
La puerta
Con la primavera brotando a través de las ventanas y la esperanza del final del confinamiento al que nos hemos visto reducidos, este mes hemos elegido una puerta como idea para nuestros cuentos. Una puerta abierta. Por ella queremos dejar entrar la luz, la ilusión y que puedan salir el miedo y la soledad.
En estos relatos hemos recuperado de la memoria aquellas puertas con los colores de una infancia lejana, un portón que sirvió de huida hacia la libertad, las que encierran historias que sus habitantes esconden o la entrada a un mundo desconocido y lleno de magia. Con el sortilegio que da la palabra, es nuestra intención llevaros, aunque sea por un momento, a ese mundo imaginario que nos aleje de esta realidad.
Como nos maravillaba la voz de la cantante Susana Rinaldi: «A pesar de todo, dejándola abierta, verás que se cuela el sol por tu puerta.»
Cuidaos mucho y esperamos que para el próximo mes nos encontremos al otro lado del umbral.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La fuga
Cristina Vázquez
Ahora casi le parecía una bendición atravesar esa puerta por la que tantas veces había pasado y tantas había escupido en ella. Sentada en su celda oía el cántico de las monjas. Luego supo que era a vísperas.
Se sujetaba la cabeza por verse ahí alejada, quizás para siempre, del mundo. Una tenaz desesperación intentaba apoderarse de ella. No. No dejaría que la venciese ni el desaliento ni la desesperanza; de peores situaciones había salido airosa. Aunque esta era enredada e injusta, se dijo mientras se erguía desafiante. Dio una patada al catre y caminó de un lado a otro los siete pasos de largo que tenía el cubículo. Como una fiera, así se sentía, porque encerrar a alguien en un espacio tan pequeño era como enjaular a un animal. El animal había sido el Tirso que quiso ahogarla, y a ella no le quedó más remedio que clavarle un poco el cuchillito de plata que siempre llevaba. Había que defenderse. Pero la encerraron, aunque el tonto de él ¡Ni muerto se había quedado! Medio muerto solo, pero dio tanto alarido que llegó la guardia y la cogieron intentando saltar por la ventana. Maldita sea su suerte.
¡Ay Hortensia, se decía, cómo te han pillado en esta! Estaría perdiendo condiciones y le empezaba a fallar la cintura para evitar los golpes y la agilidad para salir de naja. La suerte fue que el señor juez, al que ella conocía bien, mientras se aclaraba si el Tirso se moría o no, la mandó al convento en vez de a la cárcel. Pero con lo indeciso que era... Gracias señoría, muchas gracias.
Al acabar las vísperas oyó unos pasos presurosos que se acercaban y descorrían el cerrojo. Una monja rechoncha, con bigotillo y falsa expresión de autoridad se enmarcó en la puerta y le pasó una saya negra ordenándole que se la pusiera.
—Eso es lo que tiene que llevar mientras esté aquí.
Hortensia le cogió las manos y arrodillada pedía ver al juez. Ella no había hecho nada. Todo era una confusión. Un malentendido, le aseguraba derramando unas lágrimas gordas como perillas de cristal de las que cuelgan de las lámparas buenas. La hermana se apartó con cierta brusquedad mientras ella le suplicaba caridad cristiana, perdón por los pecados.
—Soy inocente madre, lo juro.
Y se persignó siete veces. Siete era el número sagrado y diabólico también. Se puso la saya cuando se fue la monja, pero lo hizo sin prisa. Se demoró en irse desnudando con la gracia de una profesional. Prenda a prenda, se desenrollaba las tupidas medias sujetas en los muslos, se quitó las enaguas como quien descubre un paraíso y el justillo como si ofreciera unas frutas maduras. Completamente desnuda, se giró con lentitud a tiempo de atisbar un rápido aleteo a través de la trampilla de la puerta. Su carcajada resonó como una premonición por el atrio persiguiendo a la monja igual que si una bola de fuego quisiera quemarle sus hábitos.
