
Las velas
Han pasado muchos años desde que se encendió la primera llama sobre una vela. Su uso se remonta a tiempos antiguos donde no solo era útil para alumbrar los espacios, sino que tenía un significado simbólico. A pesar del tiempo y de las múltiples tecnologías, ha perdurado.
Cuenta la historia que fueron inventadas entre los siglos XIII y XIV a.C. por los egipcios, quienes las hacían con ramas embarradas con sebo de bueyes o corderos. Pero las velas tal y como las conocemos ahora comenzaron a fabricarse en la Edad Media, con sebo y cera de abeja.
Estas candelas han despertado la imaginación de nuestras escritoras, dando lugar a relatos en los que una mujer honra a su marido muerto; abuela y nieta se unen para celebrar su mutuo amor; una joven tiene un regreso desafortunado o la organización de una fiesta da un giro imprevisto. Esperamos que los disfrutéis.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Inoportuna llamada
Cristina Vázquez
El vuelo fue largo y turbulento. Es imposible atravesar Los Andes, América de lado a lado y el Atlántico sin que Eolo y todas las furias que deben acompañarle, te permitan reposar durante las largas horas del viaje. Isabel reflexionó sobre su curso para perder el miedo al avión. No creía que hubiera sido capaz de venir sola desde Santiago de Chile a Madrid sino lo hubiera hecho, aunque tuviera la ayuda proporcionada por los tranquilizantes y los gin tonics que se atizó. Pero cualquier ayuda es poca cuando una se enfrenta sola al pánico. Incluso, consiguió aplicar las pautas aprendidas consistentes en que cuando el avión entraba en turbulencias, era como conducir un coche por un firme mal empedrado. Y la otra era que no estaba suspendida en el vacío, no, estaba sostenida en un soporte fluido.
El momento en que el comandante anunció la aproximación a Madrid, en un cielo encelado de borrones negros y brochazos naranjas, pese a los meneos del descenso, algo en ella se expandió como un globo aerostático ante la esperanza de tocar tierra. Este sentimiento la impulsó a tener fe y confiar en que la llegada a casa de sus tíos fuera el comienzo de su nueva vida. Su frase preferida de los últimos tiempos era “he puesto el contador a cero.” Y mientras trataba de bajar el equipaje de mano, la realidad de ese cero le hizo sentir un repeluco por la espalda.
Venía sin un duro, un poco triste porque su amante chileno, Ernesto, había tenido una malhadada caída del caballo y decidió volver con la legítima que era enfermera para que le cuidara. Además, el curso para el que fue contratada por la Universidad Católica de Santiago para dar micología comparada entre los hemisferios norte y sur, resultó peor pagado de lo convenido y una inundación en su piso terminó de arruinarla.
Estaba convencida de haber comunicado a los tíos su llegada, pero de repente, dudó si había concretado la fecha. Mientras recogía el equipaje les llamó por teléfono sin obtener respuesta. No pasaba nada, estarían desconectados o a lo mejor en la casa del Escorial con mala cobertura. Era temprano y quizás estuvieran dormidos. Esperó un rato tomándose un desayuno de café doble que la entonara y decidió ir a casa de ellos.
Ya en el portal volvió a llamar por teléfono sin obtener respuesta. Pulsó el cuarto C, el piso de sus tíos, y sin que preguntaran quién era le abrieron, lo que le pareció extraño e imprudente. La mañana ya estaba mediada y empezaba a hacer un calor para el que su ropa invernal resultaba insufrible. Menos mal que el equipaje era escaso, pensaba arrastrando su saco dentro del ascensor. Se sorprendió al ver que la puerta estaba entornada y la empujó con timidez. Nadie la recibió. Susurró el nombre de su tía Encarna con cierto apuro, cuando vio que se dirigía hacia ella una mujer entrada en años y carnes que la besaba llorosa en ambas mejillas, le daba las gracias por venir de tan lejos, afirmó señalando el bolso de viaje y la instó a que pasara al salón.
