
La fiesta de la cerveza
Su origen se remonta al 12 de octubre de 1810, día en el que se celebró la boda entre Luis I de Baviera y Teresa de Sajonia-Hildburghausen. Tras el enlace hubo cinco días de celebraciones en las que, aunque se podía disfrutar de muchas actividades, se prohibió el consumo de cerveza. Los ciudadanos repitieron la fiesta, pero no fue hasta la octava edición cuando se introdujo la bebida.
En la actualidad, unos siete millones de personas visitan cada año el Oktoberfest en Múnich, consumiendo hasta siete millones de litros de cerveza. Y en la comida no pueden faltar salchichas y codillos.
Por nuestra parte, quisimos unirnos a la celebración con relatos que pudieron haber tenido lugar allí…, o no.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Romántica confusión
Cristina Vázquez
Llevaba meses sumida en una desagradable apatía, casi tristeza, después del inesperado abandono de Gerardo. Fue muy feo, muy poco señor, como dijo mi madre. “Mejor que haya sido ahora que si no, hija, días de gloria te hubiera dado el sinvergonzón ese”. Yo la miraba tratando de convencerme del futuro horrendo que me esperaba si, por fin, hubiera oído la marcha nupcial agarrada del brazo del sinvergüenza ese. Ponía cara de convencida mientras recordaba su risa, las caricias apasionadas y los proyectos que compartimos.
Para consolarme, mis padres nos invitaron a mi amiga Margarita y a mí a un crucero por el Mediterráneo. Nos subimos a ese paquebote lujosísimo, llenas de excitación y ganas de divertirnos. Bajo la premisa de que las penas con pan son menos, que nosotras redujimos a las penas con alcohol son menos, nos bebimos con disciplina y alegría parte de la bodega. Estaba todo incluido, nos decíamos en una justificación engañosa.
En el barco viajaban unos alemanes estupendos, un par de vikingazos, para entendernos. En el que yo me fijé era alto, rubio, fuerte y con ese cierto aire militar en sus gestos que a mí me arrebató desde el primer momento. Su español era mediocre, artificioso, pero suficiente para entendernos y ganar el concurso de baile que organizó el crucero justo en la mitad del viaje. Era sorprendente la agilidad de Wilhem Frederick, que así se llamaba, aunque algo mecánico dirigía sus pasos. Había hecho un curso de baile en Múnich, su ciudad natal, y agradecía sobremanera, me confesó con dulzura en la noche de nuestro triunfo, el aprovechamiento de sus clases.
—Así como el curso de español que me permite decirte lindezas a la luz de la luna —remató su romántico discurso.
Margarita trataba de bajar un poco mi entusiasmo. Ella me aclaraba que estos germanotes estaban muy bien para pasar el rato, pero que no le encontraba a Willy, ya le llamábamos así, mucho salero y aguantarle esos parlamentos supuestamente románticos, resultaba un poco ridículo. Que me fijara en las manos, insistía mi amiga, las tenía un poco bastas.
—Ya se te está poniendo cara de besugo enamorado. Calma —me recriminaba cada poco.
Me daba igual, después del abandono de Gerardo, volver a sentir unas manos masculinas, un poco callosas, pero fuertes y amables, me llenó de esperanza en el género humano. Willy me contó las maravillas de la Oktoberfest, el momento más glorioso, precioso y animoso de su bella ciudad, y me miraba expectante para que yo reconociera su sabiduría y amplio vocabulario en español.
—Muy bien, muy bien —aplaudía yo, después de chocar nuestras copas llenas de cerveza.
Él era un cervecero tradicional que amaba su país y su fiesta. Me dio un largo discurso sobre la elaboración y cómo lo hacían en su fábrica. Fue muy detallado en todos los pasos, las diferencias de maduración y tipo de lúpulos que utilizaban.
—Mi fábrica, la mejor del mundo —sus ojos refulgían de orgullo.
Convencí a Margarita de que además de guapo era dueño de una fábrica y amaba lo que hacía. ¿No era ejemplar? Un propietario con ese interés por su producto. Yo empezaba a utilizar términos precisos: alcohol por volumen, bock, enfriador de mosto…
Antes de que terminara el crucero quedamos que iría a la fiesta, él se ocuparía de mí. Y así fue. Fui a Múnich y me situé donde me indicó para verle desfilar. Y le vi, aunque me costó reconocerlo con el traje típico y el sombrerito ayudando a los caballos que arrastraban el carro lleno de barriles. Sentí que mi entusiasmo se resquebrajaba un poco, era difícil encajar al guapo vikingo del lujoso crucero con este personaje insignificante en el desfile.
Cuando después nos reunimos con sus amigos, a los que encontré ruidosos y un tanto vulgares, me dije que no tenía criterio para valorarlos y que era una estirada. Y aunque amablemente se dirigieron a mí en inglés, al cabo del rato y de varias cervezas terminaron hablando alemán. Hicieron un brindis especial por España y la novia española que había conocido en el crucero que le regaló la empresa por ser el mejor empleado.
¿Empleado? ¿Pero no era el dueño?
