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La bicicleta

15 junio, 2022 por Akelarre 3 comentarios

Bicicleta en un desván

Bicicletas en un desván

Esta foto fue sacada de una casa en Normandía. No creo que se pueda decir nada en concreto de ella, solo significa la representación de esas dependencias que se quedan como trasteros.

Son lugares donde el tiempo se refugia manifestado en objetos diversos y crea en los propietarios una cierta culpa, un cierto desaire por ir dejando que se pueblen de cosas que no sabemos qué hacer con ellas y, a la vez, tampoco somos capaces de desprendernos.

Revolver estos sitios atrae recuerdos felices, sorpresas, curiosidad y también desata la imaginación de posibles situaciones asociadas a ellas, como en este caso a nuestras autoras que han contado historias de un artista que desea recuperar algo de su pasado; los recuerdos que despierta un cumpleaños; el anhelo por vivir en la casa soñada o los mágicos secretos guardados en un desván.

¡Qué bello recuerdo!

Cristina Vázquez

La casa de los ceibos rojos

Malena Teigeiro

Secretos mágicos

Liliana Delucchi

Aquellos tiempos

Marieta Alonso

¡Qué bello recuerdo!

Cristina Vázquez

El último visitante que se demoró después de la hora de cierre de la galería preguntó por el cuadro de las bicicletas. Era una mujer de estatura mediana que, sin llegar a gorda, tenía una constitución fuerte. El pelo rubio, algo descuidado, le daba un aire bohemio que contrastaba con la elegancia desgastada de su ropa. Mabel que gestionaba la venta de cuadros de la exposición le preguntó, como exigía Frank, si podría reconocer el lugar que representaba el lienzo.

—Nunca pensé que había que jugar a las adivinanzas para comprar un cuadro—su tono sonó impertinente.

—Lo siento —sonrió amable la vendedora—, pero es una exigencia del autor.

La mujer se dirigió a la salida con paso lento. A lo mejor hubiera estado dispuesta a pagar el doble, afirmó dándose media vuelta, pero le disgustaba el reto infantil de obligar a reconocer el lugar. En su tono brillaba una mezcla de sorna y desaliento. Se detuvo.

—Claro que sé dónde es.

Se subió el cuello de la gabardina y cerró la puerta de la galería con cierta violencia. Mabel vio cómo desaparecía pegada a la pared en la lluviosa tarde. ¡Qué persona tan desagradable!, ojalá no volviera. Mientras terminaba de recoger se le venía a la cabeza la intensidad de la clienta al observar el cuadro, e intuyó que podía ser a quien durante tanto tiempo Frank había esperado encontrar. Aunque le resultara extraña y antipática, con suerte, podía ser de una puñetera vez la persona esperada. Era una pesadez decir una y mil veces que ese cuadro solo se vendía bajo esas circunstancias y el autor se empeñara en colgarlo en todas las exposiciones.

Antes de irse, Mabel le llamó para darle cuenta de cómo había ido el día, los cuadros vendidos y la aparición de esa mujer que estaba interesada.

—Descríbemela —fue la reacción de Frank, alarmado.

Así lo hizo y él no paraba de recabar detalles. ¿No había podido enterarse del nombre, ni la dirección? ¿Se fijó si tenía una cicatriz en la frente? Tras un silencio empezó a hacerle algunas preguntas más que la chica fue incapaz de contestar. A partir de ese día, Frank decidió que pasaría todo el tiempo posible en la galería con la esperanza de que volviera. Era la primera vez, después de muchos años, que confió en que por fin fuera ella.

Esa noche, inquieto, volvió a pronunciar su nombre. Amina. Con una mezcla de esperanza y temor empezó a pensar que había sido un infantilismo, una romántica estupidez el dejar ese cuadro en todas las exposiciones como un juego de pistas, pero era una especie de homenaje a ella, a sus recuerdos.

Ese cuadro en realidad era una ilusión, la foto fija de unos años de su vida, los veranos de Normandía en la casa familiar. Representaba el cuarto de una dependencia alejada de la casa principal, donde se terminaron guardando cachivaches, bicicletas y herramientas en desuso. Fue el lugar mágico de la infancia y de su primer amor. Amina.

Ella iba a pasar el verano en la propiedad cercana de sus tíos. Era una niña que se mostraba solitaria y altiva, pero desde pequeños se enlazaron en una amistad que desembocó en un amor adolescente, lleno de promesas y planes de futuro.

Le sobresaltó la precipitada entrada de Mabel en el despacho de la galería.

—La señora ha vuelto y quiere verle.

—Hágala pasar.

Se apoderó de él un nerviosismo que le llenó de vitalidad. Cuánto tiempo hacía que no se sorprendía por ninguna emoción, y se dejó llevar para disfrutar su pulso acelerado y el temblor en las manos. Amina. No quiso pensar ni por un momento en la posibilidad de una decepción.

Al abrirse la puerta apareció una mujer robusta, de edad incierta, que caminaba con pesadez.

—¿Amina? ¿Eres Amina? —su voz titubeante delataba su incredulidad.

Ella levantó la cabeza y sus ojos traslucían inexpresividad. Sí, claro, si no ¿cómo iba a reconocer el cuadro? Se sentó frente a él con la mesa entre ambos.

—Menuda tontería de pregunta — su tono era despectivo.

Frank se acercó para darle un beso, expresarle la espera, la ilusión que había significado en su vida poder volver a verla. Ella permanecía con las manos en los bolsillos y la mirada fija en un punto sin interés. Al aproximarse pudo apreciar la pequeña y enrojecida cicatriz de la frente y que desprendía un ligero olor a comida, quizás a cebolla. Lo pensó mientras trataba de reconstruir la imagen de la altiva, frágil belleza de pelo ondulado con esta mujer sólida e indiferente. Intentó preguntarle por recuerdos comunes, por momentos y promesas a los que ella contestaba con un simple cabeceo.

Todo era muy bonito entonces, respondió levantándose, pero ya casi se le había olvidado y quería comprar el cuadro para guardarlo.

—Mi marido es un hombre bueno, pero un poco bruto —Frank se fijó que unas manchas oscuras salpicaban el dorso de sus manos gruesas—. Y no quiero que sigas con esta tontería y se vaya a enterar.

Iba a pedirle a la señorita que se lo envolviera para llevárselo. Sentía que no se hubiera casado ni tuviera hijos, continuó igual que si soltara un repertorio conocido o la lista de la compra. Esperaba que no fuera por culpa de ella. Algo parecido a una sonrisa atravesó su cara, pero pintaba muy bien. Observó que le faltaba un colmillo, por eso quizás no sonreía más, concluyó Frank.

—Nunca creí que triunfaras —Amina le miró con cierta expresión aborregada—. Entre otras causas, por eso me marché. ¡Dabas una lata con eso del arte!

© Cristina Vázquez

La casa de los ceibos rojos

Malena Teigeiro

La aldea en que Cibrán y Marina habían nacido se encontraba en lo alto de una montaña de Lugo. Y al igual que todas las de la comarca, las casas eran de piedra, con tejados de brillante pizarra que llegaban casi hasta el suelo. Lo único que la diferenciaba de las otras del concejo era que tenía correos, médico y farmacia.

Por las calles de barro y piedra de su aldea, Cibrán y Marina jugaron desde pequeños, por esas mismas calles se hicieron novios, y en ellas también forjaron un sueño: Contraer matrimonio y quedarse a vivir en la aldea para siempre.

Una tarde en que Cibrán, aquejado por un catarro, se acercó a la farmacia, comenzó a charlar con el dueño. El farmacéutico era un hombre mayor con deseos de jubilarse, pero que no lo hacía por no dejar a todos los vecinos de la comarca sin nadie que los atendiera, le comentó envolviendo un frasco de pastillas. A la mañana siguiente, el joven volvió con la idea de conversar con el farmacéutico. Como fuera, tenían que llegar a un acuerdo que fuera bueno para los dos, se repetía una y otra vez por el camino.

Sí. Tenía que conseguir que don Honorio lo esperara. Total solo eran dos años más de lo que le correspondía para jubilarse. Eso sí, mientras tanto, le prometería que durante sus vacaciones de verano, ellos se quedarían en la aldea atendiendo la botica.

Concertado el acuerdo, los jóvenes volvieron a Santiago y finalizaron sus carreras en Fonseca. Y juntos, cada verano, regresaban a su aldea para suplir la ausencia de don Honorio. Durante aquellos meses veraniegos, juntos también, paseaban por los alrededores de la aldea. Así fue como descubrieron la abandonada finca del indiano.

Casi sin esfuerzo, pudieron abrir la verja de flechas de hierro ya oxidado. Separaron zarzas, saltaron sobre ramas caídas, y pasearon por el completamente abandonado parque hasta encontrar el camino de entrada que en sus tiempos debió de ser de tierra. Plantados a ambos lados, entre matas, enredaderas y helechos, se erguía una hermosa palmera real y seis frondosos ceibos rojos. Sobre estos últimos, luego supieron que habían llegado desde Buenos Aires. Al fin llegaron al pie de los escalones de la puerta de entrada principal de la abandonada casa, un chaparro edificio de tres plantas, con una esbelta torre en el costado derecho. La puerta de entrada de aquella torre era casi más importante que la de la propia casa.

Cuando por la noche les hablaron a los padres de ella del interés de ambos por aquel edificio, se enteraron que lo había construido don José Lizán, un vecino del lugar, que había hecho fortuna en la Argentina. Sí, ése al que representaba el busto de piedra del jardincillo que estaba delante de la iglesia, comentó la madre de Marina. Al parecer, nunca se había casado ni tenido hijos. También les contaron que al parecer  el hombre había convivido con una india. Y bajando el tono de voz hasta casi un susurro, añadieron que se decía que aquella india era bruja. Según hablaban algunos, la mujer, a sabiendas de que cuando él volviera a su querida tierra ya nunca regresaría a Buenos Aires, le había dado una pócima que lo hizo dormir a su lado hasta que falleció. Así pues, la casa nunca estuvo habitada, y jamás se abrió, exclamó el padre de Marina dando una palmada en la mesa.

Con la firme decisión de que fuera su hogar, los muchachos comenzaron a indagar, casi como auténticos policías, hasta que se enteraron de que ahora pertenecía a unas monjitas, herederas de don José Lizán, quienes ni tan siquiera conocían su existencia. Sin mucho esfuerzo, ni mucho precio, y de nuevo con la ayuda de sus familiares, la compraron.

Al volver del notario, con la inmensa llave de hierro entre los dedos, Cibrán y Marina se dirigieron a su recién adquirida casa. Protegidos por la sombra de los ceibos rojos llegaron hasta los cinco escalones de la entrada. Abrieron la puerta y sin soltarse de la mano recorrieron el edificio. Descubrieron que la casa se encontraba en perfecto estado, casi como si esperara la llegada de su dueño de un momento a otro. Recorrieron las estancias descubriendo los muebles cubiertos por paños llenos de polvo, retiraron algunas alfombras roídas por ratas, y sacudieron las lámparas con los cristales enredados en telarañas. En cambio, al abrir la puerta que daba a la escalera de caracol de la torre vieron que se encontraba limpia, como si alguien subiera y bajara por ella con asiduidad. Marina, siguiendo a Cibrán, subió por ella. Ya en la parte alta, en lo que debía haber sido la biblioteca, apenas quedaba un trozo de suelo cubierto por la antigua tarima y unas cuantas vigas soportando el techo. Debajo de la ventana, desde la que se veía el rio, los montes y los prados que rodeaban la finca, había una bicicleta.

Aunque no se pudieran imaginar cómo esa bicicleta llegó a subir por las estrechas y empinadas escaleras del torreón, lo que más les sorprendió fue que la cadena estaba perfectamente engrasada y el cuero del sillín limpio y brillante, lo que demostraba que su uso era habitual.

Al día siguiente, una cuadrilla de albañiles tapió la puerta de entrada al torreón desde el interior de la casa, y otra de jardineros limpió con exquisito celo el camino enfilado por los mágicos ceibos rojos.

Ellos desde el mismo instante en que abandonaron la torre, habían decidido que el ánima de don José Lizán, el indiano que tanto había soñado con vivir en la casa que con tanto mimo y desde tan lejos se había construido, continuara disfrutando de la torre en donde sin duda vivía desde su fallecimiento.

© Malena Teigeiro

Secretos mágicos

Liliana Delucchi

María no era como las demás. De todos los amigos que mis hermanos invitaban a nuestra casa de verano, ella era diferente y no lo digo solo por ser la única entre los mayores que me hacía caso. Su andar era ligero, como si sus pies apenas rozaran el suelo, el movimiento de sus brazos, similar al de las bailarinas que vuelan por el escenario y su sonrisa… Cálida, amable y perenne.

Llegó una tarde de junio, con apenas una maleta, sus telas y pinceles. Yo estaba sentada en el porche, lejos del corro integrado por mi familia y las visitas, tratando de dilucidar si la luz que se colaba entre las ramas del nogal formaba la cara de un felino, de un ratón o de esa chica ñoña cuyo nombre no recuerdo, con la voz aflautada y palabras sin sentido. María se unió al grupo y, después de una taza de té, se acercó a mí. Compartimos el atardecer en silencio, como si el aire que nos envolvía fuera otro integrante del dúo que formábamos.

Después de cenar, dimos un paseo por el parque y la vimos por primera vez. Fue María quien señaló un grupo de magnolios.

—¿La has visto?

—Sí. ¿Tú también?

Me cogió de la mano y susurró que era nuestro secreto. Lo fue. El primero.

La mañana siguiente, cuando volvía de mi paseo con Jaime, el único niño de mi edad que había por los alrededores, la encontré en el parque, frente al atril, con su sombrero de paja, bosquejando los magnolios.

—No sabía que pintaras.

—Desde siempre. Deberías probarlo, es difícil atrapar un sueño.

—No fue un sueño. Yo la vi y tú también.

Me senté a su lado a contemplar cómo su mano daba forma a ese ser transparente que volaba entre las hojas. Después del almuerzo, cogimos las bicicletas y recorrimos los bosques aledaños, concentradas en el paisaje y los movimientos de los animales. Cuando le dije que me había parecido ver un duende, cambió de dirección y nos dirigimos hacia el lugar que le indiqué. No lo encontramos, sin embargo, al regresar a casa me sugirió que lo pintara. Sonrió ante mi mirada de sorpresa.

Instalamos nuestro taller de dibujo en la planta alta, donde hoy están las bicicletas que nos condujeron por los parajes mágicos en los cuales solo nosotras encontrábamos lo que nadie veía. Ahora, en medio de trastos y herramientas, tres de nuestros primeros bosquejos siguen pegados a una pared. Me acerco, los acaricio y me parece ver su eterna sonrisa a través de los cristales de la ventana.

María se fue cuando empezaron a caer las hojas. No llegó a ver el bosque amarillo y morado, ni sintió el viento que azotaba las ramas contra los cristales de este lugar que compartimos. El mismo que años más tarde fue testigo de mis escarceos amorosos. Encuentros y desencuentros con hombres cuyos nombres no recuerdo y cuya partida dejaba un regusto a melancolía y un vacío de desierto. Hasta que una siesta quiso poner una niña a mi soledad.

Mi bebé y yo partimos a la ciudad en busca de María. No había dejado de escribirme y fue fácil encontrar la tienda donde ilustraba los cuentos infantiles que ella misma escribía. A pesar del tiempo transcurrido, sus ojos, ya detrás de unas pequeñas gafas, mantenían el brillo de siempre y su abrazo nos rodeó con la calidez que necesitábamos. Me ofreció un té y preguntó por el nombre de mi pequeña.

—Hada —respondí con un guiño.

—Por supuesto. ¿Puedo ser su madrina?

© Liliana Delucchi

Aquellos tiempos

Marieta Alonso

Hoy me quedé pensando en la belleza escondida de las casas abandonadas y recordé el desván de mis abuelos, donde en un rincón aún está envuelta, con la lona verde de lo que fue una tienda de campaña, mi primera bicicleta. La que me trajeron los Reyes Magos cuando tenía siete años. Recuerdo aquella mañana en la que pedaleaba tan contento porque mi hermano mayor sujetaba el sillín para que no me fuera a caer. Las nubes lloraban a ratos, ni cuenta me daba. Que no tuviera miedo, me decía.

Hoy me quedé pensando en los huesos de fray Escoba, en las tetas de novicia ¡qué ricas!, llevaban anís, en las pelotas de frailes, en los mantecados hojaldrados de aquel convento de monjas al que mi madre llevó huevos para que no lloviese el día de mi boda. Los dulces los subían por el torno. Más de una vez, además del dinero, yo les dejaba gorriones, y eso que en aquel entonces no sabía que a estos pájaros curiosos y vivarachos, Galdós los comparaba con el jolgorio de los niños.

Hoy me quedé pensando que acabo de cumplir cien años. 100 años. Mi bisnieta ha puesto esos números que sirven de velas en la tarta que me ha hecho, que no es comprada, especificó. Y me quedé prendado de esos dos ceros, como si fueran dos ojos que me vigilaran para que no repitiera las travesuras cometidas a los siete.

Lamenté no tener la bicicleta a mano para frenar contra la tapia del castillo, o tal vez irme hasta el río a tirarle piedrecillas a los salmones que venían a desovar, o mejor aún, repetir la proeza de lanzar tan fuerte la pelota en aquel partido de fútbol que dio de lleno en la cabeza del alcalde. Lo dejó inconsciente durante unos breves minutos.

Suspiré.

Cuando no hay vuelta atrás de poco sirve el lamento.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

La romería

15 mayo, 2022 por Akelarre 4 comentarios

Cuentos sobre las romerías

La romería

La palabra romería viene de romero, nombre que designa a los peregrinos que se dirigen a Roma, y por extensión, a cualquier santuario.

Es un viaje o procesión en carros engalanados, a caballo o a pie. Los católicos van a un santuario o ermita a honrar a su virgen o santo patrón y suelen terminar con una fiesta en algún campo cercano a la que se unen quienes no son religiosos para disfrutar de la misma.

Desde el tercer siglo de nuestra era los cristianos participaron en romerías para visitar los sepulcros de los mártires. Tierra Santa fue por mucho tiempo el objeto piadoso de estos viajes los cuales, sin duda, se originaron durante las Cruzadas. La peregrinación a Santiago de Compostela ha sido, y sigue siendo, una de las más importantes, cuyos romeros proceden de todos los lugares del mundo.

Estas fiestas han despertado la imaginación de nuestras escritoras, dando lugar a la historia de una tormenta que puso fin a los planes de una enamorada; el hombre que quiere recuperar la vitalidad de su pueblo; la mujer que durante mucho tiempo logró esconder un recuerdo que le hacía daño y la madre que venga el dolor que infligieron a su hija.

Raíces

Cristina Vázquez

La tormenta

Malena Teigeiro

Desagravio

Liliana Delucchi

Romería a la ermita de la Virgen de la Soledad

Marieta Alonso

Raíces

Cristina Vázquez

Demasiado tiempo sin recordar, sin sentir. El hábito del desapego, la frialdad y la falta de deseo se habían instalado en su vida con la exactitud de una corteza de olmo. De tanto en tanto se hacía consciente de ello y en ese momento una chispa, una gota amarga se le deslizaba por alguna parte de su cuerpo. Marga lo notaba sobre todo en la garganta o como un medallón incómodo que le golpeara durante unas horas en el centro del pecho. A veces permanecía enquistado unos días. Le resultaba imposible expulsarlo, apartarlo de sí. Sabía que eso era el recuerdo que durante tanto tiempo había empujado hasta lo más hondo, hasta las entrañas, se repetía orgullosa durante los años que consiguió tenerlo escondido, dominado.

Esa noche venía a cenar un amigo de su hija que vivía en España y estaba de paso en Buenos Aires. Ella no sabía quién era ni le importaba, como tantos otros que de vez en cuando aparecían trayendo noticias de su país, al que no había vuelto desde hacía más de treinta años. Había echado el cerrojo a esa época de su vida y no tenía la menor voluntad de abrirlo.

Se lo encontró sentado en el porche de la casa. Su hija no había aparecido todavía y al ir a ofrecerle una copa mientras llegaba, casi pierde el aliento.

—Buenas noches —el chico, tras levantarse, se inclinó con cierta afectación—. Estaba deseando conocerla. He oído tanto hablar de ti.

Una sonrisa blanca iluminó la expresión de sus ojos azules mientras se pasaba la mano por el abundante pelo rubio. Se llamaba Manel. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, tardó en saludarle con amabilidad formal y preguntarle si quería beber algo.

—No creo que mi hija tarde en llegar —concluyó mientras de espaldas al chico ponía hielos en un vaso—. A estas horas el tráfico es tremendo.

Notaba detrás de ella la presencia, la sombra envolvente del joven y un tenue olor a canela. La edad coincidía. No podía pensar. El vaso se le resbaló de las manos produciendo un estrépito inadecuado a la quietud de la noche. Al ir a buscar algo para recoger observó a Manel que tiraba los hielos al césped. En ese momento supo que era él y un temblor incontenible la sacudió.

—No la encontraba —se disculpó enarbolando la fregona como una lanza.

El chico se la quitó de las manos y terminó de recoger los cristales y el líquido con habilidad. La instrucción en el barco, sonrió. Por fin se sentaron cada uno con una copa que ella bebió demasiado deprisa. Necesitaba calmar sus nervios.

El barco en el que estaba haciendo las prácticas había llegado al puerto bonaerense hacía dos días, afirmó Manel, y al siguiente ya se iban a seguir su recorrido. La manera de torcer la cabeza al hablar y la risa fácil y bronca, hicieron que sintiera como esa corteza se iba resquebrajando.

—Me costó localizar a tu hija —al retirarse el pelo de la frente, vio la pequeña e indeleble marca en la muñeca de Manel.

Se bajó la manga casi con violencia para ocultar la suya, mientras oía al chico contarle que ella era un mito en el pueblo. Cómo había conseguido crear su empresa y hacerse un nombre en América.

—Todo un ejemplo, el triunfo del emigrante —alzó su vaso.

Le escuchaba buscando el matiz, el parecido, lo diferente y dejaba que la inundara una savia escondida, una emoción oxidada. Preguntó por sus padres, los recordaba con cariño, argumentó con elegante lejanía.

—Mi padre hace años que murió y mi madre va a hacer ocho meses —sus ojos se ensombrecieron—. Pobre, sufrió bastante, pero al menos pude pasar un tiempo con ella y cuidarla.

Subió la cara, fue una madre maravillosa, esa suerte había tenido y pidió permiso para rellenar los vasos.

