
Setas
Robert Graves concluyó a través de sus estudios sobre mitología y hábitos culturales que había países micófilos (amantes de los hongos) y micófóbos (enemigos de los hongos). Esta filiación o aversión, surgía, en la mayoría de los casos, por el uso religioso que de ellos se hacía.
En la Península Ibérica la búsqueda de hongos es una actividad muy popular. Los recolectores a menudo ocultan el lugar de recogida para evitar que otros saqueen la zona con el fin de obtener beneficios económicos.
Al igual que los secretos sobre los lugares de pesca, las áreas de recogida de hongos solo pueden ser compartidas entre amigos cercanos que esperan que todos sean discretos.
Las setas han alucinado a nuestras cuentistas. En el primer cuento se utiliza el poder de los hongos para proteger a quien se ama, en otro, éstas consiguen trastornar a todo un pueblo. El tercero narra las peripecias de una mujer que detesta cocinar, y el último advierte del peligro de un piscolabis.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La casucha
Cristina Vázquez
El tiempo que pasábamos en la casa de la sierra fue haciéndose cada vez más frecuente. En cuanto había un puente como el de octubre, los de mayo o el de los difuntos en noviembre, para allá que nos mandaban. También íbamos en cuanto acababa el colegio. Ese mes nos instalábamos con nuestra madre que iba y venía a Madrid.
La casa se llamaba La Casucha y era una pequeña construcción de piedra con un mirador cerrado por largas ventanas y un jardín medio salvaje. La mujer que había cuidado a nuestra madre cuando era pequeña era de ese pueblo y luego se quedó de guardesa. Se llamaba Valentina y a mis dos hermanos y a mí nos daba miedo.
—Es una bruja que se ha escapado de un cuento —aseguraba mi hermano José en un tono atemorizado.
Era una mujer encorvada, pero no porque fuera gibosa sino como si le costara enderezarse de la cintura para arriba. Luego entendí que había sido por cargar más peso del debido a lo largo de su vida. Siempre iba vestida de negro con un delantal de rayas grises, el escaso pelo, también negro, recogido en un minúsculo moño y le faltaban dos dedos y varios dientes.
A mi madre le decía ternezas que solo le oíamos con ella. Cuando llegaba a la casa se fundían en un cálido y prolongado abrazo. A nosotros nos daba un exiguo beso en la cabeza, gesto que agradecíamos, pues ninguno de los tres hermanos conseguimos evitar la repugnancia que nos producía esa adusta mujer.
—Mamá, por favor, no nos dejes solos con Valentina, nos da miedo —le suplicábamos indefectiblemente cuando se preparaba para marcharse.
—No os dejaría nunca con nadie que no fuera de mi total confianza —nos contestaba con una lejana sonrisa.
Nuestro padre se había muerto hacía un par de años y los tres íbamos olvidando sus rasgos, su voz y su presencia, aunque estuviera poco en casa. También olvidábamos las agrías discusiones que tenían, que habitualmente terminaban con un portazo. Pasaban varios días, incluso a veces un mes en el que él no aparecía lo que generaba una agradable tranquilidad. A veces, en estos casos nos íbamos a La Casucha, propiedad de mi madre, donde ella se renovaba y salía de esa oscura tristeza en la que se encerraba. En esos días era cuando yo oía a Valentina susurrarle palabras de ánimo, que no se preocupara, pobrecita mía, se merecía una vida mejor. Todo tenía solución. Cuando quisiera su Valentina se ocuparía.
Nos gustaba ir a pasear al bosque al que se accedía por una puerta herrumbrosa al fondo del jardín. Ese era un momento feliz, imaginábamos aventuras, el olor intenso de la tierra mojada, el ruido de los animalitos que se alejaban… Para mí fue siempre un lugar al que volver, aunque fuera en mi mente, cuando quería recuperar el bienestar y una sensación de orden, de que todo está bien.
Al ir después de las primeras lluvias buscábamos níscalos debajo de los pinares, conscientes de la prohibición de que no tocáramos ningún otro tipo de seta.
—Las hay muy venenosas —nos aseguraba Valentina—. Y no os separéis de mí, que por aquí anda la raposa.
Era el único mal recuerdo que tengo de ese bosque. Una mañana encontramos cerca de un grupo precioso de setas que parecían de caramelo, un animalito muerto.
—¿No os lo decía yo?, ese bicho se ha muerto por comer estas setas —nos las señaló con su mano sin dedos—. Andaros con ojo, no se os ocurra ni acercaros.
