
Mercados de abasto
Los romanos llamaban al comercio «mercatus», vocablo derivado del verbo «mercari» (comprar), registrado en castellano con su forma actual desde la primera mitad del siglo XIII. El origen más remoto que se ha podido rastrear de este vocablo latino es la raíz «merk» empleada por los etruscos para formar palabras relativas a la compra venta. Se relaciona con Mercurio, dios del comercio.
Hoy en día el mercado cumple dos funciones, la primordial sigue siendo el abastecimiento de alimentos y productos, pero la segunda, que tiene cada vez más peso, es la de ser un punto de encuentro para los ciudadanos, un núcleo en el barrio o población lleno de movimiento.
Este espacio ha sido elegido como el lugar en el cual desarrollamos historias que van desde el primer trabajo de un niño, a la confusión de una esposa, la planificación de un cambio de vida o la disyuntiva de una joven ante su pasado y el presente.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El olor
Cristina Vázquez
El olor había sido lo que la decidió. Aunque cuando Eulalia miraba el despliegue de pescado y marisco en el mercado, muy pocas veces y siempre con mascarilla, sonreía satisfecha.
Su padre fue un pescador curtido en mares lejanos. Cuando ella era pequeña su vuelta era festejada con emoción y sincera alegría. Recordaba el momento de su entrada en la casa. Avisaban de la central del puerto que el Lalina estaba fondeando. Entonces, la madre los arreglaba a ella y a su hermano y se ponía un traje estampado, aunque fuera invierno. Después de tanto tiempo en el mar, al menos que cuando entrara en su casa viera alegría y color, afirmaba animosa.
Se sentaban alrededor de la mesa a esperar. Oían su silbido a lo lejos y se ponían nerviosos.
—¿Ya, mamá? —preguntaban los hermanos.
—Aún no, que él también recele un poco y crea que no estamos —sonreía—, así disfrutará más al veros.
Ahora, les decía cuando ya se oían los pasos por el pequeño jardín y su voz llamándoles: Mujer, Lalina, Juanito, nombres que volvía a repetir hasta llegar a la puerta. En ese momento daba tres golpes seguidos. Los chicos se escondían y al abrir, la madre decía con aire compungido que los niños no estaban en casa. Entonces empezaba la ruidosa búsqueda del padre hasta que los encontraba. Su abrazo era fuerte, querido, pero Eulalia no podía evitar que el olor a pescado que desprendía, le repugnara. Se juró que ella nunca olería así.
Y cumplió su juramento. Se fue a estudiar a la ciudad, pese al enfrentamiento que le supuso con la madre. Eran tiempos en los que la obligación de la mujer era estar en casa, encontrar un marido conveniente y, si acaso, echar una mano en la pescadería donde se vendía el pescado que traían en el Lalina. Por cierto, Manolo, el apuesto y amable hijo de los dueños, le miraba con ojos embelesados de futura novia.
—Pareces boba —le recriminaba la madre—, si fueras algún día a ayudar… El chico te mira con arrobo.
—Pero huele a pescado —era su inevitable contestación.
Menudos remangos de señoritinga le salen a la muchacha, se quejaba con el padre. Y a estudiar, se quería ir a estudiar a la ciudad y sola. El desconsuelo de la madre no se calmaba, aunque el padre aceptara que se fuera. El barco iba a ser para el hermano, concluía, y la chica tenía derecho a tener otra vida.
Eulalia se marchó una tarde de septiembre con una exigua maleta, la decisión y el temor a partes iguales en sus ojos y la esperanza instalada en su cabeza.
Al cabo de unos años sacó una licenciatura en económicas y sus vueltas al pueblo la hacían sentirse cada vez más lejana y extraña con su familia y amigos. Los ojos recriminatorios de la madre se veían compensados por la mirada de orgullo del padre.
—Tienes que aprovechar el conocimiento para mejorar y salir de esta vida tan dura.
Si alguna duda se le cruzaba por la cabeza, volvía al mercado a recordar el olor que le repugnaba y comprender que no había jabón suficiente para quitar su rastro de las manos ni del cuerpo.
