
Cementerios
Cementerio: La Real Academia Española define la palabra como proveniente del latín tardío coemeterĭum, y este del griego bizantino koimētḗrion, propiamente dormitorio. La palabra fue introducida por los cristianos porque creían que los difuntos solo dormían esperando la resurrección.
Los cementerios, tal y como hoy los comprendemos, comienzan en los atrium situados alrededor de las iglesias. En estos lugares se reunía la gente tras la misa, se realizaban procesiones o movilizaciones militares, jugaban los niños y se celebraban los más diversos actos sociales. El cementerio era, por tanto, un espacio de convivencia alrededor de las parroquias.
El auge del cristianismo llevó a la mentalidad colectiva que solo la cercanía en el enterramiento a catedrales, iglesias o monasterios garantizaba la salvación de las almas. Y fue a partir de la Edad Media cuando el crecimiento de las ciudades hizo que estos santos lugares quedaran en el interior de las mismas. En la actualidad, su culto, embellecimiento y emplazamiento hacen que muchos de ellos se hayan convertido en lugares de visita turística.
En este mes de noviembre en que recordamos a los que se han ido, nuestras cuentistas han encontrado en estos sitios de culto la inspiración para sus relatos.
Deseamos que disfrutéis con ellos.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Fiel jardinero
Cristina Vázquez
Felipe era un buen hombre. Correcto y cabal, al menos así le calificaban en el colegio de Marianistas en el que estudió. Además de los amigos, sus jefes también opinaron que era amable y sensato, aunque con un peculiar sentido del humor. Lo que sorprendía a todos era el gran éxito que tenía con las mujeres, aunque tuviese un físico corriente y un interés moderado en la conversación. A medida que fueron pasando los años sus conocidos y familiares empezaron a mirarle desde otra perspectiva. No solo triunfaba con el sexo opuesto, sino que enviudaba con cierta regularidad. Hasta cuatro veces.
Él sufría con resignación las pérdidas. La primera fue dramática pues solo llevaban seis meses casados cuando la joven Ofelia desapareció de la mañana a la noche de una pleuresía fulminante. Los lamentos del cortejo que acompañó a la chica se oían más allá de las tapias del cementerio. Los deudos que rodeaban la tumba se quedaron extrañados de lo apartado y amplio del lugar, rodeado de una valla con el nombre de él forjado a la entrada. Felipe sufría con una dignidad y entereza encomiable esa terrible desventura.
A los dos años volvió a casarse, esta vez con una robusta Helena de ascendencia suiza, que lucía el aspecto más saludable que se pudiera esperar de una mujer. Felipe parecía más hablador y alegre de lo habitual con esta nueva esposa. Su familia rebosaba confianza en que pudiera olvidar, y así lo parecía, su desventurado y breve matrimonio. La pobre Ofelia, susurraba la madre mirando con admiración a la sonrosada nuera, ya se la veía que era muy poquita cosa. Robusta o no, Helena, al año se precipitó por un acantilado mientras paseaban por la sierra, afición que ella había introducido en sus hábitos matrimoniales, por aquello de la ascendencia helvética.
En este segundo sepelio los lamentos eran más exiguos y la pena por la mala suerte del pobre Felipe se diluía en miradas de extrañeza. La tumba estaba al lado de la de Ofelia —de la que crecía un hermoso rosal— en el mismo lugar apartado, ahora ya menos amplio a causa de la nueva ocupante.
A los tres años se casó con una vecina de toda la vida, María Angustias, una mujer gris y resignada que por lo visto había suspirado toda la vida por este inalcanzable vecino que por fin hacía suyo. La boda apenas se celebró con una breve comida familiar y la novia, vestida también de un gris que entonaba con su personalidad, lucía una emoción inquieta. La fama de hombre de mal fario, de gafe, empezaba a sobreponerse a la de cabal, correcto, sensato… Durante este matrimonio uno de los planes que Felipe prefería era ir a pasear al cementerio y arreglar los rosales de la parcela, así la llamaba, donde reposaban sus anteriores mujeres. Tan tranquilo, tan lleno de paz y serenidad le objetaba a María Angustias cuando le decía que a ella le daba mucho malestar pasearse en medio de tanta tumba.
