltó un amable discursito de la necesidad de sentirse bien con uno mismo, cómo la ropa buena no se estropeaba y daba categoría y seguridad a la persona. Ahí se paró en medio del cuartito y como una hechicera elegante, que no olvidaran lo deprisa que corría el tiempo, soltó muy seria. Tenían que aprovechar que aún eran jóvenes y seguro que despertaban miradas de admiración masculinas. Y les guiñó un ojo.

Al cabo de una hora salieron todas cargadas de bolsas, con una mezcla de mala conciencia y alegría por la buena compra hecha, comentando lo increíble de los precios, aunque se hubieran gastado un dineral. Gracias Ana Mari, vaya chollo, iban a ir como reinonas. Cada una, en el fondo, iba pensando de qué gasto se tendría que abstener para compensar este maravilloso dispendio.

Pasados unos días, ya reposada en su casa, después de haber desaparecido esa especie de infantil excitación que les entró en la tienda, Clara comprendió que no iba a usar el traje de gasa azul. Nunca había tenido ni iba a tener un acontecimiento que justificara tanta sofisticación. Fue a cambiarlo a la tienda, preguntó por la encargada y apareció una señorita sonriente.

—Perdón, yo quería ver a Juana —adujo con timidez.

La otra, que comenzaba a agriar su sonrisa, le aseguró que no había existido una encargada con ese nombre. Al mostrarle el traje, también afirmó, en un tono opaco, que esa marca nunca había formado parte de su colección.

—De hecho, hemos inaugurado la tienda ayer —aseguró reticente.

Mientras metía el traje en la bolsa blanca, sin ningún logo impreso, las típicas de rebajas, había asegurado Juana, sintió la desconfiada frialdad en la voz de la encargada.

Llamó a Ana María para que le diera alguna explicación, pero la única respuesta que obtuvo fue la voz metálica que le repitió tantas veces como marcó, que “ese número no corresponde a ningún abonado.”

© Cristina Vázquez

Consejo materno

Malena Teigeiro

Los del gran almacén tendrían que tener un poco de cuidado y no anunciar las rebajas en los envoltorios de esa forma tan alarmante. Y lo digo porque anoche discutí con Antonio. Buscando su ropa de jugar al fútbol mi marido encontró las bolsas vacías de la tienda en de donde compré mi ropa de verano.

Como últimamente en cuestión de dinero Antonio no se fía de mí, las había escondido. Pero, claro, cuando volvió a casa dispuesto a ir a jugar al fútbol, y yo no estaba —había llevado a nuestra hija Lucía a la gimnasia rítmica— él decidió buscar por sí mismo su equipo. Es muy desordenado y nunca encuentra nada. Y claro, se puso a mirar en un sitio y en otro. Encontró el pantalón y la camiseta, pero no las zapatillas ni los calcetines. Con lo que sí se topó fue con las bolsas del gran almacén. Y mira que las escondí con cuidado. Se puso furioso. Según él soy una maquinita de gastar. Este pensamiento tan inútil le hace perder mucho tiempo. Ya lo creo. Siempre anda acechando por los armarios, busca que te busca, con la única intención de conocer en qué desembolso su dinero. ¡Qué pérdida de tiempo, Señor!

Cuando llegué a casa me esperaba en el salón. Estaba sentado en el sofá con una cerveza en la mano y las bolsas vacías del gran almacén descansando sobre sus rodillas. Sin hablarme, golpeó con el dedo el papel. Luego y sin importarle que la niña estuviera delante dijo: ¿Te creías que no las iba a encontrar, que no me iba a enterar? Y yo, que en los grandes momentos razono con tranquilidad, seria, molesta, dije que no. Que si las bolsas estaban bien guardadas era porque soy una persona muy ordenada y me gusta almacenarlas por si alguna vez nos hacen falta.

—¿De verdad te crees que soy gilipollas? —dijo con los ojos cerrados como un chinito.

Y como no me gusta que Lucía vea ciertas cosas, sin contestarle, con la niña de la mano, salí del salón.

Y todo aquel jaleo lo armó porque me compré unos pantalones amarillos, dos blusas, bien sencillas, un vestido más arreglado y una chaqueta por si hace frío. Esta la adquirí porque veraneamos en una casa que tiene su madre en una aldea del norte. ¡Qué quiere! ¿Que coja una pulmonía? Además, ¿es que no comprende que el perfume de un gran almacén en rebajas es inigualable? A mí, la emoción que me produce cruzar esas grandes puertas de cristal hace que hasta las aletas de la nariz me tiemblen.

Lo cierto es que si aquella vez me fui de compras fue por lo pesado que se puso la noche anterior. La causa de su enfado era algo tan simple como que me teñí el pelo de un color dorado, muy propio para el verano. Gritaba que el mío era más bonito, que quería el mismo que tenía cuando me conoció. ¿Pero es que no se da cuenta de que eso ya no se lleva? ¡Anda ya! Qué se cree él que voy a ir a recoger a Lucía al colegio con mi pelo al natural. La otra tarde, Marina, la mujer de Carlos, que también lleva su niña al mismo cole que nosotros, lucía unas mechas color... Bueno, no sé ni de qué color eran, pero preciosas. Le pedí la dirección de su peluquería y nada más ver entrar a mi Lucía en el edificio, para allí que me fui. Me tiñeron con un tinte vegetal, para que no haga daño al medio ambiente, que según el peluquero me levantaba dos o tres tonos el color de la piel. La verdad es que me encuentro monísima. Pues, ¡a Antonio no le gusta! Y eso que no se ha enterado de lo que me costó. Pero el dinero a mí no me importa. ¡La de cosas que me enseñó mi madre a hacer con chorizo y carne de pollo picada!

Por la mañana cuando se fue de casa todavía me seguía chillando por lo de las rebajas. Lo cierto es que aquel mal trato me produjo un nerviosismo tremendo. Y esas situaciones tan drásticas son las que te llevan a un divorcio seguro, cavilaba mientras llevaba a Lucía al colegio.

En la puerta de la escuela, cuando me despedía de mi niña, me di cuenta de que más de una me miraba. Suspiré profundo y sacudí con fuerza la hermosa melena. Y en ese instante percibí que era cierto que esos disgustos te podían llevar a un divorcio. Eso sí, a cualquiera menos a mí. Mi madre me enseñó que nada como ir de compras para levantarte el ánimo. Y como Antonio, aunque es igual a la suya de enrabietado, es un buen hombre, bastante guapo por cierto, y me divierto con él muchísimo, pues decidí seguir el consejo de mi mamá. Hoy vuelvo a ir de compras. Además, siguen las rebajas, con lo que siempre ahorras. Eso sí, esta vez no esconderé las bolsas. Las tiraré directamente al contenedor. Lo que es a mí, ese no me vuelve a pillar.

© Malena Teigeiro

La venganza de la moda

Liliana Delucchi

Como era costumbre, mis amigas y yo montábamos guardia a la puerta del centro comercial el primer día de rebajas. En cuanto abrieron, entramos en medio de esa nube de abrigos, sombreros y bolsos dispuesta a arrebatar aquello que ansiábamos llevar a casa. Estábamos entrenadas para luchar por lo que queríamos…, pero las otras también. La contienda se lleva a cabo sin ceder un centímetro al avance del enemigo; un espacio cedido puede significar una ganga menos en nuestro vestidor, una de esas que más tarde nos preguntamos para qué la compramos y termina en el saco destinado a los más desfavorecidos.

Sin embargo, esa mañana nos depararía una sorpresa. Agotadas de tanto tira y afloja, nos dimos un descanso para un café. Entonces vimos a una de ellas. ¿Es…? Sí, era la de los días impares. Así llamábamos a Lola Morales, una de las amantes del primer ministro. El mote se debía a que la veíamos con él los martes y jueves. Los lunes, miércoles y viernes correspondían a Encarna Ferreiro, y los fines de semana a su legítima, apodada “la señora”, con sus hijos.

Lola era alta, delgada y rubia, con una de esas sonrisas perennes que parecen dibujadas por un experto artista, debido a que no se modifica nunca, ideal para alegrar la segunda y cuarta jornada de la semana, si da la casualidad de amanecer lluvioso.

Encarna, por su parte, era la propietaria de una abundante cabellera cobriza que brillaba al sol y ella sabía mover como nadie. De mayor estatura que su rival y un cuerpo más contundente, se prodigaba menos que la rubia en eventos fuera del ministerio, lo cual era lógico, dado que trabajaba más. Lo que las unía era que sus mentes se movían en un círculo más limitado de lo esperado, aunque sin perder su capacidad para la ordinariez.

“La señora” tenía el pelo castaño, generalmente recogido; un rostro que, pese a no ser poseedor de una belleza clásica, era de lo más atractivo; sus maneras evidenciaban la calma y confianza que se adquiere tras una larga experiencia. En definitiva, era una mujer que mantenía a raya sus fuertes impulsos, lo cual otorgaba serenidad a sus gestos y movimientos.

Nos sorprendió ver a Lola en la cafetería la primera mañana de rebajas. ¿Acaso el ministro no era pródigo con sus amantes? Siempre habíamos pensado que ella compraría en tiendas de grandes marcas donde dan cita para que no te encuentres con otras clientas.

Sin embargo, el material de cotilleo durante nuestras partidas de cartas se vería incrementado ¡y cómo!, con la situación que iba a tener lugar jornadas más tarde en una recepción en la embajada de Suecia.

No recuerdo el motivo del coctel, ni me importa…, sería alguna fiesta nacional de ese país o la visita de un miembro del gobierno o de la Corona. Da igual. Lo importante fue que, quizás por error, o tal vez por maldad, las tres mujeres de la vida del político fueron invitadas.

Recuerdo a “la señora”, con su elegancia habitual, enfundada en un diseño exclusivo, conversando con dos hombres en un idioma desconocido para mí. También atesoro en mi memoria su expresión cuando vio llegar a Lola, no sé si demudada o estoica, y su sonrisa cuando Encarna hizo una entrada triunfal, sacudiendo la melena. El gesto de satisfacción de la legítima se debía a que las dos amantes de su marido lucían el mismo vestido.

© Liliana Delucchi

Rebajas a porrillo

Marieta Alonso

A tres generaciones de mujeres en mi familia nos han chiflado siempre las rebajas. Abuela, hija y nieta íbamos juntas, comíamos y hablábamos de nuestras cosas.

Si el inicio de estos importantes descuentos se remonta a 1930 —tras el crack del 29— he de decir que la abuela inauguró la temporada. En aquel entonces vivía en La Habana. Era joven, guapa y se enamoró de un emigrante español con el que se casó y tuvo una hija. A los diez años de casada se vinieron a vivir a Madrid, justo cuando dos grandes y famosos establecimientos pusieron en práctica la idea de dar salida al género de temporadas anteriores. Pepín Fernández y Ramón Areces pensaron que sería más rentable poner precios más bajos y deshacerse de todo ese material, que aumentar la superficie de la trastienda. La abuela y mi madre alardeaban de haber sido las primeras clientas en hacer cola en la calle Preciados.

Hoy solo quedo yo con esa bonita tradición. Este mes no he faltado a la cita. Después de comprarme un traje de chaqueta rojo vivo muy adecuado para celebrar mis setenta años, me he venido a la terraza de un restaurante a comer sola. No estoy triste. La abuela y mi madre están aquí conmigo.

Una bandada de gorriones picotea a mi alrededor ajenos al trajín de los humanos y no sé por qué me viene a la memoria la vez aquella en que le compramos al abuelo una docena de slips en oferta. Él, acostumbrado a aquellos calzoncillos a media pierna, dijo que esas modernidades no eran de su agrado. Parecían bragas de mujer, añadió. Trabajo nos costó convencerlo, pero a los pocos días el abuelo se convirtió en el gran defensor de esa pieza de ropa por lo cómodos y ajustaditos que le quedaban.

¡Las rebajas! Ahora las hay a tutiplén, pero yo sigo siendo fiel a las de enero y a las de julio.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

Los Reyes Magos

15 diciembre, 2022 por Akelarre 2 comentarios

El sueño de los Reyes Magos

El sueño de los Reyes Magos

Es el nombre de esta escultura, realizada por el maestro Gislebertus que se halla en un capitel de la catedral de San Lázaro de Autun (Borgoña). Se trata de un edificio románico de estilo cluniacense construido entre el año 1120-1146, al que luego se fueron añadiendo elementos góticos y barrocos.

Lo más destacable de esta construcción es el tímpano tallado por el maestro Gislebertus entre los años1130-1135, lleno de delicadeza, que lo convierte en una de las obras más importantes de la escultura románica francesa.

Esta obra ha inspirado a nuestras cuenteras con un viaje que lleva a recordar una infancia; la alteración, zozobra y finalmente sorpresa de una mujer durante la reclusión del covid; unas niñas que se enfrentan a una infancia de orfandad y un niño que su preferido es el rey Baltasar quien lo premia en la cabalgata.

¡Feliz Navidad y felices Reyes!

El despertar

Cristina Vázquez

El camionero

Malena Teigeiro

Las trillizas

Liliana Delucchi

Noche de Reyes

Marieta Alonso

El despertar

Cristina Vázquez

El viaje a Francia de Natalia había resultado sorprendente. Era consciente del empeño que puso en organizar un itinerario en el que se combinara arte, gastronomía y naturaleza con el último afán de deslumbrar a Javier, su marido. Este se mostraba cada vez menos dispuesto a hacer viajes “sin ton ni son”, aclaraba con una encantadora sonrisa que no ocultaba su desinterés. Y de ahí su obstinación en procurar que este fuera inolvidable.

Decidió que el destino sería Francia a la que no iban desde muchos años atrás. Antes era un lugar que les encantaba, sobre todo a él que había pasado parte de su infancia ahí, con su abuela materna. Al referirse a ella Javier siempre utilizaba la misma palabra: impresionante.

—Una mujer impresionante —repetía con una expresión que se debatía entre la ternura y cierto temor.

Fueron los años en que sus padres estuvieron destinados en África como investigadores de enfermedades endémicas y consideraron que era más prudente que los niños se quedaran.

Al principio de su relación, cuando Natalia le insistía por qué elegía ese término; a él le resultaba difícil y casi contradictorio definirlo y lanzaba diferentes apreciaciones. Impresionante su presencia: alta, distinguida, con un bastón que le permitía andar con la rigidez que exigía a los demás y con el que daba golpecitos correctores en la espalda a su hermana y a él si los veía encorvados. Impresionante su cultura y la biblioteca que cuidaba como si esos libros fueran sus más apreciados descendientes, pero les obligaba a leer en ella una hora diaria, aunque fuera verano y se oyeran a los chicos jugar y llamarles a voces para que se unieran a ellos. Impresionante sus comidas, que cumplían un estricto régimen y menú, con algún que otro plato de casquería para que se acostumbraran a comer de todo y pudieran ser ciudadanos del mundo. Y así seguía con otras consideraciones subrayadas con diferentes giros de admiración o desánimo.

Después de dar varias vueltas al posible destino e itinerario a seguir, decidió que le sorprendería con la elección final que hizo. Sería Autun, lugar cercano al que vivió con su abuela. Incluso pensó que no le diría a dónde iban, una especie de ruta a ciegas, a ver si conseguía recuperar algo de su antiguo entusiasmo.

—Natalia, quiero que sepas —anunció la noche después de leer el papel “Vale por un viaje a Francia”—, que te agradezco tu esfuerzo, pero este va a ser el último.

A Natalia se le puso un nudo en la garganta a la vez que una incipiente ira la acaloraba.

—¡Qué dramático!, ni que te fueras a morir —contestó acelerada.

—No es por eso —sonrió al decirlo—, es que estoy harto. Ya he ido a todos los sitios que quería conocer.

Ella se removió en el asiento, entonces no le quedaría más remedio que viajar sola, con amigas o en grupo, aseveró desafiante. Le parecía estupendo, contestó él con dulzura, su intención no era ponerle cortapisas.

Empezaron el viaje, ella, con la inquietud de que fuera el último juntos, él, dejándose llevar con la intención de hacérselo lo más amable posible. Cuando llegaron a Autun la inquietud de Javier se hizo patente. Le agradecía mucho que lo hubiera organizado, pero por qué precisamente ahí.

—Como ya no vamos a hacer más, pensé que te gustaría recorrer lugares de tu infancia —se justificó Natalia apenada.

Él la abrazó con ternura, le agradecía su esfuerzo de corazón, pero precisamente aquí fue el lugar donde pasó, quizás, el peor momento de su vida. La cogió de una mano y sin titubear la llevó a la catedral. Cuando estuvieron frente al pórtico, Javier le señaló el relieve de los tres Reyes Magos siendo despertados por el ángel.

—Pese a todo lo que me evoca, adoro esta escena —confesó solemne—. Ninguna otra imagen muestra más inocencia y ternura.

—¿Entonces?

Subió los hombros y suspiró. No podía olvidar el día, era un diciembre ventoso, helador, y se subió el cuello de la chaqueta como si ese frío le atenazara. Su abuela los trajo a la catedral a misa y antes de entrar les hizo fijarse en este relieve.

—Niños queridos —nos susurró muy cerca del oído—. Esta escena no solo representa el despertar de los Reyes, sino el de la inocencia.

Recordaba que la voz le titubeó, mientras los sostenía con firmeza a su hermana y a él cada uno cogido de una mano y que los tres se quedaron muy quietos mirando la obra. Iba vestida de negro, siguió, con un tembloroso velo que aleteaba igual que un indeciso pájaro en el helador día. Vosotros, nos dijo, aún representáis la inocencia y no quería despertaros, pero tenían que empezar a aceptar que a lo mejor sus padres iban a tardar mucho en volver o no lo harían nunca. Y su voz se quebró.

—No me lo habías contado —Natalia le apretó el brazo—. Siempre creí que luego viviste con ellos.

Él negó con la cabeza. Pero ella les había protegido, cuidado y, a su manera, querido con un amor sin fisuras. Nunca la oyó quejarse. Se dio la vuelta y señaló un bistró a su espalda. Antes era una chocolatería y esa mañana después de misa nos trajo ahí a tomar chocolate y todos los pasteles que quisiéramos. Algo en él se descompuso, se alejó de Natalia y vio cómo sus hombros se sacudían sin control. Dejó pasar un buen rato y al volver a su lado tenía los ojos algo enrojecidos.

—Gracias, querida, por haberme traído aquí. Fue una mujer impresionante.

© Cristina Vázquez

El camionero

Malena Teigeiro

El enfado de Carmen era total cuando se dirigió a abrir la puerta. Incluso consigo misma. Estaba harta de limpiar, hacer la comida, llevar los niños al colegio para, luego, como casi siempre, a la carrera, llegar a la oficina tarde. Y después de trabajar durante todo el día, rápido, rápido, volver al colegio a recoger a sus hijos. Luego, tenía que ayudarles con los deberes y preparar la cena mientras sus risueños y adorables peques llenaban el suelo del cuarto de baño de agua, espuma de jabón, y juguetes.

Así de lunes a viernes.

El sábado era diferente. El trote con los niños comenzaba un poco más tarde, pero como no iban al colegio tenía que bajarlos al parque, jugar con ellos, para a eso de la una y media, volver a casa. Después de darles de comer, rodeada por sus hijos se echaba una siesta mientras dormitaba una película. Una de esas que no comprendía cómo sus criaturas podían dormir tranquilas después de verla.

Y también estaba Paco. Él siempre fue un buen marido, un buen hombre. Era camionero. Transportaba frutas y verduras desde la huerta murciana para repartirlas por los distintos países de Europa. Y cuando después de dos semanas arrastrando un trailer de más de doce metros, llegaba a casa, pues claro, no estaba para mucha ayuda. Ella, desde luego, ni tan siquiera se la pedía.

Así iban pasando las semanas, los meses, y normalmente Carmen era feliz. Hasta que llegó una tarde en que el Presidente anunció que había que encerrarse en las casas. Dijo que era para evitar el contagio de un bicho que corría por el país, matando a unos y otros sin distinción. Como todos, Carmen lo aceptó con miedo y una pizca de alegría. Se organizó un despacho en la mesa de la cocina. Colocó tres mesas más, una de ellas hecha con la caja de cartón de la lavadora que acababa de comprar, ¡Menos mal!, se dijo, y se dispuso a pasar aquellas semanas de la mejor manera posible. A Paco aquella orden lo pilló camino de Polonia, con lo que estaría al menos diez días sola. Si sus padres vivieran en Madrid, la podrían ayudar, pero no. Vivían solos en Águilas. Aunque eso en las circunstancias por las que estaban pasando la tranquilizaba. Eran personas conocidas, y seguro que alguien les echaba una mano.

Después de dos meses de encierro, Carmen se levantó con un enfado total. Llevaba tres días sin saber nada de Paco. Porque este, aunque todo el país estuviera encerrado en casa, continuaba llevando su camión de un lado para otro, lo que la preocupada. ¿Habría cogido el bicho? ¿Estaría internado en un hospital de vaya usted a saber qué país? Señor, Señor, que me llame cuanto antes y vuelva bien, rezaba. Y para colmo, aquello de trabajar en casa resultaba una locura. Y no era porque a eso de las ocho de la tarde los niños salieran a aplaudir al balcón con riesgo de caerse a la calle. No. Ni porque mientras ella intentaba trabajar en su ordenador, sus tres hijos corrieran por los pasillos sin atender a sus clases on line. Tampoco. Ni porque la hubiera llamado la directora de la escuela para decirle que no comprendía que no estuviera atenta, que era la educación de sus hijos lo que estaba dejando a un lado. Simplemente, porque ya no tenía ni siquiera el momento de explayarse en la oficina con Encarnita. Tenía su gracia Encarnita. Rio. Le contaba unas cosas que la hacían poner colorada, y eso que ella no era ninguna mojigata, pero es que el marido de Encarnita debía de ser algo así como un toro.

