Nuevo Akelarre Literario

Síguenos

  • Facebook
  • Inicio
  • Autoras
    • Marieta Alonso
    • Liliana Delucchi
    • Malena Teigeiro
    • Cristina Vázquez
  • Relatos
  • Autores invitados

Chica con vestido rojo

15 julio, 2020 por Akelarre 3 comentarios

Mujer leyendo de John Lavery

Chica con vestido rojo leyendo en la piscina - Sir John Lavery

El nivel de curiosidad que nos provoca la portada de ese libro que hemos elegido y que estamos a punto de empezar a leer, solo es semejante al desasosiego de comprobar que faltan unas páginas para terminarlo. De alguna manera, nos dejará huérfanos de los personajes que nos acompañaron durante un tiempo.

En los relatos que ofrecemos este mes hemos querido hacer honor a la pasión que despierta la palabra escrita. Ese amor que, por defenderlo, es capaz de llevar a una mujer hasta su inmolación; la desesperanza que reencuentra el camino a la luz a través de la poesía; la disciplina que quieren imponer a una joven que nació libre o la diferencia entre la vida externa que asiente y la interior que cuestiona en busca de respuestas en las páginas de un libro.

Las cuatro historias se inspiraron en la imagen que ilustra esta entrega de Nuevo Akelarre Literario, titulada Chica con vestido rojo leyendo en la piscina, pintura perteneciente a Sir John Lavery (Belfast, 20 de marzo de 1856 / Condado de Kilkenny 10 de enero de 1941).

El método

Cristina Vázquez

Rimas de Bécquer

Malena Teigeiro

La decisión

Liliana Delucchi

Placer de dioses

Marieta Alonso

El método

Cristina Vázquez

Estaba aburrida. Los veranos de antaño, los de su niñez mimada y salvaje seguían vivos en su memoria. Se veía corriendo casi desnuda por playas solitarias batidas por vientos que, al levantar la arena, esta se clavaba igual que pequeños alfileres. O deslizándose con sus hermanos por unas dunas cambiantes, o extasiarse frente a una enorme y gelatinosa medusa que el mar había dejado como un titubeante regalo.

Ahora vigilaba a sus hijos. Le gustaba verlos bañarse en la orilla, aunque sentía por ellos que no tuvieran el mismo esplendor de la libertad de sus años de infancia. Pero en su nueva familia, la de su marido, todo era formal y medido. Tiempo de baño, tiempo de estudio, tiempo de paseo y él, su marido, Antoine, un hombre apuesto, trabajador y rico se volvía inflexible con la aplicación de estos tiempos.

—Sin disciplina, querida Charlotte, no se fragua la vida —le repetía convencido.

No tenía más que fijarse lo bien que le había ido a él, continuaba, cómo había mantenido y aumentado el patrimonio familiar. Y no solo en temas económicos, le reconoció esa noche en que el otoño ya se colaba al final de agosto como una premonición. Él tenía la costumbre del soliloquio, qué le iba a hacer ella. Cuando terminaba sus cumplidos argumentos, Antoine, se callaba; parecía querer revivir en su interior lo que había dicho. A lo mejor escuchaba una cerrada y admirativa ovación, pues afirmaba con la cabeza como si rubricase sus ideas expuestas. Tantas veces repetidas, pensaba su mujer.

—Por ejemplo, querida, a ti que tanto te gusta leer, lo haces sin método.

Se puso la servilleta en el cuello para evitar que la salsa de la pularda le manchara la almidonada camisa. Un día un autor, otro día saltaba de época y de tema. Se secó los labios con parsimonia. Claro, finalizó condescendiente, este desorden en las lecturas era el resultado de la educación tan liberal, diría libertaria, casi salvaje, que había recibido.

Ella le miraba desde la lejanía en que se había instalado para sobrellevar las peroratas conyugales y el verano familiar, al que, en breve, se iban a añadir tías, hermanas y parientes, siempre del lado de él, claro. Charlotte le rebatía con tranquilo convencimiento que para ella leer era un placer y que el placer estaba reñido con el método. También resultaba un poco enojoso que se pusiera tanto ese llamativo traje naranja, respondió él como si no la hubiera escuchado, tan acostumbrado estaba al soliloquio. Resultaba inapropiado para estar sentada a la orilla del mar, casi metida en el agua y distraída con el inevitable libro. Hizo una pausa. No lo podía comprender. Se quitó la servilleta del cuello de un tirón.

—No será por falta de vestidos —remató con suficiencia.

La brisa, en ese adelanto otoñal, golpeó una de las ventanas lo que les obligó a mirar en la misma dirección. Charlotte bebió de su vino rosado que estaba deliciosamente frío y le sonrió igual que una gata que se relamiera tras un buen sorbo de leche.

—Tú sabes de método, yo sé de libertad. Al menos me la permito en las lecturas, ya que no en otras cosas.

Sabía que a él, en el fondo un buen hombre prisionero de sus principios y formalidades, le inquietaban sus afirmaciones de este tipo. No debía olvidar que lo que siempre le atrajo de ella fue precisamente eso, su falta de método. Antoine carraspeó.

—Tienes razón, pero con el tiempo, querida, hay que evolucionar. Lo que hace gracia al principio luego cansa.

—Ese es tu problema, no el mío.

Se levantaron para tomar el café en la terraza a la que llegaba el ruido del mar y el olor un poco putrefacto de las algas. La mujer le abrazó por la espalda y le susurró que no se equivocara con ella o la perdería. Notó la rigidez del cuerpo de él.

—Voy a entrar, tengo frío —anunció ella.

Él la siguió y antes de subir Charlotte para ir a acostarse por la escalera de pasamano oscuro y labrado, le oyó preguntarle cuándo se había comprado ese llamativo vestido. No era en absoluto su estilo. Ella notaba la irritación en su voz. Desde el rellano en el que se había detenido le inquirió con mucha dulzura.

—¿Pero no fuiste tú el que me lo regaló? —se rio abiertamente—. Qué mala cabeza tengo.

 

© Cristina Vázquez

Rimas de Bécquer

Malena Teigeiro

Nina era bajita, romántica y dulce. Sus hermosos ojos azules buscaban enamorados al hombre de sus sueños. Y se fijaron en Andrés. Después de unos leves escarceos, Nina le confesaba a su hermana que ya tenía novio. Era Andrés, un joven alto, esbelto y pálido, que cada vez que sonreía mostraba unos dientes blancos y fuertes. ¿Andrés? Pero, Nina, si en vez de reír relincha, exclamó su hermana. A ella sus comentarios no le importaron. Eran de envidia. Pues, a su juicio, ella no entendía de belleza ni tampoco encontraba un hombre que la quisiera.

Nina vivía en una constante exaltación amorosa. La mirada febril de Andrés y el rizo que como a Bécquer, le caía por la frente le hacían vibrar. Esperaba ansiosa el paseo que daban todas las tardes recitando versos de Pedro Salinas y de Juan Ramón Jiménez. Incluso de Espronceda. Y cuando llegaban al paseo marítimo, abrían sus sillas de madera y se sentaban frente al mar. Allí, él, mientras le acariciaba la mejilla, le recitaba

Tu pupila es azul y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.

Hasta que un día, aquel hombre siempre vestido de negro, tallado en un junco seco, se tronchó y Nina se quedó sin novio que le recitara poesías al borde del mar. Aquella noche agarrada a la almohada lloró rememorando su voz

Tu pupila es azul y cuando lloras
las trasparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.

 Al día siguiente, contemplaba el cuerpo de Andrés en su caja de madera, abrazada a la que iba a ser su suegra. Su negro y elegante rizo, le caía sobre la frente, ya de color de cera. Y volviéndose hacia la doliente madre le pidió que le entregara aquel trozo de cabello. ¿Ese?, le preguntó con los ojos brillantes la transida mujer. Nina movió la cabeza y ella, acercándose al túmulo emocionada, lo cortó. La doliente novia se lo guardó al lado de su corazón envuelto en su pañuelo blanco.

Durante el entierro, no dejó de acariciarse el pecho, gesto que muchos interpretaron mal. Cuando al finalizar las honras fúnebres volvió a casa, después de recibir los abrazos de su madre y hermana, entró en el dormitorio, y guardó unos cuantos cabellos en el relicario de plata que se colgó del cuello. El resto lo dejó en una cajita forrada de terciopelo junto a una foto de su amado, un dibujo de una ola del mar, y el final de la rima de Bécquer que él le recitaba cuando se despedían en el portal.

Tu pupila es azul y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.

Nina continuó paseando al borde del mar mientras rememoraba algunos versos, luego se sentaba al lado de la silla vacía de Andrés y extendía la falda para que nadie tuviera tentación de hacerlo a su lado. Y allí, la enamorada, releía un poema tras otro. Poco a poco, todos, excepto ella, fueron olvidando a aquel apuesto joven que había sido su prometido.

Pasaron los años, los días, las mañanas, sin que Nina al atardecer, hiciera frío o calor, dejara de sentarse a leer poesía en las dos sillas, de tal modo que su figura, al igual que las sombrillas, las farolas y los bancos, comenzó a formar parte del paisaje

Una tarde escuchó una voz que le preguntaba si aquella silla estaba vacía. Ella por primera vez desde que Andrés se había ido, sintió que el perfume que emanaba deaquel caballero le encogía el sentido. Dejó el libro sobre su falda, levantó la mirada, y estirando los labios en una tímida sonrisa, dijo: Está libre. Es que como la veía ocupada con su vestido, murmuró el caballero. Habrá sido el viento, contestó Nina retirando la falda del asiento. ¿Le gusta la poesía?, le preguntó el caballero ya cómodamente instalado en la silla de Andrés. Y ella le mostró la tapa del libro que estaba leyendo.

Continuaron charlando sobre los versos, los cuentos y los amores que el mar había inspirado, hasta que cuando ya casi caía la noche y Nina se levantó para marcharse, él le preguntó si podía acompañarla hasta su casa. Delante del portal, ceremonioso, el caballero le besó la punta de los dedos y quedó con ella para el día siguiente.

Aquella noche Nina dormía tranquila cuando escuchó la voz de Andrés:

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, ...
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!

Quizá no, le contestó entre sueños. Pero sentiré el calor de sus dedos en el pecho. Porque lo que es el rizo de tu cabello ya hace tiempo que no me produce sentido alguno.

Y desabrochándose la cadena de la que pendía el relicario del cuello, la guardó en el cajón de la mesilla. Sintió que al alejarlo, también se despedía de Andrés. Aquella noche en sus sueños solo aparecía el caballero de mediana edad que al sujetarla por el codo para cruzar la calzada, le acarició el pecho.

 

© Malena Teigeiro

La decisión

Liliana Delucchi

Desde niña Victoria había sido reservada. Muy pronto aprendió la diferencia entre la vida externa que asiente y la interior que cuestiona. Por eso está aquí, como si formara parte del grupo, pero sin hacerlo. Consintió en acompañar a su madre y tías al balneario como una excursión más de esas que llenan el tiempo de quienes conocen la mejor manera de perderlo.

Desde su silla, un poco retirada, oye a lo lejos comentarios y risas de sus familiares. No quiso ponerse el bañador y meterse en el agua. Prefiero leer, les dijo. Y ellas asintieron. Estaban acostumbradas a los silencios de esa joven que, a decir de su madre, mientras tuviera un libro no molestaría.

Con la cabeza apoyada sobre su mano, los ojos se pierden en un texto que la lleva lejos, a un mundo que nunca ha visto, a situaciones desconocidas y personajes desconcertantes. Quisiera fundirse en ellos, tener esas respuestas rápidas que el escritor pone en boca de protagonistas y secundarios, que parecen tener la palabra exacta para cada momento. ¿Dónde están las mías? ¿Cómo decir lo que de verdad siento y me inquieta? ¿Cuál es la forma de mirar en mi interior para descubrirlo?

Levanta los ojos y la sorprende la escena de las bañistas que parecen estar disfrutando del momento. Sonríe a su madre que le hace señas para que se acerque. Niega con la cabeza y vuelve a la lectura. Sabe que según los códigos de comportamiento de la sociedad en la que se mueve, la suya no es una actitud muy apropiada. Devana sus pensamientos entre aquello que se espera de ella y las cosas sin nombre que reclaman su atención, como si en los últimos tiempos algo hubiese cambiado y su actual yo fuera de alguna manera distinto de su yo anterior.

El aire que siente en su pecho se exhala en un largo suspiro. Cierra el libro y los ojos en un intento de escuchar las animadas voces que le llegan desde la piscina. El experimento no funciona y su mente vagabundea intentando descubrir en qué había sido diferente ese verano a todos y cada uno de los anteriores. Quizás fuera su compromiso con Felipe. Se pregunta cuáles serán los gustos literarios de ese hombre amable y cordial que todos admiten como una buena elección y que seguramente será un buen marido.

Un camarero se acerca con una bandeja en la cual lleva un sobre.

—Para usted, señorita —le dice a la espera de que ella coja la carta.

Victoria reconoce la caligrafía pulcra y ordenada de su novio que le informa que por la tarde pasará a merendar con ella. «Aunque el trayecto hasta el balneario será un poco largo, tengo ganas de verte y de que ultimemos los detalles de la boda.» Así es Felipe: Claro, directo y escueto. Como papá, piensa la joven, como el tío Rigoberto, y creo que como todos los hombres que conozco.

Una fuerte opresión a la vez que una somnolencia la invaden. Le empieza a doler la cabeza y las luces que se reflejan en el agua bailan ante sus ojos. Quiere recobrar la compostura, pero su único deseo es huir, abandonar la sofocante atmósfera y salir al aire libre. No lo hace. En vez de ello, se estira la falda, mueve los pies admirando sus zapatos nuevos, relee la carta, la dobla y la mete dentro del libro que deja a un lado en la silla. Mira una vez más hacia la piscina antes de dirigirse a los vestuarios a cambiar su vestido naranja por un traje de baño.

 

© Liliana Delucchi

Placer de dioses

Marieta Alonso

Era evidente que su trabajo —el de sumisa esposa y ama de casa— le restaba tiempo para disfrutar de su gran afición: La lectura contumaz. Se olvidaba de hacer las camas, barrer, cocinar… Lo que dio lugar a que Bernardo la amenazara con quemar todos los libros que había en aquella casa.

Su padre le daba la razón a su marido, y le avisó de forma contundente que si no dejaba el vicio de leer, la desheredaría, cosa que conturbó mucho más a Bernardo que a ella.

No podía evitarlo. El olor del papel la estremecía con unas ansias que no alcanzaba a descifrar. Su tacto era como si pudiera acariciar el musculoso cuerpo del David de Miguel Ángel. El leve rumor del papel, al pasar las hojas con las yemas del pulgar e índice, la transportaba a aquel vestido de seda que vio en el escaparate de una tienda de lujo.

Su amigo, el librero, cada semana le aconsejaba un autor diferente, y ella se dejaba guiar por aquel sabio de la literatura. De niña le recomendó que leyera a Julio Verne, y viajó en un submarino al centro de la tierra con los hijos del Capitán Grant. En su adolescencia se identificó con Meg, Jo, Beth, Amy, y hasta con la autora comprometiéndose con el movimiento abolicionista y con el sufragismo. Siendo joven fue en busca del tiempo perdido, mientras tomaba una magdalena mojada en el té, y se veía a sí misma en las peripecias sentimentales de Swann. Le faltaba vida para leer.

Los suyos no eran capaces de comprender lo que significaba para ella tener un libro entre las manos. Los amaba. Más que a ellos, tal vez. Tendría que tomar una decisión. Era una lucha diaria cada vez que la veían leyendo sentada en su rincón favorito. Por lo que hizo cinco círculos concéntricos en el suelo a su alrededor con todos los libros de las estanterías. Vestida con una túnica como una diosa romana y una lata de gasolina a sus pies, esperó a que marido y padre hicieran su aparición.

Al verla dispuesta a todo, se llevaron un susto de muerte. Y como otra cosa no tenían, pero amor, nobleza y comprensión les sobraba, aceptaron esa loca pasión. Se miraron. No podían entender que un libro, un ser tan inanimado por fuera, y tan abarrotado de palabras por dentro, pudiera llevarla a semejante sacrificio.

Y buscaron a una señora para las faenas del hogar.

 

© Marieta Alonso

Publicado en: Pintura

Hércules y la esfera celeste

15 junio, 2020 por Akelarre Deja un comentario

Tapiz Hercules sosteniendo la esfera celeste

Hércules sosteniendo la esfera celeste

Tapiz de 350 por 319 centímetros, primero de la serie Las Esferas.

Tejido en oro, plata, seda y lana, este tapiz de manufactura bruselense está atribuido a un cartón de  Bernard van Orley.

La representación de la esfera celeste de este tapiz, concebida según el sistema de Ptolomeo, indica que fue tejido con anterioridad a 1543, año de la publicación de la obra de Copérnico en la que se daba a conocer al mundo el sistema de la astronomía heliocéntrica.

Este tapiz perteneció a la colección de Juan III de Portugal y después a la de Felipe II.  Actualmente se encuentra en la colección de tapices de Patrimonio Nacional y se expone en el Palacio Real de La Granja de San Ildefonso.

El peso de la bóveda celeste no puede con nuestras escritoras que este mes, inspiradas por Hércules, se lanzan a escribir cuatro historias en donde sus protagonistas nos relatan momentos de amor, inocencia y espíritus.

El impermeable amarillo

Cristina Vázquez

Nico Pérez

Malena Teigeiro

El mundo entre mis brazos

Liliana Delucchi

Hacia un mundo mejor

Marieta Alonso

El impermeable amarillo

Cristina Vázquez

Un aria desconocida de ópera, al menos para mí, sonaba en la lejanía. El ambiente era opresivo en el salón de postigos entornados con pesadas cortinas de terciopelo verde y unos sofás de damasco, algo gastados, en los que me senté con mi impermeable amarillo chillón. La persona que me había abierto la puerta del caserón era un hombre mayor, envuelto en un amplio delantal de rayas grises y negras sobre una impoluta camisa blanca. Su expresión era precisamente la falta de expresión, como si fuese un mecano de tez cerúlea. Me hizo avanzar tras él por una escalera que salía del portón silencioso y oscuro. Al llegar al primer rellano se enfundó los zapatos en bayetas que silenciaba aún más su andar. A paso de tortuga me hizo recorrer unas galerías mal iluminadas hasta que me depositó en este salón, sin decirme palabra, en el que mi futuro profesional podía tener un brillante comienzo. Un caso estrella le había dicho a mi jefe. O eso pensaba yo.

Me puse a mirar cada objeto y a tomar notas en el cuadernito que siempre llevo conmigo, como inapelable ejercicio del buen detective, que había aprendido en la academia. No conseguí ser inspectora de policía y estaba harta del trato basto y algo maleducado de algunos compañeros que se permitían bromas, muchas veces secretas para mí, en las que intuía comentarios soeces. Así que hice un curso de criminología y me formé en una academia internacional de detectives de mucho renombre.

Debo confesar que Hércules Poirot ha sido un referente desde mi adolescencia y he tratado siempre de aplicar la lógica y no dejarme engañar por las apariencias, pues el culpable pretende llamar nuestra atención hacia aspectos obvios, alejándonos así de la auténtica pista del crimen. Y pensé que algo en el hombre que me había recibido no encajaba. Me es inevitable cierta desconfianza y mantenerme en continua observación. No lo puedo remediar. Deformación profesional.

Estas consideraciones me las estaba haciendo para intentar tranquilizarme al haber acudido a la cita con un importante hombre de negocios, el cual quería resolver un caso que solo podía plantear en privado.

No me atreví a quitarme el impermeable, aunque empezaba a sofocarme de calor, pues es de un material de plástico brillante un tanto tieso y no sabía qué hacer con él. Al mirar el reloj de marquetería que daba las medias y las horas con un suave carrillón, me fijé que ya llevaba cuarenta y cinco minutos sin que nadie apareciera. Decidí levantarme y asomarme a la puerta. Nadie.

—Por favor —me oí decir con voz titubeante—. ¿Hay alguien por ahí?

Silencio absoluto. Volví adentro y comencé a caminar de un lado a otro, procurando amortiguar mi taconeo en ese espeso silencio y al oír la siguiente advertencia del reloj decidí marcharme.

Cerré la puerta del salón igual que si fuera una ladrona huyendo sigilosamente, con absurdo cuidado de que mi plasticoso impermeable no sonara al moverme. Cuando al avanzar por un largo pasillo comprendí que me había desorientado, volví sobre mis pasos, pero no conseguía reconocer nada de las galerías que había atravesado. De repente, me fijé que al final de una de ellas colgaba un precioso tapiz de un hombre con una bola del mundo a sus espaldas, bien iluminado casi por la única luz en medio de la semipenumbra reinante.

—Vaya tío mazas —dije en voz alta.

Oír mi propia voz es una técnica de supervivencia que había aprendido para tranquilizarme. Me paré en seco. La figura se movía como si algo con vida lo recorriera y oí un sonido profundo y aniñado a la vez. En ese momento empecé a chillar y a correr sin saber hacia dónde hasta que una atropellada voz gritó a mis espaldas.

—Párate. No seas tonta, es una broma.

Me giré en redondo y vi a un niño de unos diez años, repeinado, vestido de uniforme y con unas gafas exageradas, como las del personaje infantil que esperas ver en un tebeo.

—Eres la campeona, la que más ha aguantado.

Se acercó para saludar con una ceremoniosidad anticuada. Me besó la mano. Sus diminutos labios recordaban a un piquito de pájaro por su dureza. Accionó un interruptor y todo se iluminó.

—Ahora, señorita Peret —en verdad me apellido Rabanera, pero Peret me parecía una humilde manera de homenajear a mi héroe Poirot—. Ahora ya le puede recibir mi padre.

Me acerqué al niño, le sujeté por el cuello y le susurré que o me enseñaba la salida o le aplicaría mi llave de asfixiamiento.

—Y calladito, ¿eh?

El pequeño empalideció sorprendido, pero me llevó como un obediente corderito a la escalera que bajé a trompicones hasta verme en la calle. Di unos pasos acelerados y un resplandor iluminó la puerta de la casa que había abandonado. Bien pegada a la pared vi una figura parecida al viejo criado que me recibió, en la que resaltaba la blancura de la camisa, ya sin delantal, llena de agilidad y tensión que miraba a ambos lados de la calle. Aceleré el paso y agradecí la lluvia que caía. Ahora por fin resultaba útil mi impermeable chillón, aunque tenía que hacerme con una auténtica gabardina de detective.

 

© Cristina Vázquez

Nico Pérez

Malena Teigeiro

Sólo unos brazos como los de Hércules podrían sostener lo que se le había caído encima a Nico Pérez. Eso pensaba nuestro hombre sentado delante del tapiz de Hércules sosteniendo el Atlas que adornaba el palacio.

Uno tras otro, como si fueran las plagas de Egipto, a Nico Pérez le fue dando empujones la vida, empujones que, impertérrito, soporta y resiste. El primero que recordaba era el de la noche que, sin pedir permiso, se fue con el coche de su padre: ¿Cómo podía ser que aquel tractor estuviera allí, parado en la carretera? Siniestro total. Tan total que a su padre la pérdida de aquel automóvil le produjo un ataque del que nunca se recuperó. Curiosamente, le sorprendió la tranquilidad con que su madre le dio sepultura. ¡Ellos sabrían! Sin embargo, le resultó muy duro ver cómo los hombres del cementerio colocaban la lápida de grueso granito sobre el ataúd. Su dolor por no poder volver a hablar con su papá, así como la idea de ser un asesino, era tan grande que hasta su mamá se dio cuenta. Cariñosa, le pasó un brazo por encima y le dijo que no se preocupara, que su papá y él iban a estar en contacto tanto como quisieran, porque como el cielo a su padre le venía grande, pues iba a andar por todas partes. Y era verdad: Los dos conversaban casi a diario.

Luego, vino lo de su profesor de matemáticas. Titina, que era el nombre con que tuvo que llamar a su madre desde que su padre se fue, le dijo que no se preocupara, que la tirria de aquel hombre era porque ella no le hizo caso. Lo que no entendió, porque hasta aquella vez que al despedirse los vio discutir en el jardín de su casa, siempre lo hicieron con mucho apego y, cosa que a él le resultaba curiosa, intentando rodearse de oscuridad. Y su profesor, por alguna razón que nunca supo, lo suspendió. Quizá fue por lo de las tablas. ¡Cómo si fuera el único incapaz de aprenderse las tablas de multiplicar! Aquel suspenso troncó su futura carrera como arquitecto, que era lo que más le gustaba. Adoraba dibujar. Entonces Titina le dijo que después de los griegos, no hubo buenos arquitectos, por lo que mejor se dedicaba a otra cosa. Tampoco lo entendió. A él le gustaban mucho las casas de acero y cristal de La Castellana.