—No sé de cuánto te acuerdas del pueblo, pero ha cambiado mucho —aseguró con cierto orgullo—. Aunque ya no vivo ahí, vuelvo siempre para la romería.

Le encantaba esa fiesta y no perder las raíces. Además, iban a restaurar el viejo caserón de don Mauricio que lo abandonó al poco de marcharse ella y nunca había vuelto.

—O eso me contó mi madre.

Marga afirmaba a todo con la cabeza. La referencia a don Mauricio, como le llamaba el chico, la devolvió a una mezcla de melancolía y desespero. Malditos tiempos aquellos, maldito hombre que la obligó a irse con amenazas casi de muerte y de hundir a su familia. Maldita juventud suya que bebía los vientos por quien no debía. Sentía una terrible contradicción. ¿Hubiera preferido no volver nunca a verle o tenerlo ahí delante hecho un hombre era un inesperado regalo de la vida? Manel. Pidió a su familia que le llamaran con ese nombre y solo años después supo a quién lo habían entregado. También supo que eran buena gente y siempre les mando dinero de forma anónima.

Se oyó el ruido de la puerta y los pasos de la hija que se disculpaba por su retraso. Abrazó al joven.

—Qué ilusión conocerte por fin —sonrió ampliamente—. No desmereces los elogios de tu enamorada.

Se giró hacia su madre. Había contactado con Clara, la hija de Mauricio y futura mujer de Manel. Se estaban escribiendo desde hacía tiempo y era la que le informaba de lo que ocurría.

—Como en esta casa está prohibido hablar del pueblo y de tu familia —hizo un guiño a su madre—. Pues a escondidas me he enterado de lo que pasa por ahí.

Con la encantadora frivolidad de la trasgresión, la frescura de sus palabras denotaba una inocencia pícara. Se giró hacia Manel.

—No sabes cómo se pone cuando me empeño en que quiero ir a la romería, conocer mis raíces —puso el brazo sobre los hombros de su madre—. Ya se ha puesto pálida ¿lo ves?

Inmóvil, Marga negaba imperceptiblemente con la cabeza, al tiempo que susurraba imposible, imposible.

Los titubeantes ruidos del jardín envolvieron el silencio.

© Cristina Vázquez

La tormenta

Malena Teigeiro

El aire de la montaña le había dejado la piel del rostro roja. ¿O quizá había sido el sol? Cualquier cosa antes de reconocer delante de su madre el porqué de sus calores.

Los habitantes de Touriño, decían ellos, estaban orgullosos de vivir en una pequeña ciudad, y cuando lo hacían ponían los ojos en blanco contando que hasta el Rey, de vez en cuando, visitaba su castillo. También hablaban con regocijo de la esplendorosa boda de la hija de los dueños de aquella mole de piedra con un joven príncipe llegado de un país lejano. Sin embargo, Marta no era de la misma opinión. Ella odiaba aquel pueblucho en donde la única diversión eran las Fiestas de la Santa Patrona. Y como no estaba dispuesta a que su vida fuera dibujada por una serie de aburridas grandezas, había decidido que se iría a vivir a Coruña. Quizá a Vigo. Le daba igual. Y si no, en cuanto pudiera ahorrar un poco se iría en el primer barco que atracara en uno de esos puertos. Con todo esto bien decidido y algunos dineros en un sobre que guardaba debajo de un ladrillo, vivía más o menos tranquila.

Su relativa tranquilidad le fue arrebatada por la presencia de Juan. Era alto, moreno, y de fácil hablar, habla que acompañaba con el movimientos de las manos. A ella aquellas manos de dedos largos, limpios, sin arañazos, y que movía con tanta elegancia, le recordaban las alas de las palomas. En cuanto lo vio, pensó que quizá fuera La Patrona quien se lo enviaba. Que quizá no tuviera que irse a vivir a Vigo ni a Coruña, ni mucho menos emigrar a La Habana. Sin duda, él era quien la podría sacar de aquella aldea.

El joven había venido a pasar el verano con su anciano abuelo, dueño del viejo castillo que levantado sobre un pequeño monte, en vez de guardar la aldea, la cubría con su tenebrosa sombra. Desde que llegó, el muchacho solía salir del castillo todas las mañanas acompañando al anciano señor. Ambos daban largos paseos a caballo por los bosques que cercaban la aldea. Ella, después de mucho pensar, decidió que la forma de poder entablar una conversación con él, era hacerse la encontradiza. Escondida entre los árboles, estudió el camino, los horarios. Y cuando ya lo tuvo todo claro, un día sí, otro no, luego uno sí y otro también, se cruzaba en su camino por los montes. Y cuando eso sucedía, el abuelo de Juan bajaba la cabeza llevándose dos dedos al sombrero, lo que a la joven la hacía feliz. Aquel caballero que apenas se veía por la aldea, la saludaba como si fuera una elegante dama. Su acompañante, del que Marta estaba cada vez más enamorada, imitaba aquel gesto con una alegre sonrisa.

Una de las mañanas en que escondida entre las matas esperaba la aparición de la pareja, lo vio cabalgar solo. Al cruzarse con ella el muchacho, luego de saludarla, se detuvo dispuesto a acompañarla. No recordaba cómo, pero comenzaron una divertida conversación. Al día siguiente, además de saludarla, le contó de sus estudios y de su vida en el país extranjero. Y así, el amor de Marta por él creció y creció con una profundidad inesperada. Y fue todavía mayor cuando tres días después la besó.

En la soledad de su casa, Marta comenzó a pergeñar un plan. El día de la Romería de la Santa, cuando hubieran bailado y bebido unos vasos de vino ¾quizá mejor agua ardiente¾, y cuando ya casi hubiera oscurecido, se lo llevaría al bosque que se encontraba justo detrás del campo de la feria. Estaba segura de que cuando la tuviera entre sus brazos, ella conseguiría que le hiciera el amor. Su plan era perfecto.

La mañana de la Fiesta de la Santa Patrona amaneció radiante. Acompañada por sus padres Marta entró en la fría iglesia. Sin embargo, sintió que una ola de calor la inundaba cuando Juan, sentado junto a su abuelo en el banco principal, le sonrió. Sonrisas que continuaron durante la comida en las mesas del campo de la feria. Tal y como había pensado, Juan la sacó a bailar, y animado por ella, se bebió varios vasos de agua ardiente. Ya se estaba retirando el sol cuando percibieron que la niebla, espesa, oscura, acompañada de una ligera lluvia cubría el campo. Los músicos dejaron de tocar y con rapidez recogieron sus instrumentos. Cualquiera que hubiera nacido en la aldea conocía que detrás de aquello la tormenta llegaría. Sin despedirse, Juan corrió junto a su abuelo que ya se encaminaba hacia el automóvil.

Con las lágrimas mezcladas con la lluvia, Marta lo vio desaparecer. Lloró con airada congoja hasta su casa. Al llegar se secó los ojos. No quería que sus padres la vieran tan descompuesta.

¿Cómo iba a decirles que no le quedaba otro remedio que emigrar a La Habana?

© Malena Teigeiro

Desagravio

Liliana Delucchi

Sin más compañía que la sombra que dibuja a su espalda el sol de la mañana, Angustias atraviesa las calles en dirección al prado donde se celebrará la romería. El pueblo está vacío, con la única presencia de la ropa que se balancea en las sogas que cruzan de balcón a balcón.

Un gato cruza por delante y la hace mirar hacia abajo para descubrir que no ha sido lo pulcra que había pretendido. Se sienta sobre el escalón de una de las casas y con un poco de saliva limpia el rastro de sangre que ha quedado en una de sus zapatillas.

Como dijo una vez mi madre, un escupitajo a tiempo lo salva todo. Espero que no haya quedado mancha. De todos modos, en medio de la algarabía de los bailes y los comienzos de lo que acabará en estruendosas borracheras, ninguna de esas brujas se fijará, y si lo hacen siempre puedo decir que estuve matando una gallina en casa de la señora. Porque en la casa en la que sirvo, sí que se come, no como en las que ellas friegan, donde ni los mendrugos son del día.

El aire que se cuela por debajo del sayo le produce un repentino temblor. Apura el paso, las campanas anuncian el comienzo de la misa. No llegas tarde, Angustias, nadie sospechará de ti.

Terminado el rezo y con la bendición del párroco, dará comienzo la fiesta. Las carretas ya están en formación, los jóvenes alardean de sus atuendos y empiezan a entonar canciones; las ancianas se dirigen a la plaza y forman un corro para iniciar la primera sesión de cotilleos. Se quitan la palabra la una a la otra; sus miradas suspicaces recorren el semicírculo para corroborar que sus sospechas sobre la conducta de alguna de ellas son ciertas: un hijo acusado de robo, una nuera descubierta en situación dudosa… Hasta una sopa con poca sal es motivo de deshonra.

En medio del grupo, Angustias mira hacia la calle. Teme la aparición del Guardia Civil, ese gordo con la nariz colorada por el orujo, la chaqueta lustrosa a causa de manchones y el pelo ralo, que anda husmeando por donde no debe. Ella ha dejado la puerta bien cerrada, incluso ha puesto una frazada a los pies de los cadáveres para que la sangre no salga por debajo de la tranquera.

Ya verás, Sagrario, lo que les pasa a las jóvenes presumidas que van por ahí quitando el novio a las otras. Sí, tu Adela es rubia y tiene buen tipo, pero iba por el pueblo con la nariz para arriba y nadie la quería, solo mi Bernarda, que la ayudaba con el huerto, que le enseñó a sacar lustre a los cacharros y ¿qué recibió en pago? Que le quitara el novio.

Días sin comer estuvo la pobre, hasta que sus caderas redondas quedaron como estacas. Pero mi hija tiene madre, una madre ha de velar por el honor de su hija y esa malnacida de Adela va a pagar por su traición.

Ahí estaban los dos tortolitos, en la casa de la colina, ella bordando, él mirándola con arrobo. ¿Cómo está doña Angustias?, tuvo el coraje de preguntarme el muy mierda. ¿Cómo iba a estar? Furiosa.

No se lo esperaban. No fue difícil. No para alguien acostumbrada a degollar terneros. Ahora sí que van a estar juntos para siempre.

Angustias retoma el camino. Se acerca con paso seguro a la pradera sembrada con los colores de los trajes, tibia por el sol de esa primavera recién estrenada, con las montañas aún con nieve a lo lejos. Allí están sus vecinas, marcando el ritmo del baile con el pie, batiendo palmas, riendo. Angustias las sorprende con una sonrisa que desde hace tiempo no luce y se dirige a una de ellas:

—Bueno, Sagrario, ¿cómo está tu Adela?

—Muy contenta, preparando su ajuar.

© Liliana Delucchi

Romería a la ermita de la Virgen de la Soledad

Marieta Alonso

Mi pueblo, que está a los pies de un macizo, tiene una calle bien ancha, cinco callejuelas estrechas en pendiente y el doble de pasadizos siempre hacia arriba. En la principal está la iglesia de San Antonio, sin cura fijo, la bodega del Emiliano que solo vende vino, y la botica de don Facundo con más hierbas que medicamentos.

Hubo un tiempo en que teníamos Ayuntamiento, luego vino a menos. Hoy moramos en él un niño de ocho años, los padres del chaval y tres jóvenes solteras que según mi vecina como no aparezca algún forastero se quedan para vestir santos. Luego estamos los viejos, doce, mayoría absoluta. Según el último censo éramos veinte, pero dos se fueron este invierno.

Dicho así podría parecer deprimente, pero no, mi pueblo tiene solera. De las treinta casas que hay en pie, solo nueve están ocupadas, y cinco conservan un escudo en la fachada principal. Hay una ermita a dos kilómetros de distancia que es la envidia de todo el valle, dedicada a la Virgen de la Soledad a la que vamos cada año en romería.

A pesar de haber cumplido dos veces cuarenta abriles, no paro de trabajar. Tengo una vieja mula, la Jacinta, que es el ser más vago de este mundo, pero remedia. Me sirve para trabajar como transportista, ya que de lunes a viernes llevo al chico al colegio más cercano que está a unos tres kilómetros casi cuatro, compro el pan para mis paisanos, puntillas y cintas para la Antonia, el aguardiente de don Tomás... Regreso y hago el reparto. Trabajo la huerta. Luego comemos el animalico y yo. Me tumbo a la siesta y otra vez al camino para traer al niño.

Yendo al ritmo de mi Jacinta he recordado que yo de joven generaba antojos, que si hubiese sido un poco sinvergüenza lo mismo habría engendrado dos docenas de hijos y hoy mi pueblo bulliría de gente. Pero no fue así. Demasiado tímido.

Aquí se necesita savia joven, pienso. Hablaré con don Facundo por si tiene algún elixir del amor. Mientras lo encuentra voy a correr la voz, de que sería del agrado de la Virgen de la Soledad que en la romería de este año por cada chupito de vino que los mozos bebiesen se besara a una joven casadera. Y si luego la relación fuera a más, sería de obligado cumplimiento venir a vivir aquí, el lugar donde nací, donde se facilitaría vivienda con escudo a muy buen precio.

Y contra todo pronóstico… Surtió efecto.

© Marieta Alonso

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El reloj

15 abril, 2022 por Akelarre 1 comentario

Relatos cortos sobre el tiempo y el reloj

El reloj

El reloj más antiguo conocido fue encontrado en Egipto. En el siglo XIII se introdujo la idea de hacer todas las horas del mismo largo y no fue hasta el XV en que estas estuvieron en uso general.

«Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.» Julio Cortázar.

Venganza

Cristina Vázquez

Tic, tac. Tic, tac

Malena Teigeiro

Las horas muertas

Liliana Delucchi

Ante todo: un caballero

Marieta Alonso

Venganza

Cristina Vázquez

Comenzó a tener el hábito de la displicencia y al escuchar a las personas aplicaba el preciso juicio del ejecutor. ¡Condenado! En general esa era su conclusión, lo que le producía una incómoda inquietud.

Nadie satisfacía su exigencia y las conversaciones empezaban a carecer de interés. Palabrería. Simple palabrería inculta y poco edificante, se decía desencantado. Y su boca apiñonada tras el estrecho bigote se descolgaba en un gesto que contenía el desprecio por lo que acababa de oír. Aunque él sabía que esa inquietud la causaba otro motivo.

Solo su educación y fortuna hacían posible que la gente le siguiera tratando. Sobre cómo había conseguido ser tan rico corrían muchas historias: negrero en su juventud o haber destripado a una esposa que nadie conoció, eran las más frecuentes que se contaban. Pero su soledad era un hecho, como sus buenas maneras que tampoco nadie supo dónde y cómo las había adquirido.

Tenía la costumbre don Ramiro de caminar al anochecer por el paseo marítimo, a esa hora incierta en que el sol se recoge. A la gente ya no le extrañaba ver su oscura y erguida figura desplazarse con la exactitud y rigidez de un autómata. Una de esas tardes llamó su atención un brillo pequeño pero intenso en medio de la arena cercana al murete del paseo. Bajó los escalones y se acercó a ver qué era. Los finos botines se le llenaron de arena, pero algo en ese brillo le dominaba y, pese a la incomodidad de andar sobre ese incierto suelo, aceleró el paso igual que si temiera que algo pudiera arrebatarle lo que intuía.

—Dios mío —murmuró desolado al cogerlo.

Se puso en pie con dificultad y sacudió el reloj que acababa de sacar de entre la arena. Eso era lo que brillaba y sintió las sienes sacudidas por un imparable galope. Las manos le temblaban. No era posible. Después de tantos años.

Se sentó en el escalón y respiró hondo para tranquilizarse. Concentrado en el objeto que tenía entre sus manos, lo limpió con el pañuelo y al abrir la tapa, temeroso, confirmó que era el temido reloj. Le vino a la cabeza la cara de aquel hombre al que dio por muerto antes de arrojarlo al mar, después de robarle su fortuna. No consiguió quitarle el reloj, con las prisas la cadenilla se quedó enredada en su chaleco. Muchas noches se le aparecía la cara del hombre flotando en el agua.

Creía que se iba a desmayar. Al rato, ya repuesto, se levantó con torpeza igual que si le hubieran echado encima un fardo de veinte años. Se guardó el reloj en el bolsillo y volvió a su casa con paso lento e irregular. No contestó al saludo de nadie. Quería llegar cuanto antes.

Ya en el escritorio y bajo la luz intensa de la lampara lo volvió a limpiar con mimo. Lo sacudió, y con la tapa abierta pasó las yemas de sus dedos por las iniciales grabadas. Igual que un furtivo que no quisiera ser visto apagó la luz y soltó un alarido que acabó en incontenible llanto. Sus brazos colgaban sin fuerza a los lados de su cuerpo. Se tomó un coñac de la licorera tallada que tenía en su despacho, dijo que no quería cenar y se sentó en la veranda del jardín.

La noche caía lenta, casi somnolienta y don Ramiro no encendió ninguna luz. Permanecía en una tensa inmovilidad. Giraba la cabeza cada vez que oía algún ruido y así pasaron cuatro horas que fue comprobando en el reloj que sostenía en las manos. Al cabo de ese tiempo decidió que no iba a suceder nada. Eran elucubraciones suyas. Estaba perdiendo la cabeza y permitía que sus recuerdos tomaran una presencia inadecuada. Él, que era un hombre que siempre había dominado sus sentimientos, que se consideraba superior por haber conseguido en la vida lo que se propuso, de ahí su displicencia por el resto, no podía ahora dejarse arrastrar por esos estúpidos y ya casi irreales recuerdos.

—Basta, Ramiro —dijo en voz alta para sí mismo—. Basta.

En el momento que iba a levantarse notó una mano en su hombro y algo frio y cortante en la garganta. Tembló. Le sujetaron el pelo con fuerza y no opuso resistencia.

—Demasiados años has disfrutado de lo mío —oyó a su espalda—. Pero la venganza se acaba cumpliendo.

A la mañana siguiente se oyeron gritos en la casa. Encontraron a don Ramiro con el cuello cortado y un reloj colgando de la mano.

 

© Cristina Vázquez

Tic, tac. Tic, tac

Malena Teigeiro

La hora en punto. Mirarlo le fascinaba. Aquel reloj no era como los demás. Su esfera dejaba ver la maquinaria, lo que le permitía observar las ruedecitas girando para engranarse entre los dientes de las otras. Tenía una campanilla que le anunciaba el cambio de hora. Él, cuando estaba ya próximo ese momento, cerraba los ojos con satisfacción: una hora más, se decía exhalando un profundo suspiro. Poco a poco comenzó a pensar que con ese reloj sí podría realizar su sueño. Convencido, una tarde abrió la vitrina y se lo llevó.

Según se dirigía a su casa, sin soltarlo de la leontina lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Temblaba de emoción al sentir el tic tac en su pecho. Hasta creyó que su corazón se acompasaba a él.

Después de cenar se vistió con la camisa blanca de cuello duro y el traje de alpaca azul. Luego, se calzó sus mejores zapatos, que antes había limpiado con auténtico esmero. Se repasó el peinado y se echó sobre la cama. Con el reloj entre los dedos se dispuso a esperar. Era tanta su ilusión por conocer la hora concreta de su muerte que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Para él no era lo mismo si ocurría a una hora en punto, o si bien lo hacía a la media, o entre un intervalo de minutos. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse despierto. Quizá hubiera sido mejor elegir otro método distinto al del frasco de pastillas, pensó. Si se quedaba dormido, fallecería sin conocer la hora. Tan entretenido estaba y tantos esfuerzos hizo para no cerrar los ojos, que no percibió el ruido de los zapatones por las escaleras. Tampoco escuchó los golpes que tiraron la puerta.

Eran unos hombres uniformados quienes entraron en su habitación. Al verlo en la cama, se sorprendieron. La campanita dio las seis. Todavía no, se dijo. Con un leve movimiento de mano les indicó que lo dejaran solo. Uno de ellos se le acercó y le colocó el pulgar en el cuello. Él no se inmutó. Eran las seis y cuarto cuando entraron dos hombres y una mujer con chalecos amarillos y una camilla. Por más que rogaba que lo dejaran tranquilo, lo llevaron al hospital. Allí le quitaron el reloj. Y como ya no podía conocer la hora exacta de su fallecimiento, pensó en que no había motivo para morir. Y se salvó.

Cuando salió del hospital en donde siempre estuvo acompañado por unos guardias muy agradables, lo trasladaron a un edificio de ladrillo rojo. Pronto comprendió que aquello era un manicomio. No entendía muy bien por qué lo habían llevado allí. Al parecer tenían miedo de que volviera a tomar las pastillas. ¡Qué tontería! Mientras no tuviera su reloj, ¿para qué las iba a tomar si no podía conocer la hora?

Meses después cuando le preguntó al Juez si le podía informar de por qué lo iba a juzgar, este, de muy buenas maneras, le informó de que el juicio era por «Robo en el Museo de la Ciudad».

Intentó explicarle que él no había tenido intención de robar nada. Que si lo había cogido era solo porque aquel reloj de bolsillo daba las horas y los cuartos y las medias, lo que le permitiría conocer exactamente la hora de su muerte. Le resultó imposible hacerse comprender. Nadie, ni siquiera el Magistrado entendió su motivo. Lo condenaron a ocho años, de los cuales ya llevaba cuatro.

En la cárcel se encontraba a gusto, pero echaba de menos su reloj. El que tenía era de esos de pila, no hacía tic tac, ni tenía números romanos y tampoco campanita. Era uno como cualquier otro. No como el que había cogido de la vitrina del museo. Recordaba que sonaron las alarmas, que la gente corría. Él no. Entre todo aquel bullicio caminó muy despacio, por lo que nadie lo siguió. Sin embargo, al visionar las cintas sospecharon de él. Uno de los ujieres le contó al juez que el acusado –ese era él– iba todas las tardes al museo y que siempre se detenía delante de la vitrina del objeto robado. El empleado del museo no mentía, aseveró. La diferencia entre lo que el hombre le había relatado al señor Juez y lo que él hizo se encontraba en que él se había llevado el reloj prestado. Sí, prestado. Solo tenía la intención de utilizarlo durante unas horas. Por más que insistió en que lo único que quería era conocer la hora exacta de su fallecimiento, nadie lo comprendió.

¿Para qué iba a querer aquel reloj después de haber muerto, señor Juez?

 

© Malena Teigeiro

Las horas muertas

Liliana Delucchi

—Mira lo que descubrí, abuela. ¿Me lo puedo quedar?

Laura levanta la vista de su bordado y se baja los anteojos para mirar por encima de ellos. Tarda unos segundos en enfocar a su nieta quien, de pie junto a una mesilla, parece tener algo que cuelga de sus dedos.

Sabe lo que es.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En uno de los cajones del escritorio del abuelo.

