
El Teatro Colón
Este templo de la música ha sido elegido este mes para los relatos que ofrecemos. Historias que se desarrollan en el escenario, detrás de él o en el patio de butacas y que hablan de encuentros y desencuentros, amores perdidos y reencontrados, vida y muerte y hasta lo que imaginamos que hay después de ella…
El Colón es un teatro de ópera de la ciudad de Buenos Aires. Por su tamaño, acústica y trayectoria, está considerado uno de los mejores del mundo, comparable con las salas líricas más importantes, como la Scala de Milán, el Metropolitan Opera House de Nueva York, la Ópera Estatal de Viena, el Covent Garden de Londres y la Ópera de París. Es índice inequívoco de consagración para quienes se presentan en él y lugar ineludible para los amantes de la música.
La sala principal ––una de las mayores del mundo–– tiene siete niveles de estilo ecléctico, que combina el neorrenacentismo italiano y el barroco francés, con una rica decoración en dorado y escarlata.
El escenario tiene 35 metros de profundidad por 34 de ancho y la boca de escena es una de las más grandes en los teatros con forma de herradura a la italiana
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
¡Oh mi papá!
Cristina Vázquez
A mi amigo Juan Cambreleng. ¡Maestro!
—Otra vez. Repítelo —la voz atronadora de mi padre me paralizaba.
Con una fina fusta que tenía como preciosa herencia de los tiempos que arreaba ganado su abuelo, daba unos golpecitos nerviosos al atril de la partitura o al piano. Más brío, menos grito, más suavidad, menos falsete. Y otro fustazo a cualquier objeto.
Yo le miraba con el temor real de que un día fuera yo la depositaria de esos golpes, pero nunca fue así. Su imponente figura, gordo, alto, con unos ojos que se llenaban de biliosa ira y sus dedos gruesos, con un anillo en cada mano, que cruzaba sobre su orondo vientre cubierto con un chaleco de seda de colores brillantes, me persiguió hasta en sueños.
Atesoraba algún recuerdo plácido de ver a mi padre repantigado oyéndome cantar sin interrumpirme y marcando el ritmo con la fusta. Si recibía la felicitación de mis maestros o ganaba una audición, inmediatamente aparecía él como un ángel protector a recibir los parabienes. Yo lo veía como un ángel nocturno, casi maléfico.
Mis abuelos habían emigrado de Odessa y se sentían a duras penas integrados en la sociedad americana. Aunque su comercio de abarrotes les había proporcionado una suculenta fortuna, permanecían atados a sus tradiciones y lengua. Se casaban entre la comunidad rusa que había en Nueva York y miraron siempre con cierto desprecio a la nueva sociedad que les acogió.
Y nací yo, hija única del grueso Mijail y la dulce Irina con un don: mi voz. Mi madre vivió siempre con ojos de angustiada preocupación por cualquier pequeño contratiempo y por el grande de no haber dado más que una hija a su imponente marido.
Mis primeros recuerdos están asociados al solfeo, a un piano y al innegable esfuerzo de compaginar una infancia normal con la de futura cantante. Mi padre se erigió como conductor de esta vida sin dejar apenas espacio a mis deseos.
—Olga, Olgiushka querida, serás la reina de los escenarios y tendrás la fama que te mereces —al decirlo, una sonrisa de ávido propietario le deformaba el rostro.
Empecé a hacer giras y a intervenir en modestos papeles siempre acompañada por el hombre que, con la gabardina en la mano, igual que si fuera un manto real, me hacía deambular de un lugar a otro bajo un estricto control. Yo me sentía igual que una mercancía por la que obtenía un beneficio más suculento que por unas arrobas de legumbre.
No cojas frío, tápate la garganta, no bebas alcohol, no salgas de noche, no, no, no.
Acabé ingresada con una crisis nerviosa. Me quedé muda. No podía hablar ni cantar. El médico dio la recomendación de que mi padre no entrara a verme, pues notaba que mi afección y aflicción aumentaban. Mijail pareció adelgazar del disgusto y se volvió más suave, inundado de sincero pesar. Sentí una enorme liberación y estuve sin hablar más de dos meses comunicándome, y poco, a través de notitas escritas. En la última le pedí a mi madre que quería ir a Italia a estudiar con el maestro ciego Verruti que tenía fama de haber recuperado voces fatigadas y artistas en crisis.
