
Mujer con abanico - Gustav Klimt
Este pintor austriaco es uno de los más importantes pintores modernistas de la Secesión Vienesa, grupo fundado en 1897 del que fue presidente.
Sus pinturas tienen una intensa aportación sensual de un estilo muy ornamentado. Después de su viaje a Venecia y Rávena, influido por lo que ve, comienza su “etapa dorada” en la que utiliza pan de oro, que le atrajo el acercamiento de la crítica y éxito comercial.
El abanico forma parte de nuestros recuerdos y de la historia. Ha sido un adorno útil y femenino que ha permitido a las mujeres refrescarse, dialogar con él, ocultarse de miradas indiscretas…
A nuestras cuentistas les ha inspirado historias como la de una chica humilde que se propone y está segura de conseguir el novio que no le corresponde o un hombre que recuerda los consejos amorosos de su abuela; un joven inocente que cae rendido de amor por una artista; una inexperta y adinerada señorita que se transforma bajo la impenitente mirada del pintor.
Esperamos que esta mujer con su abanico os haga volar en el aire que desprenderá al moverlo.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Una chica inocente
Cristina Vázquez
Siempre fue una mujer dócil. Las circunstancias y su educación fomentaban esta actitud tan cómoda para los demás y tranquilizadora para ella. No necesitaba tomar decisiones. Ya las tomaban otros.
Creció Adele en medio de riqueza, buena educación y cierto aburrimiento consentido. Aunque pocas veces declarado en voz alta, el lema familiar impuesto a rajatabla era: Hacer lo que había que hacer en el lugar apropiado y con las personas convenientes.
Ernest, el padre de la chica, llevaba con precisión minuciosa el cumplimiento de las obligaciones sociales según la temporada. Ópera, balneario, deportes de invierno, un viaje preceptivo al extranjero al lugar de moda… El buen señor había trabajado duro para amasar una importante fortuna en la minería. Y Adele igual que un cervatillo sorprendido y amable, era llevada de aquí para allá en miras a realizar un buen matrimonio. Ella sonreía mientras sus ojos se quedaban prendidos del interlocutor de turno como si le interesara lo que le estaba diciendo, o como si guardara un secreto en exclusiva para serle desvelado solo a él. Esto le dio fama de mujer atenta y probablemente inteligente.
Con una educación exquisita, vestida a la moda sin estridencias, su padre la paseaba con devoción hasta que finalmente apareció un partido adecuado, que con más don que din, confesaba Ernest en la intimidad, resultó el elegido. Adele sonreía pues el novio era amable y de ideas conservadoras expresadas sin exageración. Título de conde desde hacía varias generaciones y un castillo casi en ruinas que el padre ya soñaba en reconstruir. Montaba muy bien a caballo y su fama de buen cazador le precedía. Perfecto. Era el marido perfecto, remachaba el hombre frotándose las manos. ¿Verdad Dedé?, pues él siempre la llamó así: Mi querida Dedé.
Al convenirse la boda, el amable progenitor quiso sorprender al futuro marido con un retrato de la novia hecho por el pintor de moda. Un sujeto un poco atrabiliario, exclamaba en la tertulia del café, pero ya se sabía cómo eran los artistas. Aunque había pintado a gente importante y se hablara de él con admiración, para su gusto el tal Gustav Klimt resultaba demasiado moderno y extravagante, peroraba el buen hombre en esa Viena adormecida antes del terrible cataclismo que se avecinaba.
Al llegar Adele a su estudio desordenado, casi caótico, en el que escuchó unas risas femeninas antes de cerrar la puerta, se quedó sorprendida y asustada. El pintor, un hombre voluminoso pero ágil, fumaba un puro y llevaba una especie de bata o ropón como única vestimenta. Exigió que se marchara la acompañante de la joven pues tenía que estar solo para poder crear. La sentó en un taburete y empezó a dar vueltas a su alrededor, moviéndole un brazo, elevando la barbilla, hasta le colocó el pelo de distinta manera. Ella se sintió por primera vez en su vida percibida como un ser único, alguien irrepetible, con unas dimensiones físicas que no estaban siendo juzgadas sino apreciadas por ser exclusivas
—Eres muy hermosa —oyó aturdida al artista que se acercó hasta rozarla.
Olía diferente a todos los olores masculinos que había olfateado hasta entonces. Una mezcla de pintura, tabaco, animal ¿cuál? No conseguía descifrarlo, a algo cerrado, a resina a… Daba vueltas a estas definiciones para contener la turbación que sentía por la proximidad de ese hombre que la paralizaba.
—¿Puedo coger mi abanico? —preguntó en un susurro.
Él le levanto la cara para mirarla con una intensidad que la hizo parpadear y hasta llenarle los ojos de una acuosa emoción.
