
Historias de pecios
Palabra procedente de la latina pecium, y definida por la RAE en las siguientes tres acepciones:
«Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado. Porción de lo que contiene una nave que ha naufragado. Derechos que el señor del puerto de mar exigía de las naves que naufragaban en sus costas.»
Hundidos en el fondo de cualquier océano, los pecios cuentan sus historias a través de los años. Distintos orígenes dan cabida a leyendas o verdades que tuvieron lugar hace mucho tiempo y que dejaron su rastro oculto en los mares. Desde viajeros en búsqueda de su propio El Dorado, a conflictos armados o cruceros de placer, sufrieron un inesperado final que los mantiene hundidos en las arenas del fondo marino y han despertado la imaginación de nuestras escritoras con historias de piratas, pesadillas asfixiantes, la vida de un marino que sufre la maledicencia de su pueblo o una joven que imagina su propia muerte.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Maledicencia
Cristina Vázquez
Volvía a sentir siempre la misma emoción al llegar a un puerto. La chimenea del barco soltando sus aullidos, las voces de los marineros, las amarras deslizándose... Le llenaban de una conocida adrenalina.
Cuando por fin el atraque estaba terminado y el segundo de a bordo venía a dar cumplida cuenta de la maniobra, a Fabián le inundaba una satisfacción que no sentía en ningún otro momento. Ni con las mujeres con las que tuvo amoríos, ni en ceremonias militares, ni siquiera en la boda de su querida sobrina María Rosa. No. Nunca. Era un hombre de mar y solo en ese mar sombrío a veces, ameno otras y siempre infinito encontraba la paz, el porqué de su vida.
Lo que le llenaba de zozobra era que un día tendría que dejarlo y aunque todavía no hubiera cumplido los sesenta, sabía que los años se apilan con desventurada velocidad. Y en ese continuo ir y venir de un sitio a otro transportando mercancías era en el único lugar que podía esconder, atemperar su vergüenza. Aunque precisamente la vez en que por primera vez la vivió había sido por un barco. Una preciosa reliquia que siendo él niño le mostró ese hombre.
Cada vez que lo recordaba un rubor enardecía su cara y su corazón. Él lo llamaba rubor, pero sabía que era otra cosa. Cada vez que rememoraba el momento en que acusaron a don Augusto de pervertido, sentía un terrible ahogo en su pecho, pese a los años transcurridos. La vergüenza fue lo peor. Desde entonces él se había quedado inútil, disminuido, nunca supo qué apelativo aplicarse.
Don Augusto era un aristócrata maduro y desilusionado que se había retirado a la preciosa villa que dominaba la ensenada donde se levantaba el pueblo. Su familia iba de visita en verano, aparecían dos coches grandes, como de película, que levantaban polvareda al atravesarlo y a los que todos miraban con envidia fascinada. ¡Bah! Gente rara, era el comentario de los lugareños, aunque él fuera un hombre generoso y educado. Cumplía con la misa dominical, dejaba buenos dineros a la iglesia y para las fiestas anuales de las que participaba con lejana complacencia. Tenía su rutina, el aperitivo con el alcalde, largos paseos con algún amigo y salir a navegar en su pequeño velero que él mismo tripulaba.
A Fabián siempre le gustó el mar: bañarse, ir con su padre a pescar en la pequeña barca, coger cangrejos y rondar por el puerto admirando barcos. Era entonces un joven de doce años, alto y espigado, con la inocencia propia de un niño más pequeño. Saludaba a don Augusto cuando le veía en su velero, pequeño, pero de diseño exquisito. Al reconocer el entusiasmo del chico por los barcos le invitaba a subir para inspeccionarlo.
Cuando llegó el verano don Augusto animó a Fabián a que fuesen a navegar y salieron varias veces. El padre no entendía por qué se iba con ese señor si ni siquiera le pagaba como grumete, y torció el gesto con una expresión de repugnancia.
—Ojo con los viejos y ricachones —advirtió—. O sacas algo a cambio o si no a ver cómo justifico las habladurías.
El chico no entendió a qué se refería el padre.
—Don Augusto me enseña a navegar —argumentó compungido—, y he visto un tesoro escondido.
Miró de frente al padre, un barco en el fondo del mar. Este afirmó que eso eran tonterías, nunca se encontró un barco hundido en esa costa. Él lo había visto con sus propios ojos, juró Fabián. El velero tenía en el suelo una lupa grande para poder ver el fondo. Y ahí estaba el barco. El padre, con el gesto torcido, exigió al hijo que si salía con el viejo que este le pagara.