Cuando volvimos a los dos días no quedaba ni una seta y el caldo que hervía en la cocina despedía un olor agrío e intenso. Valentina nos echó de la cocina, no era sitio para niños, y jugueteó con una escoba como si nos echara a escobazos. Casi fue la única vez que recuerdo reírme con ella. Nos prohibió entrar durante toda la tarde, hasta que apagó el fuego.
A los pocos días de marcharse, nuestra volvió a buscarnos vestida de luto y con una cara rara; yo nunca se la había visto así antes, hinchada, ojerosa y una leve sonrisa en los labios.
—Siento deciros que vuestro padre ha muerto —nos abrazó con una ternura que yo tenía olvidada.
El bosque de los níscalos
Malena Teigeiro
En nuestro bosque nunca crecieron los níscalos. Nunca, decía Berta con el dedo en alto. Sin embargo, aquel año en medio de la hojarasca y sin la protección de árbol alguno, apareció una especie de ramillete de preciosas setas naranjas. Sí. Sólo uno. Y allí sigue. Fresco, altivo, como si la luna por la noche lo hiciera renacer. Llegaron a tener una altura rara, porque ¿era o no muy raro que unas setas crecieran algo más de medio metro? Y lo más curioso fue que no parecía que pensaran dejar de hacerlo. Y claro, la noticia comenzó a correr. Como nadie quería quedarse sin verlos, los vecinos se acercaban al bosque. Ante tantas visitas el alcalde tuvo que poner un guardia para que nadie arrancara aquellos altivos níscalos. Luego llegaron los comentarios, las preguntas, el interés por conocer el motivo de lo que estaba ocurriendo. ¿Es que nadie se acordaba de que hacía años había desaparecido la hija de… ¿De quién?, interrumpió Daniela a Berta. Sí. Sí, corroboró Julieta. Ahora lo recordaba. Había desaparecido una jovencita, casi una niña. Pero, ¿de qué familia era? El guardia la miró. Su voz sonó muy ronca, más bien aguardentosa cuando dijo que no fue una niña. Era una señorita. Y no era la hija de nadie del pueblo, al menos que él supiera.
Aquella tarde hubo junta en el Ayuntamiento. Si los níscalos seguían creciendo en aquella medida, pronto serían mucho más altos que los árboles, dijo el alcalde. El secretario lo miró y rascándose el cogote susurró que si eso sucedía tendrían un problema. O no, añadió el concejal de Agricultura. Dénse cuenta que seremos el único pueblo de España, que digo de España, de Europa, del mundo, con un bosque de níscalos gigantes. El alcalde lo miraba soñoliento. Esa noche no había podido dormir con el dichoso problema rondándole la cabeza.
Mientras tanto, en el bosque, el guardia seguía hablando de aquella señorita que nunca nadie vio y como nunca nadie la vio nadie supo quién era ni de donde había llegado. Pues si nadie la vio, ni se supo que hubiera llegado, ni nadie la echó en falta, gritó Outilio, no sé por qué hablamos de ella. Conchita lo miró de arriba abajo. Luego, añadió que si no recordaba que desde que aquella mujer, a la que nadie vio, anduvo por allí sucedían cosas raras. Cierto. Cierto, aseveró Maruja. Se acercó al guardia y con los brazos en jarra le gritó que la vaca de su sobrina por aquel entonces parió una ternera con dos cabezas, y que al hijo de la Ramona las gallinas le ponían los huevos con la yema verde. Por no hablar del marido de la Antonia, al que en vez de pelo le estaban creciendo algas por las orejas.
Y mientras sus munícipes en el salón de plenos del Ayuntamiento continuaban llenando imaginarias arcas con el dinero que iban a obtener mostrando el bosque de níscalos, los curiosos vecinos que se acercaban para verlos, se iban quedando encerrados en medio de sus tallos altos, dorados, fríos, húmedos.
