
Vuelta al cole en septiembre
La escuela está presente desde las primeras civilizaciones, donde los adultos enseñaban a los jóvenes a desempeñarse en actividades que fomentaran el desarrollo de la comunidad. Pero fue en la antigua Grecia donde surgió la palabra «scholé», que evolucionó a «escuela». Y fueron los siete sabios griegos, quienes, con su sabiduría moral y práctica, marcaron una etapa en la que la civilización progresó moral y políticamente.
Este mes de septiembre, en que la mayoría de los niños inician el curso, queremos homenajear a esos lugares en los que hemos pasado parte de nuestra niñez y adolescencia y donde se han dado historias que marcaron la vida de muchos para siempre. Recuerdos dulces y amargos, encuentros y desencuentros, pero sin duda, el inicio de un camino hacia el conocimiento y la amistad.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La foto
Cristina Vázquez
La foto presidía la repisa de la chimenea. Un par de floreros a cada lado le daban un aspecto de humilde altarcito. Nines había vuelto a residir al cortijo de sus padres en Extremadura. Seguir viviendo en Barcelona, sin haberse quitado nunca el pelo de la dehesa o de charnega de feo acento, la había hartado.
Recogió el modesto piso que compró con sus ahorros y lo poco que aportó José, su marido. Pidió el despido en la fábrica de montaje en la que había conseguido ser jefa de equipo y tener a casi treinta mujeres bajo su mando y decidió volver a sus orígenes. Habilitó parte del cortijo para vivir allí con José y el resto lo hizo hotel rural. Su marido al principio protestó un poco por el cambio. A él la dehesa…, que sí, Nines, que era una belleza, pero él no tenía tanta vida espiritual para vivir en el campo y la tele no se veía bien y la pifi —siempre bromeaba al pronunciar wifi—, era más inestable que el mar. A lo que se negó fue a tener piara de cochinos. Que vendiera la montonera y le dieran unos buenos jamones a cambio.
El hotel empezó a funcionar poco a poco y Nines volvió a trabajar sin descanso. Se ocupaba de que todo estuviera cuidado y José con su labia recibía a la gente y cuadraba las cuentas. Poco a poco se acostumbró a esta vida, es más, le encantaba.
—Vivo como un marqués —se ufanaba—. Y además hay una clientela muy interesante. ¡Si hasta vienen extranjeros a ver pájaros!
Estos comentarios los hacía en el bar del cercano pueblo donde todos conocían a la Nines desde pequeña. Y ponderaban lo lista que era, lo lista y lo valiente, porque sin haber ido al colegio, emigró desde jovencita y se hizo un porvenir.
Una tarde apareció un cliente de una edad aproximada a la de Nines. A ella le pareció el colmo de la elegancia y finura. Hablaba con un acento que a ella le resultó exótico y le recordó a un jefe inglés que tuvieron en la fábrica durante unos años. Era un señor muy educado que la distinguió no solo en el trabajo, aumentándole la responsabilidad y el sueldo, sino también un poco en su corazón, le confesó una tarde poco después de cerrar la fábrica. Era la mujer más atractiva e inteligente que había conocido. Nines se derritió cuando se lo confesó con ese acento tan suave, pero enseguida comprendió que con aquel hombre no había porvenir y en cambio sí mucho peligro.
Así que ahora al escuchar a este nuevo cliente, algo en ella que permanecía dormido, más que dormido acorchado, se despertó con la emoción del recuerdo juvenil. ¡Ay Peter! Ella siempre le agradeció a José que la salvara, eso se decía, del inglés aquel. Él era un buen hombre, sin duda, y bien plantado, aunque un tanto cabeza hueca y su conversación la aburría. Pero es que ella era muy exigente, ya se lo decía su madre. El tal Peter también lo fue cuando ella le dijo que o se casaban o no se volvían a ver. Cómo pretendía casarse con él, si ni siquiera había ido a la escuela, le espetó con crueldad. Nunca olvidaría su cara de desprecio y la desolación que sintió. Tardó en comprender el mérito que había tenido estudiando por las noches y sacando, ya mayor, sus cursos para no ser una burra.
El señor que fue al hotel hablando con ese acento y que a Nines la descuadró, estuvo tres días y se despidió cortésmente. Al ir a recoger el cuarto vio que en la mesilla de noche tenía una foto olvidada. Se quedó mirándola un largo rato. Era una foto preciosa de unos niños que salían de la escuela con sus mochilas a la espalda. Se podían intuir sus sonrisas, aunque no se les viera la cara. Guardó con cuidado la foto y la miraba todos los días, hasta que decidió ponerla en el sitio principal y destacarla con los jarroncitos.
—Yo soy la tercera de la derecha —repetía a quien se admirara de la foto—. Para mí es un recuerdo inolvidable de cuando fui al colegio.
