
Hércules sosteniendo la esfera celeste
Tapiz de 350 por 319 centímetros, primero de la serie Las Esferas.
Tejido en oro, plata, seda y lana, este tapiz de manufactura bruselense está atribuido a un cartón de Bernard van Orley.
La representación de la esfera celeste de este tapiz, concebida según el sistema de Ptolomeo, indica que fue tejido con anterioridad a 1543, año de la publicación de la obra de Copérnico en la que se daba a conocer al mundo el sistema de la astronomía heliocéntrica.
Este tapiz perteneció a la colección de Juan III de Portugal y después a la de Felipe II. Actualmente se encuentra en la colección de tapices de Patrimonio Nacional y se expone en el Palacio Real de La Granja de San Ildefonso.
El peso de la bóveda celeste no puede con nuestras escritoras que este mes, inspiradas por Hércules, se lanzan a escribir cuatro historias en donde sus protagonistas nos relatan momentos de amor, inocencia y espíritus.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El impermeable amarillo
Cristina Vázquez
Un aria desconocida de ópera, al menos para mí, sonaba en la lejanía. El ambiente era opresivo en el salón de postigos entornados con pesadas cortinas de terciopelo verde y unos sofás de damasco, algo gastados, en los que me senté con mi impermeable amarillo chillón. La persona que me había abierto la puerta del caserón era un hombre mayor, envuelto en un amplio delantal de rayas grises y negras sobre una impoluta camisa blanca. Su expresión era precisamente la falta de expresión, como si fuese un mecano de tez cerúlea. Me hizo avanzar tras él por una escalera que salía del portón silencioso y oscuro. Al llegar al primer rellano se enfundó los zapatos en bayetas que silenciaba aún más su andar. A paso de tortuga me hizo recorrer unas galerías mal iluminadas hasta que me depositó en este salón, sin decirme palabra, en el que mi futuro profesional podía tener un brillante comienzo. Un caso estrella le había dicho a mi jefe. O eso pensaba yo.
Me puse a mirar cada objeto y a tomar notas en el cuadernito que siempre llevo conmigo, como inapelable ejercicio del buen detective, que había aprendido en la academia. No conseguí ser inspectora de policía y estaba harta del trato basto y algo maleducado de algunos compañeros que se permitían bromas, muchas veces secretas para mí, en las que intuía comentarios soeces. Así que hice un curso de criminología y me formé en una academia internacional de detectives de mucho renombre.
Debo confesar que Hércules Poirot ha sido un referente desde mi adolescencia y he tratado siempre de aplicar la lógica y no dejarme engañar por las apariencias, pues el culpable pretende llamar nuestra atención hacia aspectos obvios, alejándonos así de la auténtica pista del crimen. Y pensé que algo en el hombre que me había recibido no encajaba. Me es inevitable cierta desconfianza y mantenerme en continua observación. No lo puedo remediar. Deformación profesional.
Estas consideraciones me las estaba haciendo para intentar tranquilizarme al haber acudido a la cita con un importante hombre de negocios, el cual quería resolver un caso que solo podía plantear en privado.
No me atreví a quitarme el impermeable, aunque empezaba a sofocarme de calor, pues es de un material de plástico brillante un tanto tieso y no sabía qué hacer con él. Al mirar el reloj de marquetería que daba las medias y las horas con un suave carrillón, me fijé que ya llevaba cuarenta y cinco minutos sin que nadie apareciera. Decidí levantarme y asomarme a la puerta. Nadie.
—Por favor —me oí decir con voz titubeante—. ¿Hay alguien por ahí?
Silencio absoluto. Volví adentro y comencé a caminar de un lado a otro, procurando amortiguar mi taconeo en ese espeso silencio y al oír la siguiente advertencia del reloj decidí marcharme.
Cerré la puerta del salón igual que si fuera una ladrona huyendo sigilosamente, con absurdo cuidado de que mi plasticoso impermeable no sonara al moverme. Cuando al avanzar por un largo pasillo comprendí que me había desorientado, volví sobre mis pasos, pero no conseguía reconocer nada de las galerías que había atravesado. De repente, me fijé que al final de una de ellas colgaba un precioso tapiz de un hombre con una bola del mundo a sus espaldas, bien iluminado casi por la única luz en medio de la semipenumbra reinante.