—Felipe si nos queda toda la eternidad para disfrutar el lugar.
—Tienes razón, pero no es mala cosa acostumbrarse y conocer el sitio al que vendrás —le replicaba con lúgubre sonrisa—. Así te vas haciendo a la idea.
Poco tiempo le dio a acostumbrarse, pues a los dos años de matrimonio la pobre se electrocutó haciendo un apaño a la plancha que siempre se le estropeaba. Felipe contaba que la encontró como si fuera un dibujo animado de tiesa que estaba y que los pelos parecían alambres. Pobrecita, suspiraba el viudo, pobrecita. Ahora se va a hartar de cementerio con lo poco que le gustaba. Ya se lo advertía él que era mejor acostumbrarse. Pero por lo menos no iba a estar sola y una sonrisa melancólica le iluminó la cara.
A este entierro solo fueron un hermano, un subalterno del viudo, dos sobrinas y una hermana de la muerta. En el breve responso un aire de desconcierto sobrevolaba al cura y a los escasos presentes. La cuñada, María Remedios, no era capaz de darle el pésame ni mirarle a los ojos, pues le veía envuelto en una gran beatitud, como si, al igual que un mártir, aceptara su destino. Aunque no quería fijarse en el viudo, el brillo pálido de sus pupilas la emocionó. Ella, viuda también, comprendía la soledad del superviviente y le pareció que las tres tumbas seguidas, con los parterres bien cuidados y un rosal plantado en cada una de ellas, daba al lugar un aspecto acogedor, casero. Desterró estos pensamientos y salió a paso vivo en cuanto acabó la ceremonia.
Al año y medio, y sin que nadie se enterara, María Remedios se casó con Felipe. Una mezcla de transgresión y desafío la invadió, pues no se le iba de la cabeza el lugar que quedaba libre al lado del de su hermana. Y dados los antecedentes del cuñado, hoy marido, había momentos que se sentía como una amazona desafiando el destino y otras, como una futura víctima del mal fario de su esposo. Pero duró muchos años y le parecía bien acompañarle en el paseo por el cementerio al que él iba todas las tardes. Decía que le resultaba vivificante y saludable comprobar cuantos le habían precedido. Hacía bromas sobre el esmero con que cuidaba su harén de muertitas. Ya que no se podía tenerlo en vida…
Los paseos de Carmelita
Malena Teigeiro
Desde que tiene recuerdos, le gusta pasear por el cementerio. Siente un delicioso gozo con la paz y tranquilidad que, impávidas, emanan las filas de panteones y el perfume de las flores. Pero lo que más le fascina son los entierros. La unidad, el recogimiento de las llorosas familias, todo ello la sobrecoge. En cuanto Carmelita se percata de que hay un enterramiento, se entremezcla con los deudos. Compungida, igual que si el difunto tuviera que ver con ella, participa en sus rezos, sobre todo en aquellos casos en que los muertos apenas llevan acompañantes. Lo hace con gusto, quizá porque como niña de la inclusa que fue no tiene familia a la que llorar. Y suspira satisfecha cuando, al final, todos los integrantes de la comitiva le dan la mano agradeciéndole su presencia. Por otra parte, a Carmelita le parece que los entierros son como las representaciones de una obra de teatro. Sobre todo cuando el atrezo de la lluvia o la niebla se mezcla con las lágrimas de los dolientes familiares. Entonces, era todo tan perfecto que hasta se le encogía el corazón. En fin, se dijo separándose unos cabellos que le tapaban la frente, para ella los entierros eran como la misma vida. Le vino a la memoria el de un difunto, casi vecino suyo, un hombre canijo y malhumorado que compensaba su pequeño tamaño con los gritos que daba a su mujer y a sus hijos. Ahora que lo recordaba, nunca los vio juntos por la calle. Pobre mujer. Carmelita suspiró apenada. Sin embargo, aquella mañana de esplendoroso sol estaban dándole sepultura su viuda y sus cuatro hijos, bien acompañados por sus cónyuges. Durante toda la ceremonia guardaron un escrupuloso silencio que mantuvieron hasta salir del cementerio. Ya en la calle, los vio tranquilos, hasta le pareció que se iban satisfechos después de comprobar que el nicho se quedaba bien cerrado. Porque los cementerios también tienen de bueno eso que a ella tanto le gusta comprobar: Las diferentes clases de amor que las gentes sienten por el que allí dejan.
