
Los mercadillos navideños
La historia de los mercados de navidad se remonta a la Edad Media. Fue en 1434 en la ciudad alemana de Dresde, donde se llevó a cabo el primero del que se tiene constancia. En los años siguientes surgieron otros a lo largo del país germano, extendiéndose al resto de Centro Europa y más tarde a todo el continente.
En estos mercadillos se puede encontrar comida, bebida, productos típicos navideños y belenes. El ambiente se vive con música de villancicos y bailes. Es a esa fiesta de tradición y colores que anticipa la llegada de la Navidad, a la que hemos querido rendir homenaje este mes de diciembre con cuatro relatos que, al igual que la Nochebuena, reúnen a familias, amigos, vecinos y recuerdos que forman parte de nuestra identidad.
¡Feliz Navidad!
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Otra Navidad
Cristina Vázquez
Otra navidad. Sí, otra. A Katerina nunca le había divertido esta época. Bueno, cuando era pequeña en casa de los abuelos y luego con sus hijos y los primos y el ruido y la música. Pero ahora estaban solos Franz y ella. Todos estos pensamientos se los iba diciendo mientras miraba los escaparates de la calle peatonal, adornados con guirnaldas, luces, un reno que subía y bajaba la cabeza de manera obsesiva, muchas flores de pascua y un fondo de villancicos en los altavoces. Resultaba alegre. Le gustaba el apresuramiento de la gente cargada de bolsas, las risas, los cuchicheos, el vaho que salía de sus bocas…
Hacía muchos años que no habían vuelto a esta ciudad, la suya, donde habían pasado la infancia y parte de su ajetreada juventud. Desde que se casaron fueron casi nómadas por el mundo debido al trabajo de Franz. Habían vivido en Australia, en Francia, en México, en Portugal. ¡Dios mío!, casi no podía enumerar los países. Ahora se sentían un poco extranjeros en su propia ciudad. No habían podido constatar cómo se había ido transformando y, aunque de vez en cuando regresaban, la sorpresa de los cambios era tan breve que no les daba tiempo a asimilarlos.
La casa de sus padres se había convertido en un hotel acogedor y sofisticado. Su instituto en sala de conciertos y los pequeños comercios donde compraban, prácticamente no existían. Este no poder acoplar la realidad de lo que veía con sus recuerdos, le produjo una sensación de pérdida, casi de abandono y desde luego de vejez. Ellos no pertenecían a este mundo.
Siguió caminando embutida en su abrigo de piel y las botas gruesas hacia el hotel donde se alojaban. Les estaba costando encontrar un apartamento en el que instalarse. Uno, caro, el otro, demasiado pequeño, el último que visitaron a Franz no le gustó la orientación, y en este momento, con las fiestas tan próximas, no era buena época para proseguir. Así descansarían porque esa búsqueda se les hacía cuesta arriba. Pensar en una casa nueva les daba una inmensa pereza y ya se habían acostumbrado a climas más suaves. Quizás es que no veían claro su proyecto de vida de jubilados, pero querían tener un sitio donde pudieran venir sus hijos, sus dos hijos. Uno se había quedado en Australia y el otro vivía en Paris. Y esta Navidad no iba a venir ninguno. No tenían casa, e ir a un hotel les parecía poco navideño, poco acogedor. Este fue el argumento de ambos. Estaba segura de que se pusieron de acuerdo para justificar su ausencia.
—Tienen su vida, querida, hay que respetársela —la consoló Franz cuando vio pesadumbre en su cara—. No seas tan gallina clueca.
Ella sabía que él estaba igual de apenado. Siguió caminando hacia la catedral. Quería ponerle una vela a santa Apolonia, protectora de los niños y se dio casi de bruces con el mercadillo navideño que desplegaban delante. ¿Cómo lo había olvidado? Si era uno de sus momentos favoritos ir a comprar adornos con su madre o con su hermana, más tarde con amigos. Katerina dio un suspiro y se zambulló en medio de los puestos. Adquirió dos candelabros con forma de Santa Claus, una guirnalda de abeto con luces entremezcladas y un spray de olor a pino. Entró en la catedral y puso la vela a Santa Apolonia. Volvió al hotel.
