
Chica con vestido rojo leyendo en la piscina - Sir John Lavery
El nivel de curiosidad que nos provoca la portada de ese libro que hemos elegido y que estamos a punto de empezar a leer, solo es semejante al desasosiego de comprobar que faltan unas páginas para terminarlo. De alguna manera, nos dejará huérfanos de los personajes que nos acompañaron durante un tiempo.
En los relatos que ofrecemos este mes hemos querido hacer honor a la pasión que despierta la palabra escrita. Ese amor que, por defenderlo, es capaz de llevar a una mujer hasta su inmolación; la desesperanza que reencuentra el camino a la luz a través de la poesía; la disciplina que quieren imponer a una joven que nació libre o la diferencia entre la vida externa que asiente y la interior que cuestiona en busca de respuestas en las páginas de un libro.
Las cuatro historias se inspiraron en la imagen que ilustra esta entrega de Nuevo Akelarre Literario, titulada Chica con vestido rojo leyendo en la piscina, pintura perteneciente a Sir John Lavery (Belfast, 20 de marzo de 1856 / Condado de Kilkenny 10 de enero de 1941).
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El método
Cristina Vázquez
Estaba aburrida. Los veranos de antaño, los de su niñez mimada y salvaje seguían vivos en su memoria. Se veía corriendo casi desnuda por playas solitarias batidas por vientos que, al levantar la arena, esta se clavaba igual que pequeños alfileres. O deslizándose con sus hermanos por unas dunas cambiantes, o extasiarse frente a una enorme y gelatinosa medusa que el mar había dejado como un titubeante regalo.
Ahora vigilaba a sus hijos. Le gustaba verlos bañarse en la orilla, aunque sentía por ellos que no tuvieran el mismo esplendor de la libertad de sus años de infancia. Pero en su nueva familia, la de su marido, todo era formal y medido. Tiempo de baño, tiempo de estudio, tiempo de paseo y él, su marido, Antoine, un hombre apuesto, trabajador y rico se volvía inflexible con la aplicación de estos tiempos.
—Sin disciplina, querida Charlotte, no se fragua la vida —le repetía convencido.
No tenía más que fijarse lo bien que le había ido a él, continuaba, cómo había mantenido y aumentado el patrimonio familiar. Y no solo en temas económicos, le reconoció esa noche en que el otoño ya se colaba al final de agosto como una premonición. Él tenía la costumbre del soliloquio, qué le iba a hacer ella. Cuando terminaba sus cumplidos argumentos, Antoine, se callaba; parecía querer revivir en su interior lo que había dicho. A lo mejor escuchaba una cerrada y admirativa ovación, pues afirmaba con la cabeza como si rubricase sus ideas expuestas. Tantas veces repetidas, pensaba su mujer.
—Por ejemplo, querida, a ti que tanto te gusta leer, lo haces sin método.
Se puso la servilleta en el cuello para evitar que la salsa de la pularda le manchara la almidonada camisa. Un día un autor, otro día saltaba de época y de tema. Se secó los labios con parsimonia. Claro, finalizó condescendiente, este desorden en las lecturas era el resultado de la educación tan liberal, diría libertaria, casi salvaje, que había recibido.
Ella le miraba desde la lejanía en que se había instalado para sobrellevar las peroratas conyugales y el verano familiar, al que, en breve, se iban a añadir tías, hermanas y parientes, siempre del lado de él, claro. Charlotte le rebatía con tranquilo convencimiento que para ella leer era un placer y que el placer estaba reñido con el método. También resultaba un poco enojoso que se pusiera tanto ese llamativo traje naranja, respondió él como si no la hubiera escuchado, tan acostumbrado estaba al soliloquio. Resultaba inapropiado para estar sentada a la orilla del mar, casi metida en el agua y distraída con el inevitable libro. Hizo una pausa. No lo podía comprender. Se quitó la servilleta del cuello de un tirón.
—No será por falta de vestidos —remató con suficiencia.
La brisa, en ese adelanto otoñal, golpeó una de las ventanas lo que les obligó a mirar en la misma dirección. Charlotte bebió de su vino rosado que estaba deliciosamente frío y le sonrió igual que una gata que se relamiera tras un buen sorbo de leche.
