
El gato frente al espejo
Amado por unos, denostado por otros, la historia del gato se basa sobre todo en la percepción que el hombre tiene del pequeño felino. Esta apreciación difiere totalmente de una época a otra. Mientras que en la antigüedad lo veneraban, en la Edad Media los quemaban en las hogueras pensando que era un animal diabólico.
Sin embargo, la foto que ilustra esta entrega de Nuevo Akelarre Literario pretende ir un poco más allá de la visión que puede tener un minino de sí mismo. Es también la forma que tiene un humano de verse al otro lado de la realidad la imagen que le devuelve el espejo es tal vez la que siente… Y todo es válido, porque en estas páginas hablamos de ficción.
Las cuatro historias que publicamos tienen a esa bola de pelo suave de protagonista, en algunas como primer actor y en otras de secundario, pero en todas ellas se desliza con delicadeza para solventar un dolor o hacer uso de su fiereza.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Aficiones peligrosas
Cristina Vázquez
Cuando Adelaida distinguió en la sala de espera del odontólogo a ese hombre menudo, de hombros estrechos y mirada un tanto huidiza, sintió un arrebato de ternura inesperado.
Le observó con disimulada insistencia. Iba poco a poco descubriendo que los rasgos de su cara eran muy correctos y si no fuera por esa actitud vencida o temerosa podría resultar un hombre guapo. Francamente guapo, se dijo mientras terminaba de ojear una revista atrasada de la que no se había enterado de nada.
—Don Leoncio, pase ya por favor —la voz de la enfermera la sacó de sus pensamientos.
Al levantarse pudo comprobar que era más alto de lo que parecía. Concluyó que era la postura encogida que mantenía en el sillón lo que le quitaba empaque. Un poco estrecho, sí era, reconoció, pero…
Adelaida había estado dudando en sus años más jóvenes, aunque ahora solo acabara de cumplir cuarenta, si ser enfermera o antropóloga. Finalmente se hizo secretaria por diversas circunstancias que no venían al caso y su soltería era debida al amor frustrado por el marido de su hermana. Esas dos aficiones, la antropología y la enfermería, se quedaron siempre grabadas en ella. Era muy consciente de que sus aproximaciones al sexo opuesto terminaban en un análisis físico en el que ponía en práctica sus escasos conocimientos antropológicos. Estos eran los que estaba aplicando a Leoncio: antecedentes indoeuropeos mezclados con berberiscos. No, demasiado claro. Seguro que tendría un toque celta o vikingo. Le había visto muy poco para sacar conclusiones definitivas. Oía el ruido del torno que la desquiciaba y empezó a aplicar su otra afición: la enfermería. Pensaba que le encantaría poder coger la mano al paciente y susurrarle tranquilizadoras palabras mientras le agujereaban la muela.
Al terminar ella su consulta con el dentista pidió a la recepcionista si le podía dar el teléfono o las señas de don Leoncio, pues tenía que devolverle un documento que se había olvidado. Tras unos segundos de titubeo la chica se lo entregó.
A partir de ese momento, Adelaida en cada rato libre iba a la dirección indicada para intentar hacerse la encontradiza. Por fin consiguió su objetivo y con habilidad y gracejo, que lo tenía, concertó otras citas. A medida que intimaban se asentó su primera impresión. Iba encogido, menguado, sin seguridad en sí mismo. Esto le hizo pensar a Adelaida en un antecedente judío de madre sobreprotectora, motivo por el que el hombre no expandía todas sus posibilidades. Seguro.
Como era una mujer con recursos ideó la manera de que su amado, porque ya había entrado en la categoría de amado, pudiera quitarse esa debilidad y reforzarse en una imagen que correspondiera a su verdadero ser. Más potente, más seguro. Encargó a un amigo, mueblista ingenioso y paciente, que le hiciera un espejo de aumento. Lo que en el fondo deseaba, le confesó mimosa, era que ese espejo fuera casi mágico.