—Por supuesto. Este mes está siendo muy caluroso.
Volvió al taburete y se empezó a abanicar con rapidez primero, luego con morosa lentitud.
—Perfecta, así estás maravillosa. Única —y la abrazó con tal intensidad que notó todas y cada una de las partes del cuerpo del pintor.
Cuando el cuadro estuvo terminado fueron el padre y el futuro marido a verlo. El mayor torció el gesto. Le parecía exagerado, pero el conde señaló todas las características de pincelada y osadía que se comentaban del pintor en los salones.
Ya a solas con su querida Dedé, Ernest refunfuñaba en el coche que no le convencía, no le había sacado un auténtico parecido. Ella le escuchaba con esa atención de la que tenía fama. Es que había algo en su mirada muy diferente, se quejaba el padre, algo desconocido y muy poco, levantó un dedo frente a la cara de su hija, muy poco conveniente. Bajó la voz y en un susurro casi para sus adentros, yo diría que desvergonzado. Dedé pasó la mano bajo el brazo de su progenitor y en un tono lleno de inocencia le murmuró que a lo mejor ella era así y él no se había dado cuenta.
El aire de un abanico
Malena Teigeiro
Golpeándose sin piedad el pecho con su abanico de madera de peral, se daba aire doña Rosa. Se encontraba en la cocina revisando las vituallas que para el banquete de bodas de su hijo acababan de llegar. Marcelita, la ayudante de la cocinera, estaba poniendo las almendras en agua caliente. Qué chica, siempre tan dispuesta y ordenada. Lástima que no fuera de buena familia. Si al menos tuviera algún dinero ésta sí que sería buena mujer para el atontolinado de Paquito, su niño, pensó doña Rosa con la mirada clavada en la joven.
Cerró el abanico y acercó la mano libre a la pila de gallinas para hacer la pepitoria que se encontraban dentro un barreño. Arrugó la nariz. Había muchas blancas, y esas daban menos sabor al guiso. A ella le gustaban las de plumaje marrón, las que, como si llevaran un collar al cuello, lucían con gracia el corte en la garganta casi sin mancharse las plumas con la sangre. Marcelita metió sus dedos en el humeante barreño y como si estuviera pellizcando la carne de un amante, comenzó a apretar una tras otra las almendras soltándoles la piel. Doña Rosa admiró los desnudos brazos que se asomaban por las remangadas mangas del uniforme. Era hermosa la muchacha. ¡Lástima! Y no es que no le gustara Adelina, porque venía de familia antigua y muy bien acomodada. Además, no tenía hermanos, con lo que su hijo disfrutaría de todo el patrimonio de la familia de su mujer. Y tenía que reconocer que la niña estaba muy educada. ¡Si hasta tenía ese halo de hermosa bondad de los poco inteligentes!
En casa de la novia todo era furor y alegría. Cuando ya pensaban que la niña se iba a quedar para vestir santos, Adelina se había enamorado y se les casaba. ¡Quién nos lo iba a decir!, pensaba su abuela colgándose el abanico de una larga cadena de oro al cuello. No quería que se le olvidara. En la iglesia hacía mucho calor y tampoco quería llevarlo en la mano. Bajó la cabeza y le pasó un dedo por encima. Era el de su boda, el que tenía el varillaje de plata, y no había que olvidar los muchos chorizos que rondaban por las iglesias. La señora torció la boca en una extraña sonrisa. Qué sería de aquella casa cuando ella faltara. Miró a su nieta y aunque seria, la vio feliz. La rodeaban su madre y sus primas que intentaban abrocharle el traje blanco, el mismo con el que se habían casado su abuela y su madre, y que a ella, bajita y regordeta, parecía quedarle estrecho. Tenía suerte, le decía una. No solo se iba a casar con el rico del pueblo, sino que, además del patrimonio de sus padres, su padrino estaba a punto de irse para el otro mundo dejándola como única heredera. Si ya lo decía el refrán: La suerte de la fea la bella la desea, pensaba Dulce, una de sus primas sin dejar de sentir un pellizco de envidia.
El abanico de doña Rosa no dejaba de moverse. El rostro de su dueña estaba acalorado. En la cocina las cosas iban lentas y a ese paso jamás llegarían a tiempo. La cocinera y su joven ayudante, desplumaban con rapidez una gallina tras otra. Ahora ya no podía distinguir las blancas de las morenas. En la vida todo era igual. En cuanto le quitabas los adornos, todo era lo mismo. Volvió a mirar a Marcelita que sentada en una pequeña banqueta desplumaba una gallina entre las piernas. Tenía gracia la chiquilla. Cerró los ojos y vio la imagen de su futura nuera. No. No todo era lo mismo, porque en su caso no era igual. Ni desnudas ni vestidas, ni tan siquiera a oscuras, el hombre que las tuviera entre sus manos podría confundirlas. ¡Qué calor, Dios mío! ¡Que calor! Y volvió a fijarse en ella. Había que ver lo que era la juventud. Estaba tan fresca, vamos, que ni el calor de los fogones le afectaba. Doña Rosa, sin dejar de abanicarse, se giró y salió de la cocina cerrando la puerta.