 Dejó el colegio. Titina habló con Paco, un amigo de toda la vida, y entró a trabajar en su taller de motos. A Paco le gustaba cenar en su casa, y al parecer, muchas mañanas se daba prisa y también desayunaba con ellos. ¡Le deleitaba tanto la comida que le preparaba su mamá! No había nada más que ver cómo engordó. Aquella tarde su mamá lo esperaba en la cocina. Lloraba desconsoladamente. Se le acercó, lo abrazó y le dijo que Paco ya se encontraba en una vida mejor. Y entonces la vida le dio otro empujón. Cuando su viuda, doña Antoñita, se hizo cargo del taller, lo primero que hizo fue despedirlo. Tampoco lo entendió. Él trabajaba bien y no le importaba mancharse de grasa. Y no superó aquella plaga hasta que su madre le dijo que era porque a aquella tonta yo le recordaba a su marido y no lo soportaba. Su tristeza fue grande al enterarse de que doña Antoñita estaba tan triste. Siempre le cayó muy simpática.

Pero su mamá, que siempre tuvo muchos amigos, de nuevo le consigue un trabajo. Ese sí que estaba bien. Era en las oficinas de don Ricardo, al que también comenzó a gustarle la cena que preparaba Titina. En ese trabajo era feliz. Le pusieron una mesa al lado de la fotocopiadora. Y hacía todas las fotocopias mejor que nadie, porque colocaba el papel con mucho cuidado dentro de las marcas negras del cristal. Además de que nunca más se manchó de aceite, tampoco pasaba frio en invierno ni calor en verano. Un lujo de trabajo.

A partir de entonces, al parecer a la vida ya no le interesa darle más empujones. Todas las mañanas iba a trabajar con don Ricardo contento, sin grandes disgustos. Hasta que una mañana de sol, aunque estaba lloviendo, entró a trabajar Lupe. Aquella noche llamó al ánima de su padre y se lo contó. Los dos llegaron a la conclusión de que era una mujer muy conveniente para contraer matrimonio. Su carita era como una flor de primavera. Siempre sonriente, rosada y con un olor a manzanas que abría el apetito. Y le pareció que él le gustaba porque siempre le gastaba bromas. Esa mañana, cuando intentando no molestar, como por otra parte siempre haca, entró con las fotocopias en el despacho del director. La encontró sentada sobre sus rodillas. Recordó cuando su padre lo sentaba en las suyas y pensó que don Ricardo la trataba como si fuera su hija. Se quedó un instante mirándolos y no le gustó. Su padre nunca lo besó así, ni tampoco le introdujo la mano por debajo de los pantalones.

––¿Qué miras? ––escuchó la agria voz de la joven.

Ahora sus mejillas no eran sonrosadas, sino rojas. Y Nico Pérez, cerrando la puerta, se fue corriendo a su mesa. Poco tiempo después llegó ella con un sobre en la mano. Era el finiquito, le dijo. A partir de hoy no vuelvas a la oficina. Y con una maligna luz en los ojos, los entrecerró. A mí no me jodes la vida, le escuchó que rezongaba cuando se iba.

Esa plaga no solo le dobló el ánimo sino que se lo tronchó. Dejó la mesa pulcra y ordenada, y se fue de la oficina. Comenzó a caminar y sin saber cómo, llegó hasta el Museo del Prado. Allí, parado en la acera, vio un autobús al que se estaba subiendo mucha gente. Le parecieron simpáticos, aunque algo ruidosos. Luego se enteró que iban de excursión a La Granja de San Ildefonso para ver la colección de tapices. Y como nunca antes estuvo allí, le parece bien la visita y se sube al autobús.

¡Con que dulzura y cariño miran aquellas dos mujeres al asustado Hércules! Se ve que lo quieren bien, se dijo. Aunque… Y Nico Pérez mueve la cabeza. Hércules debe tener cuidado con ellas, porque lo miran igual que lo hacía Lupe cuando le entregó el sobre. Sí. Igualito. Baja la cabeza. Las lágrimas le mojaban las mejillas. Su dolor por haberla perdido era insoportable. Los cristales de sus gafas de miope se empañaron. Los limpia con un pañuelo de papel y levanta de nuevo la mirada hacia el tapiz. Le parece que Hércules no le quita la vista de encima. De pronto, escucha una voz, ronca, esforzada.

––Mira bien. Ésas, ni caso me hacen. Y esto no es el mundo. Es un globo que sostengo porque mi amigo Atlas me ha engañado.

Nico Pérez fija sus miopes ojos en las damas. Era verdad. No le estaban haciendo caso. Y el rostro de Hércules tampoco le parecía feliz. Decidido a volver a su casa, se levanta del banco. Y cuando ya iba a salir de la sala, se vuelve hacia el tapiz.

––Hércules, ten cuidado. El cabrito del niño de la esquina, está intentando pincharte el globo.

Y cuando bajaba las escaleras del palacio camino del autobús de vuelta a Madrid, Nico Pérez se detuvo. Como no se ande con cuidado, a Hércules las mujeres, el niño de la flechita, y todos los que están a su alrededor sin importarles su esfuerzo, le van a joder la vida.

 

© Malena Teigeiro

El mundo entre mis brazos

Liliana Delucchi

Apenas un poco de luz penetra por las cortinas. La habitación está en penumbras y los débiles rayos de sol dibujan listas sobre la sábana. A su derecha, monitores verdes con líneas que suben o bajan, dependiendo de la respiración del enfermo. A la izquierda, más máquinas que determinan, eso cree él, el estado de sus constantes. Ni siquiera puede oler el perfume de las flores. Se las enviaron sus empleados acompañadas por una tarjeta de elogios que nadie cree, menos aún quien la escribió.

¿Dónde está lo conseguido? Tuvo el mundo en sus brazos. Ese sueño de niño que se hizo realidad y que ahora se esfuma entre susurros de médicos y enfermeras.

––Tiene una visita ––anuncia la atenta auxiliar rubia, esa que entra cada tanto para comprobar si tiene suero suficiente, con una voz tan suave que hubiera estado bien para secretaria.

Sonsoles fue una de sus primeras asistentes. Eficiente y solícita, pero la muy tonta decidió ser madre y él la despidió. Como a tantas otras si no le gustaba el color del esmalte de sus uñas o el sonido de su taconeo.

Abre los ojos para ver quién se ha atrevido a acercarse a este último santuario del que sabe que no va a salir y ve a una figura masculina, con un traje vulgar y alzacuellos.

––¿Qué hace aquí? ––pregunta con una voz que no reconoce como la suya, una voz sin autoridad y quebrada por los silbidos que salen de su pecho.

––Ayudarte, hijo ––responde el sacerdote––. Quizás necesites confesar.

––No tengo nada que confesar. Según tengo entendido lo que se confiesan son los pecados y yo no he pecado nunca. Solo hice lo que tenía que hacer.

Ahora sí su tono ha recuperado poderío. «Pero con un triste cura», piensa mientras se le escapa una sonrisa que le duele por la sonda que le sale de la boca.

––Y… ¿qué es lo que tuviste que hacer?

––Para empezar no me tutee. Yo a usted no lo conozco. Si quiere hacer algo por mí, llame a la enfermera y márchese. Necesito más morfina.

El visitante pulsa el botón de llamada y en pocos minutos se abre la puerta para dejar entrar a un hombre con bata blanca.

––Está estable ––susurra el asistente al sacerdote mientras se acerca a la ventana para cerrar las cortinas––. Aunque tendrá trabajo con éste, Padre Mario, según dicen ha sido un verdadero cabrón.

––¡Que tenga que oír esto de un mediocre! Nunca te hubieras atrevido a decirlo si otras fueran las circunstancias ––musita el enfermo desde su cama ––. Dile al clérigo que se acerque, pero que antes coja el libro que está sobre la mesa y me lo traiga.

El enfermero mira al cura que se acerca al escritorio.

––Ábralo por la página que está marcada con un señalador ––ordena el enfermo––. ¿Ve la imagen de ese tapiz? Marcó mi vida desde niño.

Le cuenta que el libro pertenecía a su abuela, quien le dijo una noche de tormenta en que él tenía miedo, que no debía sentir eso, ya que su vida había sido señalada como la de ese hombre musculoso y fuerte que sujeta el mundo entre sus manos. Bendecido por un ángel, admirado por reyes, encandilaría a hombres y mujeres, conquistando todo lo que encontrara a su paso.

––Vencerás en tus propias guerras ––me dijo la anciana mientras me acariciaba la cabeza ––y serás capaz de resistirte al canto de las sirenas, como un Ulises moderno.

El sacerdote se mantiene en silencio y apoya su mano en la del enfermo, que continúa:

–––¿Sabe una cosa, Padre? La vieja tuvo razón. Lo conquisté todo. Los hombres me siguieron hasta en los proyectos más arriesgados. Vencí en todos los frentes.

La habitación se llena de un silencio solo roto por los tenues sonidos de los monitores que iluminan escasamente la cama del enfermo.

El paciente intenta incorporarse sobre sus almohadas pero no lo consigue. Ladea su rostro hacia el hombre que lo escucha y finalmente susurra:

––Solo que yo no tengo Ítaca a la que regresar, ni Penélope o Telémaco que me esperen.

 

© Liliana Delucchi

Hacia un mundo mejor

Marieta Alonso

Mis ancestros fueron colonos de frontera. El tatarabuelo paterno, que según se cuenta fue un destacado pionero, quiso salir de la miseria en que vivía en el este y se apuntó en una caravana que iba hacia el oeste, con su mujer y su hija de dieciséis años.

Esa era la versión oficial.

La otra era que Opal, su preciosa hija, se había fugado con un apuesto mancebo que no encajaba en la familia. No por borracho ni pendenciero. No. El pobre pertenecía a una familia rica y altanera, que no perdió tiempo en salir en su búsqueda y cuando un mes después los encontraron, tomando al hijo por las orejas lo enviaron a estudiar a Europa. A los padres de la chica les ofrecieron una buena cantidad de dinero que mi tatarabuelo les tiró a la cara, pero Abigail, mujer práctica como ninguna, recogió cada billete del suelo y muy despacio lo fue guardando entre el pecho y la blusa. Con la cabeza hizo el gesto de marchar a su Thomas y mirando con desprecio al caballero sentenció: No sabe lo que pierde.

Las vicisitudes que pasaron durante el camino formaban parte de las conversaciones diarias, hasta que llegó el día en que no tuvieron más remedio que establecerse, en un punto ubicado entre el río Missouri y las Montañas Rocosas, una región sin árboles, donde solo había sol, viento, yerba y bisontes. No era el lugar de destino, es que fue allí donde su carreta dijo: «Hasta aquí hemos llegado». La caravana, con sus ansias de oportunidades y progreso, siguió su rumbo deseándoles lo mejor. Y menos mal porque dos días después nacía mi abuela.

No había pasado ni siquiera una semana en aquellas soledades, cuando otra caravana dejó tiradas dos carretas. Sin pérdida de tiempo fueron a socorrerles. No hubo manera de arreglar los maltrechos ejes, por lo que decidieron asentarse y crear una pequeña comunidad de granjeros. Ya eran tres matrimonios, dos jóvenes, cuatro niños, y la bebé.

Thomas, por ser el de mayor edad, decidió que los cuatro hombres levantarían tres viviendas, luego una taberna para que los viajeros al hacer un alto en el camino pudieran comer, pernoctar y asearse. Dos de las mujeres se harían cargo de ella, una en la cocina y la otra sirviendo. Para Abigail y Opal crearían un almacén, y así se podría vender el excedente de las hortalizas que sembrasen. Por último, también decidieron que cada familia intentaría ahorrar los diez dólares necesarios para adquirir ciento sesenta acres de tierra pública.

Aunque cada día era un sin parar, Opal con la niña a cuestas sacó tiempo para hacer galletas de jengibre, que además de estar riquísimas, sirvió para que encontrase un buen padre para su pequeña y para los doce chavales que vinieron después. Había que engrandecer el poblado.

 

© Marieta Alonso

Publicado en: Arte

La puerta

15 mayo, 2020 por Akelarre 6 comentarios

Puerta abierta por donde entran los sueños y salen las miserias

La puerta

Con la primavera brotando a través de las ventanas y la esperanza del final del confinamiento al que nos hemos visto reducidos, este mes hemos elegido una puerta como idea para nuestros cuentos. Una puerta abierta. Por ella queremos dejar entrar la luz, la ilusión y que puedan salir el miedo y la soledad.

En estos relatos hemos recuperado de la memoria aquellas puertas con los colores de una infancia lejana, un portón que sirvió de huida hacia la libertad, las que encierran historias que sus habitantes esconden o la entrada a un mundo desconocido y lleno de magia. Con el sortilegio que da la palabra, es nuestra intención llevaros, aunque sea por un momento, a ese mundo imaginario que nos aleje de esta realidad.

Como nos maravillaba la voz de la cantante Susana Rinaldi: «A pesar de todo, dejándola abierta, verás que se cuela el sol por tu puerta.»

Cuidaos mucho y esperamos que para el próximo mes nos encontremos al otro lado del umbral.

La fuga

Cristina Vázquez

La Señora Viuda de Dávila

Malena Teigeiro

La partida

Liliana Delucchi

Aquellas puertas de mi niñez

Marieta Alonso

La fuga

Cristina Vázquez

Ahora casi le parecía una bendición atravesar esa puerta por la que tantas veces había pasado y tantas había escupido en ella. Sentada en su celda oía el cántico de las monjas. Luego supo que era a vísperas.

Se sujetaba la cabeza por verse ahí alejada, quizás para siempre, del mundo. Una tenaz desesperación intentaba apoderarse de ella. No. No dejaría que la venciese ni el desaliento ni la desesperanza; de peores situaciones había salido airosa. Aunque esta era enredada e injusta, se dijo mientras se erguía desafiante. Dio una patada al catre y caminó de un lado a otro los siete pasos de largo que tenía el cubículo. Como una fiera, así se sentía, porque encerrar a alguien en un espacio tan pequeño era como enjaular a un animal. El animal había sido el Tirso que quiso ahogarla, y a ella no le quedó más remedio que clavarle un poco el cuchillito de plata que siempre llevaba. Había que defenderse. Pero la encerraron, aunque el tonto de él ¡Ni muerto se había quedado! Medio muerto solo, pero dio tanto alarido que llegó la guardia y la cogieron intentando saltar por la ventana. Maldita sea su suerte.

¡Ay Hortensia, se decía, cómo te han pillado en esta! Estaría perdiendo condiciones y le empezaba a fallar la cintura para evitar los golpes y la agilidad para salir de naja. La suerte fue que el señor juez, al que ella conocía bien, mientras se aclaraba si el Tirso se moría o no, la mandó al convento en vez de a la cárcel. Pero con lo indeciso que era... Gracias señoría, muchas gracias.

Al acabar las vísperas oyó unos pasos presurosos que se acercaban y descorrían el cerrojo. Una monja rechoncha, con bigotillo y falsa expresión de autoridad se enmarcó en la puerta y le pasó una saya negra ordenándole que se la pusiera.

—Eso es lo que tiene que llevar mientras esté aquí.

Hortensia le cogió las manos y arrodillada pedía ver al juez. Ella no había hecho nada. Todo era una confusión. Un malentendido, le aseguraba derramando unas lágrimas gordas como perillas de cristal de las que cuelgan de las lámparas buenas. La hermana se apartó con cierta brusquedad mientras ella le suplicaba caridad cristiana, perdón por los pecados.

—Soy inocente madre, lo juro.

Y se persignó siete veces. Siete era el número sagrado y diabólico también. Se puso la saya cuando se fue la monja, pero lo hizo sin prisa. Se demoró en irse desnudando con la gracia de una profesional. Prenda a prenda, se desenrollaba las tupidas medias sujetas en los muslos, se quitó las enaguas como quien descubre un paraíso y el justillo como si ofreciera unas frutas maduras. Completamente desnuda, se giró con lentitud a tiempo de atisbar un rápido aleteo a través de la trampilla de la puerta. Su carcajada resonó como una premonición por el atrio persiguiendo a la monja igual que si una bola de fuego quisiera quemarle sus hábitos.

Hortensia sentada en su catre envuelta en la rasposa saya que le habían dado, meditaba. Simplemente tenía que planear una estrategia bien elaborada y esta monjita iba a ser su pase a la libertad. Porque del Tirso no se sabía aún en qué lado se había quedado, si en el más acá o en el Más Allá. Ya se sabe que es mejor prevenir que curar y escapar a esperar.

Al cabo de un mes de tener un comportamiento ejemplar, consiguió que la monja, sor Tránsito, le fuera contando su vida, de su pueblo lejano, de cómo la metieron de niña en el convento. Y aunque al principio se mostraba reticente, Hortensia tenía mundo y tablas para ablandar hasta el bacalao más duro y la monjita se fue animando. Un día Hortensia le cogía la mano que ella retiraba escandalizada; otro, le oprimía una rodilla escondida bajo los hábitos. Ella le contaba su pena de estar injustamente encerrada poniendo la mano de sor Tránsito sobre su palpitante seno. Una noche apareció la sor a traerle una tisana y ella se lo agradeció con un beso prolongado en la mejilla.

En la soledad de su celda sabía que la inexperta religiosa se estaba derritiendo con sus mimos y las historias del mundo que le contaba. Su plan podía tener éxito. Supo que era la encargada de salir los jueves a llevar el correo y le dio unas cartas para que le enviara.

El jueves de Pentecostés, sorprendida la comunidad de la ausencia de sor Tránsito, la empezaron a buscar por el convento hasta que al pasar por delante de la celda de la rea oyeron unas voces apagadas, unos lastimeros ayes. Al entrar se encontraron a la susodicha monja desnuda sobre el catre, con las manos y los pies atados con un girón de la destrozada saya y la boca tapada con otro trozo de la misma tela.

Encima de la temblorosa mujer había un papel escrito con letra irregular.

Adiós. Que el diablo os lleve subido en su escoba que yo me largo para no volver nunca.

Recordando aquel momento Hortensia se reía. Al salir volvió a escupir en la puerta del convento como siempre había hecho desde que tenía memoria.

 

© Cristina Vázquez

La Señora Viuda de Dávila

Malena Teigeiro

En la villa todos envidiaban el palacio de los Dávila, que a juicio de algunos no era más que una pretenciosa casona de labradores ricos, rodeada de tierras de labranza y campos de ganado. Cualquiera que asomara la cabeza al abierto portalón, admiraba los bien cuidados jardines, las paredes de brillante pintura, y los lujosos coches aparcados que nunca se movían. No hacía mucho que por aquella puerta, siempre entreabierta, había entrado a trabajar Marcita. En principio, el trabajo era bueno. En la casa solo habitaban la anciana viuda y sus dos criadas, ya viejas. Una de ellas, la cocinera Lucila, le había pedido al hijo de la señora que la contratara. Era su sobrina, una joven de toda confianza.

A la muchacha no le satisfacía mucho entrar al servicio de la casa, pues no lo permitía ver todas las tardes a Antonio, el joven con el que algún día contraería matrimonio. Pero pensó que si ella también ahorraba, podrían hacerlo antes.

Al mismo tiempo que le entregaron un uniforme, su tía Lucila le dijo que su sitio estaba en el sótano, allí era donde se encontraba la cocina, la lavandería, las bodegas y despensas. Y su tía, levantando un dedo, continuó. Tu habitación está en el fallado al que subirás por la escalera de servicio. Que escuchara bien, tenía prohibido salir de esas dependencias.

Al poner los pies en aquellas estancias, la joven se percató de que las paredes, los muebles y las cocinas, demostraban sin ninguna duda los tres siglos de antigüedad que pesaban sobre ellos. ¡Hasta los ratones que corrían por los estantes tenían canas!, le contó divertida a su novio Antonio. Y así, sintiéndose un poco enclaustrada, la joven inició su aprendizaje como cocinera.

Muchos días, mientras picaba carne, cebolla o pelaba las patatas Marcita sentía sobre su cabeza el sonido de pies descalzos corriendo por lo que debían ser los pasillos de viejas maderas. Cuando los escuchaba, siempre dirigía la mirada hacia su tía y su compañera, una mujer casi tan vieja como la casa. Como si nada ocurriera, ellas seguían trabajando. Había algo en aquellas carreras que no entendía. La señora viuda de Dávila, a la que desde hacía años nadie veía, tenía que ser una anciana. No había nada más que ver la edad de su hijo, el mayor de los cuatro. El señorito Dávila todos los días veintiocho entraba en la casa por la cocina. Se sentaba a la mesa, y mientras desayunaba un café con un trozo del bollo recién hecho por la cada vez más seca y delgada Lucila, entraban los otros trabajadores de la finca. Poniendo buen cuidado de que nada en la casa sufriera deterioro alguno, uno por uno, cotejaba los trabajos, las cuentas y les ordenaba sus cometidos para el siguiente mes. Y después de pagarles el salario, sin haber subido a ver a su madre ni preguntar por ella, se iba.

Aquella noche al finalizar el trabajo la joven, como siempre, subió por la escalera de servicio hasta su habitación. Era pequeña, cuadrada, y como única ventana, tenía una claraboya. Al abrir la puerta la luz de la luna que entraba recta se desparramaba sobre su camastro. Era fría, azulada, igual a la que caía sobre las tumbas del cementerio. Cerró la puerta y con la boca torcida se sentó en la cama.

Al atardecer, no solo había escuchado correr por los pasillos los pies descalzos de todos los días, sino que también se le había puesto la nuca rígida al oír el ulular de lo que le pareció la voz de una mujer seguida de un triste llanto. Nunca había escuchado un grito de angustia tan fuerte como aquel. ¿Quién sería la que aullaba de esa manera?, inquirió a su tía mientras preparaban la cena. Y Lucila, sujetando con fuerza la medialuna con que estaba picando el perejil, musitó que ella no había escuchado nada. Marcita se limpió las manos muy despacio. ¿Estaba sorda? La vieja continuó trajinando su cuchillo. Pues ella iba a subir. A lo mejor necesitaban ayuda. Y en cualquier caso, quería enterarse de lo que pasaba en el piso de la señora. Lucila golpeó con tanta fuerza la medialuna en la mesa que clavó el filo en la madera. La miró con dureza y exclamó: Nunca. ¿La había escuchado bien? Nunca. Se volvió y arrancó el cuchillo de la tabla. Blandiéndolo en la mano, continuó. Que escuchara bien, no le permitía subir al piso de los señores. Y en el caso de que lo hiciera —acercándose a ella le colocó el curvado filo delante del rostro—, que se atuviera a las consecuencias.

Trémula, decidió que no iba a acostarse allí. Mejor dormiría sobre el suelo de la cocina. Salió de la habitación y se dirigió a la escalera de servicio. Al pasar por el piso principal, escuchó de nuevo los quejidos. Se detuvo. Ahora eran dulces, trémulos. También le pareció oír la voz de doña Gertrudis, la cuidadora de la viuda. Sin más, abrió la puerta que daba entrada a las habitaciones. Ante ella apareció un pasillo grande, largo, con retratos de regios y pálidos personajes colgados a ambos lados. Pisando sobre la gruesa alfombra caminó a oscuras guiada por los enervantes sonidos, hasta la que supuso era la habitación de la anciana. Estaba abierta. Sin hacer ruido, se asomó. Una mujer de largos y escasos cabellos blancos, que como lánguidas guedejas le caían sobre la desnuda espalda, se encontraba arrodillada sobre la cama. Parecía estar buscando el abrazo de un transparente joven, de ojos y rizado cabello negro, que tumbado delante de ella se retorcía sobre la blanca sábana cual sinuosa serpiente. Ella, como si fuera un chorro de amenazante viento, ululaba levantando la cabeza hacia el techo mientras que, sentada en una mecedora, doña Gertrudis con la mirada fija en ellos, rumiaba: Dejadlo ya, que pronto va a amanecer. Marcita dio un paso hacia atrás. Tropezó con la alfombra y se cayó al suelo. Al escuchar el ruido la ardiente mirada del joven se volvió hacia ella. Con un gesto de la mano le indicó que se acercara. Ella se levantó y corrió por el pasillo hasta alcanzar la escalera. Bajó los escalones de dos en dos y sin dejar de correr salió al jardín y atravesó la puerta. Nadie la seguía. Tan solo iban detrás de ella las carcajadas turbias, vidriosas, malignas de la viuda de Dávila que asomada a la ventana la vio atravesar el oscuro portalón de hierro.