Y ahora llamaban al telefonillo. ¿Pero quien podría ser si nadie andaba por la calle? Cerró el ordenador. Rodeada de sus tres criaturas, que como ella estaban ansiosas por escuchar una voz diferente, contestó al telefonillo.

—Doña Carmen González —le llegó una apresurada y cantarina voz.

—Sí. Soy yo.

—De Amazon. Un paquete para usted.

Pulsó la apertura del portal pensando en lo raro que era. Ella no recordaba tener ningún pedido pendiente. Pero claro, como lo único que podía hacer después de acostar a los niños era ver la televisión o comprar on line, no le cabía duda de que anoche, o quizá la noche anterior cuando miraba los suéteres tan baratos de unos grandes almacenes, hubiera adquirido uno.

Después de que se hubo marchado el joven que le subió el paquete, con la mascarilla puesta y unos guantes de los de la gasolinera, lo roció con agua con lejía, y empujándolo con el pie, lo dejó a un lado del recibidor.

Pasadas las dos horas y media que decían había que tener de seguridad, con otros guantes y otra mascarilla, y los niños, cualquier motivo era válido para dejar las clases, mirando desde la habitación de al lado, abrió la caja. Con esmero, y casi sin tocar los cartones de la sonriente boquita, los guardó en una bolsa de basura que dejó bien atada en el descansillo. No fuera a ser que quedara vivo algún bicho.

Por fin, con reparo, abrió el paquete. Era un ramo de rosas. Leyó la tarjeta y abrazada a las flores lloró. Ni en Reyes había recibido nunca un regalo como aquel. Paco, desde donde estuviera, se acordaba de ella y del día que se conocieron.

© Malena Teigeiro

Las trillizas

Liliana Delucchi

Las sillas del salón de la abuela eran altas. Tanto que nuestros pies no llegaban al suelo. Allí estábamos, mis hermanas y yo, aún vestidas de luto, sentadas una junto a la otra y con las manos enguantadas sobre la falda.

—Déjame a solas con mis nietas —ordenó a la tía Amanda.

Cuando la puerta se hubo cerrado, la anciana nos miró, se detuvo unos segundos en el rostro de esas tres niñas desoladas y temerosas ante la majestuosidad de una señora de negro a la que no habían visto en mucho tiempo.

—Es una buena mujer —dijo señalando con la cabeza el lugar por donde había salido su hija menor—, pero una idiota de la peor especie, con la misma incontinencia que la genialidad. Por eso seré yo quien se haga cargo de vuestra educación. ¿Lo entendéis?

Asentimos con la cabeza mientras ella estiraba un poco su vestido reacomodándose en el sillón. Antes de continuar, se demoró en un silencio que a nosotras nos dio miedo.

—Vuestra madre sí que era inteligente. Con un espíritu libre que ya hubiese querido tener yo, pero vivimos en épocas diferentes.

Haciendo uso de su bastón se puso de pie y caminó hasta el piano, cogió una foto en la que estábamos mis padres y nosotras, la besó y desde su considerable estatura, a pesar de sus años, hizo un amago de sonrisa.

—Vuestro padre también era inteligente. Y culto; con un sentido del humor sutil y perspicaz. Por eso ella se enamoró. No lo dudéis: se amaban profundamente.

La vimos avanzar hacia nosotras. Creo que todas teníamos ganas de llorar, de gritar, de pedir auxilio, pero no lo hicimos. Nos mantuvimos inmóviles y calladas, a la espera de que dictaminara nuestro destino. Un destino que ella dibujaría.

—Un internado no es opción. Allí envié a mis dos hijas y los resultados fueron nefastos, a pesar de la buena reputación del mismo —lanzó un suspiro al aire antes de continuar—, pero como aprenderéis a lo largo de vuestra vida, la reputación es una vana y engañosa impostura que muchas veces se gana sin mérito—, acercándose a una mesa baja, hizo sonar la campanilla.

Por fin pudimos bajar de los aparatosos tronos para acercarnos a la mesa a tomar el té. Las tres en silencio, escuchando lo que la anciana había planificado para un futuro que veíamos incierto.

—Tampoco tendréis institutrices. Ni vuestra madre y tía las tuvieron. Ellas, después del internado fueron a colegios, como lo haréis vosotras —cogió un scon y, mientras lo untaba con mermelada, nos guiñó un ojo—. Es deliciosa, me encanta la de naranja amarga, obra de Serena, la cocinera. Si tenéis alguna preferencia en cuanto a comidas, podéis pedírsela.

¿Decidir? ¿Podíamos decidir lo que queríamos comer? Después de lo vivido y escuchado hasta el momento nos parecía extraño. A través de los años descubriríamos cuán erradas estuvimos con aquella primera impresión de la tarde posterior al funeral.

Esa misma noche, cuando nos habíamos acostado en una habitación colorida y perfumada, todavía con la sensación de estar en un mundo extraño, se abrió la puerta y apareció la abuela. Después de preguntarnos si estábamos cómodas y a gusto, se sentó en una butaca y nos leyó un cuento. Adormilada, sentí su caricia, un beso en mi frente y las palabras que quedarían en mi memoria para siempre: «Mis queridas reinas magas, yo seré vuestro ángel custodio.»

Y lo fue. Cuidar de nosotras, de nuestro desarrollo intelectual y sensitivo, del bienestar físico de unas niñas temerosas y afligidas por su orfandad, había sido la promesa hecha ante el féretro de su hija. Lo cumplió. Nos dedicó el resto de su existencia, que creo estiró todo lo que pudo, para no dejarnos antes de estar preparadas para la vida.

A pesar de lo que dijo aquella aciaga tarde después del velorio, a la tía Amanda le permitió formar parte de nuestra niñez y adolescencia. Con ella íbamos a la peluquería, de compras y bailábamos en su salón los últimos ritmos que llegaban a esa casa que una vez nos pareció sombría y que se transformó en un jardín de rosas.

© Liliana Delucchi

Noche de Reyes

Marieta Alonso

Los Reyes Magos son mis amigos. Uno más que los otros dos. Baltasar es mi preferido. Tenemos el mismo color de piel. Por eso la carta va dirigida a él y se la entrego en mano a los pajes reales, que me preguntan si me he portado bien, si estudio, si no digo palabrotas. Con la cabeza asiento a las dos primeras y a la última digo no.

La lista de juguetes llena dos hojas, más vale pedir mucho que poco. De todo lo que pido ellos van a elegir uno, eso me lo contó mi padre, y desde entonces, para que no se equivoquen repito unas diez veces lo que en verdad quiero que me traigan, lo que más me gustaría tener. Unas veces se enteran, otras se despistan.

Tampoco falto a la Cabalgata que se hace en el pueblo y Baltasar me mira con cariño, sonríe de oreja a oreja y me tira caramelos. Se parece un poquito a mi padre que nunca puede acompañarnos porque trabaja en dos lugares. A lo mejor, dice mi madre, Baltasar nació en África como nosotros.

La tarde de Reyes anunciaba lluvia y mamá decidió llevar su paraguas amarillo, el que tiene una varilla rota. Me dijo que lo abriera y lo pusiera del revés. Recogí caramelos para todo el año. Llegamos a casa empapados porque lo que servía para no mojarnos se utilizó para otra cosa. Lástima que no llueva todos los años.

Nada más llegar a casa, tomo de prisa la sopa que no me gusta, dos albóndigas que quedaron de esta mañana y un vaso de leche. Mi mamá me ayuda a poner pienso y agua para los camellos; una cafetera hasta los bordes de café bien fuerte, tres tazas y tres trocitos de bizcochos para que los Reyes Magos espabilen y no se equivoquen con los regalos. Voy corriendo hacia la cama, me tapo hasta la cabeza y al minuto estoy dormido.

A los Reyes les gustó el bizcocho. No quedó nada. Todito se lo comieron. Esta vez me trajeron lo que quería y un juguete más. Este nuevo año me portaré mejor que nunca, porque estoy seguro de que anoche oí el gruñido del camello de Baltasar en mi oreja, y también sentí un beso que me dio mi rey favorito en la frente.

Mi madre dice que lo que uno cree es la pura verdad.

© Marieta Alonso

Publicado en: Arte

Velas

15 noviembre, 2022 por Akelarre 3 comentarios

Velas nuevo akelarre literario

Las velas

Han pasado muchos años desde que se encendió la primera llama sobre una vela. Su uso se remonta a tiempos antiguos donde no solo era útil para alumbrar los espacios, sino que tenía un significado simbólico. A pesar del tiempo y de las múltiples tecnologías, ha perdurado.

Cuenta la historia que fueron inventadas entre los siglos XIII y XIV a.C. por los egipcios, quienes las hacían con ramas embarradas con sebo de bueyes o corderos. Pero las velas tal y como las conocemos ahora comenzaron a fabricarse en la Edad Media, con sebo y cera de abeja.

Estas candelas han despertado la imaginación de nuestras escritoras, dando lugar a relatos en los que una mujer honra a su marido muerto; abuela y nieta se unen para celebrar su mutuo amor; una joven tiene un regreso desafortunado o la organización de una fiesta da un giro imprevisto. Esperamos que los disfrutéis.

Inoportuna llamada

Cristina Vázquez

El día de Todos los Santos

Malena Teigeiro

La fiesta

Liliana Delucchi

Deben ser los genes

Marieta Alonso

Inoportuna llamada

Cristina Vázquez

El vuelo fue largo y turbulento. Es imposible atravesar Los Andes, América de lado a lado y el Atlántico sin que Eolo y todas las furias que deben acompañarle, te permitan reposar durante las largas horas del viaje. Isabel reflexionó sobre su curso para perder el miedo al avión. No creía que hubiera sido capaz de venir sola desde Santiago de Chile a Madrid sino lo hubiera hecho, aunque tuviera la ayuda proporcionada por los tranquilizantes y los gin tonics que se atizó. Pero cualquier ayuda es poca cuando una se enfrenta sola al pánico. Incluso, consiguió aplicar las pautas aprendidas consistentes en que cuando el avión entraba en turbulencias, era como conducir un coche por un firme mal empedrado. Y la otra era que no estaba suspendida en el vacío, no, estaba sostenida en un soporte fluido.

El momento en que el comandante anunció la aproximación a Madrid, en un cielo encelado de borrones negros y brochazos naranjas, pese a los meneos del descenso, algo en ella se expandió como un globo aerostático ante la esperanza de tocar tierra. Este sentimiento la impulsó a tener fe y confiar en que la llegada a casa de sus tíos fuera el comienzo de su nueva vida. Su frase preferida de los últimos tiempos era “he puesto el contador a cero.” Y mientras trataba de bajar el equipaje de mano, la realidad de ese cero le hizo sentir un repeluco por la espalda.

Venía sin un duro, un poco triste porque su amante chileno, Ernesto, había tenido una malhadada caída del caballo y decidió volver con la legítima que era enfermera para que le cuidara. Además, el curso para el que fue contratada por la Universidad Católica de Santiago para dar micología comparada entre los hemisferios norte y sur, resultó peor pagado de lo convenido y una inundación en su piso terminó de arruinarla.

Estaba convencida de haber comunicado a los tíos su llegada, pero de repente, dudó si había concretado la fecha. Mientras recogía el equipaje les llamó por teléfono sin obtener respuesta. No pasaba nada, estarían desconectados o a lo mejor en la casa del Escorial con mala cobertura. Era temprano y quizás estuvieran dormidos. Esperó un rato tomándose un desayuno de café doble que la entonara y decidió ir a casa de ellos.

Ya en el portal volvió a llamar por teléfono sin obtener respuesta. Pulsó el cuarto C, el piso de sus tíos, y sin que preguntaran quién era le abrieron, lo que le pareció extraño e imprudente. La mañana ya estaba mediada y empezaba a hacer un calor para el que su ropa invernal resultaba insufrible. Menos mal que el equipaje era escaso, pensaba arrastrando su saco dentro del ascensor. Se sorprendió al ver que la puerta estaba entornada y la empujó con timidez. Nadie la recibió. Susurró el nombre de su tía Encarna con cierto apuro, cuando vio que se dirigía hacia ella una mujer entrada en años y carnes que la besaba llorosa en ambas mejillas, le daba las gracias por venir de tan lejos, afirmó señalando el bolso de viaje y la instó a que pasara al salón.

Se quitó la cazadora de cuero y se quedó con los vaqueros y la sudadera azul eléctrico con unas siglas pintadas. No reconoció la decoración, todo le resultaba ajeno y diferente. Al entrar en el salón un coro de miradas oscuras se volvieron hacia ella.

—Hola —atinó a decir— vengo a ver a mi tío Paco.

—Pues ahí lo tienes —contestó una decidida mujer señalando con el pulgar hacia el comedor.

Se desplazó sorprendida a la habitación señalada donde lo primero que vio a través del pasillo fue un resplandor de velas impropio del lugar y la hora. Con paso silencioso y precavido asomó la cara por el dintel y lo que se encontró fue un catafalco en el lugar de la mesa de comer, rodeado de cirios y velas. Espantada, dio un paso atrás. Una de las mujeres enlutadas que llevaban y traían bebidas y algo para sostener la pena, la empujó con firmeza para que volviera a entrar y rezara un poco por el pobre Paco.

—¿Paco? —repitió Isabel aturdida—. No me había enterado de su muerte.

Se apoyó en la pared y con los ojos empañados preguntó dónde estaba su tía Encarna.

—¿Encarna? —le respondió la mujer que sostenía con destreza una bandejita—. No sé quién es. Paco era soltero.

Se fue de la casa a toda prisa y al llegar al portal preguntó al portero por sus tíos. Hacía mucho que se habían traslado al cuarto D, afirmó sabihondo, más amplio, mejores vistas, pero estaban de crucero.

—La verdad —cabeceó pensativo—, que doña Encarna y don Francisco últimamente no paran.

© Cristina Vázquez

El día de Todos los Santos

Malena Teigeiro

Lo primero, poned más velas, razonó mi abuela sin tener en cuenta que en el altarcillo ya no cabía una más. Ella creía que haciendo aquello llamaba poderosamente la atención de los del Mas Allá. Sin embargo, mi tía abuela, su hermana, siempre crítica o quizá un poco envidiosilla del marido de la otra, entre suspiros y miradas a techo, decía que su cuñado había sido el hombre más bueno y cabal que había conocido. Luego, con un brillo especial en la mirada, añadía: fijaos si sería bueno, que hasta tuvo la delicadeza de irse antes de ponerle los cuernos a mi hermana. Luego, acababa rezongando que como se pusiera una vela más, iba a haber un incendio y no precisamente en el infierno.

Todo aquello venía porque era día de Todos los Santos, es decir, el Día de Difuntos. Y en esa fecha mi abuela, como todos los años, además de ir al cementerio a dejar un gran ramo de flores y de llorar una hora delante del hermoso y tétrico panteón familiar, encima de la mesa del comedor montaba un altar con la esperanza de que su difunto esposo viniera a visitarla. En él, alrededor de un gran retrato de su marido, el abuelo Paco, colocaba flores, una caja de cervezas y cuencos con taquitos de queso y jamón, su aperitivo favorito. Ponía también las fotos de todos nosotros. Ella decía que, como cuando se fue, y se persignaba con un pequeño rezo, sus hijos apenas eran unos niños, y claro, tampoco había nacido ningún nieto, no fuera a ser que al ver una familia tan grande, pensara que esta —aquí siempre daba pataditas en el suelo con la punta del zapato— no era su casa y pasara de largo.

Cuando ellos contrajeron matrimonio, según decían, Paco tenía una gran fortuna, y mi abuela, de familia pobre, pero de gran belleza, también tuvo la fortuna de que la viera y se enamorara de ella. Según contaban todos, aunque duró poco fue un matrimonio muy feliz. Ella no tenía ningún reparo ni pereza a la hora de obsequiarlo con cualquier capricho que él pudiera tener, por ejemplo, cuidando con esmero sus comidas, pues al decir de todos, Paco era hombre comilón. Le gustaba sentarse a la mesa y disfrutar con una buena carne y un buen vino rodeado de sus amigos. Y sin duda fue eso lo que lo llevó a la tumba. Sí. Le dio un infarto mientras degustaba un cordero asado, rodeado de cebollas, patatas y pimientos fritos. Según él, lo indigesto de aquellas comidas era la grasa que, decía, él aniquilaba con unas hojas de verdísima lechuga.

Al parecer, en eso de la lechuga no llevaba razón, porque su fallecimiento sucedió justo después de haberle dado a su fiel Raimunda cuatro hijos. Y digo justo, porque mientras mi abuela daba a luz, Paco y sus amigos, se hallaban en la taberna celebrando el nacimiento de mi tío Pepito con un asado de chancho.

A partir de entonces, la abuela Raimunda colocaba aquel altar todos los años, varios días antes del Día de Difuntos. Cada vez era más grande, con más comida y más velas. Y en tanto el altarcito estaba en la casa, ella a diario cambiaba los alimentos, a diario rellenaba los vasos de vino, y al llegar el dos de noviembre, desde bien temprano se sentaba delante del altar. Llorosa, hipaba y rezongaba: Paco, por favor, aunque solo sea una vez, vuelve y dame el abrazo que tu muerte impidió. Ese abrazo de felicitación por nuestro hijo que a mí tanto me gustaba. Ese que a la vez que me apretabas contra tu pecho, me besabas y me mordías la oreja susurrándome palabras de amor. Y de paso, sóplame al oído donde guardaste aquellos doblones de oro que me regalaste cuando nos casamos y que decías eran por si en algún momento tenía yo una necesidad. Y no es que la tenga, que me arreglo bien, pero, por si acaso, ¿no crees que debería conocer el escondite?

© Malena Teigeiro

La fiesta

Liliana Delucchi

—¿Dónde está el muerto?

Si esperaba que mi vecina agradeciera las molestias que me había tomado para decorar el jardín con velas y flores, estaba equivocada. A veces cometo el error de creer que la gente es más amable de lo que su naturaleza le permite. Sin embargo, he de confesar que la fiesta que habíamos urdido (sí, la palabra es urdido) no era más que un complot para quitarnos de encima a Victoria.

Había llegado a la urbanización con su primer marido del que estaba a punto de separarse, mejor dicho, él la iba a abandonar por otra. Cosa que cuando la conocimos y vimos el trato que le daba a ese pobre hombre, no nos sorprendió: hambriento de afecto había agotado sus reservas de cortesía y recurrido a brazos más cálidos. La ausencia de un varón en su vida hizo que ella se acercara a nosotras.

La vida en esta pequeña comunidad de vecinos era apacible, sin demasiados contratiempos ni dramas apocalípticos. Organizábamos reuniones en invierno y fiestas de jardín en verano, en las que el tono general era la cordialidad, esa sana diversión de gente educada que solo quiere pasar un buen rato. Hasta que apareció ella.

Llegaba contoneándose y alzando la voz para contrarrestar su baja estatura en un alarde de llamar la atención. Las demás le sonreíamos, obviando sus comentarios a veces agresivos, como lo de preguntar dónde estaba el muerto. Esa gracia se debió a las velas que habíamos colgado de los árboles.

Tuvimos unos pocos años de tranquilidad cuando consiguió su segundo marido, durante los cuales, como tortolitos, se refugiaron en su casa y no asistían a los eventos. Hasta que el susodicho conoció a otra y, al igual que el primero, partió sin ella.

Desde entonces, aparecía por sorpresa en cualquiera de nuestras casas, se auto-invitaba a comer, cenar o lo que se terciara, hasta intentó incluirse en nuestro club de lectura, aunque allí se encontró con la excusa del numerus clausus.

—Tenemos que encontrarle un novio. Alguno de vuestros maridos tendrá un amigo, conocido, compañero de trabajo. Lo que sea —dijo Carlota.

—Es verdad —contesté—. En cuanto huela testosterona, se encerrará y nos dejará en paz.

Ese fue el origen de la fiesta con velas. Aquella a la que le faltaba el muerto. O quizás, no. El finado sería ese pobre hombre al que ella eligiera, porque moriría, sí, pero de aburrimiento, antes de huir como de la peste.

La víctima se llamaba Fermín. Antiguo compañero de colegio de mi marido de visita en nuestro país para ver a su familia. Desde hacía años su trabajo de arqueólogo lo trasladaba de una excavación a otra en diferentes lugares del mundo.

—¡Genial! —casi gritó Carlota—. Se la llevará lejos.

Pero las cosas no salieron según lo previsto. Fermín, demasiado sensible como para soportar la vulgaridad de Victoria, prefirió el refinamiento de Agustina. Profesora de historia, tímida y de modales contenidos, era de esas personas que escuchan, aprenden y cuyos silencios, más que hacer pensar a su interlocutor que está aburrida, lo convence de una inteligencia madura y receptiva.

No se separaron en toda la noche. Desde lejos, nosotras, las urdidoras del complot, esperábamos que en cualquier momento se dispararan fuegos artificiales. No fue así, ambos eran demasiado discretos, pero cualquier buen observador se daba cuenta de la magia que los envolvía.

Y la come-hombres, indignada por no ser la elegida, ella, una hembra alfa abatida por una insulsa con poco pecho, se marchó con sus pasos cortos y la melena al viento.

No sabemos cuánto durará su ausencia, pero algo es algo.

En realidad, visto a la distancia, la fiesta fue un éxito, aunque no hubiera un muerto. Habíamos emparejado a dos seres encantadores y alejado, al menos por un tiempo, a otro tóxico.

