
El tramposo del as de tréboles - George Latour
George de la Tour. Nace el 13 de marzo de 1593 en Vic sur Seille, Lorena, y muere el 30 de enero de 1652.
Poco se sabe de su primera formación en Lorena, aunque posterior documentación lo muestra desabrido en lo personal y reconocido en lo profesional. Trabajó para el Duque de Lorena y fue nombrado pintor de Luis XIII. Fue un pintor olvidado y redescubierto a finales del siglo XIX.
Su influencia de Caravaggio hace pensar en un viaje a Italia y quizás también a los Países Bajos. Es el más famoso de los tenebristas franceses y su pintura sorprende por su lirismo, sobre todo en las escenas nocturnas.
El tema del cuadro que os presentamos este mes es el engaño, influenciado por dos obras de Caravaggio. La escena la componen un lechuguino, el tramposo y dos mujeres, una prostituta y su criada que tientan al joven con sus encantos, a la vez que lo emborrachan para que no se percate del engaño.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La última partida
Cristina Vázquez
Para Ximena, conocedora de arcanos.
Se había jurado y perjurado que nunca más caería en las manos de ningún tahúr, pero Giacomo… ¡Era tan exigente! Exigencia adecuada a su belleza, a su gracia, que la obligaba a derrochar dinero para que estuviera feliz, para que no se esfumara de su lado, para no perder la ilusión de su amor. Aunque había algo tenebroso en él que Apolonia no era capaz de explicar. Un misterio que parecía precederle y luego envolverlo, una oscuridad que perfilaba más su apostura y a ella la hacía tambalearse en una incertidumbre, que por fin la había despertado a la vida encadenándole a él.
Llevaba siete años viuda de un hombre mayor, quisquilloso y vulgar con el que la habían casado por su dinero, pero al morir, la herencia que dejó no fue tan abundante como soñaba su familia, y aunque tenía para vivir holgadamente, los pequeños caprichos a los que siempre estuvo acostumbrada, se le hacían más difíciles de conseguir. Su dama de compañía, otra viuda, en este caso ciertamente empobrecida, era una mujer entendida en engaños y placeres que tuvo que abandonar por reveses de la fortuna, la fue conduciendo a partidas de cartas que la permitieron ganancias inesperadas. Nunca sospechó que pudiera embargarla emoción tan fuerte, al tener entre sus dedos una buena jugada, al vivir el placer de lo prohibido y el delicioso secreto de los doblones escondidos. Tampoco imaginó el desasosiego por las pérdidas o por tener que empeñar joyas para pagar. Jamás antes había sentido pasión alguna. Siempre creyó que era una mujer que podía vivir en la indiferencia.
En una de las partidas de cartas apareció Giacomo, elegante, altivo. Jugaba con desdén sin importarle si ganaba o perdía y tras haber dejado sobre el tapete una gran cantidad de dinero que ella ganó, se acercó por detrás y le pasó el puño de su daga por la espalda, como una caricia heladora y llena de promesas.
— El ardor con que juegas será mío.
En ese momento descubrió algo que la aterró. Tuvo la certeza de que no sería dueña de sí misma nunca más. Se hicieron amantes. Él aparecía y desaparecía. Nunca consiguió saber a qué dedicaba el tiempo de su ausencia. A veces volvía con las manos llenas de oro, otras como un perro apaleado, y algunas, herido. Jamás dijo nada, ni quién era, ni de dónde venía y Apolonia fue encontrando en la dureza de sus abrazos y sus exigencias, una cadena irrompible que la iba hundiendo.
Cuando necesitaba dinero la obligaba a jugar y luego repartía con ella las ganancias, en el caso que las hubiera, y si no la abandonaba una temporada en señal de castigo. Mientras jugaba siempre se ponía tras ella con el puño de la daga acariciándole la espalda. Al sentir el zigzag que iba trazando entre sus omoplatos, un frío ardiente la enloquecía
Llevaba Giacomo unos días fuera, porque la partida anterior había sido desastrosa, y pidió a su doncella que le organizara otra para resarcirse. La última, se prometía con desolación.
Y en esa última partida, con un tahúr de los que ocasionalmente frecuentaba, al abrir con temblor las cartas, los cuatro reyes se desplegaron seguidos en sus manos, enlazados en una suerte de danza. Y se percató súbitamente de que todas las figuras tenían dos manos, excepto el rey de corazones que tenía cuatro. Se sobresaltó al comprobar que dos de ellas descansaban sobre la deforme panza, y las otras dos surgían a su espalda con un puñal. Al rey de corazones lo estaban matando o el rey de corazones mataba.
Soltó las cartas ganadoras sobre la mesa y huyó despavorida.
El Gaviota
Malena Teigeiro
A Marga Cancela
Cuando desapareció su esposo, Rosa tenía cuatro hijos. Un fuerte temporal se llevó la barquita en la que iba de marinero. Aún hoy lo llora y no sabe muy bien por qué.
