
La edad de la inocencia de Edith Wharton
Edith Wharton. Novelista estadounidense nacida en Nueva York en 1862, fue una gran escritora que tuvo el reconocimiento en vida.
Perteneciente a una familia adinerada conoce a la perfección la alta sociedad americana a la que analiza con fino estilete. Su escritura sutil y elegante relata con aparente ligereza pasiones, destrucciones personales y cómo los grilletes sociales dan lugar a trágicas situaciones.
Amiga de Henry James siempre trató de defenderse de la influencia de este autor en su obra.
En 1907 se instaló en Paris. Años después recibió La Legión de Honor por sus servicios rendidos durante la guerra de 1914. Fue la primera mujer doctorada en Letras por la Universidad de Yale y en 1930 la hicieron miembro de la Academia Americana de Artes y Letras.
“La edad de la inocencia” es para muchos su mejor novela e inspiradas por una frase de esta, nuestras cuentistas han dejado volar su imaginación hacia el Paraíso, traiciones económicas y amorosas y ¿por qué no?, hasta el asesinato.
Esperamos que disfrutéis de la lectura.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Joven prometedor
Cristina Vázquez
Un joven prometedor, comentaban con seriedad los consejeros del banco después de aprobar el ascenso a director general de Alfredo Cárdenas. Prometedor y meritorio apuntaló el señor Arribas, el cual iba a trabajar codo con codo con él. Un chico lleno de valores, insistió su futuro jefe en un afán de apropiarse el mérito.
Alfredo esperaba con una inquietud controlada el resultado de la reunión. Bromeó con la secretaria por las botellas de agua que se había bebido y se tuvo que secar disimuladamente las manos varias veces. Odiaba este defecto suyo. Le quitaba mucha seguridad la humedad en sus palmas cuando se ponía nervioso. Estaba intentando encontrar algún producto que se lo cortara. Era un hombre que, sin ser perfecto, su físico era muy masculino, bien equilibrado entre fuerza y elasticidad, con una buena osamenta y estatura. Sabía que las mujeres se ponían nerviosas con él lo que le daba seguridad en sí mismo. Excepto por las manos. No poder dar una mano seca y firme le debilitaba.
Progresar, ese era el verbo que le apasionaba declamar al referirse a sí mismo. Las miradas de admiración que levantaba al volver a su ciudad de provincia y contemplar a sus antiguos compañeros, le servía, aparte de para reforzarse en las decisiones tomadas, para percibir todo aquello que aún tenía que limar. Y aunque la ruptura con Encarnita, su novia desde la adolescencia, tuvo alguna consecuencia de reprobación e incluso algún amigo le negó el saludo, comprendió que había sido una decisión acertada. A dónde iba a ir él con esa paleta, que aunque estaba buena se le hubiera quedado más corta que una tarde de invierno.
—Enhorabuena muchacho —el señor Arribas irrumpió en su pequeño cubículo con la algarabía del vencedor—. Mañana te cambias al despacho grande y empezamos a trabajar.
Llevaba un mes en su nuevo puesto y el jefe le invitó a su casa para que conociera a su familia. Un pobre muchacho que vivía de pensión, pero muy inteligente y prometedor, declaró convencido ante las protestas de sus hijas y mujer de traerse el trabajo a casa. Alfredo envió un centro de flores a la señora, se puso su primer traje confeccionado en un buen sastre, y se restregó las manos con piedra de alumbre que le estaba dando buenos resultados con su problema.
Salió de la cena entusiasmado por la amabilidad de la familia, achispado en el recuerdo de la belleza de la mesa adornada con flores y candelabros, de la simpatía de la mujer y el intenso interés de la hija menor, Sonsoles, que sin ser guapa, la envolvía un aire de distinción, un aura perfumada y una atención a sus palabras que intuyó se le abría un mundo esplendoroso.
Empezó a salir con ella, con la aquiescencia del padre y el entusiasmo de la joven que lo encontraba exótico, diferente, divertido. La empezó a llamar Sunny, a ella le gustaba y sus íntimos era el apodo que utilizaban. Conoció el club de golf, su jefe le regaló los palos. Viajó con ella a la estación de esquí donde tomó clases. Y además en el banco solo recibía felicitaciones. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él. Un futuro maravilloso.
Poco antes de concertarse el matrimonio con Sunny, una mañana le llamó su futuro suegro al despacho y cariacontecido le pidió un enorme favor.
—Casi de padre a hijo, como lo seremos en breve —suspiró mirándole con los ojos abatidos—. Confío en ti Alfredo.
Se removió en su sillón y le alargó unos papeles sobre un tema inmobiliario en el que se había producido una falta de dinero, que aunque él no había tenido nada que ver, aseguraba el señor Arribas, le habían endilgado el problema. Lo que le pedía para él era muy importante y a ti Alfredo ni te va ni te viene. Se echó hacia atrás y en un tono melifluo le aseguró que solo tenía que firmar. No corría ningún peligro, si no ni se le ocurriría planteárselo a quien iba a ser su futuro hijo. Todo era perfectamente legal.