—Déjalo en su sitio, no me gusta que revuelvas entre sus cosas. Y no. No te lo puedes quedar.

La anciana regresa a sus hilos a la espera de que esa preadolescente curiosa abandone la estancia. Cuando escucha la puerta cerrarse se da cuenta de que una mancha roja ha salpicado su punto de cruz. Se chupa el dedo. No es nada, solo un pinchazo. Esta niña me ha distraído.

Sin embargo, no puede concentrarse en el bordado. Mira hacia los ventanales y le parece verlo en el jardín. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¡Qué más da! Ya pasó.

Esa noche un torbellino de recuerdos no la deja conciliar el sueño. Vuelve a su mente una madrugada de invierno, cuando la despertó su doncella para decirle que la policía estaba en el salón. Bajó las escaleras envuelta en su bata de seda y encontró a unos hombres uniformados junto a sus hijos. Alberto y Pablo con caras de consternación. Los visitantes con expresión de malas noticias.

—Han encontrado a papá sentado en el banco de una plaza. Muerto. Un ataque al corazón.

No recuerda quién de los dos lo dijo, solo que se cogió al respaldo de una silla para mantenerse en pie. ¿Muerto? ¿En una plaza? Pero si él odiaba los paseos bajo los árboles, a los críos con sus niñeras y hasta a los perros que se le acercaban a olisquearlo.

Los días siguientes están envueltos en la bruma de la morgue, visitas de pésame y abogados. El entierro se mantiene nítido en su mente, como la mañana de sol en que tuvo lugar. Y aquella mujer, alejada de los parientes y amigos, apoyada contra el mausoleo de los Álzaga, vestida de luto y con la cara hinchada por el llanto. Nadie supo decirle quién era. O nadie quiso.

Hay cosas que es mejor no saber, Laura, repetía su hermana una y otra vez. Y aunque ella hubiese preferido mantenerse en la ignorancia, siempre alguien opina lo contrario.

Así fue como se enteró de que a José María el ataque al corazón no le sobrevino mientras paseaba por el parque, sino en un burdel al que era asiduo. Sus amigos lo sacaron de la cama de su amante, lo vistieron y sentaron en aquel banco para dar cierta dignidad a su muerte. Hasta le colgaron del chaleco el reloj del que nunca se separaba. Se había detenido en las ocho menos veinte, la hora exacta de su muerte.

¿Cuántos momentos pasó con ese objeto en las manos, intentando discernir lo ocurrido? Le hacía preguntas que ningún tic tac contestaba, acariciando el cristal y la cadena, hasta que un día lo escondió en el fondo de un cajón del escritorio. Hoy su nieta lo había encontrado.

Su matrimonio fue como muchos de aquella época: Joven guapa y de buena familia, sin más pretensiones que ser esposa y madre, se casa con apuesto y acaudalado hombre, un poco mayor, pero bien situado. Una relación tranquila, sin una palabra más alta que la otra, con vacaciones a orillas del mar y cenas con muchos invitados. ¿Tranquila? Para Laura sí, pero parece que para su marido no. Recuerda que le solicitaba un poco de creatividad en sus relaciones sexuales, ella se persignaba y escondía la cara en la almohada hasta que él abandonaba el dormitorio.

¡Pobre José María! Yo lo empujé a los brazos de otras mujeres, hasta que encontró en el burdel una especial. Alicia Garmendia. Con el tiempo supo su nombre, fue cuando leyeron el testamento. ¿Lo habría amado? Él a ella sí, estaba segura.

Laura se cubre la cabeza con el edredón, pero no logra tapar sus pensamientos. Se levanta, se pone las zapatillas y atraviesa el silencio de la casa hasta el despacho que fuera de José María. Sabe exactamente dónde encontrarlo. Abre el cajón con suavidad, intentando no hacer ruido. Allí está, mudo como desde hace tantos años. Sus manos lo cogen con mimo, lo acaricia y lo esconde entre los pliegues de su bata. Mañana, se dice, mañana lo haré.

Al día siguiente llama a la oficina del notario de la familia. Él sabrá su dirección, ya que todos los meses le envía dinero.

Cuando Alicia Garmendia abre la puerta, Laura extiende su mano con el reloj.

—Él hubiese querido que se lo quedara.

 

© Liliana Delucchi

Ante todo: un caballero

Marieta Alonso

Comenzaron las campanadas. Cuatro en total. Busqué el reloj de pared que emitía aquel fuerte sonido, y lo hallé al lado de la puerta. Un rayo de luna alumbraba el cadáver que no mostró síntomas de impaciencia. A su alrededor dormitaban la viuda y dos criadas. No había nadie más en aquella casa solitaria, salvo yo, que nunca he tenido buenas intenciones y vigilaba a través de la ventana. Mañana sería otra cosa, el pueblo entero vendría a rendirle homenaje al que fuera primero empresario con mucha suerte y luego alcalde con muchas obras.

Tenía que actuar esa noche. La tapa de la caja era fácil de abrir y con mi pericia en un santiamén podría librar al difunto de cualquier peso. Luego le daría dos palmaditas en la cara agradeciéndole el detalle de no interponerse en mi camino. No lograba comprender esa manía de enterrar a los muertos con sus cosas más preciadas. ¡Si los cementerios solo son un campo de calcio!

Déjate de elucubrar y aligera, pensé. ¿Quién en su sano juicio me podría asegurar que algún sobrino surgido de las tinieblas, no decidiera quitarle el reloj, el anillo que lucía en el dedo y la cadena enganchada al cuello? Recordé que me corroboró un día que se los celebré que todo era de oro de dieciocho quilates. A la viuda no había que tenerla en cuenta, tenía ratoncitos en la cabeza. Espabila que se hace tarde. Profanar tumbas daba mucho trabajo, que si la pala, que si… Nada, ¡Venga ahora!

De niño mi madre me susurraba al oído que no había nadie que careciera de valor. Creo que soy la excepción. Me dedico al arte de robar y hasta ahora he tenido suerte, pero tiendo a ser un cobarde congénito.

Basta ya de palabrería barata. Vamos, entra por la ventana sin hacer ruido. Ante el féretro me quité el sombrero en señal de respeto. Todo iba bien, ya tenía el reloj de pulsera y el anillo. Pero al levantarle un poco la cabeza para sacar la cadena sin hacerle daño, el muerto abrió los ojos. La dejé caer sobre la almohada fúnebre y los ojos se cerraron, volví a levantarla y los ojos se abrieron. A la tercera le susurré: Vale, quédate con la cadena si tanta ilusión te hace.

A veces los muertos tienen unas reacciones muy extrañas y debo reconocer que yo soy muy cumplido. Me largué de allí, no sin antes arramplar con todo lo que pude y también con el enorme reloj que se hizo notar al dar una campanada. ¡Parece mentira lo rápido que pasan treinta minutos!

 

© Marieta Alonso

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Pecios

15 marzo, 2022 por Akelarre 7 comentarios

Historias de pecios

Historias de pecios

Palabra procedente de la latina pecium, y definida por la RAE en las siguientes tres acepciones:

«Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado. Porción de lo que contiene una nave que ha naufragado. Derechos que el señor del puerto de mar exigía de las naves que naufragaban en sus costas.»

Hundidos en el fondo de cualquier océano, los pecios cuentan sus historias a través de los años. Distintos orígenes dan cabida a leyendas o verdades que tuvieron lugar hace mucho tiempo y que dejaron su rastro oculto en los mares. Desde viajeros en búsqueda de su propio El Dorado, a conflictos armados o cruceros de placer, sufrieron un inesperado final que los mantiene hundidos en las arenas del fondo marino y han despertado la imaginación de nuestras escritoras con historias de piratas, pesadillas asfixiantes, la vida de un marino que sufre la maledicencia de su pueblo o una joven que imagina su propia muerte.

Maledicencia

Cristina Vázquez

La caja fuerte

Malena Teigeiro

Entre dos aguas

Liliana Delucchi

El delicioso sabor de la fantasía

Marieta Alonso

Maledicencia

Cristina Vázquez

Volvía a sentir siempre la misma emoción al llegar a un puerto. La chimenea del barco soltando sus aullidos, las voces de los marineros, las amarras deslizándose... Le llenaban de una conocida adrenalina.

Cuando por fin el atraque estaba terminado y el segundo de a bordo venía a dar cumplida cuenta de la maniobra, a Fabián le inundaba una satisfacción que no sentía en ningún otro momento. Ni con las mujeres con las que tuvo amoríos, ni en ceremonias militares, ni siquiera en la boda de su querida sobrina María Rosa. No. Nunca. Era un hombre de mar y solo en ese mar sombrío a veces, ameno otras y siempre infinito encontraba la paz, el porqué de su vida.

Lo que le llenaba de zozobra era que un día tendría que dejarlo y aunque todavía no hubiera cumplido los sesenta, sabía que los años se apilan con desventurada velocidad. Y en ese continuo ir y venir de un sitio a otro transportando mercancías era en el único lugar que podía esconder, atemperar su vergüenza. Aunque precisamente la vez en que por primera vez la vivió había sido por un barco. Una preciosa reliquia que siendo él niño le mostró ese hombre.

Cada vez que lo recordaba un rubor enardecía su cara y su corazón. Él lo llamaba rubor, pero sabía que era otra cosa. Cada vez que rememoraba el momento en que acusaron a don Augusto de pervertido, sentía un terrible ahogo en su pecho, pese a los años transcurridos. La vergüenza fue lo peor. Desde entonces él se había quedado inútil, disminuido, nunca supo qué apelativo aplicarse.

Don Augusto era un aristócrata maduro y desilusionado que se había retirado a la preciosa villa que dominaba la ensenada donde se levantaba el pueblo. Su familia iba de visita en verano, aparecían dos coches grandes, como de película, que levantaban polvareda al atravesarlo y a los que todos miraban con envidia fascinada. ¡Bah! Gente rara, era el comentario de los lugareños, aunque él fuera un hombre generoso y educado. Cumplía con la misa dominical, dejaba buenos dineros a la iglesia y para las fiestas anuales de las que participaba con lejana complacencia. Tenía su rutina, el aperitivo con el alcalde, largos paseos con algún amigo y salir a navegar en su pequeño velero que él mismo tripulaba.

A Fabián siempre le gustó el mar: bañarse, ir con su padre a pescar en la pequeña barca, coger cangrejos y rondar por el puerto admirando barcos. Era entonces un joven de doce años, alto y espigado, con la inocencia propia de un niño más pequeño. Saludaba a don Augusto cuando le veía en su velero, pequeño, pero de diseño exquisito. Al reconocer el entusiasmo del chico por los barcos le invitaba a subir para inspeccionarlo.

Cuando llegó el verano don Augusto animó a Fabián a que fuesen a navegar y salieron varias veces. El padre no entendía por qué se iba con ese señor si ni siquiera le pagaba como grumete, y torció el gesto con una expresión de repugnancia.

—Ojo con los viejos y ricachones —advirtió—. O sacas algo a cambio o si no a ver cómo justifico las habladurías.

El chico no entendió a qué se refería el padre.

—Don Augusto me enseña a navegar —argumentó compungido—, y he visto un tesoro escondido.

Miró de frente al padre, un barco en el fondo del mar. Este afirmó que eso eran tonterías, nunca se encontró un barco hundido en esa costa. Él lo había visto con sus propios ojos, juró Fabián. El velero tenía en el suelo una lupa grande para poder ver el fondo. Y ahí estaba el barco. El padre, con el gesto torcido, exigió al hijo que si salía con el viejo que este le pagara.

Empezó a salir a escondidas, le avergonzaba pedirle dinero, además él era generoso, le regalaba mapas, instrumentos de navegación, libros de aventuras. Tenía la seguridad de que sería un gran marino y que algún día conseguiría rescatar ese pecio, que así se llamaban los barcos que guardaban tesoros escondidos en sus tripas, afirmaba don Augusto.

Una mañana transparente del mes de julio estaban cerca de una gruta con el velero anclado. Fabián tomaba el sol en traje de baño en la cubierta y don Augusto se protegía de la brillante luz en la popa, cuando un ruido de motores alteró la paz de la mañana. Aparecieron dos lanchas de la Policía a llevarse al señor. Tenían una denuncia contra él por ser corruptor de menores.

Nunca olvidaría Fabián su sumisión. El hombre no opuso ninguna resistencia, le miró largamente y se subió a la lancha. Un policía pidió al chico que se vistiera y puso rumbo a puerto. Preguntó qué era lo que pasaba, no entendía nada, don Augusto siempre fue bueno con él, por qué se lo llevaban como a un ladrón. El policía solo contestó que estuviera tranquilo, ya había pasado el peligro. Se quedó anonadado, hecho un ovillo durante toda la travesía de vuelta. Tampoco olvidaría cuando llegó a puerto el círculo de personas, con su padre al frente, que estaban esperando. Y la vergüenza cayó sobre él como una invisible capa.

—Aquí le traigo el chico a salvo—anunció orgulloso el policía.

Pasados muchos años comprendió la expresión de secreto regocijo de los que ahí se reunieron. Unos mostraban conmiseración y otros burla. Siempre tuvo la duda de si hubiera cobrado dinero a don Augusto, quizás no habría sucedido. Todo fue un montaje de envidia y maledicencia. Él sabía que nunca había pasado nada, y que el único sitio donde estaría a salvo sería en el mar, lejos de esa gente y de esa tierra torva y aprovechada.

© Cristina Vázquez

La caja fuerte

Malena Teigeiro

Lo que vio no era un buque de galeotes. Aunque tenía varios palos que debieron mantener muchas velas, estaba nuevo, y si llevara mucho tiempo en el fondo no podría conservarse tan bien. Al acercarse más, corroboró que todo era moderno en su interior. Se coló por una escotilla y nadó por los pasillos. Sorprendido, advirtió que todas las puertas, además de encontrarse abiertas, estaban sujetas por topes. Era como si alguien lo hubiera hundido con alguna intención. Entró en uno de los camarotes, luego en otro, recorrió los bares y salones, en ningún sitio percibió signos de vida ni de muerte. Todo estaba recogido, las camas, aunque revueltas por el oleaje, estaban hechas. Las vajillas de finísima porcelana y las talladas cristalerías, perfectamente alineadas en los muebles del office. Las sartenes, moldes y ollas, cubiertos sus metales por pequeñas algas, como viejos cadáveres en los cementerios, yacían en los vasares de la moderna cocina. Cuando ya comenzaba a subir, vio que en uno de los camarotes, quizá el más grande, había una caja fuerte. Estaba cerrada. Le echó una ojeada al manómetro. Se le acababa el aire. Volvería otra vez, se dijo impulsándose para salir.

Aquel día no comentó nada a sus compañeros de velero. Ni tan siquiera a Betina, su mujer, quien conociéndolo bien le preguntó qué era lo que tanto le abstraía.

A la mañana siguiente se preparó de nuevo. Metió en la bolsa algunas llaves y un fonendo. Al llegar al varado barco percibió que Betina lo seguía. Si pudiera le daría un grito, pensó. Lo que más odiaba de este mundo es que no lo dejaran en paz. Giró la cabeza y le pareció ver sus siempre sonrientes ojos. Aunque molesto por su presencia, decidió esperarla y mientras lo hacía admiró la belleza de su rubia melena que como si fuera el de una medusa de oro, era mecida por el agua.

Juntos entraron en el barco y mientras ella se entretenía recogiendo unas piezas de porcelana, y algún que otro vaso, él fue directamente al camarote de primera. Al acercarse a la caja fuerte vio que en lo que sin duda era la puerta, habían colocado unas piezas de metal que formaban flores superpuestas. De un pequeño gancho que había en uno de los laterales de la caja, grande, cuadrada, en la que el hierro apenas tenía manchas de óxido, había un manojo con cuatro llaves. Con los dedos limpió las algas pegadas al brillante acero. Todas eran diferentes, aunque tenían un punto en común: una letra grabada hacia la mitad del vástago. Pasó las manos por la los adornos de la puerta. En ningún lado encontró agujero por el que introducir las llaves. Tampoco había ninguna rueda de numeración. Al volverse vio que Betina lo miraba. Sorprendido, advirtió que cargaba una bolsa llena de pequeños objetos. Él levantando las manos se hizo a un lado. Ella dejó la bolsa en el suelo del camarote alfombrado de algas y conchas, y se acercó a la caja. Muy despacio, como si buscara algún extraño cierre, Betina pasó el dedo por los bordes. De pronto se volvió hacia él. Sin separar el dedo del lugar, con la otra mano le indicó que se acercara. Cuando llegó a su lado, apretó aquel pequeño punto. Las piezas que adornaban la puerta comenzaron a moverse lentamente hasta formar la estrella de los vientos. En cada uno de los puntos cardinales, se encontraba un agujero. Miró las llaves y comprendió el significado de las letras. Las fue introduciendo, una a una. Norte, sur, este oeste. El nerviosismo ante el tesoro que sin duda se mantendría dentro, produjo que su corazón latiera con tal fuerza que sintió un leve mareo. Cuando iba a girarlas, Betina le golpeó la espalda. Apenas les quedaba oxígeno, indicó señalando el manómetro. Él, aunque ya le faltaba el aire, intentó girar la llave del norte. Sentía que su pecho iba a reventar, miró hacia arriba y vio que Betina cargada con su bolsa, se alejaba. Una niebla blanca se introdujo en su mente. Intentó arrancar las llaves antes de irse, pero no pudo. El pecho le explotaba. Se dejó ir. Al entreabrir los ojos percibió que recorría un túnel de densa y blanca niebla en el que retumbaba una dulce voz llamándolo. Al acercarse a aquella magnética luz, le pareció vislumbrar que un ángel, con cabellos de oro y alba túnica, se inclinaba hacia él.

De pronto sintió unos golpes en la espalda y el olor del perfume de su esposa le llenó los pulmones.

—José, José —escuchó extrañado la voz de su mujer inclinada sobre él. Al abrir del todo los ojos, y aunque su dorada melena casi le cubría el rostro, percibió su gesto de malhumor—. Despierta. ¿Otra vez con esa horrible pesadilla?

© Malena Teigeiro

Entre dos aguas

Liliana Delucchi

¡Pobre Sofía! Es lo que veo en las miradas de mis amigos, esos que no me dejan ni un minuto a solas, los que organizan circuitos por la sierra, comidas o conciertos. Todos los que se quedaron conmigo, los que cerraron la puerta al mal nacido que no solo me dejó viuda, sino que en el coche con el que tuvo el accidente también iba su secretaria. La de toda la vida… ¿Acaso no era yo la mujer de su vida? Me lo dijo muchas veces.

Esta tarde me han traído a una exposición de fotos sobre pecios.

Quien organiza la muestra es Martín: Divorciado hace años, oceanógrafo y que está buenísimo. ¿Cómo se les ocurre que ese Adonis de pelo oscuro y ensortijado que parece un modelo de anuncio vaya a fijarse en mí, en la pobre Sofía? Menos mal que Marcela me llevó de compras y el vestido que llevo no me queda grande como los que dormitan en mi vestidor. La partida del innombrable me dejó sin apetito y bajé diez kilos. No es que me viniera mal; de hecho, estaba un poco rellenita, pero hubiera preferido mantenerme en ese peso y no sufrir.

Deambulo por la sala y en una de las fotos me parece ver una forma entre las aguas. No entiendo nada de barcos, pero eso no se asemeja a la zona de una nave, más bien parece un rostro. El mío. ¡Estoy muerta! Allí, durmiendo en la eternidad de vaya uno a saber qué océano. Las palabras de mis amigos que están en la sala de exposiciones, si es que las dicen, no me llegan. Ver mi muerte en sus ojos me quitaría la fuerza con la que quisiera decirles que siento su amor. Me gusta pensar que irán juntos a un buen restaurante a brindar por mí. Cada uno se acordará de las cosas que nos unieron, de momentos que compartimos.

Pedro, mi querido hermano, ¿volverá a entrar en mi habitación para tirar esa ropa que ya no sale en las revistas? ¿A quién acompañará en sus largos paseos por las tiendas, regañando a las dependientas porque no se dan cuenta de que lo que me ofrecen no es de mi estilo? Pobrecito mío, tragándose las lágrimas y guardando mis perfumes en su bolso de Gucci, se dejará caer poco a poco en el sueño de esa casa a oscuras.

¡Muerta! Estoy en un cajón, en medio de flores, huelo el humo de las velas y me distraigo con los colores de las vidrieras. La iglesia está llena; rostros amigos, otros no tanto y algunos que no reconozco.

¡Qué bonito! Escucho a Pavarotti cantando Lucevan le stelle. Mi adorado Pedrito, pendiente hasta del último detalle en el último adiós. Si pudiera lloraría, pero parece que no puedo. ¿Me habrán maquillado? Seguro. Mis queridos amigos no querrían que emprendiera desaliñada este viaje.

Estoy otra vez en la sala de exposiciones. Hay alguien a mi lado, es Martín, el oceanógrafo guapo. Desde su sonrisa de anuncio me pregunta dónde estaba, parecía muy triste y perdida. Lejana.

—Allí mismo, en el fondo de esas aguas —señalo una de las fotografías,— flotando en un mar de muertos, mirándome desde otro lugar.

—A veces uno olvida que hay muchas formas de morir —le oigo decir. Siento su brazo rodeando mis hombros y su aliento cerca de mi mejilla que adivino ha recuperado el color.

—Y también de vivir. —Me arreglo el pelo y le ofrezco un mohín seductor.

Es entonces cuando escucho a lo lejos la voz de Pedrito «¡Vaya con Sofía!»

© Liliana Delucchi

El delicioso sabor de la fantasía

Marieta Alonso

Estaba segura de que nació un día que no era precisamente su cumpleaños, pues en vez de regalos, su madre la abrigó bien, le dio un beso y la acomodó en el mascarón de proa de uno de los barcos más temidos de los siete mares. El único que estaba atracado en aquel arrecife.

El más viejo de los bucaneros fue a darle una patada a aquel bulto que se interponía en su camino cuando oyó unos gorjeos. Salió corriendo en busca del capitán Salgari quien, al ver un bebé a bordo, gritó, juramentó y quiso echarlo por la borda. Por fortuna cambió de opinión y ante aquel rebujo de telas dijo: Todo tuyo, Howard Pyle.

Pyle era la mano derecha del capitán y, aunque, por longevo, no ocupara el puesto de contramaestre estaba al tanto de todo. Lo que no podía hacer por culpa de los años lo suplía la experiencia. No perdió tiempo. Llevó al bebé hasta la cocina para hablar con Tim Severin, el más glotón de los corsarios y allí hubo un conciliábulo para ver qué se le podía dar de comer a aquella criatura. Por fin optaron por una cucharadita de leche bautizada con agua. No tenían mucha práctica y empaparon todo el ropaje. Poco a poco fueron desnudándolo hasta descubrir que era una niña. ¡Lo que les faltaba!