© Liliana Delucchi

Deben ser los genes

Marieta Alonso

Mi nieta es mi vivo retrato. Cuando mi hija, los jueves por la tarde, me llama y me pregunta: ¿Qué piensas hacer el fin de semana?, me entra un cosquilleo por todo el cuerpo, es un síntoma inequívoco de que se quiere ir a la montaña y me trae a la niña.

Manuela va a cumplir seis años. Este año comienza primero de primaria y está muy ilusionada. Al llegar va corriendo a mi dormitorio y todos los collares, pulseras, sortijas… que encuentra en mi tocador se los coloca. Le gustan las gangarrias, como a mí. Y sale como burro en feria tintineando por toda la casa. Se sienta en la mecedora del cuarto de estar y me pregunta qué estoy tejiendo. Una bufanda, le respondo.

−¿Para mí?

−Sí, si la quieres.

−¡Mola!

Esta noche iremos a un restaurante de lujo a cenar: el comedor de mi casa. Entre las dos sacamos del arcón la mantelería de Lagartera, la vajilla de Sargadelos, la cubertería de plata y el candelabro regalo de bodas. Presidimos la mesa, una enfrente de la otra, encendemos las velas, es mucho más misterioso que con la luz eléctrica y entre sombras charlamos sobre los grandes acontecimientos acaecidos durante la semana. Que si su amiga Leonor no le prestó su estuche de manicura, que si Nicolás ya no es su novio, que si Jorge tiró de su trenza y la hizo caer…

Y así nos vamos tomando el puré blanco de calabacín, saboreamos las croquetas hechas con lo que sobró del cocido y el postre de flan de huevo y leche condensada.

Apagamos las velas para volver a la realidad. Ya no somos las dueñas de la casa, somos las asistentas que recogen la mesa y friegan los cacharros. Y cuando la cocina está ordenada, nos sentamos en el columpio del portal y nos mecemos como si estuviésemos en un avión a punto de despegar. Nos vamos a París y allí conocemos a un señor de unos cincuenta años que me invitará a navegar por el Sena y a su nieto, un joven encantador que llevará a Manuela al ballet y por vez primera sabrá que además de El Lago de los Cisnes hay muchos otros, como...

−¡Buenas noches!

Así rompió el vecino de enfrente el hermoso sueño en que estábamos inmersas. Hora de irse a dormir.

Ya bien arropadita la niña me toma las manos y susurra:

—¡Abrázame, abu, apriétame fuerte! ¡Estoy tan a gustito contigo!

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

Cometas

15 octubre, 2022 por Akelarre 6 comentarios

Relatos cortos cometas

Cometas en el aire

Una cometa es una máquina voladora formada por una estructura plana o tridimensional construida de un material muy ligero y recubierta de una tela o papel. El conjunto se amarra a uno o a varios hilos y, al ser soltada, se mantiene en el aire por la acción del viento.

Aunque su origen es incierto, se supone que la inventaron en la antigua china y que alrededor del año 1200 a.C. se utilizaban como dispositivo de señalización militar.

La foto que ha inspirado los cuentos de este mes, corresponde a la celebración que se lleva a cabo en la playa de La Concha, en la isla de Fuerteventura. Son relatos que van desde el cambio que producen las cometas en la imaginación de un niño, un hombre que reencuentra su infancia, una mujer que se reconcilia con su pasado o alguien con ansias de volar.

El perdón

Cristina Vázquez

La cometa de seda china

Malena Teigeiro

El viaje

Liliana Delucchi

Cuando sea mayor

Marieta Alonso

El perdón

Cristina Vázquez

Vituperar, esa fue la palabra que salió de la boca de su madre. Una palabra que había oído a su tía hacía tiempo y que ese sábado, a Elena, mientras miraba la cometa, le revoloteó en su cabeza igual que una paloma malherida.

Al hablar del concurso de cometas, solo tenía el recuerdo infantil que se acomodaba en un verano lejano. El único que fue con su madre al pueblo. Lo que rememoraba con claridad era la cara desencajada de esta cuando la agarró casi con violencia de una mano.

—Esta misma noche tú y yo nos largamos de este pueblo de miseria —soltó enrabietada.

La niña sintió una sacudida electrizante en el brazo que la asustó.

—Nunca debí volver —oyó sollozar a su madre esa noche insomne.

Vivían en una ciudad pequeña del sur de Francia con su padre, un notario respetable y corpulento. Hablaban entre ellos mezclando el español y el francés con la soltura de un idioma común, casi secreto. En agosto se llenaba de veraneantes para en invierno quedarse un tanto vacía, pero a Elena no le importaba retomar el ritmo apacible, protegerse de la lluvia bajo los soportales al volver de la escuela y ver desde la ventana de su cuarto las luces de los pesqueros en el puerto.

—Eres igual de tranquila que tu padre.

Esta frase la repetía su madre después de que él se hubiera ausentado de la mesa. Al hacerlo recordaba la pesadez de un animal prehistórico un poco adormilado, pero en su cara mofletuda y amable siempre despuntaba una sonrisa. Elena sentía que su padre levantaba a su alrededor una especie de aire protector hacia ella que la llenaba de seguridad y de una ternura cabal. Al pasar a su lado siempre le acariciaba la cabeza y susurraba ma belle petite.

Notaba hiriente la mirada de la madre y un gesto de inquietud se insinuaba en su cara, muy leve, casi imperceptible, pero Elena lo reconocía y dudaba detrás del tazón de chocolate si iba dirigido a ella o a su padre. Sabía que su madre se tuvo que ir a Francia porque en el pueblo no quería ni podía quedarse, le contó una vez la tía Paula que vino de visita.

—Fue muy lista y valiente, pero es que…—le contestó al tratar de saber por qué se había marchado de España.

—¿Por qué? —insistió la niña.

Por qué, por qué. Era demasiado curiosa, le dio un toque con el dedo en la mejilla, pero ya tenía edad para saberlo. Las cosas se complicaron en el pueblo y ese hombre, maldito sea, era demasiado poderoso. Se echó hacia atrás en el sillón en el que estaba sentada. Y malvado también. Casi mata a su madre porque no se quiso ir con él y encima, la vituperaron los charlatanes. Y ella se vino a trabajar aquí, continuó satisfecha, conoció a mesié Segú o Seguí o como se diga y se quedó tan contenta y hecha una señorona.

—Él es una bella persona —terminó señalando a un indefinido lugar.

Los pasos contundentes que se oían al acercarse su padre siempre ponían a la madre en una situación de alerta, como si temiera algo. Con el tiempo comprendió que era una especie de temor a sí misma, igual que si creyera que la presencia pacífica y silenciosa de ese hombre pudiera evaporarse y surgir otra realidad que solo ella sabía.

Los sábados por la mañana el padre la llevaba a la playa o a un campo cercano a volar cometas, muchas de ellas fabricadas por él mismo en la buhardilla de su casa donde había montado un taller de oficios, como él lo llamaba. A ella le gustaba mirarle cuando encolaba telas o papeles sobre estructuras ligeras de madera y, poco a poco, fue aprendiendo también a hacerlas. La madre subía a veces y recordaba en rudo francés que en su pueblo hacían un concurso de cometas en verano.

—¡Como a veces hacía tanto viento! —aseguraba soñadora y una dulzura inusual bañaba su rostro.

Parecía más joven, más hermosa, cuando hablaba de esas cometas. Algún año el cielo casi desaparecía con los colores. Era la cosa más bonita que había visto nunca.

—¿Por qué no vamos? —preguntó Elena.

Era la mañana de un lluvioso sábado en que los tres se encontraban alrededor de la cometa en forma de paloma que el padre estaba acabando. Se miraron por encima de ella y, en un tono de forzada broma, él aseguró que sería muy buena idea que la pudiera hacer volar el verano siguiente en el pueblo de su madre. La mujer se puso tensa.

—No tiene ninguna gracia —aseguró—. No pienso volver.

—No era una gracia, es una oportunidad de perdón. ¿No crees que ya va siendo tiempo? —remató con dulzura mientras clavaba una grapa en el bastidor.

—Pero me volverán a vituperar —aclaró en español, casi con lágrimas en los ojos.

—Mais non, Elena la hará volar más alta que ninguna. ¿Verdad ma petite?

© Cristina Vázquez

La cometa de seda china

Malena Teigeiro

Después de llegar de un largo viaje a China, el padre de Pedro sacó de la maleta despacio, casi como un prestidigitador, uno a uno, los regalos comprados en el lejano país. Eran un mantón bordado que le regaló a su madre, una caja de pinturas de geisha para Lola, su hermana, y una cometa para él. Su regalo venía dentro de una larga y estrecha caja de madera lacada en negro recamada con incrustaciones de nácar. Le dijo que la adquirió en un anticuario chino. Al tiempo que se la entregaba, le contó que al hombre le colgaba sobre la espalda una raquítica trenza. Mientras él admiraba el estuche de la cometa, el chino le dijo que la había recogido entre los escombros de un antiguo palacio de Pekín. Y que después de haberla estudiado mucho, llegó a la conclusión de que había pertenecido a un sobrino de la poderosa emperatriz Cixí. La cometa tenía forma de mariposa. A modo de timón entre las alas de seda de colores, arrastraba una larga cola de lacitos azules. A él le sorprendió que el cordel de la bobina fuera hecho con hilo de oro. Al menos a él así se lo pareció. Le dijo también que los adornos que lucía en las alas eran láminas de pan de oro, y que tuviera cuidado de no volarla muy alto, ni a las horas de mucho sol, porque aquellas finísimas laminitas se podrían fundir.

Nervioso, Pedro, que quería verla en todo su esplendor, extendió la cometa sobre la mesa. Y fue entonces cuando su madre, siempre tan práctica, quiso hacer con ella una lámpara. Él se negó.

Al día siguiente bajó a la playa al atardecer. Iba con su padre y juntos la hicieron volar. Se sorprendieron de lo rápido que se elevó. Parecía una mariposa con vida propia y con deseos de escapar. A partir de esa tarde, y mientras duró el veraneo, padre e hijo bajaban a volarla con la brisa del ocaso, a esa hora en que el sol, ya más frío, no podía hacer daño a los adornos de oro.

Desde la primera tarde, se les acercó Beatriz, la hija del director del banco de la ciudad. Ella y su familia vivían todo el año en la playa, en una casa vecina a la suya. Era una niña morena, de trencitas delgadas y pestañas negras y largas que daban sombra a sus achinados ojos azules. Corría detrás de Pedro y su cometa y su risa se unía a la del chico. A veces incluso lo hacían cogidos de la mano. Una tarde su padre colocó la bobina de hilo entre los dedos de Beatriz. La niña corrió por la arena y ellos lo hicieron detrás. Iban asustados, pues parecía que de un momento a otro la cría fuera a elevar el vuelo detrás de aquella enorme mariposa de seda de colores.

Poco a poco pasó el verano y cuando una mañana ventosa iban a salir hacia la ciudad, Pedro decidió dejar la cometa guardada en la casa de Beatriz. En Madrid no tenía un espacio donde volarla y era posible que su madre no pudiera soportar la tentación de hacer la famosa lámpara de la que no dejaba de hablar. La niña, con los ojos brillantes y las mejillas rojas, apretó la caja contra su pecho como si fuera su más preciado muñeco.

—Yo te la cuidaré siempre —su voz parecía que fuera a caer en un emocionado llanto.

Sin embargo, en aquel viaje de vuelta no todo sucedió como se esperaba. Casi llegando a Madrid, un autobús se echó encima del pequeño coche. Fallecieron los padres. Pedro y su hermana se quedaron a vivir con sus abuelos, que lo primero que hicieron fue vender la casa de la playa. Nunca, decía su llorosa abuela, nunca volvería a circular por esa carretera.

Pasaron los años sin que Pedro olvidara su cometa de seda. Y cuando tiempo después volvió a aquella playa y se acercó a la casa de Beatriz, se encontró que en ella vivía otra familia. A don Jorge, hacía años que lo trasladaron de plaza, le comunicó el nuevo director del banco.

Desde que se independizó, Pedro todos los años volvía a pasar algunos días en aquella playa. Y todos los atardeceres, paseaba por la arena con la mirada fija en el cielo. Era un mero acto de romanticismo, le confesó una tarde a Marcela, su coqueta y presumida novia. Tenía el presentimiento de que iba a recuperar su cometa, le susurraba muy seguro de lo que decía. Y ella, que deseaba veranear en alguna playa de moda, poco tardó en dejarlo, cosa que a él pareció no importarle demasiado.

Una de esas vacaciones, paseando al atardecer por la arena la vio. A lo lejos una joven sostenía el hilo de oro de la mariposa de seda. Cerró los ojos y como cuando era niño, revivió las tardes en las que, junto con su padre, corría detrás de la cometa. Es la tuya, le decía inquieto su corazón que palpitaba con tanta fuerza que creyó que iba a salírsele del pecho. Si esa era su cometa, Beatriz tenía que estar allí.

Cuando llegó a su lado, la joven alargó la mano para entregarle la bobina de hilo de oro. Con ella entre los dedos, sintió que un rayo le recorría la espalda. Miró al cielo. Detrás de las alas de colores le sonreía su padre. Cerró los ojos y se desplomó sobre la arena.

© Malena Teigeiro

El viaje

Liliana Delucchi

El día que encontré a Anastasio en la playa tumbado boca arriba, el aire estaba limpio y corría la brisa de principios de septiembre. Levanté la mirada y pude ver algunas cometas bajo las nubes. Como a él le habría gustado.

La noche anterior hizo mucho calor. Pese a la oscuridad, se intuía un cielo amenazador y el bochorno presagiaba la tormenta que no tardó en descargar una lluvia torrencial. Alrededor de medianoche, cuando estaba leyendo, oí unos ladridos que venían de la terraza. ¡Imbécil de mí! Tom se había quedado fuera.

Abrí el ventanal para que entrara, pero no lo hizo. En vez de eso, se dirigió hacia la baranda, bajó los escalones hasta el jardín y me condujo a los pies de la higuera. Yo estaba empapado y mi perro también, pero aún más mi vecino.

—¡Por el amor de Dios, Anastasio! ¿Qué haces aquí?

Por toda respuesta, el hombre se escondió entre las matas que rodeaban el árbol.

Al acercarme intenté moverlo para ver si estaba herido. Pensé llamar a emergencias, pero había dejado mi móvil en el salón y mi fiel can no era de especial ayuda. Lamía la cara del hombre mientras escarbaba la tierra de su alrededor.

No tengo una constitución fuerte, más bien soy canijo, pero me he dado cuenta de que ante situaciones difíciles el ser humano saca fuerzas de donde no las tiene. Todavía me veo cargando los casi noventa kilos de Anastasio a través del jardín hasta depositarlo sobre la tumbona de la terraza. Lo examiné para determinar si estaba herido. No. Solo roñoso y mojado. Limpié su cuerpo lo mejor que pude con una toalla húmeda y le cambié la ropa. Mi hermano, quien tiene más o menos su misma talla, había dejado un chándal de deporte con el que yo intentaba vestir a mi vecino.

—¡Ayúdame un poco, hombre! —decía mientras forcejeaba para ponerle los pantalones.

Me hizo caso y levantó una pierna. En ese momento vi una triste sonrisa en su rostro y pude escuchar un leve «gracias».

—Esta mañana vi cometas en la playa —dijo.

Yo no era capaz de comprender el significado de esas palabras, pero no era momento de insistir. Ya hablaría si ése era su deseo.

—Necesitas algo fuerte. Vuelvo ahora mismo.

Me dirigí a la cocina a preparar un poco de café, aunque pensándolo mejor, lo cambié por un whisky. Lo bebió de un trago.

Para ese momento, Tom había subido a la tumbona y restregaba sus pelos mojados contra el chándal seco. Mi cachorro no me ayudaba. Pensé ordenarle que bajase, pero al ver a mi vecino acariciándolo, no lo hice.

No recuerdo cuánto tiempo permanecimos a resguardo de esa tormenta. En silencio. Anastasio y el can en la tumbona, yo en una silla, mirándolos, a la espera de una explicación.

—Me hubiera gustado volar con ellas. Con las cometas —dijo incorporándose y extendiéndome el vaso. Lo rellené con un poco más de whisky.

—Siempre me gustó volar —continuó mientras hundía sus dedos en la pelambre del perro—. A Lucía también le gustaba. Tanto —rió sarcástico— que me dejó por un piloto.

—¿Lucía se ha marchado?

—Esta tarde.

—Lo siento.

—No tanto como yo —volvió a reír. Pero esta vez sin sarcasmo, aunque su voz tenía el eco del alcohol.

—En casa no tomamos, así que no hay bebidas. ¿Me puedo llevar esta botella?

—Me parece imprudente, sobre todo si no estás acostumbrado.

—Sé que no lo dices por tacañería, pero una buena borrachera ayuda a dormir. Y yo lo necesito esta noche.

Mientras lo acompañaba hasta su casa, pensé que no me había dicho qué hacía en mi jardín, pero no era momento de preguntárselo. Lo haría al día siguiente, cuando fuera a ver cómo estaba.

Y lo vi. Pero no en su casa porque no estaba, sino en la playa. Tumbado en la arena boca arriba, con un frasco de barbitúricos en la mano y los ojos abiertos. Parecía contemplar las cometas.

Buen viaje, querido amigo.

© Liliana Delucchi

Cuando sea mayor

Marieta Alonso

A la hora de comer mi padre dijo:

—Si queréis podemos ir a…

No le dejé terminar la frase. Fui corriendo a buscar mis cometas.

Mi madre pensó en quedarse. Después de recoger la mesa y fregar se pondría a leer. A descansar de nosotros. Pero su afán de enseñarnos pudo con ella.

Se supone que la cometa nació en China hace más de dos mil quinientos años, dijo como si fuera una confesión. Y solo con eso mi padre buscó esparadrapo, cortó unos cachitos, nos los colocó en las comisuras de los ojos y de repente éramos una familia de ojos rasgados.

¿Y cuál fue su origen?, habló la que manda en casa. El que no gobierna me dio un codazo para que le sacara del apuro y comencé a inventarme un cuento:

Érase una vez un campesino chino que trabajaba en los campos de arroz de sol a sol cuando de pronto vio con horror que el viento se llevaba su sombrero de bambú hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba. Hasta que en vez de un sombrero parecía la vela de un navío o un pájaro que emigraba en busca de una vida mejor, como nosotros, o tal vez una serpiente voladora. 

—¡Venga! ¡Iros a la playa! ¡Se hace tarde! —aconsejaron los abuelos.

Como mi papá sabe hacer de todo, tengo cometas de dos, tres y hasta de cuatro hilos, también hizo un carrete para manejarlos. Los tengo de muchas formas y colores. Aquí, en mi colegio de Torrevieja, las llaman cometas, pero en Cuba eran papalotes. Hoy, mi héroe, me ha hecho una pequeña con papel doblado y me ha dicho que a estas en cubano las llaman chiringas. Me gustó ese nombre.

También sé por mi mamá que los romanos las emplearon como estandartes y servía a los arqueros para conocer la dirección del viento. A Benjamín Franklin les gustaba como a mí, jugar con ellas, y jugando inventó el pararrayos. Lástima que ya estén inventados el paracaídas y el parapente, que tienen influencia de este juego. Podía haberlos hecho yo si no hubiese nacido demasiado tarde. Hasta Goya, un pintor español muy famoso, tiene un cuadro llamado «La cometa».

La abuela ha prometido comprarme un libro de Julio Verne, uno titulado: «Dos años de vacaciones». Este escritor hace volar a uno de sus personajes agarrado a un papalote para explorar una isla. El abuelo me cuenta en secreto que en realidad es la isla Hanover en Chile, aunque el autor la llamó de otra manera para darle mayor misterio.

Hasta ayer quise ser un famoso científico o un arriesgado bombero, pero a partir de hoy, como me gustan tanto las palabras, de aquí y de allá, puede que emule a ese francés escribiendo sobre el vuelo de mis cometas.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

Cottage

15 septiembre, 2022 por Akelarre 3 comentarios

historias inspiradas en un cottage

Cottage

El origen de las maravillosas casas de estilo cottage se remonta muy atrás en el tiempo, cuando las comunidades agrícolas le dieron vida a la campiña inglesa.

Fue a finales del siglo XIX, en plena época victoriana, cuando los arquitectos retomaron las bases de las antiguas tradiciones de la construcción. Volvió a popularizarse este estilo tan rico conocido como old english, y que tiene como icono el magnífico cottage.

Las historias de este mes transcurren entre los muros de estas idílicas construcciones. En una regresan personajes que la habitaron años atrás; las experiencias de una adolescente que descubre un mundo nuevo; la generosidad de una joven heredera o el desconcierto de una mujer ante la sabiduría de su joven empleado.

Los happy sesenta

Cristina Vázquez

El huerto de hortalizas

Malena Teigeiro

Claroscuros

Liliana Delucchi

Don erre que erre

Marieta Alonso

Los happy sesenta

Cristina Vázquez

No era su primera vez en Inglaterra durante el verano, pero sí la primera en una familia. Sus padres decidieron enviarla a casa de unos amigos de otros amigos que tenían una hija de la misma edad. Mariana miraba por la ventanilla la cercanía del aeropuerto con una mezcla de emoción e inquietud. ¿La reconocerían?, les había enviado una foto suya.

Estuvo un buen rato esperando después de recoger su maleta, hasta que al fin vio a un señora alta y un poco gorda con una chica pálida francamente obesa, que miraban a todos lados. Se acercó a ellas y dijo quién era. Grandes disculpas y alegría, como en la foto, llevaba el pelo suelto y ahora lo tenía recogido en una trenza, no la reconocieron. So, so sorry.

