
Restaurante Lhardy
El famoso restaurante Lhardy entra en su tercer siglo de existencia en la misma casa de la Carrera de San Jerónimo donde abriera sus puertas en 1839.
Gran parte de la historia de España se ha tramado entre la elegancia de estas paredes, bajo sus lámparas que evocan la etiqueta y solemnidad del romanticismo, y en torno a sus manteles que continúan subrayando los más delicados refinamientos gastronómicos.
En este ambiente inalterable, con el estímulo de manjares y amores, se han decidido derrocamientos, repúblicas, restauraciones, regencias y dictaduras.
El tiempo que pasa y vuelve, retorna siempre a los comedores de Lhardy, a la intimidad del salón blanco y a la fantasía oriental, ensueños coloniales del comedor japonés, para seguir tejiendo la historia secreta de España pero, sobre todo, pasado y porvenir se funden en la luz indecisa del famoso espejo, donde nuestras imágenes conviven con las sombras de personajes que allí se reflejaron.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Trabajo nocturno
Cristina Vázquez
No podía olvidar las primeras palabras de la señora, le rebotaban en la cabeza y en el corazón, tanto que creyó que iba a reventar los brillantes botones de su uniforme. Se veía elegante con su levita cruzada azul marino, la corbata de plastrón y unos botines acharolados que había heredado del portero anterior, pero que aún estaban en buen estado y él, Severiano, los cuidaba con esmero de orfebre.
Por las noches muy tarde, casi en la madrugada, antes de echarse a dormir después de haber cerrado la puerta al último cliente o haber llamado un coche de punto, refugiado en su buhardilla, cepillaba el uniforme y con un paño mojado en leche limpiaba los botines. Volvía a recordar con emoción el momento en que la señora se dirigió a él con picardía.
Era un orgullo ir bien aseado, pues al fin y al cabo, había conseguido un puesto de relumbrón: portero de Lhardy. Casi nada. Gracias a la recomendación del anterior, paisano del mismo pueblo de Galicia y que le había sacado de ir con el chuzo y el farol abriendo puertas. Y las propinas no eran comparables a las irregulares del vecindario del barrio de Pozas.
—Con lo bien plantao que eres, harás carrera —le reconoció al despedirse.
A él se le quedaron grabadas esas palabras como diamantes la noche que le alertaron de que iba a llegar una visita muy importante. Tenía que estar atento porque la señora no iba a utilizar la entrada principal, sino que subiría por la escalerita que daba a la puerta pequeña.
Apareció un discreto coche tirado por dos preciosos caballos negros, con una coronita pequeña en la puerta. Se bajó una mujer en la treintena, rubia, clara de piel y con unos ojos azules grandes y algo saltones. Le recordó, más entrada en carnes y con más años, a la Virtudes, la moza que le robaba el corazón y esperaba poder traérsela a Madrid en cuanto tuviera un poco de ahorros y seguridad. El mismo color, se decía, mirándola con disimulo.
—Anda, no mires tanto al suelo y dame el brazo —su voz sonó grave y melodiosa.
Él, erguido como un húsar, le ofreció su brazo y la acompañó a la entrada que le habían indicado. Al traspasar el umbral la señora que le llegaba al hombro, le miró con detenimiento alzando la cara, pues Severiano era de buena estatura y complexión fornida. Y sintió como su mirada le recorría sin prisa el frondoso bigote rubio y la boca de religiosa perfección. A Severiano le empezó a temblar el alma. ¡No podía ser que fuera ella! La había reconocido de los cuadros y los billetes y sin venir a cuento, se quitó la chistera y se dobló de tal manera que casi empuja a la regia dama.
—Déjate de reverencias y ayúdame a subir las escaleras —dijo socarrona.
Como eran muy estrechas él se colocó de espaldas a las mismas sujetándole las manos. Renqueaba con cierta dificultad por lo abultado de las faldas y de ella misma. En una vuelta casi se queda encajada.
—Si sigo comiendo los cocidos de este sitio van a tener que ensanchar la escalera —rio con franqueza.
Le pidió que la alzara del suelo para acceder el otro tramo. Así lo hizo, y mientras la sostenía con dificultad, su perfume de nardos le inundó y se trastornó al tener tan cerca una mujer tan fina. Ella se reía con desparpajo, animándole, vamos, que ya casi lo conseguían. Y al llegar arriba la esperaban maîtres y camareros doblados. Con disimulo se quitó una pulsera y se la dio.
—Con lo guapo que eres seguro que tendrás una enamorada —-se le hicieron dos hoyuelos en la redonda cara y le apretó la mano —. Regálasela, pero no te vayas lejos.