El estudiante
Malena Teigeiro
Mi marido se llama Jaimito. Repito, no Jaime, sino Jaimito.
Fue mi compañero de pupitre desde el día que comencé el colegio. No tengo ninguna duda de que si no fuera por mí, que le dejaba copiar en todos los exámenes, y le soplaba las preguntas orales, quizá no hubiera sido capaz de terminar la enseñanza básica. De eso estoy segura. Sin embargo, en lo referente a los negocios, ya era otra cosa. Ahí incluso le ayudó el nombre de Jaimito. ¿Que por qué? Pues porque al igual que en el colegio cada vez que algo ocurría el señor Iturriaga, nuestro maestro, gritaba: Jaimito, qué está pasando. Jaimito, qué haces. Jaimito, otra vez copiando, y él, fuera o no el culpable, bajaba la cabeza. También cuando había que construir un decorado, instalar unas luces, o buscar los trajes para una obra de teatro, era Jaimito el que se ocupaba de ello.
Al terminar el bachillerato, me fui a Madrid. Quería estudiar Filología en la Complutense. Me sentía feliz. Podía elegir lo que más me gustaba, las Lenguas Muertas. Estudié latín, griego, y un poco de sánscrito. Me sentía tan feliz entre todo aquello que apenas volvía a mi pequeña ciudad durante las vacaciones. Y era lógico, en Madrid se quedaba esperándome mi adorado Carlos.
Y Jaimito, cuyo nombre hizo que todos lo conocieran, decidió dedicarse a trabajar en lo que mejor sabía hacer: La búsqueda. De ese modo, cualquiera que tuviera que arreglar un lavaplatos, una máquina de coser, la necesidad de adquirir el elemento más extraño, todos, todos los que lo conocían, inmediatamente decían voy a llamar al Jaimito. Seguro que él sabe dónde encontrarlo. Y Jaimito, nadie entendía cómo, al día siguiente, a veces incluso a los diez minutos, llamaba a la puerta de la casa del susodicho con el artículo que se necesitaba.
Y así fueron pasando los años.
Cuando finalicé mis estudios, sin saber todavía qué camino tomar, volví a mi ciudad. Y allí estaba, como siempre, Jaimito esperándome.
Apenas pasados dos meses, Carlos, mi novio durante la carrera, me escribió diciendo que había descubierto su amor por Dorita, mi compañera de habitación y amiga íntima durante todos los años que duraron mis estudios. Ni le contesté. Pero eso sí, lloré un día tras otro hasta que mi madre llamó a Jaimito. Sentado a mi lado, igual que cuando lo hacía en el pupitre, mirando al frente, me susurró que le faltaba la persona que le soplara lo que tenía que hacer. Cosa que no entendí, porque en ese momento ya tenía dos tiendas y un almacén en los que podías encontrar cualquier cosa por inverosímil que fuera.
Al fin conseguí una plaza de profesora en un colegio en las afueras de la ciudad. Estaba cerca del almacén de Jaimito, por lo que él me llevaba todas las mañanas.
Y ocurrió lo que todos pensaban que tenía que pasar. Una mañana del mes de julio, nos casamos. Él estaba feliz. Yo bastante contenta. Apenas un año después nació Jaime, y luego tuvimos también dos niñas.
Y lo cierto fue que Jaimito tenía razón. Desde que nos casamos, fui la que le soplé lo que a mi juicio debía hacer, la que lo animó a abrir tiendas en otras ciudades, primero, y en otros países después, la que dejó su trabajo en el colegio para ayudarle a dirigir la cadena.
Una mañana, como antiguos alumnos, los dos fuimos invitados a nuestro colegio. Como personas con gran éxito en la vida, por entonces éramos una de las mayores fortunas del país, querían que diéramos una charla sobre la necesidad de tener una buena preparación para poner enfrentarnos a la vida.
Y sí, Jaimito, impasible, sentado a mi lado, con la mejor de sus sonrisas, escuchó de mis labios la recomendación de la necesidad de unos buenos estudios para poder encarar el futuro. Cuando terminé, desde el fondo del salón de actos, renqueante, ayudado por la que supuse era su hija, se acercó a saludarnos el señor Iturriaga. Miró a nuestros hijos y volviéndose a mi marido dijo: Copiando otra vez, Jaimito.
Sin lágrimas
Liliana Delucchi
Las mañanas de septiembre aún conservan la luz del verano, la calidez de esos días a veces interminables de julio y agosto. Alma y yo caminamos hacia su colegio bajo la sombra de los árboles. Ella, aunque ansiosa por llegar, intenta mantener el ritmo de mis pasos de anciano. Hoy es su primer día de clase, está ilusionada y deseosa de volver a ver a sus amigos. La acompaño por primera vez; mi hija me lo pidió, dado que tiene una reunión de trabajo a estas horas. Soy feliz, también mi nieta está muy contenta y lo demuestra con algunas cabriolas que la sueltan de mi mano.