Brillante pensó, brillante deducción, pero le cayeron bien. Eran parlanchinas y sonrientes. Se quedó extrañada de la blancura rosada del cutís de su futura amiga, Lavinia, y de la blanda carnosidad de los muslos que lucía despreocupada. Mariana no había visto en Madrid una minifalda tan corta y que no levantara ninguna mirada atrevida o salaz. Comprobó que esa iba a ser la medida habitual de las minifaldas inglesas en esos años de finales de los sesenta. Mary Quant y Twigy a la cabeza.

Llegaron a la casa de cuatro plantas en la elegante Sloane Square y les recibió un primo que vivía de prestado en la buhardilla y la empleada española que se iba a las siete de la tarde. Desde que llegó, Carmen, así se llamaba, le advirtió de los peligros del primo, un fresco, ojo con él, por la noche ciérrate la puerta. La miró solidaria, esta gente no es como nosotros. Los ingleses son muy distintos y los hombres muy aprovechados. Cuando se sentó en la cama con dosel de florecitas que daba al minúsculo jardín trasero, a Mariana le invadió un regocijado temor. A lo mejor la libertad era eso.

La siguiente sorpresa fue la cena organizada al día siguiente con el novio de la madre —estaba divorciada y el padre iba por la tercera mujer— y unos amigos jóvenes delicadamente snobs de pelos lacios y estudios en Oxford. Después de cenar se fueron repartidos en distintos coches a la discoteca de moda. Tuvo plena conciencia de felicidad al verse esa noche de verano subida en un deportivo descapotable, deslizándose por calles semivacías con un encantador polaco emigrado del telón de acero y sin nadie que la esperara en casa o la fuera a reprochar el horario. En Madrid no podía llegar después de las diez, atemorizada por la mirada de su padre ante el que no cabían disculpas. I´m happy, very happy confesó al amable acompañante. ¡Qué bueno! le contestó en su precario español.

Esa noche quedó en su memoria como la primera conciencia que tuvo de felicidad y la atesoró para el resto de su vida. Su amiga no había llegado a casa y no apareció casi hasta la madrugada. Sorprendentemente, su madre la reconvino no por haber llegado tan tarde sino por haberla dejado sola, las españolas están acostumbradas a llevar chaperona. Tampoco era eso, le aseguró a Lavinia cuando al día siguiente le lo confesó, y se rieron iniciando así una amistad que duró muchos años.

Se empezó a instalar la rutina. Los jueves se iban al cottage que tenían en Hampshire, volvían los lunes; los martes daban una cena y hacían juegos, como pasarse una manzana de uno a otro sostenida solo por la barbilla del contrincante con el que te emparejaban por sorteo. El contrincante dedicado al rescate de la manzana tenía que ser alguien del sexo contrario, y por supuesto, no podía utilizar las manos. Muchas risas y mucho Pimm`s para los jóvenes. Mariana fue la primera vez que bebía algo de alcohol y bajó las escaleras con la certeza de que tenía alas en los pies. Su vida se debatía entre la excitación, el recelo y la sorpresa.

El polaco venía cada martes a la cena y ella pensó que iba a morir de amor por ese hombre dulce, tranquilo y que le aseguró que si a una chica de dieciséis años no la había besado aún, sería porque era muy fea o muy rara. Y Mariana deseó ser besada, inaugurar la vida con él. No fue así, pero él le escribió cuando se marchó asegurándole que las estrellas los unirían alguna vez.

A la semana siguiente recibió la inesperada llamada de su madre.

—Vamos a Londres por trabajo de tu padre y así os vemos a tus hermanos y a ti.

Llegaban al viernes siguiente. No se pudo ir al largo fin de semana en el cottage y se quedó en la casa bajo la admonitora mirada de la española, que permaneció esa noche para que no estuviera sola. Se entristeció por el cambio de planes y la inoportuna visita de sus padres. Esos largos fines de semana en el campo eran estupendos. El sitio era encantador, le gustaba el olor a hierba fresca, ir a recoger fresas, dar largos paseos a caballo y reunirse con amigos que vivían cerca. A veces venía la hermana mayor de su amiga, también gorda, encantadora y blanca, con su novio. Otra sorpresa fue que dormían juntos sin que a la madre le pareciera mal. Eso sí, Mariana no dejó de ir a Misa ni un solo domingo, aunque tuvieran que desplazarse a otro pueblo, momento en el que reflexionaba sobre lo que estaba viviendo. No hacía nada malo, ni nada se lo parecía, solo era distinto.

Su madre llegó el viernes como estaba previsto, y salió a esperarla a la calle. En ese momento también apareció Tim, el temido primo, sonriente, alto, rubio y despreocupado, que volvía de un viaje. Nunca la molestó ni tuvo que echar la llave de su cuarto. A lo más que se atrevió fue hacerle bromas o pedirle que le enseñara un poquito de español, please.

—Hello my darling —la besó en los labios y abrazó con espontanea alegría—. She es so guapa and simpática—se esforzó en español señalándola ante la aterrorizada mirada de su madre.

El gesto de esta se torció y advirtió solemne a Tim que a su daughter no, no kiss. Creyó que el suelo se abría bajo sus pies y cuando pretendió entrar a la casa a la vez que el primo, la madre despidió el taxi y se quedó con ella.

—Tú te vuelves a Madrid conmigo. ¿Qué es eso de vivir en la misma casa con un hombre?

Dicho y hecho. Llamó a su padre al hotel, pese a las lacrimógenas súplicas de Mariana y juramentos de que no había pasado nada, para pedirle que sacara un billete y decirle que volvían con la niña a Madrid.

© Cristina Vázquez

El huerto de hortalizas

Malena Teigeiro

Retrepado en su butaca, pensativo y aun sin desayunar, contemplaba el tallado vaso que tenía entre los dedos. Apenas le quedaban unos sorbos del güisqui Macallan que por tercera vez se había servido.

Hacía un año que había adquirido aquel antiguo cottage con puntiagudos tejados de brezo. Recordaba que entonces, lo único que se encontraba en perfectas condiciones eran los jardines y la huerta. Aunque había sido muy caro, tan solo por el abrazo que le dio Martha cuando la llevó a verlo, le mereció la pena adquirirlo. Era el de sus sueños, le decía mientras correteaba por los pasillos, abriendo y cerrando las negras y viejas puertas de las habitaciones.

—Sin embargo, Harry, así no podemos entrar. Hay que ponerlo al día, modernizar la cocina, los baños, en fin…

De nuevo su voz le sonó a cascabeles. Era la misma de siempre hasta que tuvo la mala fortuna de verlo entrar en el Connaught Hotel con Kate Wilson. Desde entonces, apenas le hablaba, y cuando lo hacía, daba la impresión de que hubiera bebido. Aunque él sabía que no.

Martha y Harry se conocieron de niños. La vio crecer graciosa, pizpireta, y aunque para sus padres fuera la joven perfecta, tenía que reconocer que nunca fue la mujer de sus sueños. A él siempre le molestó el interés de ellos por aquella coqueta y alegre chiquilla. Además del título que ostentaba su familia, y de la gran fortuna que Martha había heredado de un tío soltero, también les hacía gracia su lozana alegría. Sin embargo, a él le gustaban otro tipo de mujeres. Sí. Esas siempre con aire sofisticado, ropa interior de seda, y ademanes sensuales y lánguidos. En cuanto sus padres concertaron el matrimonio, ella, radiante, feliz, le confesó que desde niña soñaba con aquel momento, que siempre fue el hombre con el que quería pasar su vida.

Le resultaba curioso que desde el momento en que abandonó la casa y por consiguiente a él, descubrió que con ella se había marchado una parte de su ser. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta hasta entonces de lo mucho que la quería? Y después de que le confesara a Kate lo confuso que se hallaba en aquel momento, de que sentía la necesidad de separarse, de cortar con ella, se dedicó a encontrar el modo de reconquistar a su mujer. Decidió que para ello nada mejor que adquirir una casa en Escocia, una como la de los cuentos de hadas que les leían de pequeños y de la que Martha siempre le había hablado con una ilusión casi infantil. Se dedicó a buscarla y la encontró. Ni por un momento dudó en comprarla.

En el abrazo que ella le dio estaba su perdón. Y fue tan rápido, tan encantador, que tuvo el sentimiento de que quizá se había excedido, que podría haber comprado algo más sencillo. ¡Pero ya estaba hecho! A partir de ese momento, se consagró a poner la casa al día, decía ella. Entraron albañiles, carpinteros, tapiceros. Tenía que reconocer que el gusto de su mujer era exquisito, quizá un poco presuntuoso, pero aquella exquisitez le estaba costando una fortuna. Aunque fuera la de ella, no dejaba de pensar.

Los primeros que le hablaron de ellos, fueron dos albañiles. Le informaron de que cada vez que intentaban tirar la pared de un pequeño cuartito con el fin de agrandar el dormitorio principal, alguna fuerza que no entendían les impedía hacerlo. Los ruidos, los movimientos que se producían, les hicieron temer que se podría caer la casa, por lo que decidieron dejarlo como estaba. La segunda, fue a través de la cocinera. Según ella, cuando encendía la cocina de carbón para hacer los asados, otro de los caprichos de Martha, a través de la chimenea comenzaba a discurrir una corriente de aire tan fuerte que le apagaba las brasas. La siguiente, fue durante un paseo. Recorriendo los alrededores de la finca, se encontraron a un hombre que los saludó. Después de unas breves palabras, les preguntó si los inquilinos antiguos los molestaban mucho. Pero no fue hasta que renovaron las verduras del huerto cuando vieron que alguien había vuelto a colocar las hortalizas que ellos habían arrancado. Aunque preguntaron por los anteriores propietarios en el pub, en la tienda de comestibles, y hasta en la pequeña oficina de correos, no lograron que nadie les diera alguna razón con la que pudieran desentrañar el misterio.

Una noche, ambos se quedaron escondidos detrás de uno de los ventanucos de la planta alta. Justo cuando la luna cubría el campo, vieron aparecer a una joven doncella. Era delgada, de piel casi transparente, e iba apenas cubierta por una blanca túnica. Colgada del brazo llevaba una cesta de la que sacaba los esquejes que poco a poco, fue plantando.

A la mañana siguiente, su mujer se volvió a su residencia de Londres. Pero antes, se encaró con él. A ella no la engañaba, casi le gritó. Y añadió que se iba porque ahora conocía su verdadera intención al comprar aquel bellísimo cottage. Sí. Estaba segura de que era él el que había contratado a aquel lánguido espíritu con la intención de que del susto le diera un infarto y así quedarse viudo para poder casarse con Kate.

Pero lo que más le dolió fue que justo antes de cerrar la puerta, Martha le gritara que no se olvidaba de que cuando vendiera la casa tenía que devolverle el dinero que ella había gastado en las obras.

¡Qué mezquina! Con la ilusión con que él la compró, pensaba sin dejar de ver la imagen de Kate paseando por los jardines.

© Malena Teigeiro

Claroscuros

Liliana Delucchi

—Como no llegue una buena lluvia, perderemos la cosecha.

—Tuvimos un buen verano, señora, un poco seco, pero incluso de lo malo se puede sacar algo bueno.

Levanto la cabeza para mirar los ojos un poco estrábicos de Tomás quien, hasta en las situaciones más complicadas, encuentra algo positivo.

—Seguimos necesitando lluvia.

—Sí, señora, pero si llueve mucho se retrasarán en la reparación del tejado.

Me fastidia que su simpleza invariablemente tenga razón y lo dejo con la azada en medio del huerto. Hace calor, iré en busca de un poco de limonada. Nos la merecemos.

Dentro de la casa me recibe el frescor que proporcionan los largos techos y la sombra de los árboles; en la cocina revolotean moscas tardías y el zumbido de alguna abeja. Miro por la ventana y veo a Tomás inclinado sobre esa tierra negra que nos da tanta alegría como pesares.

Apareció por nuestra propiedad siendo casi un niño, con la gorra entre sus manos y su caminar un poco renqueante, pidió trabajo. De peón, de jardinero, de lo que quiera, señora. Soy diligente, hablo poco y no cobro mucho. Me conmovió su humildad y aunque en aquellos tiempos no precisaba sus servicios, lo contraté. Necesitamos un chico para todo, le dije a Guillermo, mi marido de entonces. Como de costumbre se opuso, pero la casa, el terreno y el dinero con que pagaría eran míos, así que no hubo más discusión.

Tomás cumplió con su palabra, desarrollaba su actividad en silencio y siempre aceptó su paga sin esperar un céntimo de más. Lo que quería era más trabajo. Una tarde me pidió dinero para comprar pintura y restaurar la caseta de herramientas, a lo que siguió las paredes exteriores o el papel de mi salita. Fue allí donde una tarde lo sorprendí revisando unos libros. Su mirada de cachorro me conmovió y le dije que podía coger el que quisiera siempre que los devolviera al mismo sitio. Así me enteré de que no sabía leer y decidí poner fin a esa carencia. Mi familia lo llamaba mi protegido, aunque dados los acontecimientos posteriores, quizás la cosa fuera al revés.

El cuidado de ese joven y la reflexión sobre sus conjeturas que por simples eran de lo más profundas, llenaba los días que se habían vaciado desde que mis hijos se instalaran en la ciudad y la distancia con mi cónyuge se ampliaba. También me aferré a la vida más allá de los muros del cottage, encontrando cierto alivio pasajero en esa forma de olvido que hace de la sociedad un verdadero anestésico para algunas formas de desgracia. La influencia de esa atareada vida indiferente puede ahuyentar a menudo cuestiones que se aferran al espíritu como la carne al hueso, y si bien no llegué a experimentar una liberación perfecta, al menos sentía la obligación de disimular mi ansiedad. Hasta que llegaba a casa y encontraba a un macho cabrío desahogando sus frustraciones contra lo primero que encontraba, que a veces era yo.

Una noche, después de una violenta discusión con Guillermo, una de esas en que el exceso de alcohol y mujeres que le proporcionaba la taberna del pueblo lo devolviera a mi lado en estado lamentable, mi marido salió de  nuestra habitación dando un portazo. Mi desolación, lágrimas y angustia me produjeron una sed intensa por lo que decidí bajar en busca de agua. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al abrir la puerta del dormitorio, encontré a Tomás tendido delante de ella, cubierto con una manta. A pesar de mis ruegos no quiso marcharse y permaneció allí, acostado como un perro guardián, cuidando de mí toda la noche. Esa y las siguientes, hasta que una madrugada escuché tantos golpes y ruidos detrás de la puerta que acudí en defensa de mi protector con un atizador de hierro que partió la cabeza de quien fuera mi esposo.

En medio de las tinieblas Tomás y yo nos dejamos los brazos y la espalda cavando un hoyo profundo en el huerto. A nadie sorprendió la desaparición de mi marido, ya que era conocida su relación con una joven que había partido de la ciudad unas semanas antes.

Cuando después de una primavera lluviosa los frutales y hortalizas convirtieron el pobre huerto en un vergel, Tomás dijo por primera vez aquello de «incluso de lo malo se puede sacar algo bueno».

© Liliana Delucchi

Don erre que erre

Marieta Alonso

A pesar de la paz que se respiraba había algo inquietante. El otoño olía a chamarasca, a setas, a castañas. Hacía tres meses que la casa estaba cerrada a cal y canto tras la muerte de tía Manuela. Ella llegó a aquel pueblo cuando todavía la luz y el agua corriente eran un lujo de la gran ciudad. Tenía veinte años. La enterramos con noventa y ocho.

Soy la sobrina nieta. Su única familia. Y aquí he llegado al anochecer para la lectura del testamento, quitar lo inservible y ponerla a punto para vender. El pasado, como huésped incómodo, se instaló en mi mente. Aquellos veranos entre los árboles, saltando a la comba y jugando al escondite con mis tres amigas. ¿Quedaría alguna en el pueblo? Y como respuesta, la puerta empujada por el viento se abrió bruscamente.

—¿Hay alguien aquí? —esa voz ¡No!, me pilló desprevenida.

El hombre que esperaba en la entrada era todo barriga, con los cabellos grises cortados a la manera de Cristóbal Colón y con un garrote en alto, que no era de roble, sino de nogal, especificó.

—Hola, Gervasio. Soy yo. ¿Cómo estás?

—Ya era hora de que vinieras. Quítate de la mente vender la casa. ¡Me niego!

Era el viejo enamorado de mi tía, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Ella nunca se casó y aquel hombretón nunca perdió la esperanza. Era así: optimista, tozudo, buena persona.

Estuvimos hablando largo y tendido. Sin embargo, él reiteraba una y otra vez: «No se vende. ¡Me niego!». Era como un disco rayado por lo que dejamos la conversación para el día siguiente, que a la luz de la mañana las cosas se pueden comprender mejor, rematé.

Se marchó con la porra en alto repitiendo bajo y contundente: —No se vende.

En la curva, antes de desaparecer, se volvió a mirar la casa. Dos lágrimas rodaban por sus mejillas. Leí en sus labios: «¡Me niego!».

Al quedarme sola estuve dando vueltas por todos los rincones. Apareció mi caja de tesoros. Abrazada a ella subí al desván y encontré mis disfraces envueltos en papel de china, los mantones de la tía, la jícara para el chocolate. Y pensé que para lo que le quedaba de vida a Gervasio, solo un año más joven que tía Manuela, no merecía la pena darle tamaño disgusto.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

La playa

15 agosto, 2022 por Akelarre 5 comentarios

relatos sobre playas

La playa

Playa es un concepto que proviene del latín tardío plagia y que hace referencia a la ribera del mar, de un río o de otro curso de agua de importantes dimensiones. El término se utiliza, por extensión, para nombrar a las ciudades balnearias, generalmente en un contexto relacionado con las vacaciones. La foto pertenece a una de las extraordinarias playas del Caribe, en Samaná, al norte de República Dominicana.

Este mes de verano, inspiradas por el deseo de trasladarnos a alguna de ellas, nuestras escritoras sitúan allí sus historias.

En una de ellas un niño descubre su valentía; en otra un muchacho pierde la ilusión de su vida; una mujer tiene una revelación a través de una fotografía y en otra, dos mujeres intercambian favores.

Revelación

Cristina Vázquez

El barco negrero

Malena Teigeiro

Quid pro quo

Liliana Delucchi

Osadía

Marieta Alonso

Revelación

Cristina Vázquez

A mi querida amiga María que me envió esta alentadora foto un mes de diciembre.

La reunión de chicas empezaba a darme mucha pereza. Se había intentado añadir al grupito tradicional de las que mensualmente cenábamos o salíamos de copas, una amiga de Celia, Elisa.

Se producía entre nosotras esa exclusividad que se da en grupos cerrados, en los que cualquier novedad parece incomodar o crear suspicacias. Y eso que nuestras salidas comenzaban a ser cada vez más repetitivas. Ya nos lo habíamos contado casi todo. Aunque sintiéramos el privilegio de mantener nuestra amistad de una forma duradera con palabras y bromas que solo nosotras reconocíamos. Algunas veces el silencio se imponía.

Por fin cedimos a que se sumara a nuestro siguiente encuentro la nueva amiga de Celia, que estaba empeñada en que conociéramos y ella en conocernos. Era genial, ya lo veríamos, un poco más joven que nosotras, pero nos daba vuelta y media en experiencia de la vida. Tenemos que renovarnos, abrirnos al mundo, a las novedades, insistía para convencernos.

—Nos estamos haciendo viejas, cada vez aguanto menos el alcohol y los malditos tacones me matan —remató esta con una mezcla de resignación y malhumor.

Habíamos quedado en el restaurante El Salvaje, recomendado por Elisa, la nueva, que conocía al dueño y estaba super de moda. El lugar resultó ruidoso con esa música de fondo que impide mantener una conversación confidencial. Lleno de exóticas plantas, tratando de remedar una exigua selva, con guacamayos de vivos colores en jaulas y los camareros, de impoluto blanco, llevaban fajines imitando pieles de animales.

Ya sentadas las cinco de siempre esperábamos la aparición de Elisa que se demoró casi veinte minutos. Llegó tranquila y apenas se disculpó por su tardanza. Se quedó parada tras su asiento e hizo una mirada circular de reconocimiento igual que un ojeador valorando piezas.

—Gracias por recibirme en este grupo —se sentó sin besar a ninguna—. Creo que debo considerarlo un privilegio.

Y nos ofreció su blanca y encantadora sonrisa. Pidió un coctel, para mi desconocido, con soltura de parroquiana. Las cinco la mirábamos entre atónitas y curiosas y fue señalándonos para ver si encajaba nuestros nombres con la descripción hecha por Celia. Acertó dos, el mío uno de ellos.

Lucía una melena de abundantes rizos peinada con estudiado desaliño, las manos de perfecta manicura y los labios pintados de oscuro carmín, seguro pinchados, pensé al mirarla con envidiosa critica. Había en su ajustado traje, bien soportado por un rotundo cuerpo de gimnasio, en el exceso de rímel y el abundante pecho, el encanto de lo femenino y lo vulgar por partes iguales. Pensé que debía volver locos a un tipo de hombre. Algo en ella me resultaba familiar.

Nos preguntó, le preguntamos y, poco a poco, por efecto del vino y la indudable soltura y simpatía facilona que mostraba, nos relajamos. Reconozco que me cayó bien. Quizás hablaba demasiado, pero la novedad que implicaba parece que nos animó a todas mientras Celia nos lanzaba miradas de ya os lo dije. Lo que no llegaba a comprender era el interés que había mostrado en conocernos. No éramos ni ricas ni especialmente interesantes. Unas mujeres de cincuenta con vidas más o menos encajadas o en crisis como en ese momento era mi caso.