Miró hacia un lado y otro, nada. No lo entendía. Era como si el día anterior no hubiera fallecido nadie. Incomprensible. Y continuó paseando acompañada por sus pensamientos. El de don Floro sí que había estado bien. Él era un hombre importante, el dueño del banco. Llegó al cementerio en una carroza tirada por dos caballos negros. La debieron sacar de un museo, meditó, porque por allí nunca vio cosa igual. La caravana que lo escoltaba daba gloria. Coches y coches negros, brillantes como el charol. Un desperdicio de gasolina, pensó. Al entierro de don Floro casi no asistieron señoras. Pensándolo bien, y ahora que recordaba, ninguna. Pero por todos era conocido que los hombres importantes solían ir acompañados por caballeros que deseaban que los vieran allí, no fueran a quedar mal. Y don Floro, lo mismo que le pasó en vida, llegó a su última morada rodeado por hombres con gabanes negros. Era gracioso verlos pasar. Parecían una bandada de pájaros huyendo hacia el sur. Ella solo coincidió con él dos veces, y las dos en el patio del banco mientras de pie delante de la caja, esperaba a que la atendieran. Todavía lo recordaba. Pasó por delante de ella seguido por sus secuaces. Impávido, con la mirada puesta en el horizonte, caminaba hacia la puerta. Y las dos veces aquella figura delgada, tiesa, le recordó a Moisés. También a su paso, como si fuera el agua del Mar Rojo abriéndose ante el pueblo de Israel, las gentes se separaban para que don Floro pudiera pasar sin que nadie le molestara. ¡En fin! Lo cierto era que por importantes que seamos, a todos nos llega la hora. Y se persignó.
El entierro de Lola fue en el que más disfrutó. Era una mujer alegre, que cantaba y bailaba en cuanto tenía ocasión y que siempre reía. Y al parecer dejó escrito a sus acompañantes que al entrar en el cementerio comenzaran a cantar sus canciones. En aquella especie de carta que la mujer escribió con sus últimas voluntades, puso que se iba contenta porque su intención era seguir cantando y bailando alegrándole así la vida a los de arriba. ¡Qué mujer! Y cuando siguiendo sus instrucciones las alegres voces de sus deudos comenzaron a entonar sus canciones, los pies de los que allí estaban se animaron a bailar. Lo malo fue que esa tarde se celebraba otro entierro, y que a aquella triste y enlutada familia les parecieron una falta de respeto los alegres y jocosos cánticos y bailes. Y claro, unos que si estaban cumpliendo el deseo de su amiga, y los otros, cerriles, sin comprenderlo, comenzaron a soltar palabras gruesas. Eso al principio, porque siguieron con que si este no es lugar, luego que yo hago lo que quiero, que esto es lo que me pidió la Lola, los otros que si no se callan llamamos a la policía… Lo peor llegó cuando, nunca se supo quién, a alguien se le ocurrió arrojarles a los tristes una flor. Alguno más se animó e hizo lo mismo. Los otros, que apenas llevaban encima del ataúd un ramito, y que no iban a destrozarlo por ese motivo, recogieron chinas del suelo y comenzaron a arrojárselas a los de las flores. Total, que, al final, abandonando los ataúdes, armaron una pelea de la que aún hoy se habla. Avisada por los guardas del cementerio llegó la policía. Entonces, los amigos de Lola, alguno de los cuales no les gustaba que la pasma los encontrara, comenzaron a correr por los caminos saltando por encima de las tumbas y hasta dicen que más de uno llegó a esconderse en algún panteón. Otros, los más tranquilos, como el cuerpo de su amiga continuaba sin haber sido introducido en el nicho, no dejaban de elevar sus hermosas voces al cielo. Al fin, uno de ellos, un hombre mayor, de talante serio y muy educado de maneras, consiguió explicar a los guardias por qué se comportaban así. Cosa que como en el cuartelillo también era bastante conocida la Lola, la policía comprendió. Mediando los guardias entre unos y otros, se llegó al acuerdo de que mientras el cura le rezaba un responso a su amiga, la otra familia cumplimentara el entierro de su deudo y se fuera rapidito.
