
El traje rojo de Balenciaga
Cristóbal Balenciaga nació en Guetaria, quinto hijo de un pescador y una costurera de la que aprendió el oficio. Pese a sus humildes orígenes a los 22 años ya era el diseñador de la aristocracia española y vestía a la realeza.
Este año hace un siglo que Cristóbal Balenciaga inauguraba una pequeña tienda en la calle Vergara en San Sebastián. En 1937 desembarcó en París estableciéndose en la Avenida Georges V y marcó un nuevo rumbo en la moda. Las dos efemérides han servido de “excusa” para inaugurar en París en el Museo Bourdelle una exposición en la que se reúnen, diseños, croquis, maquetas, trajes, sombreros y tejidos.
Coco Chanel decía que era “El único auténtico couturier, capaz de diseñar, cortar, montar y coser un vestido de principio a fin.” Christian Dior afirmó que “La alta costura es como una orquesta cuyo director es Balenciaga: los modistos somos los músicos que seguimos las indicaciones que él nos da”. Se ha dicho que era “el arquitecto de la moda” creador de un fenómeno cultural.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Venganza
Cristina Vázquez
Aunque sabía que no volvería a verla en su silla, sentada de espaldas a la ventana, al volver del hospital a casa de mi madre, tuve la certeza descarnada de su presencia. Me preparé algo de beber para quitarme el sabor amargo en la boca, la mano me temblaba y una estrechez en la garganta me impidió tragar.
Se acabó. Ya está. Todo esto va a desaparecer y cuánto antes mejor. En ese momento, mientras me lo repetía, esperando a que llegase mi hermana para empezar a recoger la casa, me eché a llorar con un antiguo desconsuelo.
Empecé a recorrer el dormitorio que fue de mis padres, mamá dormía en otro más pequeño desde que murió papá, y abrí los armarios del vestidor. Los trajes cubiertos con fundas, bolsitas de lavanda, plásticos protectores, toda una vida resumida en vestidos, chaquetas, jerseys que no usaba, y en medio de este recorrido moroso, melancólico, apareció el traje rojo.
¿Cuánto hacía, treinta, veintitantos años? Iba a ser el baile de mi consagración, decía mi madre ilusionada, insistente, mientras yo pensaba en lo ridículo de ese empeño adolescente que no le correspondía. En esa época odiaba las fiestas, esa estupidez social a la que me obligaban mis padres, y lo aborrecía doblemente porque tenía la convicción de que pretendía vivir a través de mí lo que ella no pudo.
Además, el temor a que esos tan elegantes con los que me codeaba entonces, se dieran cuenta de que era una impostora entre ellos, que yo no tenía apellidos ni familia a la que referirme, y menos mi madre, me volvían suspicaz y defensiva. La fortuna de mi padre y mi belleza facilitaban mucho las cosas, aunque las preguntas intencionadas o inocentes, referidas a personas y lugares para mí desconocidos, y aún más para mi familia, me colocaban en situaciones incómodas en las que sólo una oportuna risotada me permitía disimular. Me van a descubrir, me van a descubrir, era mi angustioso y estúpido pensamiento adolescente.
— Podías esforzarte un poco, hija —me suplicaba recelosa— ¡Con lo que le ha costado a tu padre llegar hasta aquí!
Y señalaba un punto indefinido que abarcaba todo el cuarto, la casa, los salones, la plata, la vida.
—Yo no he pedido estar en ningún sitio —e imitando su gesto señalaba el mismo punto indefinido.
Su cara de desolada preocupación, se me viene ahora con tristeza. ¡Qué inútil manera de herir!
Tras largas discusiones por el baile dichoso, intervino mi padre: no quería ni una palabra más, iba a ir a ese baile y punto.
— Basta ya de tonterías —remató indignado.
Mi madre encargó el traje a Balenciaga, modisto al que empezó a frecuentar. Recuerdo las pruebas en un riguroso silencio, impecables las oficialas con una bata blanca y yo veía armarse ese maravilloso traje sobre mi cuerpo y aunque iba como cordero degollado, la perfección de lo que iba surgiendo, el hechizo del tejido que se transformaba, el ruido del forro al ponérmelo, el roce de la tela en mis hombros, me iba despertando una voluptuosidad sorprendida. Un día, esperando en el probador a que me trajeran el vestido, oí decir a unas señoras que no sabían de mi presencia, qué se creía la parvenue esa, gruñó una de ellas, de la que nunca olvidé su nombre ni su cara, y soltó el nombre de mi madre como si le quemara en la boca. Aunque tuviera mucho dinero cómo osaba vestirse en Balenciaga, y bajando la voz dijo.