Mi única condición era irme sola. Ya tenía veintidós años. Fue tal mi silencioso desafío que nadie se opuso y partí en un barco grande mirando la estela blanca, llena de recuerdos que esperaba se hundieran a la misma velocidad que avanzaba hacia el futuro. Al cabo de seis meses volví a cantar con un esplendor, una delicadeza de la que yo mismo y mi maestro estábamos sorprendidos. Sin duda, la férrea voluntad impuesta por mi progenitor me ayudó, pero descubrí una dimensión desconocida de mi propia capacidad al relacionarme con otros, a compartir la alegría de la música y a triunfar. Fue el típico, tópico caso de sustituir a la diva en la Norma y el teatro se vino abajo con mi interpretación.
Recibía continuas cartas de mi padre, iba a venir, no podía seguir sola, pero como encontré un representante recomendado por Verruti que empezó a gestionar mi agenda, nunca le comuniqué donde iba a estar. Solo a mi madre, bajo la promesa de no volver a verla si se lo decía a él. Y a ella le contaba de mi vida y mi felicidad.
Uno de los momentos más esperados fue el de ir a cantar al teatro Colón de Buenos Aires. Majestuoso, templo de los mejores artistas, lugar de cita mundial y yo Olga, la pequeña Olgiushka, la que esperaba recibir un fustazo al menor desliz, iba a interpretar Norma, la ópera que me había hecho saltar a la fama.
La noche del estreno me asomé nerviosa a ver el patio de butacas lleno de gente bien vestida. Un murmullo recorría los dorados palcos, el aroma de diferentes perfumes envolvía el ambiente único de los momentos anteriores a que suene la música, y me aparté para prepararme.
La ópera discurría a la perfección con el reconocimiento del público, efusivos aplausos, gritos de “Brava” y cuando empecé el segundo acto miré hacia un palco y vi la imponente, aunque más menguada figura de mi padre de pie, mirándome intensamente.
En ese momento perdí la voz y no pude seguir cantando. No recuerdo nada más, solo que al día siguiente los periódicos no hablaban de otra cosa.
Entre bambalinas
Malena Teigeiro
Emma había acudido muy temprano al teatro. Su intención era maquillarse y vestirse antes de que comenzara la representación para luego, en lugar de esperar su llamada al escenario en el camerino, esconderse entre bambalinas. No quería perder ni un instante de lo que ocurriría en escena.
El abuelo de Emma había sido carpintero. Noble y antigua profesión la de los hombres que tallan la madera, decía el anciano cuando les hablaba de su trabajo. Luego, pillo, añadía: Y junto con la de las mujeres, una de las más antiguas del mundo. Invariablemente, después de estas palabras, profería un gran suspiro.
El recuerdo de su querido abuelo hizo iluminar en el rostro de Emma una ligera sonrisa. Con los enjoyados dedos se colocó la seda del escote de su vestido de Desdémona y se dispuso a salir del camerino. Con el pomo de la puerta entre los dedos, se detuvo. Recogió de encima de la mesa el programa y lo volvió a leer.
«El decorado de la ópera que se representa esta noche, considerado como una obra de arte, es propiedad del Teatro Colón. Construido por sus carpinteros en los talleres del teatro para la representación de Othello, fue cedido en diversas ocasiones por esta institución a teatros de Europa y otros países de América. Luego, como sucede a veces con las más bellas e importantes obras de arte, se quedó olvidado en uno de los almacenes, del que fue rescatado para la función que hoy se estrena.»
Representaban Othello. Los decorados eran los más hermosos que se habían hecho en sus talleres, decía su abuelo, Benedetto, que en aquel trabajo había puesto todo el amor de su querida y lejana Italia. Así, siempre con las mismas palabras, comenzaba a relatarle la trágica noche. Y luego de un instante de pausa que aprovechaba para limpiarse con un gran pañuelo el inexistente sudor de la frente, proseguía: El día del estreno se encontraban en el teatro los tramoyistas Enzo, un hombre mayor al que le gustaba demasiado el vino, y Antonio, joven inexperto que era la primera vez que atendía aquel menester. Nadie supo qué fue lo que le ocurrió a Enzo cuando al tirar de las cuerdas para cambiar el decorado de la calle por el de la sala del Consejo Veneciano de la tercera escena, se enrolló una soga al cuello ahorcándose con ella. Antonio, agarrado a sus cuerdas, al verlo subir tan rápido como el decorado, se quedó mirando estupefacto el balanceo del hombre. Nadie más vio ni escuchó nada. Luego se habló de que, confundido entre el sonido de la orquesta, el director escuchó un grito, que después de barrer con la mirada a sus músicos, continuó su trabajo tranquilo.