Hortensia sentada en su catre envuelta en la rasposa saya que le habían dado, meditaba. Simplemente tenía que planear una estrategia bien elaborada y esta monjita iba a ser su pase a la libertad. Porque del Tirso no se sabía aún en qué lado se había quedado, si en el más acá o en el Más Allá. Ya se sabe que es mejor prevenir que curar y escapar a esperar.
Al cabo de un mes de tener un comportamiento ejemplar, consiguió que la monja, sor Tránsito, le fuera contando su vida, de su pueblo lejano, de cómo la metieron de niña en el convento. Y aunque al principio se mostraba reticente, Hortensia tenía mundo y tablas para ablandar hasta el bacalao más duro y la monjita se fue animando. Un día Hortensia le cogía la mano que ella retiraba escandalizada; otro, le oprimía una rodilla escondida bajo los hábitos. Ella le contaba su pena de estar injustamente encerrada poniendo la mano de sor Tránsito sobre su palpitante seno. Una noche apareció la sor a traerle una tisana y ella se lo agradeció con un beso prolongado en la mejilla.
En la soledad de su celda sabía que la inexperta religiosa se estaba derritiendo con sus mimos y las historias del mundo que le contaba. Su plan podía tener éxito. Supo que era la encargada de salir los jueves a llevar el correo y le dio unas cartas para que le enviara.
El jueves de Pentecostés, sorprendida la comunidad de la ausencia de sor Tránsito, la empezaron a buscar por el convento hasta que al pasar por delante de la celda de la rea oyeron unas voces apagadas, unos lastimeros ayes. Al entrar se encontraron a la susodicha monja desnuda sobre el catre, con las manos y los pies atados con un girón de la destrozada saya y la boca tapada con otro trozo de la misma tela.
Encima de la temblorosa mujer había un papel escrito con letra irregular.
Adiós. Que el diablo os lleve subido en su escoba que yo me largo para no volver nunca.
Recordando aquel momento Hortensia se reía. Al salir volvió a escupir en la puerta del convento como siempre había hecho desde que tenía memoria.
La Señora Viuda de Dávila
Malena Teigeiro
En la villa todos envidiaban el palacio de los Dávila, que a juicio de algunos no era más que una pretenciosa casona de labradores ricos, rodeada de tierras de labranza y campos de ganado. Cualquiera que asomara la cabeza al abierto portalón, admiraba los bien cuidados jardines, las paredes de brillante pintura, y los lujosos coches aparcados que nunca se movían. No hacía mucho que por aquella puerta, siempre entreabierta, había entrado a trabajar Marcita. En principio, el trabajo era bueno. En la casa solo habitaban la anciana viuda y sus dos criadas, ya viejas. Una de ellas, la cocinera Lucila, le había pedido al hijo de la señora que la contratara. Era su sobrina, una joven de toda confianza.
A la muchacha no le satisfacía mucho entrar al servicio de la casa, pues no lo permitía ver todas las tardes a Antonio, el joven con el que algún día contraería matrimonio. Pero pensó que si ella también ahorraba, podrían hacerlo antes.
Al mismo tiempo que le entregaron un uniforme, su tía Lucila le dijo que su sitio estaba en el sótano, allí era donde se encontraba la cocina, la lavandería, las bodegas y despensas. Y su tía, levantando un dedo, continuó. Tu habitación está en el fallado al que subirás por la escalera de servicio. Que escuchara bien, tenía prohibido salir de esas dependencias.
Al poner los pies en aquellas estancias, la joven se percató de que las paredes, los muebles y las cocinas, demostraban sin ninguna duda los tres siglos de antigüedad que pesaban sobre ellos. ¡Hasta los ratones que corrían por los estantes tenían canas!, le contó divertida a su novio Antonio. Y así, sintiéndose un poco enclaustrada, la joven inició su aprendizaje como cocinera.