Al entrar en la pequeña y anodina suite encontró a Franz dormitando frente al televisor encendido. Tenía la cabeza colgada sobre el pecho y el pelo se le había descolocado dándole un aire de pollo desplumado. Se le veía el cuello delgado. Al cerrar la puerta él se espabiló, se alisó los mechones y dijo que había reservado una mesa para cenar.
Katerina sacó la guirnalda que colocó en la chimenea, llamó al servicio de habitaciones y preguntó si les podían servir la cena en su cuarto. Sí, ese champagne estaba muy bien, pero que estuviera bien frío, por favor. Se volvió hacia él que la miraba entre asombrado y divertido, le pasó ambas manos por la cara y le besó en la frente.
—He pensado que la vida y la Navidad son un regalo que hay que celebrar. Aunque ellos no estén, estamos tú y yo —en un tono casi doctoral apostilló—. Te das cuenta que la palabra vida está dentro de la palabra Navidad.
Franz afirmó sonriente, siempre había sido una chica muy perspicaz. Y si no estaba contenta en esta ciudad, podían irse a vivir donde quisiera. Ella se puso de rodillas frente a él y reposó la cabeza en su huesudo regazo. Él le pasó la mano por el pelo aún húmedo de la calle.
—Y tú, querida mía, eres el mejor regalo de la vida y de la Navidad.
Los camellos de Delia
Malena Teigeiro
No le gustaba salir de día. Según ella la luz ilumina en las personas la fealdad, la inquina, el odio. También la pena y la desdicha. En cambio, añade, desvanece la belleza, la alegría. Por eso cada año Delia va al Mercadillo de Navidad por la noche.
Vivía sola. Hacía muchos años que unos y otros iban falleciendo a su alrededor. Pero le daba igual. Al contrario, la gente le molestaba. Según ella, ahora ya no existían las personas, esos seres individuales con los que se conversa, se admira la belleza de los paisajes y edificios durante los paseos, o se presta y se comenta un libro. Ahora todo era gente. Grupos que, como borregos, acudían en manada a cualquier parte.
Sin embargo el mercado de Navidad era diferente. A esos puestos, año tras año, volvían las familias con los mismos sueños e ilusiones. Por eso Delia lo recorría cada noche. Luego, se sentaba en algún puesto en donde le vendieran una taza de chocolate con la que calentarse las manos. Así, sorbiendo poco apoco el espeso líquido, admiraba a aquellos pequeños que con sus dedos forrados de lana retenían las figuritas de barro. A ella siempre le gustaron los belenes. Tiene uno napolitano heredado de su madrina, que en cuanto llega diciembre coloca en su saloncito. Con cuidado, pone por las montañas de corcho las hogueras rodeadas de pastores y ovejas, las piaras de cerdos en las cuadras de las casitas de cartón y las gallinas y polluelos alrededor del pajar.
Ese año Delia no se detuvo en el puesto para beber su chocolate. Andaba buscando camellos. Entre otras escenas, su belén tenía una de un oasis en un pequeño desierto. Y ese diciembre al abrir las cajas descubrió con sorpresa que le faltaban los camellos y los pajes con sus turbantes de colores. Solo encontró las palmeras y el espejo del pequeño lago. ¿Dónde los habría guardado?, se preguntaba una y otra vez mientras abría altillos, cajones y armarios. Por eso ese día al anochecer, abrigada con la bufanda roja, se dirigió al Mercadillo de Navidad que estaba en la Plaza Mayor, alrededor de la catedral. Buscó en uno y otro puesto. Encontró figuras parecidas a las suyas, pero las quería iguales. La víspera de Noche Buena comprendió que no las encontraría a tiempo. Triste, entró en la Catedral. La luz de las velas iluminaba un gran belén. Era bonito. Paseó su mirada por encima de aquellas montañas, por las casas y caminos. Sonrió. Había también un laguito con camellos y pastores. Los suyos eran mucho más bonitos. Salió del templo y se dirigió hacia su casa. Por el camino recordó que el año anterior su vecino, un hombre de su edad, bastante turbio y flaco, había llamado a su puerta con el ánimo de felicitarle las Fiestas. Hasta sonreía cuando le entregó una caja de mantecados. ¿Sería él quien se los había robado?