Mi marido se había largado hacía más de un año, después de veinticinco de matrimonio y dos hijos encantadores que ya tenían su vida. Mi trabajo de abogada en un bufete conocido me permitía no tener problemas económicos y mi desencanto con él se iba suavizando, aunque una amarga espinita se me travesaba cada poco.

—La verdad es que es un hombre encantador —sus palabras arrulladas me sacaron de mis pensamientos—. He tenido mucha suerte. Es un poco mayor para mí, pero estaba harta de niñatos sin cabeza ni cartera.

Se ahuecó la melena con altivez y me sonrió, pensé que especialmente a mí. Mis amigas, animadas por estas confesiones que parecían hacerles reverdecer recuerdos de tiempos pasados y quizás de pasiones no sentidas, se removieron en sus asientos e indagaron en el excitante romance que ella iba dosificando en sus confesiones. Intimidades que me parecieron inoportunas. Algo en esa desenvoltura innecesaria, en esas risas y detalles empezó a molestarme. Yo no era así. Creo que la intimidad queda precisamente para eso, para la intimidad.

Me desentendí un poco de la ruidosa y para mí inapropiada conversación para fijarme en el lugar que iba creciendo en dinamismo y ruido. Los papagayos repetían frasecitas, la gente se reía, la música marcaba un ritmo machacón y me acordé, quizás por el exotismo de las plantas, de mi viaje en solitario a la playa paradisiaca del Caribe. Fue el primero que hice sola y fui bastante feliz, una vez que vencí el concepto de abandono y el recuerdo de que ese había sido el lugar al que había invitado a mi marido, quizás para restañar un tiempo perdido, quizás para soñar un reencuentro olvidado.

Volví a la realidad que me rodeaba. El tono de voz de mis amigas mientras se pasaban una foto subía con comentarios de qué envidia, qué paraíso, quién pudiera. Al llegar a mis manos saqué las gafas para apreciarla bien. Reconocí la maravillosa playa donde había estado e invitado a mi marido al que enseñé innumerables fotos del lugar, tratando de convencerlo. Noté la mirada de Elisa fija en mí, igual que una atolondrada serpiente.

—Ha sido el viaje más ideal que he hecho en mi vida —sonreía entre pícara y consentida—. Increíble el sitio y la compañía.

Guardé mis gafas con calma, esbocé una sonrisa y les dije que al día siguiente tenía que madrugar.

—Me voy chicas, ha sido una noche inolvidable.

Me acerqué a Elisa que recogía las fotos llena de satisfacción y le susurré.

—Te deseo la misma suerte con tu pareja que he tenido yo.

© Cristina Vázquez

El barco negrero

Malena Teigeiro

Cuando escuchó los golpes en la puerta de su casa, Justine se asustó. No eran horas, se dijo dándose la vuelta en la cama. El golpeteo insistía, ahora tan fuerte que temió que la tiraran abajo. ¡Voy! ¡Voy!, gritó malhumorada desde su habitación. La luna era brillante, tanto que Justine no encendió la luz. En cuanto giró el pomo un empujón casi la tira al suelo. Era Brian, el hijo treintañero de su hija Ethel. Se hizo a un lado y su nieto, con una desgarrada y sangrante corte en el brazo, dando tumbos, se dirigió hasta el sofá donde se dejó caer. Le vio apoyar la cabeza en los almohadones. Tenía la piel del rostro casi tan plateada como la luz de la luna. Justine se dirigió hacia él. Iba descalza. Estremecida, sentía bajo las plantas de los pies los pegajosos cuajarones de la sangre de su nieto. Movió la cabeza e interrumpió el camino. Ahora vuelvo. Su voz sonaba cansada, casi harta. Ya en la cocina recogió vendas y desinfectante.

—¿Otra vez? —preguntó inclinada sobre el muchacho mientras le cortaba la manga de la camisa. Él esbozó una sonrisa.

—Otra vez —le respondió desmayadamente.

Aun en contra de la voluntad de sus padres, el amor de Brian por Catalina nació mientras jugaban en la arena de la playa las noches de luna. Ella era una niña morena, casi negra como su madre. Tenía los ojos verdes y profundos como los pulidos trozos de cristal de botellas que devolvían las olas a la playa. Desde bien pequeña, decía Catalina, ella con cada ola recibía las caricias de los espíritus de aquellos que nunca llegaron a desembarcar del barco negrero. Porque, y apretaba la boca en el intento de hacer fuertes sus palabras, era aquí. En nuestra playa, en donde los desembarcaban. Y daba con su piececito golpes en la arena. Y era allí, y señalaba con el dedo la cercana aldea, donde los vendían.

Envolviéndose en las brumas de sus antepasados, Catalina comenzó a ser conocida por la muchacha que hablaba con los espíritus, por la que tenía poderes para deshacer un mal de ojo, y por ser capaz de retornar los amores extraviados.

Fue Brian el que al comenzar a percibir luces de roja locura en sus profundas pupilas, la delgadez extrema de su cuerpo, sus noches de insomnio constante, quien le rogó que olvidara a todos aquellos espíritus que decía la rodeaban, que volviera con él a bañarse en el mar hasta que los cubrieran las luces del amanecer. Que volviera a ser feliz como cuando eran niños y que se casara con él. Ella, cohibida, y con la cabeza baja, lo escuchaba. Luego, agarrada a su cintura iba con él a bañarse las noches de luna llena.

Todo comenzó una noche. Ya estaban los dos jugando en el agua, cuando ellas, las ánimas, convertidas en voraces peces, saltaban ente las olas atacándole. Ellas, le decía Catalina besándole las heridas, no querían que las abandonase por aquel hombre blanco descendiente de los que las habían tirado al mar. Y así ocurrió una vez, y otra, y otra.

Cuando Justine terminó su cura, lo besó en la frente. Sorprendida vio las lágrimas mojándole el rostro. En silencio, el muchacho la miró.

—Nunca volveré a esa playa, abuela. Esta noche, como tantas veces, yo intentaba sacarla, mientras ellos me mordían. Pero Catalina, como si fuera una medusa, con su largo cabello meciéndose en el agua, me sonreía mientras se hundía en el mar. Cuando la vi decirme adiós levantando una mano, supe que no quería volver.

© Malena Teigeiro

Quid pro quo

Liliana Delucchi

«Me han seleccionado para los premios MTV. Gracias.»

Marisa sonríe al leer el texto en su móvil. Te lo mereces, querida. Ya estamos en paz.

Mientras conduce para recoger a su niña de la clase de ballet y a Carlitos de la de esgrima, sortea el tráfico y casi se salta un semáforo en rojo. Calma, tranquilízate. Todo está bien, ahora sí que todo está bien.

Su mente regresa a esa playa por la que paseaba aquel atardecer unos años atrás. Si eligieron el Caribe para las vacaciones, era para que sus hijos, aún muy pequeños, pudieran disfrutar de la calidez del lugar y sus gentes, como Carlos y ella lo hicieran durante el viaje de novios, cuando soñaban con una familia y se prometieron volver a ella.

La conocieron la primera noche. Con los niños en la cama, la pareja fue al espectáculo del resort. Una mujer fuerte, mulata y con los ojos más brillantes que vieran en su vida, desgranaba una canción de amor con la cadencia de su acento y la voluptuosidad de una voz que hacía temblar las copas. Y ¡cómo no!, la crisis de los cuarenta hizo que su marido se enamorara de la cantante, aunque la mujer no lo descubrió hasta más tarde.

Durante el día los niños jugaban en la playa. En los pequeños botes del complejo recorrían mares ignotos que su imaginación cubría de piratas y navegantes mercenarios. Ellos se tumbaban al sol o buceaban, competían en juegos organizados o intentaban aprender a moverse como solo puede hacerlo quien haya nacido allí. Y por la noche, a escuchar a Esmeralda. Al volver a la habitación, Carlos le hacía el amor de una manera que no había hecho antes, con una pasión desatada y juegos eróticos que a ella le hacían agradecer, una y otra vez, el clima del Caribe.

Transcurrida una semana, su marido empezó a ausentarse. Según dijo, se había apuntado a un torneo de golf y a otro de tiro con carabina. Ella lo hizo a una clase de buceo. Sin embargo, la pasión de las primeras noches se transformó en «estoy cansado», «me duelen las piernas de tanto caminar» o «tienes la espalda tan roja por el sol que me da miedo tocarte». Y la sensualidad de la primera semana desapareció.

Una noche en que bebió de más, la sed despertó a Marisa. Se dio cuenta de que estaba sola en la cama… Sola en la habitación. No encontró a Carlos en la terraza ni en la playa al pie de la misma. Se puso un vestido y salió en su busca. Lo encontró. Los encontró. Ellos, demasiado ocupados, no la vieron.

Durante los días siguientes, la imagen de los amantes retornaba una y otra vez a su mente, sin conseguir dilucidar qué debía hacer.

Un atardecer, mientras sus pies se hundían en la playa desierta, sintió que ese paisaje idílico iba desapareciendo. Ya no pisaba la arena, sino el suelo duro de un carrusel que avanzaba cada vez más rápido. Fuera, los personajes que habían formado parte de su vida la miraban desconcertados: sus padres, maestros, amigos… Todos aquellos que participaron en los sucesos predecibles de una existencia plácida le devolvían una mirada turbadora, como si no entendieran la situación.

Se sintió mareada, aturdida y confusa por esas imágenes. Entonces la vio. Vio a Esmeralda llorando bajo una palmera. La cantante levantó los ojos ante la sombra que proyectaba sobre la arena otra mujer hundida.

—No es importante. Ni para mí ni para él. Solo un rollo de verano—. Aclaró Esmeralda.

Marisa se sentó a su lado en silencio, con los ojos bajos.

—Para mí sí es importante. No sé qué hacer con este dolor.

—Guardarlo, querida. Como has guardado otros infortunios, de esos que solo aparecen en las pesadillas. No te preocupes, partiré esta noche después del espectáculo.

—Entonces, es importante para ti.

—Lo importante es no causar dolor ni ser la responsable de la destrucción de una familia. Y no creas que lo hago solo por vosotros, es por el karma. No quiero empezar mal—. Esmeralda se secó las lágrimas y sonó la nariz antes de continuar.

—Tengo proyectos, ¿sabes? Quiero ser una intérprete de verdad, no la que entretiene a turistas. Quiero empezar una vida nueva, una decidida por mí, no por las circunstancias de mi lugar de nacimiento, del color de mi piel o los deseos de mi familia. Por eso me iré.

—¿A dónde?

—A Estados Unidos, supongo. Allí hay certámenes y, si logro superarlos, conseguiré mi objetivo.

—Te ayudaré. Tengo un primo que es representante de artistas en Los Ángeles. Hablaré con él.

—¿Un quid pro quo?

—Algo así.

Sin embargo, Esmeralda partió antes del espectáculo, no sin dejar una nota con sus señas y recordándole su promesa. Y la joven esposa cumplió. El resultado estaba en ese correo electrónico.

Ya estamos en paz, se repitió Marisa.

© Liliana Delucchi

Osadía

Marieta Alonso

Me gusta el mar y a la vez me da miedo. ¡Es tan grande! Me gusta sentarme algo alejado de la orilla, saborear el agua salada y que las olas bañen mis pies. Me gusta que mi padre me siente sobre sus hombros y se adentre un poquito, no mucho, en el mar grande. Siento pavor ver cómo el agua tapa sus pies y luego llega a su cintura. En ese momento abrazo su cabeza y me pongo a chillar.

Mis papás quisieron que fuera a un curso de natación. No dije nada, solo miré a la princesa que enseñaba a nadar y se me cayeron dos lagrimones. Me secó las lágrimas, me dio un abracito, y como por arte de magia puso ante mis ojos unos trozos de papel… Sentado en una hamaca hice barquitos para echarlos al agua y se llevaran muy lejos mis lágrimas. No sé qué diría a mis padres, pero cuando vinieron en mi busca habían decidido que ya aprendería cuando fuera mayor.

Soy un cobarde. Lo sé. A veces siento que ser tan asustadizo me impide hacer cosas. Querría ser valiente y enfrentarme a esos compañeros de clase que me llaman cuatro ojos. No puedo.

Ahora estoy de vacaciones. Me siento feliz jugando con la arena, hago muchas cosas que llaman la atención: castillos, puentes, cocodrilos, peces. Mi mamá afirma que cuando sea mayor seré un gran arquitecto, o ingeniero de caminos, o…

Acabo de conocer a un niño. Es un poco mayor que yo. Preguntó mi nombre y me dijo el suyo, Rodrigo, sin esperar a oír el mío. Luego tomó mi mano y me llevó al mar pequeño, a ese que se forma tras las rocas cuando las olas llegan hasta allí. Muy decidido entró hasta la mitad y me animó a seguirle. El agua le cubría los tobillos y pensé que con tan poca no me ahogaría. Dijo que íbamos a jugar a la guerra y comenzó a salpicarme, y yo a él, y de nuevo él a mí, y no tuve miedo. Pero cuando una ola saltó las rocas y me empapó de la cabeza a los pies, quedé petrificado.

Muy serio, Rodrigo opinó que había que demostrarle al mar grande que éramos unos valientes. No me tenía que preocupar si me acobardaba un poquito al primer intento, era lo normal y también aseguró que al miedo se le vencía no haciéndole caso. Eso se lo había garantizado su abuelo. Era un sabio.

Mientras hablaba, sentí un ardor en el estómago, un temblor en las rodillas, y el pestañeo anunciador de llanto. Mi madre, al ver mi expresión, le dio un toque a mi padre para que se acercara.

En ese mismo momento mi amigo me levantaba el brazo instándome a imitar a mi héroe favorito, porque había que arriesgar siempre, afirmó. La cara de Rodrigo me recordó a Spiderman. Creo que esto fue lo que me impulsó a mirar hacia las nubes, al horizonte, a las olas y a gritar:

¡Vayamos al mar grande!

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

Casetas de playa

15 julio, 2022 por Akelarre 6 comentarios

Casetas de playa

Casetas de playa

Hay diversas versiones sobre el origen de estas populares casetas que se construyeron a mediados del siglo XIX. Se usaban de trastero para que los pescadores guardaran sus utensilios de pesca o bien como refugio para los bañistas que huían del sol o querían intimidad.

Santander fue la primera ciudad que anunció en los periódicos los baños de mar, también llamados entonces baños de ola o de oleaje. La reina Isabel II inició la costumbre de estos baños aconsejada por los médicos, quienes veían muchos beneficios terapéuticos en el agua de mar.

En la actualidad, y debido a la masificación del turismo, son pocas las playas que conservan esas casetas. Sin embargo, su magia ha despertado la fantasía de nuestras escritoras, situando en una de ellas el origen de una historia de amor; las actividades detectivescas de dos jóvenes amigos; la de una joven esposa que, harta de la lluvia, regresa al sol, o la renuncia a una gran pasión en pos de lo correcto.

Renuncia

Cristina Vázquez

Un rayo de sol

Malena Teigeiro

Los detectives

Liliana Delucchi

Agua salada

Marieta Alonso

Renuncia

Cristina Vázquez

Las tardes se iban acortando y el olor a humedad del aire presentía el otoño ya cercano. A Emma siempre le entristecía el final del verano, pero aquel año no era tristeza lo que la embargaba, sino más bien la conciencia de una plenitud vivida y enterrada para siempre.

Habían pasado treinta años y volvía otra vez al mismo lugar. Le resultó difícil ubicar lo que veía con el trazado que preservaba en su cabeza, casi como un lugar sagrado, el santuario de su memoria, se decía con cierta pretensión. Su recuerdo era el de una playa solitaria cercada de dunas que se transformaban de un año a otro por efecto de los vientos invernales, y un pueblo pequeño. Pueblo tranquilo que se reanimaba en verano con apatía, sin voluntad de que la llegada de los veraneantes alterara su ritmo cotidiano. Siempre pensaba que en invierno debía resultar abrumador, con la luz tamizada por nubes grises, vientos feroces y el mar, espejo de ese cielo, embravecido y oscuro. Por eso la proximidad del otoño la entristecía como presagio de lo que iba a venir.

Había vuelto por circunstancias ajenas a ella, y aunque al principio se resistió no le quedó más remedio que aceptar ir, necesitaban su firma para la venta de la casa de la playa. Decidió recorrer el paseo que solía hacer por el camino que aún hoy no se había borrado y llevaba hasta lejanas dunas que fueron su refugio muchas veces. Al ir avanzando en una especie de remembranza enterrada durante treinta años, distinguió a lo lejos, en la playa, las casetas de baño que seguían erguidas con sus alegres colores, y algo en ella se fue derritiendo en una mezcla de felicidad y melancolía.

Ese verano, que para ella terminó siendo el verano en el que su vida se decidió, estaba asociado a las dunas y a esas humildes casetas de baño que se convirtieron en asideros de su felicidad. El olor del mar mezclado con la madera, la intimidad que prometían, la oscuridad velada al entrar en ellas, todo eso permanecía inalterable en su recuerdo.

La aparición de Karl, el amigo de su marido que acababa de volver del extranjero y ella no conocía, fue inesperada y algo confusa. La sorpresa de Ema al ver a ese hombre alto, vestido con inapropiado traje oscuro para el lugar y el pelo abundante y rubio despeinado por el aire, esperando a la entrada de su casa, le hizo pensar en alguien confundido.

—¿Vive aquí el doctor Bauer? —más que preguntar parecía disculparse—. Soy Karl Alder.

Tardó un momento en asimilar ese nombre con el del querido amigo tantas veces nombrado. Tras un momento de silencio, Ema le hizo pasar a la casa. Llevaba de la mano a su hijo que se acercó al desconocido con inusual familiaridad. Le introdujo en el pequeño salón en el que se abría un ventanal sobre la playa. Parecía que el mar tuviera voluntad de entrar en él. No olvidaría nunca ese momento. Al sentarse para cumplir con las formalidades de la hospitalidad, un inesperado silencio se apoderó de ellos. Se miraron con pareja inquietud, igual que si una descarga los hubiera inmovilizado. Tardó en salir de esa especie de trance en el que se habían sumergido.

—Mi marido tardará unos días en volver —dijo al fin con voz titubeante—. Ha tenido que marcharse de forma inesperada por una urgencia en el hospital.

Él cabeceó asintiendo y se disculpó. Eran tan difíciles las comunicaciones que no había podido concretar la fecha exacta de su visita, pero le extrañaba que André no le hubiera avisado de su posible llegada, concluyó azorado e hizo un gesto de marcharse. Ella le aseguró que era bien venido y que estaba segura de que su marido no tardaría mucho en regresar. Le recomendó un hotel.

—Por favor, vuelva a cenar —invitó animosa—. Es un pequeño contratiempo que no esté André, pero mi hijo y yo le esperaremos encantados.

Al cerrar la puerta, Ema intuyó una suerte de epifanía con la certeza de que su vida no sería nunca igual. Volvió para la cena. Iluminados por las lámparas de gas, aún no había llegado la electricidad a ese remoto lugar, hablaron, rieron y la felicidad brillaba en los verdosos ojos de Ema y en la sonrisa de él. Sin necesidad de decirse nada, comprendieron la devastación que esta atracción podía significar. Al despedirse, Karl preguntó si se marchaba o quería que se quedara. Ella le pidió que no se fuera, por favor, quédate conmigo.

Esa semana, hasta que volvió André, pasearon entre las dunas, se bañaron en el austero mar y se besaron. Sabían que el amor que de esa manera arrolladora les había envuelto, se quedaría circunscrito a ese tiempo. No querían traicionar el matrimonio ni la amistad. Y así fue. Pensaron que, pese al dolor de su separación, habían sido unos privilegiados.

Cuando llegó André su alegría por reencontrar al amigo se sumaba a la bendición de su familia, así lo aseguró. Pese a su insistencia para que Karl prolongara su estancia, él adujo que le resultaba imposible permanecer más tiempo. Sí, volvía al extranjero, había desechado regresar a su país.

Tardó un tiempo en recuperarse de la partida de Karl, tiempo que dedicó a su hijo, a dar largos paseos por los mismos lugares que había recorrido con él, y a refugiarse en la caseta cuando el mundo a su alrededor se volvía irrespirable.

Y ahora, treinta años después, volvía al mismo lugar y una dulzura largo tiempo olvidada, se apoderó de ella. Se sentó en la arena húmeda, apoyada en la pared de una de las casetas y aspiró el olor del mar. Fue muy feliz. Golpeó con los nudillos la pared de madera y en un susurro dijo. Gracias.

Nunca más supo de Karl. En su corazón permanecía joven, amado y con el pelo revuelto por el viento.

© Cristina Vázquez

Un rayo de sol

Malena Teigeiro

Desde que contrajeron matrimonio, Manuela vivía con Berty en Devon. Se habían conocido en la playa de Isla Canela, en Huelva, justo al lado de la frontera portuguesa. Sobre la dorada arena y con alegría contagiosa, Berty le hablaba de su hermosa playa inglesa, Bantham, decía que se llamaba. Y dejando escurrir entre los dedos la dorada arena, añadía que la de él era finísima y muy blanca, y que estaba rodeada de dunas en las que crecían verdes juncos. Concluía contando que en ella había tres casetas de madera pintadas de blanco y azul y que en una servían el té.