―Debemos echarla a los tiburones y que ellos decidan.

―No seas bestia, Severin ―rugió el viejo pirata.

Pensativos, se quedaron elucubrando qué nombre ponerle. Y llegaron a un acuerdo: se llamaría Little Lux.

Pasaron los días, las semanas, los meses y cada mañana Pyle la despertaba con una caricia para que se levantara a cumplir con sus obligaciones. A los demás con una patada. Un día la niña le pidió que no tuvieran con ella las consideraciones debidas a su sexo, y aprendió a usar dagas, hachas de abordaje, alabardas… Así armada ya no le asustaban los muertos que la miraban con ojos de alacrán herido.

La vida cotidiana no era moco de pavo. Aquellos ladrones del mar atacaban a diestro y siniestro a todos los barcos con los que se topaban. Los españoles eran los más codiciados. A bordo estaban convencidos de que tomaban prestado el botín, aunque no tuvieran intención de devolverlo. Hasta en las noches de luna llena declaraban, con un vaso de ron en la mano, que restituirían una pequeña parte a sus verdaderos propietarios. No. Era muy arriesgado y a la tripulación no había que ponerla en peligro, objetaba el más sobrio. Llevaban años anunciando el deseo de reintegrar una joya encontrada con la inscripción «1592» que jurarían era para Felipe II. Nunca lo hicieron.

A la edad reglamentaria Little Lux fue al colegio. Allí sucedió algo mágico: Aprendió a leer. Y pudo adentrarse, letra a letra, en aquellas historias que tanto la hacían soñar. Rodeada de libros iba devorándolos, uno a uno, ella solita. Cuando fuera mayor, se dijo, no pararía de viajar, Mar Índico por aquí, Pacífico por allá, Atlántico por acullá y como mejor guarida: el Mediterráneo. Puso la mano en el corazón y ante el espejo juró que, en un tiempo no muy lejano, saldría en busca de aquel pecio, donde aprendió el bello arte de manejar la espada y de este modo reivindicar que su mundo de ficción bien podría haber sido real.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

El sarcófago de los esposos

15 febrero, 2022 por Akelarre 1 comentario

El sarcófago de los esposos

El sarcófago de los esposos

Urna cineraria etrusca de finales del siglo VI A.C., realizada en terracota pintada, muestra una pareja casada reclinándose en su banquete de la otra vida.

Hallado en unas excavaciones del siglo XIX en la necrópolis de Banditaccia de Cerveteri (la antigua Caere), actualmente se encuentra en el Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia, Roma.

El marcado contraste entre los bustos de alto relieve y las piernas aplastadas, discrepan con los sonrientes rostros de ojos almendrados y el largo cabello trenzado que, al igual que la forma de los pies de la cama, revelan influencias griegas.

Este arte funerario ha inspirado a nuestras cuentistas, dando vida a un anciano escritor; a una mujer quien ante su marido muerto apuesta por los buenos recuerdos en la primavera romana; una joven quien, dado su parecido con la mujer del sarcófago, decide ser su reencarnación o un matrimonio que supera el momento crítico de su relación cuando visita el museo.

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Cristina Vázquez

La adorada

Malena Teigeiro

Renacer

Liliana Delucchi

Una tarde en el museo

Marieta Alonso

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Cristina Vázquez

Y la muerte llegará en abril.

—No digas esas cosas tan tristes —las palabras de Claudia mostraron irritación y temor.

Ernesto se rio. Era un poema, no se lo inventaba él, pero llegará, llegará, siguió con voz lúgubre, como le llegó a este matrimonio, y señaló la vitrina donde se mostraba el sarcófago etrusco.

—No te enfades. Además, mira cómo están de sonrientes. Quizás están mejor allí —y se vieron reflejados en el cristal en una superposición doble de parejas.

Claudia se giró bruscamente. Ya estaba bien, no le hacía ninguna gracia. Vaya manera menos romántica de celebrar su viaje de novios. Él la besó y dándole un abrazo prometió callarse y no hacer más bromas mortuorias. Pero que no olvidara que él la querría siempre en este lado y al otro.

—¡Y dale! Qué pesadito estás —se colocó el bolso y tiró de su marido para salir.

Era una tibia tarde de principios de abril, como aquella de hacía más de veinte, no, ya eran treinta años, en la que estuvo por primera vez en Villa Giulia visitando el Museo Etrusco con Ernesto. Claudia se sentó en un banco cerca del edificio, no sabía muy bien a qué. A contemplar. Se había empeñado en volver, sintió una necesidad imperiosa de regresar a ese lugar y hacerlo sola, pese a las protestas de los hijos. Quería sentir otra vez la amable brisa, el olor de ese jardín y sencillamente mirar, tener conciencia de ella misma y de alguna manera revivir esa tarde, ese momento en el que la vida estaba por estrenar, cargada de ilusiones y deseos. La vida era joven y ellos también.

Solo había vuelto a Roma una vez con sus dos hijos cuando eran pequeños para celebrar sus quince años de casados, pero no fueron a visitarlo. El recorrido por la ciudad fue más pensando en los niños. Ernesto había preparado con mimo el viaje, y aunque su pasión por esa ciudad no había hecho más que crecer, no habían vuelto. Ese viaje de celebración tuvo para ella, pese al entusiasmo infantil y la alegría del padre, un último halo de despedida. Claudia intuyó, como si una tenue gasa envolviera cada gesto, cada descubrimiento, una melancolía inapropiada.

Luego comprendió que así había sido. Fue la ceremonia de su despedida y era el mes de abril. Ernesto no le había dicho nada de su enfermedad. Pese a que ella veía cierto decaimiento, él le aseguraba que no era nada, estaba hecho un roble.

Lo encontró una semana después del viaje, al volver a casa a mediodía. Tumbado en la cama perfectamente vestido, hasta con los zapatos puestos. Le extrañó, no era hombre de tumbarse y menos a esas horas. Era metódico, ordenado, pulcro y previsor. Nunca quería molestar. Educado, prefería ceder antes de que cualquier situación pudiera alcanzar un punto de intolerancia o malas formas. Y por eso se lavó y vistió con pulcritud para morir. Se mató por no molestar, por no dar la lata, lo que le esperaba hubiera sido muy desagradable para todos, escribió en la carta que había a su lado junto al testamento y la postal del sarcófago etrusco.

“Cómo te prometí hace mucho, te querré siempre de este lado y del otro.”

Cuando la leyó no podía parar de llorar, aunque en el fondo le pareció que no era una despedida con todo el peso, la trascendencia de ser un adiós de ultratumba. Le hubiera gustado algo más desgarrado, más acorde al momento terrible de encontrárselo de cuerpo presente, aunque vestido como para ir a la oficina.

Fue un buen hombre, pese a que ese afán de orden y mesura quitaba alegría, espontaneidad, algo de riesgo a la vida, sobre todo cuando eran jóvenes. También recordó, que siempre tuvo un punto lúgubre, como cuando recién casados visitaron este Museo, en cuya cercanía estaba sentada.

Llevaba la postal en el bolsillo y de vez en cuando la acariciaba como una suerte de talismán. Después de un buen rato decidió entrar. Lo encontró peor iluminado de lo que recordaba. Se dirigió lentamente, insegura, a la vitrina del sarcófago y vio a una mujer mayor reflejada en el cristal. Era ella, igual que lo fue cuando se miraron juntos y él susurró que la muerte llegaría por abril. Se enderezó, tuvo un escalofrío y supo que esa muerte solo se refería a él. Ella no pensaba, de momento, morirse, elegía quedarse en este lado.

Salió con tranquilidad, volvió a aspirar la dulzura del aire y decidió que se iría a Via Veneto a tomarse un Martini y a gozar de la vida y de la primavera.

© Cristina Vázquez

La adorada

Malena Teigeiro

Cuando visité el museo Etrusco de Villa Giulia tuve un momento de espanto. Sí, fue delante de la tumba de los esposos. Aquella coqueta señora a la que su hombre parecía haberle ofrecido un regalo en el Mas Allá, era igualita a mi prima Julia. Figúrese el susto. ¡Ella se encontraba allí, a mi lado! Mi temblor se calmó cuando me distraje con la explicación que el guía del museo nos dio sobre aquellas tumbas. Nos habló de cómo era la vida en el tiempo de los que allí fueron enterrados. Al parecer, las gentes etruscas eran presumidas; se maquillaban y peinaban con esmero, vestían con gusto y también se divertían a todas horas. Tanto era así, que hasta la muerte la representaban en una fiesta con su banquete y todo. Viendo a aquella bella dama arropada por su caballero, me dio la impresión de que al menos ellos, iban a continuar con su juerga después.

A partir de aquella visita, mi prima Julia, que también había percibido su parecido con la dama de la tumba, decidió que el espíritu de aquella mujer etrusca se había introducido en ella. Comenzó a vestirse con lánguidas túnicas, a peinarse con trencitas y raya al medio… Por supuesto, decidió que tampoco se perdería ni una fiesta ni un sarao. Tanto la imitó que al igual que la mujer de la tumba de Villa Giulia instaló en su rostro una sonrisa sarcástica, sonrisa que nunca supimos qué significaba. Aunque mi abuela, mujer lista en donde las hubiera, decía que aquel gesto en su nieta no significaba nada, que simplemente Julia era tonta. Yo nunca creí eso. Pensaba que algo más tenía que haber. Y verá por qué lo digo.

Todo hombre que se le pusiera delante a mi prima Julia, y por lo que luego supe también hubo alguna mujer, caía rendido a sus pies. Es decir, la adoraba. Y ella ante aquellos gestos de adoración, decidió que sería una mujer muy mala y egoísta si no les correspondiera. Y con su enigmática sonrisa, añadía que aunque quisiera, no podía amar a uno solo. Al parecer, le daba tanta lástima verlos transidos de amor, que sentía la necesidad de abandonar a aquel que tuviera entre sus brazos para poder consolar a otro.

¿A que nunca conoció nada como esto? Ya suponía yo. Pero todavía hay más.

Lo que me resultó más curioso de la transformación de mi prima Julia fue el comportamiento de los hombres que la rodeaban. Tanto fue así que un día decidí preguntarle a Carlos, mi marido, qué era lo que los de su especie, es decir, los hombres, veían en ella. Él, con una mirada romántica, quizá ingenua, me contestó que su cuerpo y su rostro eran tan hermosos, sus movimientos contenían tal sensual delicadeza, y la estela del perfume que dejaba al pasar era tan embriagadora, que conseguían hacerte soñar con poder abrazarla. Se puede imaginar que la de la sonrisa enigmática en ese momento fui yo. Pero continuemos. Lo que me dijo Carlos era cierto. Solo con tenerla, ellos se sentían satisfechos, por lo que en cuanto se iba a vivir con el que fuera, este, con más orgullo que si de su brazo colgara el de una reina, no dejaba de llevarla a reuniones, a viajes y fiestas.

Mi prima se casó enseguida. Su esposo, de posición muy acomodada, no fue el único. Nadie supo a ciencia cierta cuántas veces contrajo un buen matrimonio. Y era tanta su perfección en el trato y maneras que incluso cuando los abandonaba, conseguía que creyeran que eran ellos los que se iban, con lo que al sentirse culpables siempre le dejaban la cuenta bien arropada.

Entre un marido y otro, Julia nunca abandonó a ninguno de los que tanto la admiraban. Procuraba satisfacer sus deseos, incluso los de aquellos que no eran ricos ni importantes. Como comprenderá la situación de estos últimos no le permitía casarse con ellos, aunque como era tan buena y cariñosa, los cuidaba y trataba como si lo fueran. ¡Ay, los pobres! Cómo la veneraban. Hasta lo poco que tenían se lo gastaban en hacerle los mejores regalos.

Falleció joven. Fue una lástima. Su último esposo se encontraba a su lado. Era un varón nacido en el extranjero, creo que se llamaba algo así como Jürgens. Tengo entendido que apenas pudieron mantener una conversación, pues ninguno conocía el idioma del otro. Quizá por eso fue el marido que más le duró. ¿No cree? Mi prima falleció de repente, por lo que no le dio tiempo a perder su sonrisa. Él se mantuvo sentado al lado del túmulo hasta que se la llevaron. Sin dejar de mirarla, de acariciarla, el rostro de su triste viudo cuadrado, grande como el de un gigante, mostraba la misma sonrisa sarcástica que el de ella.

Y mi abuela, al ver en aquel hombre idéntica sonrisa que en el de la difunta, no dijo que Jürgens fuera tonto. No. Dijo que era porque no se creía su buena suerte. Qué va. Y añadió que esa sonrisa se le había quedado cuando se dio cuenta de que él era el que iba a heredar la fortuna que había conseguido mi prima Julia dejándose adorar por tantos tontos hombres.

© Malena Teigeiro

Renacer

Liliana Delucchi

No era un viaje de turismo. Si habíamos elegido Roma fue porque allí iniciamos nuestra luna de miel y, aunque el tiempo transcurrido desde entonces parece lejano, no lo es. No tanto si nos comparamos con otras parejas que han sobrellevado matrimonios de muchos más años con una hidalguía de la que Carola y yo carecemos. Tenemos personalidades fuertes y nos resulta difícil, por no decir imposible, ceder paso a la opinión del otro. Es así como los límites de cada uno terminan siendo infranqueables. Incluso nos llevan a días sin hablarnos o hasta que uno de nosotros termina durmiendo en la habitación de invitados.

Por eso Roma. Ya dije que no era un viaje igual a los demás, más bien una peregrinación. Como quien busca llegar a un lugar sagrado para acercarse a ese estadio espiritual que lo aleje de una cotidianeidad abrumadoramente vulgar.

Por mi parte, me sentía el receptáculo de todos los lugares comunes y las frases hechas; salir a cenar con amigos y escuchar la incesante palabrería sobre los frigoríficos que se estropean, chicas de servicio ineptas o coches nuevos.

Cuando Carola regresaba de su trabajo, se quitaba los tacones con sensación de alivio y subía a ver cómo estaban los niños; si los encontraba despiertos, les leía un cuento y luego bajaba a beber una copa de vino. Desde el lugar de la casa en que estuviera, yo veía en su expresión que estaba abordando un destino aceptado con tal sumisión, que esa misma conformidad parecía un acto de rebeldía.

La costumbre fue formando una capa protectora para nuestras susceptibilidades, sobre todo pagábamos la tranquilidad de cada día al pequeño precio de nuestras ilusiones. Por eso Roma. Porque buscando algo que no recuerdo, encontré una foto de nuestro viaje de bodas. Porque miré a esa mujer sentada frente al televisor, ausente de lo que ocurría en la pantalla, y supe que tenía que devolverla, devolvernos, al punto de partida.

No quisimos el hotel de entonces. Regresar, sí, pero de una manera diferente. Nos perdimos por las calles, recorrimos museos, iglesias y hasta nos acercamos al Coliseo. Una tarde, de regreso a nuestro albergue, vimos un folleto sobre Villa Giulia. Nos miramos con ilusión; en el recorrido anterior no habíamos ido al Museo Etrusco y decidimos enmendar esa falta.

En medio de tantas piezas maravillosas, lo vimos: El Sarcófago de los Esposos.

—Sonríen —murmuró Carola.

No sé cuánto tiempo permanecimos ante él. Esa pareja feliz aún después de traspasar la puerta de la muerte, el símbolo de la eternidad del amor…

En ese momento sentí lo paradójico de la escena que representábamos junto a la escultura. Una pareja, nosotros, que se había acomodado a vivir en el silencio y la contradicción frente a otra que en apariencia era todo lo contrario. Me pregunté si en ese espejo distorsionado en el que nos mirábamos encontraríamos una salida a nuestra situación.

Un suspiro profundo salió del pecho de Carola, giré la cabeza y pude ver lágrimas que era incapaz de contener. Sus labios temblaban como los de un niño que hace pucheros antes de lanzar el grito que nunca se manifestará. Mi pecho comenzó a cabalgar sin freno y tuve que buscar el asiento más cercano. Unas cuantas respiraciones lograron serenarme, pero permanecí allí, en ese banco de terciopelo rojo, solo e inmóvil. A pocos pasos, en un estado de adoración, mi mujer se mantenía de pie ante el sarcófago. Posiblemente le estuviera diciendo todo aquello que yo no podía expresar.

Era incapaz de moverme. Contemplaba a Carola como si solo viese en ella promesas de felicidad. Si pudiera lograr que esa convicción arraigara en mi mente… Entonces descubrí lo infantil e imprudentes que habíamos sido en los últimos tiempos, entregándonos al desaliento. Sentí que un halo de esperanza emanaba de los esposos etruscos, me puse de pie y me acerqué a mi mujer. Como un adolescente en su primera cita, rocé su mano con timidez y miedo al rechazo, pero no ocurrió. Sus dedos largos y suaves apretaron los míos, sonrió en medio de las lágrimas… Yo también sonreí.

Entonces recordé otra imagen, la de nosotros dos junto al mar; yo un poco detrás de Carola, como el hombre de la escultura, con el brazo derecho sobre su hombro y esa tonta expresión de enamorado. Me atreví a decir:

—Deberíamos intentarlo de nuevo.

—Por supuesto —respondió en un susurro. Y me besó.

Desandamos el camino hacia la salida con una ligereza de la que carecíamos al entrar al museo, como si el gran peso que portábamos al inicio de nuestro recorrido hubiese quedado a los pies del sarcófago.

Ya en el jardín, nos recostamos sobre un muro bajo y copiamos la posición de los esposos, nos hicimos un selfie y se la enviamos a los niños.

© Liliana Delucchi

Una tarde en el museo

Marieta Alonso

Estoy justo en esa edad en que comienzo a remar hacia la orilla. Ayer cumplí noventa y ocho abriles. Como homenaje a mi edad me dirigí al museo y me senté a contemplar un sarcófago que dicen es etrusco. A lo mejor soy uno de sus descendientes, es posible, porque si ellos anduvieron lo suyo, yo no me quedé atrás. Este pensamiento me llevó al día en que vine al mundo.

Según contaba mi madre corría la primavera y en los balcones florecían macizos de geranios, begonias, petunias… No di mucha guerra, al primer dolor me soltó, pero nací gordito y calvo, igualito a Churchill. Mi madre se fue ante la Virgen de la Vega y le pidió una salud de hierro para mí, ya que de belleza escaseaba. Se lo concedió. Nunca he estado enfermo. Ese día también se recuerda porque fue cuando las cigüeñas colonizaron mi aldea y desde entonces los vecinos no cesan de arreglar tejados.

Gracias a mi profesión de marino viajé por muchos países y llegué lejos, hasta Chile, ese país que para no caerse al mar se abraza a los Andes. Visité islas paradisiacas. Me enamoré repetidas veces, y me casé en cuatro ocasiones. No me quedó más remedio me dejaban viudo y un hombre como yo no debía estar solo. Tuve hijos, nietos, biznietos. Cuando llegó la hora de jubilarme me hice escritor y según una de mis nietas, que mucho se me parece, huelo a paquete de folios recién abierto.

Creo que mi futuro se está acercando muy deprisa y me gustaría que alguien, algún día, se sentara a leer mis libros, y se recreara en ellos como yo lo he hecho ante este arte funerario que tan buenos recuerdos me ha traído.

© Marieta Alonso

Publicado en: Arte

Perritos

15 enero, 2022 por Akelarre 5 comentarios

Perros English Springer Spaniel mirando por una ventana

Perros English Springer Spaniel

Este mes tenemos en la foto una preciosa pareja de perros English Springer Spaniel que se asoman curiosos a una puerta ¿Qué puede haber detrás? Un amor desmedido por estos animalitos que acompañan y reviven a quien los ama; el cariño de un perro que va más allá de la vida de su amo. En otro se cuenta la redención de un borrachín gracias a un esforzado chucho, y dos cachorros de guante blanco que trabajan por una buena causa remata los relatos que han inspirado a nuestras cuentistas estos simpáticos animales.

Su origen, como los demás Spaniels, se supone que es España, como su nombre indica. Es apreciado como excelente perro de caza en levantar y cobrar presas. De tamaño mediano, resulta fácil de entrenar y tiene un carácter alegre, inteligente y activo que lo hace un compañero cariñoso y cercano.

Amor perruno

Cristina Vázquez

La espera

Malena Teigeiro

El tesoro escondido

Liliana Delucchi

El arte de ladrar

Marieta Alonso

Amor perruno

Cristina Vázquez

A Tania L. con cariño

Mi madre utilizaba el término PERRO para cuantificar y calificar muchas comparaciones: entre un viaje o un perro, entre un regalo o un perro, entre un niño o un perro… Siempre salía triunfante en la elección el perro. Daba igual que le fueras subiendo la oferta, un viaje a las islas del Caribe, un collar de brillantes, u otro niño como su adorado hijo Salva. Y solo en esa ocasión prefería otro niño.

También comentaba que lo único que no le perdonó nunca a su querida prima Verónica, fue que cuando tuvo que ir a vivir con ella por circunstancias familiares, no la dejó llevarse a su perrita. Y eso lo tenía clavado como una espingarda en su corazón. Lo único que la hacía desconfiar de ella, era que no quisiera a los perros.

Aunque a mi padre tampoco le gustaban, consiguió tener siempre uno o dos y una vez hasta trece, pues nos dejaba traer perros a casa y recogía a todo aquel que veía abandonado. Cuando enviudó tenía dos cachorros Springer Spaniel que le habían regalado, fuertes y briosos. Cuando iba a visitarla la encontraba en su taller de encuadernación con un perro a cada lado sentado en una silla. Antes de entrar oía el parloteo al que ya estaba acostumbrada. Siempre hablaba con ellos.

—Vamos niños, saludar a Laura, que hace mucho que no viene.

Después de mirarme por encima de las gafas y del humo de su pitillo, se alegraba tanto de verme, que exigía a los perros que fueran buenos y me dieran un beso. Luego, pedía a Romina, la señora que la cuidaba, algo de beber. Era para la señorita Laura, y mirando a los dos perros, añadía que yo era su hija, pero que no se preocuparan, tampoco iba a estar tanto tiempo.

Yo me sentaba conteniendo la irritación que me producía el pequeño dardo que siempre me lanzaba y la mayoría de las veces, como una suerte de venganza le preguntaba si sabía algo de mi hermano Salva.

—Está muy bien, me llama todos los días —mentía con desparpajo.

