
Puertos marineros
Los datos iniciales en torno a la aparición de los puertos datan del periodo comprendido entre los siglos X y V a.C., cuando los fenicios, egipcios y griegos construyeron los primeros refugios en enclaves naturales que aportaban protección ante la meteorología adversa. Pero eso fue solo el inicio. En la actualidad, además de aquellos destinados al comercio, existen los navales, pesqueros o deportivos.
Estos lugares de tránsito siguen siendo el punto de partida en la búsqueda de aventuras y diversión que se extienden a lo largo y ancho de los continentes, e implican el comienzo o el final de sueños y desventuras. En uno de ellos quisimos situar este mes historias que describen cómo un borrachín y un juerguista descubren juntos el sentido de la vida; una mujer que regresa al pueblo del que tuvo que huir; un intruso que pretende formar parte de una familia consolidada o una joven que encuentra la paz en la pintura de esos territorios mágicos.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La vuelta
Cristina Vázquez
Todas las tardes del mes de julio, la oronda mujer se sentaba a la mesa que tenía reservada.
—¿Lo de siempre?, doña Antonia —se afanaba cortés el camarero, conocedor de las buenas propinas que solía dejar.
—Hoy voy a tomar champán —subió la mirada ribeteada de verde—. Es una fecha especial.
Con los ojos cerrados, suspiró con teatralidad e hizo un ligero movimiento de despido al camarero con su enjoyada mano. Enjoyada y regordeta como era toda ella. Tenía el pelo teñido de rojo, sujeto en un alborotado moño, las manos de uñas largas también rojas como los labios que fruncía con desdén o mimo, según la circunstancia.
Al dar las ocho de la tarde la mujer aparecía en el local y se sentaba en la terraza a mirar el puerto. Exigía que le reservaran la misma mesa y ahí se quedaba un buen rato en una contemplación silenciosa.
Había llegado a ese pueblo el verano anterior y se comentó la exorbitante suma pagada por la mejor casa del promontorio. Esta formaba parte del conjunto histórico que se había mantenido casi intacto y que desde el bar Las Olas, donde iba cada tarde, se apreciaba perfectamente.
Llegaba en un Mercedes color guinda, el chófer le abría la puerta y avanzaba hacia su mesa despertando a su alrededor un aura de riqueza y poderío subrayado por las muchas joyas y el traje diferente que lucía cada tarde. El aire de diva en retirada obligaba a todo el mundo a fijarse en ella, aunque fuera una mujer rechoncha, enfajada y con un aire de vulgaridad inapelable. También cierto aire de misterio que elevaba las murmuraciones sobre quién sería esa dama, bueno, esa mujer matizaba Carmelita, la del guardarropa. Las buenas propinas pulían y a la vez exaltaban los comentarios y la curiosidad sobre su persona.
Al hablar tenía un ligero ceceo. Si se tomaba la tercera copa entonces la voz se hacía más aguda y pronunciaba las erres de manera gutural, como si fuera francesa. Ella había vivido en todo el mundo, tout le monde, concedía soñadora, y los ojos verdosos se le iluminaban con un destello de dudosa alegría.
Los camareros y el público se quedaron sorprendidos cuando Manen, el anciano mendigo que rondaba por los locales a lo largo del malecón, se sentó a la mesa de doña Antonia con su aquiescencia. Cuando el camarero fue a echarle, la señora dijo que le trajeran a Manen lo que quisiera. La severidad de su mirada obligó a detener cualquier posible protesta. Charlaban amistosamente y al acabar la comida, se levantaron a la vez y vieron cómo el mendigo se subía al asiento junto al chófer.
—Esa mujer está loca —advirtió el jefe—. Que no se le ocurra volver a sentar a ese tipejo en mi bar.
Al día siguiente, a la hora de siempre, volvió a aparecer doña Antonia acompañada por un hombre menudo que desprendía una elegancia innata, pese a que le quedaran largas las mangas de la chaqueta y su andar fuera un poco encorvado. Después de atenderles, el camarero volvió a la cocina con cara de estupor.
—¡No os lo vais a creer! El que está sentado con la doña es el Manen vestido de señorito.
Se iban turnando para llevar las copas que pedían y alguna croquetita o algo de picar, exigió Manen con desparpajo. Se fueron juntos en el coche igual que la tarde anterior y repitieron esta ceremonia hasta que terminó el mes de julio. Doña Antonia se despidió con una espléndida propina y la orden de que a don Manen se le sirviera lo que él quisiera.