Muchos días, mientras picaba carne, cebolla o pelaba las patatas Marcita sentía sobre su cabeza el sonido de pies descalzos corriendo por lo que debían ser los pasillos de viejas maderas. Cuando los escuchaba, siempre dirigía la mirada hacia su tía y su compañera, una mujer casi tan vieja como la casa. Como si nada ocurriera, ellas seguían trabajando. Había algo en aquellas carreras que no entendía. La señora viuda de Dávila, a la que desde hacía años nadie veía, tenía que ser una anciana. No había nada más que ver la edad de su hijo, el mayor de los cuatro. El señorito Dávila todos los días veintiocho entraba en la casa por la cocina. Se sentaba a la mesa, y mientras desayunaba un café con un trozo del bollo recién hecho por la cada vez más seca y delgada Lucila, entraban los otros trabajadores de la finca. Poniendo buen cuidado de que nada en la casa sufriera deterioro alguno, uno por uno, cotejaba los trabajos, las cuentas y les ordenaba sus cometidos para el siguiente mes. Y después de pagarles el salario, sin haber subido a ver a su madre ni preguntar por ella, se iba.
Aquella noche al finalizar el trabajo la joven, como siempre, subió por la escalera de servicio hasta su habitación. Era pequeña, cuadrada, y como única ventana, tenía una claraboya. Al abrir la puerta la luz de la luna que entraba recta se desparramaba sobre su camastro. Era fría, azulada, igual a la que caía sobre las tumbas del cementerio. Cerró la puerta y con la boca torcida se sentó en la cama.
Al atardecer, no solo había escuchado correr por los pasillos los pies descalzos de todos los días, sino que también se le había puesto la nuca rígida al oír el ulular de lo que le pareció la voz de una mujer seguida de un triste llanto. Nunca había escuchado un grito de angustia tan fuerte como aquel. ¿Quién sería la que aullaba de esa manera?, inquirió a su tía mientras preparaban la cena. Y Lucila, sujetando con fuerza la medialuna con que estaba picando el perejil, musitó que ella no había escuchado nada. Marcita se limpió las manos muy despacio. ¿Estaba sorda? La vieja continuó trajinando su cuchillo. Pues ella iba a subir. A lo mejor necesitaban ayuda. Y en cualquier caso, quería enterarse de lo que pasaba en el piso de la señora. Lucila golpeó con tanta fuerza la medialuna en la mesa que clavó el filo en la madera. La miró con dureza y exclamó: Nunca. ¿La había escuchado bien? Nunca. Se volvió y arrancó el cuchillo de la tabla. Blandiéndolo en la mano, continuó. Que escuchara bien, no le permitía subir al piso de los señores. Y en el caso de que lo hiciera —acercándose a ella le colocó el curvado filo delante del rostro—, que se atuviera a las consecuencias.
Trémula, decidió que no iba a acostarse allí. Mejor dormiría sobre el suelo de la cocina. Salió de la habitación y se dirigió a la escalera de servicio. Al pasar por el piso principal, escuchó de nuevo los quejidos. Se detuvo. Ahora eran dulces, trémulos. También le pareció oír la voz de doña Gertrudis, la cuidadora de la viuda. Sin más, abrió la puerta que daba entrada a las habitaciones. Ante ella apareció un pasillo grande, largo, con retratos de regios y pálidos personajes colgados a ambos lados. Pisando sobre la gruesa alfombra caminó a oscuras guiada por los enervantes sonidos, hasta la que supuso era la habitación de la anciana. Estaba abierta. Sin hacer ruido, se asomó. Una mujer de largos y escasos cabellos blancos, que como lánguidas guedejas le caían sobre la desnuda espalda, se encontraba arrodillada sobre la cama. Parecía estar buscando el abrazo de un transparente joven, de ojos y rizado cabello negro, que tumbado delante de ella se retorcía sobre la blanca sábana cual sinuosa serpiente. Ella, como si fuera un chorro de amenazante viento, ululaba levantando la cabeza hacia el techo mientras que, sentada en una mecedora, doña Gertrudis con la mirada fija en ellos, rumiaba: Dejadlo ya, que pronto va a amanecer. Marcita dio un paso hacia atrás. Tropezó con la alfombra y se cayó al suelo. Al escuchar el ruido la ardiente mirada del joven se volvió hacia ella. Con un gesto de la mano le indicó que se acercara. Ella se levantó y corrió por el pasillo hasta alcanzar la escalera. Bajó los escalones de dos en dos y sin dejar de correr salió al jardín y atravesó la puerta. Nadie la seguía. Tan solo iban detrás de ella las carcajadas turbias, vidriosas, malignas de la viuda de Dávila que asomada a la ventana la vio atravesar el oscuro portalón de hierro.