 

© Malena Teigeiro

La partida

Liliana Delucchi

Decían que había fantasmas en la casa del portón de madera. Era la construcción más importante del pueblo, con muros de piedra cubiertos por enredaderas. En verano el olor fresco de las madreselvas se extendía por toda la calle.

Afirmaban que estaba encerrada una princesa blanca, bella y seductora, pero cuando espiaba desde la esquina solo veía salir a una niña bastante fea: Bajita, con la cara redonda salpicada de acné y cuello corto. Iba vestida con uno de esos uniformes azules de falda tableada que le llegaba por debajo de las rodillas. O sea, que de princesa, nada.

Una tarde de finales de verano vi mi oportunidad. Alguien dejó la puerta abierta y las arcadas que se elevaban más allá del patio mostraban una galería donde pensé refugiarme del calor. Me quité los zapatos para no hacer ruido y aunque el suelo estaba caliente, tanto que casi quemaba, mi curiosidad pudo más y llegué corriendo a refugiarme junto a un banco. Allí me quedé sentado un rato, intentando observar a través de los visillos que se movían a pesar del escaso aire que entraba por la ventana. Todo era silencio. Quizás fuera cierto que allí habitaban espíritus. De pronto vislumbré una sombra deslizándose hacia la escalera. Empujé el cristal y puse mis pies en un suelo que de tan brillante reflejaba mi cuerpo.

No era largo el trayecto hasta la escalera. Cogido al pasamanos, fui subiendo los escalones uno a uno. Un gran pasillo con puertas cerradas y cuadros de señores muy serios acababa en un rosetón de colores por el que se colaba la luz. Justo debajo, una mesa con cuadrados de madera en dos tonos diferentes y estatuillas. Parecían un ejército a punto de enfrentarse al enemigo que estaba al otro lado. Me quedé contemplando esas figuras que se miraban unas a otras. Cogí una de ellas con forma de torre.

—Es una mesa de ajedrez —dijo una voz a mis espaldas.

Al darme la vuelta descubrí a la niña del uniforme. Ahora llevaba un vestido blanco con guardas celestes.

—¿Quieres jugar? —continuó con una sonrisa que invitaba a ello.

Le pregunté si salíamos al patio. Yo podía ir hasta casa en busca de un balón.

Volvió a sonreír y me contestó que lo que me ofrecía era jugar al ajedrez.

—¿Esto es un juego? —pregunté señalando el tablero.

—Claro. Ven, coge esa silla y siéntate frente a mí.

Era fascinante. He de confesar que me costó bastante aprender las reglas para mover las piezas, pero la niña prometió que si lograba ganarle la partida me presentaría a la princesa fantasma. Así que, cada noche, antes de dormirme repasaba mentalmente todos los movimientos y estrategias posibles para hacerle cumplir su promesa.

Pero Fernanda, como supe que se llamaba mi contrincante, era muy astuta. Me daba la impresión de que sabía, antes que yo, la jugada que mis torpes dedos iban a emprender. Los suyos, delgados y con un anillo con una piedra azul en el anular izquierdo, hacían avanzar las piezas hacia mi territorio y cada tanto su voz susurraba la palabra maldita: Jaque. Después aprendí otra peor: Jaque Mate.

Una tarde en que estábamos merendando antes de la partida, me contó que solo había visto a la princesa fantasma una vez y que, a pesar de sus preguntas no logró que le hablara. Tal vez sea muda, le dije mientras saboreaba una magdalena. O muy tímida, me contestó.

No quise saber más, quería descubrir por mí mismo los misterios de aquel espíritu.

Llovía la tarde de otoño en que pude comerme su rey y pronunciar esos dos vocablos que dejaron de ser malditos: Jaque Mate.

—Mañana —dijo Fernanda— a la hora de siempre. Ella estará sentada en mi sitio y jugará contigo. Has de ser sagaz, porque es muy buena.

Puntual y con mi mejor ropa, volé más que caminé, por aquel pasillo hasta llegar a la mesa situada bajo el rosetón. Allí estaba mi princesa. Sentada, con la espalda erguida, un vestido blanco la cubría hasta los pies y un velo del mismo color le tapaba el rostro.

Con un gesto me indicó que me sentara frente a ella y entonces lo vi. El anillo con la piedra azul en el anular izquierdo.

 

© Liliana Delucchi

Aquellas puertas de mi niñez

Marieta Alonso

Hay que ir cruzando cancelas y si son de colores mucho mejor, decía mi padre mientras me enseñaba cómo dejar caer las semillas para que pasado un tiempo las espigas llenaran nuestros campos.

Pintó de azul la puerta de entrada de nuestra casa para que recordásemos el lejano mar, y me enseñó a nadar en el río para que aprendiera a solventar naufragios. Aquella puerta azulada tenía un ventanuco al que me asomaba para mirar la calle y decir adiós a todo el que pasaba. La de mi habitación la pintó de verde, el color de la esperanza, para que mis sueños se cumplieran. El cuarto de ellos lo pintó de malva, a mi madre le gustaban las orquídeas; la del comedor a tres colores: rojo, verde y amarillo, como los colores de los pimientos que sembraba en la huerta. La que daba al patio, como un preludio del barro cuando llovía, de marrón oscuro.

Añoro aquellas puertas, los muebles, los libros, el canto de las chicharras, el tañido de las campanas llamando a misa de doce. Y también aquella iguana verde que entró un día en el baño y yo, encaramado en la mesa de la cocina gritaba a mi padre que se la llevara muy lejos antes de que me comiera. Y él, con paciencia, me explicó que no comían carne, solo plantas.

En mi juventud me marché muy lejos. Con las maletas en el portal, cerré la puerta de mi dormitorio. En su interior permanecían silenciosos mi scalextric, mi patinete, mis cromos… Entorné la del baño. Detrás de ella se quedó el albornoz de mi padre bailando. No fui capaz de cerrar la del comedor. El reloj anunciaba las seis de la mañana, pero faltaban cinco minutos. ¡Qué raro! Si era muy preciso. A lo mejor mi amigo cantor, el muy cuco, quiso despedirse a tiempo.

Pasaron los años. Me hice mayor. Nunca regresé a la casa de mi infancia. Este mediodía tomando el sol en el parque, en mi banco preferido, el pintado de verde, vi a un pequeño con su mochila de colores. Su madre le decía adiós desde el umbral y comencé a recordar aquel sueño que aún me despierta sobresaltado. Voy en busca de algo o de alguien, por un valle rodeado de palmeras y allí en medio de ellas hay una puerta azul que intento abrir. Pero no se deja.

 

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

La Plaza de España de Sevilla

15 abril, 2020 por Akelarre 4 comentarios

Cuentos sobre la Plaza de España de Sevilla

La Plaza de España

A pesar de la pandemia que asola el mundo y que ha roto muchos hogares y corazones, queremos permanecer fiel a nuestra cita mensual para haceros llegar un momento de distracción y entretenimiento, tan necesario en circunstancias como esta. Queremos también enviar nuestro apoyo a todos los afectados, a sus familias y amigos, así como nuestro agradecimiento a las personas que están trabajando de forma tan dura por nuestra salud y bienestar.

Para ello nos trasladamos a la Plaza de España de Sevilla, un lugar mágico en el que se han dado escenarios militares, de amor, de desdicha… Y este mes nuestras cuentistas han querido honrarla situando en ella cuatro relatos que realzan la magia de su belleza y el calor de su historia.

El conjunto arquitectónico está enclavado en el parque de María Luisa. Fue realizado por el arquitecto Aníbal González, siendo el más grande de los que se levantaron en la ciudad durante todo el siglo XX. Se construyó entre 1914 y 1929 como edificio principal y el de mayor envergadura de la Exposición Iberoamericana de 1929.

La plaza mira al Guadalquivir como camino hacia América y simboliza el abrazo de España a sus antiguas provincias de ultramar.

Los medallones con caras de españoles ilustres, las columnas marmóreas y los artesonados dan al conjunto un ambiente renacentista.

La Plaza de España ha sido utilizada como escenario en múltiples y variadas películas. En este sentido, la Academia de Cine Europeo la ha elegido como Tesoro de la Cultura Cinematográfica Europea, distinción que otorga a espacios y localizaciones de naturaleza simbólica de gran valor histórico para el cine. Entre las producciones más destacadas rodadas se encuentran: Lawrence de Arabia (1962); El viento y el león (1975); Star Wars Episodio II: El Ataque de los Clones (2002); El dictador (2012). Además, se han rodado otras cintas menos conocidas, como la película española Manuel y Clemente (1986) y la producción de Bollywood Akhil (2015).

Inesperado cortejo

Cristina Vázquez

La buenaventura

Malena Teigeiro

Igualito que papá

Liliana Delucchi

Plaza de mis amores

Marieta Alonso

Inesperado cortejo

Cristina Vázquez

Qué pesadas las madres con su empeño de que conocieran España, comentaban unas a otras en el autobús que llevaba a las adolescentes a conocer Sevilla. Pero la excitación por cambiar de rutina, abandonar unos días el uniforme, la familia…, las llenaba de una expectativa de sabor a chicle y ginebra prohibida, que las llevaba a esperar eso que solo se intuye a una edad muy temprana y que luego se diluye en la realidad.

El colegio había organizado una excursión para que se les quitara un poco el pelo de la dehesa que lucían, peroraba la señorita Castillo agarrada al micrófono, con el mismo entusiasmo de una concursante televisiva que acabara de ganar un premio. Les iba explicando la historia y bellezas que encontrarían en la ciudad, los almorávides y los almohades, La Giralda y El Giraldillo, La Plaza de España, el parque de María Luisa… Las chicas intentaban mirar el paisaje o ponerse con disimulo un pinganillo para no oírla.

—Esta cuando se anima da miedo —le bromeaba Ana a Casilda—. Si tiene novio lo debe dejar al pobre disfuncional.

—¡Ya quisiera! Si está más seca que la mojama.

La señorita Castillo era de edad incierta. Madura, bien proporcionada y si se arreglara con un poco de gracia y se quitara las gafas, afirmaba la sinuosa Reyes, considerada por sus compañeras la profesional de la estética y el estilo. Un coro de incredulidad y hasta de burla respondía a las ilusorias afirmaciones de esta.

—Ni pasando por el quirófano, hija.

Los comentarios frívolos, inoportunos, hirientes y burlones entretenían la charla de las adolescentes, pese a la reiterada petición de silencio de la señorita Castillo.

El primer día fueron a visitar la ya mencionada y descrita con minuciosa precisión Plaza de España. A la señorita le costaba mantener el orden y el silencio en ese enjambre excitado y excitable, no solo para que la atendieran sino por los moscones que aparecían cada poco a bromear a las jóvenes, a los que estas respondían a veces con descaro, otras con altanería y a la pobre señorita se le iba soltando el moño en su sofocado intento de mantener el orden. Le faltaba autoridad y voz, le faltaba energía. Su dulzura y saber se iban diluyendo entre las fuentes y los espléndidos azulejos.

Un hombre enjuto, moreno de verde luna, como diría el poeta, las seguía a una inquietante distancia. Silencioso, una elegante sombra que sin hacerse molesta no se apartaba del grupito, igual que si fuese un secreto vigilante. La señorita Castillo le observaba de reojo con un parpadeo acelerado.

Las chicas reían y le miraban haciendo algún comentario subido de tono o provocativo, pese a que la profesora les chistara y les pidiera un poco de seriedad, dijo en un arrebatado momento. El joven no se inmutaba. A lo sumo una sonrisa un poco lobuna le cruzaba la cara.

—Basta ya —las apremió en un tono bajo—. Parecéis unas cualquiera. Os tenía que haber dejado con el uniforme.

El hombre no se apartó del grupo. A una prudente distancia las seguía, desapareciendo unas veces para volver a verlo al rato cruzándose con ellas.

Esa noche las cuatro más amigas, Ana, Casilda, Reyes y Belén se reunieron en una de las habitaciones y se dedicaron a vaciar el minibar, no solo del lugar de reunión sino todas las tentadoras botellitas que cada una trajo de su cuarto. Casilda empezó a vomitar y a ponerse pálida y verdosa. Parecía que le estaba entrando fiebre y una tiritona la sacudía. Reyes y Belén decidieron llamar al cuarto de la señorita Castillo que no respondió.

Después de dar muchos golpes en la puerta sin obtener respuesta, ya a punto de bajar a conserjería, esta se abrió lentamente y apareció el moreno de verde luna como Dios lo trajo al mundo. Con esa sonrisa lobuna cruzada en la cara, les espetó.

—Largaos niñatas. Arreglar vuestros problemas. La señorita Castillo ni va a ir ni va a volver.

Y cerró la puerta con mucha suavidad. Belén dijo que le pareció ver un rastro rojizo en la mano del hombre, pero Reyes afirmó a la policía que oyó reírse, al fondo de la habitación, a la señorita Castillo.

© Cristina Vázquez

La buenaventura

Malena Teigeiro

Desde el escalón del puente de La Plaza de España en donde se sentaba, Saray contempla las barcas. Como si fuera la ofrenda de rosas a una santa, un cesto de paja lleno de tallos de romero permanecía apoyado a sus pies. El romero lo cortaba todos los días de una de las macetas del patio de su abuela. Esa mañana lo encontró florecido de minúsculas y humildes hojas violeta. Su perfume era fuerte, agradable. A Saray le gustaba tener el canasto bien lleno de tallos frescos, porque alejan los malos espíritus, decía.  Sin que ella supiera quien, alguien le había echado un mal de ojo. Estaba segura de que ese aojamiento era el culpable de su penar. Se limpió una lágrima con el dorso. Eran por culpa del reflejo del sol, decidió, y no por sus penas.

Aquella mañana no se encontraba bien, y como además hacía viento y frío, tampoco había muchos clientes a los que leerle la palma de la mano. Saray decidió volver a su casa. Empujada por el viento iba inquieta, aunque no sabía por qué. Al abrir la puerta de la habitación los vio. Parecían dos brillantes estatuas de bronce descansando juntas en su cama. Le produjo una arcada el olor a sexo. Sin despertarlos, cerró la puerta y salió de la casa.

Era cierto que la Pastora era la mujer más bella de la Cava de los Gitanos, y podría aseverar que de toda Triana. Pero no era buena. Tenía esa gracia malsana que idiotizaba a muchos hombres, y el suyo fue uno de los que cayeron en su tontuna. Y como Pastora tenía dominado a su Manuel, pues a ella le tocaba hacer como si no los hubiera visto acostados entre sus sábanas. Desde aquella mañana las cambiaba todos los días.

Levantó la cabeza y con su acuosa mirada contempló a la gente que paseaba. A ella le gustaba estar allí, sentada al sol. Aquellos rayos le calentaban el pecho, la espalda. Envuelta en su negro mantón Saray guardaba su penar mientras esperaba algún cliente al que echarle la buenaventura, porque no le agrada echársela a cualquiera. No. Solo lo hacía cuando la persona que se acercaba era joven, bella, esas a las que la vida les sonríe y no hay por qué contarles desgracias.

Enseguida le llamaron la atención. Eran dos muchachitas acompañadas por una señora de mediana edad. Por cómo iban vestidas, dedujo que eran gente rica. Se levantó de la escalinata, recogió el cesto y salió corriendo hacia ellas.

––Mire al cielo, señorita, y muéstreme su mano derecha que le voy a decir su futuro ––las chiquillas rieron. Y después de regatear el precio, doña Antonia, permitió que la gitana sujetara la mano a la más joven de las dos––. ¿Cómo se llama la señorita? ––inquirió Saray zalamera.

Y la chiquilla, con un leve seseo, contestó que Mercedes. La gitana con sus dedos morenos sujetaba la palma de la joven que la miraba con una sonrisa nerviosa. Se veía que la niña era de alta cuna, pensó al sentir la suavidad de la piel rosada. Paseó su dedo largo por encima de la raya.

––Un joven bien plantao, de negros ojos, se va a enamorar de esta niña de aquí a pocos días ––leyó con calma––. Veo una corona real sobre tu cabeza. Algún día, y pronto, tú serás mi reina. Y el rey, por la gracia de tus bondades, enamorado, se postrará a tus pies.

De pronto guardó silencio. Se inclinó y recogió la otra mano de la joven. Despacio colocó una al lado de la otra, de tal manera que las rayas de sus palmas se juntaban formando líneas continuas. Levantando la cabeza, fundió sus asustadas pupilas con las todavía inocentes de la joven. Luego, muy despacio, paseó su mirada por encima de la hermana y de la señora de compañía. Sin dejar de contemplarlas, se santiguó una, dos y tres veces, recitando oraciones que sus clientas no entendían. Saray le cerró con fuerza los dedos y soltó los puños. Sin siquiera pedir las monedas que le habían prometido, recogió el cesto de romero del suelo y se fue, rápida, santiguándose una y otra vez.

Sentada en su mecedora de mimbre, las lágrimas de Saray le mojaban las mejillas. Mal rayo partiera a los amores. Ella vivía penando por su hombre, al que su madre maldecía y tantas penas le auguraba, y aquella tierna criatura apenas iba a poder disfrutar del amor que pronto le iba a llegar de muy lejos. Escuchó el ruido de la puerta. Sus risas. Manuel entró agarrado a la cintura de Pastora besándola en la boca. Ellos no sabían que había vuelto. Saray siguió meciéndose sin dejar de contemplarlos. Manuel se detuvo y Pastora se colocó sus negros rizos por detrás de las orejas. ¿Cuánto hacía que su Manuel la engañaba? ¿Años? Se encogió de hombros. Daba igual. Su boca se curvó en una sonrisa. Jamás pensó que se alegraría al ver el cuerpo de bronce de Pastora, que ella tanto había envidiado. Ahora, la figura de aquella mujer, como si fuera la flor roja de un clavel cortada hacía días, se había marchitado.

© Malena Teigeiro

Igualito que papá

Liliana Delucchi

La misma luz y el mismo olor a azahares que llena la ciudad. Aquí estamos… Otra vez. Aunque ahora es diferente, ya no venimos en busca de experiencias que entonces no sabíamos definir, sino que hoy estamos aquí porque nuestro niño celebrará que le han dado su primera Estrella Michelin.

Todo empezó hace años, cuando decidimos hacer un viaje por Andalucía. Dos amigas jóvenes y con tantas ganas de vivir. Esta plaza nos llenó los pulmones de un aire hasta entonces desconocido. Te curó el asma, ¿te acuerdas? Y decidimos darnos un homenaje de pescaítos en ese bar con una terraza al sol que estaba justo detrás. Allí lo conocimos. Un morenazo con el pelo repeinado, un andar que se comía las baldosas de la acera y la sonrisa más blanca y amplia que habíamos visto jamás. Se acercó a nuestra mesa para preguntarnos qué queríamos beber.

Estábamos mirando la carta cuando nos preguntó de dónde éramos y cuando se lo dijimos nos espetó: “¿Es que en vuestro país a las feas no las dejan salir?” Y en ese momento nos enamoramos de él. Las dos.

Desde niñas lo habíamos compartido todo, así que un amante no suponía gran diferencia. En los días siguientes mientras nosotras hacíamos turismo él trabajaba y lo recogíamos cuando terminaba su turno. Entre manzanillas y risas descubrimos cada esquina; los soportales de la plaza escondían en sus sombras nocturnas a tres figuras que, abrazadas, se entregaban a disfrutar lo que la juventud y el amor les entregaba.

Ni siquiera la partida fue triste. A pesar de que teníamos que volver a casa y enfrentarnos a la realidad, estábamos llenas de aquello que nuestra estancia nos había dado. Fue entonces cuando Paco nos contó que casi tenía el dinero para comprar el bar en el que trabajaba como camarero. Nosotras le dimos el resto.

Cuando volvimos al año siguiente, aquella pequeña tasca se había convertido en un establecimiento al que acudía media Sevilla. Y nuestro querido amor era su orgulloso propietario. Retomamos la relación donde la habíamos dejado, a pesar de que nos confesó que estaba a punto de casarse con su novia de toda la vida. Por supuesto que acudimos a la boda. Como éramos primas lejanas de allende los mares nos sentamos a la mesa de la familia y bailamos de la forma que solo se baila en una boda andaluza. Cuando nos enteramos de que Carmen, su esposa, estaba encinta, enviamos todo lo que un bebé necesita, viajamos para el bautizo y, cómo no, fuimos las madrinas.

Hoy aquella criatura, que se hizo cargo de la taberna de su padre y la transformó en un restaurante de lujo, celebra que le han dado su primera Estrella Michelin. Y nosotras estamos esperándolo en la plaza para ir con él a la fiesta.

Alto, fuerte y guapo como su padre, se nos acerca con una rubia despampanante colgada de cada brazo. Nos las presenta como unas primas lejanas de Suecia.

Igualito que Papá.

© Liliana Delucchi

Plaza de mis amores

Marieta Alonso

Me llamo María Luisa y llevo cuarenta años ejerciendo mi profesión: kiosquera. Conozco a todos los vecinos del barrio. Y al turista que se atreve a preguntarme una dirección lo convierto en amigo, tanto que recibo tarjetas de todos los rincones del mundo. Mi oficio lo heredé de mi padre, así como la garita desde donde observo todo lo que pasa a mi alrededor. Temo la llegada de la jubilación. ¿Qué será de mí?

Hoy he tenido una genial idea para cuando llegue ese momento: Iré todos los días a la plaza y me sentaré en el banco al lado del kiosco, enfrente de Eutiquio. Todos los días viene con una telera de pan dentro de una bolsa y da de comer a sus queridas palomas. Y discute con Casilda para que se vaya a otro banco, que no moleste, que a quién se le ocurre llevar una escudilla con leche para los gatos. ¿Es que no ve que espantan a las palomas?

Saludaré a don Eusebio que cada día me compra el periódico y no se deja línea por leer. Y a Manuela, mi querida barrendera, a ver si por fin toma la decisión de abandonar al borracho de su marido.

¡Maldita mosca que no para de posarse en mi nariz! Lástima de no tener un matamoscas a mano. Se iba a enterar.

También estaré atenta a los imprevistos. Como la vez aquella, una tarde realmente calurosa de agosto, ––el termómetro de la parada de autobuses marcaba 50ºC a la sombra––, en que una pareja de sordos ––debían serlo por lo alto que hablaban–– se declaraban su amor. Cuando se pusieron de acuerdo en que cada uno quería más que el otro, a él se le ocurrió pedirle un beso y ella que no. Él que sí. Ella con la cabeza reiteraba su negativa y él afirmaba con la suya. Todos mirábamos atentos a ver qué iba a pasar y cuando ¡por fin!, se dieron un beso, que casi se desmayan por la falta de aire, y ella le dejó que tocara por aquí y por allá, la plaza entera aplaudió.

––María Luisa, ¿de qué se ríe? Si solo le he pedido una botella de agua.

Era el pequeño de la señora Rocío que lo único que ha hecho en su vida ha sido criar hijos y ahora nietos.

––Perdona, quillo. Estaba soñando despierta.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

Mesa de Navidad

15 marzo, 2020 por Akelarre 7 comentarios

Cuentos alrededor de una mesa de Navidad

La mesa de Navidad

En Egipto, durante el Imperio Antiguo, existían algunas mesas en forma de pedestal, cuya función era la de separar la comida del suelo, y en la antigüedad greco-romana también tenían una función litúrgica. Poco a poco van derivando hasta llegar a la de comedor que, como tal, aparece en las casas de campo inglesas. Pero no es hasta el siglo XVIII cuando se consagra el mismo como habitación independiente cuya función más agradable es la que ocupa en nuestras fiestas.

Si tuviéramos un agujero en la pared de una de estas estancias, descubriríamos debajo de la mesa un inoportuno pie tratando de acariciar la pierna indebida, una patada de advertencia para acallar palabras imprudentes, dedos acariciantes… Y sobre el tablero, y a veces al mismo tiempo, divisaríamos manos que después de reptar entre cubiertos y copas, se acarician; ojos que sonríen enamorados en un silencioso brindis o también la tristeza de una ausencia o de un lugar vacío para siempre.