Todo ocurrió tal y como se había pactado y cuando los guardias después de darles el pésame, se retiraban, Que Dios la tenga en su Gloria. Era tan buena. Y tan lianta. Eso sí, para qué lo vamos a negar. En fin, la recordaremos siempre, los acompañantes al entierro de Lola como setas, fueron saliendo de los rincones. Ya reunidos de nuevo, el triste y alegre cortejo, entonó sus cantos a la vez que introducían a su amiga en su última casita. A Carmelita le dio mucha lástima verlos cómo se retiraban del cementerio con los rostros cubierto de lágrimas.
Y pensando lo cierto era que los entierros eran casi siempre tristes, solitarios, sin glamur alguno, Carmelita se fue del cementerio. Como siempre entró en el bar que estaba al final de la tapia, a la izquierda, a tomar una copita.
Contenta, Carmelita bajaba por encima del desigual camino de adoquines del paseo principal sin que se le metiera ni una sola vez el tacón en las ranuras. Había llegado a la conclusión de que la gente que acudía a los entierros era amable, y también educada. Quizá debido a la tristeza que les producía quedarse solos o bien a la satisfacción que a veces acompañaba a esa soledad. Eso, al menos ella, nunca consiguió aclararlo. Pero lo que nunca supuso fue que aquellas familias a las que acompañó, y que apenas la conocían, estuvieran tan agradecidas como para transportarla a hombros hasta su último hogar. Si pudiera se hubiera removido entre las sedas de su ataúd para darles las gracias personalmente. Pero daba igual, porque, sonriente, revoloteaba por encima de sus cabezas animándolos a vivir.
Al fin, cuando ya sintió que su cuerpo estaba recogido, Carmelita se agarró a las alas de su Ángel que la esperaba. Durante el camino, le pidió que como no tenía amigos ni familia, por favor, la llevara junto a la gitana Lola.
Alicia
Liliana Delucchi
Era una tradición. Cada dos de noviembre íbamos al cementerio. Con un ramo de crisantemos, mi marido y yo visitábamos a quienes ya no recibían visitas. Tumbas arañadas por el tiempo, donde casi no se leía el nombre de quien allí descansaba y que desde hacía mucho no escuchaban los rezos de algún familiar o amigo.
Años atrás habíamos cambiado de país y nuestros antepasados quedaron en un camposanto allende los mares, sin nadie que les llevara flores ese día. Esa orfandad fue la que nos hizo tomar la decisión de rendir homenaje en nuestra nueva patria a aquellos sepulcros abandonados que seguramente escondían sus historias. Nadie desatiende una sepultura porque sí. No nos importaba el motivo, ni quisimos investigarlos, simplemente acompañar durante un rato a quien reposaba en soledad.
Caminábamos en silencio y cada uno elegía al destinatario de sus flores y sus plegarias. Todos los años una tumba diferente, hasta que un día descubrí una que me atrajo como si de ella emanara una fuerza especial.
La mañana era gris y una niebla densa caía sobre los cipreses. En una lápida de mármol que alguna vez fue blanco, leí:
Alicia Guiraldes Fonseca
12 de enero 1919-17 de junio 1925
Pobrecilla, pensé, solo tenía seis años. Dejé mi ramo y me senté en el suelo. Con el dedo índice acaricié las letras de su nombre y fue entonces cuando me pareció escuchar una voz infantil que me pedía que le contara un cuento. Un frío helador me recorrió la espalda mientras me ponía de pie con la promesa de volver.
El lunes siguiente fui a una librería. A través del cristal del escaparate, la luz de la mañana iluminaba un estante donde pude ver varias ediciones de Alicia en el País de las Maravillas. Tu nombre, pequeña, es probable que lo conocieras, ya que Lewis Carroll lo publicó en noviembre de 1865. Compré un ejemplar y volví al cementerio.