La partida
Liliana Delucchi
Decían que había fantasmas en la casa del portón de madera. Era la construcción más importante del pueblo, con muros de piedra cubiertos por enredaderas. En verano el olor fresco de las madreselvas se extendía por toda la calle.
Afirmaban que estaba encerrada una princesa blanca, bella y seductora, pero cuando espiaba desde la esquina solo veía salir a una niña bastante fea: Bajita, con la cara redonda salpicada de acné y cuello corto. Iba vestida con uno de esos uniformes azules de falda tableada que le llegaba por debajo de las rodillas. O sea, que de princesa, nada.
Una tarde de finales de verano vi mi oportunidad. Alguien dejó la puerta abierta y las arcadas que se elevaban más allá del patio mostraban una galería donde pensé refugiarme del calor. Me quité los zapatos para no hacer ruido y aunque el suelo estaba caliente, tanto que casi quemaba, mi curiosidad pudo más y llegué corriendo a refugiarme junto a un banco. Allí me quedé sentado un rato, intentando observar a través de los visillos que se movían a pesar del escaso aire que entraba por la ventana. Todo era silencio. Quizás fuera cierto que allí habitaban espíritus. De pronto vislumbré una sombra deslizándose hacia la escalera. Empujé el cristal y puse mis pies en un suelo que de tan brillante reflejaba mi cuerpo.
No era largo el trayecto hasta la escalera. Cogido al pasamanos, fui subiendo los escalones uno a uno. Un gran pasillo con puertas cerradas y cuadros de señores muy serios acababa en un rosetón de colores por el que se colaba la luz. Justo debajo, una mesa con cuadrados de madera en dos tonos diferentes y estatuillas. Parecían un ejército a punto de enfrentarse al enemigo que estaba al otro lado. Me quedé contemplando esas figuras que se miraban unas a otras. Cogí una de ellas con forma de torre.
—Es una mesa de ajedrez —dijo una voz a mis espaldas.
Al darme la vuelta descubrí a la niña del uniforme. Ahora llevaba un vestido blanco con guardas celestes.
—¿Quieres jugar? —continuó con una sonrisa que invitaba a ello.
Le pregunté si salíamos al patio. Yo podía ir hasta casa en busca de un balón.
Volvió a sonreír y me contestó que lo que me ofrecía era jugar al ajedrez.
—¿Esto es un juego? —pregunté señalando el tablero.
—Claro. Ven, coge esa silla y siéntate frente a mí.
Era fascinante. He de confesar que me costó bastante aprender las reglas para mover las piezas, pero la niña prometió que si lograba ganarle la partida me presentaría a la princesa fantasma. Así que, cada noche, antes de dormirme repasaba mentalmente todos los movimientos y estrategias posibles para hacerle cumplir su promesa.
Pero Fernanda, como supe que se llamaba mi contrincante, era muy astuta. Me daba la impresión de que sabía, antes que yo, la jugada que mis torpes dedos iban a emprender. Los suyos, delgados y con un anillo con una piedra azul en el anular izquierdo, hacían avanzar las piezas hacia mi territorio y cada tanto su voz susurraba la palabra maldita: Jaque. Después aprendí otra peor: Jaque Mate.