Se quitó la cazadora de cuero y se quedó con los vaqueros y la sudadera azul eléctrico con unas siglas pintadas. No reconoció la decoración, todo le resultaba ajeno y diferente. Al entrar en el salón un coro de miradas oscuras se volvieron hacia ella.
—Hola —atinó a decir— vengo a ver a mi tío Paco.
—Pues ahí lo tienes —contestó una decidida mujer señalando con el pulgar hacia el comedor.
Se desplazó sorprendida a la habitación señalada donde lo primero que vio a través del pasillo fue un resplandor de velas impropio del lugar y la hora. Con paso silencioso y precavido asomó la cara por el dintel y lo que se encontró fue un catafalco en el lugar de la mesa de comer, rodeado de cirios y velas. Espantada, dio un paso atrás. Una de las mujeres enlutadas que llevaban y traían bebidas y algo para sostener la pena, la empujó con firmeza para que volviera a entrar y rezara un poco por el pobre Paco.
—¿Paco? —repitió Isabel aturdida—. No me había enterado de su muerte.
Se apoyó en la pared y con los ojos empañados preguntó dónde estaba su tía Encarna.
—¿Encarna? —le respondió la mujer que sostenía con destreza una bandejita—. No sé quién es. Paco era soltero.
Se fue de la casa a toda prisa y al llegar al portal preguntó al portero por sus tíos. Hacía mucho que se habían traslado al cuarto D, afirmó sabihondo, más amplio, mejores vistas, pero estaban de crucero.
—La verdad —cabeceó pensativo—, que doña Encarna y don Francisco últimamente no paran.
El día de Todos los Santos
Malena Teigeiro
Lo primero, poned más velas, razonó mi abuela sin tener en cuenta que en el altarcillo ya no cabía una más. Ella creía que haciendo aquello llamaba poderosamente la atención de los del Mas Allá. Sin embargo, mi tía abuela, su hermana, siempre crítica o quizá un poco envidiosilla del marido de la otra, entre suspiros y miradas a techo, decía que su cuñado había sido el hombre más bueno y cabal que había conocido. Luego, con un brillo especial en la mirada, añadía: fijaos si sería bueno, que hasta tuvo la delicadeza de irse antes de ponerle los cuernos a mi hermana. Luego, acababa rezongando que como se pusiera una vela más, iba a haber un incendio y no precisamente en el infierno.
Todo aquello venía porque era día de Todos los Santos, es decir, el Día de Difuntos. Y en esa fecha mi abuela, como todos los años, además de ir al cementerio a dejar un gran ramo de flores y de llorar una hora delante del hermoso y tétrico panteón familiar, encima de la mesa del comedor montaba un altar con la esperanza de que su difunto esposo viniera a visitarla. En él, alrededor de un gran retrato de su marido, el abuelo Paco, colocaba flores, una caja de cervezas y cuencos con taquitos de queso y jamón, su aperitivo favorito. Ponía también las fotos de todos nosotros. Ella decía que, como cuando se fue, y se persignaba con un pequeño rezo, sus hijos apenas eran unos niños, y claro, tampoco había nacido ningún nieto, no fuera a ser que al ver una familia tan grande, pensara que esta —aquí siempre daba pataditas en el suelo con la punta del zapato— no era su casa y pasara de largo.
Cuando ellos contrajeron matrimonio, según decían, Paco tenía una gran fortuna, y mi abuela, de familia pobre, pero de gran belleza, también tuvo la fortuna de que la viera y se enamorara de ella. Según contaban todos, aunque duró poco fue un matrimonio muy feliz. Ella no tenía ningún reparo ni pereza a la hora de obsequiarlo con cualquier capricho que él pudiera tener, por ejemplo, cuidando con esmero sus comidas, pues al decir de todos, Paco era hombre comilón. Le gustaba sentarse a la mesa y disfrutar con una buena carne y un buen vino rodeado de sus amigos. Y sin duda fue eso lo que lo llevó a la tumba. Sí. Le dio un infarto mientras degustaba un cordero asado, rodeado de cebollas, patatas y pimientos fritos. Según él, lo indigesto de aquellas comidas era la grasa que, decía, él aniquilaba con unas hojas de verdísima lechuga.