—Sí, claro que tú puedes —le aseguró Adelaida con su sonrisa más convincente—. Eres el único que sabe hacer estos espejos trucados.
El hombre cabeceaba haciéndose rogar, pero ella tenía la seguridad de que deseaba hacerlo. Los desafíos estimulaban a su amigo y él sabía que estaba en deuda con ella. ¿Verdad cariño? Finalmente, el mueblista cedió. ¿Qué imagen quería que se viera en el espejo?, le preguntó.
—Pues un león —contestó la mujer sin titubear—. Un hermoso león con melena.
Y así fue. Al cabo de una semana le hizo entrega del deseado espejo que ella empaquetó con esmero. Invitó a Leoncio, con el que ya estaba haciendo los preparativos de boda, a cenar. Cuando descubrió el regalo le pidió que se mirara en él. Iba a ser para su uso exclusivo.
Nunca olvidaría, contaba después de muchos años a sus sobrinos, la cara que puso su novio. Cómo se fue transformando en otro ser espléndido. Hinchó el pecho, les relataba imitando el gesto. Con la cabeza erguida empezó a sacudirla como si agitara una melena. Movía las manos igual que si tuviera zarpas y empezó a gruñir. En ese momento tuvo miedo y comenzó a preocuparse pues veía que no recuperaba a su Leoncio anterior, estrecho, canijo y bondadoso. Pero cuando se puso a cuatro patas y se acercó a ella con expresión salvaje después de arañar los sillones dando bufidos, tuvo el tiempo justo de encerrarse en el cuarto de baño y llamar a la policía.
En ese momento de la historia los sobrinos sabían que la tía Adelaida se sacaba un pañuelo para limpiarse las lágrimas, y esperaba un rato a que los chicos le hicieran la pregunta esperada.
—Y entonces tía, ¿qué pasó? —coreaban los sobrinos.
En el manicomio, contestaba. En el manicomio y sin solución. Creía que había destrozado varias sábanas y que a un enfermero casi le degüella. La culpa, remataba, fue toda de ella por no haber percibido sus antecedentes eslavos. Doblaba el pañuelo húmedo con precisión, decían que eran los europeos más salvajes. Y él era tan rubito…
El hijo de Dulce
Malena Teigeiro
Leone, nunca supo quién fue su padre. Su madre, Dulce, era una preciosa y elegante gata blanca de angora, con una extraña mirada en sus rasgados ojos negros. Vivía en una casa de Madrid con una señora tan vieja como elegante, que siempre llevaba los dedos llenos de sortijas y a la que le gustaba tenerla en el regazo, en donde la gata, al sentir las caricias sobre la barriga, plácidamente, se quedaba dormida. Dulce era muy amorosa y simpática. Su ama la bañaba y cepillaba todas las semanas y ella, ya limpia y perfumada, como niña perversa y consentida olvidaba su posición, y se lanzaba por las noches a la calle en busca de gatos vagabundos. En los últimos tiempos se había juntado con unos a los que les gustaba corretear por la Casa de Campo y el zoo. De todas estas correrías, solía volver a su casa sucia, cansada y, casi siempre, preñada.
Una camada tras otra, Dulce iba teniendo hijos con su mismo largo y sedoso pelo, por lo que a la señora no le costaba mucho conseguir familias que los adoptaran. Hasta que al fin llegó él: Leone. Según los que estuvieron en el momento parto, Dulce pareció emocionarse al verlo. Sin duda recordaba a aquel macho grande, fuerte, que vivía en una jaula, su amor de una noche en el zoo. Sus mismos ojos rasgados. Su mismo pelo corto y suave como el terciopelo y los mismos ojos color de miel. La mandíbula, fuerte y cuadrada, ya desde que nació, lucía unos hermosos colmillos. Rápidamente se puso de pie lo que hizo que los que allí estaban vieran sus pezuñas fuertes y grandes. Desde que nació tuvo el carácter de su madre, amoroso y amigable, pero sus rasgados ojos tenían un mirar frío, al decir de algunos, maléfico, por lo que nadie quiso adoptarlo. Leone desde el primer momento sintió el rechazo de todos, lo que, pasado algún tiempo, lo hizo caer en una depresión. Dorita, la cocinera de la casa, una señora mayor, con la barriga tan gorda que ni tan siquiera el pequeño gatito podía sentarse en su regazo, intentó paliar sus penares dándole natillas y sardinas frescas, por lo que Leone decidió quedarse a vivir en la cocina.