—A final de mes pasará mi chófer —señaló vagamente hacia el coche—, a pagar la cuenta.
Cada tarde, Manen aparecía bien vestido, y se pasaba un buen rato tomando su aperitivo y a veces hasta la cena. Uno de los días, antes de que el local se cerrara por fin de temporada, se acercaron para que Manen les aclarara quienes eran, en verdad, él y la señora. El hombre se resistió un poco, pero al final confesó que antes era un chico rico y señaló una casa al otro lado del puerto.
—Esa era mi casa —apreció con nostalgia—. Ahora es de Antonia y bien ganada la tiene.
Él la ayudó a marcharse en un barco carguero, hacía mucho tiempo de eso, hizo un gesto con la mano como si alejara algo. A la pobre chica, miró a su alrededor, la violaron. Luego supo que su padre fue uno de ellos y nunca le perdonó que le ayudara escapar.
El silencio a su alrededor era total. Nadie se movía. La ausencia de clientes y el devenir de la noche iba creando un ambiente de confidencia. Trabajó sin descanso, era una buena cocinera, siguió, y tuvo uno de los restaurantes más famosos de Francia. Había ganado mucho dinero, se frotó los dedos. Ahora que estaba viuda y que ya nadie se acordaría de ella, volvió al pueblo y compró la casa de su familia.
—Mientras esté fuera voy a vivir en ella y cuidarla —una sonrisa dulcificó sus facciones—. Es una buena mujer que no olvida.
Las redes
Malena Teigeiro
Pintaba puertos, playas o acantilados. Pero, sobre todo, puertos. El color del mar, los inmensos cielos que lo cubrían, la hacían volar sobre él. Le daba lo mismo colorear el verde oscuro de las playas del norte de Francia, el azul grisáceo de las islas del Pacífico, o el turquesa de las playas caribeñas. Incluso pintaba algunos puertos teñidos de rojo con lava del volcán.
Muy pocos comprendían su atracción por los puertos, que olían a aceite, a sal, y a pescado, en donde podías sentarte a charlar con los que remendaban las redes o a tomar un vaso de vino.
A veces acompañaba a Antonio, un patrón amigo de su padre que solo salía al mar en busca de la cena. Si pescaba poco, la invitaba a su casa de encima de la playa, y si habían tenido suerte, le daba los peces para que ella los vendiera. Salían al atardecer. A ella una de las cosas que más le placía era sentir el frío de la arena en los pies desnudos cuando caminaba hacia la barca. Siempre le pareció que estaba igual de fría que su padre cuando se lo trajeron muerto.
Una mañana, Antonio también apareció muerto en su cama. Algún día tenía que ser, escuchó a uno de por allí. Después de aquel comentario, Paco se le acercó. Si quería, él podía llevarla también en su barca. Ella no contestó.
Días después del entierro, Paco se acercó a su casa. Venga mujer, le dijo, que no era bueno que estuviera encerrada. Vente conmigo que voy a echar las redes esta noche. Ese día no fue, pero, al otro, cuando volvió a pedirle lo mismo, pensó que tenía razón, no era bueno estar tan sola. Además, nada le gustaba tanto como estar en el mar. Y fue con él.
Salieron varias noches hasta que una de ellas, mientras esperaban a que se llenaran las redes él, sentado en la borda, la animó a beber un trago de aguardiente. Ella apenas mojó los labios mientras el otro se bebía media botella. Le vio los ojos rojos, los labios violetas y una risa tonta. Ven, ven. Acércate, le decía balanceándose con el ritmo de la mar. Ella se acercó y de un empujón lo tiró al agua. Había aprendido a defenderse de los hombres.
Al día siguiente, al atardecer, unos pescadores encontraron la barca a la deriva. Uno de ellos la acomodó entre los aparejos, el otro recogió las redes. Paco, como un pez, apareció en ella.
Durante el juicio, le declaró al juez que fue ella la que lo empujó. Conocía lo que le pasaba a las mujeres cuando los hombres se ponían en aquel estado, y ella no estaba dispuesta a pasar por eso. El magistrado sentenció que la internaran en un siquiátrico.