—Tú sabes de método, yo sé de libertad. Al menos me la permito en las lecturas, ya que no en otras cosas.
Sabía que a él, en el fondo un buen hombre prisionero de sus principios y formalidades, le inquietaban sus afirmaciones de este tipo. No debía olvidar que lo que siempre le atrajo de ella fue precisamente eso, su falta de método. Antoine carraspeó.
—Tienes razón, pero con el tiempo, querida, hay que evolucionar. Lo que hace gracia al principio luego cansa.
—Ese es tu problema, no el mío.
Se levantaron para tomar el café en la terraza a la que llegaba el ruido del mar y el olor un poco putrefacto de las algas. La mujer le abrazó por la espalda y le susurró que no se equivocara con ella o la perdería. Notó la rigidez del cuerpo de él.
—Voy a entrar, tengo frío —anunció ella.
Él la siguió y antes de subir Charlotte para ir a acostarse por la escalera de pasamano oscuro y labrado, le oyó preguntarle cuándo se había comprado ese llamativo vestido. No era en absoluto su estilo. Ella notaba la irritación en su voz. Desde el rellano en el que se había detenido le inquirió con mucha dulzura.
—¿Pero no fuiste tú el que me lo regaló? —se rio abiertamente—. Qué mala cabeza tengo.
Rimas de Bécquer
Malena Teigeiro
Nina era bajita, romántica y dulce. Sus hermosos ojos azules buscaban enamorados al hombre de sus sueños. Y se fijaron en Andrés. Después de unos leves escarceos, Nina le confesaba a su hermana que ya tenía novio. Era Andrés, un joven alto, esbelto y pálido, que cada vez que sonreía mostraba unos dientes blancos y fuertes. ¿Andrés? Pero, Nina, si en vez de reír relincha, exclamó su hermana. A ella sus comentarios no le importaron. Eran de envidia. Pues, a su juicio, ella no entendía de belleza ni tampoco encontraba un hombre que la quisiera.
Nina vivía en una constante exaltación amorosa. La mirada febril de Andrés y el rizo que como a Bécquer, le caía por la frente le hacían vibrar. Esperaba ansiosa el paseo que daban todas las tardes recitando versos de Pedro Salinas y de Juan Ramón Jiménez. Incluso de Espronceda. Y cuando llegaban al paseo marítimo, abrían sus sillas de madera y se sentaban frente al mar. Allí, él, mientras le acariciaba la mejilla, le recitaba
Tu pupila es azul y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.
Hasta que un día, aquel hombre siempre vestido de negro, tallado en un junco seco, se tronchó y Nina se quedó sin novio que le recitara poesías al borde del mar. Aquella noche agarrada a la almohada lloró rememorando su voz
Tu pupila es azul y cuando lloras
las trasparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.
Al día siguiente, contemplaba el cuerpo de Andrés en su caja de madera, abrazada a la que iba a ser su suegra. Su negro y elegante rizo, le caía sobre la frente, ya de color de cera. Y volviéndose hacia la doliente madre le pidió que le entregara aquel trozo de cabello. ¿Ese?, le preguntó con los ojos brillantes la transida mujer. Nina movió la cabeza y ella, acercándose al túmulo emocionada, lo cortó. La doliente novia se lo guardó al lado de su corazón envuelto en su pañuelo blanco.
Durante el entierro, no dejó de acariciarse el pecho, gesto que muchos interpretaron mal. Cuando al finalizar las honras fúnebres volvió a casa, después de recibir los abrazos de su madre y hermana, entró en el dormitorio, y guardó unos cuantos cabellos en el relicario de plata que se colgó del cuello. El resto lo dejó en una cajita forrada de terciopelo junto a una foto de su amado, un dibujo de una ola del mar, y el final de la rima de Bécquer que él le recitaba cuando se despedían en el portal.
Tu pupila es azul y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.
