
Las rebajas de enero
Fueron dos los elementos importantes que consolidaron la costumbre de las rebajas: el primero, el regateo, que se efectúa desde tiempos remotos. El segundo, la idea de concentrar en unas fechas determinadas una campaña comercial.
En ese sentido, tuvo mucha importancia el desarrollo de las ferias medievales, las cuales, como las rebajas de la actualidad, tenían lugar con el cambio de estación y los productos de temporada.
Hoy en día, no solo fortalece las ventas de pequeñas tiendas y grandes superficies, sino también la relación entre familia, amigos y otros vínculos, como veremos en los cuentos que este mes nos regalan nuestras escritoras.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Buenas amigas
Cristina Vázquez
Habían decidido ir de rebajas. Era casi una tradición salir esos primeros días de enero las cuatro amigas desde el colegio, a comprar alguna cosa. Empezaron a hacerlo desde jovencitas, con la ilusión de poder llevarse esa prenda soñada que no habían podido adquirir. Luego lo hacían con la responsabilidad asociada a sus finanzas personales o familiares.
—Aunque cada vez compremos menos para nosotras —afirmó Ana María—. Esta tradición de ir juntas de rebajas no podemos perderla.
Lo decía delante del café con churros que se tomaban ese domingo para tener fuerzas, se animaban risueñas, igual que si se aprestaran a una batalla. Y se miraban con la esperanza, cada vez más tenue, de encontrar algo que renovara no solo sus vestuarios sino de alguna manera también sus vidas.
—La única que no ha cambiado de talla es Blanca —señaló con cierta dureza Luisa.
Las demás, se estiró el jersey que le quedaba un poco ajustado, iban a tener que pelear por la cuarenta y cuatro o por la cuarenta y seis. Que no fuera ceniza, replicó Clara, al fin y al cabo, los años ensanchaban a todas. Un silencio imprevisto se cuajó en el borde de las tazas.
—Os voy a descubrir una tienda maravillosa que hacen unas rebajas de marcas de primer orden in-cre-í-bles —Ana María separó las sílabas con la precisión de un grabador—. Está muy cerca de aquí y nos la abren, aunque sea domingo, solo para nosotras.
La encargada era amiga suya y un encanto de persona, continuó mientras terminaban de pagar. Salieron las cuatro como un enjambre hablador, forzando un poco la alegría. Era estupendo haber sido capaces de no desfallecer en este pequeño ritual, afirmó Clara emocionada. Al entrar en la tienda se sintieron un poco cohibidas. Demasiado para ellas, se iban a arruinar. ¡Qué locura!, bisbiseaban excitadas mientras Ana María se dirigía con paso firme a la encargada.
—Querida —le dijo con una voz artificiosa—. Te traigo a mis adoradas amigas del colegio.
Hizo un ademán que las abarcaba a todas en una onda amorosa. La encargada, una mujer imperiosa e impresionante, les dedicó una encantadora sonrisa y las tasó de una sola mirada. Sus ojos le hicieron pensar a Blanca en una noche quebrada de sueños que, con seguridad, no se cumplirían, lo que le produjo una inquietud indescifrable. Pasada esa primera impresión, el aroma difuso, la iluminación tenue, el ruido de los cerrojos en la puerta, les dio la sensación de una blanda burbuja en la que todo resultaba posible y amable.
Permanecían un poco amilanadas ante el despliegue de trajes, abrigos, bufandas… Poco a poco, se fueron acercando a admirar su suavidad y a descolgar alguno para apreciarlo mejor. En ese momento, la encargada, que había desaparecido, reapareció. Sostenía una cortina al final de la tienda con elegancia, como si fuera un decorado en el que ella manejara los recursos del mismo.
—Seguro que ha sido modelo —secreteó Clara a Luisa—. Vaya fachón y eso que no cumple los sesenta.
Y con su encantadora, delgada y profesional sonrisa las hizo pasar a un saloncito forrado de tela amarilla con un espejo grande y sillas de respaldo dorado colocadas junto a la pared. Al fondo, se veían dos probadores abiertos como bocas prometedoras de delicias.
—Sentaos, por favor —la encargada indicó las sillas—. Este es el lugar secreto para las escogidas —rio bajito—. Y para mí, Ana María y sus amigas lo son.
Iba a apagar un momento las luces exteriores para que nadie se extrañara, como era domingo y estaban solas en la tienda, dijo en tono confidencial, así estarían más tranquilas. Solo faltó que un discreto aplauso invadiera el lugar, pero no hubo más que unos agradecimientos murmurados con timidez. Blanca, de manera instintiva, metió los pies bajo la silla, sus zapatos estaban un poco estropeados y en ese momento tuvo conciencia de lo impropios que resultaban en ese encantador refugio. La encargada, Juana, que la llamasen por su nombre, volvió a desaparecer un minuto para volver con un perchero lleno de trajes que dejó en el centro. Le pidió a Ana María que la ayudara, por favor, y trajeron un carrito lleno de chales, bolsos, bisutería…
—Adelante, señoras, esto ha sido especialmente seleccionado para vosotras —las miró con la calidez de ese sueño quebrado—. A todos los precios hay que aplicarle el 70%.
