
Veleros
Un velero es una embarcación en la cual la acción del viento sobre su aparejo constituye su forma principal de propulsión.
Los egipcios fueron los primeros constructores de barcos de vela de los que se tiene noticia. Hace al menos cinco mil años que los fabricaban para navegar por el Nilo y más tarde por el Mediterráneo.
Las embarcaciones de vela fueron los primeros medios de transporte a través de largas distancias de agua (ríos, lagos, mares). Actualmente tienen un uso de carácter recreativo, deportivo o educativo. Sin embargo, en algunas zonas del Océano Índico siguen utilizándose con un sentido comercial.
Las embarcaciones de vela también tuvieron un uso militar, especialmente en naciones con un fuerte desarrollo colonial transoceánico (Inglaterra, España, Holanda, Francia), hasta el siglo XIX.
Hay muchos tipos pero todas tienen ciertas cosas básicas en común. Todas las embarcaciones de vela tienen un casco protegido por la quilla, aparejo, al menos un mástil para soportar las velas y una orza para no derivar y compensar la fuerza lateral del viento.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Adelante campeón
Cristina Vázquez
Adelante, campeón, adelante. En el intranquilo sueño del vuelo estas palabras se me repiten casi como una pesadilla. Me veo en la proa del velero con el viento en la cara cumpliendo alguna misión que me habías encomendado con seriedad de capitán, y que yo obedecía con la misma seriedad de grumete. Adelante, campeón, adelante. Cuánto tiempo, tantos años que ya los dedos no sirven para contarlos.
Al bajar del avión un sofocante y húmedo calor me embarga recordándome esos veranos cálidos, llenos de arena, amores y proyectos, acompañados siempre del deseo inmediato de subirnos al barco.
––Esto es plan de hombres, campeón.
Te recuerdo en la plenitud de tu fuerza, moreno, con el pelo frondoso aclarado por el sol, las manos de ciudad con tiritas hasta que se endurecían con los trasiegos, y la felicidad de los dos manejando el Avalon igual que si fuéramos a una aventura de resonancias artúricas, aunque en realidad solo navegáramos unas cuantas millas hasta alejarnos de las hermanas y la madre que dejábamos en la apacible playa.
Y el invierno de mis doce años una madre descompuesta entre la sorpresa y el dolor, nos comunicó a los tres hijos que nuestro padre había decidido marcharse.
––¿Cuánto tiempo? ––preguntamos al unísono.
––No lo sé. A lo mejor no vuelve, o sí, quién sabe.
Y unas profundas ojeras, unos cercos de oscura desesperanza se le grabaron para siempre en su pálida y doliente cara. Ahora tú eres el hombre de la casa, me dijo mi madre al poco tiempo con una titubeante esperanza en la voz. Yo la abracé con el convencimiento de que a quien quería abrazar con todo mi corazón era a ti, al ausente. ¿Por qué? Qué habíamos hecho para dejarnos en esa inaudita soledad, sin una palabra, sin un gesto previo que me permitiera adivinar tu marcha.
Ya han pasado treinta años y vivo al otro lado del mundo cerca del mar, pero sin volver a subirme a un velero. Cuando lo intenté la intensidad de mi pena revivió con tanta fuerza que decidí no arriesgarme otra vez, convencido de que los barcos de motor son una magnifica solución para navegar.
Me acerco al pueblo donde me han dicho que te van a enterrar. Mis hermanas han insistido en que viniera y por verlas, creo que solo por eso he vuelto, aunque la emoción que empieza a apoderarse de mí me molesta igual que un animal tenaz e invisible. El paisaje lento empieza a surgir, los olivos, la tierra rojiza, los algarrobos. Me miro las manos fuertes aunque ya con algunas manchas y me parece estar viendo las tuyas al tirar de las escotas, enganchar la escalerilla o revolviéndome el pelo después del baño. Somos un buen equipo, hijo. Y me mirabas con una risueña complicidad; yo pensaba que era una suerte de pacto indestructible entre compañeros, como “Los Caballeros de la Mesa Redonda” que te gustaba leerme. ¿Por qué?
Al llegar al pueblo me cuesta encontrar la dirección. Es una casa modesta cerca del puerto, blanca, con tejas, unos cercos de color añil en las ventanas y un jardincillo mimado con esmero de profesional. Me extraña no ver a nadie y entro en el pequeño hall con suelo de barro y suena una suave música de Bach, que reconozco de inmediato, “Los Conciertos de Brandenburgo”, tu preferida. Oigo unos pasos que se acercan y aparece un hombre mayor, alto, enjuto y distinguido que se dirige a mí con familiaridad.
––Soy Peter Aldwin, amigo de tu padre ––y me estrecha la mano con las dos suyas.
Nos miramos por un instante. Yo con sorpresa y él con un reconocimiento afligido.