Os deseamos que vuestra mesa del comedor sirva como vínculo de unión, que alrededor de ella solo encontréis momentos de alegría y que disfrutéis de los relatos que este mes os contamos en torno a ella.

¡Anda y que les den!

Cristina Vázquez

Secretos de una mesa de aniversario

Malena Teigeiro

La invitada inoportuna

Liliana Delucchi

Ventanas indiscretas

Marieta Alonso

¡Anda y que les den!

Cristina Vázquez

Tenía la mesa puesta desde las cinco de la tarde para celebrar esa noche su cumpleaños. ¿Cuántos? No tantos, se dice mientras se quita unas horquillas del pelo. Se mira en el espejo como si no quisiera verse. Asoma algo en el brillo de sus pupilas que a ella misma siempre le asustaba.

—Qué le voy a hacer si así me han hecho.

Y se da un tirón fuerte del pelo para desenredárselo. Se apoya con las manos sobre el mármol de la encimera, aprieta los labios y en voz baja, igual que si alguien la escuchara afirma.

—Solo he defendido mis derechos.

Mira el reloj. Los había citado a las ocho para tomar una copa de champagne antes de cenar. Un champagne francés excelente. No quiere fallar en nada. Esperaba que todo resultara cuidado y bueno, que ellos comprendieran que sabía valorar y darle buen uso a lo que le había tocado. Porque las cosas de la suerte son así. Y no dijeron más que mentiras contra ella. Al fin y al cabo, eran su familia, sus seres queridos, más bien los de él, pero le debía eso a Juan, que seguro hubiera aprobado todas y cada una de sus acciones.

También lo hizo por su hija. Ella ahora… ¡Uff! Cómo le apretaban los zapatos de charol que se acababa de comprar. Ahora, Marga, su querida hija no quería nada. Nada le importa, todo eran antiguallas graznaba, y además, se había largado a vivir a otra casa.

—Hasta que me pueda ir a Tombuctú o a Sebastopol —le soltó al irse de muy malas formas.

Por más que le había querido hacer ver claro que las cosas, los bienes, hay que preservarlos y cuidarlos, la niña, como era tan moderna venga a afearle que les quitara a sus tías lo que había sido de su madre, de su familia.

—¿Es que yo no soy familia, tú no eres nieta, tu padre no era hijo? ¿O qué?

Al recordarlo ahora, mientras se intenta apretar un tramo más el cinturón, le parece que su hija estuvo muy dura con ella. Claro estos jóvenes que lo han tenido todo tan fácil no saben lo que cuesta ganar dinero, tener respetabilidad, hacerse un hueco. Y eso que nunca le había contado cómo fueron sus primeros años con esa empingorotada familia. Cuando su Juan la presentó la miraron igual que si fuera un muñeco de feria robado por ahí, en cualquier puesto. Nunca se le olvidará la primera comida. Se suelta el cinturón, lo único que conseguía era marcar más las chichas de la cintura. Qué lástima envejecer.

Lo hicieron aposta. La suegra era una víbora, siempre con el gesto de asco como si todo le oliera mal y más fría que un bidet. Nada le alteraba excepto el tema político o un mal matrimonio o salida de pata de banco, como le gustaba repetir, de algún conocido de su misma estirpe o clase. Otra de sus frases preferidas era: Los jóvenes se creen que por casarse mal van a ser más felices. Y le dedicaba una miradita de hielo. Sí, de hielo, porque la vieja parecía que solo hubiera mirado el desierto ártico o antártico, nunca supo cuál estaba al norte o al sur. Ya da igual.

Busca unos pendientes, los de aro con turquesa o los de perla. Se prueba uno en cada oreja para ver cuál le favorece más. Recuerda cuando se los regaló Juan. Bueno sí era, pero tonto también. Se deleitaba tomando el té con su mamá y a ella que le dieran. Al salir, resumía con exactitud notarial las correcciones, que no levantara el dedo, que antes la leche que él té, o el té que la lecha, no se acuerda, que no mojara la tostada…

¡Anda y que les den!

Cómo se pusieron. De todo. La llamaron de todo, entrometida, ladrona… En fin, prefería no recordarlo porque había sido muy desagradable y no se cortaron un pelo en tirar al suelo la última pieza, la preciosa sopera de la famille verte que le tocó.

Por fin las perlas, los aros con turquesa eran un poco llamativos y esta noche, quiere que todo sea discreto, con chic, como le gusta decir a la cursi de Fuencisla, la cuñada mayor, la que se cree la sacerdotisa de los recuerdos familiares. Vaya cara se le puso cuando embaló las vajillas. Los ojos se le salían como dos serpientes enfurecidas.

Mira el reloj. Las siete y media. Se va a la cocina a meter el champagne en el congelador la última media hora. Juan lo hacía siempre. Tonto era, pero en estas cosas no le ganaba nadie. Y ella hoy, en la cena de reconciliación, eso había puesto en el tarjetón para invitarles, quería que no pudieran echarle en cara no saber apreciar lo bueno y poner una mesa ad hoc. Eso también lo decían Fuencisla y Juan. Las dos vajillas mejores y una mesa elegante que había copiado exactamente de una revista francesa. Vuelve a mirar el reloj. Ya son las ocho y se inquieta.

A las diez y medía casi se ha terminado ella sola la botella. No van a venir, ni siquiera su hija. Mira la mesa con ojo apreciativo. Mañana recogerá y volverá a guardarlas hasta el año próximo. A ver si vienen. Después de siete años ya podían haber olvidado.

¡Anda y que les den!

© Cristina Vázquez

Secretos de una mesa de aniversario

Malena Teigeiro

Cuando Mariola extendió con fuerza el mantel, la tela formó una gran pompa sobre la mesa. Todavía con las puntas de la tela en la mano, se quedó mirando cómo, poco a poco, discusiones, tiranteces, perfumes y sinsabores iban saliendo a través de los agujeros que formaban los ya muy lavados hilos.

Ella era la pequeña y seguía viviendo en la casa de sus padres. Cada novio o pretendiente que les había presentado, doña Marcita, su madre, torcía el gesto. Al principio decía que era demasiado joven y no sabía darse cuenta del mal aspecto de su pretendiente. Luego, que tuviera cuidado, que debía elegir bien y que los hombres tan guapos, siempre, siempre, y levantaba amenazadoramente el dedo, hacían infelices a sus esposas. Otro no le pareció oportuno porque, según ella, su familia no era de las de toda la vida. Y por último, una mañana que no hacía mucho sol, le gritó que si lo que quería era agarrarse a cualquier par de pantalones que pasearan por delante de su puerta, pues, adelante. ¿Pero es que no se daba cuenta de que iban por el dinero que algún día heredaría? Llevándose la mano a la frente, la contempló con lástima. ¡Ay, Señor!, exclamó. Y poniendo buen cuidado de caer correctamente, se derrumbó sobre el sofá.

Cuando ya el mantel se posó sobre la mesa de caoba, Mariola lo estiró con las manos. Sintió bajo la piel los latidos de todas las voces que aquel hilo había escuchado. Lo contempló durante unos segundos y tembló. Parecía un blanco sudario. Estremecida ante sus negros pensamientos, se dio la vuelta y se dirigió al armario. Tenía que sacar la vajilla, cristalería, jarrones, cuberterías... Siempre igual. Desde que ella tenía recuerdos, así celebraban el aniversario de boda sus padres.

Se calzó los guantes de algodón blanco y comenzó a sacar uno a uno los platos. A la derecha de la cabecera principal, colocó con cuidado el servicio de Andrés, su hermano mayor. Estaba últimamente demasiado grueso y procuró dejarle más espacio. A su lado, el correspondiente a la dulce Ana, su pobre mujer, siempre pálida y con el rostro ansioso por agradar a tan displicente marido. Enfrente, el de Alfredo, tan agradable y trabajador. Cada vez que la abraza le susurra que cuando decidiera irse de aquella casa, contara con él, que la ayudaría. A su lado, Pepa, su altiva mujer, con su lengua ácida, a la que todos temen y que ella adora. Tenía carácter y no se dejaba vencer por el hermano mayor de su marido. Al fin y al cabo, ya fuera por su manera de ser o por la dote aportada, el caso era que excepto su marido, que siempre andaba guiñándole un ojo, todos la temían. Y cosa curiosa, ella también la animaba a dejar aquella casa. Luego colocó el servicio para el tímido y dulce Pablito. A su lado, el de su amigo Juan, que había sido su compañero de la residencia de estudiantes, y que una vez terminados los estudios se fueron a vivir juntos en un piso alquilado. Para compartir gastos, decía su madre ante la discreta sonrisa de sus otros vástagos. Enfrente de ellos, su hermano Marcos y su esposa Adela. Ambos trajeados como si fueran carmelitanos y ella luciendo su sempiterna tez bien lavada. Eran adorables. Siempre alegres, cariñosos. Recogió más platos, y los colocó en el sitio en donde acostumbraba a sentarse el divertido Jaime. Cada año llevaba a la cena del aniversario a una joven culta, bella, elegante, a la que después nunca volvían a ver. Un día le confesó que jamás se casaría, que no quería que las termitas royeran sus huesos. Y que si llevaba a esas celebraciones a una impecable mujer, era para que sus padres lo dejaran tranquilo. Ella y él se parecían mucho. Los dos tragaban sus secretos. ¿Qué sucedería si se supiera que ella tenía una pareja? Su madre le llamaría amante. Mariola se encogió de hombros. Ahora colocó el servicio de Jacinto que, aunque no era su hermano, siempre había estado en las celebraciones. Don Eustaquio lo miraba con mucho cariño. Decía que era el hijo de un íntimo amigo suyo, fallecido hacía tiempo y al que, según contaba, le había prometido que se encargaría de su formación. Pero ella había escuchado llorar a su madre. Y sabía algunas cosas que los demás no conocían. Algún día Jacinto, reservado, torvo, guapo a rabiar, les daría un disgusto. Estaba segura. Y suspirando profundamente colocó un servicio para ella a la derecha de su madre, como hacía en cada almuerzo. Ya casi había terminado. Solo le quedaba colocar en la cabecera el de su padre. Desde allí, el hombre contemplaba orgulloso a su correcta, formal y educada familia.

Contempló el aspecto y se decidió a situar las velas, las jardineras llenas de flores rojas, esta vez bien altas, a lo mejor si no se veían las caras, no discutirían unos con otros.

Ya todos estaban dispuestos a sentarse a la mesa cuando escucharon unos timbrazos en la puerta. Eran fuertes, generosos, hasta parecían alegres. ¿Quién sería a aquella hora?, preguntó su padre. Mariola se levantó tranquila. Cuando volvió a entrar en el salón iba colgada del brazo de un hombre. Madre, dijo mientras el joven se inclinaba para besar la mano a la dama. Le presentaba a Dionisio, el último pantalón soltero que pasó por su puerta y con el que convivía desde hacía dos años. Doña Marcita, llevándose la mano al pecho se dejó caer en el sofá. Tal parecía que le fuera a dar un infarto. Que se templara un poco, escuchó la voz risueña de su cuñada Pepa. No era momento para defunciones. Pálida, desasosegada, Mariola esbozó una sonrisa de alivio. Pepa se volvió hacia toda la familia. Y como si estuviera contemplando un divertido espectáculo, continuó. Si desde hacía años sentaban a la mesa al hijo de la amante de su suegro, ¿por qué no iba a poder hacer lo mismo el amante de Mariola?

© Malena Teigeiro

La invitada inoportuna

Liliana Delucchi

—¿Cómo se te ha ocurrido?

—No podía hacer otra cosa —Eustaquio se pasa la mano por la cabeza con un gesto de no tener más explicaciones ante la pregunta de su esposa —me la encontré en la floristería cuando fui a pagar la cuenta mensual.

—¿Y…, hablando de gardenias terminaste invitándola a la cena?

Miranda da la espalda a su marido para ocultar ese gesto inadecuado que le surge cuando está enfadada.

—No sé cómo se enteró —responde apesadumbrado—. Alguno de los asistentes se habrá ido de la lengua.

—Bueno, ya está hecho. Veremos dónde la sentamos.

 La mujer se encamina hacia su escritorio sobre el que tiene un diagrama con los asientos asignados a la mesa. Lo mira con desencanto.

El bueno de Rupert partirá en un viaje alrededor del mundo y ella quería ofrecerle una fiesta de despedida. Solo los amigos más cercanos y alguno que otro no tan asiduo a sus reuniones, pero que daría color a la velada. Mas la marquesa… Eso no estaba en sus planes. Ni en los suyos ni, cree, en los de ninguno de los asistentes. ¿Cuántos años tendrá? Setenta y cinco ya no los cumple.

La conocieron hace tiempo, en la casa de subastas donde la reciente viuda intentaba liquidar algunos de los bienes que le había dejado su egregio consorte. Miranda compró un par de antigüedades, que ahora está pensando dónde esconder, y esa mole de carne y maquillaje se le acercó para comentarle las bondades de su reciente adquisición.

—Soy la marquesa del Ojo Sinsonrando —se presentó abanicando sus pestañas postizas— y esas esculturas que se lleva han pertenecido a la familia de mi fallecido esposo durante generaciones. Son una verdadera maravilla.

Miranda le extendió la mano y con una media sonrisa que regalaba a quienes quería mantener a distancia, intentó despedirse sin preguntarle por el origen de ese título tan raro. No hizo falta. La misma aristócrata se lo relató en medio de sonoras carcajadas.

—Un antepasado de mi marido era el valido de un rey cuyo nombre no recuerdo. Al final de una cacería, al ver que su empleado no regresaba de sus habitaciones, el monarca se dirigió a ellas y allí lo encontró. En ropa interior y de pie sobre una bacinilla. Al preguntarle qué estaba haciendo, aquel le respondió “la prueba del ojo sinsonrando”. Fue tal el ataque de risa del soberano que le concedió el marquesado que lleva su nombre. ¿A que es divertido? —Y en medio del tintineo de sus pulseras de oro se alejó en busca de otra víctima de sus ocurrencias.

A la señora volvieron a verla en algunas reuniones de beneficencia donde la mayoría de los asistentes huía de ella. Una catarata de palabras de su voz chillona arrinconaba a quien encontrara por su camino haciendo que la gente la evitara. Pero ella no se daba por vencida, consideraba su presencia como una pátina de alegría ante personajes tan aburridos, esos entre los cuales necesitaba encontrar un nuevo marido ya que, según el chismorreo general, su fortuna era cada día más exigua.

—Deja ya de darle vueltas —le dice Eustaquio al ver a su mujer dando los últimos retoques a la mesa —y siéntala junto a Rafael, como el pobre está bastante sordo, puede que hasta se lo pase bien.

Los asistentes están ya reunidos en el salón cuando, con el retraso de rigor, hace su entrada la marquesa. Cubierta de joyas, todas las que le quedan según las malas lenguas, no tuvo reparo en mezclar esmeraldas con rubíes y brillantes. La seda de su vestido, un poco pasado de moda, desfila entre los sillones hasta acercarse a Rupert.

—Me han dicho que es usted el homenajeado. Enhorabuena por el pretencioso viaje que está a punto de emprender.

—No creo que pretencioso sea el adjetivo que me gustaría darle —contesta el discreto Rupert —. Solo es algo que quería hacer desde hace tiempo y que finalmente llevaré a cabo.

Mientras enreda su índice derecho en uno de los rizos de la peluca, ella le aconseja que no haga la travesía solo, es siempre mejor tener con quien compartir las nuevas experiencias.

El hombre mira a su alrededor en busca de ayuda y es el dueño de casa quien se acerca a rescatarlo con el objeto de entablar conversación con esa señora de quien todos huyen. No sabe qué decirle y no se le ocurre nada mejor que preguntarle si ha pensado en volver a contraer matrimonio.

—Desde luego —responde la marquesa— pero no con cualquiera.

—Es lógico, la cultura debe ser parte integrante —masculla el anfitrión.

—Por supuesto…, y el dinero no debe faltar —añade la marquesa con un guiño.

—¿A quién? —interroga Rupert.

© Liliana Delucchi

Ventanas indiscretas

Marieta Alonso

La prima Inés tenía un temperamento inquieto, una figura tipo columna y el pelo negro, rizado y provocador que ataba con una cinta roja. Le gustaba su casa impecable, y todo el trabajo lo hacía por las mañanas para tener las tardes libres.

A las cuatro en punto llegaba su vecina y amiga de la niñez, la señora Bárbara. Las dos se sentaban en arcaicas mecedoras ante un velador, y con la labor en las manos, se dedicaban a mirar por el gran ventanal y a conversar, mientras bordaban manteles, obra cumbre de sus manualidades. Unos eran a punto de cruz, otros a festón, otros deshilachados, ellas los llamaban de lagartera, otros pintados con motivos navideños. Por la destreza de tantos años no necesitaban quedarse hipnotizadas con el ir y venir de la aguja y según la sazón de la historia de quien pasara por la calle, aceleraban o interrumpían el ritmo del trabajo.

Ya atesoraban en los arcones más de doscientos juegos completos de mantelerías con sus doce servilletas, que pensaban dejar en herencia a sus hijas. A las nueras se lo estaban pensando.

La señora Bárbara, de pronto, hizo un gesto como pidiendo tiempo.

Por la acera de enfrente el viento agitaba unos cabellos que no eran rubios ni cobrizos, tenían el color de las zanahorias. Enmarcaban una cara joven con grandes ojos de deseo, con labios imprudentes invitando al beso, que andaba muy rápido, con movimientos sinuosos, como si la calzada no estuviera desierta a esas horas.

—Habla, Bárbara, no te dejes nada dentro.

Y despacio, con la vista baja, confesó que su hijo Javier había caído preso de otros brazos tras veinte años de matrimonio, cuando ya debería tener el cuerpo un poco más apaciguado.

—De momento, mi nuera está en la inopia o se hace la tonta.

Si se atrevía a decírselo era por estar segura de su discreción.

—Ya lo sabía —contestó la prima Inés— y he hecho indagaciones. Por una amiga se hace de todo. Vayamos a la habitación de al lado que tenemos otra ventana.

—¿Para qué?

—Confía en mí.

Y vieron a la mujer bajo el dintel de una casa abandonada haciendo cosas con un hombre que no se hacen con un amigo.

—Ahora mismo voy y le digo…

La mandó callar. Marcó un número en la rueda del teléfono y con espantada voz, dijo:

—Javier, a tu madre le ha dado un síncope y la tengo en el suelo. Ven de inmediato. Y colgó.

Se miraron en silencio. La prima Inés impertérrita. Bárbara asustada.

—Ya sabes lo que debemos hacer, si es que Javier viendo lo visto se acuerda a qué ha venido. Y otra cosa este mantel tan bonito que estás terminando, regálaselo a tu nuera, que aguantar a tu hijo tiene mérito.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

El Entierro de la Sardina

15 febrero, 2020 por Akelarre 6 comentarios

El Entierro de la Sardina - Goya

El Entierro de la Sardina - Francisco de Goya

En carnaval parece que todo es posible. El disfraz nos lleva a poder adquirir otras personalidades y tener una cierta impunidad en nuestros actos. La máscara nos protege y esta libertad es la que lleva a imaginar a nuestras cuentistas situaciones que rompen la rutina.

El carnaval es una celebración pagana que tiene lugar inmediatamente antes de la cuaresma cristiana. Tradicionalmente comienza un jueves, conocido como Jueves Lardero, y se acaba el martes siguiente, llamado Martes de Carnaval. En España el carnaval finaliza el Miércoles de Ceniza, con la celebración de El Entierro de la Sardina. Su origen está en las fiestas paganas romanas como las Saturnales, las Lupercales y las que se hacían en honor al dios del vino Baco. Según algunos historiadores su origen se remonta a Sumeria y al Antiguo Egipto hace más de cinco mil años. Su característica común es que se considera un periodo de permisividad y cierto descontrol.

Este cuadro es un óleo sobre tabla de 82,5 por 62 centímetros que se expone en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid. En su origen tuvo un carácter subversivo con la religión católica, pues en el estandarte ponía la palabra Mortus, haciendo eco de lo que aparecía en los estandartes de Viernes Santo. Estas alusiones desaparecieron, en parte, al sustituirla por una máscara grotesca y muestra la alegría de la gente bailando y bebiendo a orillas del río Manzanares.

También expresaría una crítica y rechazo a la política absolutista de Fernando VI que prohibió el carnaval, pues coincide con la época de su ejecución entre 1815—1819.

Magdalena ¡amor mío!

Cristina Vázquez

Cotilleos en Carnaval

Malena Teigeiro

Baile de máscaras

Liliana Delucchi

Un imborrable disfraz

Marieta Alonso

Magdalena ¡amor mío!

Cristina Vázquez

Miraba y remiraba el escueto billete que le había entregado su doncella Josefa el día anterior con expresión pícara. El papelillo olía a su propio perfume de bergamota de tanto guardarlo y volver a sacárselo del pecho. No es que fuera un texto original: Era escueto y de inabarcable significado. “Amor mío, amor mío.” Más bien resultaba vulgar, pensó Magdalena, poco imaginativo, pero era el único estimulo o aliciente que le había surgido en los últimos años. Un billete de amor. ¿De quién será? La doncella levantaba los hombros enigmática cuando se lo preguntó. Se lo había dado un señor bien elegante y le pidió que fuera al día siguiente a un lugar que le había indicado. Mientras lo decía se balanceaba de un pie a otro sin mirarle a la cara. Como era carnaval nadie la reconocería, terminó Josefa convincente.

Vestida de luto, la blancura de la cara, cuello y manos de Magdalena resaltaba con ferocidad de luna llena. Se daba pellizcos con disimulo para hacer brotar alguna lágrima o algún apenado hipido y poder componer, de una vez, la imagen de la viuda doliente pero digna.

Mientras recibía los pésames y desconsolados saludos, piensa en el billetito: “Amor mío, amor mío” ¿Quién se lo podía haber mandado? De tanto en tanto lanzaba acuosas miradas al solemne catafalco de su importante, orondo y rijoso marido que Dios tuvo a bien llevárselo a los tres años de su matrimonio.

Esta había sido la repetida historia de salvar a una familia de la ruina y a una hermana de la deshonra, entregando a la otra como codiciada mercancía a un próspero y viejo esposo. Ruina debida a la estupidez paterna y al despilfarro materno. Y el deshonor, por la huida de su hermana con un capitán de dragones polaco de paso por Madrid. La muy tonta ahora escribía, desde guarniciones de difícil pronunciamiento, que la dejaran volver. Al menos, ella supo lo que era tener un hombre entre sus brazos y sus piernas. En cambio, su suerte había sido cargar con la panza de rana, las piernas cortas y la halitosis de don Onésimo Olastegui de las Frondas, primer marqués de las mismas Frondas.

Por fin. Por fin, él reposaba tranquilo. Pues se ponía muy inquieto e irritable cuando llevaba a su hermosa mujer del brazo. Los comentarios malintencionados y los cuchicheos envidiosos que levantaban a su paso, don Onésimo lo soportaba mal, muy mal. Envidiosos, decía por lo bajo. Malsanos envidiosos. Pero por la ciudad corría el chisme de que el orondo caballero no conseguía rematar faena con su hermosa mujer.

—Montar a la potra —confesaba irritado a su médico.

Un hombre de tan declarada sensibilidad al referirse a su esposa, reclamaba al galeno pócimas de ala de mosca española o cuerno de unicornio. En sus fallidos intentos optó por tapar los ojos a la hermosa Magdalena para no tener que aguantar la mirada burlona de ella, hasta que la mujer decidió no seguir soportando la torpeza marital. Le exigió que la dejara en paz o sería el escándalo de la ciudad, pues lo propagaría a los cuatro vientos.

Llegó el matrimonio a un conveniente acuerdo: él no lo intentaría más, solo le pedía acariciarla y su silencio. A cambio, le prometió que tendría las sedas más finas de oriente, los collares de chatones y las perlas de la Conchinchina prendidas de su talle. Cada uno cumplió su parte del trato con honestidad y hasta sentido del humor. Encontraron una complicidad equilibrada en sus mutuas demandas. Recordar esto le ayudaba a soltar alguna lágrima. Aunque pensaba vivir la viudedad con el esplendor y la pasión que le había sido negada.

Magdalena. Amor mío.