Empezó a salir a escondidas, le avergonzaba pedirle dinero, además él era generoso, le regalaba mapas, instrumentos de navegación, libros de aventuras. Tenía la seguridad de que sería un gran marino y que algún día conseguiría rescatar ese pecio, que así se llamaban los barcos que guardaban tesoros escondidos en sus tripas, afirmaba don Augusto.
Una mañana transparente del mes de julio estaban cerca de una gruta con el velero anclado. Fabián tomaba el sol en traje de baño en la cubierta y don Augusto se protegía de la brillante luz en la popa, cuando un ruido de motores alteró la paz de la mañana. Aparecieron dos lanchas de la Policía a llevarse al señor. Tenían una denuncia contra él por ser corruptor de menores.
Nunca olvidaría Fabián su sumisión. El hombre no opuso ninguna resistencia, le miró largamente y se subió a la lancha. Un policía pidió al chico que se vistiera y puso rumbo a puerto. Preguntó qué era lo que pasaba, no entendía nada, don Augusto siempre fue bueno con él, por qué se lo llevaban como a un ladrón. El policía solo contestó que estuviera tranquilo, ya había pasado el peligro. Se quedó anonadado, hecho un ovillo durante toda la travesía de vuelta. Tampoco olvidaría cuando llegó a puerto el círculo de personas, con su padre al frente, que estaban esperando. Y la vergüenza cayó sobre él como una invisible capa.
—Aquí le traigo el chico a salvo—anunció orgulloso el policía.
Pasados muchos años comprendió la expresión de secreto regocijo de los que ahí se reunieron. Unos mostraban conmiseración y otros burla. Siempre tuvo la duda de si hubiera cobrado dinero a don Augusto, quizás no habría sucedido. Todo fue un montaje de envidia y maledicencia. Él sabía que nunca había pasado nada, y que el único sitio donde estaría a salvo sería en el mar, lejos de esa gente y de esa tierra torva y aprovechada.
La caja fuerte
Malena Teigeiro
Lo que vio no era un buque de galeotes. Aunque tenía varios palos que debieron mantener muchas velas, estaba nuevo, y si llevara mucho tiempo en el fondo no podría conservarse tan bien. Al acercarse más, corroboró que todo era moderno en su interior. Se coló por una escotilla y nadó por los pasillos. Sorprendido, advirtió que todas las puertas, además de encontrarse abiertas, estaban sujetas por topes. Era como si alguien lo hubiera hundido con alguna intención. Entró en uno de los camarotes, luego en otro, recorrió los bares y salones, en ningún sitio percibió signos de vida ni de muerte. Todo estaba recogido, las camas, aunque revueltas por el oleaje, estaban hechas. Las vajillas de finísima porcelana y las talladas cristalerías, perfectamente alineadas en los muebles del office. Las sartenes, moldes y ollas, cubiertos sus metales por pequeñas algas, como viejos cadáveres en los cementerios, yacían en los vasares de la moderna cocina. Cuando ya comenzaba a subir, vio que en uno de los camarotes, quizá el más grande, había una caja fuerte. Estaba cerrada. Le echó una ojeada al manómetro. Se le acababa el aire. Volvería otra vez, se dijo impulsándose para salir.
Aquel día no comentó nada a sus compañeros de velero. Ni tan siquiera a Betina, su mujer, quien conociéndolo bien le preguntó qué era lo que tanto le abstraía.
A la mañana siguiente se preparó de nuevo. Metió en la bolsa algunas llaves y un fonendo. Al llegar al varado barco percibió que Betina lo seguía. Si pudiera le daría un grito, pensó. Lo que más odiaba de este mundo es que no lo dejaran en paz. Giró la cabeza y le pareció ver sus siempre sonrientes ojos. Aunque molesto por su presencia, decidió esperarla y mientras lo hacía admiró la belleza de su rubia melena que como si fuera el de una medusa de oro, era mecida por el agua.