—Nadie sabe de dónde ha salido.
Creí que me iba a derretir de vergüenza.
Y en medio de estos recuerdos, levanté el plástico que lo envolvía. El lazo de la espalda seguía firme como una llamarada de juventud y los pliegues de la cola me recordaron unos ríos de lava inocente. Al acariciar la tela, reviví como si fuese el mismo día del baile, la tensión que se mascaba en casa. Mi madre, un revuelo de nerviosismo y emoción, trotaba a mi alrededor con pasitos cortos, enfebrecidos, y contemplaba con lágrimas contenidas cómo me iba transformando. ¡Qué preciosa estás! Al llegar el momento de salir, con fingida aceptación, tropecé inocentemente con un jarrón previamente colocado en un lugar estratégico y me lo tiré sobre el traje. La cara de desolación de mi madre era una máscara rígida y yo di un grito desesperado, afirmando que no podría ir al baile.
Mi padre, que me miraba salir con cara embobada, se acercó y cogiéndome del brazo me acercó a la puerta y dijo con gran suavidad y determinación, que era una pena lo sucedido, pero que iría al baile mojada o seca. Yo intenté soltarme y él agarrándome con más fuerza, avanzó hacia la puerta y subió conmigo al coche que me esperaba.
— Tu madre no se merece esto —y la tristeza de su expresión me conmovió hasta las lágrimas.
— Ahora no toca llorar, aprende a valorar el esfuerzo de los demás —y acarició la tela empapada— mucha gente ha trabajado en esta maravilla. No desprecies lo que la vida te otorga.
Al llegar a la entrada del baile, me despidió con un beso riguroso y breve en la frente, mirándome con seriedad me pidió que dejara en buen lugar el nombre de la familia, me empujó con suave determinación para que bajara y mandó arrancar el coche.
Suena el timbre y aliviada voy a abrir a mi hermana.
Mister Townsend
Malena Teigeiro
—Señora, no se pueden tocar los vestidos —los dedos de la celadora le golpeaban el hombro cuando acariciaba el rojo tafetán. Ella, con los ojos brillantes, le sonreía. Echó una mirada al reloj. Qué tarde se le había hecho contemplando aquel maniquí. Se dio la vuelta y salió del museo. Se fue directamente a su hotel, y sentada sobre el borde de la cama, marca el número de Berta. Le dijo que estaba cansada y que para cenar, pediría algo en la habitación.
—¿Estás bien abuela?
—Sí, sí. Tú diviértete y no te preocupes.
Era una joven encantadora, musitó. Después de pedir un sándwich, se acomoda delante de la ventana, e igual que entonces, descorre la brocada tela de las cortinas y contempla los tejados de París.
En la merienda familiar del día de su ochenta cumpleaños, su nieta le dijo que había leído en el periódico que iban a celebrar el centenario de la tienda de la calle Vergara, número 2, y que como homenaje a su trabajo le hacían al señor Balenciaga una exposición en París.
—Estarás contenta —le acariciaba la mejilla—. Si quieres te llevo. Es más, te invito.
—De acuerdo. Te tomo la palabra, pero yo corro con los gastos del hotel. Porque no pienso ir a uno de esos a los que vais vosotros.
Aquella noche abre la gaveta de su cómoda y rebuscando entre sus recuerdos, encuentra el pañuelo con sus iniciales, la rosa, ya seca, que estruja hasta hacerla polvo, luego revuelve entre las fotografías y cartas hasta que sus dedos la reconocen. Seguía allí, tal y como la había recibido, en su antiguo sobre, envuelta entre las dobleces del fino pliego de papel. Con la carta entre los dedos, recuesta la cabeza en el respaldo de su butaca y cierra los ojos.
Lo conoció un atardecer en el que desfilaban para un matrimonio americano, más tarde supo que se llamaban Mr. y Mrs. Townsend. Al separar con la enguantada mano la liviana y transparente cortina, esbelta, hierática, desciende los dos escalones que la separaban del salón. Nada más verla aparecer envuelta en la seda roja, él alza el cuerpo y turbado abre los ojos. Su mujer, lo contempla de reojo y tacha el número de la tarjeta que ella sostenía entre los dedos. ¿Por qué desconfiará de él?, recuerda que caviló entonces.
A la mañana siguiente un botones del Hotel de Londres y de la Inglaterra, llega a la tienda con un sobre. En su interior había un cheque firmado por Mr. Townsend, por el importe del traje de seda rojo y una nota diciendo que a la vuelta de su viaje les avisaría para que se lo enviaran.