A partir de ese día le subieron el sueldo y le compraron unos botines nuevos. Esperaba con impaciencia la llegada del discreto coche negro, pues siempre le caían unos doblones o alguna joyita. Al fin y al cabo, como era un buen empleado, concienzudo y serio, cumplir con el deber en el comedor interior forrado de cordobán, no podía decirse que fuera un trabajo muy duro.
Él pensaba en su Virtudiñas, ya le enseñaría lo que era ser un señor de los pies a la cabeza.
La vida de un botones
Malena Teigeiro
Antes de llegar aquí, fui botones de Lhardy. Cuando entré a trabajar al restaurante tenía diez años. Mi uniforme me gustaba. Era rojo con multitud de botones dorados, un bonete sujeto a la mandíbula por una estrecha correa de piel, guantes blancos y negros botines. El trabajo lo había conseguido porque mi madre planchaba la ropa para la esposa de un señor importante, de los que en aquel tiempo mandaban y que tuvo a bien recomendarme. Desde el primer día me sentí importante, aunque mis funciones solo consistieran en ir de allá para acá, atendiendo los deseos de los clientes. A Lhardy iban personas de lo más principal, incluso llegaban a comer o cenar grupos de mujeres sin hombres. Y no crea, no se veía mal, no. El anciano se detuvo y suspiró. Pues como le decía, mi trabajo consistía en ir a por los periódicos, comprar cigarros, llevar tarjetas y sobres a los domicilios, y cualquier otra cosa que se pudiera necesitar. Y fue en aquellos días cuando la vi. Era pequeña, regordeta y con un triste brillo en sus alegres ojos, como la del que lo tiene todo pero que le falta lo que desea. Sólo iba al comedor blanco, aunque a mí el que más me gustaba era el japonés, al que acostumbraba a ir el amigo de la señora. En mis primeros tiempos, cuando ella entraba allí, no me dejaban pasar ni por el pasillo y tenía que dar la vuelta por la escalera.
Ella solía venir muy a menudo, a veces sola, otras con amigos, y casi siempre la esperaba el hombre alto, de cabello blanco, delgado y con el labio inferior bastante grueso. Mi jefe, don Emilio, el dueño, y que al ser francés era muy elegante, hablaba con una media lengua castellana sin pronunciar bien las erres, un día me ordenó que cuando la señora entrara en el comedor me colocara detrás de la puerta y que estuviera bien presto a realizar cualquier servicio. Todavía lo recuerdo: No te muevas de ahí, ¿me entiendes?, masculló agarrándome por la oreja. Él llegaba siempre embozado, ella subía riendo, saludaba a don Emilio, que le correspondía con una inclinación con la que casi tocaba con la frente el suelo, y entraba con sus orondas caderas y su regordete rostro.
Una noche hubo una gran discusión. De pronto escuché ruidos de espadas. Ella, bastante tranquila, salió del comedor. Se colocó un dedo delante de los labios y yo comprendí. Venga por aquí, le susurré. Y me siguió hasta la puerta de atrás.
Días después llegó a la corrala en donde vivíamos, un alabardero de palacio. Llevaba una carta y siguiendo las instrucciones de aquel recado, vestido con mi uniforme rojo de botones dorados y sin soltar la mano de mi madre, bajé por la calle Arenal. Luego de cruzar la plaza de Oriente, entramos en el inmenso edificio guiados por un criado, que nos entregaba a otro, y así hasta llegar a una sala en donde una señora me ordenó que la siguiera. A mi madre le dijo que se sentara y que no se moviera de allí hasta que regresáramos. ¡Era no conocerla! Seguimos cruzando salones hasta llegar a un pequeño despacho en donde la señora estaba escribiendo. Se levantó y me abrazó. Olía muy bien. Y aunque era bajita y regordeta, como yo era muy chiquitajo, me hundió entre sus senos. ¡Qué bien olía! Cómo la mejor flor del parterre. Y mi madre, que como no podía ser de otra manera nos había seguido, se emocionó al verla. Y lo sé porque la escuché hipar. A ver si se enfada, recuerdo que pensé. Cuando ella la vio, le dio las gracias por la buena educación que me había dado, y por el buen corazón que tiene su hijo, señora. Y mi madre con la emoción del momento, le hizo una reverencia tan grande que se cayó de rodillas.
Y así cambié la puerta del comedor del restaurante por la de su despacho. Hasta que se fue a San Sebastián de veraneo y después a París. Y como nadie me dijo nada, yo continué allí haciendo guardia mientras esperaba su regreso.