Cuando Benedetto se dio cuenta de que Enzo no se encontraba en su puesto, lo cubrió él mismo. Tenía que hablar muy seriamente con su compatriota, pensaba enfadado. Si volvía a verlo bebido nunca jamás trabajaría para el Colón. Menos mal que él, siempre al acecho, se había dado cuenta, barruntaba, si no… ¡No quería ni pensarlo! Y precisamente lo hacía aquella noche que entre los invitados a la representación, junto a sus esposas, estaba un mandatario europeo acompañado por el Presidente de Gobierno.
––Este pájaro va a ser el causante de que nos despidan a todos ––razonaba molesto el carpintero sin percibir que el cuerpo de Enzo, cada vez más azul, colgaba de una cuerda entre los peines.
En el escenario siguió desgranándose un acto tras otro hasta llegar al último. Y fue entonces, cuando Desdémona, una joven soprano que por primera vez cantaba en el teatro Colón, al comenzar a entonar su Ave María elevó la mirada al cielo y al ver colgando la gruesa lengua y la mirada de Enzo fija en ella, cayó al suelo. Hubo un revuelo entre los asistentes. Todos percibieron que la antes brillante y cálida voz de la soprano, apenas era audible. Othello acudió presto a recogerla. Llevándola entre sus brazos, y sin dejar de entonar su canto, la colocó encima del medieval lecho que cubierto de sedas y coloridos damascos, ocupaba gran parte del escenario. Othello continuó entonando sus palabras de celos y cuando arrebatado por la ira, sostenía entre sus dedos el cuello de Desdémona, percibió su cuerpo inánime.
Comienza el acto cuarto. Desdémona y su criada Emilia están preparadas en el escenario. Las manos de Emma están frías cuando comienza a cantar. En su cabeza resuenan una y otra vez las palabras de su abuelo:
––Y desde entonces, cada vez que se representa Othello con nuestros decorados, el alma de la joven soprano se pasea por el escenario del teatro –se persignaba a la vez que murmuraba una jaculatoria–. Quiere volver a cantar el Ave María, con fuerza, como lo hubiera hecho aquel día si no llega a ser por la mirada del ahorcado.
Luego añadía que, desde aquella noche, cada vez que las sopranos entonaban el Ave María, sufrían diversos tipos de desmayos y desvaríos.
Brillante, entona su parte del diálogo con su criada Emilia. Y cuando la orquesta ataca las primeras notas del Ave María, Emma de espaldas al público, camina hacia el fondo del escenario. Sin volverse, la dulcísima voz de la soprano desgrana con fuerza y emoción las notas del Ave María. Al finalizar, el público puesto en pie rompe en aplausos. Es entonces cuando Emma, todavía en el fondo del escenario, se gira hacia el auditorio. Inclina la rodilla, la cabeza, en una gran reverencia. Luego, ya en pie, en un gesto que nadie comprende, eleva las manos y con la mirada fija en el infinito, es ella la que aplaude.
El cisne negro
Liliana Delucchi
A través de la ventanilla del coche, Clemencia contempla la calle Libertad húmeda por la llovizna que cae desde la tarde. Allí está, imponente, hermoso, el templo de la música al que no había vuelto desde hace tantos años. El culpable de sus desgracias.
La primera de ellas la descubrió una semana antes del estreno del ballet. Era su primera interpretación de Odile, la que iba a ser su consagración como bailarina.
––Ocurrió en la Plaza Lavalle, el día que fui a recoger las entradas para La Bohème. Él estaba en un banco mirando el edificio del teatro y yo me senté a su lado. ––Dijo Félix cuando su esposa lo interrogó sobre algo que todos sabían menos ella. ––Empezamos a hablar de ópera, luego de nuestras vidas. El resto ya lo sabes.
Su marido dejó el hogar esa misma noche. Se iba a la casa de la playa, le explicó, aunque ella más tarde supo que se había trasladado al apartamento de su amante.