—¡Era tan buen mozo!, pero he de reconocer que no me trató bien —pensaba pasándose la mano por la frente, como queriendo ahuyentar sus negros pensamientos, apoyada en el mostrador del colmado abierto en el zaguán de su casa.
Ahora estaba muerto y era mejor olvidarse de sus otras mujeres. —No puedo, suspira.— La primera en amargarle la vida fue su suegra. Una mujer de las de mete mete. Cada vez que se compraba un trozo de tela para hacerse un vestido, la escuchaba: “Tú gastando y mi hijo dejándose la vida entre las olas.” Ahora que lo pensaba, ¿sería meiga la vieja? En fin, qué le importaba ya. Era ella la que tenía que sacar a sus hijos adelante sin saber cómo. El colmado apenas le daba para comer. Echó un vistazo al reloj. Era ya tarde. Salió de detrás del mostrador y cerró las puertas.
Se fue a arreglar preocupada. El domingo a la salida de la iglesia, don José se le acercó. Después de un leve galanteo, le dijo que el martes la iba a visitar al anochecer, pero con mucha discreción. Ella se imagina para lo que es. Le gustaban las mujeres, o al menos de eso hablaban los vecinos, y era lo suficientemente lista como para saber a lo que iba. Aunque no le gusta la idea de ser la querida de nadie, bastante sufrimiento tuvo con las de su marido, necesitaba el dinero. ¡Ay, Dioni, con lo que yo te quise siempre! Era tan guapo, tan apuesto, que ninguna mujer se le resistía. Cada vez que la veía llorar, su madre le decía que no se quejara, que mucha era su suerte, porque ella era la legítima, la de la Iglesia. ¡Qué buena y sacrificada ha sido siempre su madre! Cuando el domingo después de comer le cuenta que don José le pidió visitarla, la anima. “Dile que sí. Estás sola. Qué daño haces. Ni siquiera a su mujer, que ya ni se entera de nada.” Y el martes su madre se fue a recoger a los niños a la escuela para llevarlos a su casa a cenar y dormir.
—Si puede ser, al menos de momento, que los niños no vean al viejo— le había dicho sonriente.
Se puso el vestido con flores rojas, el que tanto le gustaba al Dioni, a ver si la ayudaba un poquito, y luego de soltarse la coleta, se cepilló la melena.
Cuando don José entra en su casa por la puerta de atrás, la que da al gallinero, le acaricia la cara. Rosa, dijo, cada día que pasa estás más buena. Sin soltar el puro, la abraza por la cintura y restriega su barrigudo cuerpo al suyo.
—Pase, pase. Que le tengo una copita preparada en el comedor —lo separa zalamera.
—No me ofrezcas copitas que hoy tengo que estar claro.
Entraron en el comedor y Rosa se sienta enfrente, al otro lado de la mesa. Él acerca su silla hasta pegarla a la suya. Las gruesas piernas abiertas. La bragueta abultada. Los ojos vidriosos. Le levanta la falda y coloca una mano sobre la rodilla.
—Rosa, Rosa —murmura dándole palmadas en el desnudo muslo—. Vamos a dejarlo, que me pierdes.
Vuelve a sentarse enfrente y, suspirando, con los dedos cortos, orondos, de uñas amarillentas, sacude el cigarro en el cenicero. Aquel redondo y grueso cigarro, la estremece.
—Desde la noche en que el mar se llevó al Gaviota, no he dejado de pensar en ti. ¿Te acuerdas de la terrible galerna? —la vio bajar la cabeza. Sus ojos la acarician—. Cómo no ibas a hacerlo si con él se fue tu Dioni. Y mira que era marinero el barquito. Qué lástima de hombres —con la vista fija en ella, frunce las cejas. Suspira y le da una calada al cigarro—. Pues vamos a lo que he venido. Tú Rosa, te has quedado muy mal de dinero, que ya me lo dijo tu madre. Y como en tu casa con eso del colmado hay un trasegar de gente, a nadie le puede extrañar que entre yo, o algún otro. ¿Verdad? —¡Anda que ahora mi madre ahora se mete a alcahueta!— ¿Qué te parecería recibir a tres o cuatro de nosotros algunas noches?
La mujer da un salto en su asiento. Se retuerce las manos nerviosa.
—Don José, yo… Tenga en cuenta que solo lo hice con un hombre y era mi marido.
Las lágrimas aparecieron en sus mejillas al tiempo que una sonora carcajada retumba entre los muros de la casita. El hombre saca un pañuelo y se suena ruidosamente.