Seis años más tarde, ocupó el despacho su hijo, que también era muy agradable. Dijo que quería que yo continuara detrás de la puerta de su despacho, igual que había hecho con su madre. Y así lo hice. Los primeros tiempos fueron muy alegres. Se casó con una señorita andaluza de bien, risueña, graciosa y dicharachera. ¡Ay!, la pobre se fue para el otro mundo en un sentir. A todos nos dio mucha pena. ¡Era tan joven y guapa! Luego se volvió a casar. Pero la nueva ya no fue lo mismo. Era bastante seria, y tiesa, aunque lo cierto fue que nadie pudo nunca decir que no fuera educada y amable. Y desde luego era bella, pero sin la guapura esa que tienen nuestras mujeres. Cuando me veía le gustaba preguntarme por mi familia —entre tanto me casé y tuve tres hijos, que se me colocaron de granaderos—, pero como yo estaba acostumbrado a ese deje del sur en el acento, como ella lo tenía que parecía que en vez de saliva llevara chorros de hierro en la boca, pues no me resultaba agradable del todo.
Y ahora, ya ve, aquí sigo, detrás de la misma puerta y del mismo despacho, echando de menos a aquella que me trajo desde el restaurante Lhardy. Eso sí, hace ya tiempo que me han puesto una silla.
Despedida
Liliana Delucchi
El bastón suena acompasando los pasos que lo siguen sobre la acera de la Carrera de San Jerónimo. Erguida, como si los años no hubieran pasado por ella, doña Concepción mira sin reconocer los escaparates a lo largo de la calle hasta llegar a una puerta acristalada que le abre un señor bien vestido.
—He vuelto, querido, y todo sigue igual —murmura mientras la acomodan.
—Cocido completo —ordena al maître— …y una botella de Vega Sicilia.
Sentada a la mesa de entonces, la que está frente al espejo, mira con nostalgia el reloj que sigue en el mismo sitio y oye lejana la voz del camarero:
—¿Espera a alguien más, la señora?
Concepción levanta los ojos ante ese hombre atildado y con una sonrisa responde: «No».
Suspira profundamente. Solos como entonces, querido, pero esta vez el resto de los comensales son desconocidos. ¿Recuerdas cuando señalando una mesa con la mirada me informabas ese es el ministro tal o a tu derecha está sentado el secretario cual con su nueva amante? Se estira la falda antes de extender la servilleta. Nos reíamos inventando las historias que imaginábamos sobre todos ellos y tú me contabas esos secretos de estado que nunca debían salir de tu boca. Éramos intocables. Hasta que llegó la verdad, hasta que un día, sentados a esta misma mesa, me dijiste que te habían defenestrado. Te enviaban como embajador lejos, muy lejos.
La mujer aspira el aroma del caldo y piensa en el doctor Fernández. Valiente cretino. Decirme que cuide la dieta, a mi edad y en mi estado. «Ni carnes ni grasas, señora, y olvídese del alcohol» Me dijo durante la última visita. ¡Como si fuera a hacerle caso!
No hubo despedidas, aquella fue la última vez que nos vimos. Partiste con tu familia y no volví a saber de ti. Bueno, algo sí. A través de conocidos supe que esperabas un cambio de gobierno para volver, pero si bien los gobiernos cambiaron, nunca volviste. No lloré. Ni una lágrima. Por eso estoy aquí, para saldar esa cuenta conmigo misma, para poder alejarme como es debido, para decirte adiós en este lugar en el que compartimos tantas cosas bonitas.
No puede terminar el plato de cocido, deja la mitad, pero apura unas copas de vino. No es por hacerle caso al médico, es porque mi estómago ya no puede con tanto. El tiempo se ha llevado hasta mi apetito.
Cuando el camarero se acerca para ofrecerle algún postre le dice que no, solo una copa de Peinado.
—Y en media hora me pide un taxi, por favor –agrega con esa sonrisa que sí ha conservado.
Levantando la copa de brandy, antes de beber el primer sorbo, murmura: Hasta pronto, querido.
Ya en el taxi, siente la pesadez provocada por la comida y el alcohol. Mira a través de la ventanilla esa tarde de invierno que cae sobre Madrid, los magníficos edificios que empiezan a iluminarse. Baja el cristal para aspirar el aire helado y escuchar el ruido del tráfico. Vuelve a levantarlo, apoya la cabeza contra el respaldo y siente unas gotas saladas que descienden por su rostro para perderse en los labios entreabiertos.
—¿Se encuentra bien, señora? —Le pregunta el conductor, un joven con el pelo muy corto y un pendiente en el lóbulo derecho.
