
Sí, no, tal vez… de Alex Kirschner
Por aquel entonces andaba yo dedicado a observar lo fugaz, esos momentos en los que atrapamos o nos dejamos atrapar, o no, por un acontecimiento mínimo, casi imperceptible, rápido, así como a observar esos gestos cotidianos, aparentemente repetidos, que, dependiendo del momento y el lugar donde se producen, propician, o no, en el infinito mundo de lo posible, una vivencia singular.
Alex Kirschner
Álex Kirschner es un pintor y escultor español que transmite a su obra limpieza en un inquietante cruce de lenguajes. En ambos campos, el artista alude siempre a la intimidad en su más amplio concepto, proporcionando una seducción tranquila y serena.
Esta pintura ha encendido la imaginación de nuestras cuentistas al indagar en recuerdos escondidos tras la dulzura de un abrazo al compás de un vals, juegos furtivos con encajes de colores, encuentros clandestinos a través del tiempo o la metamorfosis acaecida en un joven a causa del amor. Un mundo de sutiles alusiones al impulso generado por la pasión que, presente o pasada, forma parte de nosotros.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La primera noche
Cristina Vázquez
A mi querida amiga Carmen M.
Sí, o no. Sí, o no. Clara dudaba qué hacer. La luz del crepúsculo entraba a través de las cortinas entrecerradas. Se hacía tarde. Miró la hora en el reloj digital que estaba sobre la mesilla de noche. Tarde para qué, se dijo, si ya no la esperaba nadie. Era casi como un movimiento reflejo el mirar el reloj y sentir un picotazo en el estómago. No quería que su marido se impacientara.
La habitación resultaba pasada de moda con las cortinas de terciopelo, las alfombras a los lados de la cama un poco deslucidas y los muebles de caoba barnizada. Habían elegido ese hotel porque fue el primero al que se atrevieron a ir. Eran dos jóvenes transgresores de la moralidad de la época, o eso creían, zafándose del control de recepción.
Un ronquido suave y continuo era el telón de fondo de sus pensamientos. Eduardo dormía. Se sentó en la butaca recibiendo los últimos estertores de luz y rememoró de una manera amable y algo confusa, las veces que había estado con él en este sitio. Muchas. Tantas que por más que quisiera celebrar todas en su memoria, estaba convencida de que era un ejercicio condenado al fracaso.
La primera, inolvidable. Jóvenes, creyéndose audaces, con una emoción en las manos que hizo imposible que Eduardo le desabrochara el sujetador, ni la falda. Fue el primer conocimiento que tuvieron el uno del otro. Conocimiento que fue aumentando con el paso de los años.
Él, al terminar la carrera, se tuvo, más bien se quiso ir a estudiar fuera y Clara esperó que le propusiera irse con él. Pero no lo hizo. Estaba lleno de ilusión y ambiciones personales, y ella se quedó. No pudo evitar pensar que había sido la chica fácil que arrinconaba el brillante y atractivo arquitecto en que se había convertido. Nunca olvidaría las palabras ni la cara de airada cobardía con que le confirmó.
—Clara. Somos demasiado jóvenes para un compromiso tan serio.
En su voz surgió el mismo temblor que en sus manos la primera vez que fueron al hotel, pero en sus ojos apareció una expresión de premura por irse. La luz de poniente a su espalda, igual a la de ahora, le daba unos reflejos sobre el pelo rubio que le recordó un cuadro que tenía su madre del Ángel de la Guarda. Dos años pasaban rápido, claro que podía visitarle, aunque no sería fácil. Al despedirse le recomendó desde la plenitud de su licenciatura que se esforzara en terminar sus estudios. No era el fin del mundo, Clarita.
—Te queda mucho por vivir todavía —le pasó una mano por la cabeza como si la infundiera de un casco de sabiduría.
Él se fue. Clara estuvo tres meses sin querer ir a ningún sitio, bajo la preocupada mirada de sus padres y el cuidado de un conocido psiquiatra. A los tres meses renació como el Ave Fénix, le aseguraba su madre, una mujer culta, amable y que no quería profundizar en ningún tema excesivamente personal. Siempre se arrepentía uno de escarbar demasiado en el otro, afirmaba con una sonrisa afectada. En los siguientes cinco años no supo nada de Eduardo. El océano que les separaba pareció difuminarlo en una sombra azul.