Ya apenas conseguían traspasar los rayos de sol la frondosidad de setas, cuando Luis, mirando hacia arriba, gritó que lo que estaba ocurriendo era como consecuencia de la magia de la joven que nunca nadie vio. Cierto, susurró Ramón. Y esa magia nos va a llevar a la ruina. Y de pronto, Conchita, alzando los brazos al cielo, dijo que si ellos opinaban como ella, que el fenómeno de las setas era porque crecían sobre la tumba de la desaparecida que nunca nadie vio, ¿por qué no enterraban también junto a ella, allí mismo, entre los níscalos, y señalaba vehementemente el suelo, a la vaca envenenada? Los cansados vecinos que en ese momento se encontraban sentados en el suelo junto al guardia y rodeados por los altísimos tallos, la miraron sorprendidos. ¿De qué vaca envenenada hablaba? De la que traía consigo la joven que nunca nadie vio. ¡Ah, esa! ¿Pero quién dijo que la joven tiraba de una vaca envenenada? Porque si era así, volvió a decir Ramón, y nadie vio a la vaca ni a la muchacha, tendrían que comenzar a pensar que no era una joven ni una bruja, sino el espíritu de cualquier maldad.
Y sin más, se levantaron. Agarrados de la mano, fueron formando un corro que iba encerrando los troncos de las setas. Conchita comenzó a tararear una canción y como si estuvieran en la alameda la noche del santo patrón, todos comenzaron a bailar alrededor de los troncos abriendo entre la raíces de las setas agujeros negros, malolientes, hasta conseguir excavar un profundo y húmedo pozo. Cuando juzgaron que era lo suficientemente hondo, se pusieron de rodillas. Elevando las manos por encima de sus cabezas como si fueran coronas, hicieron un conjuro invocando a la vaca envenenada. Poco a poco, entre una nube de humo, se fue dibujando la figura de una vaca negra, alta, de gruesa barriga y ubres llenas de leche que, como si fueran surtidores, la derramaban. Y aquel líquido amarillo, casi verde, al mezclarse con la tierra se volvió azufre, que al acercarse a los troncos de las setas los convertía en negras lajas de carbón. Aterrados, algunos con quemaduras importantes, los vecinos, dirigidos por el guardia, treparon por las paredes del pozo hasta conseguir salir. Luego, perseguidos por el fuego, corrieron hasta dejar atrás al último árbol. Desde allí, vieron acercarse a la comitiva municipal que, precedida por la banda de trompetas y tambores, anunciaba que habían encontrado la manera de hacerse ricos con las visitas al bosque de níscalos, único de su especie en el mundo. La Corporación municipal iba pertrechada de sierras y hachas. En la última reunión de la Casa Consistorial, habían decidido talar todos los árboles para que pudiera crecer a gusto el nuevo bosque de Níscalos.
Los munícipes tan solo pudieron ver el fuego fatuo que quemaba los troncos que crecían sobre la tumba de la joven que nunca nadie vio así como escuchar entre el crepitar de las llamas el triste mugido de la vaca de la leche envenenada y que, al arder, las hojas de los antiguos castaños se iban convirtiendo en finas capas de negras lajas de pizarra, que poco a poco iban cubriendo la montaña, los campos, los bosques y los espíritus de los que habían habitado aquella aldea de la que nunca nadie supo ni tampoco nadie vio.
El concurso de tapas
Liliana Delucchi
A mis amigos de San Lorenzo
El coche avanza por el camino arbolado con una lentitud que permite a Elisa disfrutar de los colores del otoño. El verde que se desvanece, transformándose en amarillos y ocres, los charcos originados por la lluvia del día anterior y, a lo lejos, recortándose contra esa mágica naturaleza, la silueta de las casas del pueblo. Ama ese lugar en el que transcurrió buena parte de su vida, no así la «fiesta» que le espera.
No recuerda cuándo empezó la tradición ni de quién fue la idea, solo que teme la llegada del mes de noviembre. Cuando empieza la época de las setas, el grupo de amigos se vuelca en el recorrido por el bosque en busca de hongos. Ella saborea del paseo, del ruido silencioso de los árboles, de las risas y de alguna voz alegre que ha encontrado un buen ejemplar. Lo que detesta es el regreso a casa para prepararlos.
Hace tiempo a alguien se le ocurrió organizar un concurso de tapas. Todos los vecinos deben participar y preparar algo original, sabroso y con buena presentación. Un jurado dictamina quién es el ganador, al que se le entrega un cucharón de madera que va pasando de uno a otro, año tras año.
A Elisa no le gusta cocinar y detesta las competiciones. Ni siquiera practica deporte alguno y se aburre terriblemente cuando una conservación versa sobre ellos. Durante años hizo trampa: Virginia, su fiel cocinera, las creaba y ella las presentaba, pero la noble mujer se jubiló el pasado verano y ya no confía en nadie que no sólo las prepare, sino que mantenga la boca cerrada. Ese secreto ni se lo confió a Jesús, su marido.