—Vaya tío mazas —dije en voz alta.
Oír mi propia voz es una técnica de supervivencia que había aprendido para tranquilizarme. Me paré en seco. La figura se movía como si algo con vida lo recorriera y oí un sonido profundo y aniñado a la vez. En ese momento empecé a chillar y a correr sin saber hacia dónde hasta que una atropellada voz gritó a mis espaldas.
—Párate. No seas tonta, es una broma.
Me giré en redondo y vi a un niño de unos diez años, repeinado, vestido de uniforme y con unas gafas exageradas, como las del personaje infantil que esperas ver en un tebeo.
—Eres la campeona, la que más ha aguantado.
Se acercó para saludar con una ceremoniosidad anticuada. Me besó la mano. Sus diminutos labios recordaban a un piquito de pájaro por su dureza. Accionó un interruptor y todo se iluminó.
—Ahora, señorita Peret —en verdad me apellido Rabanera, pero Peret me parecía una humilde manera de homenajear a mi héroe Poirot—. Ahora ya le puede recibir mi padre.
Me acerqué al niño, le sujeté por el cuello y le susurré que o me enseñaba la salida o le aplicaría mi llave de asfixiamiento.
—Y calladito, ¿eh?
El pequeño empalideció sorprendido, pero me llevó como un obediente corderito a la escalera que bajé a trompicones hasta verme en la calle. Di unos pasos acelerados y un resplandor iluminó la puerta de la casa que había abandonado. Bien pegada a la pared vi una figura parecida al viejo criado que me recibió, en la que resaltaba la blancura de la camisa, ya sin delantal, llena de agilidad y tensión que miraba a ambos lados de la calle. Aceleré el paso y agradecí la lluvia que caía. Ahora por fin resultaba útil mi impermeable chillón, aunque tenía que hacerme con una auténtica gabardina de detective.
Nico Pérez
Malena Teigeiro
Sólo unos brazos como los de Hércules podrían sostener lo que se le había caído encima a Nico Pérez. Eso pensaba nuestro hombre sentado delante del tapiz de Hércules sosteniendo el Atlas que adornaba el palacio.
Uno tras otro, como si fueran las plagas de Egipto, a Nico Pérez le fue dando empujones la vida, empujones que, impertérrito, soporta y resiste. El primero que recordaba era el de la noche que, sin pedir permiso, se fue con el coche de su padre: ¿Cómo podía ser que aquel tractor estuviera allí, parado en la carretera? Siniestro total. Tan total que a su padre la pérdida de aquel automóvil le produjo un ataque del que nunca se recuperó. Curiosamente, le sorprendió la tranquilidad con que su madre le dio sepultura. ¡Ellos sabrían! Sin embargo, le resultó muy duro ver cómo los hombres del cementerio colocaban la lápida de grueso granito sobre el ataúd. Su dolor por no poder volver a hablar con su papá, así como la idea de ser un asesino, era tan grande que hasta su mamá se dio cuenta. Cariñosa, le pasó un brazo por encima y le dijo que no se preocupara, que su papá y él iban a estar en contacto tanto como quisieran, porque como el cielo a su padre le venía grande, pues iba a andar por todas partes. Y era verdad: Los dos conversaban casi a diario.
Luego, vino lo de su profesor de matemáticas. Titina, que era el nombre con que tuvo que llamar a su madre desde que su padre se fue, le dijo que no se preocupara, que la tirria de aquel hombre era porque ella no le hizo caso. Lo que no entendió, porque hasta aquella vez que al despedirse los vio discutir en el jardín de su casa, siempre lo hicieron con mucho apego y, cosa que a él le resultaba curiosa, intentando rodearse de oscuridad. Y su profesor, por alguna razón que nunca supo, lo suspendió. Quizá fue por lo de las tablas. ¡Cómo si fuera el único incapaz de aprenderse las tablas de multiplicar! Aquel suspenso troncó su futura carrera como arquitecto, que era lo que más le gustaba. Adoraba dibujar. Entonces Titina le dijo que después de los griegos, no hubo buenos arquitectos, por lo que mejor se dedicaba a otra cosa. Tampoco lo entendió. A él le gustaban mucho las casas de acero y cristal de La Castellana.