Al decirlo, su voz subió a un tono casi de feria o de rifa. Descolgó uno de punto que ofreció a Blanca, la que no había cambiado de talla, otro de chaqueta de lana fría a Clara y así, después de mirarlas a cada una un rato con interés, elegía prendas para que se las probaran.
La más animada y la primera que entró en el probador fue Ana María con un abrigo de corte impecable y un traje de seda que casi la hace parecer otra mujer. Le quedaba genial, estaba elegantísima. Juana cogió las etiquetas y las retó con gracia.
—Y solo le va a costar… —se calló con los ojos cerrados—, trescientos euros. Increíble.
La otra, feliz, sin duda se lo iba a quedar, aseguró mientras se desvestía y empezó a rebuscar más ropa para probarse. La animación entre el resto surgió como un travieso animal que las fuera incitando, pellizcando. Empezaron a probarse animadas por los consejos de Juana, este no le iba, de ninguna manera, y casi le arrebata a Luisa una blusa de las manos para ofrecerle un conjunto mucho más adecuado a su físico y a su personalidad.
—Con todos los años que llevo en esta profesión me he vuelto psicóloga y sé lo que os va a cada una.
Soltó un amable discursito de la necesidad de sentirse bien con uno mismo, cómo la ropa buena no se estropeaba y daba categoría y seguridad a la persona. Ahí se paró en medio del cuartito y como una hechicera elegante, que no olvidaran lo deprisa que corría el tiempo, soltó muy seria. Tenían que aprovechar que aún eran jóvenes y seguro que despertaban miradas de admiración masculinas. Y les guiñó un ojo.
Al cabo de una hora salieron todas cargadas de bolsas, con una mezcla de mala conciencia y alegría por la buena compra hecha, comentando lo increíble de los precios, aunque se hubieran gastado un dineral. Gracias Ana Mari, vaya chollo, iban a ir como reinonas. Cada una, en el fondo, iba pensando de qué gasto se tendría que abstener para compensar este maravilloso dispendio.
Pasados unos días, ya reposada en su casa, después de haber desaparecido esa especie de infantil excitación que les entró en la tienda, Clara comprendió que no iba a usar el traje de gasa azul. Nunca había tenido ni iba a tener un acontecimiento que justificara tanta sofisticación. Fue a cambiarlo a la tienda, preguntó por la encargada y apareció una señorita sonriente.
—Perdón, yo quería ver a Juana —adujo con timidez.
La otra, que comenzaba a agriar su sonrisa, le aseguró que no había existido una encargada con ese nombre. Al mostrarle el traje, también afirmó, en un tono opaco, que esa marca nunca había formado parte de su colección.
—De hecho, hemos inaugurado la tienda ayer —aseguró reticente.
Mientras metía el traje en la bolsa blanca, sin ningún logo impreso, las típicas de rebajas, había asegurado Juana, sintió la desconfiada frialdad en la voz de la encargada.
Llamó a Ana María para que le diera alguna explicación, pero la única respuesta que obtuvo fue la voz metálica que le repitió tantas veces como marcó, que “ese número no corresponde a ningún abonado.”
Consejo materno
Malena Teigeiro
Los del gran almacén tendrían que tener un poco de cuidado y no anunciar las rebajas en los envoltorios de esa forma tan alarmante. Y lo digo porque anoche discutí con Antonio. Buscando su ropa de jugar al fútbol mi marido encontró las bolsas vacías de la tienda en de donde compré mi ropa de verano.
Como últimamente en cuestión de dinero Antonio no se fía de mí, las había escondido. Pero, claro, cuando volvió a casa dispuesto a ir a jugar al fútbol, y yo no estaba —había llevado a nuestra hija Lucía a la gimnasia rítmica— él decidió buscar por sí mismo su equipo. Es muy desordenado y nunca encuentra nada. Y claro, se puso a mirar en un sitio y en otro. Encontró el pantalón y la camiseta, pero no las zapatillas ni los calcetines. Con lo que sí se topó fue con las bolsas del gran almacén. Y mira que las escondí con cuidado. Se puso furioso. Según él soy una maquinita de gastar. Este pensamiento tan inútil le hace perder mucho tiempo. Ya lo creo. Siempre anda acechando por los armarios, busca que te busca, con la única intención de conocer en qué desembolso su dinero. ¡Qué pérdida de tiempo, Señor!
Cuando llegué a casa me esperaba en el salón. Estaba sentado en el sofá con una cerveza en la mano y las bolsas vacías del gran almacén descansando sobre sus rodillas. Sin hablarme, golpeó con el dedo el papel. Luego y sin importarle que la niña estuviera delante dijo: ¿Te creías que no las iba a encontrar, que no me iba a enterar? Y yo, que en los grandes momentos razono con tranquilidad, seria, molesta, dije que no. Que si las bolsas estaban bien guardadas era porque soy una persona muy ordenada y me gusta almacenarlas por si alguna vez nos hacen falta.