Cebolla frita
Malena Teigeiro
Un poquito de sal, unas gotas de limón, una cucharada de cebolla bien frita, y otra de vino blanco, recitaba Lidia en voz alta. Y, ahora, espolvorearlas bien con pan rallado, aunque sin pasarse.
—Así es como te gustan, ¿verdad? —gritó mientras introducía la bandeja en el horno.
—¿Que me gusta el qué? —escuchó la voz de Juan que, como si fueran burbujas, flotaba en el ambiente.
Las zamburiñas era el marisco que más apreciaba su Juan. ¿A su Juan? Lidia se limpió los ojos con la puntita del delantal. Sus lágrimas no eran por culpa de la cebolla, eran porque la imagen de Manolita, la dueña del puesto 53 —el de ellos era el 54— del mercado de mariscos, le había venido a la mente.
Manolita lo heredó de su madre, doña Manuela, muerta en un accidente de coche hacía poco. Y desde que la hija lo ocupaba, su Juan no era el mismo. Ni se reía con ella ni jugaban en la cama. Ahora le descubría canas, alguna arruga alrededor de los ojos, y sobre todo le molestaban los niños. Manolita era joven, tenía el pecho prieto y tan alto que sus primeras curvas siempre estaban fuera del escote. Reía con fuerza y, como hacían todos, anunciaba sus mariscos a voz en grito, pero los de ella eran alegres, casquivanos. Tan así era, que desde que Manolita estaba al frente del puesto de su madre, las ventas en el de Juan habían bajado. Y desde que se colocó el delantal con las tiras bordadas bien tiesas, Juan enloqueció por ella. De eso Lidia estaba bien segura.
Sin embargo, desde ayer Juan estaba más hosco que de costumbre. Hasta se había enfadado con los niños durante el desayuno. Y en vez de ir con los amigos a tomar el apetitivo y jugar una partidita, se había quedado en casa tumbado en el sofá. Ni tan siquiera veía el fútbol. Lidia llamó a su madre para que se llevara los niños. Algo iba a pasar y no quería que los críos estuvieran delante.
Desde que su madre cerró la puerta, ella daba vueltas por la casa sin saber qué hacer. Y fue entonces cuando se le ocurrió cocer unos camarones y cocinar las zamburiñas. Era lo que más le podía gustar a Juan. A las dos y media, todo estaba como tenía que estar: la mesa con el mantel bordado, un búcaro azul con margaritas en el centro y una botella de Alvariño refrescándose en la nevera.
Ya sentados a la mesa, Lidia, asustada, percibía la intensa calma con que Juan pelaba los camarones. Después lo vio mojar pan en una zamburiña. De pronto levantó la cabeza. La miró despacio.
—Estás muy guapa esta mañana —susurró.
La capoteaba para darle la puntilla, pensó Lidia mientras lo veía coger el vaso de vino y bebérselo de un trago. ¿La iba a dejar y encima se burlaba de ella? O sea que, además de aguantarle los cuernos que seguro le estaba poniendo con Manolita, cocinaba lo que más le podía gustar, cuidaba a sus hijos, lo amaba desde que era una niña, ¿tenía que escuchar sus falsos piropos? No estaba guapa y lo sabía. ¡Cómo podía estarlo con los ojos rojos de tanto llorar, la delgadez escurriéndosele por las caderas, y ese pelo que nunca sabía qué hacer con él! Por ahí ya no estaba dispuesta a pasar. Se removió en el asiento. Bebió del mismo modo su vino y aclarándose la garganta lo miró de frente.
—¿Te ocurre algo Juan? —preguntó.
—Lidia, tenemos un problema —masculló sin dejar de comer las zamburiñas.
—¿Tenemos o tienes un problema? —inquirió con retintín.
Él levantando la cabeza, la miró sorprendido. Creía que todo lo de la casa les afectaba a los dos, pero si ahora las cosas ya no eran así... Continuó mojando el pan en la zamburiña. Lidia se sintió inquieta. Lo quería tanto que hasta le dio lástima. Pero, ¿era tonta o qué?, se dijo.