Ella acabó su carrera, empezó a trabajar y se casó con Gabriel. El mejor marido y una buena boda, sentenció la madre que temía que esa hija volviera a recaer, o a descarriarse. Una tarde lluviosa la oyó decir a una amiga que Clara era demasiado emocional, muy frágil y Gabriel lo más adecuado para atemperarla. Menos mal que el otro está lejos, que si no…
El otro volvió casado con una americana decidida y rubia que hablaba el español con voluntad marcial. No dejaba pasar una palabra que no entendiera y pretendía hacer chistes a los pocos meses y a los pocos meses fue su reencuentro. Igual que si el tiempo de ausencia de Eduardo se hubiera quedado congelado en una nube, volvieron a verse con la naturalidad de antaño. Las confusas disculpas de él, de cómo pudo marcharse sin ella, cuánto la había echado de menos, era el auténtico amor de su vida, a Clara le resbalaban en un dulce abandono. Durante años se siguieron reuniendo, normalmente en este hotel.
—Bienvenidos señores de Ceballos. Es siempre una alegría verlos —decía zalamero el recepcionista.
Las primeras veces a Clara le molestaba el tono burlón que creía descubrir en sus palabras. Luego, ya ni lo oía. Y ahora, mientras la luz declinaba marcando en sus pies desnudos unas sombras equívocas, pensó que después de veinte años, ella viuda y él divorciado, habían decidido no vivir en la misma casa. Demasiado peso en las mochilas de sus vidas.
Por fin decidió quedarse. Se abrochó el sujetador y en vez de vestirse se puso el albornoz y se tumbó en la cama junto a él que seguía medio dormido. Ya no tenía el pelo rubio sino escaso y entrecano, su figura se había vuelto más lenta, aunque aún guardaba el entusiasmo por su profesión y por ella.
—Nunca hemos dormido juntos una noche entera—le susurró Eduardo abrazándola.
Ella afirmó con la cabeza. Nunca. Clara pensó qué raro le resultaba no sentir el picotazo en el estómago al llegar a una hora. Ya no importaba. Nadie la esperaba en casa y sintió una antigua ternura que había enterrado mucho tiempo atrás.
Siempre hay un lugar para soñar
Malena Teigeiro
Ya nada era como antes. Los años pasaron para todos y para ella también. Y aun viviendo casi feliz, nada era lo mismo. ¿Me comprende? Revoloteó una mano. A su edad ¿a quién no le llegó la incontinencia? Y cerró los ojos elevando ligeramente los hombros. Al menos ella gozaba con el recuerdo de las noches de risas, bailes y baños en la playa a la luz de la luna. ¡Qué noches! Y repitió el gesto, pero esta vez sonriente. Siempre terminaban detrás de las barcas. Entonces la vida era fácil. Buscaban el sol, la sal, y todo lo demás llegaba sin que se dieran cuenta. Amó a Carlos, a Vicente. Quizá también a Juan, aunque de este no estaba segura. ¡Bebió tanto en aquel tiempo! En cambio, sí recordaba el desprecio infringido por Paco. A pesar de causarle dolor, estaba satisfecha de no haber caído. Ciertas cosas nunca le parecieron bien y no estaba dispuesta a hacerlas por mucho que estuviera enamorada. Sin embargo, el muy sinvergüenza desde esa noche se dedicaba a criticarla, y según le contaron incluso se mofaba de ella. Eso, la verdad, sí que le dolió. No estuvo bien.
Y ahora… ¡En fin, qué le iba a contar que no supiera! Algunas dificultades por su manera de ser, pasaba. Eso no lo iba a negar. Por ejemplo: estaba lo del sujetador. Nunca lo he utilizado. Eso fue lo que le dijo a su compañera de habitación que con asombro contemplaba su dificultad al abrochárselo. Claro está que ella no tenía por qué conocer que era la primera vez. Siempre tuvo los senos fuertes. Y aunque seguían sin gustarle, allí la obligaban. Eso sí, se negó a ponerse los de cuerpo entero. Su cuerpo encorsetado como en la edad media. No. Por ahí no pasaba.
Un día entró a trabajar una nueva cuidadora, Antonia, una morenita muy graciosa y bastante pícara. Poco a poco se hizo su amiga y fue entonces cuando consiguió que le comprara unos de colores con puntillas y encajes. El último Fin de Año le llevó uno rojo con las braguitas a juego. ¡Cómo se rieron las dos! Y se lo puso para la cena. ¡Qué horror de cena! Ni tan siquiera en la de Fin de Año cambiaban el menú: Sopa de fideos y merluza hervida. La única fiesta para los que esperaron hasta las 12 campanadas, fue brindar con sidra. Los otros, casi todos, la mayoría mujeres, aburridos, se fueron a la cama.