Al llegar a casa colocó una servilletita sobre un plato y sobre ella unos dulces navideños. Luego se peinó y perfumó con esmero. Con el platito en la mano, tocó el timbre de su vecino. Tenía que ver si en su belén estaban sus figuritas. El hombre pareció sonreír al verla. Cuando le mostró los dulces, él recogió el platito con las dos manos, con el mismo cuidado con que hubiera recogido la porcelana más fina.
—Pase, pase, vecina. Tengo un vinito dulce con el que me gustaría invitarla.
Entró en la casa. Recorrieron el oscuro pasillo y pasaron al salón. En una de las esquinas Benito, que así se llamaba el hombre, había colocado un pequeño belén. Delia se acercó. Sus figuras de barro apenas tenían ya colores y muchas estaban rotas y pegadas.
Un espejito redondo formaba un lago en donde se reflejaban unas despeluchadas palmeras. Sentado a lo que debía ser la orilla, un pastor parecía dormir junto a dos camellos.
—Quizá debiera tirarlo a la basura.
Después de poner en su sitio la cabeza, el hombre colocó de pie al pastorcillo que aparecía caído sobre el camino de serrín. Como bien podía ver estaba viejo y roto, pero era el mismo que les ponía su madre en el cuarto de estar. Ella, comprensiva, le sonrió. ¿Cómo había podido pensar mal de un vecino tan educado, sensible y amable?
Después de beber el vino y tomar los dulces, quedaron para cenar juntos al día siguiente. Era Noche Buena y ninguno de los dos tenía familia. Como si vivieran en calles diferentes, Benito la acompañó por el descansillo y esperó a que abriera la puerta y encendiera la luz. Al entrar en su casa, dos chapas rojas de felicidad brillaban debajo de los ojos de la mujer. Aquella noche, suspirando como si de nuevo hubiera encontrado el aire, se durmió. Por la mañana, al igual que hacía cuando era niña, al acercar al portal a los Reyes Magos, vio que sus pastores napolitanos dormitaban mientras media docena de camellos bebían en el lago de su belén.
Todo irá bien
Liliana Delucchi
Seguí los consejos de una amiga y fui a ver a un médico. Después de varias preguntas, además de tomarme la tensión, le puso una etiqueta a mi dolor y me recomendó fármacos. No llegué a comprarlos. Estrujé la nota para tirarla en la primera papelera ya que no estaba dispuesta a ingerir antidepresivos. Caminaba por la acera cubierta de hojas de otoño cuando vi a tres empleados municipales colocando luces en los árboles. Navidad. Dios mío, ¿cómo iba a soportarlo? El panorama que se planteaba era la consabida reunión familiar en torno a una mesa con las exquisiteces de mi madre y las miradas de lástima de mis hermanas y cuñadas. De ninguna manera.
Sergio levantó su mirada por encima de las gafas cuando entré en el salón y le dije que pasaríamos las fiestas lejos de casa.
—Me parece una buena idea —se puso de pie y nos abrazamos—. ¿Dónde quieres ir?
—No lo sé -fue mi respuesta—. Busquemos en internet algún lugar lo suficientemente lejos y lo bastante diferente a pasarlas en casa.
Estuvo de acuerdo y mientras me servía una copa de vino, agregó: «La Navidad es una noche para victorias nuevas, no para peleas antiguas.»
—Tendremos nuestra victoria —susurró acariciándome el pelo— y será antes de lo esperado.
Sin embargo, lloramos.
Mamá fue la única en apoyar nuestra decisión. Mi suegra y el resto insistían en que hubiéramos debido quedarnos para pasar las veladas todos juntos, aunque seguramente nuestra ausencia les daría un tema de conversación más allá de las consabidas pullas para demostrar quién es la más guapa o el más exitoso.