Los recuerdos de Belinda
Malena Teigeiro
Acalorada, se sentó en uno de los sillones de la terraza. Llevaba en la mano un par de botellas de cerveza. Con un pequeño tirón de la anilla, Belinda arrancó la tapa y bebió el botellín casi de un trago. Suspirando miró por encima de los pinos. El bosque estaba tranquilo y ella, después de lo bebido, también. Abrió la segunda botella. Le dio un pequeño sorbo y pensó que si la viera su madre beber así se enfadaría con ella. Cogió un vaso y muy despacio, la vertió. De nuevo en su asiento, miró el líquido al trasluz. ¿Por qué le gustaba tanto aquella bebida amarga? A lo mejor era porque aquella amargura cubría otras más intensas. Humedeció los labios en la espuma. Era suave, fría. Se pasó la lengua intentando saborearla otro poquito. Era como un beso. La imagen de Marcos le llenaba la mente y con el corazón encogido bebió con ansia unos sorbos. Ya un poco mareada, recordó su timidez ante el abrazo de Marcos, y como se desembarazó de él. ¡Qué tonta era entonces! Aunque Marcos no lo percibiera, mientras corría por el bosque escapándose, por el rabillo del ojo lo miraba. De pie, con los brazos colgando a los lados del cuerpo y la boca entreabierta, el joven la miraba correr sin llamarla. ¿Por qué no lo hizo?
Al ir a beber otro trago, percibió que la cerveza estaba caliente, sin espuma. Tiró lo que le quedaba sobre un macizo de margaritas y volvió a la cocina a coger otro botellín bien frío. También recogió otro vaso. Así se podría hacer a la idea de que alguien la había acompañado sentado en otro de los silloncitos.
Ya de nuevo acomodada delante de la inmensidad del valle, sintió calor. Se desabotonó el cuello de la blusa y se pasó la mano por la garganta, por el escote, como si fuera una caricia. Sus dedos se convirtieron en las manos de Marcos. A su madre Marcos no le gustaba, bueno ni él ni nadie. Porque desde que se había quedado viuda solo pensaba en retenerla a su lado. Pero ellos se amaban. Volvió a sentir el amargor de la cerveza. Recordó la tarde que él le pasó el brazo por el hombro y le hizo apoyar la cabeza sobre su pecho. Al rozar con los labios su piel sintió el mismo sabor amargo que ahora. Marcos le besó el cabello. Luego, le acercó una jarra, inmensa, de barro gris, que bebió con gusto y lo hizo por el mismo sitio que él había bebido.
Vio unos pájaros volando a lo lejos. Envidió sus alas anchas, grandes, que les daban una libertad que Belinda nunca tuvo. Sería bonito ser un ave y poder volar entre las nubes. Bebió otro trago.
Mirando hacia la lejanía recordó lo bonitas que eran las fiestas de la cerveza. Sobre todo la del Oktoberfest que se celebraba en la plaza del castillo. ¡Qué alegría! ¡Qué risas, cuántos cantos! Y luego, la vuelta a casa atravesando el bosque, ese mismo bosque que ahora estaba a sus pies. Menos mal que su madre nunca se enteró de que su hija y sus amigas cruzaban entre los árboles tan solo iluminadas por la luz de la luna. Aquellos troncos oscuros, casi negros, en los que las chicas se apoyaban y ellos las abrazaban. Recordó a... ¿Cómo se llamaba? Daba igual decidió bebiendo otro poco. Ésa siempre se internaba entre los árboles hasta que nadie la podía ver. Cierto era que tuvo que casarse de prisa y corriendo. Aunque la boda fue muy divertida y bonita, eso hasta su madre tuvo que reconocerlo.
¡Hacía tantos años ya de aquello!, meditó mientras ya sin ansia, tomaba otro trago. ¡Qué rica! Qué más daba que su madre hubiera conocido que ella cruzaba por aquel bosque. ¿O nunca lo hizo? Ahora lo recordaba bien. Nunca cruzó por el bosque y tampoco dejó que la besara Marcos ni ningún otro hombre.
Su madre siempre se sintió orgullosa de su Belinda. Aunque quizá no tanto de su soltería.
Una lengua difícil
Liliana Delucchi
Nunca tuve problemas para aprender idiomas, pero el alemán…, no podía con él. Mi padre se empeñaba en que lo estudiara, «Alemania es la dueña de Europa en la actualidad, olvídate del inglés. Tienes que asimilar su lengua y lograr hablarlo como una nativa». Pero a mí, tantas consonantes seguidas se me atravesaban, me costaba hilvanar una palabra y más aún tejer una frase.
De nada sirvieron los emolumentos que mi familia gastó en las clases de Fräulein Katharina, ni los años en el Goethe-Institut. Seguía sin dar pié con bola. Pero yo sabía que papá no iba a cejar en su empeño.
Es un hombre hecho a sí mismo, para quien el trabajo, la voluntad y, sobre todo la disciplina, son la base para triunfar en la vida. Se le había metido entre ceja y ceja que yo fuera una economista internacional consolidada y para ello tenía que terminar esa carrera y hablar varios idiomas a la perfección.