Nina continuó paseando al borde del mar mientras rememoraba algunos versos, luego se sentaba al lado de la silla vacía de Andrés y extendía la falda para que nadie tuviera tentación de hacerlo a su lado. Y allí, la enamorada, releía un poema tras otro. Poco a poco, todos, excepto ella, fueron olvidando a aquel apuesto joven que había sido su prometido.
Pasaron los años, los días, las mañanas, sin que Nina al atardecer, hiciera frío o calor, dejara de sentarse a leer poesía en las dos sillas, de tal modo que su figura, al igual que las sombrillas, las farolas y los bancos, comenzó a formar parte del paisaje
Una tarde escuchó una voz que le preguntaba si aquella silla estaba vacía. Ella por primera vez desde que Andrés se había ido, sintió que el perfume que emanaba deaquel caballero le encogía el sentido. Dejó el libro sobre su falda, levantó la mirada, y estirando los labios en una tímida sonrisa, dijo: Está libre. Es que como la veía ocupada con su vestido, murmuró el caballero. Habrá sido el viento, contestó Nina retirando la falda del asiento. ¿Le gusta la poesía?, le preguntó el caballero ya cómodamente instalado en la silla de Andrés. Y ella le mostró la tapa del libro que estaba leyendo.
Continuaron charlando sobre los versos, los cuentos y los amores que el mar había inspirado, hasta que cuando ya casi caía la noche y Nina se levantó para marcharse, él le preguntó si podía acompañarla hasta su casa. Delante del portal, ceremonioso, el caballero le besó la punta de los dedos y quedó con ella para el día siguiente.
Aquella noche Nina dormía tranquila cuando escuchó la voz de Andrés:
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, ...
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!
Quizá no, le contestó entre sueños. Pero sentiré el calor de sus dedos en el pecho. Porque lo que es el rizo de tu cabello ya hace tiempo que no me produce sentido alguno.
Y desabrochándose la cadena de la que pendía el relicario del cuello, la guardó en el cajón de la mesilla. Sintió que al alejarlo, también se despedía de Andrés. Aquella noche en sus sueños solo aparecía el caballero de mediana edad que al sujetarla por el codo para cruzar la calzada, le acarició el pecho.
La decisión
Liliana Delucchi
Desde niña Victoria había sido reservada. Muy pronto aprendió la diferencia entre la vida externa que asiente y la interior que cuestiona. Por eso está aquí, como si formara parte del grupo, pero sin hacerlo. Consintió en acompañar a su madre y tías al balneario como una excursión más de esas que llenan el tiempo de quienes conocen la mejor manera de perderlo.
Desde su silla, un poco retirada, oye a lo lejos comentarios y risas de sus familiares. No quiso ponerse el bañador y meterse en el agua. Prefiero leer, les dijo. Y ellas asintieron. Estaban acostumbradas a los silencios de esa joven que, a decir de su madre, mientras tuviera un libro no molestaría.
Con la cabeza apoyada sobre su mano, los ojos se pierden en un texto que la lleva lejos, a un mundo que nunca ha visto, a situaciones desconocidas y personajes desconcertantes. Quisiera fundirse en ellos, tener esas respuestas rápidas que el escritor pone en boca de protagonistas y secundarios, que parecen tener la palabra exacta para cada momento. ¿Dónde están las mías? ¿Cómo decir lo que de verdad siento y me inquieta? ¿Cuál es la forma de mirar en mi interior para descubrirlo?
Levanta los ojos y la sorprende la escena de las bañistas que parecen estar disfrutando del momento. Sonríe a su madre que le hace señas para que se acerque. Niega con la cabeza y vuelve a la lectura. Sabe que según los códigos de comportamiento de la sociedad en la que se mueve, la suya no es una actitud muy apropiada. Devana sus pensamientos entre aquello que se espera de ella y las cosas sin nombre que reclaman su atención, como si en los últimos tiempos algo hubiese cambiado y su actual yo fuera de alguna manera distinto de su yo anterior.