Desde entonces, vive allí, y si bien es verdad que no puede mojarse los pies en el mar, ni sentir el frío de la arena en las plantas de los pies, le han dado las pinturas con las que disfruta pintando los puertos.
El intruso
Liliana Delucchi
—Has ido a la peluquería —dijo Hortensia mientras servía café a su hermana.
—Estaba harta de llevar moño. Paolo me ha recomendado este corte más juvenil.
—¿Jóvenes nosotras? Te engaña para sacarte dinero —murmuró la mayor al tiempo que untaba una tostada con aceite—, ¡Paolo! Se llamaba Eulogio cuando era pescador, como casi todos los de este pueblo —siguió rezongando— ¡Paolo! Unos años en Italia y vuelve con nuevo nombre y oficio de peluquero. ¿A quién quiere engañar?
Casi tiró la silla cuando se levantó de la mesa para recoger los restos del desayuno. Continuó farfullando que a Azucena la engañaba cualquiera que la mirara un poco.
—Tenemos la edad que tenemos y ningún corte de pelo ni falda nueva como la que llevas va a enmendar eso —soltó airada.
La más joven hizo como que no la oía y salió canturreando al patio con la excusa de regar las plantas.
Hortensia se asomó a la puerta secándose las manos con el delantal, que ya estaba para que lo jubilaran, con intención de hacer las paces.
—¿Te apetece un paseo por el malecón?
—No. Esta mañana pretendo ir al mercadillo. Hay un nuevo puesto que ha traído modelos de la ciudad y quiero verlos —contestó la otra mientras cortaba un capullo de rosa y se lo ponía en el ojal de la blusa.
—¿Vendrás a comer o también lo harás en el pueblo?
—Vendré, cariño. ¿Cómo voy a perderme tu rabo de toro?
Al fin, dejando de lado su ira y casi sonrojada, la mayor de las Gómez hizo, entre silencios, preguntas sobre cotilleos que su hermana habría escuchado en las tiendas y se ofreció a acompañarla.
Habían nacido en lo que entonces era un caserío y que, a causa del turismo, se transformó en una pequeña ciudad donde nacionales y extranjeros iban de vacaciones. Toda una vida allí, entre pescadores que se habían pasado a la construcción o al comercio, y empezaron a dar cierto lustre a lo que ellas recordaban como un villorrio descascarado.
Toda una vida allí, una existencia pacífica sin más colorido que el que aportaba la Semana Santa, los Carnavales o la romería, se decía Hortensia mientras intentaba alcanzar el paso más firme de su hermana a lo largo de esas callejuelas infestadas de turistas. Y ahora, encima, llegaba ése haciéndose el italiano ¡qué va a ser italiano, si nació aquí, como nosotras!
Azucena era distinta. Desde pequeña le gustaba la vida de las ciudades: leía revistas de moda, le pedía a la modista diseños imposibles y fue la primera en hacerse socia de la biblioteca en cuanto la construyeron.
Su hermana la sacó de sus pensamientos preguntándole si le apetecía volver dando un paseo por la playa.
—Mira, allí está. Nuestra barca. Ya no la utilizamos, deberíamos pintarla y volver a navegar, como hacíamos con papá.
Hortensia lanzó una mirada de soslayo ante la propuesta de esa enloquecida, antes de responder:
—Ya no tenemos fuerzas para remar.
—¡Serás tú! Mira mis brazos —levantó la manga de la camisa para que su hermana viera sus músculos—. Además, podemos invitar a Paolo. Él es fuerte, sin duda nos llevará a puerto seguro.
¡Otra vez Paolo! Que no vea mi hermana cómo frunzo la boca, dice que me salen códigos de barra. ¡Maldita sea! ¿De dónde saca esta chica ese tipo de cosas? Hizo un amago de sonrisa antes de sorprender a la más joven con su respuesta.
—Muy bien. Si así lo quieres, saldremos con tu peluquero. Podrías invitarlo a comer, así lo veo.
El comedor estaba resplandeciente y fresco el domingo en que el pseudo italiano entró en él. Llevaba flores para Hortensia y un frasco de perfume para Azucena. Ésta lucía radiante con un vestido floreado recién adquirido en el mercadillo y su melena suelta, tal como él le había recomendado. Hasta la mayor estrenaba un delantal de cocina, pero ni el delantal impoluto ni su moño estirado le daban la seguridad necesaria como para no plantearse que nunca se sabe a quién mete uno en casa.