Alfredo firmó y el casi suegro le palmeó la espalda con efusión y auténtico cariño.
—Gracias, hijo, nunca olvidaré este gesto tuyo.
Una duda corría pareja a la emoción que tuvo de ser útil a su futura familia, de haber sacado de un aprieto a este hombre que solo le había demostrado cariño y reconocimiento. Al día siguiente llegó al trabajo y al preguntar por él le dijeron que estaba enfermo y que no iría a trabajar. Le llamó al móvil, pero daba desconectado, como el de su novia que tampoco respondió. Al mediodía se acercó a la casa a interesarse por él, extrañado de que no le hubieran contestado sus llamadas. El portero al verle entrar le dijo que no se molestara en subir, la familia se había ido para un largo viaje. No. No sabía cuándo iban a volver. Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos mientras la sangre se agolpaba en sus sienes. Se sentó en el último escalón de la alfombrada escalera bajo la desaprobatoria mirada del portero.
Cuando se miró el resto de tinta en las yemas de sus dedos a la endeble luz de la celda, se vio a sí mismo como la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada. Las manos ya no le sudaban, pero un sudor frío le recorría el cuerpo. Cuando salió esa misma noche a declarar, le dijeron que se limpiara las manchas de tinta que tenía en la frente.
La casa del bosque
Malena Teigeiro
Se levantó del sofá, y, tambaleante, sin soltar a botella, se dirigió a darse una ducha. Bajo el agua fría Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él. Y recorriendo su interminable vacío, vio la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada.
No era cierto. Desde que lo había abandonado May, retumbaban en su cerebro las palabras de tía Mingot cuando le dijo que se casaba con una mujer educada que, además de ordenarle la vida, lo haría feliz. Él era un hombre con suerte, que sin tener en cuenta sus actos se deslizaba por la vida sin que nada le ocurriera. Se rio de lo que le parecieron excéntricas palabras de una anciana. Sin embargo, hoy sí creía que fueron certeras. Todo en la vida le había ido bien hasta la noche en que al llegar a casa, no la encontró.
May sintió frío y salió a recoger unos troncos. El viento helado anunciaba tormenta. Al entrar en la cabaña que había heredado de su padre, dejó la madera en la estufa. Recogió un periódico, y antes de arrancarle las hojas, miró la fecha. Sonrió. Tenía más de cinco años. Debía de ser el último que llevó su padre. Sin dejar de contemplar la amarillenta fecha, recordó que desde su entierro no había vuelto a la casa del bosque. Él no quería ir y ella por no discutir… Arrugó una serie de hojas y encendió la chimenea.
Cuando por la mañana se había ido de su casa no se lo dijo a nadie. Quería estar sola y en aquella cabaña se sentía segura. Mirando las llamas se quedó dormida. Ya rompía la luz cuando la despertó su voz.
––Buenos días, May––la voz de Archer sonaba dulce, amigable.
Sin moverse, y mientras un terrible frío le recorría la espalda, se preguntó cómo había entrado. De pronto recordó que de recién casados él había hecho una copia de la llave. Con los párpados muy apretados esperó a que se acercara. Las lágrimas le caían cuando sintió sus dedos sobre los hombros.
De nada le servía a Archer llevarse las manos a la cabeza. De nada le servía tumbarse en la cama de la cabaña, hasta con los zapatos puestos, y pasar las horas agarrado a una botella. De nada le servía ahora emborracharse hasta caer dormido con el rostro lleno de lágrimas. Porque aquella cabaña era ella. Y él no se sentía capaz de abandonarla. Tenía la boca pastosa cuando sintió sus labios sanos, frescos, sobre los suyos, la dulce dejadez, la ternura de su cuerpo entre los brazos. Siempre le pareció que May tenía la ingravidez de los ángeles.
Con qué orgullo jugaba con ella. Adoraba la oscura luz que aparecía en sus ojos. Al principio ella era remisa a realizar ciertos juegos, aunque siempre lograba que venciera sus miedos cuando le susurraba que lo quisiera a su manera. Continuó bebiendo hasta acabar el licor de la botella. Y al sentir la niebla del mareo, comprendió que su adoración por May siempre le había producido atroces celos que le obligaban a mirar con negro ardor a cualquiera que se le acercara. A veces, cuando llegaba a casa y no la encontraba se volvía loco. Reconocía que su actitud cuando ella entraba por la puerta no era la correcta.
Se levantó y se acercó a su esposa. Le sujetó los dedos fríos e intentó calentárselos con su aliento. Contempló sus ojos, de mirada fija, vacía. Después de volver a besarle los dedos, dejó caer la inerte mano sobre la alfombra empapada en sangre.
Tarde de lluvia
Liliana Delucchi
Trataba apresuradamente de ordenar sus pensamientos. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él; y recorriendo su interminable vacío, vio la menguada figura de un hombre al que jamás le sucedería nada.