La batahola de risas y música del carnaval se colaba por las ventanas entreabiertas para aliviar el olor dulzón a podredumbre y flores. El ruido se sobreponía a veces al bisbiseo de los rezos y la brisa que entraba hacía temblequear la llamita de las velas. A Magdalena se le iban los pies y cada poco notaba la apremiante mirada de su doncella Josefa.

En un momento dado adujo un gran cansancio. Se iba a retirar para reponerse un poco. Cerró la puerta de su cuarto, se vistió con un disfraz de Colombina y salió con la máscara puesta acompañada de la doncella. Tenían cuarenta minutos para llegar al punto indicado por el misterioso caballero del billete y volver. Llegaron a paso vivo al lugar donde un grupo manteaba a un pelele con forma de mujer. Súbitamente tuvo la certeza de que la cara del pelele era una burda imitación de la suya. Se quedó paralizada. Cantaban una soez canción. Reían haciendo gestos obscenos y oyó estupefacta el ofensivo estribillo: “Magdalena, amor mío, nueva y sin catar estás para pecar.”

Las risotadas alcohólicas y los empujones de la gente le dificultaron la vuelta a su casa. Se arrancó el disfraz con vergüenza y repugnancia. Vio una satisfecha expresión de sorna en la cara de su doncella y entonces sí lloró con vehemencia a los pies del difunto.

© Cristina Vázquez

Cotilleos en Carnaval

Malena Teigeiro

Lo cierto era que su familia estaba en la más absoluta ruina. Que si en la ciudad se conocía el estado de sus finanzas, dejarían de tener la importancia que les correspondía. Y esto, entre otras muchas cosas, conllevaba que no volverían a ser los invitados de honor de ninguna fiesta. Algo que para algunos no tendría demasiada importancia, para la familia de Ernesto era primordial. ¿Con quién si no se podrían casar convenientemente a las que nacían mujeres?

Y sin encontrar solución a aquellos negros pensamientos, Ernesto permanecía tumbado entre los doseles de su cama el día que se celebraba el baile de carnaval. Echó un vistazo al reloj de oro, al que cada vez le quedaba menos tiempo para pasar a manos del usurero, y se levantó. Comenzó a ponerse el traje de caballero de la corte de Luis XIV. Por lo menos aquel baile le daba la oportunidad de afanar algunos billetes en los bolsos y carteras de las descuidadas damas, pensó. De pronto se le ocurrió una idea y cambió su disfraz de caballero por el de dama del mismo Rey. Divertida por la ocurrencia, su hermana Micaela lo maquilló y le colocó una alta y blanca peluca. Luego de pintarle un negro y redondo lunar cerca de la boca, los hermanos se fueron al baile.

Al entrar en el ya atiborrado salón, Ernesto buscó a Dorita, su fea, millonaria y adorada Dorita, a quien cortejaba como solución a sus problemas. Ella estaba sentada al lado de Jaime al que contemplaba con ojos de embobada cordera. A Ernesto le molestó la presencia de aquel apuesto joven, y todavía más le enrabietaba la estúpida y almibarada expresión de la que ya consideraba como su Dorita. Al girar la cabeza divisó a doña Dora, que, no lejos de su niña, permanecía sentada al lado de su entrañable amiga doña Angustias, mujer soltera y conocedora de cualquier hecho de la ciudad. Ernesto, después de pensar un momento, le pidió a Micaela que se acercara a la madre de su futura economía y la entretuviera, a lo que ella se prestó rauda

Y mientras Micaela charlaba con la madre de su futuro, él, como si fuera la más entrañable de sus amigas, se sentó al lado de doña Angustias. Acercándose mucho a ella, componiendo su voz en un compungido disgusto de dama de la alta sociedad, murmuró que Dora debía de tener cuidado ese tal Jaime a quien Dorita contemplaba en ese instante tan embobada. Levantó las decoradas cejas y frunció los maquillados labios. Percibiendo la expectación de la mujer, continuó. El pollo andaba por ahí vanagloriándose de que en cuanto tuviera a sus pies a la inocente niña, la dejaría plantada. ¡Ya ves las artes del caballerete! Ernesto contempló a doña Angustias con una cínica sonrisa y ella, que no acababa de saber a quién pertenecía la voz de la mujer que le contaba tan interesantes cuitas, asintió atribulada. Y para más INRI, la ahora sibilante y atiplada voz de Ernesto se acercó a la oreja de la dama, Jaime también decía que, a su juicio, además de fea era bastante tonta. Se detuvo un instante y levantó el dedo. Pero eso no era todo, también afirma que, en el caso de llegar a contraer matrimonio con Dorita, sería porque le habían dado una dote que le compensara el sacrificio.

Doña Angustias, con la vista fija en la inmensa araña de cristal que cubría gran parte del techo de la sala de baile, se abanicaba con nerviosismo. A ella tampoco le gustaba el joven, musitó dándose golpes en el pecho con el abanico a riesgo de romperlo. Entrecerró los ojos y después de un profundo y quejoso suspiro, la mujer prosiguió. Estos de arribada que últimamente pululan alrededor de las jóvenes de la ciudad, a su juicio, no eran de fiar. Y que no creyera, que ella ya había avisado a su querida Dora de los pormenores y andanzas de aquel atildado Jaime. Y encogió su opulento pecho en un profundo y largo lamento.

Al mismo tiempo que Ernesto le hablaba a la dama de todos aquellos males, sus dedos de jugador de cartas trajinaban las carteras de las señoras. Sorprendido vio que la de doña Dora, como la de cualquier nueva rica, estaba llena de billetes. Bendito dinero que le iba a dar la posibilidad de invitar a Dorita.

A partir de entonces, Ernesto se dedicó, con una sonrisa a veces, otras con despreciativas miradas, a encelar a la tímida niña. Al mismo tiempo, con el dinero que poco a poco iba afanando del bolso de la madre de su amada, Ernesto, con una esplendidez que rallaba el despilfarro, invitaba tanto a la madre como a la hija.

Rápidamente, toda la ciudad percibió que la relación de Dorita y Ernesto iba progresando ante la complacencia de doña Dora. Pero su esposo, el pujante constructor don Eustaquio, nunca se fio demasiado del joven. Al parecer, el hombre intentaba convencer a su hija para que finalizara tal relación. Búscate a otro que se sepa ganar la vida, decían que le gritaba con acritud.

Y cuentan que en una de aquellas discusiones entre padre e hija, la pequeña Dorita, tuvo un momento de lucidez. Llevando a su padre de la mano, lo colocó delante de un espejo.

––Mírame, padre. Pero hazlo de la misma manera que lo haría cualquier hombre que se cruzara conmigo por la calle ––colocó las manos en sus ruborosas mejillas––. ¡Si no fuera por mi dinero, que otro de su posición iba a cargar conmigo!

No había terminado el invierno cuando en una hermosa ceremonia en la iglesia principal de la antigua y noble ciudad, Dorita y Ernesto se disponían a jurarse amor eterno cuando, él, hombre serio y cabal con sus obligaciones, se detuvo. La miró como se mira un carísimo objeto y se juró a sí mismo que la llenaría de hijos, que le reiría sus tontas gracias, y que jamás se olvidaría de hacerle un buen regalo en su cumpleaños y Navidad. ¡Vamos! Que la haría feliz. Y después de su íntimo juramento, entornando los párpados, pronunció un trémulo Si quiero. Luego, y con aparente emoción, el elegante joven paseó lascivo su mirada por el cuerpo de la que ya era su esposa. Como alcancía de monedas y vientre para alojar al descendiente de su estirpe, no estaba tan mal, decidió. Su vida íntima, ya vería él cómo la arreglaba. Y recordando la alegre noche que había pasado con Martita Hontanares, inclinó la cabeza, y besó a Dorita con aparente emoción.

© Malena Teigeiro

Baile de máscaras

Liliana Delucchi

Con un nuevo color de pelo y el lifting que le muestra una piel tersa y joven, Gloria se mira al espejo que está en la salita de entrada. Se ve feliz. Ya no se me marcan las arrugas alrededor de la boca, puedo sonreír cuando quiera. Se acabó la tristeza. Deja el bolso sobre la mesa donde encuentra una considerable cantidad de correo. He estado en la clínica más de lo que había pensado, pero valió la pena.

Mientras espera que el café se enfríe un poco, empieza a abrir los sobres: cartas del banco, ofertas de viajes, reparaciones varias y…, una invitación.

Claro, si ya estamos a finales de enero, la fiesta de carnaval de Mayte. A ver cuál es la temática de este año. Personajes históricos. Muy bien, ya pensaré en mi disfraz.

Este año Gloria irá sin pareja, por primera vez en veinte años entrará sola en el salón y ya sabe que las miradas convergerán en ella, como antes les ocurrió a otras, cuando todavía estaba del otro lado. Se acerca a la ventana. Mientras mira las ramas de los árboles mojadas y sin hojas se pregunta cuántos de esos dúos a cuyo grupo pertenecía estaban en su misma situación. Cuántos llevaban tiempo hablando solo en reuniones sociales y evitando la soledad que se instala en cuanto se apaga el televisor. No lo sé, ni me importa. Suelta un taco y vuelve al espejo. A ver si recupero la felicidad con que entré a casa y esa maldita invitación me quitó.

Se pregunta si la llevará a ella. Claro que sí, semejante trofeo a su edad es para mostrarlo. Por qué no le habría hecho caso a su intuición, a la que a la primera mirada descubre que está ante una lagarta robamaridos. ¿De qué me hubiera servido? Se habría ido con ella de todos modos.

Gloria se sienta en el sofá y hunde sus pies descalzos en la alfombra. La compraron en uno de los viajes a Egipto y decidieron que quedaría estupenda ante la chimenea.

Sonríe ante el desfile de disfraces que pasan por su memoria, algunos más afortunados que otros, pero todos divertidos. Se reían probándose pelucas y ropas imposibles, ensayando maquillajes que nunca llegaron a lucir, haciendo reverencias que les cortaba la respiración. No sabe cuándo dejaron de reír. Da igual. Ahora tengo que pensar en mi atuendo. Primero definir el personaje. Enciende el televisor y busca películas históricas. Cabecita, cabecita, ilumina alguna idea.

¿De qué irá disfrazada ella? Deja de pensar en eso, pedazo de tonta, habías dicho que con cara nueva empezaba nueva vida.

Se le está durmiendo el pulgar derecho de tanto mover la tecla de avanzar del mando a distancia y cuando está a punto de pulsar el botón rojo e irse a la cama, aparece un título que llama su atención: Elizabeth.

Sí, señor. Isabel I de Inglaterra, el personaje ideal para llegar sin acompañante. Una mujer fuerte que supo vivir sin un hombre al lado. Además, el estilo de esa ropa me encanta.

Al día siguiente le pide a su hermana que la acompañe a Cornejo. Allí visten a actores y figurantes, seguro que tiene lo que busco.

—Se lo enviamos a su domicilio en dos días, señora, con los arreglos y cambios que ha pedido —le informa el empleado de la empresa, solícito, ante la suma que Gloria ha depositado sobre el mostrador sin pedir rebaja.

—No sabía qué personaje ibas a elegir —le dice él cuando en la fiesta se acerca con dos copas en la mano— aunque siempre sentiste admiración por la reina inglesa.

Sí —contesta Gloria mientras contempla a su ex vestido de Marco Antonio —me identifico con esa gobernante que mandó cortarle la cabeza a la que pretendía usurparle el trono.

© Liliana Delucchi

Un imborrable disfraz

Marieta Alonso

Cuando llegó la casa estaba silenciosa, y ahora reina un total alboroto.

—Mamá, hoy es carnaval. ¿Lo recuerdas?

He de reconocer que mi hija ha sacado los genes de la abuela. Sin siquiera darme un beso tiró el bolso en una butaca y corrió hacia el desván. Un agudo chirrido me confirma que está abriendo el viejo arcón familiar. Al poco rato sus pasos resuenan bajando de dos en dos los maltrechos escalones. Un día tendremos un disgusto.

—Todo resuelto —gritaste con los brazos abarrotados de ropa.

Cierro los ojos y me veo de niña vestida de dado, de china poblana, de pingüino, de oso polar… ¡Cosas de la abuela!, que con su habilidad para coser nada se le resistía. Era una mujer de pueblo, que cansaba solo con verla trabajar. Tenía un gran tacto para la convivencia, para la organización, para las fiestas… Los bailes de disfraces eran su especialidad. A veces bastaba solo con escuchar su voz para aligerar un ambiente tenso.

Sus antepasados fueron gente sencilla, del campo, que habían emigrado a la ciudad, y ella misma se preguntaba de quién había aprendido a sacar la belleza escondida en una solitaria amapola a punto de marchitarse.

Vuelvo a la realidad. Mi hija despliega sobre mi regazo la ropa elegida y explica emocionada:

—El vestido negro de boda de la abuela con el velo sobre la cara, y el traje del abuelo, con un crisantemo blanco en el ojal, nos lo pondremos para el entierro de la sardina y para el espectacular baile de Carnaval iremos caracterizados de Vilma y Pedro Picapiedra.

Se me agolparon los recuerdos, esa feroz tortura que a veces nos ataca por tener buena memoria.

El disfraz de Pedro era una corta túnica naranja terminada en picos que tapaba escasamente el trasero, con pequeños trozos de tela negra simulando la piel de algún animal prehistórico y como complemento una corbata azul.

Por aquel entonces salía con mi único novio, un chico del pueblo de al lado, muy tímido, al que no pude convencer para que se presentara en la plaza vestido de aquella guisa. Felipe se marchó sin despedirse.

El disfraz de Vilma, una vieja camiseta blanca de un solo tirante también terminada en picos y un collar de grandes perlas, que era reliquia de familia. Una peluca de un rojo chillón y los labios del mismo color hicieron que mi padre levantara la vista del periódico y observara: Muy guapa, sí señor, pero sin novio.

La abuela, a la que no se le ponía nada por delante, llamó a varias de sus amigas y consiguió que el hijo de una de ellas, sin siquiera conocerme, accediera a ir al baile así disfrazado. Ya no haría el ridículo yendo sola. Bailamos hasta el amanecer bajo la atenta mirada de Felipe que, con los brazos cruzados sobre el pecho, se mantuvo toda la noche recostado en una de las farolas de la plaza sin apartar los ojos de mi cara.

Vuelvo al presente. Parece que mi hija me ha estado contando algo. No me he enterado. Aprovecho para preguntarle si su pareja había visto el traje y si daba su consentimiento.

—Por supuesto, mamá —soltó una carcajada— no todo el mundo es tan tonto como mi padre.

© Marieta Alonso

Publicado en: Pintura

Cartas

15 enero, 2020 por Akelarre 8 comentarios

Correspondencia por carta

Las cartas

En los tiempos que vivimos en los que nos comunicamos por mensajes de texto, WhatsApps o nos deseamos Feliz Año con emoticonos y videos que circulan por Internet, hemos querido rescatar aquella maravillosa costumbre de la correspondencia.

Un paquete de cartas antiguas, atadas con un cordel, es la inspiración para los cuatro cuentos que traemos este mes. Misivas que dan origen a historias que nos llegan de un pasado a veces alegre, otras circunspecto y en ocasiones hasta mágico, que desvelan secretos que solo pudieron guardarse en el papel escrito, en el fondo de un cajón, olvidado en una estafeta de correos o en cualquier escondrijo en que lo dejaron sus autores. Y la curiosidad de quien las descubre y pretende investigar, como si de un detective se tratara, lo que escondían aquellos trazos sobre un papel, en muchas ocasiones amorosamente perfumado, escritos en firme o temblorosa tinta negra, a veces azul, en muchas ocasiones corrida por las lágrimas del que escribía.

Esperamos que disfrutéis de lo que ha dado nuestra imaginación y que esta nueva década que iniciamos se llene de fantasías y sueños cumplidos.

Acuse de recibo

Cristina Vázquez

La herencia

Malena Teigeiro

La obra escondida

Liliana Delucchi

Cartas de ayer

Marieta Alonso

Acuse de recibo

Cristina Vázquez

Recibí un acuse de recibo de Correos. Torcí el gesto pues odio hacer esas gestiones que yo llamo pierdetiempo. Al llegar a la oficina indicada te enteras de que hay que coger un número ya ha pasado un buen rato. Luego acertar con lo que te ofrece la máquina: reclamaciones, extranjero, devoluciones, giros, envíos…Yo quería que pusiera desesperación, aburrimiento, ira y cuando por fin te decides, observas a dos que te empujaban al entrar ya saliendo.

Cuando mi número parpadea me enfrento a ser recibido por un adusto funcionario, pero me encuentro a una joven nerviosa y sonriente.

—Es mi primer día —me confiesa con carita de ardilla espabilada.

Me conmueve. Soy un hombre maduro, digo maduro porque me parece literario, porque soy más bien viejo. Un sesentón solitario y gruñón, pero esta joven casi niña, me despierta una nostalgia de una posible paternidad que nunca fue.

Le entrego mi acuse de recibo con la sonrisa lo menos lobuna que alcanzo a componer. Sé que mis grandes y oscurecidos dientes a veces asustan. La joven ardilla parpadea con un temblor de mañana sin estrenar, tan tierna. Desaparece y vuelve con un paquete voluminoso que le   obligada a estirar el cuello para poder ver. Pobres vertebras, esos frágiles huesecillos.

—Pesa mucho —resopla a modo de disculpa.

El paquete, envuelto en un plástico que deja entrever un viejo envoltorio de papel de estraza, está ennegrecido. Paso un dedo por la superficie y dejo un rastro polvoriento. Diminuto baboseo de gusano. Oigo decir a la joven ardilla que estos eran paquetes perdidos en diferentes centros y que el servicio de Correos, en un esfuerzo de modernización, los ha recuperado para sus destinatarios o descendientes.

—Respira guapa, respira —le digo con mi sonrisa abierta, descuidada, y ella se pasma en una expresión asustada.

Me despacha con prontitud y un cierto nerviosismo en sus inseguras y rosadas manos que no puedo dejar de mirar, igual que delicadas rosas, tiernas, apetitosas… ¿saladas o dulces?

—Gracias señorita

¡Otra vez!, me digo para mis adentros y compongo un gesto neutro que me permita deslizarme entre la gente con disimulo. Sé que parezco un ladrón con un juguete robado bajo el brazo. Me acompaña la duda del sabor de sus infantiles manos.

En el piso interior, un poco oscuro, en el que vivo desde que mi madre tuvo a bien morirse me preparo una tajada de carne roja y un vaso de vino agrio bien repleto. Me gusta el vino agrío. Y abro el paquete.

Son cartas amarillentas atadas con una soga. Parece más una soga que una cuerda y una cuartilla estropeada escrita con mala letra. “Para aquel descendiente al que llegue, que sepa que no tiene culpa ni salvación. Lo escribo yo, Jacinto Gracián El Estrangulador del Ferrocarril, a instancias de mi compañero de celda Francisco El Piernas.”

Me río por lo bajo. Esto iba a ser mejor que cualquier película de terror de esas en blanco y negro o de las de ahora, que, aunque son más difíciles de entender, con los colores se ve todo más real.

Empiezo a leer las cartas que había escrito el pariente ese antes de que le colgaran, que ni sé quién es ni me importa, y que, arrepentido o no, quería contar sus crímenes. No tienen ningún interés y encima le pillaron. Valiente mamarracho.

No se me va de la cabeza las manitas rosadas, tan tiernas, apetitosas, de la ardillita lista de Correos. Mira el reloj y chasquea la lengua. Hoy ya se me ha hecho tarde.

© Cristina Vázquez

La herencia

Malena Teigeiro

Nada sabía Lucrecia del pueblo de su madre, y mucho menos de Antonia, su tía, hasta que un domingo por la mañana recibió la llamada de don Servando. Era para anunciarle el fallecimiento de su desconocida tía, y para comunicarle la hora y el día del funeral que se iba a celebrar. Así mismo, le dijo que ella era su única heredera.

En aquella iglesia, pequeña, lúgubre como una catacumba, además de don Servando, el párroco, que oficiaba el funeral, solo estaban ella y su esposo Carlos. Era ya noche cerrada cuando finalizada la ceremonia, se dirigieron a la fonda en donde se alojaron. Allí, y mientras cenaban, el hombre que les atendió, miraba a Lucrecia con bastante insistencia. De pronto le dijo que era igual a la fallecida doña Antonia. Con desparpajo, se sentó a la mesa del matrimonio y sin ningún pudor les contó que la señora había vivido sus últimos años en una residencia y que su casa, situada en la plaza Mayor, llevaba cerrada muchos años. También les dijo que su patrimonio había estado bien vigilado por don Servando, y que él era el que tenía la única llave de la casa.

A la mañana siguiente, el párroco se acercó a la fonda. Al entregarle la carta que le había dejado en custodia la difunta, le anunció que heredaba tierras, casas, bonos y dinero en corrientes. La joven la abrió sin esperar. En ella doña Antonia le ordenaba que fuera ella, y solo ella, quien levantara la casa, y que cuando se encontrara a solas en su dormitorio, abriera la puerta central del armario. Volvió a meter el pliego en el sobre sin mucho interés. Lo sentía, dijo, pero al día siguiente los dos tenían que trabajar. Que en cuanto terminaran el desayuno, volverían a su casa y que cuando tuvieran un fin de semana libre volverían. Don Servando, elevando las cejas, sacó un papel del pecho. En él estaban los datos de los albaceas de su tía abuela Antonia, dijo calándose la teja.

Pasaron casi seis meses cuando, a requerimiento del albacea, el matrimonio aparcaba delante del negro y tétrico portalón de la casona. Allí, paseando por delante del chaparro caserón de piedra y ladrillo viejo, sin apenas ventanas, les esperaban el abogado y don Servando. Él era el único que podía entrar en la casa, dijo mostrando la llave.

Entre risas nerviosas la joven introdujo la llave de hierro, más larga que su mano en el careado agujero. Al abrir la puerta, una nube de polvo y telarañas los recibieron. Sorprendidos, advirtieron que los escasos muebles que había, viejos, grandes, pintados casi todos de negro, no se correspondía con la riqueza de aquella mujer.

––Imagino que están pensando que han robado en esta casa –el párroco le colocó a la joven la mano encima del hombro.

––Si parece que un ladrón haya espulgado cada rincón, llevándose cualquier cosa que pudiera tener un poco de valor ––respondió Lucrecia.

––Pues no. Ella era así. Antes de irse a la residencia llenó cajones, baúles y maletas que están depositados en un guardamuebles. Aquí está la relación de bultos y los recibos.

––De eso en el despacho no se tiene conocimiento ––exclamó sorprendido el abogado.

El cura abrió una cartera y sacó un abultado sobre, que, rápido, Carlos recogió antes de que lo hiciera el albacea, y que frunciendo las cejas, entregó a su mujer. Siguieron recorriendo la casa hasta llegar a una puerta cerrada con llave. Era su habitación, musitó don Servando al tiempo que se persignaba. De ella nadie tiene llave, susurró. Carlos se volvió hacia él. Luego se giró, y de una patada, la abrió. Cuando después de descorrer las cortinas la luz entró en el cuarto, aparecieron ante ellos limpias tapicerías de floreadas cretonas y papeles infantilmente pintados. Entre los muebles lacados en blanco y dorado, una lujosa casa de muñecas se mostraba orgullosa encima de la estantería llena de cuentos. Lucrecia se acercó, y sonriente, se asomó a una de las ventanas. Pequeños muñecos de pálida y hierática porcelana, la miraron con fijeza. Se giró y siguió a Carlos que entraba en un gabinete en donde un lavabo de craquelada porcelana, mostraba en sus laterales unas toallas. La otra pared estaba cubierta por el armario. Todas sus puertas eran espejos al que los años habían marcado el azogue como si moscas y arañas se hubieran entretenido paseando por su lago. Lucrecia sintió que algo la empujaba hacia aquellos profundos espejos. En el sobre está la llave, escuchó la voz del párroco. Inquieta, lo apretó. A través de los papeles sentía la dureza del pequeño hierro. Con las manos sudorosas, giró la pequeña y dorada llave y abrió la puerta. Un fuerte perfume a jazmín invadió la estancia. Vestidos de seda y terciopelo de pálidos colores lo llenaban. La joven que los hubiera usado debió de haber asistido a muchas fiestas, murmuró a su esposo mientras acariciante, pasaba los dedos sobre aquellas telas. En el fondo del armario, perfectamente colocadas, cajas de sombreros y zapatos. Sobre una de ellas se encontraban unas sandalias doradas. A su lado, atadas con un cordel, había un lote de cartas, viejas, amarillas. Aquello era lo que su tía quería que viera, pensó.