Una tarde en que estábamos merendando antes de la partida, me contó que solo había visto a la princesa fantasma una vez y que, a pesar de sus preguntas no logró que le hablara. Tal vez sea muda, le dije mientras saboreaba una magdalena. O muy tímida, me contestó.
No quise saber más, quería descubrir por mí mismo los misterios de aquel espíritu.
Llovía la tarde de otoño en que pude comerme su rey y pronunciar esos dos vocablos que dejaron de ser malditos: Jaque Mate.
—Mañana —dijo Fernanda— a la hora de siempre. Ella estará sentada en mi sitio y jugará contigo. Has de ser sagaz, porque es muy buena.
Puntual y con mi mejor ropa, volé más que caminé, por aquel pasillo hasta llegar a la mesa situada bajo el rosetón. Allí estaba mi princesa. Sentada, con la espalda erguida, un vestido blanco la cubría hasta los pies y un velo del mismo color le tapaba el rostro.
Con un gesto me indicó que me sentara frente a ella y entonces lo vi. El anillo con la piedra azul en el anular izquierdo.
Aquellas puertas de mi niñez
Marieta Alonso
Hay que ir cruzando cancelas y si son de colores mucho mejor, decía mi padre mientras me enseñaba cómo dejar caer las semillas para que pasado un tiempo las espigas llenaran nuestros campos.
Pintó de azul la puerta de entrada de nuestra casa para que recordásemos el lejano mar, y me enseñó a nadar en el río para que aprendiera a solventar naufragios. Aquella puerta azulada tenía un ventanuco al que me asomaba para mirar la calle y decir adiós a todo el que pasaba. La de mi habitación la pintó de verde, el color de la esperanza, para que mis sueños se cumplieran. El cuarto de ellos lo pintó de malva, a mi madre le gustaban las orquídeas; la del comedor a tres colores: rojo, verde y amarillo, como los colores de los pimientos que sembraba en la huerta. La que daba al patio, como un preludio del barro cuando llovía, de marrón oscuro.
Añoro aquellas puertas, los muebles, los libros, el canto de las chicharras, el tañido de las campanas llamando a misa de doce. Y también aquella iguana verde que entró un día en el baño y yo, encaramado en la mesa de la cocina gritaba a mi padre que se la llevara muy lejos antes de que me comiera. Y él, con paciencia, me explicó que no comían carne, solo plantas.
En mi juventud me marché muy lejos. Con las maletas en el portal, cerré la puerta de mi dormitorio. En su interior permanecían silenciosos mi scalextric, mi patinete, mis cromos… Entorné la del baño. Detrás de ella se quedó el albornoz de mi padre bailando. No fui capaz de cerrar la del comedor. El reloj anunciaba las seis de la mañana, pero faltaban cinco minutos. ¡Qué raro! Si era muy preciso. A lo mejor mi amigo cantor, el muy cuco, quiso despedirse a tiempo.
Pasaron los años. Me hice mayor. Nunca regresé a la casa de mi infancia. Este mediodía tomando el sol en el parque, en mi banco preferido, el pintado de verde, vi a un pequeño con su mochila de colores. Su madre le decía adiós desde el umbral y comencé a recordar aquel sueño que aún me despierta sobresaltado. Voy en busca de algo o de alguien, por un valle rodeado de palmeras y allí en medio de ellas hay una puerta azul que intento abrir. Pero no se deja.
Todos muy bonitos hay algo de nortagia que tenemos todos los seres humanos en dejar algo que sabemos no podemos volver a ver
Gracias Martha. Sin duda esa nostalgia nos invade a todods y más en estos tiempos que nos obligan al encierro y en muchos casos a la soledad.
Un gran abrazo Martha. Cuidaros.
TODOS LOS MESES LAS LECTURAS AMENAS , INTERESANTES NOS RECREAN SIGAN PUBLICANDO
Deseamos que no dejes nunca de leernos.
Muchas gracias Margarita seguiremos animadas por lectoras tan estupendas como tú