¿He dicho que mi pasión era la historia del arte? Pues sí. Lo era, pero de nada me sirvió porque quien iba a pagar mis estudios había decidido un camino en otra dirección.
Así fue como terminé en Múnich en un curso intensivo. La belleza de la ciudad y lo agradable de su gente, tiró abajo mis prejuicios. En mi mente, influida por Hollywood, los alemanes en general iban vestidos con uniformes de Hugo Boss, marchando con el paso de la oca y la mano levantada. Nada más lejos de la realidad, eran tanto o más guapos que los de las películas y llevaban prendas tan desenfadadas como las mías.
El curso comenzó en septiembre. Me hice amiga de Francesca, una italiana del norte con tantas ganas de aprender el idioma como yo. Cuando terminábamos las clases íbamos a callejear por la ciudad. Así fue como nos enteramos de la proximidad de la Oktoberfest y, aunque la cerveza no es nuestra bebida preferida, decidimos hacer una excepción y aproximarnos al evento.
El primero en acercarse fue Otto. En España lo llamaríamos un macizo: alto, rubio y con un físico de gimnasio que quitaba el hipo. Le ofreció una jarra de cerveza a Francesca. Debió suponerla alemana ya que, como es de Trieste, tiene el pelo color del oro, imagino debido a algún ancestro austríaco. Cuando mi amiga le respondió en italiano, pude ver al teutón casi desmayarse de placer. Entonces, levantó la mano para llamar a sus amigos, a quienes nos presentó como Franz, Fritz, y Gerd. Uno más guapo que el otro.
Quizás fueran las clases de la Fräulein Katharina o los eternos años en el Goethe, pero de pronto, ante esos representantes de la raza germana, yo estaba hablando alemán. No sabía a cuál elegir, creo que me decanté por Franz por ser quien besaba mejor.
Amanecía cuando regresamos a casa. El trayecto me pareció interminable. Quizás no había tantas curvas, pero el efecto de las cervezas me hizo caminar en zigzag hasta la puerta.
A la mañana siguiente, creo que era domingo, el teléfono sonó sobre las diez. Miré entre sueños la pantalla del móvil. Era mi padre.
—No sé nada de ti desde hace días, hija. ¿Qué haces?
Aparté la cabeza de Franz (¿o era Fritz?) que descansaba entre mis pechos, antes de contestar:
—Lo que tú me aconsejaste, papi, aprender alemán.
Países hermanos
Marieta Alonso
Mi marido, como buen alemán, es un forofo del «Oktoberfest», y todos los años abandonamos nuestra cálida Málaga para adentrarnos en esa fiesta tan popular en Múnich. Lo conocí en un viaje de placer con mis amigas, aún recuerdo la emoción al comprobar que entre todas me había elegido a mí. Éramos jóvenes y cuando nuestras miradas se cruzaron sentimos algo que todavía perdura.
Él sostenía una jarra de cerveza entre sus manos y esa imagen es la que sigo viendo al cabo de treinta años. Creo que no pasará de este verano que pongamos en el salón un barril de tan sabrosa bebida. Lleva tiempo intentando convencerme de lo práctico que puede resultar ese adorno.
Es tal su orgullo alemán que le sienta fatal que sean los checos los que más la consuman, y los chinos quienes más la produzcan. Me cuenta una y otra vez, lleno de entusiasmo, que un historiador alemán, Aventinus, escribió que la leyenda de Gambrinus está basada en un rey germánico a quien los dioses habrían enseñado a elaborar cerveza.
—No hagas caso a otras versiones, confía en mí. Alemania es única.
Yo asiento, es bueno mantener la paz del hogar, pero para mis adentros pienso que como Andalucía no hay nada. Y eso que Theresienwiese, ese prado donde se celebra el Festival está muy céntrico y muy cerca de la Estación Central. Además, reconozco que las chicas vistiendo el atuendo típico de Baviera están muy favorecidas, aunque claro al lado del traje de faralaes no tienen nada que hacer.
Los alemanes son muy suyos, hasta el punto que la cerveza de este Festival tiene que ser fabricada dentro de los límites de la ciudad de Múnich.
Menos mal que mi hombre no le hace ascos a nuestro vinito dulce, ni a esa copa de jerez fino o manzanilla mezclado con limonada, sí…, hablo del «Rebujito», ese que se cuela y nos hace revivir sin darnos cuenta.
Durante el primer año de casados llegamos a un acuerdo: todo lo de España y todo lo de Alemania es bueno. Sin comparaciones. Y gracias a ese convenio disfruto a mares del codillo, de las salchichas, del chucrut con tocino y cebollas picantes, del Steckerlfisch plato donde se ensartan en unas finas cañas diferentes tipos de pescados que me recuerdan a los espetos de mi querida Málaga. Mi adorado alemán, en la Feria de Málaga se pone morado de boquerones fritos, berenjenas con miel, ajoblanco, espetos de sardinas…, y antes de que se le ocurra decir nada le miro, sonríe y comenta socarrón:
¡Qué ricos son los Steckerlfisch de sardina!
Cristina,preciosos cuentos,alegres y tristes.
Yo fui forofa del Oktoberfest……..
Gracias
Elena