No entendía por qué, le había dicho, meses después, la encargada alzando mucho las cejas, pero tenía que desfilar de nuevo con el traje adquirido por un cliente. Sí, el de fiesta, el que estaba guardado en el almacén. Cuando bajaba los escalones, lo volvió a ver. Esta vez, solo. Él, sentado en la liviana silla dorada, con la pierna cruzada, le insinúa que se acerque. Ladeando la cabeza, y sin dejar de mirarla, acaricia la suave tela de la falda. El calor de la cuadrada palma de la mano en la cadera, la hizo palidecer.
Le ordenaron que entregara el vestido en el Hotel de Londres y de la Inglaterra, y aunque no era ése su trabajo, acompañada por un botones que llevaba el primoroso estuche de madera colgado del hombro, llama a la puerta de la suite.
—Pase, y espere un momento.
Después de abrir, el botones deja la caja encima del sofá y se va cerrando la puerta. Acercándose al balcón, ella separa el visillo. Contemplaba el mar, la hermosa playa de La Concha cubierta de niebla cuando reconoce el calor de la mano que se detiene sobre su hombro.
—¿Le apetece una copa? —en su rostro serio, sonreían los ojos grises.
Aquella misma tarde se marcharon juntos a París. Pasean por parques y bulevares, almuerzan en coquetas brasseries, y cenan casi todas las noches en Maxim´s, y con el traje de seda rojo, lo acompaña a la ópera para ver Madame Butterfly. La anciana entreabre los ojos y después de un profundo suspiro, se pasa la mano por la frente, como intentando retener un sueño. Siempre supo que aquellos habían sido los días más felices de su vida.
Volvió sola a San Sebastián y tal y como le había prometido, recibe su pasaje. Y días después, inquieta, anhelante, enamorada, en un lujoso buque atraviesa el mar hasta llegar a Nueva York, en donde el secretario de Mr. Townsend la instala en un apartamento cerca de la empresa en donde él trabajaba. Así se facilitan mis visitas, le había dicho cuando la abrazaba por la noche. Hasta que, una mañana, apenas sin equipaje, ella desembarca de nuevo en San Sebastián, con su preciosa hija en brazos y el recuerdo de un juicio interminable. Apenas unos días después de su llegada, vuelve a trabajar en la tienda, pero esta vez como encargada.
Años más tarde, recibió una carta. Al mirar el remite de aquel sobre amarillo, grande, de basto papel, reconoce el nombre del entonces joven secretario, el que la había ido a ver con un billete y los datos de la cuenta en donde le ingresarían el dinero, el que le ordena, de parte de Mr. Townsend, que no vuelva a verlo y que regresara con la niña a España. Cumpliendo su deseo se embarca apenas sin equipaje, incluso deja el vestido rojo en el armario y con la angustia en el pecho, apoyada en la baranda, vio alejarse la ciudad entre la niebla. ¡Qué sería de él!
Dentro del sobre amarillo había uno más pequeño y un pliego escrito a máquina. En él, le informaba del fallecimiento de Mr. Townsend, de que su hija era la heredera, y de todas las cuestiones legales para afectaban a la niña. Le decía también que al recoger sus efectos personales, había encontrado la carta que le adjuntaba, y como iba dirigida a ella, se la enviaba por si fuera de su interés.
Con un profundo suspiro había rasgado el pequeño sobre blanco con su nombre escrito a máquina y al desenvolver la hoja de papel, reconoció la letra de Mr. Townsend, quizá nerviosa. Le decía cuánto la amaba y que estaba preparando todo para poder vivir, por fin, juntos. Se irían a un país lejano en donde serían felices sin que nadie supiera quienes eran. Seguía hablándole del orgullo que sentía cada vez que la tenía entre sus brazos… La fecha, era de unas semanas antes de que lo hubieran venido a buscar. ¿Por qué nunca se la había entregado? Recordó de pronto aquel impetuoso viaje que hizo de la noche a la mañana. La terrible tragedia. Después de leerla una y otra vez, ya casi estaba sin luz cuando la dobla y la vuelve a guardar. Luego observa la fotografía que acompaña al escrito. Estaban, muy juntos, sentados en uno de aquellos bancos de tablitas de maderas de la barca que los llevaba por el río Hudson. Se les veía sonrientes, él con el pelo levantado, revuelto, y ella cubierta con un pañuelo de colores sin que se le notara el embarazo.