Con el paquete en la mano se dirigió hacia una mesita redonda en donde sin duda había jugado algún niño. Sin limpiar la silla, se sentó. Colocó el paquete de cartas encima de la mesa, y desató la cinta, en otro tiempo roja. Una a una las fue separando. Algunas se deshicieron convirtiéndose en polvo que se mezclaba con el que iluminaba el sol. Otras, parecían estar regadas por lágrimas que casi habían borrado la tinta. Todas eran las cartas de un amante. La última, permanecía en un sobre sin abrir con la dirección escrita en tinta roja. Al cogerla, sintió como si una descarga eléctrica le recorriera la espalda. Con ella en las manos, pidió que todos salieran de la habitación. Cuando escuchó el sonido del resbalón, cerró los ojos. Cada vez era mayor el peso de aquella carta que no se atrevía a abrir. Unas turbias carcajadas invadieron sus oídos. Abrió los párpados y las risas se detuvieron. Había algo diferente en la habitación. Ya no entraba el sol y le pareció que ráfagas de noche recorrían las paredes. De pronto, las risas, más fuertes que antes, como un tornado, la empujaron hasta la cama. En un lado todavía se encontraba la liviana huella de un cuerpo, y en el otro un sonriente y bellísimo joven la animaba a tumbarse. Lucrecia sintió que casi no podía sostener el sobre que todavía llevaba entre las manos. Bajó la mirada hacia él. La tinta roja, como si fueran las gotas de sangre de una herida, resbalaba de los rasgos que en ese instante tenían escrito su nombre.

Pálida, desencajada, luchando contra la fuerza que la empujaba hacia la cama, la muchacha abrió la puerta. Aire, aire limpio. Necesito aire limpio y sol. Lucrecia como si fuera una marioneta a la que dejaran de tirar de los hilos, cayó al suelo. Carlos sacó de la casona el exangüe cuerpo de su esposa, mientras las risas y aullidos los perseguían. Empujado por don Servando, Carlos entró en la casa parroquial, en donde entre rezos y bendiciones, la acostaron en una cama de tiesas y frescas sábanas. Al pie de la cama, Carlos y don Servando la vigilaban. De pronto, como si solo hablara para sí, el párroco comenzó a hablar de las artes nigrománticas que doña Antonia había adquirido de un joven que llegó de la capital y que se había quedado a vivir con ella. “El diablo, hijo mío. Era el mismo diablo.” Aquella noche los dos se quedaron a dormir en la casa del párroco.

La luz de las llamas se mezclaba con la blanquecina del amanecer cuando los despertaron. Al llegar delante de la casona, se encontraron a los vecinos contemplado silenciosos el incendio. Nadie intentara sofocar las llamas. Apoyada en la pared de la iglesia, Lucrecia miraba cómo las llamas hacían explotar los cristales, mientras una larga y estrecha sombra se retorcía entre las nubes de humo.

Años más tarde Carlos le confesó que mientras ella descansaba en la rectoría, don Servando le había convencido para que le prendiera fuego al caserón. Solo así conseguirás que el maligno no se lleve a tu mujer, le dijo entre brumas de alcohol.

© Malena Teigeiro

© Malena Teigeiro

La obra escondida

Liliana Delucchi

—Este era el escritorio de su bisabuelo.

Sabrina se sienta ante la mesa de nogal y contempla en la pared de enfrente el retrato del fundador de la editorial. Cuatro generaciones de la misma familia al frente de una empresa que, al decir de su padre, se dedicaba a manchar papel. Aunque en realidad eso lo decía con la boca pequeña, bien orgulloso que estaba de una saga que había repartido cultura. Y recogido beneficios, apostillaba su hija con sorna. Y él le respondía que sí, que si no de qué otra forma se hubieran mantenido durante tanto tiempo.

Ahora es mi turno, piensa la joven mientras recorre con la mirada esa oficina que será su centro de operaciones. ¿Tengo miedo? Más bien vértigo, pero eso queda entre tú y yo, seguro que en algún momento te temblaron las piernas, por muy Don Eduardo que fueras. Le parece que la pintura que está en la pared de enfrente le sonríe y ella responde de la misma manera.

Se pone de pie y recorre las estanterías repleta de primeras ediciones. Acaricia los lomos de esos volúmenes a los que no podía acceder de pequeña cuando visitaba la estancia que entonces le parecía un santuario y que ahora puede recorrer con pocos pasos. El ventanal deja entrar el aire que viene de la plaza y se confunde con el olor del suelo y los muebles encerados. Vuelve al escritorio y enciende el ordenador en tanto huele el café recién hecho que le acaban de traer. Abre los cajones de la derecha: Dos pequeños superiores y uno más grande y profundo abajo. El último está duro… Tira de él y casi se cae. Es entonces cuando ve un cajetín al fondo, con llave. Está oxidada y no gira. Un destornillador, necesito un destornillador. Y sus ojos se iluminan como los de una niña a punto de descubrir un tesoro. A falta herramientas, con un abrecartas hace saltar la tapa de ese arcón de piratas. Contratos, escrituras y algún que otro manuscrito, todos ellos con ese color que da al papel el paso del tiempo y debajo…. ¡un manojo de cartas atado con un cordel!

“Querido Eduardo: he de agradecerle sinceramente los consejos que me dio durante nuestro paseo por el parque…”

¡Santo Cielo! La letra es ciertamente femenina, el tono también. ¡El bisabuelo tenía una amante! Cuando llaman a la puerta, Sabrina guarda el paquete de misivas dentro de su bolso. Este no es el lugar para leerlas. Más tarde, en casa. Se le acelera el corazón de solo pensar que esa noche, en su sillón y junto a una copa de vino, desentrañará un misterio familiar.

El salón está frío, Esperanza ha dejado la ventana abierta, no tiene conciencia de que ha llegado el otoño. Encenderé la chimenea un rato. Mientras pone unos troncos sus ojos miran el bolso que ha dejado sobre la alfombra… Allí están esas letras ordenadas y meticulosas que le contarán una historia. Pone el teléfono en silencio y apaga la televisión. Tú y yo solas, querida señora, quienquiera que seas. Cuéntame lo que ocurrió.

Se salta el texto de la primera carta en busca de la firma. Necesito ponerte nombre. Y la encuentra: Simona B. Ahora que nos hemos presentado, empezaré por el principio. Pero no hay principio. Lo que parece la primera esquela de esa línea de correspondencia por el orden cronológico no tiene sentido. Entre comentarios sobre el tiempo y la salud de sus hijos encuentra textos muy bien escritos que relatan un viaje que comienza en un vapor que parte de Southampton. Pero, ¿quiénes son estas personas a las que alude? Y ¿qué tienen que ver con Simona? La primera carta termina con un “salude de mi parte a su familia”.

La segunda se inicia con un viaje de la remitente a Extremadura, a visitar la finca y disfrutar de unos días en el campo. Dos párrafos más abajo continúa la historia del viaje, donde hay una disputa entre los marineros del barco y el asesinato del capitán. Los personajes se suceden a lo largo del texto entre cenas en primera clase y bailes en tercera. Al igual que la anterior, las últimas líneas corresponden a la despedida de una carta tradicional.

La alfombra del salón se cubre de cuartillas. Sentada entre esos papeles, Sabrina intenta poner orden no solo entre los escritos, sino en su mente. Todas las cartas empiezan y terminan de la misma manera, con frases amables de cortesía, pero a partir del segundo párrafo y antes del último se desarrolla la historia que empezó con la partida de un barco del puerto británico. Sabrina se pone de pie, se sirve una copa de vino y observa el movimiento de las llamas en la chimenea. Algo se le escapa, pero no sabe qué. Coge su bolso para buscar una pluma y se da cuenta que dentro queda un papel que no ha visto. Otra carta dirigida a su bisabuelo.

“Estimado D. Eduardo:

He recibido el volumen que me ha enviado y que le agradezco, no solo que lo haya editado sino su discreción al ocultar mi identidad. Me gustaría pensar que mis nietas y sus hijas no tengan que recurrir a estos subterfugios si deciden ser escritoras. Asimismo, me ha conmovido que haya mantenido mis iniciales en el nombre del autor. Algo es algo.

Atentamente, Simona B.”

Cuando a la mañana siguiente Sabrina baja al archivo de la editorial, encuentra una novela titulada Viaje al paraíso, de Samuel Bermúdez. Editada en 1862, la historia comienza con un buque que zarpa del puerto de Southampton.

© Liliana Delucchi

Cartas de ayer

Marieta Alonso

La fuerte brisa que habría recorrido miles de kilómetros hizo que la falda de Grizel se acampanara y luego se alzara enseñando más de lo debido. Miró a los lados, volvió la cabeza hacia atrás, y respiró tranquila. Aunque no habría podido hacer nada, tenía los brazos ocupados en sostener una ristra de cartas encontradas en el desván de la casa de los abuelos, en el fondo de un viejo baúl cubierto de polvo, le alegró que su diminuto tanga malva no fuera del dominio público.

Al llegar a su apartamento, desparramó las cartas sobre la mesa de la cocina, y se preparó un café con leche bien caliente. Poniéndose cómoda en su sillón favorito, se dispuso a transgredir una de las tantas leyes maternas: No leer cartas ni diarios ajenos.

Tomó una al azar. Miró las otras. Le llamó la atención que en todas hubieran estampado un sello con letras rojas: Devolver al remitente. Destinario desconocido.

¡Pero qué chambona eres, hija mía!, hubiese dicho su madre si viviera. Y fue colocando los sobres por fechas como si se lo hubiese ordenado. Luego con un estilete los abrió, cada uno contenía una sola hoja.

La primera, firmada por Gloria, una hermana de su abuela, iba dirigida a Rodrigo; la segunda, también, lo mismo la tercera. Así hasta llegar a una treintena. Todas con la misma letra y el mismo encabezamiento: Una apasionada declaración de amor.

Lo conoció con dieciocho años en las fiestas patronales y después del primer baile ya no hubo más hombre que él. Los festejos duraron tres días, tres maravillosos días.

Grizel se quedó patidifusa. No te aturdas sigue leyendo, se animó:

«No sé lo que ha podido suceder. Tus cartas me son devueltas. Me duele que no haya llegado a ti la maravillosa noticia que debo darte, que no es otra que llegando a la sazón del embarazo solo me quedará alumbrar a esa deliciosa criatura, fruto de nuestro amor.»

La releyó en voz alta y sin querer, al hacerlo se le trababa la lengua, porque ahora tenía plena conciencia de la razón de aquella triste historia que su madre le contaba: Siendo niña, la obligaron a posar un beso en la frente de su tía Gloria que le supo a hielo… Y fue cuando comprendió que estaba muerta, que ya no volverían a pasear por el parque tomada de su mano, ni irían a recoger moras para hacer mermelada, ni jugarían con las mariquitas que encontraban en el jardín.

Se quedó pensativa. Su madre nunca más se acercó a un ataúd. No era de extrañar. Y mirando hacia el cielo preguntó:

¿Hubo alguna otra razón, mamá?

Y Grizel volvió a colocar cada carta en su sobre.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

La mercería

15 diciembre, 2019 por Akelarre 6 comentarios

Relatos sobre una mercería

La mercería

Como tejedoras de relatos, este mes quisimos adentrarnos en esos locales llenos de historias para hilvanar nuestras palabras con hilos de colores. Desde un ayudante de boticario que mira la mercería de la calle de enfrente, a una aguja que tiene el honor de haber cosido el vestido de novia más bonito del mundo, pasando por una joven solitaria que encuentra el amor entre cajones que huelen a madera antigua o un trabajo de costura que se eterniza cotilleando al vecino de enfrente.

Son cuentos que podrían haber tenido lugar en esas alegres y vetustas mercerías a las que hemos recurrido nosotras, nuestras madres y abuelas.

La foto de portada es la fachada de la Mercería Comercial Amparo, un local de bordados y pasamanería abierto en 1916. Situada en la calle Pontejos, de Madrid, es una de las tiendas más bellas del centro. La fachada fue decorada por la Espejería Pereantón, y el mueblista Carrillo se ocupó del interior, presidido por una escalera monumental, y con unas bellas yeserías alhambristas en el piso superior.

Tras una etapa de creciente deterioro de su valioso mobiliario, el local ha cerrado sus puertas a comienzos de 2018.

Inocencia

Cristina Vázquez

Lazos, calcetines y etiquetas

Malena Teigeiro

Lilas

Liliana Delucchi

Una fiel aguja

Marieta Alonso

Inocencia

Cristina Vázquez

La ciudad le pareció a Hermenegildo San Juan una pequeña Vetusta con pretensiones. Al apearse del coche de línea le esperaba un primo segundo de su madre que le había conseguido el trabajo de ayudante de boticario.

—Hijo, siento que te marches, pero es un buen arreglo —le había despedido la madre viuda con sincera pena e inconfesada liberación.

El hijo había tenido muchos tropiezos se justificaba la mujer ante parientes y amigas. Huérfano desde pequeño, con mucha imaginación e inquietudes, y ella, declaraba solemne, no había podido sujetarlo mejor. Pobre muchacho, contestaba con falsa piedad la buena gente que la escuchaba, cada vez menos, pues la señora había dejado de tener importancia y fortuna, a causa de las inquietudes e imaginación de su vástago. Gracias a este primo y a un par de años que estudió química, había conseguido el trabajo de ayudante en la pequeña ciudad.

El chico era de buen parecer. Alto, bien vestido con prendas de calidad un poco raídas, pero con la desenvoltura del que ha viajado y conocido un buen vivir. La desolación que le entró a Hermenegildo al verse en la botica, eso sí la más principal y mejor situada, fue inconmensurable. El farmacéutico era un hombre gordinflón y soso, con unas lentes que permanentemente perdía, sordo y sin destreza en las fórmulas que preparaba. Quería un sustituto para largarse lo más temprano posible al casino.

El único panorama que tenía enfrente era la Mercería Amparo a la que entraban mujeres que le entretenían la vista. Muchas de ellas, luego iban a la farmacia para conocer y disfrutar del novedoso ayudante, lo que hizo que aumentara la clientela.

Una tarde pasó él a la mercería, pues veía abrir y cerrar los postigos a una hermosa mujer. Joven, bien entrada en carnes, un pelo rizado que sujetaba con gracia en un rebelde moño y un andar oscilante que le volvía loco. Al verla más de cerca comprobó que tenía unos ojos verdes rasgados y la boca carnosa que sonreía con facilidad, mostrando unos dientes blancos un poco mellado en una de las paletas que le daba una gracia especial. Pasó algunas veces más y se percató de que, además de la hermosura, aparecía por la trastienda una joven magra, con gafitas de maestra aplicada, sonrisilla tímida, pelo ralo y un delantal lleno de bolsillos. A Hermenegildo le pareció la representación humana, no muy favorecida, del cuento de La Ratita Presumida, o en este caso de la rata, pues hasta su voz aguda y desagradable encajaba con el personaje. Era como una sombra intermitente que aparecía y desaparecía. Cuando le preguntó a la belleza quién era, le dijo despectiva que era una ayudanta, una meritoria que se empeñaba la dueña, doña Amparo, en tener.

Al poco tiempo se hicieron confidencias cuando había algún momento de esparcimiento, incluso en el fondo del café El Ambigú que no estaba lejos de ahí. Instalados en los pretenciosos asientos de terciopelo desgastado, se veían en el espejo veneciano que presidía el saloncito, y sus imágenes reflejadas les confirmaban lo inapropiado que era para ellos ese ambiente provinciano. Ella también había vivido en grandes ciudades. Era la ahijada y futura heredera de doña Amparo, una vieja resabiada y desagradable que, aunque padeciera todo tipo de enfermedades, seguía recia y latosa. Amparín, que así se llamaba la belleza, se quejaba de por qué había que esperar tanto.

—La vida no ha sido justa conmigo, Herme, ni contigo —le susurraba con unas perfectas lágrimas que no terminaban de derramarse, pero daban un brillo irresistible a sus almendrados ojos.

Ella no merecía eso, después de la vida estupenda que había tenido y por mala, muy mala suerte, se encontraba ahí. Y un suspiro sentido le hacía subir su perfecto pecho, obligándola a desabrocharse con pudor los primeros botones de la ajamonada blusa.

—La vida nos ha puesto aquí por algo Amparín.

Le sostenía con decisión las manos. Él tampoco tenía que estar en esa botica con ese viejales, que por más contento que estuviera con su ayuda y por más juramentos de que la iba a heredar, no aguantaba el olor a potingues ni la vulgaridad del boticario.

—Menuda mierda de vida estamos llevando. Nosotros que conocemos el mundo… —remataba lleno de amargura con el asentimiento cálido y cada vez más cercano de ella.

Una mañana a primera hora cruzó Amparín a la farmacia en la que no había nadie. Le llevó a la rebotica y después de un apasionado beso, le confesó que estaba muy preocupada por su madrina. Cada vez respiraba peor, pasaba unas noches de sufrimiento que le partía el corazón, y le puso la mano a Hermenegildo en el lugar dónde palpitaba desbocado.

—No es justo prolongar su sufrimiento, ¿no crees? —lanzó una triste mirada a su alrededor.

 No habría algo que la aliviara esa agonía, algo que… Bueno él sabía más de esas cosas. Doña Amparo, la madrina, falleció de madrugada. Cerraron tres días la mercería por luto en los que Hermenegildo no la vio, pues daría que hablar que en esos días aparecieran juntos.

Pero la mercería tardó una semana en abrir y Hermenegildo no conseguía ver a Amparín. Lleno de culpa e inquietud, con las manos bien lavadas para que no apareciera ningún rastro, empezó a angustiarse. No le servía de consuelo las promesas de que se irían juntos al liquidar la mercería, ni recordar los lugares que iban a visitar: París, el lago di Como, Portofino, la Riviera y tantos otros.

Al octavo día vio el cierre de la tienda subido antes de llegar a la botica y cruzó veloz para verla, pero a quien se encontró fue a la ayudanta con sus rizos descoloridos y el aire ratonil.

—Buenos días Hermenegildo. Te esperaba —le dijo con su vocecita aguda y desagradable, aunque llena de decisión. La sorpresa de él iba pareja a su desencanto.

— ¿Y Amparín?

—Amparín soy yo —contestó resuelta—. La ahijada de doña Amparo. La mercería es mía. Voy a hacerme cargo de la tienda y a casarme.

El hombre se sentó en una silla que ella le acercó con presteza.

—No entiendo nada, pero la ahijada, la heredera —tartamudeó confuso—, no es la otra que también se llama Amparín.

La resuelta mujercilla se puso ante él y con suavidad le explicó que la otra, bueno, era una pelandusca a la que había pagado un buen dinero por ejecutar, así dijo, ejecutar la faena.

—Me he enamorado de ti desde el primer día —le confesó balanceándose con timidez—, y tenía que trazar un plan para poder conseguirte.

Y ahora, metió las manos en uno de los grandes bolsillos de su delantal. Él era un poquito su prisionero, porque ella había guardado una chispita, e hizo un gesto como si contuviera una pequeña cantidad entre el dedo índice y pulgar, del arsénico que le había facilitado a la otra.

Esperó un momento a que Hermenegildo se repusiera de la impresión y recuperara un poco el color.

—Pero no te preocupes. Fijamos una fecha para la boda —le puso, mimosa, las manos sobre los hombros —. Después, a lo mejor, también podemos quedarnos con la farmacia y tendríamos los mejores locales de la ciudad.

Le revolvió el pelo, se puso tras el mostrador y se estiró su primoroso delantal lleno de bolsillos. Mientras afilaba unas tijeras grandes para cortar telas, le miró arrobada.

—Piénsalo. Hay poco tiempo.

© Cristina Vázquez

Lazos, calcetines y etiquetas

Malena Teigeiro

Con sus pequeños y apurados pasitos, Rosa llega a la cafetería donde tiene costumbre de merendar con sus amigas. El regocijo de tener algo que contar, le alegran sus desvaídos ojos, antaño de un azul intenso. Carmen, Mercedes y Rita, aburridas, le muestran su asiento. Mi vecino ha regresado, dice dejándose caer en la silla. Carmen, Mercedes y Rita elevan las cejas. Se ve que él tenía que trabajar y ha dejado a su mujer y a sus cuatro hijos, verdaderos demonios, en la playa. ¡Pobres abuelos! Un café con leche y una tostada, pide al camarero desabrochándose los botones de la chaqueta de su traje. Sí. Sí, chicas. A mí me parece lo mismo. Según me cuchicheó el portero pasan las vacaciones en la casa familiar de los padres de ella. Aunque eso no lo sé a ciencia cierta y como el portero es tan cotilla, pues a lo mejor no es verdad. Dándole las gracias al camarero, recoge la tostada y le da un mordisquito. Nada me gusta más que el olor a mantequilla, rumia sin dejar de masticar. Pues veréis, y para haceros en cuento corto, como ya comienzan los peques el colegio, fui a la mercería de Pontejos a comprar cintas para los lazos del pelo de mis nietas, etiquetas para marcar la ropa, y calcetines. Eso fue el sábado. Pues el domingo, nada más levantarme, me senté en el balcón con mis cintas y mi costurero. ¡Ay!, cada día hacen peor el café. ¿No os parece? Yo creo que tendríamos que decir algo. Lo cierto es que tenías razón Rita, desde que todo lo hacen las máquinas, ya nada es lo mismo. Bueno, pues sigo, estaba formando las lazadas, cuando vi al vecino. Vive en la casa de al lado, en un primer piso con una terraza, bastante grande, la verdad. Debe pensar que en vez de una terraza tiene un jardín en el Caribe. Si no, no se entiende. Veréis. Además de un tresillo y un comedor, ha colocado en un macetón una palmera alta, grande. Es bonita. No hay por qué decir otra cosa. Luego en otras más pequeñas, a juego con la grande, ha plantado otras palmeras pequeñitas, que cuando le crezcan a ver dónde las coloca. ¿No os parece? Carmen, Mercedes y Rita, suspiran, cómo no van a entenderla. Pues animada por los gestos, Rosa continúa. También tiene tiestos con caléndulas, petunias, begonias, y hiedras. Salvo la palmera, las flores, como podían ver, eran normalitas. También ha colocado dos sombrillas, una chimenea abierta para poder charlar calentitos por las noches, y una fuente de varios caños, de esas que reciclan el agua y están siempre funcionando. ¡Ah!, y varios sofás. Lo cierto es que varias veces he estado tentada a denunciarlo al Ayuntamiento, porque como duermo bastante mal, el ruidito de los chorros me pone nerviosa. En fin, que solo le faltan los guacamayos.

Yo no quería entretenerme mirándolo, porque tenía que estar todo terminado para que las niñas fueran al colegio el lunes. Pero no me pude contener, y volví a mirar hacia la terraza del vecino.

De pronto lo vi aparecer. Iba en pijama, era de rayas rojas azules y blancas. ¡Vamos!, de los de toda la vida. Veréis: Llevaba el pelo revuelto, quizá un poco largo, y una taza de café en la mano, de esas que se usan ahora que nunca recuerdo como se llaman. Un mug, oye a Rita. Pues eso, un mug. Como decía, salió a su terraza y se la encontró como la encontraríamos cualquiera después de veinte días de estar cerrada. Todos los pájaros de los árboles de alrededor habían ido a beber a su fuente, y las hojas de la última tormenta del verano habían decidido que aquel era el más hermoso lugar para enterrarse. Él miró al suelo y algo dijo que no entendí. Pero por las maneras parecía que no estar muy contento. Entró en la casa y volvió a salir ya sin pijama y sin café en la mano. No mujer, no iba desnudo. Eso no. Las carcajadas de las amigas hicieron que algunos clientes volvieran la cabeza hacia su mesa. Ahora se había puesto un pantalón corto y una camiseta de algodón azul. Parecía un limpia piscinas de película americana. Porque él es guapo. Muy, muy guapo. Y ese moreno dorado tan bonito que se le pone a uno en la playa, le sienta genial. Aunque la camiseta que llevaba no era como las de los americanos, la de él tenía un poquito de manga. A mí estas me parecen bastante más elegantes. Me di cuenta de que si seguía mirando no iba a terminar los lazos a tiempo. Dejé el que tenía terminado en una cajita y corté otro trozo de cinta de grogren azul marino. De pronto escuché un ruido que me obligó a volver a mirar. El hombre comenzó a arrastrar muebles, macetas y sombrillas, colocándolas todas juntas a un lado. Luego sacó la manguera y regó las blancas losas. Después, de forma incomprensible, porque cualquiera de nosotras lo hubiera hecho al revés, comenzó a barrer, con lo que el polvo y la tierra mojados empezaron a dibujar hermosas líneas marrones. ¡Fue tal cual lo cuento! En fin, que cuando recogió todas las hojas y papeles que habían volado a su terraza, lo vi que miraba el suelo rascándose la cabeza. Al levantar el brazo se le marcaron todos los músculos. Sin darme cuenta me pinché. Dejé el lazo y mientras me chupaba el dedo, como no podía hacer otra cosa, volví a mirar. He de decir que el hombre tiene una buena figura. Y las piernas muy largas. Guiñó un ojo con picardía. Sí, muy largas. Él echó una mirada alrededor y volvió a entrar en casa.