Claro, estaba tan ocupado con el alquiler de barcos si era temporada de verano, o con las clases de esquí en invierno. En primavera el trabajo era versátil de capitán de yate por unas islas o… Y ahí se abría una interminable exposición de ocupaciones diversas. Yo notaba su apuro, el esfuerzo por rellenar la inutilidad de la vida de mi hermano, el único ser al que al parecer no hubiera cambiado por un perro.

Al poco rato de estar mi madre enhebrando las fantásticas historias sobre Salva, los perros —llegué a pensar si los tenía amaestrados para desviar la conversación— pedían salir al jardín.

—Por favor, ábreles la puerta. Ahora que no estoy sola, ellos aprovechan para darse una carrera.

En cuanto pasaban unos minutos empezaba a preguntarme si los veía.

—Sí, mamá. De aquí no se pueden escapar.

Pero si venía alguien, entregaban un paquete o un despiste de Romina, entonces ¿qué? ¿Se podían o no escapar?

—Si no te importa levántate a ver si están y hazles pasar —este ritual se repetía con desesperante exactitud.

Al irme, no podía evitar echar una última mirada compasiva por esa mujer mayor sentada con un perro a cada lado, a los que empezaba a desgranar su dulce parloteo. Una dulzura que solo le había visto con ellos y con Salva.

Una madrugada recibí la apresurada llamada de Romina. Acababa de ingresar a mi madre en el hospital cercano, Santa Lucía, que fuera cuánto antes. Le había dado un ictus y estaba en la UVI. La vi desde la cristalera como si fuera un pez boqueando. Llamé a mi hermano al que tardé varias horas en localizar.

—Imposible, Laurita. Al menos tardaría un par de días en llegar —admitió contrariado.

Por favor que le informara con puntualidad de cómo iba evolucionando y si recuperaba la consciencia. En ese caso, su voz sonó aparatosa, haría lo que fuera por llegar. Las horas y los días fueron pasando, la llevaron a una habitación y el tiempo pareció detenerse con su inmovilidad.

La última noche de febrero, soborné con buenas palabras y conveniente cantidad al vigilante de guardia. Cogí a los dos perros y me colé sigilosamente con ellos al cuarto de mi madre. Los animalitos gimieron quedo y empezaron a lamerle las manos. Ella se removió y algo así como una sonrisa apareció en su cara. A la mañana siguiente despertó. Yo estaba a su lado, me acarició la mejilla y me dio unas gracias torpemente pronunciadas, pero llenas del amor que tanto tiempo me había negado. ¿Por qué? me pregunté con una mezcla de desolación y esperanza.

Cuando volvimos a casa los perrillos nos esperaban de pie en la puerta de cristal para darle la bienvenida.

© Cristina Vázquez

La espera

Malena Teigeiro

El día en que acompañado por sus padres, Tomás fue a la perrera y los recogió, los dos tuvieron la certeza de su mucha suerte. Aunque su madre protestara, desde la primera noche los tres durmieron en la misma habitación. Durante el día, el niño jugaba con ellos en el jardín. Incluso cuando estudiaba sentado a su mesa, les tiraba una y otra vez una pelota que ellos recogían y dejaban de nuevo encima del tablero. A los canes les gustaba su rutinaria vida: Sonaba el despertador, se levantaban los tres, él corría a abrirles la puerta del jardín… Y siempre, siempre, antes de que el autobús del colegio se detuviera delante de la casa, tenía unos minutos para jugar con ellos. Luego, lo miraban irse. Ellos moviendo el rabo y él agitando la mano desde detrás de la ventanilla. A partir de entonces, los dos andaban por la casa dormitando sobre los cojines o sobre las mantas que la madre de Tomás colocaba al pie de los sofás. Y así, hasta que se acercaba la hora en que el niño iba a llegar. Entonces era cuando de nuevo, lo esperaban detrás de os cristales, allí, en el mismo sitio en que lo despidieron. Y luego, al entrar en la habitación, mientras se quitaba los zapatos, a veces divertido, otras enfadado, casi siempre sin darle ninguna importancia, les contaba lo sucedido durante el día.

Así fueron pasando aquellos años en los que todos en la casa parecían ser felices, hasta que llegó el día en que Tomás terminó el colegio y con sus rizos de niño, entró en la universidad. Fue entonces cuando su padre se marchó. Ellos que percibieron su disgusto, intentaban distraerlo con sus juegos. Lo cierto fue que pocas veces lo consiguieron. Sin embargo, y a pesar del abandono de su padre, hubo algo que nunca cambió: Tomás seguía contándoles sus cuitas, sus deseos y avatares.

Tiempo después, los dos, pensando en cuando comenzó todo, llegaron a la conclusión de que un par de años antes de que dejara de ir a la universidad, algo había cambiado en su amigo. Como siempre, él seguía atravesando cada tarde el jardín, sin embargo, dejó de llamarlos para jugar. A Tomás, Tomi, como le llamaba la chica con la que salía, ahora también le gustaba la noche. Y poco a poco, su olor a infancia, a cacao y mantequilla, cambió y lo mismo que su amiga, comenzó a oler a tabaco y alcohol. Lo cierto era que ambos arrastraban un perfume a vino, a algo espeso que nunca lograron descifrar. Preocupados percibieron que su mirada carecía ya de su infantil alegría, y su rostro de joven deportista se había afilado, incluso había perdido el lustroso moreno de andar siempre al aire libre. Sin embargo, ellos seguían esperándolo desde detrás de los cristales. Pero ya no volvía al atardecer. No. Ahora lo hacía de noche, muchas veces con las luces de la mañana. Inquietos, desde su puesto de vigías lo veían atravesar el jardín dando tumbos. Y aunque ya no les arrojaba la pelota ni los acariciaba, al escuchar el ruido de la puerta al abrirse, ellos seguían corriendo a su lado.

Sin embargo, ya no lo despertaban lamiéndole la cara como siempre hicieron, porque su baba era amarga, y el agrio sudor les repelía.

Aquella mañana los despertaron los sollozos de la madre de Tomás. Poco después escucharon a su padre, al que hacía tiempo no habían visto. El hombre entró en la casa enfurecido. También aparecieron sus primos, que con el rostro alelado, esperaban sentados en el sofá del salón debajo del cual ellos solían esconderse. Uno, creían que fue el que llamaban Jorge, los descubrió y comenzó a acariciarlos entre las orejas. Y también llegaron muchos amigos, y muchas flores.

Luego, desaparecieron todos.

Y ahora que el olor a flores se ha desvanecido, y la casa vuelve a estar en calma, como siempre a media tarde vuelven a esperarlo desde detrás de los cristales. Y seguirán haciéndolo. Confían en que al menos su sombra volverá a atravesar el jardín.

© Malena Teigeiro

El tesoro escondido

Liliana Delucchi

La puerta del salón se abre dejando entrar una corriente de aire.

—Aquí estáis, mis chiquitines —la voz de Carlota hace que los cachorros abandonen la ventana y se acerquen a la joven—. ¿Qué estabais escudriñando a través del cristal? ¿No os gusta el nuevo jardinero?

Carlota se sienta en un sillón y da unos golpes a los almohadones llamando a los mellizos, que de un salto se arrebujan junto a ella en espera de sus caricias.

—Os he traído golosinas. A ver, Guido, esta para ti. No tragues tan rápido que te hará mal. Muy bien, Natasha, así me gusta. Despacio, despacio.

El sonido de unos pasos sobre la madera hace que los cachorros salten del sillón. Ya están en su cesta cuando la voz ronca de doña Matilde irrumpe en la atemperada habitación.

—Te estaba buscando.

—He venido por un libro que me he dejado, tía.

—Y a malcriar a tus perros.

Sin responder al comentario de la señora mayor, Carlota se acerca a la biblioteca y coge un ejemplar para dar veracidad a sus palabras, mientras doña Matilde recorre el salón pasando el dedo por los muebles en busca de alguno que no fuera limpiado a conciencia.

—¿Crees que tu hermano nos honrará con su presencia estas navidades?

—No lo sé, tía. Dependerá de sus exámenes. Posiblemente venga para Reyes.

—A buscar su paga, seguramente.

Carlota aprieta los labios para no responder. ¿Cuánto tiempo más tendrá que permanecer en esa casa? Álvaro le prometió que el año que viene ya no estaría allí, que está ahorrando dinero con sus trabajos temporales fuera de la universidad, que la rescatará. Pero, ¿será suficiente con lo que tiene y el capital del fideicomiso que les dejó su padre? Este último no es demasiado.

—Comeremos en una hora. Asegúrate de que esos chuchos permanezcan aquí, no quiero verlos soltando sus pelos por toda la casa—. Gruñe Doña Matilde antes de abandonar la habitación.

La joven se acerca a la cesta donde están sus cachorros, se tumba en el suelo junto a ellos y siente la respiración cálida de los animalitos en su cuello. Gracias, queridos, susurra, si no fuera por vosotros me moriría en este mausoleo oscuro y frío.

Cuando se marcha al comedor, no es consciente de que no es la única que abandona el salón. Los mellizos se escabullen y parten al jardín.

—A nuestro rincón no irá el nuevo jardinero, solo se ocupa de las flores, la zona que elegimos es de matorrales —comenta Guido.

—He conseguido un poco más —dice Natasha— Son las vueltas de la compra que la cocinera ha dejado sobre la mesa.

—Y yo abrí el bolso de «la Matilde» y le quité unos billetes. Pero, escarba, escarba. Hemos de guardar antes de que se den cuenta de que hemos salido.

—¿Tendrán suficiente para marcharse? Si Álvaro viene para Reyes, todavía están las navidades para conseguir más— respira agitado mientras sus patas se hunden en la tierra— Seguro que las visitas traerán joyas y alguna otra cosa que podamos coger.

—Esperemos. Y ahora, al salón, a nuestra cesta.

Antes de que oscurezca, Carlota, como todos los días, sale al parque con sus cachorros. Es el mejor momento de la jornada, cuando a solas con ellos siente en sus pulmones el aire fresco del invierno. Respira profundamente antes de correr detrás de los animalitos. Los ve dirigirse a una zona de matojos donde aún no se ha derretido la escarcha de la mañana.

 —¿Dónde vais? Esperadme.

Cuando llega a una zona cubierta de retamas desnudas, descubre a Guido escarbando la tierra; Natasha la llama con suaves ladridos y la joven, curiosa, se acerca para ver qué están tramando.

Las patas de los cachorros han dejado al descubierto un agujero que contiene una caja que la joven reconoce como la de las galletas de los perros. ¿Cómo la han traído hasta aquí? ¿Quién los ha ayudado? Cuando levanta la tapa descubre una considerable cantidad de dinero. La cierra y vuelve a cubrirla con tierra; su mirada interroga a los mellizos que, sentados a sus pies, menean la cola.

—¡Vámonos! Ya volveremos más tarde.

Durante la cena la tía Matilde le pregunta a qué se debe su prolongado silencio, ella pretexta dolor de garganta y se excusa para dejar la mesa sin tomar el café. Cuando Carlota oye los pasos del personal retirarse a sus habitaciones, decide ponerse el abrigo sobre el pijama y resolver el misterio de esa tarde.

No llega sonido alguno de la casa dormida, y en la profunda oscuridad del jardín oye, de vez en cuando, un secreto susurro de ramas, como si un pájaro nocturno las rozara. En un momento dado le parece escuchar unos pasos procedentes de la calle y retrocede contra el rincón donde se halla; pero los pasos mueren (o eso cree) en la distancia y dejan un silencio más profundo.

Es entonces cuando los faros de un coche iluminan la reja de entrada. ¡Es Álvaro! Corre a abrirle con el dedo sobre la boca pidiendo silencio. Su hermano desciende del coche y como dos fantasmas se acercan al tesoro escondido.

—Ve a buscar a los cachorros. Yo me ocupo de coger la caja y dar la vuelta al coche.

Carlota corre hacia la casa. Al acercarse ve a sus mascotas mirando desde detrás del cristal. Con sigilo abre la puerta del salón, coge la cesta con sus juguetes y les indica que la sigan. Envueltos en la clandestinidad de la noche vuelan más que caminan los tres hasta el coche. Álvaro ya tiene el motor encendido y parten los cuatro para no volver.

© Liliana Delucchi

El arte de ladrar

Marieta Alonso

Era de esas personas que no pensaba demasiado y cada tarde, aun sabiendo que le era perjudicial, los pies lo llevaban a la taberna de Artemio, quien unas veces le ponía vino y otras, cerveza.

Aquella estrellada noche de verano alcanzó tales alturas el entusiasmo de su borrachera que comenzó a imitar el ladrido del perrillo, feo, sarnoso y sin pedigrí, que lo miraba desde un rincón.

—No me gustan los perros —dijo con voz pastosa.

A saber lo que entendería el chucho que al oírlo saltó a sus brazos y le puso la cabeza en el hombro. Así se fue tambaleando hasta casa, en la que amaneció al día siguiente abrazado a otro ser vivo.

Cuando su madre le vino a despertar, que espabilara, que no tenían nada para comer, se encontró con aquel cuadro que destilaba ternura.

—¡Arriba, haragán!

Con tal de no escuchar la diaria cantinela se vistió, desayunó, puso la escopeta al hombro y se fue con la intención de seguir durmiendo recostado contra el tronco de un álamo. No llevaba mucho tiempo roncando cuando sintió aullar a aquel retaco de cánido, que con el hocico le estaba acercando la escopeta. Unos tiros se oían en la lejanía. Para que el perro tuviera una buena opinión de él, no fuera a pensar que era un tanto cobarde, o peor aún, un mal cazador, se puso la mira en el ojo y disparó. El animalito salió como una flecha y al cabo del rato regresó con una liebre en el hocico.

Se rascó la cabeza. Por culpa de esas manos que les había dado por temblar, llevaba años sin acertar a nada que se moviese. Aguzó el oído por si alguien venía a reclamar su presa. Silencio. Recordó que estaban a mediados de mes y ya se había gastado la mísera pensión de madre, y tenían que comer. Sintió un ruido y volvió a disparar. Esta vez vino con una perdiz.

¡Sí que era de ley el perrucho! Habría que ponerle un nombre, y le llamó Zascandil —así era como le tildaba su madre siendo niño—. Y entre disparos y carreras volvió a su casa con un total de diez palomas, cuatro liebres y dos perdices.

Ese día su madre preparó un estofado de liebre que, de tan bueno, hizo que se chupara los dedos. Mejor prevenir, dijo la mujer guardando lo que sobró en la despensa. Con la barriga llena se echó a dormir una buena siesta. Falta le hacía. Estaba agotado.

Ella, tras fregar los platos, llevó el resto de la caza al carnicero, quien descontó lo que le debían. Como no se fiaba de su hijo se llegó a la taberna, y pagó la mitad de la deuda al Artemio. A primeros de mes saldaría el total de la cuenta y, por favor, que no la endeudara más, que le cerrara la puerta en las narices a su hijo.

—No me pida eso. No puedo negarle la entrada. Átelo usted, si puede.

Al llegar a casa tuvo una seria conversación con Zascandil que con las orejas gachas parecía estar de acuerdo con lo que le pedía aquella mujer, aunque pareciera un despropósito.

A partir de ese bendito día el borrachín, azuzado por su perro, comenzó a levantarse de madrugada para salir a cazar. Ya no tenía tiempo de ir al bar. Y hasta llegó a sembrar pimientos, tomates y no sé cuántas cosas más en el huerto. Su chaqueta olía a rancio sudor y no a alcohol.

Si antes en el pueblo hablaban de él, ahora la que estaba en boca de todos era la madre, que tal parecía querer más al perro que al hijo.

© Marieta Alonso

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El Belén de Navidad

15 diciembre, 2021 por Akelarre 4 comentarios

Cuentos sobre el Belén de Navidad
Belén de 150 metros situado en el edificio de la Real Casa de Correos, en la Puerta del Sol de Madrid.

El Belén de Navidad

Con este pesebre la Comunidad de Madrid conmemoró el III Centenario del nacimiento del Rey Carlos III. En honor a este monarca intentó representar en él los principales monumentos construidos durante su reinado en la ciudad, de la que, según el dicho popular: «El mejor Alcalde, el Rey».

Se dice que la primera celebración navideña en la que se montó un belén fue en la Nochebuena de 1223. Lo hizo San Francisco de Asís, en una cueva próxima a la ermita de Greccio (Italia).

La tradición de poner uno en las casas llegó de manos de la reina Amalia, esposa del Rey Carlos III de España, que antes lo había sido de Nápoles. En la Navidad de 1659, con las figuras que trajo desde Nápoles, la Reina montó un Belén en el palacio del Buen Retiro.

 Las clases altas, la burguesía y la nobleza no queriendo ser menos, lo copiaron. Con el paso de los años, esta costumbre se extendió a todas las clases sociales tanto en la España peninsular como en las provincias de ultramar.

Han pasado casi 800 años y esta bella tradición se mantiene durante la Navidad, tradición a la que se han querido sumar los personajes de los relatos que escribimos para este mes de diciembre. Desde una anciana que mantiene su hábito de visitar a su amor platónico que destaca entre las figuras del Belén; una niña que descubre la realidad entre tanta fantasía; un encuentro inesperado o un artesano que discurre qué hacer con la obra de su vida. Esperamos que os gusten. Y… ¡Feliz Navidad!

Postal Navideña

Cristina Vázquez

Un penacho de plumas rojas

Malena Teigeiro

Encuentro inesperado

Liliana Delucchi

Filantropía

Marieta Alonso

Postal Navideña

Cristina Vázquez

—¿Cuándo iremos a Madrid?

Preguntaba una y otra vez Guillermina acariciando la postal que había mandado su padre del Belén de la Casa de Correos. Se sabía de memoria dónde estaba la puerta de Alcalá, el Palacio Real, el puente de Toledo... Y como veía tan cerca una cosa de otra se convencía de que en cualquier momento ella podría ir y no perderse.

—Deja ya de dar la tabarra, iremos cuando podamos.

Era la siempre insatisfecha y cansada respuesta de Asun, la madre. Otra pregunta en la que insistía era la de cuándo iba a volver su padre. Cuando pudiera, ni antes ni después, le aseguraba la mujer. Estaba ahorrando para que ella pudiera ser una señorita de verdad, con trajes finos, llevar puntillas y guantes, prometía la madre mientras se miraba las manos enrojecidas de tanto lavar.

Guillermina empezó a trazar planos en su cabeza para cuando llegara el momento de ir a Madrid poder dejar al padre sorprendido de sus conocimientos y habilidad para desplazarse por la ciudad. Era mucho más grande de lo que veía ahí, advertía severa Asun. Y sentadas las dos a la luz de una lamparita marcaban con una regla los centímetros de distancia entre los edificios. Pero luego, esto había que multiplicarlo por cientos o miles.

—Ya lo sabrás cuando aprendas a multiplicar bien —era la conclusión materna acompañada de una áspera sonrisa.

Recibían del padre seis o siete postales al año, casi todas de Madrid, y nunca faltaba la del Belén de la Casa de Correos. A veces también, alguna de Valencia o del Espolón de Burgos o hasta de San Sebastián. Tenía que viajar por trabajo e invariablemente prometía el regreso lo antes posible para ver a sus dos amores. La madre leía con dificultad la letra enrevesada de ese hombre y aguantaba con entereza los comentarios malignos de las otras mujeres del pueblo.

Para poder recorrer antes de dormirse todos los lugares a los que iba el padre, clavó las postales con chinchetas en la pared al lado de su cama. Pero su preferida era la del Belén de Madrid. Esa Navidad tampoco pudo volver, le había pillado una nevada en el Norte y estaban las carreteras cerradas. La niña se empeñó en poner en el Pesebre que montaron en casa, en vez del Niño Jesús, la postal rodeada de ángeles y pastores.

Madre e hija pasaron una Navidad fría y solitaria. Por primera vez, la pequeña percibió en la expresión de desaliento de la madre una chispa de rebeldía. Y por primera vez, también, la vio con la espalda erguida. Tras la palmada que se dio en los muslos aseguró decidida:

—Mañana tú y yo nos vamos a Madrid.

Dicho y hecho. Pocas cosas tenían que meter en la maleta y así dejaron el pueblo. No miró atrás, cerró la casa, y con el dinero ahorrado bien sujeto a su cuerpo subieron al tren. Ella llevaba las postales apretadas en su bolsillo, como los tesoros que la ayudarían a manejarse por la ciudad. Y la madre la dirección de la pensión del marido como último punto del camino.

Cuando llegaron a la estación se sintieron abrumadas por el ruido, la prisa, los empujones. Agarradas de la mano en medio de ese torbellino dudaron qué hacer. La madre volvió a erguir la espalda y resuelta aseguró:

—Lo primero es lo primero —pidió a la hija que le diera la postal del Belén.

Fueron a la parada y se la enseñó al taxista.

—Llévenos aquí, por favor.

Mientras el coche avanzaba entre pitidos y frenazos, las dos se quedaron absortas, admiradas de las luces navideñas. Tanta era la emoción de Guillermina que no soltó palabra. Cuando después de esperar en la cola entraron a ver el Belén, la niña quería comparar la realidad con la foto y empezó a aturdirse. Su madre se paró frente a ella, cogió la postal y la rompió.

—Esta es la realidad. Hay que vivirla como toca. Disfrútala, es maravillosa y este —señaló con un amplio gesto las figuras y el Portal—, es mi regalo de Navidad.

Luego, sofocada, se quitó, el pañuelo que llevaba al cuello y agachándose hacia su hija, ese señor bajito vestido con una bata gris, le susurró, era el portero.

—Ve a verle —la empujó suavemente hacia él.

Se quedó quieta, no se atrevía a acercarse a ese hombre que con una bata gris y las manos a la espalda caminaba de aquí para allá pidiendo silencio y orden en la fila. Algo se le estranguló por dentro. No podía ser, ella lo recordaba más alto, menos encanecido, más vigoroso. Se volvió hacia su madre que hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí, es él y esta es la otra realidad que tienes que aceptar.

© Cristina Vázquez

Un penacho de plumas rojas

Malena Teigeiro

A sus 86 años Lola camina apurando el paso hacia la Puerta de Sol. Sin fijarse en su amiga, quien a pequeños saltitos intentaba seguirla, le echa una ojeada al reloj. Aunque Aurora era mucho más joven que ella, ya que solo tenía 81, ambas se habían caído bien desde el momento en que se vieron en la casa de la tercera edad. Y estas Navidades, como siempre hacían, juntas iban a visitar el belén de la Casa de Correos, que según leyó en la revista del club de Mayores, este año estaba dedicado al rey Carlos III. O sea, que tenía que ser espectacular, le comentaba a Aurora.