Aquella mañana amaneció soleada, y aunque el viento todavía era frío, decidió salir al balcón. Sentía la necesidad de tomar un poco el aire y se movió inquieto delante de Dorita que enseguida lo entendió. A ver si así se te templan un poco esos nervios, rumio mientras abría la falleba del balcón. Al tumbarse en el balcón percibió que en el de la casa de al lado dormía al sol, bien estirada, una gatita. Era preciosa. El animalito entreabrió los ojos y le sonrió. Leone no lo entendía. Era la primera vez que, exceptuando a Dorita, alguien era amable al verlo aparecer.
Incrédulo, entró en la casa y se dirigió al espejo que tenía su protectora en el dormitorio. Sin abrir los ojos se colocó delante. Estiró las patas, el cuello y después de un sonoro bufido los abrió. Con sorpresa vio que se había convertido en el gato grande que prometía. El pelo de su cuerpo corto y brillante le encantó, lo mismo que la densa y exuberante melena que le había crecido alrededor del rostro. Se quedó quieto, bien estirado, sin moverse de delante del espejo. Tan solo balanceaba la cola que sorprendentemente estaba rematada con una preciosa borla negra. Después de unos momentos, volvió a la terraza y vio que la gatita seguía allí, pero ahora no fingía dormir. Sin levantar la cabeza le pareció que le sonreía moviendo su rabo, voluptuosa, sensual.
Un profundo rugido acompañó su salto hasta el mirador de su vecina.
Cuando los dueños de la casa abrieron el balcón, Leone, con una garra apoyada sobre una de las patas de la gata, masticaba con fruición los restos del animal.
La otra realidad
Liliana Delucchi
Supongo que los abandonos son así. Al principio, y sin darte cuenta, deja de tener importancia lo que el otro piensa. Sus discursos te suenan repetitivos y rancios y terminas solo compartiendo el café de la mañana. Hasta que llega el día en que se reparten los bienes y ese espacio solitario formado por paredes y muebles, termina habitado por el silencio y alguna canción que escuchas para que al menos haya una voz en la casa. Aunque estoy siendo injusto, sí que hay otra voz que vive conmigo: Hace miau y se tumba a mi lado en el sillón mientras veo series interminables en la televisión.
Cuando Natalia se fue me lo dejó, ya que su nueva pareja tenía alergia al pelo de gato. Tuvo el detalle de pegar una nota en la nevera con la dirección del veterinario y la fecha en que debía llevarlo para renovar su vacunación. Entonces lo supe. Cuando le di el nombre, al que llamo el pediatra de mi felino, por mucho que lo buscó no lo encontró en su base de datos. Yo insistí: Giorgio, Jorge en italiano. Nada. Entonces me pidió mi nombre para ver si lo había registrado por los datos del dueño. Nada. Se encendió una luz en mi cerebro y le di los datos de mi ex. Pues… Sí. No se conformó con quedarse con el chalet y el coche, también había puesto en su parte del inventario a nuestro gatito. Al escucharme jurar en arameo, el pobre hombre me dijo que no me preocupara y le cambió el apellido al minino. Así de simple, sin ir al Registro Civil.