El segundo de sus infortunios ocurrió el día del estreno de El Lago de los Cisnes, durante el tercer acto. Clemencia hizo su aparición como Odile, dispuesta a engañar al príncipe y en el segundo fouetté en tournant perdió el equilibrio y cayó en escena. Un tobillo roto. El final de su carrera.
A Manuel, el hoy marido de su ex esposo, lo conoció el día en que nació su nieta.
––Una niña preciosa ––le dijo intentando ser amable. –– Se parece a su abuela y seguramente será una excelente bailarina.
No se equivocó el roba maridos. Por eso hoy Clemencia ha vuelto al Colón. Aquel bebé que contemplaron en el hospital hace veinte años, esta noche debutará en el mismo papel que puso fin a la carrera de su abuela. La anciana tiembla con solo pensarlo. Abre la puerta del coche y se recoge el vestido para no mojar el bajo. El teatro brilla entre la bruma, los asistentes suben su elegancia por las escaleras de mármol bajo los paraguas. Ella intenta controlar su mandíbula que no deja de temblar. Va con una mano cogida del brazo de su yerno y con la otra aprieta el bolso de pedrería. El foyer está lleno de caras sonrientes que la saludan con una inclinación de cabeza. ¿Me reconocen? No, Clemencia, ha pasado demasiado tiempo.
La llevan hasta su asiento para descubrir que le han asignado uno junto a Félix y Manuel. ¿A quién se le habrá ocurrido?, murmura. A tu nieta, mamá, le contesta su hija, quiere a toda la familia junta.
Llega el tercer acto. Allí está su pequeña, su cisne negro, que hace una interpretación magnífica. La función es un éxito. De pie, en medio de los aplausos, la anciana abraza a los dos hombres y llora la felicidad que tanto tiempo tardó en llegarle.
Una noche en el teatro
Marieta Alonso
Creo que estoy muerta. Lo último que recuerdo es el chisporroteo de las llamas, cortinas convertidas en ceniza, lámparas que caen al suelo estrepitosamente, esqueletos de butacas, gritos, gritos, y gritos.
Hasta hace unos instantes yo era joven, guapa, con una maravillosa voz de soprano, y sentía que la última nota se había ahogado en mi garganta, mientras en el piano continuaba sonando un do sostenido, hasta que, de pronto, cesó la música.
Ahora estoy tiznada y recelosa haciendo una fila frente a una mesa con un gran cartel en el que está escrito: «Reencarnaciones» en letra gótica y de color malva, mi color preferido. Veo salir a seis cucarachas. Pregunto a los de mi alrededor. No saben. No contestan.
Un grupo de pulgas aparecen por la puerta. Una docena de cigarras esperan la orden de salida. Me preocupa que Kafka esté al frente de este departamento. Me preocupa que me conviertan en una hormiga. Y no es que no me gusten, las tengo en gran estima por lo bien que programan su trabajo, por cómo se comunican entre ellas y por la gran capacidad de resolver problemas complejos, pero no… Me preocupa porque ser una hormiga conlleva grandes peligros, puedo quedar aplastada por el zapato de un desaprensivo, caer en la boca de un snob en un restaurante de lujo o ahogarme en una inundación.
No me seduce la idea de volver a morir tan pronto, quiero llegar a vieja, a estar rodeada de nietos. Ruego en voz alta: ¡Dadme el placer de una larga vida! ¡No es mucho pedir!, exclamo sin ninguna convicción de ser escuchada.
Al que estaba delante de mí le han convertido en una avispa con un formidable aguijón venenoso. Está feliz, cree que le ayudará a sobrevivir. No tengo tiempo de hablar con él. Me llaman, me toca el turno.
Sobre la mesa colocados de mayor a menor hay un escarabajo, una mariposa, una mosca, un mosquito, una chinche. Y lo único que se me ocurrió decirle con voz entrecortada, emoción contenida, y ojos llorosos a aquel ser lleno de bondad que me miraba complaciente, desde su asiento, era que me devolviese a la tierra tal como había sido: una mujer.
––¿Por qué, hija mía?
––Pues, mire usted, siempre he anhelado ser una empollona, una erudita, una especialista de… los insectos.
Que buenos los relatos, me han encantado.
Muchas gracias poe ellos y muchos saludos.
Muchísimas gracias Mª Carmen por ser tan fiel a nuestros cuentos. Un abrazo.
Muchas gracias. Deseamos que te sigan gustando.