––Tu padre siempre hablaba de ti ––me indica un lugar donde sentarme––. Siempre siguió tu vida, aunque fuera a la distancia.
El saloncito es proporcionado y de un gusto exquisito. Peter me ofrece algo de beber que rechazo tratando de recomponer la situación y pregunto por mis hermanas. El hombre sube las cejas y con un suspiro afirma que me esperaban en el hotel, no habían querido quedarse. Junta las manos entre las rodillas con una silenciosa palmada, lo comprendía, pero mi padre nunca quiso que lo supiéramos, así que llevaba treinta años viviendo en el anonimato respecto a nosotros.
No puedo responder. Una mezcla de tranquilidad y desesperación me inunda. Era esto. El motivo de su ausencia era este hombre amable, elegante y dolido que me mira desde el fondo de una butaca con resignación y aplomo.
––Si te quieres ir lo comprendo ––le oigo decir.
––No, quiero verlo.
Se levanta con lentitud y me precede por el pasillo hasta el cuarto donde mi padre reposa aún sobre la cama. Me cuesta mirarlo y reconocer en ese hombre demacrado con el cráneo pelado al ser fuerte, amable, de pelo frondoso. Mi padre. Adelante, campeón, adelante. Y oigo la voz de Peter doliente, había sufrido mucho, pero lo llevó como un campeón. Y en ese momento los treinta años de ausencia se derriten en una amarga desesperación. Volvemos a la sala y veo que hay fotos de nosotros desde pequeños hasta épocas recientes. Nunca había dejado de seguiros aunque fuera desde lejos y se pasa la mano por el abundante pelo blanco, pero…
––Tu madre le prohibió veros ––dijo con amargura––. No quería que supierais de esta repugnante situación, palabras textuales ––apostilla con rencor.
Le pregunto si el Avalon seguía existiendo, y el otro con una sonrisa cansina me confiesa que por supuesto, hasta el final iba a subirse a él, aunque ya no pudiera navegar.
––Me contaba vuestras aventuras.
En ese momento tomo una decisión que intuyo Peter puede entender y le propongo llevarle al anochecer al Avalon, salir de puerto e incendiar el barco.
––Como el rey Arturo ––afirma Peter.
––Como el rey Arturo ––le replico.
A la mañana siguiente los periódicos locales comentaron el extraño incendio de un barco en altamar.
Los difuntos de la familia de Carmiña
Malena Teigeiro
Custodiadas por las gaviotas, salían a la mar casi todas las barcas al mismo tiempo. Eran rojas, verdes, azules. La de Pancho, azul como el agua al atardecer, siempre llevaba los cristales de la cabina abiertos. Le gustaba navegar con el aire dándole en la cara, haciéndole volar el cabello. El barco era casi nuevo. Lo habían comprado con lo que les dio el seguro por el naufragio del de su padre. Navegaban él y su único hermano, Juanciño, un muchacho enclenque al que le resultaba muy dificultoso arrastrar las redes.
––Este, solo vale para estudiar –––le decía su madre dándole con los nudillos en la cabeza.
Cada vez que los veía salir a la mar, la mujer, con las manos en los bolsillos de su delantal de rayas grises y negras, movía la cabeza. Mientras amarraba la barca al muelle, Pancho rumiaba las palabras de su madre. Era verdad. Y no es que Juanciño no le pusiera interés, que sí le echaba, pero esas manitas, esos hombros… Y aquella noche, ya en la cama, justo antes de dormirse, decidió que tenía que hablar con don Tomás.
El maestro, un hombre serio, amable, de chaqueta raída y pantalones de pana, era respetado por todos en el pueblo, y hasta le regalaban aquella parte de la pesca, de las patatas, o de las verduras que no conseguían vender. Si no, con aquellas tres chicas estudiando en Santiago, don Tomás pasaría más hambre que Dionisio, el pobre faltoso que pedía limosna.
––Buenas, don Tomás. ¿Tendría un momento para que le invite a tomar un vino? ––con la gorra todavía en la mano le inquirió Pancho a la salida de misa.
Y juntos fueron hasta la taberna de Roque en donde estuvieron charlando hasta la hora de comer. Después de aquella conversación, Pancho y su madre enviaron al chico al seminario de Santiago. Allí podría estudiar, y luego, si no quería ser cura, con los estudios adquiridos, ya se las podría valer bien. Y así fue. Cuando terminó el bachillerado, al mismo tiempo que trabajaba de auxiliar en un banco, Juanciño comenzó sus estudios de derecho. Pasados unos años, se licenció, y con un préstamo se estableció por su cuenta en una calle de las afueras de Santiago.