Dejó el colegio. Titina habló con Paco, un amigo de toda la vida, y entró a trabajar en su taller de motos. A Paco le gustaba cenar en su casa, y al parecer, muchas mañanas se daba prisa y también desayunaba con ellos. ¡Le deleitaba tanto la comida que le preparaba su mamá! No había nada más que ver cómo engordó. Aquella tarde su mamá lo esperaba en la cocina. Lloraba desconsoladamente. Se le acercó, lo abrazó y le dijo que Paco ya se encontraba en una vida mejor. Y entonces la vida le dio otro empujón. Cuando su viuda, doña Antoñita, se hizo cargo del taller, lo primero que hizo fue despedirlo. Tampoco lo entendió. Él trabajaba bien y no le importaba mancharse de grasa. Y no superó aquella plaga hasta que su madre le dijo que era porque a aquella tonta yo le recordaba a su marido y no lo soportaba. Su tristeza fue grande al enterarse de que doña Antoñita estaba tan triste. Siempre le cayó muy simpática.
Pero su mamá, que siempre tuvo muchos amigos, de nuevo le consigue un trabajo. Ese sí que estaba bien. Era en las oficinas de don Ricardo, al que también comenzó a gustarle la cena que preparaba Titina. En ese trabajo era feliz. Le pusieron una mesa al lado de la fotocopiadora. Y hacía todas las fotocopias mejor que nadie, porque colocaba el papel con mucho cuidado dentro de las marcas negras del cristal. Además de que nunca más se manchó de aceite, tampoco pasaba frio en invierno ni calor en verano. Un lujo de trabajo.
A partir de entonces, al parecer a la vida ya no le interesa darle más empujones. Todas las mañanas iba a trabajar con don Ricardo contento, sin grandes disgustos. Hasta que una mañana de sol, aunque estaba lloviendo, entró a trabajar Lupe. Aquella noche llamó al ánima de su padre y se lo contó. Los dos llegaron a la conclusión de que era una mujer muy conveniente para contraer matrimonio. Su carita era como una flor de primavera. Siempre sonriente, rosada y con un olor a manzanas que abría el apetito. Y le pareció que él le gustaba porque siempre le gastaba bromas. Esa mañana, cuando intentando no molestar, como por otra parte siempre haca, entró con las fotocopias en el despacho del director. La encontró sentada sobre sus rodillas. Recordó cuando su padre lo sentaba en las suyas y pensó que don Ricardo la trataba como si fuera su hija. Se quedó un instante mirándolos y no le gustó. Su padre nunca lo besó así, ni tampoco le introdujo la mano por debajo de los pantalones.
––¿Qué miras? ––escuchó la agria voz de la joven.
Ahora sus mejillas no eran sonrosadas, sino rojas. Y Nico Pérez, cerrando la puerta, se fue corriendo a su mesa. Poco tiempo después llegó ella con un sobre en la mano. Era el finiquito, le dijo. A partir de hoy no vuelvas a la oficina. Y con una maligna luz en los ojos, los entrecerró. A mí no me jodes la vida, le escuchó que rezongaba cuando se iba.
Esa plaga no solo le dobló el ánimo sino que se lo tronchó. Dejó la mesa pulcra y ordenada, y se fue de la oficina. Comenzó a caminar y sin saber cómo, llegó hasta el Museo del Prado. Allí, parado en la acera, vio un autobús al que se estaba subiendo mucha gente. Le parecieron simpáticos, aunque algo ruidosos. Luego se enteró que iban de excursión a La Granja de San Ildefonso para ver la colección de tapices. Y como nunca antes estuvo allí, le parece bien la visita y se sube al autobús.
