
La Plaza de España
A pesar de la pandemia que asola el mundo y que ha roto muchos hogares y corazones, queremos permanecer fiel a nuestra cita mensual para haceros llegar un momento de distracción y entretenimiento, tan necesario en circunstancias como esta. Queremos también enviar nuestro apoyo a todos los afectados, a sus familias y amigos, así como nuestro agradecimiento a las personas que están trabajando de forma tan dura por nuestra salud y bienestar.
Para ello nos trasladamos a la Plaza de España de Sevilla, un lugar mágico en el que se han dado escenarios militares, de amor, de desdicha… Y este mes nuestras cuentistas han querido honrarla situando en ella cuatro relatos que realzan la magia de su belleza y el calor de su historia.
El conjunto arquitectónico está enclavado en el parque de María Luisa. Fue realizado por el arquitecto Aníbal González, siendo el más grande de los que se levantaron en la ciudad durante todo el siglo XX. Se construyó entre 1914 y 1929 como edificio principal y el de mayor envergadura de la Exposición Iberoamericana de 1929.
La plaza mira al Guadalquivir como camino hacia América y simboliza el abrazo de España a sus antiguas provincias de ultramar.
Los medallones con caras de españoles ilustres, las columnas marmóreas y los artesonados dan al conjunto un ambiente renacentista.
La Plaza de España ha sido utilizada como escenario en múltiples y variadas películas. En este sentido, la Academia de Cine Europeo la ha elegido como Tesoro de la Cultura Cinematográfica Europea, distinción que otorga a espacios y localizaciones de naturaleza simbólica de gran valor histórico para el cine. Entre las producciones más destacadas rodadas se encuentran: Lawrence de Arabia (1962); El viento y el león (1975); Star Wars Episodio II: El Ataque de los Clones (2002); El dictador (2012). Además, se han rodado otras cintas menos conocidas, como la película española Manuel y Clemente (1986) y la producción de Bollywood Akhil (2015).
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Inesperado cortejo
Cristina Vázquez
Qué pesadas las madres con su empeño de que conocieran España, comentaban unas a otras en el autobús que llevaba a las adolescentes a conocer Sevilla. Pero la excitación por cambiar de rutina, abandonar unos días el uniforme, la familia…, las llenaba de una expectativa de sabor a chicle y ginebra prohibida, que las llevaba a esperar eso que solo se intuye a una edad muy temprana y que luego se diluye en la realidad.
El colegio había organizado una excursión para que se les quitara un poco el pelo de la dehesa que lucían, peroraba la señorita Castillo agarrada al micrófono, con el mismo entusiasmo de una concursante televisiva que acabara de ganar un premio. Les iba explicando la historia y bellezas que encontrarían en la ciudad, los almorávides y los almohades, La Giralda y El Giraldillo, La Plaza de España, el parque de María Luisa… Las chicas intentaban mirar el paisaje o ponerse con disimulo un pinganillo para no oírla.
—Esta cuando se anima da miedo —le bromeaba Ana a Casilda—. Si tiene novio lo debe dejar al pobre disfuncional.
—¡Ya quisiera! Si está más seca que la mojama.
La señorita Castillo era de edad incierta. Madura, bien proporcionada y si se arreglara con un poco de gracia y se quitara las gafas, afirmaba la sinuosa Reyes, considerada por sus compañeras la profesional de la estética y el estilo. Un coro de incredulidad y hasta de burla respondía a las ilusorias afirmaciones de esta.
—Ni pasando por el quirófano, hija.
Los comentarios frívolos, inoportunos, hirientes y burlones entretenían la charla de las adolescentes, pese a la reiterada petición de silencio de la señorita Castillo.
El primer día fueron a visitar la ya mencionada y descrita con minuciosa precisión Plaza de España. A la señorita le costaba mantener el orden y el silencio en ese enjambre excitado y excitable, no solo para que la atendieran sino por los moscones que aparecían cada poco a bromear a las jóvenes, a los que estas respondían a veces con descaro, otras con altanería y a la pobre señorita se le iba soltando el moño en su sofocado intento de mantener el orden. Le faltaba autoridad y voz, le faltaba energía. Su dulzura y saber se iban diluyendo entre las fuentes y los espléndidos azulejos.