Nada le hacía presagiar el día que se hicieron aquella foto lo que más tarde sucedería. Se incorpora. ¿Nada? ¿Por qué no quiso ver que estaba inquieto, a veces excitado, a veces excesivamente fogoso? Secándose las lágrimas con la yema de los dedos, se vuelve a recostar.
Estaban cenando cuando llamaron a la puerta de su apartamento. Él se levantó de la mesa y después de darle un beso, con los ojos brillantes, le ruega que no se preocupe, que todo se arreglaría. Y se fue sin protestar con aquellos dos señores que lo llevaron detenido. Parecía haberlos estado esperando. Ella asistió al juicio día tras día, tratando de encontrar su mirada para darle ánimo, pero su luz, aquella luz feliz que la había enamorado, iba hundiéndose día a día, hasta borrarse del todo la mañana que el presidente del jurado pronunció la palabra: «Culpable». En ese instante él, perdido, se vuelve a mirarla y quizá buscando su tranquilidad, intenta una sonrisa.
Nunca pudo olvidar la triste mirada de aquellos ojos dulces, llenos de amor, que todavía la despertaban por las noches. Dobla el papel y suspira profundo. Sí al menos hubiera podido besarlo, abrazarlo durante aquellos años.
De nuevo escucha su voz, quizá más grave, en la sala de visitas, la única vez que le permitió visitarlo: Solo así podía irme contigo. Fue entonces, solo entonces, cuando ella se convenció de que él había sido el asesino de Mrs. Townsend.
Baile nocturno
Liliana Delucchi
—No, no y no —dijo doña Adelaida, con su atemperado avinagramiento, característico de ciertas ocasiones en que se le objetaba alguna opinión. El rojo no le parecía bien para una joven de la edad de su nieta, y menos para una presentación en sociedad. Ese color, y subrayó el término, no era propio de un miembro de su familia, ni moral ni políticamente.
Repantigada sobre el sofá situado frente al espejo de la habitación de su hija, la anciana esperaba sin inquietud una respuesta a su negativa, pues su paciencia era tan grande como la seguridad en sí misma. El notable incremento de carnes que la arrollara en la edad madura la había convertido, de una mujer fuerte y activa, en algo vasto como un fenómeno natural, y aceptaba esta circunstancia tan filosóficamente como todas las restantes pruebas de la vida, incluida la mala relación con su heredera. Sin embargo, estaba feliz con que su nieta fuera presentada, ya que abría paso a un compromiso organizado desde hacía tiempo por la familia.
Si se había tenido en cuenta su opinión para elegir al futuro consorte y sus argucias para convencer a su nieta, no era éste el momento en que se dejaran de lado sus consideraciones sobre moda.
Esther no miraba a su abuela, sus ojos se perdían en las imágenes que se repetían en los espejos, cuidadosamente colocados uno frente al otro, para que se pudiera apreciar la parte delantera y trasera del vestido que llevaba puesto.
Tímida por naturaleza y bastante desgarbada, la joven era lo opuesto a la mole de carne que no se cansaba de susurrarle “camina derecha”, “no escondas los pechos” y ahora, que había conseguido que su madre accediera a que se probara el traje soñado, doña Adelaida les hacía una visita para trastocarlo todo.
Lo vio por primera vez cuando fue con su tía a un desfile de Balenciaga, quedó extasiada ante esa modelo tan alta y que tan bien llevaba la ropa. Los pliegues que caían a partir de la cintura y que daban la sensación de una cascada de seda, le hizo desear que pronto desapareciera el resto de su acné y retraimiento. Estaban en primera fila. Privilegios de ser una clienta VIP, susurró la hermana de su madre, y al otro lado de la pasarela encontró un par de ojos negros que la miraban con descaro. Su nombre era Mauricio Vargas, pariente de una conocida de alguien. Esa noche soñó con él, y las siguientes, mientras se imaginaba en sus brazos arrastrando la cola escarlata.
—Siento decirlo, querida, pero la abuela tiene razón. Puedes quedarte con el vestido, pero no te lo vas a poner para la presentación. Ya encontraremos algo más apropiado.
La modista, mientras le alcanza a Esther un pañuelo para que se seque las lágrimas, la ayuda a desvestirse y le presenta otro traje en un tono rosa. Todas están de acuerdo en que es el adecuado. Todas menos ella.
La anciana murmura algo relacionado con la palidez de su nieta y el color del traje y, una vez apurada su copa de licor, pide ayuda para ponerse de pie y marcharse.