Su compañera de habitación, bruja envidiosa, fue contando a unas y otras que llevaba ropa interior de colores. Como las de las furcias, y me dicen que al pronunciar estas palabras arruga la nariz como si oliera mal. Y que la noche de Fin de Año la llevaba roja con puntillas bordadas con lentejuelas. Desde entonces, cada vez que su silla de ruedas pasaba al lado de alguna de sus compañeras, estas, turbadas, bajaban la cabeza. ¡Pobres! Le daban lástima. Aunque en el fondo le importan bien poco sus sentimientos. Si la envidiaban, ¡qué le iba a hacer! Esta vez su compañera de habitación, Solita, el nombre le iba perfecto: hija única, soltera, pacata… Pues bien, Solita nunca supo el favor que le hizo. Enseguida le cuento. Verá. Gaspare, uno de los nuevos, bien plantado con barba de dos o tres día, y mirada de las que te hacen llevar la mano al corazón, se le acercó. Comenzaron a charlar y congeniaron tanto y tan bien, que ahora todos los miraban con envidia. Ya me dirá usted, si no es por envidia, por qué nos iban a criticar tanto. A ellos no les importó.
Uno a otro, se contaron la vida, y si bien no coincidieron en las mismas playas ni en las mismas ciudades, vivieron algo parecido. Él desde luego, fue mucho más… Digamos que valiente. Sin embargo a ella nunca le gustaron las mujeres. Su único vicio fueron los hombres, rio divertida. Desde el instante en que se le acercó, se alegraban jugando a jóvenes. Me comprende, ¿verdad? Y la mirada de la anciana se alejó, quizá soñando pícara. De pronto se dio una palmada en el muslo. Nada era ya lo mismo. Y levantó la mano haciendo sonar los múltiples aros plateados que le adornaban la muñeca. Además, sus regocijos tienen el punto divertido de la clandestinidad. ¿Qué por qué? Pues porque les daba miedo que los descubrieran. No se puede hacer idea de cómo eran los directivos de la residencia en esos casos. Pero ellos tienen mucho cuidado en no demostrar nada en público. Y desde que consiguieron la ayuda de Antonia, quien les deja sin llave la puerta de la sala de lencería, se lo pasaban bien. Lo único que empañaba su goce era un temor: Si se enteraban los mandamases de la residencia, con tal de salir en los periódicos los casan, y ninguno de los dos estaba dispuesto a perder una de las pensiones. ¡Faltaría más!
Metamorfosis
Liliana Delucchi
A nadie le importa un joven desgarbado tomando su almuerzo en el banco de una plaza. La gente camina como si no estuviera, como si formara parte del mobiliario urbano. Durante el descanso, antes de regresar a mi puesto de trabajo en la oficina de correos, contemplaba la vida alrededor: Mujeres con su carro de la compra, abuelos y nietos en los columpios, estudiantes haciendo novillos...
Hasta hace un tiempo fui transparente. Para los clientes que se acercaban al mostrador a dejar una carta o recoger un paquete, para los carteros al depositar correspondencia o amontonar sacos en sus vehículos y, sobre todo para mi jefe, un presuntuoso para quien dirigir esa estafeta era comparable a ser el CEO de una multinacional.
La agencia se encuentra en una esquina y, gracias a que el mostrador da a la calle principal, por sus ventanales habitualmente sucios, entra un poco de claridad sobre los montones de papeles acumulados. El resto de la estancia sucumbe a las sombras de carpetas con facturas, notificaciones o algún aviso de recogida de un paquete cubierto de polvo, en espera de un dueño que nunca aparece.
Todo cambió una mañana oscura cuando la niebla llegaba hasta los anaqueles del cubículo. Se abrió la puerta y se hizo la luz. Entró en la oficina una sonrisa seguida de una mujer con todo el sol ausente en el lugar. El verano llegó con ella, aunque el termómetro asegurara otra cosa. Sentí calor.
Se dirigió a mí mostrando una dentadura perfecta y con voz suave preguntó por su marido. ¡No era posible! Era el fofo de don Miguel, ese de los bigotitos años cuarenta con calva incipiente que ocupaba el despacho en cuya placa, siempre pulida, se leía: Director.
No sentí envidia, solo pena por aquel ángel de suavidad y modales dignos de una reina. Me agradeció que la acompañara hasta el escritorio de la rana que nunca se convertiría en príncipe. Volví a mi puesto reafirmado sobre la injusticia de la vida. De nada sirvió salir a correr, telefonear a los amigos ni enfrascarme en una novela. Ella se colaba entre los pinos, las voces de compañeros o los personajes del libro.
Nuestro encuentro fortuito se produjo unas semanas después. Un atardecer cuando decidí regalarme alguna exquisitez para cenar, como los personajes de una serie de la que no me pierdo capítulo. Era la necesidad de sentirme especial, dejar de ser por un momento el joven celofán cuenta-monedas.