Durante aquella carrera en la que Aurora intentaba no perderla colgándose de su brazo, ambas no dejaban de mirar los escaparates, todos adornados con bolas doradas y luces de colores. Aquellas vitrinas trajeron a la mente de Lola recuerdos de su niñez. El belén que ponían sus padres sí que era bonito, decía soñadora. Hasta tenía un río con agua que por cierto siempre causaba algún estropicio. Fantaseando romántica, recordó el papel de Arabia con el que su madre encendía la hoguera, que además de dar humo, llenaba la habitación de un dulce y denso perfume a pachulí.

—Aunque, claro, reconozco que no tiene color con el que vamos a ver.

Y sin escuchar la voz de su amiga que medio ahogada le recriminaba que fuera tan deprisa, ella, cada vez más rápido, le contaba el alarde de casitas, ovejas, lagos y castillos, desparramadas a lo largo del pasillo de la casa de sus padres.

De pronto Aurora se paró en seco. Lola la miró. No podía comprender cómo aquella mujer tan joven, se dijo para sí, se conservaba tan mal. Quizá fuera porque no tenía ninguna ilusión. Desde luego, siempre fue una persona muy correcta, cumplidora, y desde el fallecimiento de su esposo, su única dedicación era ser viuda. Eso, sí. Era la perfecta viuda: ni una risa, ni una broma, todo en ella tenía una especie de trance. Tampoco la vio derramar una lágrima. Porque aquella que durante el funeral se secó con el pañuelito, era falsa. ¡Ay, Señor! Cuánta hipocresía. ¡Como si los demás no supieran la mala vida que su hombre le daba!

Sin embargo ella que seguía soltera, no tenía que fingir ningún duelo. Y eso, lo de quedarse soltera, en principio le dolió, pero después, viendo lo visto, entendía que el Señor la había bendecido. ¡Vaya si fue una suerte su soltería! Tuvo sus apaños… Decentes, eso sí, siempre uno después de otro. Y como desde niña le había llamado la atención el mar, al terminar el bachillerato hizo unas oposiciones de funcionaria al ministerio de Marina, que aprobó con el número dos, lo que le proporcionó un bonito sueldo. Y aunque no llegaran a nada, desde su puesto coqueteó durante años con Julito, que trabajaba también de funcionario en una mesa cerca de la suya. Tenía que reconocer que le molestó que se hiciera novio de la chica nueva con la que poco después se casó. Y claro, el no tener obligaciones le había permitido viajar, comprar sus joyitas, en fin, lo que se dice vivir sin preocupaciones.

—Lola, no corras tanto, que me voy a ahogar —la sollozante voz de su amiga rompió sus pensamientos.

Durante unos segundos aminoró el paso. De pronto pensó: Si se ahoga, peor para ella, que no se hubiera entretenido tanto con tonterías antes de salir de casa. Porque tenía que conocer de sobra que ella iba todos los años, el mismo día, a la misma hora, a visitar el Belén de la Casa de Correos. Suspiró para sí recordando al ujier encargado de vigilar a los visitantes, el que salía en el cambio de guardia de las 12. Su rostro sonrió al recordar la imagen del hombre, ya de una edad, quizá próximo a jubilarse, tan guapo, tan elegante, y con aquel penacho de plumas rojas sobre la cabeza… No. Ella no estaba dispuesta a perderse aquella visión de la que solo podía disfrutar una vez al año. Y Lola después de echarle una miradita al reloj, de nuevo apretó el paso sin preocuparle que su amiga se quedara atrás, perdida entre la barahúnda que cargada con bolsas de regalos, llenaba la plaza de La Puerta del Sol.

© Malena Teigeiro

Encuentro inesperado

Liliana Delucchi

A mi primer abuelo no lo conocí. Me dijeron, o al menos eso entendí, que había partido a Golfa. Sin embargo, por mucho que busqué en los Atlas y pregunté en la clase de geografía no encontraba ningún país con ese nombre. Más tarde supe que golfa era la vecina rubia con pecho exuberante por la que había dejado a mi abuela Catalina. Harta de las miradas de lástima y la condescendencia de los habitantes del pueblo,  la mujer abandonada cogió a su hija y partió a Madrid.

Hubo finales peores que esa localidad conocía. Finales mezquinos, miserables, inconfesados; otras vidas que continuaban tristemente, sin cambios visibles, en el mismo estrecho escenario de hipocresía. Pero ella no quiso actuar en esa obra, ni mirar la vida de los demás desde las bambalinas… Por eso partió.

Mi madre nunca se acostumbró a la vida capitalina, por tanto, concluida su carrera de maestra, hizo oposiciones y consiguió una plaza en una ciudad de tamaño medio donde conoció a mi padre y nací yo.

Catalina, por su parte, sí que se hizo con la vida en el centro. Después de lo acontecido en el pueblo, lo que más le gustaba era pasar inadvertida. Sin embargo, sociable como era, no tardó en hacer amigos, unos más que otros, claro. Entre los segundos estaba Eustaquio, el propietario de una tienda de ultramarinos que acabó siendo mi segundo abuelo, aunque nunca vivieron juntos. Parece ser que ella aún sentía el dolor que le produjo aquel abandono, tanto es así, que cuando le pregunté por qué no compartía casa con Eustaquio, me respondió: «Querido mío, si uno se quema con leche, cuando ve la vaca sale corriendo.» No sé si en ese momento entendí el refrán, aunque a lo largo de mi vida lo he aplicado en distintas circunstancias.

Durante muchos años, llegadas las vacaciones de Navidad, me subían a un autobús en dirección a la capital, donde pasaba las fiestas con mi abuela. Era la mejor época del año. Recorríamos todos los mercadillos y centros comerciales donde yo, cuaderno en mano, elegía los regalos que incluía en una extensa lista para los Reyes.  Lo que más me gustaba eran nuestras visitas a los belenes. Acostumbrado como estaba a que en mi barrio solo existía el de la Iglesia Mayor, no daba crédito a la cantidad que encontrábamos en cada plaza, hipermercado o templo.  Mi travesura preferida era cambiar de sitio a los pastores o a los corderos, en aquellos en los que se podía, claro. Sin embargo, con el que más disfrutaba era con el del Palacio de la Casa de Correos, aunque en él no pudiera llevar a cabo mi chiquillada. Era tan grande que le rogaba a la abuela que me llevara varias veces. Sentía que esa gran ciudad estaba a mi alcance, luego le pedía que fuésemos a visitar  todos y cada uno de los monumentos allí representados.

La tarde que visitábamos el Palacio Real, después de un merecido chocolate con churros en el Café de Oriente, dimos un paseo por la plaza. En un banco, y abanicándose como si estuviésemos en agosto, una mujer rubia de pechos exuberantes lanzaba gestos con los ojos y la boca a todo caballero que pasara. Sentí la presión de la mano de mi abuela en la mía y, a pesar de los villancicos que llenaban el lugar, me pareció escuchar los latidos acelerados de su corazón. Nos detuvimos a unos metros de esa señora, parapetados detrás de un hombre gordo que no paraba de hacer fotos al palacio. Descubrí en el rostro de Catalina  una expresión que hasta entonces no había visto. Miraba a esa matrona de manos cortas y regordetas que sostenían un cigarrillo y no paraba de hablar a su vecina de banco. Contemplé sus pies, tan rechonchos como sus manos y apretados en unas deportivas que, evidentemente, eran de un número menos, al igual que el resto de su ropa.

Mi abuela se quedó mirándola un largo rato, mientras yo, pegado a su costado movía mis ojos de una mujer a otra sin entender qué estaba pasando.

—¡Qué niño tan guapo! —dijo la señora con un acento cuyo origen no logré descifrar– ¿Quieres un caramelo?

Inclinó la cabeza para rebuscar en un bolso ajado en el que intuí que guardaba algo más que dulces y en vez de una golosina sacó un pintalabios de un color intermedio entre coral y rojo. Sin mirarse a un  espejo se lo pasó por la boca. Me dio asco ver sus dientes negros y mellados. Miré a mi abuela con el ruego de que nos marcháramos, fue entonces cuando ella cogió unas monedas y se las dio a la desconocida, al tiempo que le decía:

—Toma, Golfa, y cómprate un carmín que ya no estás para robar maridos.

© Liliana Delucchi

Filantropía

Marieta Alonso

Mi abuela murió y me dejó heredero de su bien más preciado: Un Belén. Bueno, solo el Misterio, que llevaba en la familia más de cien años. Como se me dan bien las manualidades comencé a hacer figuras de barro en los ratos libres. Una al día. Luego dos. Más tarde tres. Y ahora he perdido la cuenta, entre burritos, cabras, casas, cuevas, herreros, pastores y mil cosas más. Y no exagero al decir mil cosas más, porque ya tengo más de diez mil figuras.

Entre mi trabajo y mi bonita afición no tuve tiempo de casarme. Me cambié cinco veces de casa, todas de mi propiedad, porque a medida que iba creciendo mi belén necesitaba más espacio. Soy de aquellos a quienes que no les gusta desprenderse de nada. Lo mío es mío.

Ahora estoy en un gran dilema. ¿Qué será de mi obra de arte cuando muera? Quizás debería hablar con el cura para que mi belén tenga el marco apropiado, pero tengo la sensación de que traicionaría a la abuela que nunca pisó una iglesia. Había grandes rumores de que era «la sobrina» de don Servando. También podría hablar con el Ayuntamiento. No es buena idea. El alcalde de hoy es el biznieto de Cheo, su primer marido, el que la abandonó por otra.

Hoy ha venido mi vecina a verme, la única que desinteresadamente se preocupa por mí, es de una generosidad asombrosa, y le he contado mis penas. Durante diez segundos se ha quedado en silencio, y luego rompió a hablar.

Me ha aconsejado crear una Fundación a mi nombre y haga de mi última casa, la más grande, un museo donde resplandezca mi belén gigante. Que venda dos casas, mis tierras y el lagar, y con ese dinero edifique en nuestro barrio una escuela, un hospital, y un taller de belenistas. Ella, como publicista, haría tal campaña que todo ser humano suspiraría por estudiar en la mejor escuela del condado, curarse en el hospital de investigación más famoso del país, visitar el más genuino museo de belenes o llegar a ser el más increíble artesano de todos los tiempos. Y, yo, pasaría a la historia como la persona más humanitaria, desprendida y altruista que haya existido.

Además, sería conveniente evitar desembolsos a mi despegada familia. Hacienda está al acecho, y los gastos de transmisión solo traen complicaciones. Eso es verdad. Sabe que me gusta la idea de quedar como un buen hombre, un modelo de generosidad ante el vecindario, por lo que me propuso vender, simbólicamente hablando, el resto de mis propiedades a sus tres hijos. Ellos podrían dirigir la Fundación con honestidad y mano firme, concluyó.

Hay algo que no me huele bien. Esta noche lo consultaré con las figuras del Misterio.

© Marieta Alonso

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La librería de Limoges

15 noviembre, 2021 por Akelarre 5 comentarios

Fachada de una librería de la ciudad de Limoges

La fachada de una librería de Limoges

Alrededor del año X antes de Cristo, la ciudad de Limoges fue fundada como Augustoritum por los Romanos. Perteneciente al antiguo Lemosin, hoy Nueva Aquitania, basó su economía en la fabricación de la famosa porcelana hecha a partir del caolín de Saint-Yrieix- la Perche, así como en su industria textil, ambas muy activas hasta la crisis de las últimas décadas.

Cruzada por el rio Vienne fue, y sigue siendo desde la Edad Media, uno de los lugares franceses más pintorescos, con barrios interesantes como el de la Boucherie. En su calle principal y en las callejuelas adyacentes, se encuentran casas con entramado de madera, cuyos bajos están ocupados por tiendas como la de la foto.

Esta evocadora librería ha dado alas a nuestras cuentistas para relatarnos historias: Cómo un librero inicia a un niño en la lectura, su regreso nostálgico a la ciudad y a ese local que le hace recordar la posibilidad frustrada de un amor; una sabia niña que aprende las historias de los libros; la librería como un refugio seguro para una huida o un anciano que logró perpetuar la pasión por los libros con la que su primer propietario llenó su alma.

La huida

Cristina Vázquez

Las mujeres de la familia de Camille

Malena Teigeiro

Limoges

Liliana Delucchi

Mi vida entre libros

Marieta Alonso

La huida

Cristina Vázquez

La mañana que Aurora abrió la puerta del cuarto de su hija y comprobó que los armarios estaban medio vacíos y la cama sin deshacer, se sentó echando una mirada alrededor y con los dedos cruzados, murmuró. “Suerte, hija”. Y dio un suspiro.

Al salir de la habitación, simuló un gesto compungido, casi horrorizado, al comunicar a esos dos la desaparición de Elena. Se había llevado la ropa, el pasaporte no estaba. Ni el cepillo de dientes. Después de gritarle que no dijera tonterías, el padre seguido del hijo, que cada vez imitaba con más precisión los modos violentos y antipáticos de su progenitor, aseguraron que ella debería saber dónde estaba.

—No se te ocurra engañarme si tienes alguna idea de lo que ha podido pasar —gruñó su marido con los ojos inyectados.

Aurora se levantó del sofá y dijo que iba a preparar café. ¿Cómo podía creer ni por un momento que era capaz de ocultarle algo a él?

—Por Dios, Germán, no pierdas la cabeza esta vez —suplicó llorosa.

Padre e hijo organizaron un terrible revuelo. Con las caras descompuestas llamaron a hospitales, policía, al trabajo de Elena, amenazándoles, como si tuvieran la culpa de su desaparición.

 —Y tú, mujer, haz algo —bramó el marido—. Parece que te ha dado un aire. No seas tan inútil, carajo.

Su padre tenía razón, por qué no iba a preguntar a las vecinas o a las amigas, a lo mejor podían tener alguna idea de su paradero. Demasiado tranquila la veía, aseveró el hijo poniendo un gesto de despectiva duda tan parecido al que exhibía Germán. Alguien tendrá que conservar la calma, contestó Aurora en tono reflexivo. Y el hijo se calló. No era mal chico, pero le faltaba caletre para desprenderse de los aires de matón aprendidos en casa. Y por un momento Aurora vio una luz de desconcierto en sus ojos.

—Ahora voy, en cuanto haga el café empiezo a preguntar —le apretó el antebrazo—. Tranquilízate, que con uno disparado ya tenemos bastante.

Y mientras ponía los filtros de la cafetera rezó en voz baja por su hija. Por su querida y rebelde Elena. Le tembló la mano al echar el café. Hoy seguro que le saldría mal, y el otro, seguro, que protestaría por su torpeza. Mi querida Elena, que San Cristóbal te proteja, que encuentres bien las conexiones, que la Virgen del Camino te acompañe…

—Pero qué carajo resoplas, en vez de estar ya llamando —la presencia de Germán en la cocina apagó la suave luz de la mañana de abril que se colaba entre los visillos—. Vamos, qué lenta eres, ya está llegando la policía.

Sirvió el café al sargento, al que conocía desde hacía años y este prometió que haría todo lo posible. Ya sabía del cariño que tenía a su familia y la miró con ternura.

—Son muchos años de conocernos, Aurora.

El padre interrumpió exigiendo que se pusieran en marcha ya, las cuarenta y ocho primeras horas eran básicas. Y a la mujer, que se fuera a preguntar, a intentar saber algo. Aurora se puso un pañuelo a la cabeza, una gabardina y salió. Fue a la estación de trenes a mirar los horarios y calculó que podía haber sido en el de las veintiuna treinta, el nocturno. Se llenó, ahora sí, de angustia, al pensar si se habría encontrado con Paul, un viejo y buen amigo. Dio un paseo por la alameda para tranquilizarse y retrasar el regreso a casa.

Al entrar en ella, vio el dispositivo que había organizado Germán. Ante un mapa desplegado sobre la mesa del comedor, daba gritos por el teléfono, calculaba posibles rutas, preguntaba si habían soltado a alguien de la cárcel. El hijo iba y venía obedeciendo a sus demandas, una cerveza, otra para el cabo de la Guardia Civil, no, que estaba de servicio. Que no fuera flojo y él también se marchara a preguntar en la discoteca del pueblo y a los chicos que podían conocerla. Vamos, que no fuera tan ineficaz como su madre. Arrea y trae algo consistente. Algo que nos sirva.

Aurora confirmó que nadie sabía nada. Las amigas se quedaron horrorizadas cuando se lo preguntó, en el trabajo estaban sorprendidos, y nadie la había visto la noche anterior.

¡Qué inutilidad de mujer!, resopló Germán. ¿Al banco no se le había ocurrido ir?, preguntó de mal modo. No, claro, a la señora no se le ocurría. Pues que supiera que había desaparecido dinero de la cuenta. ¿De verdad?, la cara de sorpresa de Aurora era convincente. Y una sonrisa se instaló en sus ojos.

Los días pasaron entre gritos, esperanza y desesperanza, noticias confusas y vio cómo su marido se iba achicando, igual que si un peso invisible le fuera bajando los hombros. Por primera vez sintió cierta piedad por ese hombre.

Cada dos días Aurora iba a Correos. Había abierto un cajetín, el 356, fecha del nacimiento de Elena, el tres de mayo del 2006. Y al cabo de diez días, por fin apareció la postal en la que salía la librería de Paul en Limoges. Su hija ya estaba a salvo.

© Cristina Vázquez

Las mujeres de la familia de Camille

Malena Teigeiro

Su madre, Adelle, le había contado que durante muchos años aquella librería fue el lugar de reunión de su bisabuelo y de su abuelo. Según ella, iban a leer todo lo nuevo que se publicaba sobre ciencia, política, arte, así como también las novelas de heroínas, como Juan de Arco o de atribuladas damas de la alta sociedad, como Anna Karenina. Y siempre, al finalizar la cena, le manifestó, ellos les relataban sus lecturas a la luz de la lumbre. Recordaba Camille que su madre, después contarle aquello, suspiró profundo cerrando los ojos, como si aquel recuerdo de alguna manera le doliera.

En cambio, Antoine, el padre de Camille era diferente. Nada tenía que ver aquel que había sido el joven más apuesto y conquistador de Limoges con el padre y el abuelo de su madre. A él solo le gustaba trabajar la tierra, criar vacas y, sobre todo, hacer queso. También le placía jugar a las cartas en la taberna y bailar con su mujer en las ferias. En su honor había que decir que sus quesos eran conocidos como unos de los mejores de la comarca, lo que a su madre le hacía sentir un orgullo parecido al que tenía por sus hijos.

Y recordando lo feliz que se sentía al escuchar las historias que sus mayores les narraban delante del hogar, Adelle comenzó a hacer lo mismo con sus hijos. Una noche, respondiendo a la pregunta de uno de sus hermanos, Camille se enteró de que sus abuelos conocían todas aquellas historias a través de los libros que adquirían en la antigua librería. En ese mismo instante decidió que ella haría lo mismo, y dirigió sus pasos hacia la vieja tienda.

El librero, un hombre de edad avanzada, cuando escuchó su nombre la saludó cariñoso. Quizá recordaba a sus mayores. Ella le explicó que no tenía dinero para comprar los libros, por lo que le pedía el favor de que se los dejara para leer allí, en cualquier rincón de su librería. A cambio, le llevaría un queso de los que hacía su padre.

—Bien. Pero solo una vez cada quince días —percibió Camille una divertida luz en los viejos ojos del hombre, ya del color del agua vieja—. No quiero que tu padre piense que me como sus quesos gratis.

Así, sin que sus padres lo supieran, comenzó a ir, tal y como habían decidido, cada quince días a leer. Entre el olor a papel, a lápiz, a tinta de las páginas y más páginas que leía, Camille se sentía bien, por lo que fue acortando el tiempo de sus visitas hasta ir casi a diario. Nada más entrar, le pedía al anciano los libros en donde se narraban las historias que le había escuchado a su madre. El hombre se los entregaba y ella, sentada en el suelo de piedra, entre dos viejas vigas pintadas de verdiazul, pasaba las hojas a la vez que casi imperceptiblemente movía los labios. Al llegar la hora de volver a su casa, sonriente, quizá un poco arrebolada, dando las gracias dejaba el libro encima del mostrador.

Pasó el tiempo, y no sin sorpresa, el hombre se dio cuenta de que Camille tardaba exactamente el mismo tiempo en leer cualquier hoja, ya fuera el texto largo, corto o denso. Luego de pensarlo mucho, una tarde decidió introducir dentro de las tapas de la novela que le había pedido la niña, otra diferente. Y vio que arrebujada entre las vigas, Camille leía con el mismo interés.

Al siguiente día el hombre se le acercó. Se acomodó a su lado y le habló de una novela, ya un poco antigua, pero que le iba a divertir: Los tres Mosqueteros.

—Ya la conozco —le replicó risueña. Y para no malgastar luego el tiempo buscando la hoja, dejó un dedo entre las páginas del libro—. Pero me gusta más leer las novelas que cuentan tragedias románticas que las de peleas entre caballeros.

—Sin embargo, el otro día, cuando me pediste Mujercitas, te lo entregué sin darme cuenta de que dentro de aquellas tapas se encontraba la novela de Los tres Mosqueteros, que como siempre leíste con mucho interés —el hombre le cogió la barbilla mirándola con ternura—. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de la confusión?

Ella, con expresión avergonzada, le separó la mano. Bajó la cabeza y olvidando la señal que hacía con el dedo entre las páginas del libro, lo cerró. Luego lo apretó contra su pecho. Sus ojos claros llenos de lágrimas lo miraron con tristeza.

—Señor, cuando miro las hojas de los libros que le pido, dentro de mi cabeza escucho la voz de mi madre y yo, siguiendo las líneas, repito una por una sus palabras. Mi padre no permite que las mujeres de su familia aprendan a leer.

© Malena Teigeiro

Limoges

Liliana Delucchi

A pesar del aire de otoño que dobla la esquina, cuando Adrien enfila la calle de la librería, aspira un suave olor a verano. Allí sigue, tantos años después, con su estructura de madera azul-verdoso medio desvencijada y la magia de un interior donde todo es posible, hasta creerse en agosto a mediados de noviembre.

La puerta entreabierta permite que un remolino de hojas secas busque cobijo, como si supieran que serán bienvenidas. Cuando Adrien la empuja para entrar, el gemido de la madera hace que el hombre que está detrás del mostrador alce la mirada por encima de la montura de sus gafas. Se las quita, limpia los cristales y enarca las cejas antes de abrir los brazos y acercarse al visitante, sonriendo.

—¡Eres tú!

Adrien responde emocionado al saludo. Está allí, otra vez, solo que ahora él es el alto, fuerte y el señor Deauville ha encogido y casi no tiene pelo.