Poco después apareció llevando un cubo y una fregona. Esta vez se había calzado unas sandalias de esas que llevan los alemanes. ¡Qué horror!, exclamó Carmen. Pues te digo que en sus pies no quedaban tan mal. Y comenzó a pasar la fregona. Con aire, no diré que no. Debe de haberlo hecho muchas veces. Nosotras nunca se lo hubiéramos consentido a nuestros maridos, pero se veía que a él sí, porque de vez en cuando cambiaba el agua del cubo. Pues como os decía, el hombre pasó con esmero la fregona. Y cuando entendió que había llegado al final, se quitó las sandalias, y con el cubo en la mano se iba de puntillas hasta la puerta de lo que debe ser la cocina. Por ahí veo yo muchas veces a una señorita con un uniforme blanco. ¡Ya nada es como antes! Antiguamente las cocineras llevaban otro tipo de batas, pero ahora con eso de los pantalones, nada es lo mismo. Pues como iba diciendo, se puso de puntillas y comenzó a atravesar la terraza, hasta que, como no podía ser de otra manera, resbaló y se cayó. El agua sucia se desparramó de nuevo por las blancas baldosas. El hombre, agarrándose la cadera se levantó. Echó una mirada al suelo y llevándose las manos a la cabeza, a esa cabeza que parece tallada por Miguel Ángel, gritó: JODER. Cualquiera de nosotras nunca hubiera dicho eso. Otra cosa como ¡Vaya por Dios! ¡Qué rabia! ¡Parezco tonta!, sí. Pero joder… Nunca. Y entonces, hizo algo que tampoco hubiera hecho ninguna mujer que se precie. Recogió la fregona, el cubo, se puso las sandalias, colocó todo lo que había arrumbado en su sitio y entró en la casa.

No había pasado ni media hora cuando volvió a salir. Se tumbó bajo la sombrilla e imagino, porque ya no le veía más que los pies. Se debió poner a leer o quedarse dormido. Eso no lo sé. Puede que hablara por teléfono. El caso es que el agua sucia se secó sobre las hermosas baldosas de su caribeña terraza.

Me molestó tanto esa dejadez, que cerré la ventana y seguí haciendo lazos. La verdad es que cuando me fui a almorzar, no me había cundido nada la mañana. Esto de hacer lazos es algo de lo más lento y delicado. Y todavía me quedaba por coser todas las etiquetas. No sé. Estoy últimamente demasiado lenta. Se ve que me he hecho mayor, porque antes, todo esto lo hacía yo en un periquete.

© Malena Teigeiro

Lilas

Liliana Delucchi

Se detenía en ese escaparate todos los días cuando regresaba de comprar el pan. Le fascinaban los colores, sobre todo los de los hilos, imaginando lo que haría con ellos. Sin embargo, los comentarios que había escuchado sobre la anciana, sentada en una silla de enea detrás de un mostrador, la mantenían delante de la puerta acristalada sin atreverse a entrar. Cotilleos de barrio, pero uno nunca sabe…

Cuando llegaba a su casa, antes de meter la llave en la puerta, pensaba que debería haber entrado. Si la señora era bruja quizás podría beneficiarla, pronosticarle un futuro con tonos primaverales, como los de los cordones de la vidriera. Entonces volvía a recorrer el camino hasta la tienda... Y vuelta a casa.

Era martes por la tarde cuando, de regreso de la consulta del médico para el chequeo anual, algo la impulsó a entrar. El olor a madera encerada mezclado con un perfume desconocido y la penumbra del local matizado con las luces del techo, le hicieron sentir que estaba en un lugar mágico. Entonces la vio. No era tan mayor como la pintaban los vecinos, quizás algo delgada, pero su pelo encanecido estaba bien peinado. Seguro que hoy fue a la peluquería. La señora levantó la vista de su bordado y le regaló una sonrisa de bienvenida que invitaba a acercarse.

—¿Puedo ayudarla? —su voz sonó cálida, tal vez un poco ronca y a la joven le recordó a una cantante mexicana que había muerto tiempo atrás.

—Hilos de colores —fue su respuesta.

La anciana, dejando su labor sobre el mostrador, abrió un cajón donde se desplegaban todos los matices del universo y extendió su mano sobre ellos en un gesto de invitación.

—Nunca he hecho un bordado —murmuró Clotilde y sin saber por qué sintió calor en sus mejillas.

La mujer le respondió que posiblemente era su momento de empezar y le extendió unas páginas con dibujos de ramos de flores, añadiendo que debería iniciarse por lo más fácil, quizás el punto de cruz.

Con una bolsa llena de hilos, cañamazo y un bastidor, Clotilde anduvo la calle que la separaba de su casa como si volara. Ya en el salón, se sentó en su sillón orejero, junto a la lámpara e intentó recordar las instrucciones de la ochentona Antonieta. No es difícil, la escuchó decir en medio del tintineo de las campanas de la puerta cuando dejaba el local. Eso será para ella, porque lo que es para mí…

Encendió la luz y miró el retrato que había sobre la mesa camilla. Su querida hermana le sonreía desde un paraje lejano y por un instante sintió no haberla acompañado. Nunca tuve su osadía. Donde ella veía grandes oportunidades y una vida nueva, yo solo imaginaba rostros desconocidos que hablaban en lenguas que nunca llegaría a aprender. Se la imaginó vagando por sitios ignotos junto a ese hombre al que la familia no aceptaba y al que la pequeña María siguió sin dudar. ¿Encontraré alguien igual? ¿Un mozo que me envíe flores por mi cumpleaños?

Son las cinco de la tarde, buena hora para la infusión con un trozo de tarta. Se levanta del sillón y con la parsimonia de quien quiere retrasar una tarea se dirige a la cocina a prepararse un té. Cualquier cosa con tal de demorar la faena de enhebrar la aguja.

Con ansiedad y un poco de vergüenza, el jueves volvió a la mercería.

—¿Ya? —la interrogó la mujer— Sí que te has dado prisa.

Clotilde buscó en su bolso y le mostró lo que había hecho hasta entonces: La base de un jarrón que esperaba ser completado con flores.

Antonieta le preguntó cuáles eran sus preferidas.

—Las lilas —contestó la joven—. Siempre he esperado que algún caballero me regalara un ramo, pero como eso no ha sucedido, me las regalo yo.

—Deberías saber que tejer o bordar no es solo un pasatiempo, es un arte. Más que eso, creo que si cada vez que enhebras una aguja puedes ver más allá del hilo quizás tu diseño adquiera la magia que pones en él.

Absorta como estaba con las palabras de la anciana, casi tropieza con un señor al salir de la mercería. El hombre se disculpa y Clotilde le dice que no, que ha sido ella y levanta la vista hacia unos ojos oscuros que le sonríen. Ella devuelve la sonrisa y vuela, más que camina, hacia su casa.

Le dieron las once de la noche entre puntadas. El estómago le recordó que no había cenado y tras prepararse algo rápido encendió la televisión.

A la semana siguiente, con el pan y unos bollos en la bolsa, volvió a la tienda a mostrar a la anciana sus progresos… Y allí estaba él, comprando botones.

—Lleva una semana viniendo por aquí —le susurró Antonieta señalando hacia donde estaba el caballero—. Hoy son botones, ayer una cremallera, el día anterior unos hilos. Creo que está intentando un encuentro.

Clotilde siente una presencia a su espalda y una voz grave que dice “¡Qué bonito!” Cuando ella le extiende su bordado, le oye mannifestar que también las lilas son sus flores preferidas.

© Liliana Delucchi

Una fiel aguja

Marieta Alonso

Mis sueños se desplomaron aquella fría mañana en que, de repente, averigüé, que en vez de ser una guapa estudiante de astrofísica era un simple filamento de metal. En un extremo afilado y en el otro, un agujerito para insertar un hilo que servía para coser. Y también para mirar el mundo a través de los finos trabajos que una dulce joven iba haciendo muy despacio.

La curiosidad innata en mí por las vidas ajenas y la certeza de que no estaba en mis manos convertirme en lo que no era, me ayudó durante muchos años a escuchar a Lucrecia, hoy anciana, que en cada puntada recordaba sus vivencias.

—Mi madre me enseñó todo lo que sé —decía justo en aquel momento en que la aldaba de bronce sacudió la puerta de madera.

Se puso en pie enderezándose poco a poco. Ya derechita, fue a abrir a quien al parecer tenía mucha prisa. Se encontró frente a una mujer muy elegante, que entró preguntando por la dueña del establecimiento. Esa señora que tiene fama de hacer maravillas con sus manos y una aguja.

Que me mencionara hizo que sintiera simpatía hacia ella. No todo el mundo se acuerda de alguien tan insignificante como yo, y oí a los hilos condolerse: De nosotros no ha hecho mención y también somos importantes. Los mandé a callar.

Explicó que la mayor de sus hijas iba a contraer matrimonio y quería un ajuar digno de una princesa. Las referencias que tenía sobre la dueña de aquella mercería le habían hecho recorrer muchos kilómetros. Sacó del bolso fotografías, dibujos y una lista astronómica de todo lo que quería. No iba a reparar en gastos.

−¿En qué fecha se efectuará el enlace?

−Dentro de diez meses.

Lucrecia tocó un timbre que estaba debajo del mostrador y apareció su sobrina Emilia a la que puso al tanto de todo y comenzó la búsqueda de telas apropiadas, mientras ella volvía a su mecedora conmigo, con el bastidor, el dedal y sus memorias.

«Me enamoré muy joven y los dos soñábamos con grandes y divertidas aventuras, pero llegó la guerra y lo destrozó todo».

La verdad era que yo estaba más atenta a lo que hablaban Emilia y la señora elegante que a Lucrecia con las repetitivas historias de su triste vida.

Como el invierno había llegado antes de lo previsto todo estaba en silencio, pero a pesar de la quietud, los caprichos de aquella clienta estaban poniendo nerviosa a Emilia. No daba pie con bola con lo que realmente quería.

—Tiene que ser —le explicaba como si fuera tonta— el traje de novia jamás soñado.

Pero ninguno de los diseños era el adecuado. Así que pinché con delicadeza el dedo de Lucrecia para que pusiera atención. Iba asintiendo con la cabeza cuando, de nuevo, se puso en pie enderezándose poco a poco y fue hacia la trastienda, a su dormitorio. Allí abrió el armario y desde lo más profundo sacó una caja larga, rectangular. Pidió ayuda a su sobrina que, solícita, llegó de inmediato. Que viniera también la señora, rogó. Cuando entraron en la habitación pidió a Emilia:

—Abre la caja, por favor y extiéndelo sobre la cama.

Fue en ese instante cuando reconocí aquel maravilloso vestido de novia que habíamos hecho Lucrecia y yo tantos años atrás. Con la boca abierta se quedó la clienta. No era para menos.

—Maravilloso —bisbiseaba con un brillo en la mirada y una lágrima a punto de caer—, es justo lo que buscaba para mi hija.

Y en aquel preciso instante me sentí orgullosa de ser lo que era. Pequeña, recta, afilada y con ese agujerito llamado hondón por el que a veces ya no logra, mi querida amiga Lucrecia, enhebrar los hilos.

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

El pájaro

15 noviembre, 2019 por Akelarre 14 comentarios

pájaro en la nieve

El pájaro

Este pájaro descansa en una valla de su alto vuelo por las cumbres andinas. ¿Un pájaro meditará? Quizás. Lo que sí ha hecho es hacer volar la imaginación de nuestras cuentistas hacia muy diferentes lugares. Acompáñanos en este viaje.

PHALCOBOENUS MEGALOPTERUS. Es el termino científico de este pájaro que tiene muy diferentes nombres populares: Carancho cordillerano, Tuque cordillerano, Matamico blanco, Caracará andino… Es un ave falconiforme que habita el altiplano andino de Perú, Bolivia, Chile y Argentina.

Sus plumas de color blanco y negro eran utilizadas en indumentarias de jerarcas incas y en la corona del emperador.

Se relaciona con el dios-sol de la cultura inca ya que era su compañero alado con el nombre de Inti, mago conocedor del presente y futuro.

El largo vuelo

Cristina Vázquez

La urraca

Malena Teigeiro

En la terraza

Liliana Delucchi

El futuro incierto

Marieta Alonso

El largo vuelo

Cristina Vázquez

Después de catorce horas en autobús llegó a una polvorienta estación en la que no vio ninguna cara conocida. Ni la deseada, ni cualquier otra que le fuera familiar. Nadie le estaba esperando y hacía tres días que había avisado de su llegada.

En ese momento empezaron a sonar en el móvil pitidos con mensajes, pues no había cobertura entre los altos y nevados picos que habían atravesado. Uno de los mensajes le dejó paralizado

Mientras pedía un café y un bollo de aspecto mohoso para reponerse del cansancio pensó que si las casualidades existían esta era una de ellas. ¿Sería verdad? ¿Por qué habían esperado tanto para avisarle?

En vez de salir corriendo a coger un taxi que le llevara a la dirección de su destino, se apoltronó paralizado en el asiento corrido de eskay de esa cantina. Tras palpar su bolsillo se quedó traspuesto.

Diego, Dieguito, le decía una voz cálida llena de resonancias amables. ¿O eran turbias? En el sueño resultaban amables, tiernas, llenas de una sincera conmiseración. Un toque en el hombro le despertó. Se limpió la baba que le caía por la comisura de la boca abierta y se enderezó.

—Señor, se tiene que marchar —le soltó con acritud el camarero—. Vamos a cerrar.

Al salir de la estación le sorprendió la noche amplia, despejada bajo una luna de inmutable blancura y unas estrellas que parecían hacer guiños desde lo alto. Sí, guiños, se dijo, igual que el mensaje que recibió en el teléfono. “Urgente. Ven. La Casilda se muere” No dudó en hacer el petate y acudir en ese trasnochado y ruidoso autobús para darle el último adiós a La Casilda, su casi madre, su casi diabla. Pero ella fue la mujer que lo recogió de un basural en el que mendigaba y lo hizo chico de recados de las mujerzuelas a las que explotaba.

Él engordó, creció como pudo entre ese desorden, gritos y arrumacos de las pupilas. La mujer siempre le protegió y prohibió que al chico le tocara ni hiciera nadie daño. Y aunque le miraba con ojos aventados, a veces rojos de ira o de espanto, otras, una ternura líquida y azulada los impregnaba.

—Diego, Dieguito, tú serás mi poeta —le decía con una seguridad abrumadora—, por eso te voy a mandar al colegio y escribirás mi gloria.

El niño no sabía lo que era un colegio ni una gloria. Una buena mañana le subió La Casilda a un autobús, parecido a aquel del cual se había bajado y le dijo que ese autobús le llevaría al conocimiento y a una nueva vida.

—En vacaciones volverás —le iba consolando mientras lo acomodaba con su exiguo equipaje—. Tesoro mío, escríbeme en cuanto aprendas.

Ese primer viaje no lo olvidaría nunca. La blancura de la nieve, el cielo azul como de porcelana intensa y la angustia de lo desconocido impregnada en su mirada huidiza. Lo último que vio fue la mano de La Casilda moviéndose en el aire. Y fue en ese primer viaje en el que todo resultaba terrible, esperanzador y novedoso. Cuando paró el autobús para un descanso vio un pájaro negro parecido a una urraca posado en una valla del mirador más alto de Los Andes. El animal no se movió, es más, a Diego le pareció que se acercaba a él como esperando algo. Se dejó tocar y el suave contacto del plumón le llenó de confianza, aunque se le arrasaron los ojos. El pájaro echó a volar y ejecutó una especie de danza frente a él.

Buscó, bajo esa amplia noche, un taxi que le llevara a casa de La Casilda. En el bolsillo manoseaba el primer ejemplar de su libro de poesías que había ganado el premio al mejor poeta novel “El largo vuelo” que quería entregarle. Y pensó que ese librito con el que le habían premiado era la mejor manera de cantar la gloria de esa mujer.

© Cristina Vázquez

La urraca

Malena Teigeiro

Marta iba a un colegio de monjas al que solo acudían chicas. En la acera de enfrente había otro de frailes en el que estudiábamos los chicos. A este último íbamos su hermano y yo. Al tener la misma edad, coincidimos en la misma clase y nos hicimos amigos. Al igual que nosotros, poco a poco nuestras madres se fueron conociendo, y por eso, el primer día que Marta fue al colegio de enfrente, la vi. Era pequeñita, tal vez tenía solo tres años, algo gruesa y con unos ojos grandes en los que parecía que le hubieran vaciado un par de paladas de carbón. Recuerdo aquella mañana con toda claridad. Iba de la mano de su madre, con el negro cabello peinado muy tirante en dos coletas rematadas en sendos lazos azul marino. La raya, que le llegaba hasta la nuca, parecía que se la hubieran hecho con un tiralíneas. Al verme, me miró sonriente y me dejó ver sus pequeñísimos dientes. Aunque yo era cinco años mayor, creo que en ese instante decidí que me casaría con ella.

Apenas había cumplido quince, cuando comenzamos a salir solos. A partir de ese día empecé a descubrirla. Era curiosa. Quería conocer y probarlo todo. Le interesaba el funcionamiento de cualquier invento, y sin que ella lo supiera, Marta era una gran deportista. Sobre todo, era muy buena en los deportes de nieve. Volaba a mi lado por las pistas de Formigal con la elegancia de una paloma, y su risa se confundía con el rasgar de sus esquíes.

El día que la vimos habíamos estado esquiando toda la mañana. Cansados, subimos a la cafetería y el entrar en la terraza ella se encontraba apoyada en la barandilla de madera que se abría sobre el barranco. Marta se le acercó y silabeando dulces palabras, le acarició las plumas. Al verla, temblé. Recordé a mi abuela. Era gallega y su vida y espíritu estaban llenos de supersticiones. Si ves a una urraca sola, tendrás malas noticias: Anuncia la muerte. Sin que Marta se diera cuenta, me coloqué detrás de ella y comencé a agitar los brazos. La urraca volvió la cabeza y, altiva, pareció mirarme como si me estuviera maldiciendo por haber impedido su momento. De pronto, abrió las alas y elevó el vuelo.

–¡Qué preciosidad! ¿No crees?

Era tan triste la mirada de Marta que me sentí peor que si me hubiera llamado ruin por haberla privado de ese momento.

A partir de entonces su carácter cambió. Aquella manera de ser suya, alegre y confiada, poco a poco fue desapareciendo igual que lo había hecho su infancia. Nunca volvió a ser la misma niña que confiaba en mí como si fuera el ser más importante de su vida. Incluso a veces me parecía sentir que le molestaba mi presencia.

––Desde que se ha hecho mayor, Marta no es la misma –me confesó mi madre una noche.

Y añadió que debía pensar mejor si era el tipo de mujer que me convenía. Me quedé mirándola sin decir una palabra y me fui a la cama sin cenar. ¡Cómo se atrevía!

Durante las vacaciones de verano, me dijo que quería estudiar ingeniería y que lo iba hacer en Madrid. Añadió, con la cabeza muy alta y el rostro muy serio, como dándome a entender que no había vuelta atrás, que creía que teníamos que olvidar lo nuestro. Se detuvo y levantando la mano, agregó que comprendiera, que nuestros juegos de niños se habían terminado. Ahora ella iba a conocer otra vida y no quería tener ataduras.

Aunque desde esa tarde no volvimos a salir, cuando me enteré por su hermano que se iba, fui a la estación a despedirla. La última imagen que tengo de ella es apoyada en la ventanilla, sonriente y agitando la mano igual que aquel medio día la urraca agitó las alas.

A partir de entonces comencé a escribirle. Mis cartas eran largas, las de ella, cuando me contestaba, apenas unas notas. Pero pronto dejó de hacerlo. Luego, sin entenderlo, comenzaron a llegar mis cartas de vuelta.

Las primeras vacaciones que volvió a la ciudad, estaba diferente. Muy delgada, pálida y los carbones de sus ojos parecían arder. Sin siquiera haberlas terminado volvió a Madrid. A partir de entonces las noticias que me llegaban prefería no escucharlas. Nunca más apareció por el pueblo hasta que la trajeron. Según contaban, sus ansias por conocer y probar todo habían acabado con ella.

Esta noche ha caído una gran nevada y las montañas están blancas. He vuelto a esquiar y la urraca está otra vez en el mismo sitio. Sobre la barandilla de madera. Me mira con desprecio. Y al igual que hizo la otra vez, levantó el vuelo. La miré fundirse con el cielo. Después de unos instantes de no verla, dudé si abrir mis alas y a saltar. Quizás, como ella, llegaría hasta el cielo y podríamos reunirnos otra vez. Aunque temo que no quiera verme.

© Malena Teigeiro

En la terraza

Liliana Delucchi

Con la mantilla gris, porque ya llevaba medio luto, y yo con una blanca, dado que entonces tendría siete u ocho años, iba con mi nonna camino de misa aquel domingo de finales de verano. Salíamos desde casa con la cabeza cubierta, me imagino que era para que los vecinos supieran de nuestra devoción y el destino de nuestros pasos.

Al cruzar una bocacalle lo vimos: Un pájaro dando sus últimos aleteos. Era gris, pequeño, y lanzaba un sonido que hizo que se me levantara el vello de los brazos. Nunca hasta entonces había contemplado un ser agonizante y esa imagen quedó grabada en mi retina. La verdad es que no sé si fue aquella visión, pero cada vez que veía un gorrión o una golondrina volar en mi dirección me tapaba la cabeza con el brazo. Mi aversión se extendió a todos los seres volantes, como solía llamarlos, y a pesar de temblar de asco y de miedo viendo la película de Hitchcock para ver si lo superaba, nunca lo conseguí.

Cuando años más tarde hice terapia, mi psicoanalista estaba más interesada en mis desarreglos emocionales que en la fobia a las aves, así que no insistimos en el tema. Y ahora estoy sentada en esta terraza, contemplando un pájaro inmóvil sobre la veranda del hotel y tengo una sensación de quietud que me resulta desconocida. Me arrebujo en la manta que me cubre y me sueno la nariz. El aire está frío a esta altura y hasta me lloran los ojos. Pero no me muevo. La inmensidad de Los Andes me sobrecoge y creo que a él también, aunque esté acostumbrado y este sea su hábitat.

Gira la cabeza, me mira con esos ojos profundos que me inquietan y no soy capaz ni de mover los pies que siento helados. Debí hacer caso y ponerme los calcetines de lana gruesa que me ofrecieron comprar a la entrada del pueblo. Los de ciudad creemos que por haber viajado sabemos más que los lugareños… La prepotencia del ignorante.

El pajarraco sigue quieto. Yo también. De pronto, voltea su testa hacia la derecha en dirección a unas nubes que avanzan rápidas. Puede que en un rato el cielo se cubra y tengamos que dejar la terraza los dos. Pero cada uno en su dirección. ¡Por favor, que no se me acerque! Si lo hace le tiraré la manta encima y llamaré a algún camarero. Cojo mi libro, pero sigo mirándolo de reojo. No me puedo concentrar en la lectura. ¡Maldito pájaro!