La pequeña ciudad elegida cumplía con los requisitos que nos habíamos planteado y el hotel era tan cálido y coqueto como imaginamos. Entre paseos por los alrededores y caminatas por esas calles salpicadas de nieve y adornos, sentíamos abrirse el apetito y por primera vez en semanas sonreímos.
Fue una tarde de esas en que la noche cae tan deprisa que no da tiempo a ver el sol esconderse detrás de la montaña, cuando nos encontramos con un mercadillo navideño. Nos deteníamos en los puestos buscando regalos para que la familia perdonara nuestra huida, cuando descubrimos uno que nos hizo acelerar el corazón. Vendían abalorios para colgar en las cunas. Si bien no estábamos seguros si detenernos o no, nuestros pies decidieron por nosotros y, con mis labios temblando, tal vez por el frío, nos acercamos
Una señora mayor detrás del mostrador con una expresión muy agradable nos invitó a elegir alguno de sus productos. A su lado había una niña de no más de cinco años sentada en una sillita de enea que se puso de pie cuando nos vio.
—Mi nieta —nos la presentó la anciana.
—Chiara —dijo la niña extendiendo la mano como hacemos los mayores- y mi abuela se llama Ludovina.
Fue esa chiquilla quien eligió por nosotros; casi sin mirar lo que habían puesto en la bolsa, la introdujimos en la mochila y nos alejamos no sin antes desearles Feliz Navidad en un torpe alemán.
La cena de Nochebuena transcurrió en el hotel, bien servida y con una música tan apacible como el trato del personal. Estábamos a punto de brindar cuando escuchamos campanadas. Es la llamada a la Misa de Gallo, nos informó una atenta camarera. Leí un ¿vamos? en la mirada de Sergio a la que asentí y nos dimos prisa en ponernos los abrigos y caminar hacia la iglesia bajo los primeros copos.
Nunca habíamos podido presenciar esa celebración, ya que la fiesta que se lleva a cabo en las casas de nuestras familias suelen traspasar la medianoche. Este año todo iba a ser diferente.
El templo era grandioso, con magníficas obras de arte y una iluminación que invitaba al rezo y a la reflexión; los lugareños iban llenando el recinto y poco a poco el ambiente comenzó a caldearse. De pronto, cuando los sacerdotes entraron acompañados por un órgano con una sinfonía celestial, nunca mejor dicho, sentí que algo apretaba mi mano a través del guante. Miré hacia abajo y vi el rostro sonrosado de Chiara. Nos mantuvimos cogidas durante la ceremonia y cuando llegó el momento de darnos La Paz, ella me susurró al oído «esta vez todo irá bien». La estreché contra mi pecho dándoles las gracias. A ella y a quien fuera que nos hubiera hecho elegir aquella ciudad y ese momento.
Un mes después visité a mi ginecólogo que repitió las palabras de aquella niña a la que solo había visto dos veces. Cuando cumplido el plazo del embarazo tuvimos a nuestra hija, ni Sergio ni yo dudamos en cuál sería su nombre.
El pesebre
Marieta Alonso
Siempre he sido adicta a los mercadillos. No es culpa mía el que los tenderetes sean mi adoración, a mi madre también le encantaban. Así que desde que estaba dentro de ella, arropada en su barriguita, disfrutaba con ellos. Y conste que no soy de las que compro por comprar. Me detengo en todos y revuelvo entre las gangas, me paro a escuchar los reclamos y los precios en todos los idiomas imaginables, y a veces regreso a casa con las manos vacías. He de confesar humildemente que para mí los mercadillos de Navidad son el súmmum de la alegría, del bienestar.