Y desde que abrió su despacho todos los domingos al salir de misa, Pancho y don Tomás se miraban satisfechos, luego bajaban juntos a la tabarna. Hasta que un tiempo después mientras bebían su taza de vino escuchó don Tomás:
––¿Sabe que ya cambió su despacho a la Rua Nova? –––satisfecho Pancho sefrotaba las calludas manos.
––¡Bien lista que era tu madre! El enclenque muchachito se nos está haciendo rico como picapleitos ––levantó la taza el maestro.
Y Juanciño, que ya era don Juan siguió visitando la aldea. Primero lo hizo solo, después del brazo de una señorita, hija de un médico importante, que sin esperar demasiado se convirtió en su esposa. Y así, domingo tras domingo, mientras tuvo vida su madre, siguieron viéndose los dos hermanos. Sin embargo, desde que había fallecido, apenas había vuelto a la aldea.
––Otro ahogado ––escuchó Juanciño a través del teléfono la voz don Tomás.
Los barcos habían salido con buena mar, le dijo, pero, ya se sabía lo caprichosa que era. Y aquella noche cambió de pronto. Decían los que habían podido regresar que las olas tenían más de diez metros, y que las barcas caían desde lo alto como si fueran pelotas arrojadas en el frontón. A Pancho lo habían encontrado dos días después. Regresó con prisa y ahora estaba delante del ataúd de su hermano. Se le veía nervioso, triste. Y los que por allí pasaron dijeron que lo vieron llorar.
De vuelta del cementerio, se abrazó a Carmiña, su cuñada. Le aseguró que ella y su hijo nunca pasarían apuros. Los ojos verdes de la mujer, duros como piedras, lo contemplaron.
––Yo no sé de cuentas ni de leyes para discutir con el seguro. Solo te pido que nos representes a mi hijo y a mí, y que nos consigas lo más que puedas. Y con ese dinero le pagas los estudios a este.
Colocó Carmiña la mano encima del hombro del chico, quien, trémulo, con los dedos dentro de los bolsillos, se clavaba las uñas en las palmas. Y continuó diciendo que si no le llegaba, pues que entonces tenía ocasión de hacer valer eso que pensaba que le debía a su hermano.
––Pero te lo llevas ahora.
También le dijo que Pancho siempre hablaba de que el chico salía a él, y que aunque era fuerte, tenía la misma cabeza.
Cuando vio que subían al automóvil, miró al hijo. El mismo pelo color del color de las mazorcas de su padre, los mismos ojos verdes muy abiertos, brillantes. Se acercó a la ventanilla.
––Escucha, dirígelo bien. Y trátalo mejor que si fuera tuyo.
Don Juan tembló al ver que su cuñada apoyaba la figa de azabache en la ventanilla. A ella le pareció que la vidriosa mirada de su hijo le sonreía.
––Déjalo, Carmiña. Esto no hacía falta ––y le separó la mano.
Cuando el automóvil pasó la curva, y ya desde la aldea no se los podía ver, Carmiña bajó al puerto. A ninguno más de los nuestros se lo volverá a tragar la mar, grito al viento. Se limpió las lágrimas y contempló el horizonte. Y lo vio navegar. Y mientras hacía sonar la sirena su barca iba custodiada por cientos de gaviotas. Lo vio alejarse y fundirse con el cielo, como siempre, con el cabello revuelto por el viento.
La princesa y el santo
Liliana Delucchi
Desde que se trasladó a esa ciudad costera iba casi a diario al puerto. Los barcos tenían para ella la magia de las lecturas de su niñez: navíos atravesando tormentas, marineros subyugados por los cantos de las sirenas y la visión promisoria de la costa más allá de los mástiles. Sin embargo, nunca se atrevió a navegar.
––Son cárceles en las que, además, te puedes ahogar.
Eso había dicho el tío Florencio, un anciano que en su vida solo había pisado la tierra, cuando Natalia le contestó que surcar mares era la mayor idea de libertad que se le pudiera ocurrir. A él también le gustaban los barcos, le dijo, y nada le hacía más ilusión que formar parte de ese grupo de gente dispuesta a atravesar el Atlántico.
Aquel otoño de 1927, le explicó a su sobrina, él apenas contaba cinco años cuando la familia decidió emprender una nueva vida en un buque que tenía el nombre de la hija del Rey Víctor Manuel III y de la Reina Elena, el Principessa Mafalda. Cada mañana, desde que se habían instalado en Génova, el niño iba al puerto a ver esa gran mole que lo trasladaría a Buenos Aires en solo catorce días, junto con sus padres y hermana mayor.
Todo estaba preparado, billetes, equipaje y las ilusiones, cuando a falta de tres jornadas para iniciar la travesía, Rosa, su hermana, enfermó y Florencio vio partir la nave enarbolando un pañuelo a modo de despedida. Envidiaba a aquellos que desde la cubierta alzaban los brazos saludando a quienes quedaban en tierra. La familia decidió esperar a que la niña mejorara para tomar el próximo barco.