Nunca supo Manuela si su amor por el joven Berty surgió por lo romántico que le parecía tomar el té en una mesita de hierro delante de la caseta de la playa, o quizá fuera su cabello rubio y su hablar zarrapastroso, lo que la atrajo con locura. Durante su noviazgo de largos paseos por la playa de Isla Canela, entre risas y besos, Manuela le oía hablar de su país, con brumas que te envolvían como suaves sedas, acantilados blancos, y verdes e inmensos praderas. Te gustará, le decía soñador acariciándole la mejilla. Aunque tenía que reconocer que nunca le habló del color del mar ni del sol al atardecer.

También le recitó una y otra historia sobre su muy antigua familia, por cierto, de apellido impronunciable, a la que ella ansiaba conocer. De su hermana, casada y con tres rubios y adorables hijos, de su padre, siempre con la nariz entre viejos papeles familiares y libros de cuentas de la administración de la finca. De su madre nunca le habló, cosa que le extrañaba, aunque no mucho. Ella también se llevaba mal con la suya. Y todavía la aborrecía más desde que pretendía impedirle que saliera con aquel que había llegado «de no se sabía dónde», decía con rostro avinagrado,

Así, cada día más enamorada, aunque solo habían pasado los tres meses de verano desde que lo vio por primera vez, decidió contraer matrimonio con Berty antes de que él regresara a Inglaterra. De viaje de novios volarían al aeropuerto de Exeter. Hubiera preferido pasar unos días en Londres, pero él tenía prisa por volver a su casa para que sus padres pudieran conocerla. Y se conformó. Ya lo visitaría, se decía para sí soñadora. Tenían whoooole life para hacerlo, le susurraba al oído arrastrando las oes. En el fondo le hacía ilusión que aquellos ancianitos, padres de su marido, tuvieran tanta ansia por conocerla. Sin duda su edad había sido el motivo por el que no asistieron a la boda. A Manuela no se le pasaba por la cabeza que pudiera haber otra causa, y recordaba el rostro feliz de sus padres bailando por soleares en la fiesta del cortijo.

¡Qué romántico es todo por aquí!, le escribió días más tarde de su llegada a su hermana con las manos metidas en unos gruesos guantes de lana. Continuó contándole que uno de los ayudantes de la familia de su marido les había dejado el coche de Berty en el parking del aeropuerto. Era un divino Morgan verde, con tapicería de cuero beige. Entrar en él no le resultó fácil, y como puedes suponer, le relataba con su perfecta letra de colegio de monjas, el equipaje no cabía en el exiguo maletero, por lo que tuvieron que dejarlo en consigna hasta que alguien de la casa lo fuera a recoger.

Al llegar a la mansión de la familia, en las afueras de Bantham, un pueblecito con apenas unas casas y alguna nave industrial, se sorprendió. Sin duda aquella casa y su familia debieron haber sido muy importantes, pero ahora a Manuela le dio la sensación de que las piedras de aquella mansión iban a irse al suelo de un momento a otro. Tampoco tenían calefacción, y como continuaba sin llegar el equipaje, tuvo que seguir vistiendo los mismos vaqueros, y algunos viejos cárdigans de su marido. ¿Imaginas lo que diría mamá si supiera que llevo todos estos días sin cambiarme de ropa y lavándome como los gatos?

A pesar de todo, su ansia por conocer aquello de lo que tanto le había hablado Berty no disminuyó. Y juntos fueron a la playa. Tenía verdadero deseo de tomar una taza de té con aquel bollo tan típico. Al acercarse a las casetas descubrió que no solo no podría tomar su taza de té, sino que de aquellas románticas casetas pintadas de azul y blanco de sus sueños, apenas quedaba la estructura.

Pasaron quince días sin que nadie fuera al aeropuerto a recoger su equipaje, por lo que decidió ir ella. En un cuatro por cuatro, igual de antiguo que todo lo que la rodeaba, llegó al aeropuerto. Recogió sus maletas de la consigna y justo cuando de nuevo se encontraba abriendo la puerta del viejo coche, vio salir un avión. Estaba pintado de plata y un rayo de sol, el único que había visto desde que llegara a aquella isla, lo hacía brillar como una joya. Se detuvo un instante. Con una alegría que casi le rompía el pecho, se dio la vuelta. Entró en la terminal y se dirigió a los mostradores. Compró un billete para Sevilla, el aeropuerto más cercano a su querida Huelva, y volvió a facturar su equipaje.

Antes de embarcar, se sentó a escribir:

Mi amado Berty:

Quizá no sepas que la bruma que nos envuelve como la seda, está hecha girones. La blanca y fina arena se encuentra sucia y llena de charcos. El delicioso té que servían en las casetas sin duda se lo han debido beber las gaviotas. La lluvia no me permite pasear por los verdes prados, y la casa nos va a enterrar a todos de un momento a otro. Y por si fuera poco, tu padre, bastante más joven que el mío, tan solo me sonríe. Muy amable, eso sí. Tu madre ni me saluda, y los criados tampoco me dicen nada, quizá porque no hablo inglés. ¡Ah!, se me olvidaba. Comprendo perfectamente que tu hermana no quiera volver a pisar esa agradable y hermosa mansión.

Mi amor, te espero bajo el dorado sol de mi hermosa playa de Isla Canela, donde tan felices fuimos. Y si lo que no te gusta es vivir en España, con tal de hacerte feliz no me importaría que nos trasladáramos a un país extranjero. Por ejemplo, a El Algarve Portugués.

I love you,

Manuela

© Malena Teigeiro

Los detectives

Liliana Delucchi

No se esperaba semejante tormenta, inusual en aquella época del año. Aunque casi todos los visitantes habían abandonado el lugar, los padres de Lucille y los míos apuraban las vacaciones hasta principios de otoño. Durante ese tiempo disfrutábamos con largos paseos por la playa y algún que otro baño ocasional cuando los mayores no nos veían.

Mi amiga nunca quiso decirme cómo consiguió la llave de la caseta de la administración. La cuestión era que la tenía y nos refugiábamos en ella en medio de colchonetas apiladas, sillas y algún traje de baño roto.

Sentados detrás de la ventana de la taquilla, limpiábamos con el aliento y los puños de los jerséis, los cristales para ver qué acontecía más allá de nuestro escondite. Poníamos nombres a los perros que hurgaban en la arena, a los ciclistas que se atrevían a desafiar al viento del norte o a las señoras con los tobillos sumergidos en el mar. A todos ellos les inventábamos una historia que más tarde tratábamos de corroborar en el pueblo, como verdaderos Sherlock Holmes. Lo que nunca imaginamos fue que nuestra actividad detectivesca nos llevaría tan lejos.

Esa tarde entramos en la caseta más para resguardarnos de la lluvia que para dar rienda suelta a nuestra imaginación, sin embargo, los acontecimientos superaron las quimeras.

A pesar de que el agua caía como en el Diluvio Universal, vimos a la señora Dupuis, con impermeable y gorro amarillos, caminando por la orilla del mar en dirección sur. Lucille pensó en avisarle que podía refugiarse con nosotros, pero cuando iba a abrir la puerta de la caseta, vimos a un hombre desconocido envuelto en una capa negra quien, cogiéndola por detrás, la abrazaba. Ella se resistía, empujándolo con fuerza. Corrió, pero el individuo la alcanzó llevándola hasta las rocas.

La secuencia nos dejó petrificados y sin habla. Al intentar recrearla nos dimos cuenta de que no pudimos verle el rostro. Ni el pelo. ¿Cómo diríamos a la policía si era rubio o moreno, si tenía alguna cicatriz en la frente o era cojo? Bueno, cojo no era. Todo ocurrió tan rápido que no nos dio tiempo a nada. ¡Menudos investigadores!

Nos quedamos un rato más dentro del escondrijo, escuchando los lamentos del viento colarse por las rendijas y esquivando los goterones que caían por el techo agrietado, a la espera de algún suceso para ponernos en marcha y averiguar lo acontecido. Mi mente recreaba escenas que había visto en una peli de terror… No me animé a contársela, por aquello de que los hombres debemos… Somos más fuertes.

Ateridos de frío y bastante mojados, dejamos el lugar y, sorteando charcos, volvimos a casa, no sin antes prometer que nada diríamos a nuestras familias sobre el inicio de esa historia de misterio en la que nos vimos envueltos. Y no lo hicimos.

Al día siguiente nos encontramos después del desayuno para iniciar nuestra pesquisa en casa de la señora Dupuis. Llamamos a la puerta con golpes cada vez más fuertes y rodeamos la vivienda por ambos lados. A pesar de colarnos en la caseta de herramientas y peinar cada brizna del jardín, ni ella ni su familia dieron señales de vida. Ha desaparecido, dijeron nuestras miradas. Quizás esté muerta.

—Vamos a la morgue —no era una sugerencia, sino una orden impartida por la investigadora Lucille.

—No. Antes al hospital.

La empleada de ingresos no nos hizo caso. Después de preguntarnos hasta por nuestro ADN, solo nos dijo que allí no había llegado ninguna persona herida. La puerta de la morgue estaba cerrada con llave y el doctor Mathieu, el forense, deleitándose con sus croissants en el café de enfrente.

Decidimos ir a las rocas. Si había muerto era probable encontrar su cadáver allí o flotando en el mar. Bueno, flotando en el mar después de veinticuatro horas no era posible.

Los rasguños en las piernas llamaron la atención de nuestros padres, a quienes dimos una explicación que seguramente no creyeron. Debíamos volver, pero ¿a dónde?

A la caseta. Montaremos allí nuestro cuartel general. Hemos de llevar provisiones para pasar la tarde y quizás alguna manta por si hace frío. No en vano yo era un asiduo del cine negro y de aventuras.

Antes del anochecer abandonamos nuestro refugio y volvimos a las rocas. Deshicimos el camino por la orilla, pero la marea había borrado cualquier tipo de huella de la señora Dupuis y el supuesto asesino.

Cuando Lucille sugirió que fuésemos a la policía, le respondí «De ninguna manera, el caso es nuestro». Los dos días siguientes los pasamos recorriendo el pueblo, las casas y casetas de la playa, orillas del río y merenderos cercanos. Nada.

Leíamos los periódicos, anuncios, letreros y todo aquello que pudiera darnos un indicio del paradero de lo que ya estábamos seguros sería un cadáver. Uno reticente al parecer.

La respuesta llegó cuando acompañé a mi amiga a la estación de autobuses a esperar a su abuela que llegaba de París. La primera persona en descender del vehículo fue la señora Dupuis, seguida de un señor muy alto. Nos lo presentó como su hermano, quien la había salvado de la granizada de aquella tarde de tormenta, empujándola hasta la cueva de las rocas donde se refugiaban de niños.

A pesar de nuestro primer fracaso, Lucille y yo no cejamos en nuestro empeño. Hoy ella es una reconocida escritora de novelas de misterio y yo inspector jefe de homicidios.

© Liliana Delucchi

Agua salada

Marieta Alonso

Era un atardecer de otoño tan hermoso que hacía soñar y se dejó caer en aquella alfombra de arena. Con ojos desorbitados vio aparecer en la orilla a un delfín moribundo, justo en el momento que llegaban los cuatro amigos. No perdieron tiempo. Dos de ellos se fueron en busca de los vigilantes que de inmediato tomaron las medidas necesarias para salvar a ese mamífero con tanta fama de inteligente.

Llegó la calma y, aunque el aire afilado les cortaba la cara, se metieron en el agua. Así un día y otro también, aunque lloviese, tronara o cayeran relámpagos. Solo una vez dejaron de hacerlo, un ciclón se lo impidió. No eran de mucho hablar y se despedían con una palmada de amistad. Los sábados se ponían de acuerdo en reencontrarse a la hora de la siesta para jugar al dominó, luego a nadar, y los domingos por la mañana se divertían en el frontón y por la tarde al baile después de la zambullida.

De una de esas casetas que había en la playa vio salir a la chica de sus sueños. Trabajo le costó conquistarla, aunque al fin lo logró. Tuvo una gran suerte. A ella también le gustaba nadar a diario, se unió sin poner pegas al grupo de amigos. Pasó el tiempo de noviazgo, llegó la boda y a los hijos que vinieron uno detrás de otro les inculcaron la pasión por el mar.

Era de esos hombres, comentaba su mujer, que «razonaban con el corazón». Siempre con su familia, con sus amigos, con su rutina. La economía familiar no era muy saneada, por lo que practicaban el método del sobre: uno para el alquiler, otro para la luz, otro para el gas…, los céntimos que encontraba en el bolsillo se los daba al primer mendigo que encontraba en la calle. Era su buena acción al comienzo del día.

Hoy faltó a su cita de la playa. Se fue sin decir adiós a las olas, a las rocas, a las casetas, sin dar lugar a un abrazo de «hasta luego».

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

La bicicleta

15 junio, 2022 por Akelarre 3 comentarios

Bicicleta en un desván

Bicicletas en un desván

Esta foto fue sacada de una casa en Normandía. No creo que se pueda decir nada en concreto de ella, solo significa la representación de esas dependencias que se quedan como trasteros.

Son lugares donde el tiempo se refugia manifestado en objetos diversos y crea en los propietarios una cierta culpa, un cierto desaire por ir dejando que se pueblen de cosas que no sabemos qué hacer con ellas y, a la vez, tampoco somos capaces de desprendernos.

Revolver estos sitios atrae recuerdos felices, sorpresas, curiosidad y también desata la imaginación de posibles situaciones asociadas a ellas, como en este caso a nuestras autoras que han contado historias de un artista que desea recuperar algo de su pasado; los recuerdos que despierta un cumpleaños; el anhelo por vivir en la casa soñada o los mágicos secretos guardados en un desván.

¡Qué bello recuerdo!

Cristina Vázquez

La casa de los ceibos rojos

Malena Teigeiro

Secretos mágicos

Liliana Delucchi

Aquellos tiempos

Marieta Alonso

¡Qué bello recuerdo!

Cristina Vázquez

El último visitante que se demoró después de la hora de cierre de la galería preguntó por el cuadro de las bicicletas. Era una mujer de estatura mediana que, sin llegar a gorda, tenía una constitución fuerte. El pelo rubio, algo descuidado, le daba un aire bohemio que contrastaba con la elegancia desgastada de su ropa. Mabel que gestionaba la venta de cuadros de la exposición le preguntó, como exigía Frank, si podría reconocer el lugar que representaba el lienzo.

—Nunca pensé que había que jugar a las adivinanzas para comprar un cuadro—su tono sonó impertinente.

—Lo siento —sonrió amable la vendedora—, pero es una exigencia del autor.

La mujer se dirigió a la salida con paso lento. A lo mejor hubiera estado dispuesta a pagar el doble, afirmó dándose media vuelta, pero le disgustaba el reto infantil de obligar a reconocer el lugar. En su tono brillaba una mezcla de sorna y desaliento. Se detuvo.

—Claro que sé dónde es.

Se subió el cuello de la gabardina y cerró la puerta de la galería con cierta violencia. Mabel vio cómo desaparecía pegada a la pared en la lluviosa tarde. ¡Qué persona tan desagradable!, ojalá no volviera. Mientras terminaba de recoger se le venía a la cabeza la intensidad de la clienta al observar el cuadro, e intuyó que podía ser a quien durante tanto tiempo Frank había esperado encontrar. Aunque le resultara extraña y antipática, con suerte, podía ser de una puñetera vez la persona esperada. Era una pesadez decir una y mil veces que ese cuadro solo se vendía bajo esas circunstancias y el autor se empeñara en colgarlo en todas las exposiciones.

Antes de irse, Mabel le llamó para darle cuenta de cómo había ido el día, los cuadros vendidos y la aparición de esa mujer que estaba interesada.

—Descríbemela —fue la reacción de Frank, alarmado.

Así lo hizo y él no paraba de recabar detalles. ¿No había podido enterarse del nombre, ni la dirección? ¿Se fijó si tenía una cicatriz en la frente? Tras un silencio empezó a hacerle algunas preguntas más que la chica fue incapaz de contestar. A partir de ese día, Frank decidió que pasaría todo el tiempo posible en la galería con la esperanza de que volviera. Era la primera vez, después de muchos años, que confió en que por fin fuera ella.

Esa noche, inquieto, volvió a pronunciar su nombre. Amina. Con una mezcla de esperanza y temor empezó a pensar que había sido un infantilismo, una romántica estupidez el dejar ese cuadro en todas las exposiciones como un juego de pistas, pero era una especie de homenaje a ella, a sus recuerdos.

Ese cuadro en realidad era una ilusión, la foto fija de unos años de su vida, los veranos de Normandía en la casa familiar. Representaba el cuarto de una dependencia alejada de la casa principal, donde se terminaron guardando cachivaches, bicicletas y herramientas en desuso. Fue el lugar mágico de la infancia y de su primer amor. Amina.

Ella iba a pasar el verano en la propiedad cercana de sus tíos. Era una niña que se mostraba solitaria y altiva, pero desde pequeños se enlazaron en una amistad que desembocó en un amor adolescente, lleno de promesas y planes de futuro.

Le sobresaltó la precipitada entrada de Mabel en el despacho de la galería.

—La señora ha vuelto y quiere verle.

—Hágala pasar.

Se apoderó de él un nerviosismo que le llenó de vitalidad. Cuánto tiempo hacía que no se sorprendía por ninguna emoción, y se dejó llevar para disfrutar su pulso acelerado y el temblor en las manos. Amina. No quiso pensar ni por un momento en la posibilidad de una decepción.

Al abrirse la puerta apareció una mujer robusta, de edad incierta, que caminaba con pesadez.

—¿Amina? ¿Eres Amina? —su voz titubeante delataba su incredulidad.

Ella levantó la cabeza y sus ojos traslucían inexpresividad. Sí, claro, si no ¿cómo iba a reconocer el cuadro? Se sentó frente a él con la mesa entre ambos.

—Menuda tontería de pregunta — su tono era despectivo.

Frank se acercó para darle un beso, expresarle la espera, la ilusión que había significado en su vida poder volver a verla. Ella permanecía con las manos en los bolsillos y la mirada fija en un punto sin interés. Al aproximarse pudo apreciar la pequeña y enrojecida cicatriz de la frente y que desprendía un ligero olor a comida, quizás a cebolla. Lo pensó mientras trataba de reconstruir la imagen de la altiva, frágil belleza de pelo ondulado con esta mujer sólida e indiferente. Intentó preguntarle por recuerdos comunes, por momentos y promesas a los que ella contestaba con un simple cabeceo.

Todo era muy bonito entonces, respondió levantándose, pero ya casi se le había olvidado y quería comprar el cuadro para guardarlo.

—Mi marido es un hombre bueno, pero un poco bruto —Frank se fijó que unas manchas oscuras salpicaban el dorso de sus manos gruesas—. Y no quiero que sigas con esta tontería y se vaya a enterar.

Iba a pedirle a la señorita que se lo envolviera para llevárselo. Sentía que no se hubiera casado ni tuviera hijos, continuó igual que si soltara un repertorio conocido o la lista de la compra. Esperaba que no fuera por culpa de ella. Algo parecido a una sonrisa atravesó su cara, pero pintaba muy bien. Observó que le faltaba un colmillo, por eso quizás no sonreía más, concluyó Frank.

—Nunca creí que triunfaras —Amina le miró con cierta expresión aborregada—. Entre otras causas, por eso me marché. ¡Dabas una lata con eso del arte!

© Cristina Vázquez

La casa de los ceibos rojos

Malena Teigeiro

La aldea en que Cibrán y Marina habían nacido se encontraba en lo alto de una montaña de Lugo. Y al igual que todas las de la comarca, las casas eran de piedra, con tejados de brillante pizarra que llegaban casi hasta el suelo. Lo único que la diferenciaba de las otras del concejo era que tenía correos, médico y farmacia.

Por las calles de barro y piedra de su aldea, Cibrán y Marina jugaron desde pequeños, por esas mismas calles se hicieron novios, y en ellas también forjaron un sueño: Contraer matrimonio y quedarse a vivir en la aldea para siempre.

Una tarde en que Cibrán, aquejado por un catarro, se acercó a la farmacia, comenzó a charlar con el dueño. El farmacéutico era un hombre mayor con deseos de jubilarse, pero que no lo hacía por no dejar a todos los vecinos de la comarca sin nadie que los atendiera, le comentó envolviendo un frasco de pastillas. A la mañana siguiente, el joven volvió con la idea de conversar con el farmacéutico. Como fuera, tenían que llegar a un acuerdo que fuera bueno para los dos, se repetía una y otra vez por el camino.

Sí. Tenía que conseguir que don Honorio lo esperara. Total solo eran dos años más de lo que le correspondía para jubilarse. Eso sí, mientras tanto, le prometería que durante sus vacaciones de verano, ellos se quedarían en la aldea atendiendo la botica.

Concertado el acuerdo, los jóvenes volvieron a Santiago y finalizaron sus carreras en Fonseca. Y juntos, cada verano, regresaban a su aldea para suplir la ausencia de don Honorio. Durante aquellos meses veraniegos, juntos también, paseaban por los alrededores de la aldea. Así fue como descubrieron la abandonada finca del indiano.

Casi sin esfuerzo, pudieron abrir la verja de flechas de hierro ya oxidado. Separaron zarzas, saltaron sobre ramas caídas, y pasearon por el completamente abandonado parque hasta encontrar el camino de entrada que en sus tiempos debió de ser de tierra. Plantados a ambos lados, entre matas, enredaderas y helechos, se erguía una hermosa palmera real y seis frondosos ceibos rojos. Sobre estos últimos, luego supieron que habían llegado desde Buenos Aires. Al fin llegaron al pie de los escalones de la puerta de entrada principal de la abandonada casa, un chaparro edificio de tres plantas, con una esbelta torre en el costado derecho. La puerta de entrada de aquella torre era casi más importante que la de la propia casa.