Al parecer, en eso de la lechuga no llevaba razón, porque su fallecimiento sucedió justo después de haberle dado a su fiel Raimunda cuatro hijos. Y digo justo, porque mientras mi abuela daba a luz, Paco y sus amigos, se hallaban en la taberna celebrando el nacimiento de mi tío Pepito con un asado de chancho.
A partir de entonces, la abuela Raimunda colocaba aquel altar todos los años, varios días antes del Día de Difuntos. Cada vez era más grande, con más comida y más velas. Y en tanto el altarcito estaba en la casa, ella a diario cambiaba los alimentos, a diario rellenaba los vasos de vino, y al llegar el dos de noviembre, desde bien temprano se sentaba delante del altar. Llorosa, hipaba y rezongaba: Paco, por favor, aunque solo sea una vez, vuelve y dame el abrazo que tu muerte impidió. Ese abrazo de felicitación por nuestro hijo que a mí tanto me gustaba. Ese que a la vez que me apretabas contra tu pecho, me besabas y me mordías la oreja susurrándome palabras de amor. Y de paso, sóplame al oído donde guardaste aquellos doblones de oro que me regalaste cuando nos casamos y que decías eran por si en algún momento tenía yo una necesidad. Y no es que la tenga, que me arreglo bien, pero, por si acaso, ¿no crees que debería conocer el escondite?
La fiesta
Liliana Delucchi
—¿Dónde está el muerto?
Si esperaba que mi vecina agradeciera las molestias que me había tomado para decorar el jardín con velas y flores, estaba equivocada. A veces cometo el error de creer que la gente es más amable de lo que su naturaleza le permite. Sin embargo, he de confesar que la fiesta que habíamos urdido (sí, la palabra es urdido) no era más que un complot para quitarnos de encima a Victoria.
Había llegado a la urbanización con su primer marido del que estaba a punto de separarse, mejor dicho, él la iba a abandonar por otra. Cosa que cuando la conocimos y vimos el trato que le daba a ese pobre hombre, no nos sorprendió: hambriento de afecto había agotado sus reservas de cortesía y recurrido a brazos más cálidos. La ausencia de un varón en su vida hizo que ella se acercara a nosotras.
La vida en esta pequeña comunidad de vecinos era apacible, sin demasiados contratiempos ni dramas apocalípticos. Organizábamos reuniones en invierno y fiestas de jardín en verano, en las que el tono general era la cordialidad, esa sana diversión de gente educada que solo quiere pasar un buen rato. Hasta que apareció ella.
Llegaba contoneándose y alzando la voz para contrarrestar su baja estatura en un alarde de llamar la atención. Las demás le sonreíamos, obviando sus comentarios a veces agresivos, como lo de preguntar dónde estaba el muerto. Esa gracia se debió a las velas que habíamos colgado de los árboles.
Tuvimos unos pocos años de tranquilidad cuando consiguió su segundo marido, durante los cuales, como tortolitos, se refugiaron en su casa y no asistían a los eventos. Hasta que el susodicho conoció a otra y, al igual que el primero, partió sin ella.
Desde entonces, aparecía por sorpresa en cualquiera de nuestras casas, se auto-invitaba a comer, cenar o lo que se terciara, hasta intentó incluirse en nuestro club de lectura, aunque allí se encontró con la excusa del numerus clausus.
—Tenemos que encontrarle un novio. Alguno de vuestros maridos tendrá un amigo, conocido, compañero de trabajo. Lo que sea —dijo Carlota.
—Es verdad —contesté—. En cuanto huela testosterona, se encerrará y nos dejará en paz.
Ese fue el origen de la fiesta con velas. Aquella a la que le faltaba el muerto. O quizás, no. El finado sería ese pobre hombre al que ella eligiera, porque moriría, sí, pero de aburrimiento, antes de huir como de la peste.
La víctima se llamaba Fermín. Antiguo compañero de colegio de mi marido de visita en nuestro país para ver a su familia. Desde hacía años su trabajo de arqueólogo lo trasladaba de una excavación a otra en diferentes lugares del mundo.