Pobre Jesús, desde su retiro del banco parece distraído, ni siquiera se anima con la pintura que antes le gustaba tanto. Lo recuerda en la casa del pueblo, ataviado con un delantal y sombrero frente a un lienzo, captando los colores y las formas de ese paisaje maravilloso que se extiende frente a él. Ya no es el de antes.
Fue en ese mismo coche, cuando ella se dio cuenta de que empezaba una nueva etapa. Se habían detenido ante el hotel donde se celebraría la junta de accionistas, esa en la que su marido pasaría el testigo a otro en calidad de presidente. Lo vio descender con paso lento y pesado. Elisa cerró los ojos y se quedó en el vehículo unos minutos en tanto se enfundaba los guantes y arreglaba el pañuelo alrededor del cuello.
Mientras siguen adelante por el camino de los nogales, ella le aprieta la mano. Él sonríe. Ya han llegado a la casa y el hombre pregunta:
—¿Cuándo vamos a ir a recoger setas?
—Han quedado pasado mañana, nos levantaremos temprano.
No sabe cómo librarse del concurso posterior. ¿Me pongo enferma? ¿Tengo que volver a la ciudad por un tema importante? Nadie lo creería.
El día del concurso se levanta a las siete. De pronto, oye ruido en la cocina…, no puede ser la asistenta, es demasiado temprano. Incrédula, ve a Jesús enfundado en un mandil rodeado de setas, hortalizas, masa de hojaldre y un montón de cosas más.
Él se da la vuelta, con mirada pícara se acerca a su mujer y le dice:
—Hace años que lo sé. Descubrí a Virginia preparando tus tapas y no tuvo más remedio que contármelo. —Revuelve la cebolla para que no se queme, —y ahora, como tengo tiempo de sobra, investigo sobre cocina para liberarte de esto que sé que para ti es una tortura.
—Pensé que pasarías el día pintando —contesta ella abrazándolo por detrás.
—Eso más tarde. De momento tengo que mantener tu secreto —arregla un mechón de pelo de la mujer—. Ya eres demasiado perfecta, no necesitas también saber cocinar. Además, he leído en alguna parte que la familia es la esencia del deber ante Dios.
No ganaron el concurso, pero eso ¿a quién le importa?
Devorado por un seta
Marieta Alonso
Un hongo, como diría mi abuela.
Aquella mañana de noviembre amaneció lluviosa y a cada rato miraba por la ventana esperando la hora de salida para ir a mi rutina de siempre.
La hora del aperitivo debería ser sagrada. Sería buena idea, me dije, recoger firmas, llevarlas al Congreso, y presentarlas como un proyecto de Ley: La Importancia del Piscolabis.
Me acerqué a la tasca de la esquina donde el camarero, amigo mío, sin preguntar siquiera, me trajo mi ración de champiñones al ajillo, una cesta de pan y una cervecita helada.
Cerré los ojos, y al llevarme el tenedor a la boca sentí un cosquilleo en los párpados. Mi abuela, que lleva años criando malvas, apareció con su sonrisa de siempre y me recordó que las setas son apocalípticas, que unas son comestibles y otras venenosas… Incluso existían varias —y me señalaba con el índice— con efectos psicoactivos.
Decía que otras estaban cargadas de un poder sobrenatural, y en las noches de luna llena, las hadas, brujas, duendes y elfos acostumbraban a reunirse en silencio, danzando en círculos y entonando cánticos para atraer a los sapos de las charcas.
Y poniendo una voz misteriosa añadía que, al amanecer, allí donde estuviera sentado un sapo nacería una seta. Si el sapo era maligno brotaría una venenosa y si era bondadoso, comestible.
A lo lejos oí la voz de mi amigo el camarero que preguntaba si me sentía bien. No pude contestar. Mi boca había desaparecido, pero mi abuela seguía diciendo que estos pequeños seres vivos, de formas y colores llamativos, generaban sentimientos de miedo, respeto y admiración. Podían ser una peligrosa vía hacia la muerte o cura de enfermedades.
Yo no entro ni salgo en esas teorías, lo que sí sé es que de pronto me vi en un hospital asaeteado como un san Sebastián de sueros, tubos por boca y nariz, jeringuillas, vías…, y no sé si logré terminarme el aperitivo.
Cristina , que cuentos tan deliciosos!,,
Un placer leerlos.
Gracias
Elena
Gracias por los relatos, Son estupendos y me han encantado!!!!