Un hombre enjuto, moreno de verde luna, como diría el poeta, las seguía a una inquietante distancia. Silencioso, una elegante sombra que sin hacerse molesta no se apartaba del grupito, igual que si fuese un secreto vigilante. La señorita Castillo le observaba de reojo con un parpadeo acelerado.
Las chicas reían y le miraban haciendo algún comentario subido de tono o provocativo, pese a que la profesora les chistara y les pidiera un poco de seriedad, dijo en un arrebatado momento. El joven no se inmutaba. A lo sumo una sonrisa un poco lobuna le cruzaba la cara.
—Basta ya —las apremió en un tono bajo—. Parecéis unas cualquiera. Os tenía que haber dejado con el uniforme.
El hombre no se apartó del grupo. A una prudente distancia las seguía, desapareciendo unas veces para volver a verlo al rato cruzándose con ellas.
Esa noche las cuatro más amigas, Ana, Casilda, Reyes y Belén se reunieron en una de las habitaciones y se dedicaron a vaciar el minibar, no solo del lugar de reunión sino todas las tentadoras botellitas que cada una trajo de su cuarto. Casilda empezó a vomitar y a ponerse pálida y verdosa. Parecía que le estaba entrando fiebre y una tiritona la sacudía. Reyes y Belén decidieron llamar al cuarto de la señorita Castillo que no respondió.
Después de dar muchos golpes en la puerta sin obtener respuesta, ya a punto de bajar a conserjería, esta se abrió lentamente y apareció el moreno de verde luna como Dios lo trajo al mundo. Con esa sonrisa lobuna cruzada en la cara, les espetó.
—Largaos niñatas. Arreglar vuestros problemas. La señorita Castillo ni va a ir ni va a volver.
Y cerró la puerta con mucha suavidad. Belén dijo que le pareció ver un rastro rojizo en la mano del hombre, pero Reyes afirmó a la policía que oyó reírse, al fondo de la habitación, a la señorita Castillo.
La buenaventura
Malena Teigeiro
Desde el escalón del puente de La Plaza de España en donde se sentaba, Saray contempla las barcas. Como si fuera la ofrenda de rosas a una santa, un cesto de paja lleno de tallos de romero permanecía apoyado a sus pies. El romero lo cortaba todos los días de una de las macetas del patio de su abuela. Esa mañana lo encontró florecido de minúsculas y humildes hojas violeta. Su perfume era fuerte, agradable. A Saray le gustaba tener el canasto bien lleno de tallos frescos, porque alejan los malos espíritus, decía. Sin que ella supiera quien, alguien le había echado un mal de ojo. Estaba segura de que ese aojamiento era el culpable de su penar. Se limpió una lágrima con el dorso. Eran por culpa del reflejo del sol, decidió, y no por sus penas.
Aquella mañana no se encontraba bien, y como además hacía viento y frío, tampoco había muchos clientes a los que leerle la palma de la mano. Saray decidió volver a su casa. Empujada por el viento iba inquieta, aunque no sabía por qué. Al abrir la puerta de la habitación los vio. Parecían dos brillantes estatuas de bronce descansando juntas en su cama. Le produjo una arcada el olor a sexo. Sin despertarlos, cerró la puerta y salió de la casa.
Era cierto que la Pastora era la mujer más bella de la Cava de los Gitanos, y podría aseverar que de toda Triana. Pero no era buena. Tenía esa gracia malsana que idiotizaba a muchos hombres, y el suyo fue uno de los que cayeron en su tontuna. Y como Pastora tenía dominado a su Manuel, pues a ella le tocaba hacer como si no los hubiera visto acostados entre sus sábanas. Desde aquella mañana las cambiaba todos los días.
Levantó la cabeza y con su acuosa mirada contempló a la gente que paseaba. A ella le gustaba estar allí, sentada al sol. Aquellos rayos le calentaban el pecho, la espalda. Envuelta en su negro mantón Saray guardaba su penar mientras esperaba algún cliente al que echarle la buenaventura, porque no le agrada echársela a cualquiera. No. Solo lo hacía cuando la persona que se acercaba era joven, bella, esas a las que la vida les sonríe y no hay por qué contarles desgracias.
Enseguida le llamaron la atención. Eran dos muchachitas acompañadas por una señora de mediana edad. Por cómo iban vestidas, dedujo que eran gente rica. Se levantó de la escalinata, recogió el cesto y salió corriendo hacia ellas.