—¡Genial! —casi gritó Carlota—. Se la llevará lejos.
Pero las cosas no salieron según lo previsto. Fermín, demasiado sensible como para soportar la vulgaridad de Victoria, prefirió el refinamiento de Agustina. Profesora de historia, tímida y de modales contenidos, era de esas personas que escuchan, aprenden y cuyos silencios, más que hacer pensar a su interlocutor que está aburrida, lo convence de una inteligencia madura y receptiva.
No se separaron en toda la noche. Desde lejos, nosotras, las urdidoras del complot, esperábamos que en cualquier momento se dispararan fuegos artificiales. No fue así, ambos eran demasiado discretos, pero cualquier buen observador se daba cuenta de la magia que los envolvía.
Y la come-hombres, indignada por no ser la elegida, ella, una hembra alfa abatida por una insulsa con poco pecho, se marchó con sus pasos cortos y la melena al viento.
No sabemos cuánto durará su ausencia, pero algo es algo.
En realidad, visto a la distancia, la fiesta fue un éxito, aunque no hubiera un muerto. Habíamos emparejado a dos seres encantadores y alejado, al menos por un tiempo, a otro tóxico.
Deben ser los genes
Marieta Alonso
Mi nieta es mi vivo retrato. Cuando mi hija, los jueves por la tarde, me llama y me pregunta: ¿Qué piensas hacer el fin de semana?, me entra un cosquilleo por todo el cuerpo, es un síntoma inequívoco de que se quiere ir a la montaña y me trae a la niña.
Manuela va a cumplir seis años. Este año comienza primero de primaria y está muy ilusionada. Al llegar va corriendo a mi dormitorio y todos los collares, pulseras, sortijas… que encuentra en mi tocador se los coloca. Le gustan las gangarrias, como a mí. Y sale como burro en feria tintineando por toda la casa. Se sienta en la mecedora del cuarto de estar y me pregunta qué estoy tejiendo. Una bufanda, le respondo.
−¿Para mí?
−Sí, si la quieres.
−¡Mola!
Esta noche iremos a un restaurante de lujo a cenar: el comedor de mi casa. Entre las dos sacamos del arcón la mantelería de Lagartera, la vajilla de Sargadelos, la cubertería de plata y el candelabro regalo de bodas. Presidimos la mesa, una enfrente de la otra, encendemos las velas, es mucho más misterioso que con la luz eléctrica y entre sombras charlamos sobre los grandes acontecimientos acaecidos durante la semana. Que si su amiga Leonor no le prestó su estuche de manicura, que si Nicolás ya no es su novio, que si Jorge tiró de su trenza y la hizo caer…
Y así nos vamos tomando el puré blanco de calabacín, saboreamos las croquetas hechas con lo que sobró del cocido y el postre de flan de huevo y leche condensada.
Apagamos las velas para volver a la realidad. Ya no somos las dueñas de la casa, somos las asistentas que recogen la mesa y friegan los cacharros. Y cuando la cocina está ordenada, nos sentamos en el columpio del portal y nos mecemos como si estuviésemos en un avión a punto de despegar. Nos vamos a París y allí conocemos a un señor de unos cincuenta años que me invitará a navegar por el Sena y a su nieto, un joven encantador que llevará a Manuela al ballet y por vez primera sabrá que además de El Lago de los Cisnes hay muchos otros, como...
−¡Buenas noches!
Así rompió el vecino de enfrente el hermoso sueño en que estábamos inmersas. Hora de irse a dormir.
Ya bien arropadita la niña me toma las manos y susurra:
—¡Abrázame, abu, apriétame fuerte! ¡Estoy tan a gustito contigo!
Cristina,tu cuento muy bueno de reír y llorar!!
Preciosos los cuatro relatos,la luz de las velas
siempre dan algo de tristeza y nostalgia.
Gracias a las Cuatro
Elena
Muchísimas gracias Elena por leer todos nuestros cuentos. Un abrazo
Así es Elena y más en este otoñal mes de noviembre.
Gracias siempre a ti por ser tan fiel lectora.
Besos
Cristina