La joven levantó la mirada. Una maligna luz apareció en sus pupilas. Aquella vieja no conocía que desde hacía seis meses casi todas las noches subía a la habitación de Paquito. Y si doña Rosa se pensaba que iba a dejar de hacerlo porque lo casara con lo boba de Adelina, iba lista. Lo tenía más que pensado. En cuanto falleciese el padrino de Adelina y heredase, con un poco de matarratas en el café del desayuno, rápida la despacharía. Y después, ya se encargaría ella de ocupar su puesto. Y se pasó la mano por la frente secándose el sudor. Ni tan siquiera pensaba dejarla disfrutar de aquella noche. A Paquito hacía tiempo que le daba infusiones de hierba angélica, hojas de damiana y de girasol. Si no, al pobre, ni se le espabilaba. Y ahora en la mesilla de noche, le dejaría a Adelina una infusión de hierba luisa, lúpulo y amapolas, que unidas a sus nervios y al cansancio del extenuante día la ayudarían a dormir. Paquito, pensó Marcelita mordiéndose el labio inferior, vas a tener la mejor y más divertida noche de bodas, y se vio en brazos de su galán con Adelina plácidamente dormida a su lado. Y mientras metía la mano en el interior de la gallina para arrancarle los menudillos, soñaba que el aire del abanico de boda de Adelina, haría volar la acariciante pluma blanca que tenía escondida en el pecho sobre la tímida y delgada espalda de su amante. Ella sí que conocía como hacerlo sentir.
Dándose la vuelta, Marcelita le entregó la última de las gallinas a la cocinera. Luego, agarró una vasija, separó las claras de las yemas de dos docenas de huevos, y comenzó a batirlas a punto de nieve. Les iba a hacer a los invitados una hermosa tarta de siete pisos que les haría recordar la boda durante toda su vida, decidió mientras añadía a la harina polvo de damiana y de girasol.
La mujer inalcanzable
Liliana Delucchi
Tomás, con un cigarrillo entre los dedos, duda si encenderlo o no. Le quedan pocos y no quiere malgastar uno mientras espera a Gonzalo, ya que le harán falta todos cuando ingrese al salón. Mira el reloj que parece no avanzar cuando entre la llovizna, que amenaza dejar su frac hecho un asco, ve llegar a su amigo. ¡Menos mal! Es él quien trae el dinero para las consumiciones de esa noche, Tomás ya ha gastado su asignación la semana anterior.
El local vibra con los sonidos de los cristales de las copas que se chocan y las voces de la concurrencia. El humo difumina los gestos de los asistentes, que se rompe con los focos que alumbran el escenario. El espectáculo ya ha empezado. Sin embargo aún falta para el número de Ivette. Es el último, el que cierra la función. Ella, la única, la inigualable. Aquella a quienes todos adoran, de quien pretenden una sonrisa o, los más afortunados, una caricia con el dorso de su mano por la mejilla.
La noche que Tomás conoció el establecimiento se quedó anonadado. Sus diecinueve años recién cumplidos, aunque debido a su estatura y sus modales aparentaba más, descubrieron un mundo cuya existencia desconocía. Seguramente su padre y tíos acudirían a lugares como aquel, pero no era un tema que se tratara en casa ni en su presencia.
Su escasa cultura alcohólica le estaba pasando factura con las dos copas de champagne que había bebido cuando un estruendo de luces, como si de rayos se tratara encendió el escenario. Unas señoritas con faldas muy cortas comenzaron a atravesarlo en una coreografía atrevida. La orquesta que acompañaba la danza de las jóvenes de pronto hizo un silencio solo roto por el descorrer de un telón que dejó a la vista de todos a ella: La diosa.
Ataviada con una túnica estampada sobre un fondo negro que dejaba al descubierto su hombro izquierdo, una mujer con formas de estatua griega, el cabello oscuro recogido que resaltaba su largo cuello y un abanico, avanzaba en dirección al público. Su voz, grave y cadenciosa, inició una balada cuya letra Tomás fue incapaz de comprender. No le hacía falta, la melodía despertaba en él una conmoción hasta entonces desconocida. Su incipiente borrachera desapareció al instante para dar lugar a otra, una que embotaba sus sentidos y le aceleraba el pulso.