Como mi compañero peludo se portó muy bien le adquirí todas las golosinas que me ofrecieron en la clínica, más un trasportín, platos para su comida y un baño nuevo. Vamos, para que se olvidara de quien lo abandonó por un hombre más joven y más rico que su actual amo. Compré su voluntad. Esa misma noche, mientras me perdía dentro de una novela, sentí un movimiento en la cama. Giorgio había decidido dormir conmigo. Se pegó a mi costado y al poco rato escuché su ronroneo que, por cierto, es más suave y delicado que los resuellos de mi ex.
Esa madrugada tuve un sueño peculiar: Me encontraba en el cuarto de baño, a punto de afeitarme, y quedé anonadado al ver que el espejo no reflejaba a un cincuentón con las arrugas correspondientes alrededor de los ojos y la comisura de la boca. No. Una especie de Brad Pitt mediterráneo me sonreía como si fuera a comerse el mundo y repetía exactamente mis movimientos. Hasta cuando a causa de los nervios me corté la mejilla, vi que la suya también sangraba.
Desperté de buen humor, confiado en que mi inconsciente no veía un perdedor, sino a un exitoso varón. Silbando me dirigí a la cocina a preparar el desayuno cuando al pasar frente a un espejo que hay en el pasillo, vi nuevamente al hombre guapo reflejarse en el mismo. Pero eso no fue todo. Subido a la consola que estaba debajo, Giorgio también se miraba en esa luna. Yo no sabía si él estaba viendo lo mismo que yo. Mi gatito era un león. Sí lo vio, porque de pronto lo escuché rugir.
La búsqueda
Marieta Alonso
Mi marido acababa de dar portazo a quince años de matrimonio. Me quiso convencer de que sentía dudas, necesitaba espacio, todo era culpa mía. Lo que experimenté en aquel momento es difícil de describir. Comencé a recorrer toda la casa y entre vuelta y vuelta me acerqué al ventanal para verle por última vez. Vi a una rubia platino consolándole a base de besos. Luego se fueron en un coche. Maldito macho cabrío.
No podía apartarme de la cristalera, ni dejar de mirar la calle desierta. La única nota de color la daba un cartel con un gato de espaldas y el mar de frente. Emanaba soledad. Reconocí el lugar.
He de superar esto, me decía, pero solo era capaz de pensar que la venganza era hermosa. Debería morirse. Era la frase que me rondaba la cabeza. No eres agresiva, tranquilízate, verbalizaba mi otro yo.
Volví a mirar el cartel y decidí marchar hacia aquel barrio de pescadores, aquel suburbio que hacía gala de su carácter arrabalero en busca de aquel gato.
La tarde la pasé dando un paso detrás de otro por la fría arena envuelta en mis lúgubres pensamientos. Vive y deja vivir, decía mi madre. Pero ella nunca se vio en mi circunstancia. A ratos recordaba a lo que había ido allí y miraba alrededor. Nada. Y volvía el dolor. ¿Por qué? ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Me acerqué a un viejo pescador, remendaba su red recostado a una barca que oscilaba bocabajo sobre una piedra. A su lado un cubo de agua encerraba los peces capturados.
—¿Qué tal se ha dado el día?
—Mejor que ayer —y siguió faenando.
—He visto un cartel…
Sin decir palabra empujó hacia la arena la popa para que la proa se alzase y allí estaba el más hermoso gato, el del anuncio. Me miró, le sonreí, y ronroneando saltó a mis brazos.
—No tiene dueño. Viene a mí para que le dé de comer. Lléveselo si quiere.
Le miré a los ojos buscando su aprobación y reflejado en ellos estaba Simba, mi rey león que muy tenue me cantaba Hakuna Matata.
Y en aquel instante supe que no debía preocuparme ante las adversidades de la vida.
Cristina muy bueno q imaginación
A mi hija Leonor le llamamos Leona……….lo pensaré
Gracias mil,
Elena
Muy buenas historias todas, sigan dandonos sus historias para seguir sonando
Muchas gracias, Martha por leernos.
Gracias Martha, nuestra fiel lectora. Besos
Gracias Elena. ¡Vigila a la niña!
Besos