—¿Una limonada? —los ojos inteligentes del librero brillan entre surcos. Con pasos ligeros para su edad se encamina a la puerta, la cierra porque a esa hora ya no vendrá cliente alguno y además, dice, tendremos que celebrar este encuentro. Mejor dejar de lado la limonada, que en la trastienda tengo un buen pastis.

—Prefiero invitarlo a comer. Las bebidas las dejamos para más tarde.

El anciano pide unos momentos para ir a buscar su chaqueta, tiempo que el joven aprovecha para reencontrarse con ese lugar sagrado en el que ha pasado los mejores veranos de su infancia.

A pocas calles de la librería sus padres conservaban una casa familiar donde transcurrían las vacaciones y se reencontraban con parientes y amigos, pero ninguno de ellos tenía hijos de su edad, por lo que el niño deambulaba por las calles o las páginas de algún libro. Los de la biblioteca de su abuelo no le interesaban. Una mañana en que salió de expedición por el barrio viejo encontró la librería. Paseaba sus ojos por los anaqueles cuando una voz lo sorprendió a sus espaldas.

—No creo que lo que buscas lo encuentres ahí.

—¿Cómo sabe lo que busco?

—Porque tengo muchos años de librero y reconozco las miradas inquietas —y con un gesto le indicó unos estantes con ejemplares encuadernados en azul. Cogió uno y se lo entregó—. Empieza por este. Cuando lo termines, lo traes y te daré otro.

—No llevo dinero. ¿Se lo puedo pagar cuando vuelva por el siguiente?

—Mejor me lo pagas con uno escrito por ti.

Adrien sonríe ante el recuerdo y aspira ese olor que embarga la estancia, una mezcla de papel, humedad y madera vieja que un ramo de gardenias frescas intenta disimular. Se acerca a las flores y, al olerlas, una imagen se superpone sobre el cristal del escaparate.

—¿Has vuelto a verla?

Las palabras del anciano no lo sorprenden. Al igual que el perfume de esos pétalos, forma parte del lugar, como el rostro que acaba de vislumbrar en los vidrios, incluso la voz que no escucha desde hace tiempo.

—No desde que se fue a Nueva York. ¿Ha vuelto por aquí?

—Cada verano —responde el anciano al tiempo que se arregla las solapas de la chaqueta—. Este año me trajo un ejemplar de su última novela. ¿La has leído?

—Es maravillosa —responde Adrien intentando que su voz no denote emoción, aunque sabe que el señor Deauville la percibe.

La torpeza del niño al empujar la puerta de la librería, no solo tiró al suelo el ejemplar que llevaba en sus manos, sino que hizo lo mismo con la niña de melena cobriza y vestido de tirantes. Ella no se enfadó, sino que le tendió la mano para que la ayudara a levantarse, sonrió y le preguntó qué estaba leyendo.

—Veinte mil leguas de viaje submarino —contestó el chico con un tartamudeo que lo hizo enrojecer.

—Mujercitas —dijo la niña mostrándole el libro que había caído con ella—. Al igual que Joe, seré escritora.

—Yo, científico, como Pierre Aronnax.

—¡Qué tontería! Si decides ser científico, solo serás científico. En cambio si escribes, puedes ser lo que quieras cuando quieras. Hoy científico, mañana astronauta, pasado actor…

A pocos pasos, el señor Deauville los miraba complacido.

Ese primer encuentro dio lugar a otros y entre narraciones, comentarios y las limonadas que les servía el librero, terminó el verano. Prometieron escribirse y lo hicieron. Para cuando se vieron el siguiente agosto, ambos habían escrito algunos relatos que corregían a la sombra de un viejo roble siguiendo los consejos del señor Deauville. Tuvieron que esperar hasta la universidad para estar todo el año juntos, pero a pesar de la fascinación que les producía París, en cuanto tenían unos días de vacaciones volvían a Limoges, a la casa solariega de él, y a la vieja librería.

Sin embargo, París logró abducirlos con sus múltiples posibilidades; pero las cosas que están a punto de suceder no suceden y acontecimientos no previstos se presentan con los brillos de los sueños. Era difícil resistirse. Él no lo hizo. Ella tampoco. Y las expectativas insensatas, condenadas por su propio exceso al desengaño, los llevaron a un punto que creyeron sin retorno. Por eso, nada más verla sentada a la mesa de siempre en el café de siempre, supo lo que Madeleine iba a decirle. Caminó unos pasos hacia ella pero a medio trayecto se arrepintió. No quería oírla. Prefería guardar su imagen mirándose al espejo que recordar eternamente unas palabras que no quería escuchar.

Y así, el mes de junio siguiente se instaló solo en la casa de Limoges y transcurrió el verano en un silencio acobardado y huraño apenas roto por escasas visitas a la librería. A veces hablaba en voz alta para escuchar una voz en la estancia vacía. Borraba en el ordenador capítulos de esa novela que no lo convencía y redactaba cartas a Madeleine que no sabía dónde enviar y que a veces ni llegaba a escribir. No podía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio, que tocó su piel. Miró por la ventana y sintió la ausencia entre sus brazos. Todo conspiraba contra su felicidad y, a pesar de ello y sin saber muy bien cómo, logró terminar la novela.

Adrien se acerca a los estantes donde están los libros encuadernados en azul. Recorre sus lomos con una mano cargada de nostalgia, la detiene en el título de Julio Verne que llevaba aquella tarde en que conoció a Madeleine. Lo coge, y entre sus páginas encuentra la flor seca. La gardenia que ella le había dejado para que la recordara. ¡Como si hubiera podido olvidarla!

—¿Nos vamos? —La voz del señor Deauville lo devuelve al presente.

—Deme un momento, por favor.

Se acerca al ramo de flores que está sobre la mesa, coge una y la mete dentro de las páginas del ejemplar de su última obra.

—Para ella, por si vuelve.

© Liliana Delucchi

Mi vida entre libros

Marieta Alonso

Era una librería vieja, revieja, como yo ahora, donde las obras que no estaban en las estanterías se amontonaban en las esquinas. Siempre olía a jazmines. Me entretenía en buscar el búcaro, que nunca estaba en su sitio, y las encontraba agonizantes como si hubiesen pasado toda la noche leyendo y el cansancio las dejara mustias.

Su propietario, Paco el de Euqueria, era un joven alto, delgado, con gafas redondas con las que intentaba tapar sus grandes ojos azules. Un intelectual, decían en el barrio. Yo era un niño que ante los humanos me sentía violento, me atragantaba cuando me rodeaban más de tres personas, daba igual que fueran adultos como niños. Con él me sentía a mis anchas porque me recomendaba libros que leía con avaricia, sentado sobre una torre de tomos contrapuestos.

Mi primera lectura fue «El principito». Paco me dijo que su autor, un tal Antoine, había nacido un 29 de junio, como nosotros dos. Me prometí leerlo cada año en ese día, promesa que cumplí a rajatabla. ¡Y eso que ya tengo noventa años!

El librero se echó una novia en invierno, Laura, era preciosa. Fui el primero en conocerla y lo celebré leyendo «Corazón». Se casó el otoño siguiente mientras descubría las aventuras de «Sandokan».

Al nacer su primer hijo, ¡cuánto alboroto!, me encontraba inmerso en «La vuelta al mundo en 80 días». Gracias a él en mi juventud leí todos «Los episodios nacionales» y me enamoré de Galdós, perdón, de la forma de escribir de ese gran escritor.

La muerte de Paco, por un maldito accidente, me pilló con «Los miserables». Cruzaba la calle cuando le arrolló un coche. Como yo no tenía oficio ni beneficio, y Laura, su mujer, quedó con cuatro hijos pequeños, me pidió que regentara el negocio.

Así fue como obtuve mi primer empleo. Imagino que mi edad o Paco desde arriba me ayudaron a vencer la timidez. Con los adultos seguí siendo algo borde, en cambio, con los niños me llevaba muy bien. Eran ellos los que tiraban de sus madres para entrar en la librería. Pedían que les recomendara cuentos y novelas y les hablara de personajes literarios que les hiciesen soñar.

En memoria de aquel librero que tanto bien me hizo ponía jazmines en el escaparate, y regalaba el día de nuestro cumpleaños «El principito» al primer niño que entrara por la puerta.

Hoy, al cabo de los años, el mayor de los hijos de Paco sigue la tradición.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

El patito feo

15 octubre, 2021 por Akelarre 2 comentarios

Relatos inspirados en el patito feo

El patito feo - Hans Christian Andersen

Escrito por Hans Christian Andersen, escritor y poeta danés, versa sobre un patito grande, torpe y feo al que sus hermanos rechazan. Sin embargo, con el paso del tiempo se convierte en un bello cisne.

El cuento fue publicado por primera vez el 11 de noviembre de 1843 con gran éxito. Más tarde, fue incluido en la colección de Cuentos nuevos (Nye Eventyr en 1844).

El relato ha tenido diversas adaptaciones y versiones tanto en ópera, como en ballet y musicales. Del mismo modo, se ha versionado en diversas películas animadas.

«Patito feo» se ha convertido en una expresión que se aplica a cualquier situación o persona, que en principio es rechazada o mal vista y después, sorprendentemente, se convierte en algo inesperado y mucho mejor.

Este relato ha sido extrapolado por nuestras cuentistas para encontrar en él situaciones que, sin desmedro de la historia del gran danés, se trasladan a otros espacios. Desde un niño que encuentra un patito feo en una granja, a una joven con una inteligencia superior; la vida del cisne en que se transformó el personaje del cuento original o el relato de quien, tras superar sus complejos infantiles, llega a ser una mujer de éxito.

La letra jota

Cristina Vázquez

El cuento roto

Malena Teigeiro

La bella

Liliana Delucchi

¡Qué frustración!

Marieta Alonso

La letra jota

Cristina Vázquez

El ruido de la máquina de coser de su madre, a Manuela le daba dolor de cabeza. Muchas noches seguía oyéndola desde su cuarto, pues esa mujer no parecía tener horas para acabar su trabajo.

—No te quejes, Manuelita —replicaba con cara cansada.

Miraba a la hija con unos ojos que parecían refugiarse detrás de unos lentes cada vez más gruesos, dándole un mirar desvaído, como de agua sucia. No soportaba la actitud de resistencia de la madre, agarrada a piezas de tela que cortaba en la mesa de la cocina. Nunca pudo llegar a tener su propio taller, pero habilidad y ganas no le faltaban para que su niña fuera la mejor vestida.

Estas afirmaciones de entrega y voluntad descorazonaban a Manuela. No podía olvidar el día de la fiesta de graduación. Había conseguido, gracias a una beca, educarse en un colegio privado al que acudía lo más distinguido de la ciudad. A su madre le gustaba repetir a familiares y escasos amigos, que esa hija era su orgullo. Pero Manuela no podía trasmitirle lo que era sentirse un ridículo patito feo en medio del esplendor intelectual y económico de sus compañeras.

Era imposible que comprendiera la mirada displicente al traje que ella había copiado con esmero de una revista de moda. Manuela cogía esas publicaciones y dibujaba, con apremiante gesto, todo lo que modificaría sobre los vestidos elegidos por la madre. Esta le recriminaba que las estropeara, con lo caras que eran esas revistas. Ella subía los hombros y despectiva aseguraba que eran cursiladas.

Tampoco podía imaginar su madre lo que significó el tener que mentir cuando hablaban del veraneo o de los viajes de esquí. Ella se iba con su abuela al pueblo, muy fresquito para que no pasara calor, intentaba convencerla cuando subía al autocar de línea. Nunca olvidaría la mirada de desasosiego que observaba en sus alejados ojos por las dioptrías, al despedirla. Su abuela era una buena mujer llamada Jacinta. La única vez que dijo cuál era su nombre, la carcajada fue tan general que afirmó era broma, se llamaba Elena. ¿De verdad se lo habían creído? Y Jacinta fue la que comprendió el sufrimiento de esa niña a la que habían sacado de su charco para embarcarla en unas aguas que no por más bonitas resultaran más claras.

—Mi niña querida. No te apures, ya encontrarás tu lugar.

Le dijo una noche en la que una luna redonda bailoteaba en el cielo. Sentadas en dos mecedoras miraban la noche, pues la anciana conocía muchos nombres de estrellas y constelaciones. Las vidas son como las estrellas, unas veces se ven luminosas, otras no se ven y si se miran en el otro hemisferio aparecerán algunas diferentes.

—Así que busca bien tu estrella para que te lleve donde desees —se volvió hacia su nieta.

Ella tenía la fuerza y la inteligencia para llevar a cabo lo que deseara, aunque aún no lo supiera, continuó cogiéndole las manos. Ese colegio que ahora le hacía sufrir le daba los medios para poder lograrlo.

—Ya lo verás —remató—. Seguro que te acordarás de esta noche algún día. Solo te falta tiempo para saberlo.

Manuela terminó el colegio con un suspiro liberador, el orgullo de haber conseguido magníficas notas y la esperanza de encontrar su sitio, como le predijo su abuela. Al cabo de los años y después de haber creado una industria textil, basada en sus diseños, volvió al pueblo a comprar la casa familiar que estaba abandonada. Sí, este era su sitio. Después de volar muy alto y muy lejos, quería volver al lugar donde recordaba una maravillosa noche de luna poblada de estrellas que se cuajaron en una brillante realidad. Y el ruido de la máquina de su madre no lo olvidó nunca, pero no como algo insoportable, sino como el sonido apaciguador de la tenacidad.

A la empresa que montó le puso el nombre de su abuela. Sonreía al notar la dificultad que algunos extranjeros tenían al pronunciar la Jota.

© Cristina Vázquez

El cuento roto

Malena Teigeiro

Una noche era el de Blancanieves, otra el de la Cenicienta, y siempre el cuento que mi madre me leía antes de darme el beso de buenas noches, era el de El Patito Feo. A mí, como a casi todas las niñas, me gustaban mucho más los de príncipes y princesas.

Nunca fui al colegio. Sin embargo, sí veía cómo todas las mañanas, Martita, mi vecina del quinto, bajaba las escaleras con su uniforme azul y un sombrerito muy gracioso que dejaba ver su cabello que parecían fibras de oro. Más de una vez pensé en que si consiguiera tener alguna de ellas, podría estudiar la aleación de aquel material que tanto envidiaba.

Mi padre prefería que yo estudiara con profesores particulares. Según él, era demasiado inteligente para asistir a un colegio con niñas corrientes. Tampoco iba al parque a jugar, ni tenía amigas. En una palabra, jamás salía de mi casa. Eso sí, siempre me encontraba rodeada de personas mayores. Al principio, eran mi madre y mi abuela, luego comenzaron los profesores a los que mi padre llamaba tutores. El primero fue una mujer, la señorita Carmelina Delgado. Llegó a la casa sonriente, y no recuerdo que aquella primera sonrisa se le borrara de rostro jamás. Era divertida, cariñosa y conocía todo tipo de juegos. Enseguida se trasladó a vivir con nosotros. Además de enseñarme a leer, construíamos juguetes, entre ellos una casa de muñecas. También hacíamos los dibujos para nuestros propios puzles. Lo que más me gustaba de ella era el delicioso perfume a fresas que utilizaba. Cada vez que movía la melena al reírse, inundaba con él toda la habitación.

Y mi madre continuaba con su costumbre nocturna de leerme algún cuento antes de que me durmiera. El último, como siempre, El Patito Feo.

No mucho después, llegó don Roberto, un hombre mayor, ya jubilado, que bajo la vigilante mirada de la señorita Carmelina, se encargaba de enseñarme todo lo relativo a las ciencias y matemáticas. Me encantaba hacer raíces cuadradas, aunque según él tenía una especial habilidad para formular. Yo prefería el álgebra. Era capaz de resolver con facilidad, a veces en menos tiempo que el propio profesor, cualquier problema que me pusieran delante. Detrás de él, llegó don Justo, que me enseñó a tocar el piano. Y luego fueron apareciendo otros que iban ampliando las materias bajo la estricta vigilancia de don Roberto. Creo que con los años, llegó a ser algo así como el mejor amigo de mi padre.

Y mi madre seguía leyéndome el cuento de El Patito Feo.

Cuando cumplí los quince, acompañada por mi padre y por don Roberto, fui a un centro en donde me examinaron de todo el bachillerato a la vez. Días después, ya en un edificio de la universidad, durante tres días cursé Matemáticas, Física, Química y varias asignaturas de Medicina, que aprobé con matrículas de honor. Y aunque mi madre insistía en que también me examinara de las disciplinas de filosofía e historia, mi padre no lo permitió. Él dictaminaba que aquello eran tonterías en las que no debía perder el tiempo. Y casi sin que se enterara, un sábado por la mañana la señorita Carmelina me acompañó al conservatorio en donde me examiné directamente del último curso de la carrera de piano y de varios de violín. A partir del último examen de Harmonía y Coral, nunca volví al conservatorio.

De esos días en el conservatorio, guardo el recuerdo de una de las personas que me examinó. Era una señora de edad parecida a la de mi madre, que tenía los ojos negros. Y eso yo no lo había visto nunca. Me llamaron tanto la atención, que no fui capaz de separar mi mirada de esa negrura. Ella, que quizá se dio cuenta, me sonreía. Sin embargo, aquella sonrisa no era como la de la señorita Carmelina, era triste, más bien angustiada.

Al llegar de vuelta a casa le pregunté a la señorita Delgado qué había que hacer para tener aquellos ojos tan negros y brillantes. Me explicó que el color negro era por la cantidad de eumelanina. Decidí investigar y estudiar algo tan curioso. También recuerdo que le pregunté si se había dado cuenta de la angustia que presentaba el rostro de aquella mujer. Debía sentir algún gran dolor, me contestó pellizcándome la mejilla.

Y mi madre, seguía leyéndome por las noches el cuento de El Patito Feo.

Después de aquellos exámenes, nos trasladamos a vivir a una finca que mi padre compró en las afueras de la ciudad. Era un sitio muy bonito, rodeado de montes y bosques. Muy cerca de la casa, oculto por árboles y enredaderas, había un edificio con el tejado de pizarra y las paredes blancas. Enseguida me di cuenta de que sus proporciones eran armoniosas, perfectas.

Poco después de instalarnos en aquella casa, llegó a mister Whitaker, quien me familiarizó con la botánica y su utilización en la medicina.

Una tarde llegaron unos hombres en unas furgonetas en cuya carrocería aparecía el nombre de una farmacéutica muy importante. Aquella empresa me había contratado para que les ayudara a encontrar la fórmula de un medicamento. Dirigidos por mister Whitaker, instalaron un moderno laboratorio en la nave del jardín. Trajeron jaulas llenas de ratoncitos blancos, y forraron las paredes de enormes pizarras. Apenas un par de días después, llegaron unos físicos, casi todos ya de edad avanzada, quienes me ayudarían a buscar las fórmulas que se necesitaban. Tiempo después, don Roberto, mister Whitaker y mi padre, me felicitaron. Al parecer, habíamos dado con lo que se buscaba.

Y mi madre, continuaba con su costumbre de leerme el cuento de El Patito Feo.

Una noche ocurrió algo diferente. Al abrir el viejo libro, las hojas, ya sueltas, se desperdigaron por el suelo. Entre ella y yo las recogimos. Habrá que comprar otro ejemplar, recuerdo que dije al advertir su apenado rostro. De pronto ella se detuvo. ¿Para qué?, exclamó. Sorprendida vi el brillo de las lágrimas en sus pupilas. Luego añadió que siempre había creído que poniendo ella tanto empeño, conseguiría que a mí me pasara lo mismo, que me convirtiera en un precioso cisne. Pero no. Eso solo era un cuento, decía rasgando las hojas que habíamos recogido.

—Madre, no hay solución para mi monstruosidad. Nunca me convertiré en cisne.

© Malena Teigeiro

La bella

Liliana Delucchi

Si bien en los primeros años la capacidad para pasar desapercibida había sido un rasgo fundamental de su personalidad, ahora necesitaba recuperarla, aunque por diferentes motivos. El largo itinerario que hubo de pasar desde la granja en que salió del huevo y fue rechazada por todos sus miembros, hasta que se vio reflejada en el estanque y descubrió su belleza, se le hacía lejano. Por todos los medios buscaba en su interior la fuerza que la llevó a atravesar aquella etapa y eludir el destino que le estaban dibujando.

Haber sido adoptada por la cisne reina de la bandada y recibir toda su atención y elogios por ser la propietaria de las plumas más sedosas y brillantes, no era, como se podría pensar, lo que satisfacía a Camila. Ella seguía siendo sencilla, confiada y tierna, con una inmensa necesidad de aceptación por parte de sus hermanas, lo cual no era posible.

Otra vez la exclusión, si bien ahora era por su hermosura. Y no solo eso, su madre estaba planeando su boda, y nada menos que con su preferido, un patoso capaz de destruir el bosque solo tropezando con él. Siempre había pronosticado que la reina le pediría algún día que hiciera algo que realmente le disgustara y ese momento había llegado. Quizás debería marcharse, pero… ¿A dónde?

Plegó sus alas e inició un paseo por las alamedas que daban sombra al cálido verano. Sin darse cuenta llegó hasta una valla y reconoció, a pesar del tiempo transcurrido, las construcciones que formaban parte de la granja en la que había pasado sus primeros tiempos. Escondida tras unos arbustos, contempló el movimiento: La mujer que llevaba grano al gallinero, risas de niños persiguiendo a los patos y, más lejos, los gruñidos que llegaban desde los chiqueros.

—¿Quieres pasar? —La sorprendió una voz a su espalda.

Era un gallo de gran tamaño con una cresta majestuosa y voz de barítono. Camila se quedó mirándolo y se preguntó si en sus comienzos él también habría sido feo.

—Perteneces a la bandada de cisnes que hay en la laguna grande, ¿verdad?

Ella asintió con un movimiento de pestañas, incapaz de pronunciar palabra, entonces él, agachándose, pasó por debajo de la valla y se sentó a su lado. Se presentó como Tomás y le confesó que unos días antes había dejado la granja para acercarse hasta el lago y la había visto de lejos.

—Gracias por devolverme la visita —dijo levantando su cresta.

Quizás fue por su entonación, tal vez por la forma de sonreír, que antiguos recuerdos volvieron a la mente de Camila. Un pollito redondo y amarillo, con plumaje tan suave como el pañuelo de seda que envolvía el cuello de la dueña de la granja. Un pollito con quien compartió su desdicha de niña, la quería por ser quien era, aunque ella aún no lo supiera. Un pollito que la siguió el día que decidió partir, que le rogó que no lo hiciera, todo se solucionaría. Hizo más, le suplicó que se quedara a jugar con él y cuando no lo consiguió, ella sabía, a pesar de que no se dio la vuelta, que él se había mantenido expectante a que cambiara su decisión.