—Estupendamente, hijo. Y le voy a dar un consejo: llore de vez en cuando, no sabe cuánto alivia el alma.
A lo dicho, hecho
Marieta Alonso
La otra noche perdió la serenidad. Presa de la angustia no pudo dormir. Y se sorprendió al sentir tristeza y celos. Ella era así, cualquier secreto, por nimio que fuese, lo consideraba alta traición.
No pretendía que todo el mundo la amara. Con que unos cuantos lo hicieran era suficiente, pero el respeto era fundamental, pensaba mientras se colocaba con nerviosismo los finos guantes.
Aún era temprano. Se acicalaba para tomar las riendas de su vida a pesar de la borrasca que caía sobre Madrid, y que desde la víspera no había dado respiro. Luego al salir a la calle la abofeteó ese olor que acompaña a la primera lluvia tras un largo período de sequía —los ingleses lo llaman petricor—. Insoportable ese vaho para ella. Lograba que sus sentidos comenzaran a desperezarse, y eso era lo que menos le apetecía.
Decir que estaba enojada con su marido era una valoración optimista. Aquel hombre era todo barriga y astucia. No podía consentir que hubiera llevado al Ritz a una baronesa teniendo en casa a una duquesa, ¡nada menos! Según rumores fidedignos la llevaba a comer a Lhardy en compañía del embajador ruso.
Con ella prefería la intimidad del hogar porque eran malos tiempos para permitirse el lujo de gastar tanto, sostenía; y se ufanaba de ser duque, aunque el título era de ella. Para colmo, esa noche, después de que ella cuestionara su fidelidad, dobló el periódico por la mitad mirándola con cariño, la invitó a sentarse a su lado comentando que abordaría, con su permiso, los problemas de uno en uno. Pero luego mirando el reloj añadió que, al día siguiente sin falta, hablarían. Y aseveró que tenía una reunión importante.
—Si sales por esa puerta a tu regreso la encontrarás cerrada —señaló con furia contenida y tono arrabalero.
—Mujer, no es digna de ti esta escena.
Y acariciándole la mejilla con indiferencia, tomó su bastón, su sombrero y se marchó.
Suerte que ella era una mujer de recursos. Así que llamó a un detective y a un abogado especializado en divorcios.
Y allí estaba, ahora, en Lhardy, bebiendo consomé hecho en el lujoso samovar de plata, a la espera de conversar acerca de su separación.
El detective llegó con fotos que no dejaban lugar a dudas, no quiso pensar cómo las consiguió. El abogado se presentó con un cartapacio bajo el brazo y ella gozó al pensar en la cara que pondría su querido marido al constatar que la amenaza de aquella noche no fueron meras palabras.
Me ha gustado mucho.
Muchas gracias.
Gracias, vuestros comentarios nos animan.
Todos han sido muy bonitos
Muchas gracias. Deseamos poder seguir entreteniéndote.
Muchas gracias Martha
Muchas gracias querida Martha.
Como hablé h, hace tiempo, de Lhardy, me han gustado mucho los relatos, especialmente los que se refieren a Iabel II,que es una reina que me cae muy bien. Gracias.
Muchas gracias. Esperamos poder seguir contando contigo.
Muchas gracias, es magnifico poder entretener.
Un abrazo inmenso Isabel.
Trabajo nocturno (Cristina Vásquez) y La vida de un botones,(Malena Teigeiro) semejanzas y diferencias ( tienden a llevar un hilo conductor algo parecido) Y nos dejan ambos cuentos de manifiesto la vida de personas simples, cuyo destino parece ser convertirse en » personajes» a costa de su propia vida, sintiéndose pagados con una sonrisa de mujer pudiente y de su perfume…Estos cuentos nos hacen imaginar el Madrid de esos tiempos. Despedida: (Liliana Delucchi) una muy buena historia, la mujer valiente que tras el ritual para olvidar entre líquidos y comida al final llora porque ha intuido que eso es real y es el final. A lo dicho, hecho.( Marieta Alonso) una historia redonda, con sabor a triunfo, (moraleja, que bueno es tener recursos.) Gracias escritoras, muchas gracias.
Muchas gracias por tus comentarios.
Vivan los cuentos!
Vivan nuestros lectores. Gracias mil.
Enhorabuena! Conozco bien la historia de Lhardy y la de su fundador.
Lhardy es todavía un referente de Madrid para nuestra generación y está muy bien reflejado en vuestros relatos.
Muchas gracias por tus comentarios. Besos
A mi también me encanta este restaurante. Es una pena que no lo conozca mas gente.
Gracias por leernos.