Desde que ese hombre apuesto y risueño le había lavado no solo el pelo sino el cerebro a su hermana, pensaba que quería apoderarse de la casa y la renta que les había dejado el padre. Era un vividor que en nada se metería en la cama de Azucena. Sus especulaciones iban de un lado al otro, incapaz de centrarse en la conversación.
—¿Cuándo iremos a navegar? —la voz de Paolo sonó varonil—. Podríamos el próximo domingo, después de misa…, si a Hortensia le parece bien.
—Sea —respondió la aludida, levantando el vaso de vino en señal de brindis.
El día indicado, al salir de la iglesia, sintieron el sol del verano en la cara y, estimando que el calor iría en aumento, antes de acercarse a la barca pasaron por la casa para cambiarse y coger sombreros.
Hortensia se sorprendió al ver el atuendo de su hermana. Se había puesto pantalones cortos, una camisa semitransparente y escotada, que permitía ver el canalillo, y los labios pintados de rojo. El italiano silbó al verla.
Ciertamente su hermana tenía razón en cuanto a la fuerza de Paolo. Remó él solo y sin descanso hasta la cala solitaria donde instalaron el picnic. El hombre no paraba de hablar… ni de beber, tanto que a la mayor empezó a dolerle la cabeza.
Pero el alcohol es traicionero: suelta la lengua, escatima fuerza física y libera ideas escondidas. Así fue como, en el viaje de regreso, el presunto Adonis, al contemplar las rodillas al descubierto de su supuesta amada, le dijo que las tenía arrugadas y si quería de verdad quitarse años, él le recomendaría dónde hacerse un lifting. Cuando Hortensia vio lágrimas en los ojos de su hermana, le cogió uno de los remos al italiano y golpeó su cabeza teñida de rubio, que terminó en el agua con el resto de su cuerpo.
Tambaleándose a causa del movimiento del mar, se acercó a Azucena y después de abrazarla le dijo:
—Ya podemos regresar a casa. Solas. No necesitamos un remero. Él se arreglará…, si sabe nadar.
Ikigai, palabra japonesa
Marieta Alonso
El borrachín de aquel pueblo era querido por todos. Por las mañanas se levantaba con el deseo de enmendarse, pero al llegar la tarde se olvidaba de sus buenos propósitos. Han pasado muchos veranos desde aquel invierno en que lo conocí. Cada día iba al puerto de madrugada a recordar sus años de estibador. Fue bueno en su trabajo. Prefería aquellas horas cuando la intensa actividad portuaria aumentaba y miraba con atención la llegada de los barcos. Luego volvía a última hora de la tarde a verlos partir.
Tengo que intentar ser prudente, tengo que intentar dejar de beber, tengo que intentar reír. Mi vida no tiene sentido. Así pensaba, aunque sin resultados a la vista.
Regresaba de una fiesta cuando lo vi sentado en el muelle moviendo las piernas arriba y abajo. ¡Hola!, grité. Él con la mano devolvió el saludo. Me senté a su lado, necesitaba ese aire fresco que despeja la mente. Miró de reojo, movió la cabeza como diciendo otro que no tiene remedio. Con desgana, señaló un termo que había conocido mejores épocas al que le quedaba algo de café. Le di las gracias con una palmada en la espalda. Como no teníamos nada que decirnos nos mantuvimos en silencio contemplando el puerto.
Entonces vimos en la cubierta de un yate una pequeña sombra que se agarraba de la barandilla. Era un niño de unos ocho años. Al parecer se había despertado y, ni corto ni perezoso, salió a jugar con su pelota y esta había caído al mar. Asustados abrimos los ojos como platos al ver que el chiquillo pretendía saltar. Y saltó.
Nos miramos como diciendo y ahora ¿qué? Unos bracitos salían del agua y se volvían a hundir. Sin pensarlo nos tiramos al agua. Y uno con la ayuda del otro logramos sacar a tiempo al niño y a su pelota. El puerto se iba animando con la llegada de los trabajadores. Grité con toda mi fuerza: ¡Socorro! ¡Socorro! Alguien llamó a una ambulancia.
Ese día el beodo y el juerguista comprendieron el significado de ese término japonés: «Por lo que merece la pena vivir. Por lo que te levantas cada mañana».
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