—¿En qué estás pensando, mujer? Con el Gaviota, Rosa, además de tu marido, también se nos fue el Santi, el de la taberna. Y la Encarna, su madre, que ya anda mayor la pobre, como bien sabes, la cerró. Bueno, pues, al cerrarla, nos ha dejado sin casino. Si nos prestas tu comedor y guardas el secreto, te daríamos el diez por ciento del dinero que se mueva. Tan solo vendremos dos o tres tardes a la semana.
Trío de engaños
Liliana Delucchi
Medio oculto tras la silueta de su doncella personal, la Sra. Dubois descubre la imagen de su marido en el espejo. Ya listo para salir, con los guantes en la mano, preguntó a su esposa qué planes tenía para esa noche. Jugar a las cartas, fue su escueta respuesta, y continuó dando instrucciones a su doncella sobre el recogido del su cabello y la colocación de las plumas en el tocado. Perlas en el cuello y las orejas, y un broche en el sombrero, completarían el atuendo. Su compañera de entretenimiento sería su hermana pequeña, a quien iba a escoltar un actor que conociera quién sabe dónde. No es que la señora tuviese demasiados remilgos a la hora de juzgar a los amigos de Natalie, sobre todo porque, independientemente de los orígenes de los mismos, la divertían. Pero le llamaba la atención que, aún después de haberse negado a seguir financiando la forma de vida de su hermana Natalie la semana pasada, ésta volviera para jugar y, además, acompañada. Como no había conseguido otros jugadores, aceptó la oferta y los invitó a cenar. Suspiró tranquila. Apostar era una de las aficiones favoritas de la Sra. Dubois que, noche tras noche, arriesgaba unos cuantos luises.
La mesa para tres ya estaba preparada cuando entraron en el comedor. Después de una cena ligera, disfrutaron de un copioso postre acompañado por unos buenos espirituosos, compañeros ideales para una noche de juego.
La partida no pudo empezar mejor. La Sra. Dubois acumulaba monedas y copas. Decidió suspender estas últimas porque su vista había empezado a nublarse, aunque no tanto como para no ver que iba perdiendo.
Diestra en hacer trampas, despegó el naipe adherido debajo de la mesa para situaciones de emergencia y, tranquila, lo jugó.
—No quiero más bebida —indicó con voz grave y un ligero revoloteo de mano a su obsequiosa criada.
A pesar de su tono, la doncella insiste. Levanta los ojos hacia la joven, cuya mirada le señala al invitado.
El joven actor tiene la mano izquierda escondida tras su espalda, pero de momento no ha ganado ni una moneda. La señora se encogió de hombros y siguió jugando. Cerca de la madrugada había mermado tanto su dinero, que hasta tuvo que darle la sortija de rubíes al actor. Se despidió de ellos molesta.
Al recontar la criada los naipes, se encontró con tres ases, que rápida mostró a la señora Dubois. Ella, al verlos, frunciendo el ceño los arrojó al suelo. ¡Tramposa!, pensó, comprendiendo que su hermana pequeña se había servido de un cómico para llevarse el dinero que se había negado a darle para renovar su guardarropa.
Gen de naipes
Marieta Alonso
Mi abuela era una empedernida jugadora. Con los adultos jugaba por las tarde al bridge, la canasta y el póker, pero conmigo todas las noches del año se entretenía con el Chúpate dos, el Julepe, las Siete y media, el Chinchón y un sinfín de juegos más. Me obligaba a sentarme en la mesa camilla al lado de la lumbre para que me distrajera un rato, me decía. Eso te calmará los nervios antes de ir a la cama. Así tendrás dulces sueños.
El caso es que tanta carta hizo que llegara a odiarlas. Y juré que de mayor nunca más tendría entre las manos las cuarenta y ocho de una baraja española, ni las cincuenta y dos de la inglesa.
Además de hacer juegos malabares con las cartas, mi abuela no paraba de darle a la sin hueso. Y cada noche se explayaba con que había que ver lo listos que eran los hijos de la Gran Bretaña, sus cartas tenían el origen en la baraja francesa, pero las inglesas eran las más conocidas. Claro que los alemanes se atribuían que sus naipes habían dado origen a la francesa, y lo decían con palabras tan contundentes que era mejor asentir no se fueran a enfadar. A la chita callando los chinos proclamaron que fueron ellos los creadores, hay que ver lo que son esos hombres de ojos rasgados, levantas una piedra, asoma uno y te sonríe. El caso fue que los ejemplares más antiguos aparecieron en Italia, pero no te equivoques, susurraba en mi oído, se puede apreciar perfectamente en ellas la influencia de las españolas. Mi abuela, como siempre, tirando de la sardina para su lata.
¡Ay abuela! Tantos disgustos que te di de niña no queriendo jugar contigo a las cartas, tantos juramentos estériles para que ahora esté en Las Vegas, viviendo a todo tren, gracias a los trucos que me enseñaste. Y esto pica y se extiende porque tu bisnieta, ha salido clavadita a ti. ¡Hay que ver la destreza que despliega barajando cartas!
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