Cuando llegamos a la puerta del edificio, veo una nube de niños con sus uniformes, maletas y balones. ¿Les dejarán llevar pelotas de fútbol? En mis tiempos no estaban autorizadas. De pronto, una imagen se superpone a la de esos escolares. Es una foto en blanco y negro en el fondo de mi memoria: un grupo de chavales de espalda, con sus mochilas y gorras, camino del campo de concentración que suponía para mí la escuela.
—Hagas lo que hagas, ni se te ocurra llorar —dijo mi madre, de cuya mano me cogía como si fuera una tabla de salvación—, es de débiles y de personas sin modales.
Estábamos los dos de pie a la puerta de nuestra casa esperando el bus escolar. El muy cretino llegó a su hora y en cuanto abrió la puerta, mamá, con un suave empujón, me dirigió a las fauces de ese monstruo que me trasladaría a un mundo desconocido.
Apenas pude responder con un susurro cuando el conductor me preguntó mi nombre. Una palabra más hubiera descubierto mi congoja. Las primeras lágrimas que contuve en mi vida.
El resto fue silencio. Un silencio cortado por llantos de otros niños, las palabras de consuelo de la celadora a nuestro cuidado y el ruido del motor. A través de la ventanilla podía ver hileras de niños que se dirigían a ese lugar al que nunca hubiese deseado ir. Yo estaba muy bien en casa, con mis padres, mi abuela y la niñera, ¿qué necesidad de sacarme de ese lugar tan cálido y confortable? Fue entonces cuando vi al grupo de niños de espaldas, esa foto en blanco y negro que hoy regresa desde el fondo de mi memoria.
Cuando descendimos del bus me quedé quieto, incapaz de dar un paso hacia el edificio blanco y enorme en el cual estaba destinado a pasar muchos años de mi vida. Seguía conteniendo las lágrimas, inmóvil debajo de un castaño. Alcé los ojos al cielo nublado. Llora tú que puedes, le dije al firmamento encapotado sin abrir la boca. Pero a él también le habrían dado las mismas instrucciones, porque no llovió. Fue entonces cuando sentí una mano en la mía. Pertenecía a un chico de mi edad, con el mismo uniforme y la misma gorra calada hasta las cejas.
—¿Vamos? Soy Alejandro.
No recuerdo si respondí con mi nombre, sólo que le di la mano y juntos entramos en el colegio. Desde ese día fuimos inseparables. Toda una vida compartiendo alegrías y sinsabores hasta que hace un par de años una horrible enfermedad se lo llevó para siempre.
Alma me deja, corre hacia el patio donde están sus compañeros. Cuando logro alcanzarla abraza a un niño de su misma edad. Le pregunto su nombre.
—Alejandro.
Esta vez no hay lágrimas que contener y el sol brilla en el cielo.
Seré breve
Marieta Alonso
El más feliz de mis días estaba por llegar. Comenzaba el instituto. Irrumpí en el aula conversando con mis amigas de siempre. El pupitre a fuerza de rayas parecía que tenía dibujos geométricos.
Apareció el maestro, el que nos iba a dar clases de Literatura. Fue como si el cielo se desplomara. Sentí un escalofrío y me vino a la mente esa escritora mejicana, sí la tal Ángeles Mastretta, la que escribió Mujeres de ojos grandes, porque nada más verle me enamoré como siempre se enamoran las mujeres inteligentes: como una idiota.
Había tal belleza en su voz que supe que a mi vida había llegado la primavera a pesar de ser septiembre. Aquellas manos anunciaban caricias, aquellos ojos eran buganvilias asomando en los jardines, aquella boca tenía que saber al alioli que hacía mi madre.
Se lo comenté a mi primera mejor amiga, estábamos juntas desde párvulos y era muy espabilada. Me aconsejó que lo mirase como si estuviera afligida, que la elegancia de la tristeza era insuperable para comenzar una enriquecedora conversación.
Con aquel profesor no me dio resultado, pero con el chico que entró detrás, pidiendo permiso para entregarle la mochila a su hermana, mi amiga, que se la había dejado olvidada en el pasillo, fue espectacular. Tanto que, al pasar los años, me casé con él. Y después de dos hijos y tres nietos, aún hoy, cuando dejo caer esa mirada, él sonríe…, y juntos sentimos las olas rompiendo en aquel espigón donde compartimos nuestro primer beso.
Cristina,
Qué nostalgia……..
Qué bonitos cuentos
Gracias
Elena