Y aquí estoy de pie, mirando sin ver, con la mente en el pasado. Los sucesos que evoco con intensa claridad ocurrieron hará unos cincuenta años. Aquella mañana contemplaba una figura de San José entre mis manos, cuando conocí al que unos meses después iba a ser mi marido. Un joven alto al que no le llegaba al pecho, con la cara del mismo color de la azúcar de caña, refinada, claro; y los ojos verdes como aceitunas, herencia de mi suegra. Vestía con decencia al decir de mi abuela. Con una sonrisa preciosa me ofreció la figura de la Virgen en una mano y la del Niño en la otra. Debía comprar el misterio al completo.
—¿Qué precio tiene todo? —hablé sin desviar mis ojos de los suyos.
—Es mi regalo de Navidad.
Creía que era el tendero y resultó ser otro adicto a los mercadillos. Como yo.
Nos casamos y nos fuimos de alquiler a una casa lo suficientemente amplia para que pusiéramos en el sótano un Belén gigante y perenne. Cada diciembre íbamos en busca de figuras, que si el buey, que si la burra, que si un pozo, que si unas ovejas, que si los Reyes, los pastores... ¡Todo un mundo sin faltar detalle! Y en el lugar más destacado, el pesebre con las tres figuras motivo de nuestra unión.
Ahora recuerdo las cosas que de verdad tienen importancia, como aquella rama que se rompió con la brisa, la porción de palabras entrecortadas que me pedían un sí, para siempre. Era mi novio moviendo la cabeza como si le apretara el cuello de la camisa. El muy tonto pensaba que me iba a negar. Y lo que hice fue estamparle un beso bien sonoro para que no se fuera a arrepentir. Luego nacieron mis cinco hijos, uno detrás del otro. También rememoro aquella pizca de conversación con mi primogénito de cuatro años que me contaba en secreto que tenía novia; y el llanto coral que ofrecían al obligarles a tomar sopa de fideos cuando lo único que querían comer era macarrones con tomate. Una ráfaga de imágenes me muestra un hospital, un cementerio y una viuda vestida de negro.
Vuelvo a la realidad. Lo que son las cosas, pensé, ahora no me acuerdo de nada. Un día quise abrir la puerta de mi casa y resultó ser la del vecino. Otro puse un melón en el armario a enfriar; y un sábado el monedero apareció en el congelador junto al pescado. Así empezó todo.
Sigo paseando de puesto en puesto y sonrío a quienes me rodean. De pronto, alguien dice: ¡Mamá! Es mi marido tan joven como siempre, con su pelo encrespado. Le oigo lanzar un suspiro de alivio. Detrás de él esa mujer y esos tres hombres que dicen ser mis hijos. Por lo visto buscaban a una anciana que se había extraviado, y en vez de llamar a la policía, que es lo que se hace en esos casos, se acercaron al mercadillo de Navidad.
Tomo la mano de mi Pepe, y lo convenzo para comprar la figura de un herrero. Regresamos tan contentos a casa, seguidos por esos que dicen ser mis hijos y que más bien parecen mis guardaespaldas.
Me han gustado mucho todos.
Todos son muy bonitos gracias por ponernos en nuestras mentas lo que en realidad es la Navidad
Muchas gracias por leernos. Un abrazo
Muchas gracias por leernos y por el comentario.
Muchísimas gracias por leernos. Es un placer leer vuestros comentarios.
Cristina como me ha gustado tu cuento.
Que bien escribes sobre el amor y la falta de
hijos en casa.
Gracias por este regalo de vida y de Navidad.
Besos
Elena
Querida Elena, gracias como siempre por tus comentarios. Te deseo lo mejor y una Navidad feliz.
Bss
Carmen me alegro que disfrutes los relatos y que nos sigas leyendo, querida.
Bss
Enhorabuena a las cuatro campeonas. Resistentes. He disfrutado leyendo vuestros hermosos cuentos. El entrañable relato de «Otra Navidad» de Cristina. El misterio y la magia de Malena, el sueño cumplido.
La ternura de «Todo irá bien» de Liliana. «El pesebre» de Marieta, con esos giros tan bien engarzados.
No dejéis de escribir, es un regalo para vosotras y una suerte para los que os leemos.
Muchísimas gracias Marga. Un abrazo