La ceremonia y fiesta posterior a la presentación en sociedad fue todo un éxito, eso dijeron los invitados, incluido el futuro prometido, tan tímido y desgarbado como la desangelada novia. Un éxito para todos menos para Esther, que cuando regresó a su habitación, se quitó el atuendo y se puso el vestido rojo. Bailó con Mauricio Vargas hasta el amanecer en la soledad de su cuarto. Su imagen, repetida en los espejos, le devolvía a una joven feliz, sonriendo a un hombre de ojos oscuros muy diferente al que la familia le eligiera.
La modista
Marieta Alonso
La mañana en que Carmen se bajó de aquel tembloroso tranvía, se dio de bruces con un buen chaparrón: «Estoy en San Sebastián» y sintió un temblor en las rodillas. Era la primera vez que a sus catorce años viajaba tan lejos del caserío. En el pecho guardaba una carta de recomendación con la dirección de una casa. Su madre, Miren, llevaba años trabajando de cocinera durante el verano para una marquesa, que un día se fijó en la cofia y el delantal que usaba y preguntó de dónde los había sacado. Me los ha hecho mi hija, fue la respuesta. ¿Me permite? Solicitó la marquesa alargando el brazo.
Sin saber si aquello era bueno o malo se despojó despacio de las dos prendas que fueron examinadas con gran detenimiento. ¡Vaya, vaya! ¿Quién ha enseñado a su hija? Nadie, señora, le sale de muy dentro coser así. Paño que cae en sus manos se convierte en algo útil.
—Qué venga a verme— ordenó la marquesa.
«Camina, hija, hacia tu futuro» le había dicho su madre cuando le entregó una faltriquera con los pocos ahorros familiares.
Subió despacio los escalones y tocó a la puerta. Una joven preciosa, con cuerpo escultural, le franqueó la entrada. Con voz inaudible dijo que quería ver al señor Cristóbal. ¿Para qué? No sé. Traigo una carta de la marquesa y ahuecando el escote del vestido la sacó y se la entregó. Con ella en la mano, pidió que la siguiera a una sala y la instó a que se sentara y esperase.
Ante ella, una muñeca de su tamaño la miraba fijamente. Regresó la joven y comenzó a vestir aquella figura que tenía unas ruedas o tornillos, no alcazaba a ver bien, que estaban medio hundidos en los laterales. Al verla con ojos de asombro, la joven la miró de reojo: «Esto es un maniquí, que sirve para hacer vestidos con la talla exacta de las clientas. Si engordan o adelgazan, aunque solo sea cincuenta gramos, pues con darle una vuelta de tuerca, ya está».
Carmen apretó el hatillo sobre sus muslos. Intentó decir algo pero había perdido el habla.
La joven trasteaba entre unas telas a las que llamó retor. ¿Sabes qué es? Con la cabeza asintió. «Es un buen algodón, mi madre la llama lienzo moreno o glasilla», se la oyó balbucear sin que su voluntad hubiese querido hablar.
—¡Vaya, sabes de tejidos!
Y declamó como si fuera una actriz, que dicha tela se usaba para la confección de enaguas, para los trajes regionales, para tapizar las partes que no están a la vista en los sofás, para forrar cortinas…
—También como trapo de limpieza— esa era Carmen interrumpiendo.
—Pues sí…— y la joven se dignó a mirarla de arriba abajo. El silencio se volvía engorroso.
—¿Eres la nueva chica de la limpieza?
—No sé… Me dijeron que viniese.
—Pues, estás en un taller de costura. En francés es «atelier».
—¡Ah!
En ese momento entró un hombre con su carta en la mano. La miró con minuciosidad.
—¿Qué sabes hacer?
—Nada.
Con esa simple respuesta sintió que él la miraba con sorpresa y simpatía.
—Tengo entendido que sabes coser.
—Eso sí.
—A ver, aquí tienes un maniquí, esta tela y este diseño. Enséñame lo que haces.
—Yo nunca he cosido sobre una muñeca, yo a la Bernarda le coloco la tela encima y con el metro al cuello, dando un poquito de aquí y otro de allá, voy cortando.
El hombre hizo un gesto a la joven para que se quedara estática ante Carmen y pudiera trabajar sobre ella.
Con la tijera en mano, los alfileres en la boca, aguja, y hebra engarzadas, se sintió en su ambiente, se olvidó de todo y demostró su saber. Con los años aprendió a enriquecer con bordados a mano, lentejuelas y pedrerías, los vestidos que debía confeccionar. Viajó a Madrid, Barcelona, París. Conoció una larga lista de mujeres de la alta sociedad y de la nobleza, siempre a la sombra de aquél, que en una mañana lluviosa, se quedó con la boca abierta al verla trabajar.
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