Fue su padre quien, mientras desayunaba la mañana del 26 de octubre, leyó en el periódico la terrible noticia: El Principessa Mafalda se había hundido frente a las costas de Brasil. Su madre se negó a esperar a otro trasatlántico: «Dios nos ha salvado esta vez, no lo pongamos a prueba de nuevo». Y volvieron todos a casa. Allí pasó Florencio su juventud y cuando llegó la hora de los estudios superiores se trasladó a la gran ciudad. El puerto seguía manteniendo su magnetismo y el joven iba cada tanto a las tabernas que rodeaban las dársenas, pero si bien algunos de sus amigos emprendieron viajes, las palabras de su madre habían quedado en su memoria.
––Pero esa es mi historia, jovencita, quizás la vida tenga otros designios para ti ––dijo a Natalia una tarde en que estaban sentados frente a un bosque de mástiles.
Poco antes de morir de extrema vejez, el anciano pidió ver a la joven y le entregó una medalla con la imagen de San Telmo.
––Es el protector de los navegantes ––susurró con la poca voz que le quedaba- Mi madre me la prendió de la chaqueta cuando íbamos a viajar y aunque nunca subimos a ese barco, jamás me he separado de ella.
Cuando años más tarde Natalia ojeaba un folleto de viajes, vio el anuncio de una naviera que botaba un nuevo trasatlántico, su nombre era San Telmo. En ese momento supo que iba a emprender la travesía a la que tanto había temido.
Una isla para la esperanza
Marieta Alonso
El rápido velero con las negras lonas al viento vino a carenar a la hermosa bahía. No había nadie en las inmediaciones. Silencio y soledad. Bajaron unos diez hombres atentos al rumor de pisadas, al roce de las hojas, por fin se convencieron de que estaban solos y eso, de momento, era bueno.
Se hicieron las señales convenidas y cada uno se dispuso a efectuar su trabajo. La quilla necesitaba de algunos arreglos. Había que taponar las juntas con algodón o estopa impregnados en alquitrán y como último recurso cambiar una de las grandes vigas de madera. El pinar cercano ofrecía tranquilidad al respecto. Había que conservar en perfecto estado las velas y aparejos, que unidos a un diestro manejo incrementaba la velocidad. Otros tendrían que dedicarse a la caza y a la recogida de frutos.
El capitán observaba desde el puente de mando. Uno de ellos fuerte, robusto, de andar recto como una columna, escudriñaba los alrededores centrándose en el bosque. Con paso lento y seguro se fue alejando. Era Patrick, su mejor rastreador. Al día siguiente saldrían a la caza de hombres que con engaños o a la fuerza se convertirían en esclavos. Comenzó a llover. Con la caída del sol hubo vítores, cada grupo había hecho lo que tenía que hacer. El velero estaba listo para zarpar.
El explorador regresó con buenas noticias, y a la amanecida fue coser y cantar hacerse con una docena de hombres sanos y fuertes. Salieron de allí antes de que se diera la voz de alarma. No estuvo mal la redada.
Solo cuando la noche les cubrió se dieron cuenta de que Patrick, el adusto y eficaz irlandés, no estaba en el barco. ¿Se habría caído al mar?, preguntaban sus compañeros escudriñando las aguas. Era un magnífico nadador, imposible. Mientras, el capitán se mesaba la barba, casi seguro de que aquel hombre al que tanto ayudó y admiraba se la había jugado. Traidor. Eso era, un traidor.
––Volveré y te mataré ––juró para sí mismo.
Patrick salió de su escondite cuando oyó alejarse el barco. Debía largarse de inmediato de aquella zona de dolor. Y su mirada se dirigió hacia las numerosas cuevas de aquella lejana montaña que allá en lo alto parecían llamarle. Era el comienzo de una nueva vida
Muy bonitos todos los cuentos
Muchas gracias. Por leernos.
Muchas gracias querida Martha por leernos siempre. Besos
Me encantan vuestros relatos. Además los barcos son uno de mis temas favoritos. Enhorabuena.
Muchísimas gracias. Un abrazo.
Muchas gracias una vez más por los relatos.
Muchísimas gracias a ti por leernos. Besos
Querida Marieta: Me encanto tu cuento, muy bien desarrollado. Felicidades, Nilda
Muchísimas gracias Nilda. Besos
Me encantaron. Marieta, el tuyo muy bien desarrollado. Felicidades y abrazos
Pues me han gustado, muy especialmente el de Marieta que es muy humano. 19 de julio, 10.30 horas.
Isabel Martínez
Mil gracias querida Isabel, por leernos siempre. Abrazos.
Gracias Cristina,
Campeona de los relatos tiernos.
Besos.
Muchas gracias Elena por leernos siempre.