—Manolita...
Lidia se levantó de la silla. Que no siguiera, por favor, que no siguiera, se dijo. No estaba dispuesta a escuchar lo que le iba a decir. Cerró los ojos, lo vio saliendo de la casa con la maleta en la mano y comenzó a llorar. ¿Es que no le daban pena sus hijos? ¿Es que no sentía nada por ella después de tantos años de estar juntos?, le espetó. Juan la miraba con los ojos redondos y la boca abierta.
—Escucha Lidia, Manolita se casa con uno de Lérida, por lo que deja el puesto. Como nos está agradecida por lo que la ayudamos manteniéndolo los días que su madre estuvo en el hospital, nos lo ha ofrecido a nosotros. Si ando preocupado es porque es mucho dinero y tendríamos que pedir un préstamo al banco, y ya me conoces, a mí eso de endeudarnos no me va. Ella dice que está dispuesta a alquilárnoslo hasta que se lo podamos pagar. ¿A ti qué te parece que debemos hacer?
—Juan, no seas tan raro. Nos apretaremos un poco el cinturón, y si algún mes va peor, tiramos de los ahorros. Pide el préstamo, como hace cualquiera, y dale las gracias. Y eso sí, no me vuelvas a ocultar ninguna cosa. No sabes lo preocupada que estaba pensando que tenías un problema de salud. ¡Vaya!, que ya me veía viuda —Lidia se secó una lagrimita con a punta de la servilleta—. ¿Y sabes una cosa? —con sus cálidos ojos lo miró satisfecha—. Me alegro de que Manolita se case. Que contenta estaría su madre. Ojalá tenga mucha suerte. A mí siempre me pareció una buena chica. Y quedarse huérfana tan joven... Pero ahora, comamos, que las zamburiñas se están quedando frías. Y eso sí, en cuanto termine voy a llamar a mi madre —Lidia chupó la cabeza de camarón con deleite—. La pobre anda en un sin vivir con lo de tu posible enfermedad.
La nota
Liliana Delucchi
La temperatura era cálida para esas horas de la mañana. Sin duda, el sol apretaría según transcurriera la jornada, pero de momento, la suave brisa del mar pegaba el vestido floreado a sus piernas. Eloísa disfrutó con el contacto del algodón contra su piel; caminaba despacio, gozando de ese momento de soledad amenizado por las voces de los pescadores, el vuelo de las gaviotas y el roce de los lánguidos pliegues de la ropa. Se detuvo a contemplar el horizonte, respirar a pleno pulmón el aire marino, disfrutar de ese retiro de un mundo que se le estaba haciendo pesado. Por un momento, frente al paisaje que aparecía ante sus ojos, dudó sobre sus planes. No eran fáciles de consumar, pero la situación la había llevado al límite de sus fuerzas y recurrió a las pocas que le quedaban para desarrollarlo…, al menos en su mente.
Siguió camino del mercado. Un golpe de aire le arrebató el sombrero que un afable caballero le devolvió con una sonrisa. ¡Qué bella sonrisa! ¡Cuánto hacía que nadie le ofrecía una! Hasta llegó a pensar que no las merecía… No es cierto, no tengo que ser desagradecida, Augusta me ofrece una cada vez que me acerco a su puesto. El suyo era uno de los primeros de la lonja, con marisco siempre fresco, delantal impoluto y su eterna amabilidad.
—¿Qué, te has decidido? —preguntó la pescadera con un mohín cómplice.
—¿Te refieres a las zamburiñas o a las nécoras? Llevaré ambas…, y de todo lo demás también —contestó guiñando un ojo—. Será una comida de celebración.
—Ni que lo digas… ¿Ya ha llegado?
—Anoche, con una maleta para dos meses junto con toda su verborrea.
—Para lo que le va a durar—. Sentenció Augusta mientras cerraba la bolsa que contenía el marisco—. El frasquito que me dio la anciana está en el fondo —agregó pasándole el paquete con todo el pedido—. ¡Y buena suerte!