Cuando por la noche les hablaron a los padres de ella del interés de ambos por aquel edificio, se enteraron que lo había construido don José Lizán, un vecino del lugar, que había hecho fortuna en la Argentina. Sí, ése al que representaba el busto de piedra del jardincillo que estaba delante de la iglesia, comentó la madre de Marina. Al parecer, nunca se había casado ni tenido hijos. También les contaron que al parecer  el hombre había convivido con una india. Y bajando el tono de voz hasta casi un susurro, añadieron que se decía que aquella india era bruja. Según hablaban algunos, la mujer, a sabiendas de que cuando él volviera a su querida tierra ya nunca regresaría a Buenos Aires, le había dado una pócima que lo hizo dormir a su lado hasta que falleció. Así pues, la casa nunca estuvo habitada, y jamás se abrió, exclamó el padre de Marina dando una palmada en la mesa.

Con la firme decisión de que fuera su hogar, los muchachos comenzaron a indagar, casi como auténticos policías, hasta que se enteraron de que ahora pertenecía a unas monjitas, herederas de don José Lizán, quienes ni tan siquiera conocían su existencia. Sin mucho esfuerzo, ni mucho precio, y de nuevo con la ayuda de sus familiares, la compraron.

Al volver del notario, con la inmensa llave de hierro entre los dedos, Cibrán y Marina se dirigieron a su recién adquirida casa. Protegidos por la sombra de los ceibos rojos llegaron hasta los cinco escalones de la entrada. Abrieron la puerta y sin soltarse de la mano recorrieron el edificio. Descubrieron que la casa se encontraba en perfecto estado, casi como si esperara la llegada de su dueño de un momento a otro. Recorrieron las estancias descubriendo los muebles cubiertos por paños llenos de polvo, retiraron algunas alfombras roídas por ratas, y sacudieron las lámparas con los cristales enredados en telarañas. En cambio, al abrir la puerta que daba a la escalera de caracol de la torre vieron que se encontraba limpia, como si alguien subiera y bajara por ella con asiduidad. Marina, siguiendo a Cibrán, subió por ella. Ya en la parte alta, en lo que debía haber sido la biblioteca, apenas quedaba un trozo de suelo cubierto por la antigua tarima y unas cuantas vigas soportando el techo. Debajo de la ventana, desde la que se veía el rio, los montes y los prados que rodeaban la finca, había una bicicleta.

Aunque no se pudieran imaginar cómo esa bicicleta llegó a subir por las estrechas y empinadas escaleras del torreón, lo que más les sorprendió fue que la cadena estaba perfectamente engrasada y el cuero del sillín limpio y brillante, lo que demostraba que su uso era habitual.

Al día siguiente, una cuadrilla de albañiles tapió la puerta de entrada al torreón desde el interior de la casa, y otra de jardineros limpió con exquisito celo el camino enfilado por los mágicos ceibos rojos.

Ellos desde el mismo instante en que abandonaron la torre, habían decidido que el ánima de don José Lizán, el indiano que tanto había soñado con vivir en la casa que con tanto mimo y desde tan lejos se había construido, continuara disfrutando de la torre en donde sin duda vivía desde su fallecimiento.

© Malena Teigeiro

Secretos mágicos

Liliana Delucchi

María no era como las demás. De todos los amigos que mis hermanos invitaban a nuestra casa de verano, ella era diferente y no lo digo solo por ser la única entre los mayores que me hacía caso. Su andar era ligero, como si sus pies apenas rozaran el suelo, el movimiento de sus brazos, similar al de las bailarinas que vuelan por el escenario y su sonrisa… Cálida, amable y perenne.

Llegó una tarde de junio, con apenas una maleta, sus telas y pinceles. Yo estaba sentada en el porche, lejos del corro integrado por mi familia y las visitas, tratando de dilucidar si la luz que se colaba entre las ramas del nogal formaba la cara de un felino, de un ratón o de esa chica ñoña cuyo nombre no recuerdo, con la voz aflautada y palabras sin sentido. María se unió al grupo y, después de una taza de té, se acercó a mí. Compartimos el atardecer en silencio, como si el aire que nos envolvía fuera otro integrante del dúo que formábamos.

Después de cenar, dimos un paseo por el parque y la vimos por primera vez. Fue María quien señaló un grupo de magnolios.

—¿La has visto?

—Sí. ¿Tú también?

Me cogió de la mano y susurró que era nuestro secreto. Lo fue. El primero.

La mañana siguiente, cuando volvía de mi paseo con Jaime, el único niño de mi edad que había por los alrededores, la encontré en el parque, frente al atril, con su sombrero de paja, bosquejando los magnolios.

—No sabía que pintaras.

—Desde siempre. Deberías probarlo, es difícil atrapar un sueño.

—No fue un sueño. Yo la vi y tú también.

Me senté a su lado a contemplar cómo su mano daba forma a ese ser transparente que volaba entre las hojas. Después del almuerzo, cogimos las bicicletas y recorrimos los bosques aledaños, concentradas en el paisaje y los movimientos de los animales. Cuando le dije que me había parecido ver un duende, cambió de dirección y nos dirigimos hacia el lugar que le indiqué. No lo encontramos, sin embargo, al regresar a casa me sugirió que lo pintara. Sonrió ante mi mirada de sorpresa.

Instalamos nuestro taller de dibujo en la planta alta, donde hoy están las bicicletas que nos condujeron por los parajes mágicos en los cuales solo nosotras encontrábamos lo que nadie veía. Ahora, en medio de trastos y herramientas, tres de nuestros primeros bosquejos siguen pegados a una pared. Me acerco, los acaricio y me parece ver su eterna sonrisa a través de los cristales de la ventana.

María se fue cuando empezaron a caer las hojas. No llegó a ver el bosque amarillo y morado, ni sintió el viento que azotaba las ramas contra los cristales de este lugar que compartimos. El mismo que años más tarde fue testigo de mis escarceos amorosos. Encuentros y desencuentros con hombres cuyos nombres no recuerdo y cuya partida dejaba un regusto a melancolía y un vacío de desierto. Hasta que una siesta quiso poner una niña a mi soledad.

Mi bebé y yo partimos a la ciudad en busca de María. No había dejado de escribirme y fue fácil encontrar la tienda donde ilustraba los cuentos infantiles que ella misma escribía. A pesar del tiempo transcurrido, sus ojos, ya detrás de unas pequeñas gafas, mantenían el brillo de siempre y su abrazo nos rodeó con la calidez que necesitábamos. Me ofreció un té y preguntó por el nombre de mi pequeña.

—Hada —respondí con un guiño.

—Por supuesto. ¿Puedo ser su madrina?

© Liliana Delucchi

Aquellos tiempos

Marieta Alonso

Hoy me quedé pensando en la belleza escondida de las casas abandonadas y recordé el desván de mis abuelos, donde en un rincón aún está envuelta, con la lona verde de lo que fue una tienda de campaña, mi primera bicicleta. La que me trajeron los Reyes Magos cuando tenía siete años. Recuerdo aquella mañana en la que pedaleaba tan contento porque mi hermano mayor sujetaba el sillín para que no me fuera a caer. Las nubes lloraban a ratos, ni cuenta me daba. Que no tuviera miedo, me decía.

Hoy me quedé pensando en los huesos de fray Escoba, en las tetas de novicia ¡qué ricas!, llevaban anís, en las pelotas de frailes, en los mantecados hojaldrados de aquel convento de monjas al que mi madre llevó huevos para que no lloviese el día de mi boda. Los dulces los subían por el torno. Más de una vez, además del dinero, yo les dejaba gorriones, y eso que en aquel entonces no sabía que a estos pájaros curiosos y vivarachos, Galdós los comparaba con el jolgorio de los niños.

Hoy me quedé pensando que acabo de cumplir cien años. 100 años. Mi bisnieta ha puesto esos números que sirven de velas en la tarta que me ha hecho, que no es comprada, especificó. Y me quedé prendado de esos dos ceros, como si fueran dos ojos que me vigilaran para que no repitiera las travesuras cometidas a los siete.

Lamenté no tener la bicicleta a mano para frenar contra la tapia del castillo, o tal vez irme hasta el río a tirarle piedrecillas a los salmones que venían a desovar, o mejor aún, repetir la proeza de lanzar tan fuerte la pelota en aquel partido de fútbol que dio de lleno en la cabeza del alcalde. Lo dejó inconsciente durante unos breves minutos.

Suspiré.

Cuando no hay vuelta atrás de poco sirve el lamento.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

La romería

15 mayo, 2022 por Akelarre 4 comentarios

Cuentos sobre las romerías

La romería

La palabra romería viene de romero, nombre que designa a los peregrinos que se dirigen a Roma, y por extensión, a cualquier santuario.

Es un viaje o procesión en carros engalanados, a caballo o a pie. Los católicos van a un santuario o ermita a honrar a su virgen o santo patrón y suelen terminar con una fiesta en algún campo cercano a la que se unen quienes no son religiosos para disfrutar de la misma.

Desde el tercer siglo de nuestra era los cristianos participaron en romerías para visitar los sepulcros de los mártires. Tierra Santa fue por mucho tiempo el objeto piadoso de estos viajes los cuales, sin duda, se originaron durante las Cruzadas. La peregrinación a Santiago de Compostela ha sido, y sigue siendo, una de las más importantes, cuyos romeros proceden de todos los lugares del mundo.

Estas fiestas han despertado la imaginación de nuestras escritoras, dando lugar a la historia de una tormenta que puso fin a los planes de una enamorada; el hombre que quiere recuperar la vitalidad de su pueblo; la mujer que durante mucho tiempo logró esconder un recuerdo que le hacía daño y la madre que venga el dolor que infligieron a su hija.

Raíces

Cristina Vázquez

La tormenta

Malena Teigeiro

Desagravio

Liliana Delucchi

Romería a la ermita de la Virgen de la Soledad

Marieta Alonso

Raíces

Cristina Vázquez

Demasiado tiempo sin recordar, sin sentir. El hábito del desapego, la frialdad y la falta de deseo se habían instalado en su vida con la exactitud de una corteza de olmo. De tanto en tanto se hacía consciente de ello y en ese momento una chispa, una gota amarga se le deslizaba por alguna parte de su cuerpo. Marga lo notaba sobre todo en la garganta o como un medallón incómodo que le golpeara durante unas horas en el centro del pecho. A veces permanecía enquistado unos días. Le resultaba imposible expulsarlo, apartarlo de sí. Sabía que eso era el recuerdo que durante tanto tiempo había empujado hasta lo más hondo, hasta las entrañas, se repetía orgullosa durante los años que consiguió tenerlo escondido, dominado.

Esa noche venía a cenar un amigo de su hija que vivía en España y estaba de paso en Buenos Aires. Ella no sabía quién era ni le importaba, como tantos otros que de vez en cuando aparecían trayendo noticias de su país, al que no había vuelto desde hacía más de treinta años. Había echado el cerrojo a esa época de su vida y no tenía la menor voluntad de abrirlo.

Se lo encontró sentado en el porche de la casa. Su hija no había aparecido todavía y al ir a ofrecerle una copa mientras llegaba, casi pierde el aliento.

—Buenas noches —el chico, tras levantarse, se inclinó con cierta afectación—. Estaba deseando conocerla. He oído tanto hablar de ti.

Una sonrisa blanca iluminó la expresión de sus ojos azules mientras se pasaba la mano por el abundante pelo rubio. Se llamaba Manel. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, tardó en saludarle con amabilidad formal y preguntarle si quería beber algo.

—No creo que mi hija tarde en llegar —concluyó mientras de espaldas al chico ponía hielos en un vaso—. A estas horas el tráfico es tremendo.

Notaba detrás de ella la presencia, la sombra envolvente del joven y un tenue olor a canela. La edad coincidía. No podía pensar. El vaso se le resbaló de las manos produciendo un estrépito inadecuado a la quietud de la noche. Al ir a buscar algo para recoger observó a Manel que tiraba los hielos al césped. En ese momento supo que era él y un temblor incontenible la sacudió.

—No la encontraba —se disculpó enarbolando la fregona como una lanza.

El chico se la quitó de las manos y terminó de recoger los cristales y el líquido con habilidad. La instrucción en el barco, sonrió. Por fin se sentaron cada uno con una copa que ella bebió demasiado deprisa. Necesitaba calmar sus nervios.

El barco en el que estaba haciendo las prácticas había llegado al puerto bonaerense hacía dos días, afirmó Manel, y al siguiente ya se iban a seguir su recorrido. La manera de torcer la cabeza al hablar y la risa fácil y bronca, hicieron que sintiera como esa corteza se iba resquebrajando.

—Me costó localizar a tu hija —al retirarse el pelo de la frente, vio la pequeña e indeleble marca en la muñeca de Manel.

Se bajó la manga casi con violencia para ocultar la suya, mientras oía al chico contarle que ella era un mito en el pueblo. Cómo había conseguido crear su empresa y hacerse un nombre en América.

—Todo un ejemplo, el triunfo del emigrante —alzó su vaso.

Le escuchaba buscando el matiz, el parecido, lo diferente y dejaba que la inundara una savia escondida, una emoción oxidada. Preguntó por sus padres, los recordaba con cariño, argumentó con elegante lejanía.

—Mi padre hace años que murió y mi madre va a hacer ocho meses —sus ojos se ensombrecieron—. Pobre, sufrió bastante, pero al menos pude pasar un tiempo con ella y cuidarla.

Subió la cara, fue una madre maravillosa, esa suerte había tenido y pidió permiso para rellenar los vasos.

—No sé de cuánto te acuerdas del pueblo, pero ha cambiado mucho —aseguró con cierto orgullo—. Aunque ya no vivo ahí, vuelvo siempre para la romería.

Le encantaba esa fiesta y no perder las raíces. Además, iban a restaurar el viejo caserón de don Mauricio que lo abandonó al poco de marcharse ella y nunca había vuelto.

—O eso me contó mi madre.

Marga afirmaba a todo con la cabeza. La referencia a don Mauricio, como le llamaba el chico, la devolvió a una mezcla de melancolía y desespero. Malditos tiempos aquellos, maldito hombre que la obligó a irse con amenazas casi de muerte y de hundir a su familia. Maldita juventud suya que bebía los vientos por quien no debía. Sentía una terrible contradicción. ¿Hubiera preferido no volver nunca a verle o tenerlo ahí delante hecho un hombre era un inesperado regalo de la vida? Manel. Pidió a su familia que le llamaran con ese nombre y solo años después supo a quién lo habían entregado. También supo que eran buena gente y siempre les mando dinero de forma anónima.

Se oyó el ruido de la puerta y los pasos de la hija que se disculpaba por su retraso. Abrazó al joven.

—Qué ilusión conocerte por fin —sonrió ampliamente—. No desmereces los elogios de tu enamorada.

Se giró hacia su madre. Había contactado con Clara, la hija de Mauricio y futura mujer de Manel. Se estaban escribiendo desde hacía tiempo y era la que le informaba de lo que ocurría.

—Como en esta casa está prohibido hablar del pueblo y de tu familia —hizo un guiño a su madre—. Pues a escondidas me he enterado de lo que pasa por ahí.

Con la encantadora frivolidad de la trasgresión, la frescura de sus palabras denotaba una inocencia pícara. Se giró hacia Manel.

—No sabes cómo se pone cuando me empeño en que quiero ir a la romería, conocer mis raíces —puso el brazo sobre los hombros de su madre—. Ya se ha puesto pálida ¿lo ves?

Inmóvil, Marga negaba imperceptiblemente con la cabeza, al tiempo que susurraba imposible, imposible.

Los titubeantes ruidos del jardín envolvieron el silencio.

© Cristina Vázquez

La tormenta

Malena Teigeiro

El aire de la montaña le había dejado la piel del rostro roja. ¿O quizá había sido el sol? Cualquier cosa antes de reconocer delante de su madre el porqué de sus calores.

Los habitantes de Touriño, decían ellos, estaban orgullosos de vivir en una pequeña ciudad, y cuando lo hacían ponían los ojos en blanco contando que hasta el Rey, de vez en cuando, visitaba su castillo. También hablaban con regocijo de la esplendorosa boda de la hija de los dueños de aquella mole de piedra con un joven príncipe llegado de un país lejano. Sin embargo, Marta no era de la misma opinión. Ella odiaba aquel pueblucho en donde la única diversión eran las Fiestas de la Santa Patrona. Y como no estaba dispuesta a que su vida fuera dibujada por una serie de aburridas grandezas, había decidido que se iría a vivir a Coruña. Quizá a Vigo. Le daba igual. Y si no, en cuanto pudiera ahorrar un poco se iría en el primer barco que atracara en uno de esos puertos. Con todo esto bien decidido y algunos dineros en un sobre que guardaba debajo de un ladrillo, vivía más o menos tranquila.

Su relativa tranquilidad le fue arrebatada por la presencia de Juan. Era alto, moreno, y de fácil hablar, habla que acompañaba con el movimientos de las manos. A ella aquellas manos de dedos largos, limpios, sin arañazos, y que movía con tanta elegancia, le recordaban las alas de las palomas. En cuanto lo vio, pensó que quizá fuera La Patrona quien se lo enviaba. Que quizá no tuviera que irse a vivir a Vigo ni a Coruña, ni mucho menos emigrar a La Habana. Sin duda, él era quien la podría sacar de aquella aldea.

El joven había venido a pasar el verano con su anciano abuelo, dueño del viejo castillo que levantado sobre un pequeño monte, en vez de guardar la aldea, la cubría con su tenebrosa sombra. Desde que llegó, el muchacho solía salir del castillo todas las mañanas acompañando al anciano señor. Ambos daban largos paseos a caballo por los bosques que cercaban la aldea. Ella, después de mucho pensar, decidió que la forma de poder entablar una conversación con él, era hacerse la encontradiza. Escondida entre los árboles, estudió el camino, los horarios. Y cuando ya lo tuvo todo claro, un día sí, otro no, luego uno sí y otro también, se cruzaba en su camino por los montes. Y cuando eso sucedía, el abuelo de Juan bajaba la cabeza llevándose dos dedos al sombrero, lo que a la joven la hacía feliz. Aquel caballero que apenas se veía por la aldea, la saludaba como si fuera una elegante dama. Su acompañante, del que Marta estaba cada vez más enamorada, imitaba aquel gesto con una alegre sonrisa.

Una de las mañanas en que escondida entre las matas esperaba la aparición de la pareja, lo vio cabalgar solo. Al cruzarse con ella el muchacho, luego de saludarla, se detuvo dispuesto a acompañarla. No recordaba cómo, pero comenzaron una divertida conversación. Al día siguiente, además de saludarla, le contó de sus estudios y de su vida en el país extranjero. Y así, el amor de Marta por él creció y creció con una profundidad inesperada. Y fue todavía mayor cuando tres días después la besó.

En la soledad de su casa, Marta comenzó a pergeñar un plan. El día de la Romería de la Santa, cuando hubieran bailado y bebido unos vasos de vino ¾quizá mejor agua ardiente¾, y cuando ya casi hubiera oscurecido, se lo llevaría al bosque que se encontraba justo detrás del campo de la feria. Estaba segura de que cuando la tuviera entre sus brazos, ella conseguiría que le hiciera el amor. Su plan era perfecto.

La mañana de la Fiesta de la Santa Patrona amaneció radiante. Acompañada por sus padres Marta entró en la fría iglesia. Sin embargo, sintió que una ola de calor la inundaba cuando Juan, sentado junto a su abuelo en el banco principal, le sonrió. Sonrisas que continuaron durante la comida en las mesas del campo de la feria. Tal y como había pensado, Juan la sacó a bailar, y animado por ella, se bebió varios vasos de agua ardiente. Ya se estaba retirando el sol cuando percibieron que la niebla, espesa, oscura, acompañada de una ligera lluvia cubría el campo. Los músicos dejaron de tocar y con rapidez recogieron sus instrumentos. Cualquiera que hubiera nacido en la aldea conocía que detrás de aquello la tormenta llegaría. Sin despedirse, Juan corrió junto a su abuelo que ya se encaminaba hacia el automóvil.

Con las lágrimas mezcladas con la lluvia, Marta lo vio desaparecer. Lloró con airada congoja hasta su casa. Al llegar se secó los ojos. No quería que sus padres la vieran tan descompuesta.

¿Cómo iba a decirles que no le quedaba otro remedio que emigrar a La Habana?

© Malena Teigeiro

Desagravio

Liliana Delucchi

Sin más compañía que la sombra que dibuja a su espalda el sol de la mañana, Angustias atraviesa las calles en dirección al prado donde se celebrará la romería. El pueblo está vacío, con la única presencia de la ropa que se balancea en las sogas que cruzan de balcón a balcón.

Un gato cruza por delante y la hace mirar hacia abajo para descubrir que no ha sido lo pulcra que había pretendido. Se sienta sobre el escalón de una de las casas y con un poco de saliva limpia el rastro de sangre que ha quedado en una de sus zapatillas.

Como dijo una vez mi madre, un escupitajo a tiempo lo salva todo. Espero que no haya quedado mancha. De todos modos, en medio de la algarabía de los bailes y los comienzos de lo que acabará en estruendosas borracheras, ninguna de esas brujas se fijará, y si lo hacen siempre puedo decir que estuve matando una gallina en casa de la señora. Porque en la casa en la que sirvo, sí que se come, no como en las que ellas friegan, donde ni los mendrugos son del día.

El aire que se cuela por debajo del sayo le produce un repentino temblor. Apura el paso, las campanas anuncian el comienzo de la misa. No llegas tarde, Angustias, nadie sospechará de ti.