Juntos entraron en el barco y mientras ella se entretenía recogiendo unas piezas de porcelana, y algún que otro vaso, él fue directamente al camarote de primera. Al acercarse a la caja fuerte vio que en lo que sin duda era la puerta, habían colocado unas piezas de metal que formaban flores superpuestas. De un pequeño gancho que había en uno de los laterales de la caja, grande, cuadrada, en la que el hierro apenas tenía manchas de óxido, había un manojo con cuatro llaves. Con los dedos limpió las algas pegadas al brillante acero. Todas eran diferentes, aunque tenían un punto en común: una letra grabada hacia la mitad del vástago. Pasó las manos por la los adornos de la puerta. En ningún lado encontró agujero por el que introducir las llaves. Tampoco había ninguna rueda de numeración. Al volverse vio que Betina lo miraba. Sorprendido, advirtió que cargaba una bolsa llena de pequeños objetos. Él levantando las manos se hizo a un lado. Ella dejó la bolsa en el suelo del camarote alfombrado de algas y conchas, y se acercó a la caja. Muy despacio, como si buscara algún extraño cierre, Betina pasó el dedo por los bordes. De pronto se volvió hacia él. Sin separar el dedo del lugar, con la otra mano le indicó que se acercara. Cuando llegó a su lado, apretó aquel pequeño punto. Las piezas que adornaban la puerta comenzaron a moverse lentamente hasta formar la estrella de los vientos. En cada uno de los puntos cardinales, se encontraba un agujero. Miró las llaves y comprendió el significado de las letras. Las fue introduciendo, una a una. Norte, sur, este oeste. El nerviosismo ante el tesoro que sin duda se mantendría dentro, produjo que su corazón latiera con tal fuerza que sintió un leve mareo. Cuando iba a girarlas, Betina le golpeó la espalda. Apenas les quedaba oxígeno, indicó señalando el manómetro. Él, aunque ya le faltaba el aire, intentó girar la llave del norte. Sentía que su pecho iba a reventar, miró hacia arriba y vio que Betina cargada con su bolsa, se alejaba. Una niebla blanca se introdujo en su mente. Intentó arrancar las llaves antes de irse, pero no pudo. El pecho le explotaba. Se dejó ir. Al entreabrir los ojos percibió que recorría un túnel de densa y blanca niebla en el que retumbaba una dulce voz llamándolo. Al acercarse a aquella magnética luz, le pareció vislumbrar que un ángel, con cabellos de oro y alba túnica, se inclinaba hacia él.
De pronto sintió unos golpes en la espalda y el olor del perfume de su esposa le llenó los pulmones.
—José, José —escuchó extrañado la voz de su mujer inclinada sobre él. Al abrir del todo los ojos, y aunque su dorada melena casi le cubría el rostro, percibió su gesto de malhumor—. Despierta. ¿Otra vez con esa horrible pesadilla?
Entre dos aguas
Liliana Delucchi
¡Pobre Sofía! Es lo que veo en las miradas de mis amigos, esos que no me dejan ni un minuto a solas, los que organizan circuitos por la sierra, comidas o conciertos. Todos los que se quedaron conmigo, los que cerraron la puerta al mal nacido que no solo me dejó viuda, sino que en el coche con el que tuvo el accidente también iba su secretaria. La de toda la vida… ¿Acaso no era yo la mujer de su vida? Me lo dijo muchas veces.
Esta tarde me han traído a una exposición de fotos sobre pecios.
Quien organiza la muestra es Martín: Divorciado hace años, oceanógrafo y que está buenísimo. ¿Cómo se les ocurre que ese Adonis de pelo oscuro y ensortijado que parece un modelo de anuncio vaya a fijarse en mí, en la pobre Sofía? Menos mal que Marcela me llevó de compras y el vestido que llevo no me queda grande como los que dormitan en mi vestidor. La partida del innombrable me dejó sin apetito y bajé diez kilos. No es que me viniera mal; de hecho, estaba un poco rellenita, pero hubiera preferido mantenerme en ese peso y no sufrir.
Deambulo por la sala y en una de las fotos me parece ver una forma entre las aguas. No entiendo nada de barcos, pero eso no se asemeja a la zona de una nave, más bien parece un rostro. El mío. ¡Estoy muerta! Allí, durmiendo en la eternidad de vaya uno a saber qué océano. Las palabras de mis amigos que están en la sala de exposiciones, si es que las dicen, no me llegan. Ver mi muerte en sus ojos me quitaría la fuerza con la que quisiera decirles que siento su amor. Me gusta pensar que irán juntos a un buen restaurante a brindar por mí. Cada uno se acordará de las cosas que nos unieron, de momentos que compartimos.
Pedro, mi querido hermano, ¿volverá a entrar en mi habitación para tirar esa ropa que ya no sale en las revistas? ¿A quién acompañará en sus largos paseos por las tiendas, regañando a las dependientas porque no se dan cuenta de que lo que me ofrecen no es de mi estilo? Pobrecito mío, tragándose las lágrimas y guardando mis perfumes en su bolso de Gucci, se dejará caer poco a poco en el sueño de esa casa a oscuras.
¡Muerta! Estoy en un cajón, en medio de flores, huelo el humo de las velas y me distraigo con los colores de las vidrieras. La iglesia está llena; rostros amigos, otros no tanto y algunos que no reconozco.