Se pasó el pañuelo por la frente, sin saber si el calor que lo embargaba tenía su origen en lo claustrofóbico del local o en su ser. Contrariamente al resto del público que aplaudía y gritaba bravos, el joven se mantuvo inmóvil, en silencio, con la mirada fija en la imagen que llenaba el cabaret, como si nada más existiera. Solo ella, moviendo el abanico y sus caderas, con los ojos negros perdidos en un mundo más allá de un horizonte inexistente.
Desde entonces, cada noche después de cenar y con la excusa de que se retiraba a estudiar, Tomás solicitaba un coche para llegar a tiempo al espectáculo. Acabó con su asignación, sus ahorros y hasta le pidió dinero prestado a su tío Antonio a quien, por cierto, encontró una noche en el mismo lugar rodeado de amigos. Fue precisamente su tío quien se ofreció a presentarle a la dama por la que suspiraba.
Tomás se pone de pie, y casi escondido detrás de la figura algo gruesa del hermano de su padre, lo sigue hasta una mesa donde ella descansa después de su función. Está sola. Al joven le tiemblan las piernas, teme que la sequedad que siente en su boca le impida hablar, alcanza a secarse las palmas en el pantalón del frac antes de llegar hasta la silla donde está la mujer más hermosa que ha visto en su vida.
Ella le extiende una mano indolente que él simula besar y cuando levanta los ojos encuentra los de ella fijos en los suyos. Una mirada que guardará para siempre. La mano de su tío le aprisiona el hombro en un gesto de confianza antes de retirarse y dejarlos a solas. Sentados frente a frente, Tomás recordará el resto de su vida que ante semejante oportunidad solo se le ocurrió decir: «Bonito abanico».
Susurros al airte
Marieta Alonso
A la abuela Catalina le gustaban los ventalles y sabía hacer muy buen uso de ellos. Me instruía acerca de su lenguaje. A la sombra de un abanico se pueden decir muchísimas cosas, hasta se puede servir al amor, confesaba. A través de él la abuela me contaba cuentos. De niño no me gustaban las tormentas. Veía el relámpago y corría hacia ella escondiendo mi cabeza en su cuello, contando los segundos que tardaba en sonar el trueno. Entonces me cubría con su pericón, mientras rezaba una Salve para que no me ocurriese nada malo.
A cada nieto le dejó uno en herencia. Pero, el mío, en vez de usarlo como ventilador o instrumento de conquista, lo coloqué bien abierto y enmarcado en mi despacho.
Siempre disfruté de la compañía y conversación de mi Nana. Fue mi maestra preferida. Mi gran consejera.
Que espabilara, decía, que los jóvenes cada vez teníamos más años, y que sin darse uno cuenta, llegaría a esa edad que no tiene vuelta de hoja, esa en la que el aire carente de esqueleto se cuela entre la ropa y hace tiritar para luego llegar a la neumonía, esa enfermedad que había sido la causante de tantas muertes de nuestra familia.
Que me alejara de los cabecillas, líderes, adalides, que ninguno era de origen trabajador, ni habían pasado necesidades, que me iban a utilizar de escalera para trepar en busca de poder y dinero. Y es que yo, a mis diecisiete años, creía que podía cambiar el mundo. Me sentía una especie de Hércules por lo musculoso y alto que era. Con pasión le hablaba de mis derechos, y ella me recordaba que también existían los deberes.
Que no fuera a imitar a esos que se pasaban las mañanas durmiendo, las tardes en bares y las noches haciendo hijos. Que debía trabajar, hacer deporte, que no me acercara a los alucinógenos.
—No quiero que seas tu mejor enemigo —y enarbolando la aguja de tejer como si fuera una espada, me amenazaba.
De su boca solo salían palabras serias con alegres sonrisas. Recuerdo aquellos largos días de estío en que se abanicaba con ímpetu sentada en su mecedora y con un libro de recetas de cocina en su regazo. Tuvo dieciocho nietos a los que alineaba por orden de estatura y les pasaba revista como soldados ante la reina. Luego comprobaba si se habían lavado detrás de las orejas. Durante muchos, muchos años he vivido conforme a sus consejos.
Hoy estoy en la cama de este hospital, con todos los síntomas habidos y por haber de un virus del que no quiero saber el nombre. Sé que estoy agonizando, pero me voy tranquilo. He inculcado a mi familia su Ley de vida. Y aunque no pueda despedirme de ellos, no hace falta, buscarán mi amado abanico y podrán airear todo el amor que les dejo.
Marieta, he leído tu bonito cuento.
Gracias por mantener vivas lascletras, brujitas.
Muchas gracias por leernos Carolina. Eres un cielo.
Gracias Criatina me encanta tu cuento.
Y como redactas la manera de posar de Adele.
Elena
Querida Elena, me alegro y siempre me conmueve tu fidelidad lectora. besos