Terminado el rezo y con la bendición del párroco, dará comienzo la fiesta. Las carretas ya están en formación, los jóvenes alardean de sus atuendos y empiezan a entonar canciones; las ancianas se dirigen a la plaza y forman un corro para iniciar la primera sesión de cotilleos. Se quitan la palabra la una a la otra; sus miradas suspicaces recorren el semicírculo para corroborar que sus sospechas sobre la conducta de alguna de ellas son ciertas: un hijo acusado de robo, una nuera descubierta en situación dudosa… Hasta una sopa con poca sal es motivo de deshonra.

En medio del grupo, Angustias mira hacia la calle. Teme la aparición del Guardia Civil, ese gordo con la nariz colorada por el orujo, la chaqueta lustrosa a causa de manchones y el pelo ralo, que anda husmeando por donde no debe. Ella ha dejado la puerta bien cerrada, incluso ha puesto una frazada a los pies de los cadáveres para que la sangre no salga por debajo de la tranquera.

Ya verás, Sagrario, lo que les pasa a las jóvenes presumidas que van por ahí quitando el novio a las otras. Sí, tu Adela es rubia y tiene buen tipo, pero iba por el pueblo con la nariz para arriba y nadie la quería, solo mi Bernarda, que la ayudaba con el huerto, que le enseñó a sacar lustre a los cacharros y ¿qué recibió en pago? Que le quitara el novio.

Días sin comer estuvo la pobre, hasta que sus caderas redondas quedaron como estacas. Pero mi hija tiene madre, una madre ha de velar por el honor de su hija y esa malnacida de Adela va a pagar por su traición.

Ahí estaban los dos tortolitos, en la casa de la colina, ella bordando, él mirándola con arrobo. ¿Cómo está doña Angustias?, tuvo el coraje de preguntarme el muy mierda. ¿Cómo iba a estar? Furiosa.

No se lo esperaban. No fue difícil. No para alguien acostumbrada a degollar terneros. Ahora sí que van a estar juntos para siempre.

Angustias retoma el camino. Se acerca con paso seguro a la pradera sembrada con los colores de los trajes, tibia por el sol de esa primavera recién estrenada, con las montañas aún con nieve a lo lejos. Allí están sus vecinas, marcando el ritmo del baile con el pie, batiendo palmas, riendo. Angustias las sorprende con una sonrisa que desde hace tiempo no luce y se dirige a una de ellas:

—Bueno, Sagrario, ¿cómo está tu Adela?

—Muy contenta, preparando su ajuar.

© Liliana Delucchi

Romería a la ermita de la Virgen de la Soledad

Marieta Alonso

Mi pueblo, que está a los pies de un macizo, tiene una calle bien ancha, cinco callejuelas estrechas en pendiente y el doble de pasadizos siempre hacia arriba. En la principal está la iglesia de San Antonio, sin cura fijo, la bodega del Emiliano que solo vende vino, y la botica de don Facundo con más hierbas que medicamentos.

Hubo un tiempo en que teníamos Ayuntamiento, luego vino a menos. Hoy moramos en él un niño de ocho años, los padres del chaval y tres jóvenes solteras que según mi vecina como no aparezca algún forastero se quedan para vestir santos. Luego estamos los viejos, doce, mayoría absoluta. Según el último censo éramos veinte, pero dos se fueron este invierno.

Dicho así podría parecer deprimente, pero no, mi pueblo tiene solera. De las treinta casas que hay en pie, solo nueve están ocupadas, y cinco conservan un escudo en la fachada principal. Hay una ermita a dos kilómetros de distancia que es la envidia de todo el valle, dedicada a la Virgen de la Soledad a la que vamos cada año en romería.

A pesar de haber cumplido dos veces cuarenta abriles, no paro de trabajar. Tengo una vieja mula, la Jacinta, que es el ser más vago de este mundo, pero remedia. Me sirve para trabajar como transportista, ya que de lunes a viernes llevo al chico al colegio más cercano que está a unos tres kilómetros casi cuatro, compro el pan para mis paisanos, puntillas y cintas para la Antonia, el aguardiente de don Tomás... Regreso y hago el reparto. Trabajo la huerta. Luego comemos el animalico y yo. Me tumbo a la siesta y otra vez al camino para traer al niño.

Yendo al ritmo de mi Jacinta he recordado que yo de joven generaba antojos, que si hubiese sido un poco sinvergüenza lo mismo habría engendrado dos docenas de hijos y hoy mi pueblo bulliría de gente. Pero no fue así. Demasiado tímido.

Aquí se necesita savia joven, pienso. Hablaré con don Facundo por si tiene algún elixir del amor. Mientras lo encuentra voy a correr la voz, de que sería del agrado de la Virgen de la Soledad que en la romería de este año por cada chupito de vino que los mozos bebiesen se besara a una joven casadera. Y si luego la relación fuera a más, sería de obligado cumplimiento venir a vivir aquí, el lugar donde nací, donde se facilitaría vivienda con escudo a muy buen precio.

Y contra todo pronóstico… Surtió efecto.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

El reloj

15 abril, 2022 por Akelarre 1 comentario

Relatos cortos sobre el tiempo y el reloj

El reloj

El reloj más antiguo conocido fue encontrado en Egipto. En el siglo XIII se introdujo la idea de hacer todas las horas del mismo largo y no fue hasta el XV en que estas estuvieron en uso general.

«Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.» Julio Cortázar.

Venganza

Cristina Vázquez

Tic, tac. Tic, tac

Malena Teigeiro

Las horas muertas

Liliana Delucchi

Ante todo: un caballero

Marieta Alonso

Venganza

Cristina Vázquez

Comenzó a tener el hábito de la displicencia y al escuchar a las personas aplicaba el preciso juicio del ejecutor. ¡Condenado! En general esa era su conclusión, lo que le producía una incómoda inquietud.

Nadie satisfacía su exigencia y las conversaciones empezaban a carecer de interés. Palabrería. Simple palabrería inculta y poco edificante, se decía desencantado. Y su boca apiñonada tras el estrecho bigote se descolgaba en un gesto que contenía el desprecio por lo que acababa de oír. Aunque él sabía que esa inquietud la causaba otro motivo.

Solo su educación y fortuna hacían posible que la gente le siguiera tratando. Sobre cómo había conseguido ser tan rico corrían muchas historias: negrero en su juventud o haber destripado a una esposa que nadie conoció, eran las más frecuentes que se contaban. Pero su soledad era un hecho, como sus buenas maneras que tampoco nadie supo dónde y cómo las había adquirido.

Tenía la costumbre don Ramiro de caminar al anochecer por el paseo marítimo, a esa hora incierta en que el sol se recoge. A la gente ya no le extrañaba ver su oscura y erguida figura desplazarse con la exactitud y rigidez de un autómata. Una de esas tardes llamó su atención un brillo pequeño pero intenso en medio de la arena cercana al murete del paseo. Bajó los escalones y se acercó a ver qué era. Los finos botines se le llenaron de arena, pero algo en ese brillo le dominaba y, pese a la incomodidad de andar sobre ese incierto suelo, aceleró el paso igual que si temiera que algo pudiera arrebatarle lo que intuía.

—Dios mío —murmuró desolado al cogerlo.

Se puso en pie con dificultad y sacudió el reloj que acababa de sacar de entre la arena. Eso era lo que brillaba y sintió las sienes sacudidas por un imparable galope. Las manos le temblaban. No era posible. Después de tantos años.

Se sentó en el escalón y respiró hondo para tranquilizarse. Concentrado en el objeto que tenía entre sus manos, lo limpió con el pañuelo y al abrir la tapa, temeroso, confirmó que era el temido reloj. Le vino a la cabeza la cara de aquel hombre al que dio por muerto antes de arrojarlo al mar, después de robarle su fortuna. No consiguió quitarle el reloj, con las prisas la cadenilla se quedó enredada en su chaleco. Muchas noches se le aparecía la cara del hombre flotando en el agua.

Creía que se iba a desmayar. Al rato, ya repuesto, se levantó con torpeza igual que si le hubieran echado encima un fardo de veinte años. Se guardó el reloj en el bolsillo y volvió a su casa con paso lento e irregular. No contestó al saludo de nadie. Quería llegar cuanto antes.

Ya en el escritorio y bajo la luz intensa de la lampara lo volvió a limpiar con mimo. Lo sacudió, y con la tapa abierta pasó las yemas de sus dedos por las iniciales grabadas. Igual que un furtivo que no quisiera ser visto apagó la luz y soltó un alarido que acabó en incontenible llanto. Sus brazos colgaban sin fuerza a los lados de su cuerpo. Se tomó un coñac de la licorera tallada que tenía en su despacho, dijo que no quería cenar y se sentó en la veranda del jardín.

La noche caía lenta, casi somnolienta y don Ramiro no encendió ninguna luz. Permanecía en una tensa inmovilidad. Giraba la cabeza cada vez que oía algún ruido y así pasaron cuatro horas que fue comprobando en el reloj que sostenía en las manos. Al cabo de ese tiempo decidió que no iba a suceder nada. Eran elucubraciones suyas. Estaba perdiendo la cabeza y permitía que sus recuerdos tomaran una presencia inadecuada. Él, que era un hombre que siempre había dominado sus sentimientos, que se consideraba superior por haber conseguido en la vida lo que se propuso, de ahí su displicencia por el resto, no podía ahora dejarse arrastrar por esos estúpidos y ya casi irreales recuerdos.

—Basta, Ramiro —dijo en voz alta para sí mismo—. Basta.

En el momento que iba a levantarse notó una mano en su hombro y algo frio y cortante en la garganta. Tembló. Le sujetaron el pelo con fuerza y no opuso resistencia.

—Demasiados años has disfrutado de lo mío —oyó a su espalda—. Pero la venganza se acaba cumpliendo.

A la mañana siguiente se oyeron gritos en la casa. Encontraron a don Ramiro con el cuello cortado y un reloj colgando de la mano.

 

© Cristina Vázquez

Tic, tac. Tic, tac

Malena Teigeiro

La hora en punto. Mirarlo le fascinaba. Aquel reloj no era como los demás. Su esfera dejaba ver la maquinaria, lo que le permitía observar las ruedecitas girando para engranarse entre los dientes de las otras. Tenía una campanilla que le anunciaba el cambio de hora. Él, cuando estaba ya próximo ese momento, cerraba los ojos con satisfacción: una hora más, se decía exhalando un profundo suspiro. Poco a poco comenzó a pensar que con ese reloj sí podría realizar su sueño. Convencido, una tarde abrió la vitrina y se lo llevó.

Según se dirigía a su casa, sin soltarlo de la leontina lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Temblaba de emoción al sentir el tic tac en su pecho. Hasta creyó que su corazón se acompasaba a él.

Después de cenar se vistió con la camisa blanca de cuello duro y el traje de alpaca azul. Luego, se calzó sus mejores zapatos, que antes había limpiado con auténtico esmero. Se repasó el peinado y se echó sobre la cama. Con el reloj entre los dedos se dispuso a esperar. Era tanta su ilusión por conocer la hora concreta de su muerte que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Para él no era lo mismo si ocurría a una hora en punto, o si bien lo hacía a la media, o entre un intervalo de minutos. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse despierto. Quizá hubiera sido mejor elegir otro método distinto al del frasco de pastillas, pensó. Si se quedaba dormido, fallecería sin conocer la hora. Tan entretenido estaba y tantos esfuerzos hizo para no cerrar los ojos, que no percibió el ruido de los zapatones por las escaleras. Tampoco escuchó los golpes que tiraron la puerta.

Eran unos hombres uniformados quienes entraron en su habitación. Al verlo en la cama, se sorprendieron. La campanita dio las seis. Todavía no, se dijo. Con un leve movimiento de mano les indicó que lo dejaran solo. Uno de ellos se le acercó y le colocó el pulgar en el cuello. Él no se inmutó. Eran las seis y cuarto cuando entraron dos hombres y una mujer con chalecos amarillos y una camilla. Por más que rogaba que lo dejaran tranquilo, lo llevaron al hospital. Allí le quitaron el reloj. Y como ya no podía conocer la hora exacta de su fallecimiento, pensó en que no había motivo para morir. Y se salvó.

Cuando salió del hospital en donde siempre estuvo acompañado por unos guardias muy agradables, lo trasladaron a un edificio de ladrillo rojo. Pronto comprendió que aquello era un manicomio. No entendía muy bien por qué lo habían llevado allí. Al parecer tenían miedo de que volviera a tomar las pastillas. ¡Qué tontería! Mientras no tuviera su reloj, ¿para qué las iba a tomar si no podía conocer la hora?

Meses después cuando le preguntó al Juez si le podía informar de por qué lo iba a juzgar, este, de muy buenas maneras, le informó de que el juicio era por «Robo en el Museo de la Ciudad».

Intentó explicarle que él no había tenido intención de robar nada. Que si lo había cogido era solo porque aquel reloj de bolsillo daba las horas y los cuartos y las medias, lo que le permitiría conocer exactamente la hora de su muerte. Le resultó imposible hacerse comprender. Nadie, ni siquiera el Magistrado entendió su motivo. Lo condenaron a ocho años, de los cuales ya llevaba cuatro.

En la cárcel se encontraba a gusto, pero echaba de menos su reloj. El que tenía era de esos de pila, no hacía tic tac, ni tenía números romanos y tampoco campanita. Era uno como cualquier otro. No como el que había cogido de la vitrina del museo. Recordaba que sonaron las alarmas, que la gente corría. Él no. Entre todo aquel bullicio caminó muy despacio, por lo que nadie lo siguió. Sin embargo, al visionar las cintas sospecharon de él. Uno de los ujieres le contó al juez que el acusado –ese era él– iba todas las tardes al museo y que siempre se detenía delante de la vitrina del objeto robado. El empleado del museo no mentía, aseveró. La diferencia entre lo que el hombre le había relatado al señor Juez y lo que él hizo se encontraba en que él se había llevado el reloj prestado. Sí, prestado. Solo tenía la intención de utilizarlo durante unas horas. Por más que insistió en que lo único que quería era conocer la hora exacta de su fallecimiento, nadie lo comprendió.

¿Para qué iba a querer aquel reloj después de haber muerto, señor Juez?

 

© Malena Teigeiro

Las horas muertas

Liliana Delucchi

—Mira lo que descubrí, abuela. ¿Me lo puedo quedar?

Laura levanta la vista de su bordado y se baja los anteojos para mirar por encima de ellos. Tarda unos segundos en enfocar a su nieta quien, de pie junto a una mesilla, parece tener algo que cuelga de sus dedos.

Sabe lo que es.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En uno de los cajones del escritorio del abuelo.

—Déjalo en su sitio, no me gusta que revuelvas entre sus cosas. Y no. No te lo puedes quedar.

La anciana regresa a sus hilos a la espera de que esa preadolescente curiosa abandone la estancia. Cuando escucha la puerta cerrarse se da cuenta de que una mancha roja ha salpicado su punto de cruz. Se chupa el dedo. No es nada, solo un pinchazo. Esta niña me ha distraído.

Sin embargo, no puede concentrarse en el bordado. Mira hacia los ventanales y le parece verlo en el jardín. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¡Qué más da! Ya pasó.

Esa noche un torbellino de recuerdos no la deja conciliar el sueño. Vuelve a su mente una madrugada de invierno, cuando la despertó su doncella para decirle que la policía estaba en el salón. Bajó las escaleras envuelta en su bata de seda y encontró a unos hombres uniformados junto a sus hijos. Alberto y Pablo con caras de consternación. Los visitantes con expresión de malas noticias.

—Han encontrado a papá sentado en el banco de una plaza. Muerto. Un ataque al corazón.

No recuerda quién de los dos lo dijo, solo que se cogió al respaldo de una silla para mantenerse en pie. ¿Muerto? ¿En una plaza? Pero si él odiaba los paseos bajo los árboles, a los críos con sus niñeras y hasta a los perros que se le acercaban a olisquearlo.

Los días siguientes están envueltos en la bruma de la morgue, visitas de pésame y abogados. El entierro se mantiene nítido en su mente, como la mañana de sol en que tuvo lugar. Y aquella mujer, alejada de los parientes y amigos, apoyada contra el mausoleo de los Álzaga, vestida de luto y con la cara hinchada por el llanto. Nadie supo decirle quién era. O nadie quiso.

Hay cosas que es mejor no saber, Laura, repetía su hermana una y otra vez. Y aunque ella hubiese preferido mantenerse en la ignorancia, siempre alguien opina lo contrario.

Así fue como se enteró de que a José María el ataque al corazón no le sobrevino mientras paseaba por el parque, sino en un burdel al que era asiduo. Sus amigos lo sacaron de la cama de su amante, lo vistieron y sentaron en aquel banco para dar cierta dignidad a su muerte. Hasta le colgaron del chaleco el reloj del que nunca se separaba. Se había detenido en las ocho menos veinte, la hora exacta de su muerte.

¿Cuántos momentos pasó con ese objeto en las manos, intentando discernir lo ocurrido? Le hacía preguntas que ningún tic tac contestaba, acariciando el cristal y la cadena, hasta que un día lo escondió en el fondo de un cajón del escritorio. Hoy su nieta lo había encontrado.

Su matrimonio fue como muchos de aquella época: Joven guapa y de buena familia, sin más pretensiones que ser esposa y madre, se casa con apuesto y acaudalado hombre, un poco mayor, pero bien situado. Una relación tranquila, sin una palabra más alta que la otra, con vacaciones a orillas del mar y cenas con muchos invitados. ¿Tranquila? Para Laura sí, pero parece que para su marido no. Recuerda que le solicitaba un poco de creatividad en sus relaciones sexuales, ella se persignaba y escondía la cara en la almohada hasta que él abandonaba el dormitorio.

¡Pobre José María! Yo lo empujé a los brazos de otras mujeres, hasta que encontró en el burdel una especial. Alicia Garmendia. Con el tiempo supo su nombre, fue cuando leyeron el testamento. ¿Lo habría amado? Él a ella sí, estaba segura.

Laura se cubre la cabeza con el edredón, pero no logra tapar sus pensamientos. Se levanta, se pone las zapatillas y atraviesa el silencio de la casa hasta el despacho que fuera de José María. Sabe exactamente dónde encontrarlo. Abre el cajón con suavidad, intentando no hacer ruido. Allí está, mudo como desde hace tantos años. Sus manos lo cogen con mimo, lo acaricia y lo esconde entre los pliegues de su bata. Mañana, se dice, mañana lo haré.

Al día siguiente llama a la oficina del notario de la familia. Él sabrá su dirección, ya que todos los meses le envía dinero.

Cuando Alicia Garmendia abre la puerta, Laura extiende su mano con el reloj.

—Él hubiese querido que se lo quedara.

 

© Liliana Delucchi

Ante todo: un caballero

Marieta Alonso

Comenzaron las campanadas. Cuatro en total. Busqué el reloj de pared que emitía aquel fuerte sonido, y lo hallé al lado de la puerta. Un rayo de luna alumbraba el cadáver que no mostró síntomas de impaciencia. A su alrededor dormitaban la viuda y dos criadas. No había nadie más en aquella casa solitaria, salvo yo, que nunca he tenido buenas intenciones y vigilaba a través de la ventana. Mañana sería otra cosa, el pueblo entero vendría a rendirle homenaje al que fuera primero empresario con mucha suerte y luego alcalde con muchas obras.

Tenía que actuar esa noche. La tapa de la caja era fácil de abrir y con mi pericia en un santiamén podría librar al difunto de cualquier peso. Luego le daría dos palmaditas en la cara agradeciéndole el detalle de no interponerse en mi camino. No lograba comprender esa manía de enterrar a los muertos con sus cosas más preciadas. ¡Si los cementerios solo son un campo de calcio!

Déjate de elucubrar y aligera, pensé. ¿Quién en su sano juicio me podría asegurar que algún sobrino surgido de las tinieblas, no decidiera quitarle el reloj, el anillo que lucía en el dedo y la cadena enganchada al cuello? Recordé que me corroboró un día que se los celebré que todo era de oro de dieciocho quilates. A la viuda no había que tenerla en cuenta, tenía ratoncitos en la cabeza. Espabila que se hace tarde. Profanar tumbas daba mucho trabajo, que si la pala, que si… Nada, ¡Venga ahora!

De niño mi madre me susurraba al oído que no había nadie que careciera de valor. Creo que soy la excepción. Me dedico al arte de robar y hasta ahora he tenido suerte, pero tiendo a ser un cobarde congénito.

Basta ya de palabrería barata. Vamos, entra por la ventana sin hacer ruido. Ante el féretro me quité el sombrero en señal de respeto. Todo iba bien, ya tenía el reloj de pulsera y el anillo. Pero al levantarle un poco la cabeza para sacar la cadena sin hacerle daño, el muerto abrió los ojos. La dejé caer sobre la almohada fúnebre y los ojos se cerraron, volví a levantarla y los ojos se abrieron. A la tercera le susurré: Vale, quédate con la cadena si tanta ilusión te hace.

A veces los muertos tienen unas reacciones muy extrañas y debo reconocer que yo soy muy cumplido. Me largué de allí, no sin antes arramplar con todo lo que pude y también con el enorme reloj que se hizo notar al dar una campanada. ¡Parece mentira lo rápido que pasan treinta minutos!

 

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

  • 1
  • 2
  • 3
  • …
  • 9
  • Página siguiente »

Copyright © 2023 Nuevo Akelarre Literario. Todos los derechos reservados
Aviso Legal | Política de privacidad | Cookies
Diseño gráfico de Patricia Sánchez | Web realizada por Natalia Grech