Lleva esperando un cenicero lleno y dos tazas de café vacías. No vendrá. Vuelve a marcar el número del móvil y otra vez el mensaje que le anuncia que está apagado o fuera de cobertura. Levanta la mano hacia el camarero para que le traiga la cuenta, mientras observa a través de la ventana: Una nube de paraguas oculta la cara de personas apresuradas bajo la llovizna de esa tarde de invierno. El hombre empuja la puerta acristalada para perderse en la calle donde se mezcla el sonido del agua con los villancicos. Él parece no oírlos, solo una triste canción da vueltas por su mente.
Le había dicho que se encontrarían en ese bar. Lejos de la oficina y en medio de comercios, pasarían inadvertidos. «No te preocupes, con las fiestas navideñas todo se paraliza, no habrá investigaciones hasta pasado Reyes y para entonces todo estará solucionado.» Pero nada está solucionado. Se muerde los labios recordando la vergüenza que sintió cuando su tarjeta no le facultó la entrada al edificio, y el guarda de seguridad lo miró con suspicacia antes de decirle que no estaba autorizado a ingresar.
Intenta otra llamada con el mismo resultado. Seré imbécil. ¿Cómo pude creer que mi padrino, como decía que era, me iba a dejar en la estacada? Es cierto que recomendé las inversiones, que las firmé, que las envié a Hacienda y al Banco de España, pero fue él quien me dijo que lo hiciera, que era todo legal, que solo nos saltaríamos algunos impedimentos burocráticos. Están blindados, eso fue lo que me aseguró, solo tú y yo lo sabemos, ya verás cómo en pocos meses estaremos en la cumbre. Seremos la mayor entidad financiera y tú habrás sido el artífice de la operación. Se te compensará. Sí, ya veo cómo me han compensado. Clara me mandó un mensaje diciendo que la policía de Delitos Económicos estaba en mi despacho.
Vuelve a llamar, aunque sabe que es en vano. Está solo.
—No, no estoy solo… ¡Clara!
Fue su secretaria durante los años que estuvo en el banco. Tantas horas juntos, sin apenas vida social, dedicándolo todo a ese trabajo que ahora se había esfumado, al menos para él, los llevaron a compartir algo más. Pero ahora…
Ella acudió al encuentro; su rostro, generalmente relajado dibujaba algo que pretendía ser una sonrisa, pero era solo una línea tensa sobre una mandíbula temblorosa.
—Necesito tu ayuda. No te pido nada ilícito, solo recuperar cierta documentación —solicitó el hombre intentando mantener la calma.
«Sería inadecuado. Deja que me vaya.» Fueron sus últimas palabras, sin embargo Jacinto le pidió otra cita, una vez más, por favor. Ella lo miró desde el fondo de su tristeza y entonces él pudo ver que sus ojos estaban llenos de ayer. Bajó los suyos y le tomó la mano. Estaba fría.
Llegaban a la parada del autobús cuando ella aceleró el paso para cogerlo. Contempló la espalda de la mujer entregando su billete al revisor, después su costado avanzando por el pasillo hasta sentarse junto a una ventanilla. Su mano enguantada llevaba un programa de cine. La última película que vieron juntos. Lo que no pudo ver fue que ella rompió el papel en varios trozos antes de guardarlo en su bolso.
En el principio de los tiempos
Marieta Alonso
Cuando Eva tuvo su primer hijo pensó que era el momento adecuado para hacerle saber a su marido cuál era el sitio que ocupaba en el nuevo hogar. Dadas las circunstancias tenía que ponerse a trabajar, nada de zanganear, ni de estar sentado viendo a lo lejos el paraíso, le dijo compasiva. Y es que Adán no se daba cuenta que había que hacer de la necesidad, virtud. Se pasaba el día ordenando sus pensamientos, le pesaba no haber cumplido con el mandato de fidelidad y obediencia, y por supuesto, hubiese preferido no haber llegado al conocimiento del bien y del mal. Se prometió no volver a comer manzanas, nunca más. Parecía que todo su futuro se desplegaba súbitamente ante él.
Pero la serpiente no dejó de importunar. El primogénito se dedicó a la agricultura, era un joven fuerte y bien nutrido que nació para ser salvaje y asesinó a su hermano por pura envidia. El segundo pastoreaba ovejas, un santo, que ofreció a Dios lo más selecto de su rebaño por generosidad y no por obligación. Tras su muerte tuvieron al tercero. Y así fue transcurriendo la existencia.
Después de la expulsión del Edén, el reloj de la vida de Adán se desbocó, en un santiamén llegó a los novecientos treinta años. Y recorriendo su interminable vacío, vio a lo lejos la menguada figura de un hombre bueno, al que le rogó que lo alejara de las tentaciones para que jamás le sucediera nada malo.
Y supo que todo iría bien. Porque si el mal no cejaba en el empeño, el bien tampoco.
Que actual y que buen relato.
Me ha encantado.
Me acabo se comprar La edad de la inocencia.
Enhorabuena
Besos
Elena
Cristina por ti me he comprado el libro.me ha encantado tu relato.
Elena Imaz
Gracias Elena, espero que disfrutes La edad de la inocencia, a mí es una escritora que me encnta.
Disfrútalo. Un abrazo enorme.
Cristina