Sentada sobre la tumba, con voz baja, casi entre susurros, empecé a leer. Mi marido arqueó las cejas cuando, de regreso a casa, le dije que mientras me perdía en las aventuras de aquella niña del relato, vi un conejo blanco con chaleco pasar corriendo hasta desaparecer dentro del agujero de un árbol.
Todas las semanas acudía a mi cita con Alicia; unos libros sucedieron a otros y hasta llegué a inventar historias, también a contarle lo que ocurría en el mundo y en mi vida.
Mi marido, mis hijos y más tarde mis nietos me acompañaron en alguna ocasión, siempre manteniendo la distancia, algo que agradecí por ese respeto que tenían a mi relación con aquella chiquilla fallecida tantos años atrás.
Mi familia acaba de irse. También la enfermera. Estoy a solas con las flores que me han traído y los monitores que tengo a derecha e izquierda. Cierro los ojos y veo el discurrir de mi vida en imágenes. ¡Queridos todos! Al abrirlos descubro a una nena sentada a mi lado. Lleva un vestido blanco con lazos rosas, los mismos que le adornan sus bucles rubios. Levanta un pie para mostrar sus botines y preguntarme si me gustan. Sonrío, entonces ella abre el libro que lleva sobre la falda y con su dulce voz empieza a leer:
«Alicia empezaba a cansarse de estar allí sentada con su hermana a orillas del río sin tener nada que hacer. De vez en cuando se asomaba al libro que estaba leyendo su hermana, pero era un libro sin ilustraciones ni diálogos…»
Un buen acicate
Marieta Alonso
En misa el sacerdote se había pasado toda la homilía hablando de la muerte. ¡Dichoso tema! La ponía nerviosa. Ni siquiera le gustaba ir al cementerio. El olor a hierba recién cortada y a jazmín le devolvía la voz de su madre quejándose por estar allí. A ella tampoco le gustaba esa soledad. Suponía que Dios la amaba, pero de momento cada noche le rogaba que pospusiera lo de estar en Su presencia. La vida era hermosa.
Unos días antes había comenzado a tejer un chaleco con el punto de arroz. Y esa tarde después de fregar los platos y pensar qué pondría de cena, volvió a su tejido y de paso se sentó a ver la novela de todos los días. Le gustaba comentarla con sus vecinas. Se ufanaba de poder hacer tres cosas a la vez: Oír, ver la televisión y tejer con sus manos. No necesitaba seguir con la vista las agujas. Palabra a palabra se iba adentrando en la trama de aquel matrimonio de ficción tan parecido al suyo. No se querían.
Mientras ella se dejaba ir hacia las imágenes, su marido se entretenía leyendo el periódico y de vez en cuando la miraba preguntándose para quién sería aquel chaleco. ¿Para el chico o la chica? Desde que fue madre, para ella sus dos hijos eran lo único importante, él se quedó como un cero a la izquierda. En una ocasión le dijo que algún día se marcharían y solo le quedaría él. Su respuesta fue: No digas bobadas. A veces le venían pensamientos que era mejor desechar.
En la telenovela, la protagonista tenía un amante y el último en enterarse fue el marido, que ahora aparecía en la pantalla con un afilado cuchillo que pondría punto final a aquella sórdida historia.
Empezaba a anochecer. El hombre dobló el periódico por la mitad. ¡Qué hartura de mujer! Si pudiera rehacer su vida… Las luces del crepúsculo enrojecían las paredes del salón. Lo recorrió con la mirada y yendo hacia la ventana tropezó con el maldito perro, una leve brisa movía los fantasmales visillos, escuchaba el sonido de las agujas por encima del murmullo del receptor. Sobre la mesa unas relucientes tijeras. Su esposa estaba inclinada hacia delante pendiente de lo que ocurría en aquel culebrón. Su nuca desnuda resplandecía…
Cristina como cuentista eres única, me has hecho sonreír.
Mil gracias
Elena
Siempre a ti Elena.
Un abrazo
Cristina