Eloísa desanduvo el camino hasta su casa todavía en silencio, ni su marido ni la hermana de éste se habían levantado. Metió la compra en la nevera y se puso a hacer café. Con una taza caliente y algunas galletas sobre la bandeja, se dirigió al patio, a respirar el aroma de las gardenias que tan bien se le daban. Acarició las flores con la mirada, como despidiéndose de ellas, de ellas y de todas las demás que había cultivado desde hacía años.
La voz de su cuñada la sacó de la ensoñación. Bien, se dijo, manos a la obra. Tras ofrecer un desayuno a su invitada y después de un largo rato de asentir con la cabeza a la catarata de palabras que salían de la boca de esa mujer insufrible, se escabulló con la excusa de preparar el almuerzo. Pedro, su marido, también se había levantado y unido a su querida hermana.
Desde la cocina, Eloísa escuchaba voces solapándose unas a otras, como si todo el tiempo del mundo fuera insuficiente para lo que se tenían que contar. Incontinencia verbal, pensó, padecen de incontinencia verbal. «Quizás los libros de medicina deberían incluir la nueva dolencia que acabo de descubrir», murmuró para sí, mientras preparaba la comida que los hermanos le habían pedido.
Cuando la mesa estuvo terminada: mantel de hilo blanco, adornado con los colores de los mariscos y un jarrón con gardenias, se acercó para decirles que todo estaba listo.
Frotándose las manos, como si hubieran pasado una hambruna, y sin una palabra de agradecimiento o de elogio se sentaron en el comedor, fresco a pesar de la hora. Como dos náufragos que llegan a una isla después de meses sin probar bocado, engulleron las maravillas que había comprado en el puesto de Augusta.
Eloísa no se unió a la comilona, los contemplaba a través de la ventana y cuando vio que, una a una, sus cabezas caían inertes sobre los platos, cogió la maleta que tenía preparada desde el día anterior, y escribió una nota que dejó clavada en la puerta de entrada.
«Señores policías, no prueben el marisco.»
El arte de no robar
Marieta Alonso
Aquel año puse el primer cero a mi edad y para ayudar en casa comencé a trabajar en el mercado del barrio. Mi madre era pariente lejana de uno que regentaba el puesto de hortalizas y verduras y le pidió que me hiciera un hombre de bien. Eran tiempos difíciles. Allí se vendía de todo: lechugas, tomates, pepinos… Y yo con hambre a todas horas.
Se me hacía la boca agua con lo que fuera, me daba igual que los tomates fueron rojos, verdes, pequeños o grandes. Aquel lugar olía a abundancia, era el reino de los olores y mis tripas sonaban como si no le hubiera echado nada en veinticuatro horas. Así era.
Mi amigo Pedro estaba empeñado en enseñarme a robar, pero yo me resistía. Mi madre, que para algunas cosas parecía bruja, nos amenazó con que si alguno de sus hijos se apropiaba de lo ajeno le ponía la cabeza del revés. Y ella era capaz de hacerlo.
La primera vez que me dieron una propina me acerqué al pariente y le pregunté qué podía comprar con los céntimos que tenía en la palma de la mano. En ese mismo instante se oyó un gran ruido en mis entrañas. No hizo ningún comentario. Me pidió que cuidara el puesto. Se fue enfrente por una barra de pan, se acercó al que lindaba con el nuestro y compró cien gramos de mortadela. A su regreso, de la chaqueta sacó una navaja, partió por la mitad el pan, cortó en rodajas un tomate, el más rojo, el más bonito de todos, repartió el embutido a todo lo largo y me dijo: desde hoy, a esta hora, tendrás tu almuerzo. Te lo has ganado por honrado.
Fue la mejor lección de mi vida. Hasta Pedro aprendió de ella, pues como se acercaba a que yo le diera un cacho de mi bocadillo, el pescadero le preguntó si servía para hacer recados y muy chulo le contestó:
—Soy capaz de todo.
—Pues aprende de tu amigo y no robes.
El de la pescadería debía ser tan brujo como mi madre.
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