¡Qué bonito! Escucho a Pavarotti cantando Lucevan le stelle. Mi adorado Pedrito, pendiente hasta del último detalle en el último adiós. Si pudiera lloraría, pero parece que no puedo. ¿Me habrán maquillado? Seguro. Mis queridos amigos no querrían que emprendiera desaliñada este viaje.
Estoy otra vez en la sala de exposiciones. Hay alguien a mi lado, es Martín, el oceanógrafo guapo. Desde su sonrisa de anuncio me pregunta dónde estaba, parecía muy triste y perdida. Lejana.
—Allí mismo, en el fondo de esas aguas —señalo una de las fotografías,— flotando en un mar de muertos, mirándome desde otro lugar.
—A veces uno olvida que hay muchas formas de morir —le oigo decir. Siento su brazo rodeando mis hombros y su aliento cerca de mi mejilla que adivino ha recuperado el color.
—Y también de vivir. —Me arreglo el pelo y le ofrezco un mohín seductor.
Es entonces cuando escucho a lo lejos la voz de Pedrito «¡Vaya con Sofía!»
El delicioso sabor de la fantasía
Marieta Alonso
Estaba segura de que nació un día que no era precisamente su cumpleaños, pues en vez de regalos, su madre la abrigó bien, le dio un beso y la acomodó en el mascarón de proa de uno de los barcos más temidos de los siete mares. El único que estaba atracado en aquel arrecife.
El más viejo de los bucaneros fue a darle una patada a aquel bulto que se interponía en su camino cuando oyó unos gorjeos. Salió corriendo en busca del capitán Salgari quien, al ver un bebé a bordo, gritó, juramentó y quiso echarlo por la borda. Por fortuna cambió de opinión y ante aquel rebujo de telas dijo: Todo tuyo, Howard Pyle.
Pyle era la mano derecha del capitán y, aunque, por longevo, no ocupara el puesto de contramaestre estaba al tanto de todo. Lo que no podía hacer por culpa de los años lo suplía la experiencia. No perdió tiempo. Llevó al bebé hasta la cocina para hablar con Tim Severin, el más glotón de los corsarios y allí hubo un conciliábulo para ver qué se le podía dar de comer a aquella criatura. Por fin optaron por una cucharadita de leche bautizada con agua. No tenían mucha práctica y empaparon todo el ropaje. Poco a poco fueron desnudándolo hasta descubrir que era una niña. ¡Lo que les faltaba!
―Debemos echarla a los tiburones y que ellos decidan.
―No seas bestia, Severin ―rugió el viejo pirata.
Pensativos, se quedaron elucubrando qué nombre ponerle. Y llegaron a un acuerdo: se llamaría Little Lux.
Pasaron los días, las semanas, los meses y cada mañana Pyle la despertaba con una caricia para que se levantara a cumplir con sus obligaciones. A los demás con una patada. Un día la niña le pidió que no tuvieran con ella las consideraciones debidas a su sexo, y aprendió a usar dagas, hachas de abordaje, alabardas… Así armada ya no le asustaban los muertos que la miraban con ojos de alacrán herido.
La vida cotidiana no era moco de pavo. Aquellos ladrones del mar atacaban a diestro y siniestro a todos los barcos con los que se topaban. Los españoles eran los más codiciados. A bordo estaban convencidos de que tomaban prestado el botín, aunque no tuvieran intención de devolverlo. Hasta en las noches de luna llena declaraban, con un vaso de ron en la mano, que restituirían una pequeña parte a sus verdaderos propietarios. No. Era muy arriesgado y a la tripulación no había que ponerla en peligro, objetaba el más sobrio. Llevaban años anunciando el deseo de reintegrar una joya encontrada con la inscripción «1592» que jurarían era para Felipe II. Nunca lo hicieron.
A la edad reglamentaria Little Lux fue al colegio. Allí sucedió algo mágico: Aprendió a leer. Y pudo adentrarse, letra a letra, en aquellas historias que tanto la hacían soñar. Rodeada de libros iba devorándolos, uno a uno, ella solita. Cuando fuera mayor, se dijo, no pararía de viajar, Mar Índico por aquí, Pacífico por allá, Atlántico por acullá y como mejor guarida: el Mediterráneo. Puso la mano en el corazón y ante el espejo juró que, en un tiempo no muy lejano, saldría en busca de aquel pecio, donde aprendió el bello arte de manejar la espada y de este modo reivindicar que su mundo de ficción bien podría haber sido real.