¡Con que dulzura y cariño miran aquellas dos mujeres al asustado Hércules! Se ve que lo quieren bien, se dijo. Aunque… Y Nico Pérez mueve la cabeza. Hércules debe tener cuidado con ellas, porque lo miran igual que lo hacía Lupe cuando le entregó el sobre. Sí. Igualito. Baja la cabeza. Las lágrimas le mojaban las mejillas. Su dolor por haberla perdido era insoportable. Los cristales de sus gafas de miope se empañaron. Los limpia con un pañuelo de papel y levanta de nuevo la mirada hacia el tapiz. Le parece que Hércules no le quita la vista de encima. De pronto, escucha una voz, ronca, esforzada.
––Mira bien. Ésas, ni caso me hacen. Y esto no es el mundo. Es un globo que sostengo porque mi amigo Atlas me ha engañado.
Nico Pérez fija sus miopes ojos en las damas. Era verdad. No le estaban haciendo caso. Y el rostro de Hércules tampoco le parecía feliz. Decidido a volver a su casa, se levanta del banco. Y cuando ya iba a salir de la sala, se vuelve hacia el tapiz.
––Hércules, ten cuidado. El cabrito del niño de la esquina, está intentando pincharte el globo.
Y cuando bajaba las escaleras del palacio camino del autobús de vuelta a Madrid, Nico Pérez se detuvo. Como no se ande con cuidado, a Hércules las mujeres, el niño de la flechita, y todos los que están a su alrededor sin importarles su esfuerzo, le van a joder la vida.
El mundo entre mis brazos
Liliana Delucchi
Apenas un poco de luz penetra por las cortinas. La habitación está en penumbras y los débiles rayos de sol dibujan listas sobre la sábana. A su derecha, monitores verdes con líneas que suben o bajan, dependiendo de la respiración del enfermo. A la izquierda, más máquinas que determinan, eso cree él, el estado de sus constantes. Ni siquiera puede oler el perfume de las flores. Se las enviaron sus empleados acompañadas por una tarjeta de elogios que nadie cree, menos aún quien la escribió.
¿Dónde está lo conseguido? Tuvo el mundo en sus brazos. Ese sueño de niño que se hizo realidad y que ahora se esfuma entre susurros de médicos y enfermeras.
––Tiene una visita ––anuncia la atenta auxiliar rubia, esa que entra cada tanto para comprobar si tiene suero suficiente, con una voz tan suave que hubiera estado bien para secretaria.
Sonsoles fue una de sus primeras asistentes. Eficiente y solícita, pero la muy tonta decidió ser madre y él la despidió. Como a tantas otras si no le gustaba el color del esmalte de sus uñas o el sonido de su taconeo.
Abre los ojos para ver quién se ha atrevido a acercarse a este último santuario del que sabe que no va a salir y ve a una figura masculina, con un traje vulgar y alzacuellos.
––¿Qué hace aquí? ––pregunta con una voz que no reconoce como la suya, una voz sin autoridad y quebrada por los silbidos que salen de su pecho.
––Ayudarte, hijo ––responde el sacerdote––. Quizás necesites confesar.
––No tengo nada que confesar. Según tengo entendido lo que se confiesan son los pecados y yo no he pecado nunca. Solo hice lo que tenía que hacer.
Ahora sí su tono ha recuperado poderío. «Pero con un triste cura», piensa mientras se le escapa una sonrisa que le duele por la sonda que le sale de la boca.
––Y… ¿qué es lo que tuviste que hacer?
––Para empezar no me tutee. Yo a usted no lo conozco. Si quiere hacer algo por mí, llame a la enfermera y márchese. Necesito más morfina.
El visitante pulsa el botón de llamada y en pocos minutos se abre la puerta para dejar entrar a un hombre con bata blanca.
––Está estable ––susurra el asistente al sacerdote mientras se acerca a la ventana para cerrar las cortinas––. Aunque tendrá trabajo con éste, Padre Mario, según dicen ha sido un verdadero cabrón.
––¡Que tenga que oír esto de un mediocre! Nunca te hubieras atrevido a decirlo si otras fueran las circunstancias ––musita el enfermo desde su cama ––. Dile al clérigo que se acerque, pero que antes coja el libro que está sobre la mesa y me lo traiga.
El enfermero mira al cura que se acerca al escritorio.
––Ábralo por la página que está marcada con un señalador ––ordena el enfermo––. ¿Ve la imagen de ese tapiz? Marcó mi vida desde niño.