De pronto en un aleteo rápido se baja de la veranda y, caminando con esas patas que heredaron de los dinosaurios, se dirige hacia mi sillón. Dejo el libro sobre la falda y comienzo a hacer ruido con las manos, pero el muy cretino debe creer que estoy aplaudiendo su actuación porque sigue avanzando hacia mí. Así como en la facultad nos gustaba imaginarnos a los profesores en el retrete para darles una pátina humana, intento visualizarlo rodeado de patatas en la fuente del horno. No surte efecto. Quiero gritar pero no puedo. Es como si un carozo del fruto más grande del mundo se hubiera hecho un sitio en mi garganta. El bicho sigue su andar y ya llega hasta el borde de la manta que me cubre las piernas. Me la quito y se la tiro encima. Hay movimientos debajo de esos cuadros escoceses. Le arrojo el libro, pero no le doy. Un pico negro seguido de una cabeza del mismo color se asoma por un extremo de la frazada. Los sigue el resto del cuerpo. Cierro los ojos con fuerza para que no me los picotee. Silencio. Quietud. Cuando vuelvo a abrirlos, solo un poquito, lo veo a pocos pasos de mi pie derecho. Con el izquierdo me quito el botín y estiro la pierna derecha hasta tocarlo con el dedo gordo. Acerca el pico a mi media y el carozo que tenía en la garganta parece que ha desaparecido, porque alcanzo a decirle: “Hola, querido.”

© Liliana Delucchi

El futuro incierto

Marieta Alonso

Aquí estoy. Sin saber hacia dónde tirar. Dejé el nido tras una seria conversación con mi madre que me dijo que había llegado el momento de levantar el vuelo. Con lo cómodo que estaba no me apetecía nada, pero las cosas son así, no todo es para siempre.

Cansado tras el largo viaje, comer, dormir…, era cuanto necesitaba. Me acerqué a una bandada de pájaros, allí tendría que haber comida y así fue. Sacié mi hambre, y siendo previsor llevé algo de pitanza a un lugar solitario al pie de una cerca.

Los días iban siendo más largos y recordé las palabras de mi madre cuando dijo que no me preocupara, que el instinto me diría lo que tendría que hacer en cada momento, pero en aquel instante lo que sentía era nostalgia de mi hogar.

Una leve llamada me despertó, al principio imperceptible, después se fue haciendo más fuerte. Miraba a un lado y a otro, pero estaba solo. Era como si naciera desde mi interior. Era la señal de mi primer ciclo de reproducción. No lo sabía y me turbaba esa ansiedad, ese nerviosismo como si estuviera en peligro.

La llegada de ella fue como si mi infancia terminara, como si la hubiera estado esperando toda la vida. Un minuto antes picoteaba la comida solo y dormitaba más solo todavía. Un segundo después, una preciosa hembra estaba allí, a poco menos de un metro de distancia, emitiendo un armonioso canto y balanceándose. Por un instante nos miramos, me sonrió y me sentí capaz de volar miles y miles de millas. El viento nos acariciaba, el color ocre de la tierra, el verde de los cereales, el rojo de los frutos colgando de los árboles, era como si emitieran una dulce melodía.

Nunca había experimentado ese impulso nupcial y, de repente, se desencadenaba. No sabía qué hacer, por lo que volé hacia mi escondite gastronómico y tomé un pequeño insecto con el pico. Dudé un instante, pero algo hizo que me contoneara yendo hacia ella y con mucha timidez se lo ofrecí. Inclinó su cabeza como si fuera un pichón mendigando un bocado y nuestros picos se unieron.

Con ese simple acto me ofrecí como compañero de vida y ella me aceptó. Comenzó nuestro idilio. Al caer la tarde alcé el vuelo trazando círculos en torno a mi pareja, silbando muy suave. Ella voló conmigo, unos pocos centímetros detrás, como siguiendo mi huella y nos dirigimos hacia una ladera cubierta de pasto.

Esa noche dormimos muy juntos, apretaditos uno contra el otro, cuello contra cuello. La luz del día nos iluminó y nos pusimos a trabajar en nuestro primer nido de amor. Debía estar listo para esa época de crianza que se avecinaba.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

Estación de Chamberí

15 octubre, 2019 por Akelarre 6 comentarios

Antigua estación de metro de Chamberí

La estación de Chamberí

Entre los vagones, railes y líneas de metro que recorren la ciudad de Madrid se encuentra una estación semi abandonada: Chamberí, situada en el distrito que le da nombre. Es ese espacio, lleno de historias, leyendas y fantasmas, el que hemos elegido este mes para el desarrollo de los cuatro cuentos a los que esperamos haber sabido trasladar su magia.

Inaugurada el 17 de octubre de 1919 e inspirada en las estaciones parisinas de la época, era una de las ocho de la red del metro de la capital española. Su arquitecto fue Antonio Palacios.
Estuvo en funcionamiento 47 años. En la década de los 60, y debido al aumento de demanda del suburbano, decidieron introducir metros con vagones de mayor capacidad. La de Chamberí fue imposible de ampliar, por ello se cerró finalmente en 1966.
A partir de entonces los trenes que circulaban entre Bilbao e Iglesia la atravesaban pero sin detenerse, razón por la cual se la comenzó a llamar “la estación fantasma“.

En 2008 se abrió al público en forma de museo. Se han restaurado integralmente los muros, alicatado, bóvedas y carteles publicitarios, así como el mobiliario y los andenes originales. Es quizás un espacio que poca gente conoce, sin embargo, es uno de los lugares de Madrid que nos retrotraen a principios del siglo XX.

La rayuela

Cristina Vázquez

La taquillera del Metro

Malena Teigeiro

Reencuentro

Liliana Delucchi

Fantasmas en la estación de Chamberí

Marieta Alonso

La rayuela

Cristina Vázquez

La primavera reventaba en cada esquina con la ligereza del don otorgado. ¿No era fantástico que volvieran a brotar los almendros? O lo que fuera, porque Laura siempre calificaba de almendro a cualquier árbol que se cubriera de flores blancas o rosadas.

Sí, era maravilloso, se decía mientras avanzaba hacia su casa esa tarde de tibio abril, aunque el zapato, por más media suela que le hubiera puesto, se empeñara en volverse frágil obligándole a contactar con la dureza y el frío del suelo más allá de su deseo. Pero no estaba dispuesta a que esa futilidad, el picor del resto de sabañones del invierno y la cara macilenta de su madre, le quitaran la alegría renovada de esa primavera.

El invierno había sido duro en Madrid. Un invierno frío en el que cada vez escaseaban más alimentos y elementos. Las sopas de cáscara de patata, el pan agusanado y el desánimo iban cercando las ojeras y las conversaciones de los mayores. Las tardes oscurecidas alrededor de un brasero oyendo las noticias en la radio. ¿Sería verdad? Imposible. Y la esperanza se debatía en un vaivén desesperado. Lo peor eran los gestos secos, resignados, cuando llegaba la certeza de algún desastre o muerte de un ser cercano, en el que esa esperanza se reducía a cenizas.

La madre de Laura era una mujer de una vez. Nadie la movía de sus convicciones ni de su sillón. Había decidido que muerto su hermano Pepe Ramón en el frente y perdida su escasa pero bien aireada fortuna por un requisamiento del gobierno, y por la mala gestión de su familia, realidad que nunca reconoció, se quedaba sentada en su poltrona y no había rojos ni nacionales que la movieran de ahí.

A Laura le resultaba francamente incómodo tenerle que solventar todas las necesidades y caprichos, que no contenta con haberse arruinado exigía en el estraperlo jabones y polvos de talco ingleses.
—Tengo la piel muy fina —afirmaba desolada—. Pero mi hija, que es un ángel, me consigue todo.

Una sonrisa, que a Laura le parecía ignominiosa, iluminaba su cara. No sabía de los riesgos y los tratos peligrosos que tenía que hacer. Ella permanecía igual que un ídolo indiferente asumiendo como un inevitable destino las desgracias que les rodeaban, sin perder ni su sentido del humor ni su altanería.

Laura se había hartado de suplicarle que bajara al refugio del metro de Chamberí, la estación más próxima a su casa y la que les habían asignado. Todos los vecinos al sonar las alarmas bajaban en tropel, unas veces en pijama, con mantas, llantos, bigudies y solidaridad, mientras la buena señora apagaba las luces y se quedaba inmóvil en su sillón o en la cama según la hora.

Por favor mamá, por favor, suplicaba la hija desesperada al dejarla, pero viendo su inconmovible actitud salía pitando al refugio. No podía evitar la claustrofobia al ver esas empinadas escaleras que marcaban la dirección a Vallecas y siempre temía que se precipitaran todos por ellas. Pero nunca sucedió. Se fueron acostumbrando mal que bien a acomodarse en la estación y ya casi tenían asignados los sitios dónde se colocaban. Hasta hicieron amistades.

Laura se sentaba al lado de Eduardo, un joven del 32 de la misma calle, que no estaba en el frente por tener un ojo vago. Nunca antes se habían visto y desde el Averno, como decía él que estudiaba letras, trabaron una buena amistad. Para mitigar la ansiedad que sentían, sobre todo ella por saber qué habría pasado con su madre al volver a casa, idearon una especie de juego de tres en raya dónde ponían palitroques de muerte o vida. Aunque resultara macabro les permitía sobreponerse al ruido de los aviones y de los bombardeos y cogerse las manos en los momentos de máxima intensidad.

Y esa primavera tibia con los almendros o lo que sea florecidos, a Laura no le dio tiempo a llegar a su casa, pues empezaron a sonar las alarmas y tuvo que meterse a toda velocidad en la estación de metro sin Eduardo ni vecinos que conociera. Esperó acurrucada en el mismo sitio de siempre y miraba su juego de rayuelas en los baldosines con temor. Esa vez no se atrevió a pintar ni una raya.

Volvió a su casa.

Después de muchos años, lejos ya de ese barrio y de esos recuerdos, regresó a la estación de metro que estaban a punto de cerrar. Buscó en la pared si quedaba algún resto de los trazos que hacía con su amigo en un enigmático, perverso y alentador juego de vida y muerte. Y recordó la alegría de esa tarde cuando al volver a su casa comprobó que había ganado la vida.

© Cristina Vázquez

La taquillera del Metro

Malena Teigeiro

Del más gallardo, vago y maleante de los jóvenes de su aldea, se enamoró Nana. Tan loca estaba por él que aunque su padre, después de enumerarle la serie de desgracias que le tocarían vivir, de que la amenazara con que nunca la dejaría volver a entrar en casa, ella siguió haciendo su maleta.

El primer día de su convivencia comenzaron sus pesares. Juan antes de llevarla a pensión en donde vivía, la mostró como un trofeo a sus amigos. Luego, ya en la habitación la hizo la más feliz de las muchachas. Apenas habían descansado unas horas cuando le ordenó que fuera a por dinero.

––No creas que voy a dejar que te quedes a mi lado si no traes con qué mantenernos.

Y Nana acudió a su abuela. Le contó la pretensión de Juan y le pidió ayuda. Por qué no lo dejaba, masculló la anciana después de escucharla atentamente. Nana sacudió la cabeza. No podía, bajó la vista avergonzada. Cuando estaba a su lado, siete mil rayos la recorrían. Se le escapaba el aire y se sentía gravitar a su alrededor como si fuera su luna.

La anciana se levantó y salió de la habitación. Instantes después volvió llevando una caja de lata roja y unos billetes entre los dedos. Quería habérsela dado el día de su boda, tal y como a ella se la dio su abuela. Y la dejó sobre la mesa como el que coloca a un niño dormido en la cuna. Luego la abrió. La luz arrancó lujuriosos destellos a un montón de monedas de oro. La anciana cerró con mimo la tapa y empujó la caja hacia su nieta. Le pidió que no usara esas monedas a no ser que fuera absolutamente necesario. Luego, a un lado de la caja dejó un puñado de billetes. ¿De dónde las has sacado?, preguntó Nana con los ojos muy abiertos. La abuela se pasó la mano por la frente avivando sus recuerdos. Alguna de sus antecesoras había sido vidente, y gracias a ello, había conocido las necesidades que un día tendría una de sus descendientes. Entonces se le ocurrió llenar de monedas la caja roja, que luego se fue pasando de generación en generación. Había que conservarlas hasta que llegara a aquella que tanto la iba a necesitar.

––Te convendrá guardarlas, porque ese tipo te va a dejar en cualquier momento: Preñada y en la calle ––añadió con voz ronca.

Era casi de noche cuando Nana volvió a la pensión. Él no estaba y Nana aprovechó para esconder la caja. Después se sentó a esperarlo. Cuando lo vio entrar, le mostró los billetes. Juan la besó y abrazó, mientras que con el dinero en la mano, le susurraba lo que la adoraba. Durante un tiempo Nana fue feliz, aunque, temerosa, nunca le habló de la caja roja. Cuando casi se había acabado el dinero, el talante del hombre cambió. Intentando remediar su penuria, Nana se puso a trabajar como taquillera en la estación de Metro de Chamberí.

Y mientras estaba expendiendo billetes, había una cosa que de verdad la asustaba: Que él, que cada vez la trataba peor, encontrara la caja de lata roja. Tengo que esconderla en otro sitio, se dijo. Después de decidirlo, cambió su turno de mañana al último de la tarde. Desde la primera tarde, comenzó a estudiar el cierre de la estación. Aviso a los pasajeros, avisos a los empleados, los vigilantes… Podría hacerlo, decidió.

Una noche se quedó escondida dentro de su cabina, y cuando ya no quedaba nadie en los andenes, con mucho cuidado levantó uno de los ladrillos de debajo de las patas de su silla de hierro. Luego, lo volvió a dejar en su sitio. Y así siguió noche tras noche hasta hacer un hueco lo bastante profundo para esconder su caja. Al día siguiente, y mientras Juan dormía, recogió la caja de lata roja y la guardó en el bolso. ¡Ya solo me queda un paso para vivir completamente tranquila!, rumiaba una y otra vez mientras despachaba los billetes, sonriente, amable. Cuando al finalizar su jornada el Metro cerró las puertas y estuvo segura de que no quedaba nadie en los andenes, levantó el ladrillo e introdujo la caja en el hueco.

La madrugada de la primera noche que Nana se había quedado a dormir en su taquilla, Juan, borracho como una cuba, se tiró sobre el vacío colchón. A mediodía, con Nana a su lado se despertó. Aunque no recordaba que la noche anterior ella no estaba, percibió una expresión diferente en Nana y comenzó a recelar. Luego de sentir varias veces lo mismo, creyendo que lo engañaba, decidió seguirla hasta el Metro. Entró detrás de ella y se confundió entre la gente. Quería ver con quién hablaba y con quién se iba al terminar la jornada. Cuando vio que no aparecía nadie a buscarla y que ella sin que él se diera cuenta había desaparecido, se acercó a la taquilla. Miró a través del cristal y la vio de rodillas colocando un ladrillo sobre una caja roja. Aporreó el vidrio. Asustada, Nana levantó la cabeza. Luego, pálida, desencajada, abrió la puerta. Él la agarró por el pelo y la arrastró por el andén hasta casi la escalera. Nana consiguió sujetarse a una de sus piernas. Perdido el equilibrio, Juan cayó rodando por los escalones. El cartel de azulejos parecía indicarle el camino: Bilbao, Tribunal, José Antonio, Sol… La risa de la joven retumbó entre los vacíos túneles. Si en el infierno había fuego, en el sol mucho más. Ojalá ardas en él, gritó al verlo inánime en el suelo. Nana volvió a su taquilla, recogió del agujero la caja roja y se tumbó en el suelo para pasar la noche. Nunca más volvió a su trabajo de taquillera en el Metro.

Y dicen que cuando el tren pasa sin detenerse por la fantasmal estación de Chamberí, algunos pasajeros perciben el espíritu de Juan vagando por los andenes. Quizá espera que Nana vuelva a expender billetes en su taquilla.

© Malena Teigeiro

Reencuentro

Liliana Delucchi

De camino a la visita semanal a su madre, Fernando estaba un poco adormilado en la butaca del metro cuando el vagón pasó de largo por la estación de Chamberí. Cada vez que la atravesaba detenía sus ojos en los viejos carteles y las cerámicas. Sin embargo, esta vez vio algo que llamó su atención: Una mujer de pie, junto al anuncio del Trust Joyero, con indumentaria de principios del siglo XX. Sonrió al recordar que se organizaban visitas guiadas a la estación. Era probable que hubiesen contratado a una extra para dar más realismo. O quizás fuera alguna figura como las de Madame Tussauds que ponen los británicos en sus castillos.

Cuando llegó a casa de su progenitora la encontró en su sillón favorito con una caja sobre la falda, fotos y recortes desparramados a su alrededor. Desde la muerte de su marido, doña Eulalia pasaba las tardes en la organización de armarios o la búsqueda de recuerdos que la llevaran a los tiempos que había compartido con él. Cuando llegó su hijo a merendar, como todos los miércoles, levantó la vista.

Fernando, sentado a su lado, le cogió la mano antes de decirle que traía su pastel de manzana preferido.

––¿Quién es? ––preguntó el joven recogiendo un retrato del suelo.

En color sepia, se veía a una muchacha junto a una mesa con flores, abanico sobre la falda y la cara ladeada, como evitando la cámara. Media sonrisa iluminaba el rostro cercado por rizos castaños recogidos en un moño debajo del sombrero.

––Tu tía abuela, Milagros.

––No llegué a conocerla.

––Claro que no ––respondió la señora ––. Murió de amor antes de que tú nacieras.

––La gente no muere de amor, mamá. Muere de enfermedades, de vejez o hasta se suicida. El amor no ha matado a nadie, más bien da la vida.

Cualquiera que fuese la respuesta de su madre, estaba dispuesto a escucharla.

––Lo que tú digas, pero la pobrecilla acompañó a su novio hasta la estación de metro, volvió y se sentó en una butaca mirando la puerta por la que él volvería y allí quedó, hasta que la parca vino por ella.

La señora acarició la foto con dulzura y le dio un beso antes de continuar.

––Eran tiempos difíciles aquí, en España. El prometido de mi tía perdió su trabajo y aunque estuvo buscando otro durante mucho tiempo no lo consiguió. Un primo suyo había emigrado a México y le escribió que allí había oportunidades para la gente trabajadora, así que el pobre metió sus pocas pertenencias en una maleta decidido a partir.

Doña Eulalia rebuscó dentro de la caja que tenía a la derecha hasta encontrar un abanico. Era el que llevaba la joven de la foto. Lo abrió y volvió a cerrarlo antes de devolverlo a su sitio y continuar con su relato.

––Milagros lo acompañó hasta la estación de Chamberí donde él cogería el metro, luego un tren y seguramente un barco. La pobrecita volvió a casa con la cara hinchada por el llanto. Después se sentó en una butaca a esperar las cartas de su amado.

––Que nunca llegaron ––la interrumpió Fernando.

––¡Oh sí! Al principio con mucha regularidad. Recuerdo sentarme junto a ella para que me las leyera. Le encantaba hacerlo una y otra vez. Decía que era como escuchar su voz. Con el tiempo se espaciaron. Fue entonces cuando Milagros empezó a visitar la estación de Chamberí, para sorprenderlo, esperándolo cuando volviera.

La señora bebe un poco de su taza de chocolate antes de seguir.

––Luego dejaron de llegar las cartas. Aunque mi tía tuvo algún que otro pretendiente, nunca aceptó a ninguno. Esperaba a su hombre. Alguien dijo que el muy cerdo se había casado en América, pero ella no lo quiso creer. Son habladurías, musitaba, gente envidiosa.

Anochece cuando Fernando deja la casa materna y coge el metro de regreso. Como esta vez va del lado contrario, no puede ver si la figurante sigue en su sitio.

Prepara algo de cenar y se sienta con una bandeja frente al televisor. A ver si hay algo que me entretenga, dice para sí. Pero el aburrimiento de las consabidas series y las malas noticias del telediario lo adormilan. Está en un barco, las olas lo mueven de un lado a otro. Tiene sed y la boca pastosa. Alguien grita hombre al agua. Despierta en su sillón, frente a una pantalla llena de policías y maleantes. La apaga.

Ya en la cama no logra conciliar el sueño. ¿Por qué este desasosiego?, se pregunta y vuelve al salón a buscar consuelo en un vaso de whiskey.

Está en la estación del metro, con un abrigo raído y una maleta atada con cordeles en el suelo. Milagros lo tiene cogido de las manos, mueve los labios pero él no alcanza a entender qué es lo que dice. Un largo abrazo y el vagón que parte. El hombre la saluda desde detrás del cristal de la ventanilla. Ella le tira un beso con su mano enguantada. Fernando da vueltas en la cama, acomoda la almohada e intenta reconciliar el sueño.

El miércoles siguiente, cuando atraviesa Chamberí, vuelve a ver a la mujer bajo el mismo cartel en que estaba la semana anterior. Reconoce el sombrero, los rizos castaños y los guantes. Traga saliva, se seca la transpiración de las manos en los pantalones, intenta controlar sus piernas que no dejan de temblar.

––No vas a creer lo que vi de camino a tu casa ––dice a su madre mientras le sirve una taza de chocolate ––. Cuando venía para aquí, al pasar por la estación abandonada vi a tu tía bajo el cartel del Trust Joyero.

––Claro –responde la señora mientras estira la manga de su rebeca –. Lo está esperando. Ya te conté la historia la semana pasada.

––Mamá, los fantasmas no existen.

––Lo que tú digas ––contesta la anciana a la vez que se sirve un trozo de pastel.

Resuelto a hablar con la mujer cuya visión lo atormenta, Fernando decide hacer una visita a la estación abandonada.

––¿Desde cuándo contratan figurantes? ––pregunta al guía. El hombre se detiene y lo mira antes de contestar que la gente que está allí es personal de la estación, no emplean actores.

Fernando se encamina hacia el anuncio del Trust Joyero. El resto de los visitantes se sorprende al ver a un hombre que estira la mano hacia un espacio vacío delante de las cerámicas de la publicidad. Parece como si acariciara el aire y, con el gesto de quitarse el sombrero que no lleva, le oyen decir: “Aquí estoy.” Los turistas no pueden escuchar la respuesta que suena en los oídos de Fernando: “Te estaba esperando.”

© Liliana Delucchi

Fantasmas en la estación de Chamberí

Marieta Alonso

Cuando aquel luminoso 21 de mayo de 1966, las puertas se cerraron con un ruido ensordecedor, mi novio y yo estábamos dándonos un apasionado beso en uno de sus rincones. Ni cuenta nos dimos. Me había pedido que nos casáramos y con la emoción nos quedamos dentro.

Ya nadie volvió a subir ni a bajar de ningún vagón, los trenes no paraban. Recorríamos todo el andén con los brazos en alto haciendo señales, pero los pasajeros no nos veían. Iban tan ensimismados en sus pensamientos, leyendo o hablando que nadie se percató de nuestros gritos. Subíamos los peldaños de las escaleras y dábamos golpes en las puertas de entrada y salida. Nada. Todo era silencio.

Mi hombre, con aquellos ojos color de avellana llenos de vida, perdió la esperanza. Me tomó de la mano y nos sentamos a aguardar un milagro. Soñábamos con las mantecadas de aquel convento cerca de mi casa, con la fuente de agua cristalina de nuestro barrio, pensábamos en la angustia que tendrían sus padres y los míos por nuestra desaparición. Nos arrebujábamos en el suelo de la taquilla con mi abrigo azul marino y su chaqueta de pana marrón. Esperando, siempre esperando. Llorar hacía que nos sintiéramos mejor.

Muchos años pasaron y un día se abrieron las puertas y comenzó un ir y venir de gentes, albañiles, carpinteros, pintores, hombres con cascos dando órdenes… Nuestra antigua estación de Chamberí, nuestro hogar, se iba a convertir en museo. Nos presentamos ante ellos, pero lo mismo que los pasajeros de los trenes, no nos hicieron caso. Poco importa ya.

Ahora nos entretenemos recorriendo el museo, viendo fotografías, logotipos, carteles, el silbato con el que el jefe de la estación daba la señal de apertura y cierre de puertas… Y aunque hacemos ruidos extraños, algún que otro empujoncito a los visitantes, pasamos a través de las parejas de enamorados, y jugamos con los niños, pocos son los que se estremecen.

El olvido duele.

© Marieta Alonso

Publicado en: Fotos

  • « Página anterior
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • 6
  • …
  • 9
  • Página siguiente »

Copyright © 2023 Nuevo Akelarre Literario. Todos los derechos reservados
Aviso Legal | Política de privacidad | Cookies
Diseño gráfico de Patricia Sánchez | Web realizada por Natalia Grech