––Mire al cielo, señorita, y muéstreme su mano derecha que le voy a decir su futuro ––las chiquillas rieron. Y después de regatear el precio, doña Antonia, permitió que la gitana sujetara la mano a la más joven de las dos––. ¿Cómo se llama la señorita? ––inquirió Saray zalamera.
Y la chiquilla, con un leve seseo, contestó que Mercedes. La gitana con sus dedos morenos sujetaba la palma de la joven que la miraba con una sonrisa nerviosa. Se veía que la niña era de alta cuna, pensó al sentir la suavidad de la piel rosada. Paseó su dedo largo por encima de la raya.
––Un joven bien plantao, de negros ojos, se va a enamorar de esta niña de aquí a pocos días ––leyó con calma––. Veo una corona real sobre tu cabeza. Algún día, y pronto, tú serás mi reina. Y el rey, por la gracia de tus bondades, enamorado, se postrará a tus pies.
De pronto guardó silencio. Se inclinó y recogió la otra mano de la joven. Despacio colocó una al lado de la otra, de tal manera que las rayas de sus palmas se juntaban formando líneas continuas. Levantando la cabeza, fundió sus asustadas pupilas con las todavía inocentes de la joven. Luego, muy despacio, paseó su mirada por encima de la hermana y de la señora de compañía. Sin dejar de contemplarlas, se santiguó una, dos y tres veces, recitando oraciones que sus clientas no entendían. Saray le cerró con fuerza los dedos y soltó los puños. Sin siquiera pedir las monedas que le habían prometido, recogió el cesto de romero del suelo y se fue, rápida, santiguándose una y otra vez.
Sentada en su mecedora de mimbre, las lágrimas de Saray le mojaban las mejillas. Mal rayo partiera a los amores. Ella vivía penando por su hombre, al que su madre maldecía y tantas penas le auguraba, y aquella tierna criatura apenas iba a poder disfrutar del amor que pronto le iba a llegar de muy lejos. Escuchó el ruido de la puerta. Sus risas. Manuel entró agarrado a la cintura de Pastora besándola en la boca. Ellos no sabían que había vuelto. Saray siguió meciéndose sin dejar de contemplarlos. Manuel se detuvo y Pastora se colocó sus negros rizos por detrás de las orejas. ¿Cuánto hacía que su Manuel la engañaba? ¿Años? Se encogió de hombros. Daba igual. Su boca se curvó en una sonrisa. Jamás pensó que se alegraría al ver el cuerpo de bronce de Pastora, que ella tanto había envidiado. Ahora, la figura de aquella mujer, como si fuera la flor roja de un clavel cortada hacía días, se había marchitado.
Igualito que papá
Liliana Delucchi
La misma luz y el mismo olor a azahares que llena la ciudad. Aquí estamos… Otra vez. Aunque ahora es diferente, ya no venimos en busca de experiencias que entonces no sabíamos definir, sino que hoy estamos aquí porque nuestro niño celebrará que le han dado su primera Estrella Michelin.
Todo empezó hace años, cuando decidimos hacer un viaje por Andalucía. Dos amigas jóvenes y con tantas ganas de vivir. Esta plaza nos llenó los pulmones de un aire hasta entonces desconocido. Te curó el asma, ¿te acuerdas? Y decidimos darnos un homenaje de pescaítos en ese bar con una terraza al sol que estaba justo detrás. Allí lo conocimos. Un morenazo con el pelo repeinado, un andar que se comía las baldosas de la acera y la sonrisa más blanca y amplia que habíamos visto jamás. Se acercó a nuestra mesa para preguntarnos qué queríamos beber.
Estábamos mirando la carta cuando nos preguntó de dónde éramos y cuando se lo dijimos nos espetó: “¿Es que en vuestro país a las feas no las dejan salir?” Y en ese momento nos enamoramos de él. Las dos.
Desde niñas lo habíamos compartido todo, así que un amante no suponía gran diferencia. En los días siguientes mientras nosotras hacíamos turismo él trabajaba y lo recogíamos cuando terminaba su turno. Entre manzanillas y risas descubrimos cada esquina; los soportales de la plaza escondían en sus sombras nocturnas a tres figuras que, abrazadas, se entregaban a disfrutar lo que la juventud y el amor les entregaba.