Le cuenta que el libro pertenecía a su abuela, quien le dijo una noche de tormenta en que él tenía miedo, que no debía sentir eso, ya que su vida había sido señalada como la de ese hombre musculoso y fuerte que sujeta el mundo entre sus manos. Bendecido por un ángel, admirado por reyes, encandilaría a hombres y mujeres, conquistando todo lo que encontrara a su paso.
––Vencerás en tus propias guerras ––me dijo la anciana mientras me acariciaba la cabeza ––y serás capaz de resistirte al canto de las sirenas, como un Ulises moderno.
El sacerdote se mantiene en silencio y apoya su mano en la del enfermo, que continúa:
–––¿Sabe una cosa, Padre? La vieja tuvo razón. Lo conquisté todo. Los hombres me siguieron hasta en los proyectos más arriesgados. Vencí en todos los frentes.
La habitación se llena de un silencio solo roto por los tenues sonidos de los monitores que iluminan escasamente la cama del enfermo.
El paciente intenta incorporarse sobre sus almohadas pero no lo consigue. Ladea su rostro hacia el hombre que lo escucha y finalmente susurra:
––Solo que yo no tengo Ítaca a la que regresar, ni Penélope o Telémaco que me esperen.
Hacia un mundo mejor
Marieta Alonso
Mis ancestros fueron colonos de frontera. El tatarabuelo paterno, que según se cuenta fue un destacado pionero, quiso salir de la miseria en que vivía en el este y se apuntó en una caravana que iba hacia el oeste, con su mujer y su hija de dieciséis años.
Esa era la versión oficial.
La otra era que Opal, su preciosa hija, se había fugado con un apuesto mancebo que no encajaba en la familia. No por borracho ni pendenciero. No. El pobre pertenecía a una familia rica y altanera, que no perdió tiempo en salir en su búsqueda y cuando un mes después los encontraron, tomando al hijo por las orejas lo enviaron a estudiar a Europa. A los padres de la chica les ofrecieron una buena cantidad de dinero que mi tatarabuelo les tiró a la cara, pero Abigail, mujer práctica como ninguna, recogió cada billete del suelo y muy despacio lo fue guardando entre el pecho y la blusa. Con la cabeza hizo el gesto de marchar a su Thomas y mirando con desprecio al caballero sentenció: No sabe lo que pierde.
Las vicisitudes que pasaron durante el camino formaban parte de las conversaciones diarias, hasta que llegó el día en que no tuvieron más remedio que establecerse, en un punto ubicado entre el río Missouri y las Montañas Rocosas, una región sin árboles, donde solo había sol, viento, yerba y bisontes. No era el lugar de destino, es que fue allí donde su carreta dijo: «Hasta aquí hemos llegado». La caravana, con sus ansias de oportunidades y progreso, siguió su rumbo deseándoles lo mejor. Y menos mal porque dos días después nacía mi abuela.
No había pasado ni siquiera una semana en aquellas soledades, cuando otra caravana dejó tiradas dos carretas. Sin pérdida de tiempo fueron a socorrerles. No hubo manera de arreglar los maltrechos ejes, por lo que decidieron asentarse y crear una pequeña comunidad de granjeros. Ya eran tres matrimonios, dos jóvenes, cuatro niños, y la bebé.
Thomas, por ser el de mayor edad, decidió que los cuatro hombres levantarían tres viviendas, luego una taberna para que los viajeros al hacer un alto en el camino pudieran comer, pernoctar y asearse. Dos de las mujeres se harían cargo de ella, una en la cocina y la otra sirviendo. Para Abigail y Opal crearían un almacén, y así se podría vender el excedente de las hortalizas que sembrasen. Por último, también decidieron que cada familia intentaría ahorrar los diez dólares necesarios para adquirir ciento sesenta acres de tierra pública.
Aunque cada día era un sin parar, Opal con la niña a cuestas sacó tiempo para hacer galletas de jengibre, que además de estar riquísimas, sirvió para que encontrase un buen padre para su pequeña y para los doce chavales que vinieron después. Había que engrandecer el poblado.
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