Al volver a casa, Camila no recordaba cuánto tiempo había permanecido con Tomás. En esos momentos las dificultades parecían haber desaparecido, los problemas le resultaban triviales. Quería posponer el momento de volver a enfrentarse con ellos, pero era inútil, la esperaban allí, con un velo nupcial y una corona de flores. Fue entonces cuando vio a Cecilia, la enamorada del que iba a ser su marido. Con el cuello bajo y mirando la hierba, la pobre cisne negaba con la cabeza como si quisiera alejar su infortunio. Camila no lo pensó dos veces, cogió su ajuar de novia y se lo entregó.

—Es todo tuyo —susurró al tiempo que acariciaba sus plumas–. No volverás a verme.

—¿Por qué? Tú eres la princesa.

—Sí, lo sé. Ahora sé quién soy y, por tanto, no lo necesito.

Y dando media vuelta encaminó sus pasos hacia la granja.

© Liliana Delucchi

¡Qué frustración!

Marieta Alonso

Como vivo en la ciudad me encantan los animales. Según mi madre si viviera en el campo otro gallo cantaría. La primera vez que fui de excursión con el colegio a una granja, era un lindo día de verano bañado por el sol. Me levanté exultante, repleto de expectativas, sin pereza.

El primer gran disgusto me lo llevé en el autobús. El profesor que nos iba contando el modo de vida y preferencias de algunos animales, dijo que los conejos no se pirran por las zanahorias. Eso no es cierto, le contesté. Mi mascota, Puppy, que es el conejo más listo de este mundo, a la hora de comer se pone debajo de mi silla y cuando después de saludarlo con un: ¿Qué hay de nuevo, viejo?, le doy zanahorias crudas, y hasta cocidas, se las come. Y todo esto lo hacemos bajo la mirada regañona de mi madre.

El profe vino hacia mí y me revolvió el pelo con cierto aire de benevolencia. Explicó que algunos animales, como podría ser el caso de Puppy, se convertían en urbanitas, en supervivientes, tras licenciarse en la Universidad de la Vida. Como no le entendí, me callé.

Llegamos a la granja y pronto se me pasó el disgusto viendo pacer al ganado junto a los terneritos. No me acerqué mucho porque según mi abuelo las vacas tienen buena leche, pero muy mala intención. Si las molestas te dan una patada y luego te cagan encima. Después nos subieron a unos borriquitos y nunca me he sentido tan grande. Una ovejita no se separaba de mi lado como queriendo que la llevase conmigo. Todo iba bien, hasta que llegamos a la charca donde nadaban los patos con una placidez como si no tuviesen que ir al colegio, solo nadar, comer y disfrutar.

Me entretuve en contarlos uno a uno. Había más de veinte, de todos los tamaños y colores: blancos, amarillos, casi negros con alguna pluma en azul, la cabeza verde y el pico amarillo, otros tenían un mechón marrón oscuro. Estaba tan ensimismado con ellos que no me percaté que una mamá pata con siete patitos se acercaba peligrosamente a mí.

Iba a espantarlos cuando los ojos se me fueron hacia el último de la fila. Era el patito más feo que había visto en mi vida. Me costó cerrar la boca de lo asombrado que estaba. El pobre patito me miraba como si yo le pudiera dar un hálito de esperanza. Me dio tanta pena que me senté sobre la hierba, crucé las piernas y lo tomé entre mis brazos. Para que no se llevara a engaño, le expliqué concienzudamente que no esperara convertirse en un bello cisne. Eso solo ocurre en un cuento de un tal Hans Christian Andersen, le dije, un excelente escritor según mi padre, a mí, en cambio, me resultaba un poco mentirosillo, porque si bien era verdad que mi abuelo afirmaba que todo estaba en la literatura, mi madre, en cambio, aseguraba que los cuentos, cuentos son.

© Marieta Alonso

Publicado en: Literatura

La Licorera

15 septiembre, 2021 por Akelarre 5 comentarios

Cuentos inspirados en un mueble licorera

Tántalus (siglo XIX)

Pequeño armario de madera, bronce y cristal que suele contener dos o tres licoreras y varios vasos. Su característica principal es que tiene candado y llave. El nombre es una referencia a las tentaciones insatisfechas del personaje mitológico griego Tántalo.

Ahora que los licores se venden en botellas con preciosos diseños y llamativas etiquetas, se ha perdido algo que no hace muchos años unía de vez en cuando a las personas. Todos aquellos que ya tenemos una edad, hemos escuchado… «Me ha llegado este licor embotellado por un amigo…» mientras el que nos lo ofrecía destapaba una hermosa licorera, la mayoría de las veces de cristal tallado y cuello de plata, sacada de una maravillosa caja en donde también se guardaban las copas.

Este mes con nuestros cuentos deseamos haceros recordar un objeto ya perdido en nuestras casas, la licorera, que nos acompañó en los brindis de momentos entrañables, como los que os relatamos: Un hombre que reflexiona sobre el camino que ha tomado en la vida, una mujer que recuerda el momento decisivo de su pasado, una pareja que recibe una noticia que puede alterar sus vidas, o la excusa para que dos amigas den rienda suelta a sus recuerdos y confidencias.

El regalo

Cristina Vázquez

Un hombre de mundo

Malena Teigeiro

La carta

Liliana Delucchi

Barullo

Marieta Alonso

El regalo

Cristina Vázquez

La llegada del paquete sorprendió a Amalia. La caja reposaba en medio de la mesa de la cocina, envuelta en papel de estraza. Pesaba. Le había costado depositarla ahí y ahora miraba el remite para tratar de averiguar de dónde vendría y de quién podía ser.

No reconoció el nombre del remitente y el lugar de origen era Lisboa. No entendía nada. Un incierto temor le impidió desgarrar el papel. Lisboa. Recordó un inolvidable viaje, en esa edad en el que el mundo está aún por descubrir y las emociones te empujan a esperar maravillas de la vida. Se preparó una bebida y recostada en la silla siguió mirando el paquete. Una cascada de recuerdos empezaron a inundarla, recuerdos que había encerrado durante años con una voluntad feroz y un resultado aceptable.

Tras un largo suspiro, se dejó llevar con cierta dulzura por ese camino de la memoria que había decido ignorar durante mucho tiempo. Las imágenes de las jacarandas en flor de esa primavera pintaban de malva las calles de la ciudad. Subir y bajar las cuestas para ella era casi una diversión, aunque no tanto para Perico, que la seguía con el embeleso del enamorado. Y la brisa de olor marino impregnaba la ciudad. Lisboa.

—Eres un regalo inesperado—recuerda que le dijo él—. Nunca confié en que los dioses pudieran ser tan generosos conmigo.

Se sintió como una deidad ingenua y caprichosa bajo su devota mirada. En ese momento la diferencia de edad, más que una dificultad era un acicate. La vieja historia de Pigmalión. A ella, su cultura, el saber hacer y la seguridad que mostraba, la llenaron de una confianza en la que parecía que nada podía quebrarse.

Una tarde, estaban viendo anticuarios apareció en un escaparate una preciosa licorera que a Amalia le entusiasmó. Él confesó que su madre, a la que él adoraba, tenía una muy parecida y que le haría mucha ilusión que ella tuviera esta casi idéntica. Sería una bonita manera de unir extremos y momentos de la vida. Una especie de puente, afirmó, mientras daba las señas del hotel.

Al llegar, había en el hall un señor de la oficina de Perico en Lisboa. Su mujer había tenido un accidente y estaba en coma, le comunicó con seriedad y la mirada baja. Ella notó al alejarse los ojos curiosos de aquel hombre clavados en su espalda. Ese momento devolvió a Amalia a la realidad. Tuvo conciencia del engaño en el que se había instalado arrastrada por dulces promesas de futuro y bondades del presente. Pero la realidad era que él estaba casado y tenía dos hijos. Fin de la historia. Perico se quedó trastornado y pidió billetes para volver lo antes posible. Ella decidió que se quedaría unos días más.

Cuando le vio marcharse, en una madrugada grisácea en la que todo el esplendor de esa primavera parecía haberse concentrado en negarlo, supo que ese iba a ser un adiós definitivo. A lo largo de la mañana llegó el paquete con el regalo, envuelto en una caja más sofisticada que esa que tenía delante, pero de unas proporciones parecidas. Ordenó que la devolvieran.

No quiso saber más de él. Nunca respondió a sus llamadas y evitó los posibles lugares de encuentro. Se enteró que al cabo de unos años se había casado con una joven y se alegró, aunque un velo de decepción tiñó la noticia. Amalia siguió con su vida, se casó, tuvo hijos, trabajo y todos esos dones que conforman una vida normal. Aprendió a aplastar los deslumbramientos vividos como una etapa concluida de su juventud. También aprendió que el tiempo es buen compañero para aplacarlos y fue una mujer razonablemente feliz.

¡Y ahora este paquete! Con mano insegura empezó a quitar el papel y cada tira que arrancaba le devolvía un ardor olvidado, una sonrisa que se iba llenando de imágenes alegres, igual que cromos conservados en un antiguo álbum. Efectivamente, apareció la licorera. La abrió con cuidado y surgieron las copas y las botellas como un dorado jardín de la memoria. En el sobre que había dentro, un protocolario tarjetón, le comunicaban que la voluntad de don Pedro era que ese objeto fuera para ella.

Llamó a su hija y le ofreció un regalo muy querido.

© Cristina Vázquez

Un hombre de mundo

Malena Teigeiro

Por la noche, cuando Juan entró en su piso, se encontraba muy cansado. Cada día tenía más trabajo y esto comenzaba a pasarle factura. En el momento en que comenzó a trabajar en aquella gran compañía se suponía que él, premio extraordinario en la carrera, tenía asegurado un futuro brillante. Y así fue. Pero aquel futuro brillante se había convertido en un presente maldito que apenas le había permitido tener vida familiar. Se casó con Marta, su novia de toda la vida. Siete años y tres hijos después de la boda se divorciaron. Ella, una chica tranquila y poco dada a la vida social, se hartó de él y de las mujeres que lo acompañaban a diario. Por más deshonesto que fuera, comprendía que ella se sintiera disminuida ante aquellas mujeres brillantes, resolutivas, a las que aburría cualquier comentario sobre la vida familiar. Tenía que esforzarse, le decía al principio de casados cada vez que después de una de aquellas reuniones volvían a casa. Tenía que darse cuenta del lugar al que había llegado, le repetía ya tiempo después en las mismas ocasiones. Que no olvidara su posición en la empresa, insistía una y otra vez. Pero Marta no solo no respondía sino que, bajando la cabeza, solía guardar silencio mientras introducía la llave en la cerradura. Estaba convencido de que, en el fondo, envidiaba su vida. Pero ella tampoco tenía derecho a quejarse. Era economista, pero no había querido trabajar. Solo se dedicaba a los niños y a él. Y lo cierto era que a él le agradaba llegar a la casa y encontrarla siempre acogedora, que todas sus cosas estuvieran arregladas, y que fuera o no a cenar, siempre lo estuviera esperando. También era cierto que muchos días habría podido llegar antes, pero necesitaba, al menos eso creía, solazarse un poco. Otras tardes, aunque no tuviera cenas de trabajo, se quedaba con alguna de las directivas y solía irse a tomar una copa o a picar algo.

 Y la dejó ir.

De eso hacía solo unas semanas. Pensaba que pronto volvería. De hecho, le extrañaba que no lo hubiera hecho ya. Una cosa era quejarse y, otra, acostumbrarse a vivir con menos medios, porque no pensaría ella que la iba a mantener con el mismo lujo.

Se quitó el abrigo y lo dejó encima de una silla. Sintió frío y volvió a echárselo sobre los hombros. Recorrió el pasillo a oscuras. No le hacía falta encender la luz. Ya no podía tropezar con los cochecitos de su hijo Juanito. Entró en la cocina con ánimo de preparase un bocadillo. Tenía que contratar a alguien que le preparara la cena, pensó. Marta se había llevado con ella a la cocinera y a la niñera y solo le había dejado a una señora que iba por las mañanas a limpiar. Se detuvo un instante. Algo a lo que no se acostumbraría nunca era a que nadie lo esperara en casa. Le inquietaba el silencio. Echó de menos su cálida sonrisa, su beso aniñado. En fin, si tardaba mucho en volver, tendría que cambiarse de piso, decidió, porque si algo tenía claro era que allí, donde había vivido con sus hijos y con Marta, nunca llevaría a ninguna mujer.

Recogió de la nevera una caja con queso y jamón y un paquete de pan de molde. Agarró una botella de cerveza por el cuello y se dirigió al office. Al encender la luz descubrió que encima de la mesa la asistenta le había dejado un paquete, grande, cuadrado, con un deteriorado y sucio envoltorio. Con asco, cortó los cordeles que aseguraban los cartones. El que hubiera hecho ese paquete, no tenía ni idea, pensó ante las capas de papel de estraza y periódicos con los que estaba envuelto. De entre todo ello, sacó un sobre blanco, que dejó a un lado y una caja grande, de brillante laca negra. Empujó los papeles y cartones que cayeron al suelo y despacio, casi con mimo, la colocó encima de la mesa. Sin soltarla, se sentó. Sintió la humedad de las lágrimas al acariciar la licorera de su abuelo. ¿Cuánto hacía que no lo visitaba? ¡Maldito trabajo! Ahora se daba cuenta de que tampoco le había dejado tiempo para visitarlo. Al abrirla, un antiguo juego de engranajes sacaba unas licoreras y un juego de vasos de cristal dorado. Destapó una de las botellas. Al aspirar el perfume del viejo brandi, los recuerdos le inundaron la memoria. Colocó el pesado tapón de cristal en su sitio y destapó la otra. Olía a moscatel. Volvió a la cocina y rellenó una jarra con agua. De nuevo en el office, vertió agua en uno de los vasos dorados. Después, echó unas gotas de moscatel. Con el cuidado de quien tiene la más fina porcelana entre los dedos, se lo llevó a los labios y bebió un sorbo. No hay mayor placer que el de una vida tranquila, le decía su abuelo vertiendo el licor en el agua, lo mismo que había hecho él ahora. Y Juan, sentado en una pequeña butaquita para que le llegaran los pies al suelo, lo miraba extasiado mientras recogía de aquella mano, trémula, de piel blanda, y siempre caliente, el vaso de oro. Luego esperaba a que su abuelo se sirviera el brandi. Placer de dioses, murmuraba el anciano mientras paladeaba aquel fuerte licor. Hay que beber muy poco a poco, para que el trago nos dure, decía sonriente. Y mientras tomaban sus licores, el abuelo solía charlar con él. Le hablaba de la vida de los pájaros, siempre de un lado para otro, abandonando a sus crías en cuanto tenían ocasión, lo mismo que había hecho su abuela. Era muy bella, mascullaba. Y muy alegre. Lo único malo que había hecho durante el tiempo que vivieron juntos, fue irse en cuanto nació tu padre. Lo mismo que hacen los pájaros, añadía. Después, ya no podía hablar. Y le contaba el tiempo pasado con aquella alegre joven a la que su orgullo, decía, le impidió ir a buscar. A veces también le mostraba un cartón en donde estaba pegado el retrato de una joven, que apoyada en una columna rebosante de flores, sonreía a quien la mirara.

Se secó las lágrimas con la mano. Dejó su vaso y se sirvió un poco de brandi en otro. Le dio un pequeño sorbo y un ataque de tos sacudió su cuerpo. ¡Cómo podría su abuelo beber aquello y quedarse tan tranquilo! Al dejar el vaso en la mesa, vio el sobre. Dentro tan solo había una cuartilla doblada en cuatro. La desdobló y con letra inglesa, grande, temblona, habían escrito:

El orgullo es mal consejero.

© Malena Teigeiro

La carta

Liliana Delucchi

—¿No es temprano para una copa?

Augusto se sobresaltó al escuchar la voz de su esposa. Con un gesto rápido abandonó el vaso sobre la encimera donde se encontraban las bebidas, no antes de poner debajo de la licorera el papel que llevaba en la mano.

—La necesitaba. Ha sido un día duro —respondió intentando controlar su voz—. ¿A qué hora es la cena?

La mujer sonrió desde el rellano de la escalera y le pidió que se diera prisa, ella se cambiaría enseguida. Él contempló su figura elegante subiendo los escalones y un escalofrío recorrió su cuerpo ante la visión de la espalda alejándose. La amaba. No podía perderla. Pero esa carta…

Estuvo ausente durante la velada, avergonzado ante las frases hechas y su discurso plagado de lugares comunes que despertaron en más de un momento la curiosidad de algunos de los comensales. Son demasiado educados como para hacer preguntas, se dijo mientras al finalizar la cena retiraba la silla de la desconocida que habían sentado a su lado.

Cuando algunos se reunieron en la terraza para fumar, no pudo evitar la pregunta de Carlos, su mejor amigo, ante su actitud. Augusto movió la cabeza negativamente aludiendo al resto de los presentes y le contestó que ya hablarían.

Durante el viaje de regreso, el silencio se había instalado en el coche, aunque ello no le impidió descubrir una muda interrogación en el rostro de su esposa. Ese rostro adorado al que él había impuesto un dejo sombrío y que deseaba borrar, pero, ¿cómo?

Sintió una especie de alivio cuando vio a lo lejos su casa; los criados habían dejado las luces del salón encendidas y, por un instante, creyó que la iluminación llegaría también a sus pensamientos, que encontraría una solución.

Irene estaba cansada y prefirió acostarse.

—Enseguida subo —le dijo mientras besaba su pelo— antes quiero ver unos papeles.

No mentía. Tenía que ver un papel, pero no de trabajo.

Se arrellanó en su sillón favorito. Con las manos sobre las rodillas y la cabeza contra el respaldo, fijó la mirada en la licorera. Allí estaba, debajo de una de las botellas, una carta doblada en cuatro, releída, arrugada y fatídica.

 

«Querido mío: ¿Puedo seguir llamándote querido mío?

Ojalá no fuera tan tonta cuando escribo. Las palabras se asustan y se me escurren al intentar atraparlas, aunque puede que haya una que no se me escape. Arrepentimiento. Sé que fui injusta o desleal, si lo prefieres, al huir de aquella manera, pero no pude contenerme. Viví momentos felices y de los otros, pero siempre, en algún instante tuve un recuerdo para ti.

¿Hay un lugar en tu vida para esta mujer a la que amaste y que te amó?

Prometo enmendar el pasado.»

 

No ha cambiado, pensó Augusto, hasta el garabato de la firma sigue siendo el mismo, entonces pudo contemplar en la transparencia de las cortinas del salón movidas por el aire, la imagen deslucida de una mujer que había sido la suya. Recordó aquella otra nota, con una sola palabra: Adiós.

Había salido a la calle, a buscarla entre un viento otoñal que ululaba con voz de pérdida y separación. No la encontró. Ni él, ni la policía, ni los detectives a los que contrató. Diez largos años de pesquisas, imaginándola por senderos furtivos, preguntándose qué había hecho mal, dónde estaría y con quién.

Diez largos años de soledad, de manos que apretaban su hombro con intención de consuelo, de noches a solas junto a la licorera que se vaciaba más rápido que de costumbre.

Y entonces apareció Irene, con su dulzura, su sonrisa, sus manos aladas… Y el dolor de la pérdida se esfumó.

«Ausencia con presunción de fallecimiento». Fue lo que dictaminaron los jueces, una sentencia que lo inscribió como viudo y le permitió casarse con Irene.

Esa tarde el pasado había vuelto, con los dientes largos de un dragón que intenta rasgar los sueños para transformarlos en pesadilla. El hombre sentía esa mordedura en las entrañas, el veneno de la incertidumbre, el desmoronamiento de su felicidad.

Augusto se acercó al piano para contemplar la foto de su segunda boda. Ella estaba tan hermosa, él tan contento.

Otra copa y subo. Una más ¿Cuántas llevo?

Sintió el sorbo de alcohol deslizarse por su garganta como un fuego que transformaba su perplejidad en ira. Ira por diez años de dolor, de inseguridad y vacilaciones. Ira ante ese temor que le hacía tamborilear los dedos sobre el brazo del sillón, con la cabeza gacha y la respiración agitada. Ira ante un futuro que temía despedazara su presente impecable.

En ese momento escuchó una puerta que se abría en el piso de arriba, levantó la cabeza hacia la balconada y vio a Irene, sonriente, esperándolo.

Subió los escalones con la pesadumbre de quien se acerca al cadalso y su mano insegura tendió el papel maldito a su mujer. No vio gesto alguno en su rostro mientras lo leía, solo le preguntó qué pensaba hacer.

—Está muerta. —Respondió airado— Lo dijeron los jueces.

Ella esbozó una sonrisa y rompió la misiva en pedazos antes de contestar:

—Los muertos no escriben cartas.

© Liliana Delucchi

Barullo

Marieta Alonso

Cuando era niña, en mi aldea vivía una mujer, Gertrudis, que no tenía marido. El hombre había fallecido de un ataque de mal humor. Era madre de dos niños idénticos, a los que yo siempre confundía y ellos me ayudaban a que el embrollo perdurara. Era tan alta que todos los hombres resultaban pequeños a su lado, y tan robusta que al verla con el hacha cortando leña hasta el más valiente se alejaba. Menos yo que la admiraba.

Todo el tiempo usaba pantalones de pana y una camisa a cuadros, salvo los domingos cuando iba a misa escoltada por sus gemelos. Era curioso. A pesar de su estatura y fortaleza, aquel vestido gris con cinturón negro y cuello bordado en blanco, conseguían hacerla parecer frágil.

Solo tenía una amiga, la Paca, las demás dejaron de visitarla tras el funeral de su marido. Les pareció mal que lo despidiera con estas palabras: «Gracias por haberte muerto». Luego, también fue motivo de murmuraciones el epitafio que grabó en la lápida: «En memoria de los escasos buenos tiempos que pasamos juntos».

¡Hipócritas! Comentaban la Paca y ella, refiriéndose a las otras, cuando se sentaban a tomar el rico limoncello, hecho con una receta traída de la Costa Amalfitana, región de la que procedía la abuela de Gertrudis. Cada noche, después de cenar, se sentaban las dos amigas en el porche frente a una mesa pequeña con un mantelito bordado, una preciosa licorera y dos vasos. De allí no se levantaban hasta que del licor no quedaba ni miajita, y el escaso trajín de la calle alertaba de que ya era hora de irse a dormir.

Fue una buena mujer. Lo sé porque con el tiempo me casé con uno de los gemelos, o con los dos. Aún hoy sigo trastocándolos.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

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