El aire que siente en su pecho se exhala en un largo suspiro. Cierra el libro y los ojos en un intento de escuchar las animadas voces que le llegan desde la piscina. El experimento no funciona y su mente vagabundea intentando descubrir en qué había sido diferente ese verano a todos y cada uno de los anteriores. Quizás fuera su compromiso con Felipe. Se pregunta cuáles serán los gustos literarios de ese hombre amable y cordial que todos admiten como una buena elección y que seguramente será un buen marido.
Un camarero se acerca con una bandeja en la cual lleva un sobre.
—Para usted, señorita —le dice a la espera de que ella coja la carta.
Victoria reconoce la caligrafía pulcra y ordenada de su novio que le informa que por la tarde pasará a merendar con ella. «Aunque el trayecto hasta el balneario será un poco largo, tengo ganas de verte y de que ultimemos los detalles de la boda.» Así es Felipe: Claro, directo y escueto. Como papá, piensa la joven, como el tío Rigoberto, y creo que como todos los hombres que conozco.
Una fuerte opresión a la vez que una somnolencia la invaden. Le empieza a doler la cabeza y las luces que se reflejan en el agua bailan ante sus ojos. Quiere recobrar la compostura, pero su único deseo es huir, abandonar la sofocante atmósfera y salir al aire libre. No lo hace. En vez de ello, se estira la falda, mueve los pies admirando sus zapatos nuevos, relee la carta, la dobla y la mete dentro del libro que deja a un lado en la silla. Mira una vez más hacia la piscina antes de dirigirse a los vestuarios a cambiar su vestido naranja por un traje de baño.
Placer de dioses
Marieta Alonso
Era evidente que su trabajo —el de sumisa esposa y ama de casa— le restaba tiempo para disfrutar de su gran afición: La lectura contumaz. Se olvidaba de hacer las camas, barrer, cocinar… Lo que dio lugar a que Bernardo la amenazara con quemar todos los libros que había en aquella casa.
Su padre le daba la razón a su marido, y le avisó de forma contundente que si no dejaba el vicio de leer, la desheredaría, cosa que conturbó mucho más a Bernardo que a ella.
No podía evitarlo. El olor del papel la estremecía con unas ansias que no alcanzaba a descifrar. Su tacto era como si pudiera acariciar el musculoso cuerpo del David de Miguel Ángel. El leve rumor del papel, al pasar las hojas con las yemas del pulgar e índice, la transportaba a aquel vestido de seda que vio en el escaparate de una tienda de lujo.
Su amigo, el librero, cada semana le aconsejaba un autor diferente, y ella se dejaba guiar por aquel sabio de la literatura. De niña le recomendó que leyera a Julio Verne, y viajó en un submarino al centro de la tierra con los hijos del Capitán Grant. En su adolescencia se identificó con Meg, Jo, Beth, Amy, y hasta con la autora comprometiéndose con el movimiento abolicionista y con el sufragismo. Siendo joven fue en busca del tiempo perdido, mientras tomaba una magdalena mojada en el té, y se veía a sí misma en las peripecias sentimentales de Swann. Le faltaba vida para leer.
Los suyos no eran capaces de comprender lo que significaba para ella tener un libro entre las manos. Los amaba. Más que a ellos, tal vez. Tendría que tomar una decisión. Era una lucha diaria cada vez que la veían leyendo sentada en su rincón favorito. Por lo que hizo cinco círculos concéntricos en el suelo a su alrededor con todos los libros de las estanterías. Vestida con una túnica como una diosa romana y una lata de gasolina a sus pies, esperó a que marido y padre hicieran su aparición.
Al verla dispuesta a todo, se llevaron un susto de muerte. Y como otra cosa no tenían, pero amor, nobleza y comprensión les sobraba, aceptaron esa loca pasión. Se miraron. No podían entender que un libro, un ser tan inanimado por fuera, y tan abarrotado de palabras por dentro, pudiera llevarla a semejante sacrificio.
Y buscaron a una señora para las faenas del hogar.
Me encanta Cristina , yo tambien leo con metodo………………
Gracias Elena. El método, como todo, tiene dos caras o más , quién sabe…
Buen verano y un abrazo fuerte
Cristina ,me ha gustado mucho tu historia .Yo como Charlotte , sin método . Feliz verano raro !!