Ni siquiera la partida fue triste. A pesar de que teníamos que volver a casa y enfrentarnos a la realidad, estábamos llenas de aquello que nuestra estancia nos había dado. Fue entonces cuando Paco nos contó que casi tenía el dinero para comprar el bar en el que trabajaba como camarero. Nosotras le dimos el resto.
Cuando volvimos al año siguiente, aquella pequeña tasca se había convertido en un establecimiento al que acudía media Sevilla. Y nuestro querido amor era su orgulloso propietario. Retomamos la relación donde la habíamos dejado, a pesar de que nos confesó que estaba a punto de casarse con su novia de toda la vida. Por supuesto que acudimos a la boda. Como éramos primas lejanas de allende los mares nos sentamos a la mesa de la familia y bailamos de la forma que solo se baila en una boda andaluza. Cuando nos enteramos de que Carmen, su esposa, estaba encinta, enviamos todo lo que un bebé necesita, viajamos para el bautizo y, cómo no, fuimos las madrinas.
Hoy aquella criatura, que se hizo cargo de la taberna de su padre y la transformó en un restaurante de lujo, celebra que le han dado su primera Estrella Michelin. Y nosotras estamos esperándolo en la plaza para ir con él a la fiesta.
Alto, fuerte y guapo como su padre, se nos acerca con una rubia despampanante colgada de cada brazo. Nos las presenta como unas primas lejanas de Suecia.
Igualito que Papá.
Plaza de mis amores
Marieta Alonso
Me llamo María Luisa y llevo cuarenta años ejerciendo mi profesión: kiosquera. Conozco a todos los vecinos del barrio. Y al turista que se atreve a preguntarme una dirección lo convierto en amigo, tanto que recibo tarjetas de todos los rincones del mundo. Mi oficio lo heredé de mi padre, así como la garita desde donde observo todo lo que pasa a mi alrededor. Temo la llegada de la jubilación. ¿Qué será de mí?
Hoy he tenido una genial idea para cuando llegue ese momento: Iré todos los días a la plaza y me sentaré en el banco al lado del kiosco, enfrente de Eutiquio. Todos los días viene con una telera de pan dentro de una bolsa y da de comer a sus queridas palomas. Y discute con Casilda para que se vaya a otro banco, que no moleste, que a quién se le ocurre llevar una escudilla con leche para los gatos. ¿Es que no ve que espantan a las palomas?
Saludaré a don Eusebio que cada día me compra el periódico y no se deja línea por leer. Y a Manuela, mi querida barrendera, a ver si por fin toma la decisión de abandonar al borracho de su marido.
¡Maldita mosca que no para de posarse en mi nariz! Lástima de no tener un matamoscas a mano. Se iba a enterar.
También estaré atenta a los imprevistos. Como la vez aquella, una tarde realmente calurosa de agosto, ––el termómetro de la parada de autobuses marcaba 50ºC a la sombra––, en que una pareja de sordos ––debían serlo por lo alto que hablaban–– se declaraban su amor. Cuando se pusieron de acuerdo en que cada uno quería más que el otro, a él se le ocurrió pedirle un beso y ella que no. Él que sí. Ella con la cabeza reiteraba su negativa y él afirmaba con la suya. Todos mirábamos atentos a ver qué iba a pasar y cuando ¡por fin!, se dieron un beso, que casi se desmayan por la falta de aire, y ella le dejó que tocara por aquí y por allá, la plaza entera aplaudió.
––María Luisa, ¿de qué se ríe? Si solo le he pedido una botella de agua.
Era el pequeño de la señora Rocío que lo único que ha hecho en su vida ha sido criar hijos y ahora nietos.
––Perdona, quillo. Estaba soñando despierta.
Cristina, mil gracias por distraerme un buen rato con tu cuento.
Y qu cuento mas bonitto e inesperado cuidaros,suerte y muchas gracias.
Elena Imaz
Muchas gracias de nuevo por vuestros relatos. Mantienen mi atención todo el tiempo hasta que llega el desenlace!
Me han encantado!!
MAria Carmen
Qué bien Mary Carmen que me alegro que te gusten. gracias por leernos.
Cristina
Elena querida, me alegro que te haya entretenido en estos momentos tan difíciles. Un abrazo enorme y cuídate mucho.
Cristina