Aunque estaba de espaldas, la reconocí. ¡Cómo no hacerlo! Esa melena cobriza que inundó con su fragancia el cuchitril con moho en las paredes por donde mi vida transcurría de ocho a tres. Contemplé su porte elegante y suaves movimientos a través del cristal de la tienda de delicatesen. Abrí la puerta y con la voz más varonil que supieron lanzar mis cuerdas vocales dije «Buenas tardes». Se dio la vuelta para contestar el saludo, en vez de ello me sorprendió con un «¡Es usted!».
Recorrimos juntos el local en busca de productos y terminé gastando más de lo previsto. Pero valió la pena. Estar a su lado, hablar de combinaciones posibles para degustar, del tiempo o del resultado del euromillón… Fue como ingresar a un paraíso sin billete de entrada.
A ese encuentro casual siguieron otros, algunos accidentales y otros no. Estos últimos forjaron una amistad que terminó en mi apartamento una tarde de primavera. Verla por primera vez en ropa interior, como la de los anuncios de las marquesinas, me hizo sentir que los sueños pueden hacerse realidad. Sin embargo, para mí no era comparable, era ella quien llevaba los encajes, trasluces adivinatorios de formas de diosa que yo, humilde mortal, podía disfrutar. Un mundo de sutilezas, ondulaciones y temblores inundaban la estancia habitualmente anodina. Nos acercábamos al balcón; a través de las cortinas un paisaje de árboles y tejados vestían nuestra desnudez. Las risas y los juegos se alternaban en una sucesión interminable.
Dejé de ser transparente. Los clientes habituales de la estafeta empezaron a llamarme por mi nombre, los carteros me pedían las cosas por favor o daban las gracias, y hasta don Miguel me trataba con amabilidad. Una mañana, frente a la máquina del café, el jefe habló de su felicidad, pues su esposa, atribulada durante años, había encontrado su verdadera afición: Todas las tardes iba a clase de cerámica. Sonreí pensando en lo bien que moldeaba la señora.
Cada atardecer, cuando desde la cama la veía abrocharse el sujetador, prolegómeno de su partida, solo pensaba en retener esa imagen, seguro de volver a contemplarla. Aun hoy, cuando el sapo ha desaparecido de nuestras vidas y ocupo su despacho, al ver su espalda y sus manos lidiando con esa prenda, sonrío porque sé que mañana ocurrirá lo mismo.
El baile de ayer
Marieta Alonso
El cielo amaneció llorando. No podremos ir al parque, pronosticó la abuela. Los chicos se miraron entre ellos con picardía, y la convencieron que entre los chubasqueros, las botas de agua y las mascarillas no se mojarían. Ya veremos, respondió y se fue a vestir.
En la calle charcos de distintos tamaños soñaban con llegar a ser lagunas, las lagunas con ser ríos, y los ríos con la mar. Nunca se está contento con lo que se es. Eso lo aprendió de la vida.
Ella, por la acera con su bastón, y los niños chapoteando por la calzada llegaron a su destino. Se entretuvo en buscar al mendigo, que tocaba la flauta, resguardado en los soportales de la plaza Mayor. Su tonadilla era alegre, invitaba a bailar.
Cada vez que lo oía, se le iban los pies tras las notas. Su cuerpo ya no era el de antes, en cambio, su mente parecía tener veinte lustrosos años, con las mismas ansias de vivir, de soñar, de juguetear con el amor. Recordó aquella vez que sintió una mano ligeramente ahuecada en la espalda y voló por los aires en una floritura que hizo que la falda se desplegara. Enseñó algo más de lo debido. Solo duró un instante, menos mal, si hubiese durado una eternidad las habladurías seguirían sonando. Nunca olvidó aquel vals del Emperador, ¡Ay, Strauss! ¡Qué cosquilleo!
Eran tiempos en que no tenía necesidad de usar sujetador. Los escotes de sus vestidos se mantenían firmes, insinuantes, seductores, mientras atraían todas las miradas.
Un grito infantil la sacó del ensueño:
¡Abuela! ¡Despierta! Mi hermano no para de saltar en los charcos y me salpica con el agua sucia.
Querida Cristina. Que honor. Muchísimas gracias. Como siempre, consigues transportarme.
Un beso fuerte.
Cristina,que relato.,,el qué más me ha gustado……que regalo de San Isidro.
Abajo la cobardía y viva el amor.
Gracias mil
Elena
Gracias a ti. Viva el amor siempre aunque esté chico …
bss
Siempre hy un lugar para soñar, sencillmente me encantó.
Cuando llegué a Chile, mi primer trabajo fue en hogar de ancianos, ya que aún no tenía mi documenración en regla. Este relato me recordó un señor y una señora que se conocieron allí y tuvieron un romance.
Soy de la opinión que no hay edad par el romance.
Muchas gracias por leernos, Ruth.