—¿De verdad te crees que soy gilipollas? —dijo con los ojos cerrados como un chinito.
Y como no me gusta que Lucía vea ciertas cosas, sin contestarle, con la niña de la mano, salí del salón.
Y todo aquel jaleo lo armó porque me compré unos pantalones amarillos, dos blusas, bien sencillas, un vestido más arreglado y una chaqueta por si hace frío. Esta la adquirí porque veraneamos en una casa que tiene su madre en una aldea del norte. ¡Qué quiere! ¿Que coja una pulmonía? Además, ¿es que no comprende que el perfume de un gran almacén en rebajas es inigualable? A mí, la emoción que me produce cruzar esas grandes puertas de cristal hace que hasta las aletas de la nariz me tiemblen.
Lo cierto es que si aquella vez me fui de compras fue por lo pesado que se puso la noche anterior. La causa de su enfado era algo tan simple como que me teñí el pelo de un color dorado, muy propio para el verano. Gritaba que el mío era más bonito, que quería el mismo que tenía cuando me conoció. ¿Pero es que no se da cuenta de que eso ya no se lleva? ¡Anda ya! Qué se cree él que voy a ir a recoger a Lucía al colegio con mi pelo al natural. La otra tarde, Marina, la mujer de Carlos, que también lleva su niña al mismo cole que nosotros, lucía unas mechas color... Bueno, no sé ni de qué color eran, pero preciosas. Le pedí la dirección de su peluquería y nada más ver entrar a mi Lucía en el edificio, para allí que me fui. Me tiñeron con un tinte vegetal, para que no haga daño al medio ambiente, que según el peluquero me levantaba dos o tres tonos el color de la piel. La verdad es que me encuentro monísima. Pues, ¡a Antonio no le gusta! Y eso que no se ha enterado de lo que me costó. Pero el dinero a mí no me importa. ¡La de cosas que me enseñó mi madre a hacer con chorizo y carne de pollo picada!
Por la mañana cuando se fue de casa todavía me seguía chillando por lo de las rebajas. Lo cierto es que aquel mal trato me produjo un nerviosismo tremendo. Y esas situaciones tan drásticas son las que te llevan a un divorcio seguro, cavilaba mientras llevaba a Lucía al colegio.
En la puerta de la escuela, cuando me despedía de mi niña, me di cuenta de que más de una me miraba. Suspiré profundo y sacudí con fuerza la hermosa melena. Y en ese instante percibí que era cierto que esos disgustos te podían llevar a un divorcio. Eso sí, a cualquiera menos a mí. Mi madre me enseñó que nada como ir de compras para levantarte el ánimo. Y como Antonio, aunque es igual a la suya de enrabietado, es un buen hombre, bastante guapo por cierto, y me divierto con él muchísimo, pues decidí seguir el consejo de mi mamá. Hoy vuelvo a ir de compras. Además, siguen las rebajas, con lo que siempre ahorras. Eso sí, esta vez no esconderé las bolsas. Las tiraré directamente al contenedor. Lo que es a mí, ese no me vuelve a pillar.
La venganza de la moda
Liliana Delucchi
Como era costumbre, mis amigas y yo montábamos guardia a la puerta del centro comercial el primer día de rebajas. En cuanto abrieron, entramos en medio de esa nube de abrigos, sombreros y bolsos dispuesta a arrebatar aquello que ansiábamos llevar a casa. Estábamos entrenadas para luchar por lo que queríamos…, pero las otras también. La contienda se lleva a cabo sin ceder un centímetro al avance del enemigo; un espacio cedido puede significar una ganga menos en nuestro vestidor, una de esas que más tarde nos preguntamos para qué la compramos y termina en el saco destinado a los más desfavorecidos.
Sin embargo, esa mañana nos depararía una sorpresa. Agotadas de tanto tira y afloja, nos dimos un descanso para un café. Entonces vimos a una de ellas. ¿Es…? Sí, era la de los días impares. Así llamábamos a Lola Morales, una de las amantes del primer ministro. El mote se debía a que la veíamos con él los martes y jueves. Los lunes, miércoles y viernes correspondían a Encarna Ferreiro, y los fines de semana a su legítima, apodada “la señora”, con sus hijos.
Lola era alta, delgada y rubia, con una de esas sonrisas perennes que parecen dibujadas por un experto artista, debido a que no se modifica nunca, ideal para alegrar la segunda y cuarta jornada de la semana, si da la casualidad de amanecer lluvioso.
Encarna, por su parte, era la propietaria de una abundante cabellera cobriza que brillaba al sol y ella sabía mover como nadie. De mayor estatura que su rival y un cuerpo más contundente, se prodigaba menos que la rubia en eventos fuera del ministerio, lo cual era lógico, dado que trabajaba más. Lo que las unía era que sus mentes se movían en un círculo más limitado de lo esperado, aunque sin perder su capacidad para la ordinariez.
“La señora” tenía el pelo castaño, generalmente recogido; un rostro que, pese a no ser poseedor de una belleza clásica, era de lo más atractivo; sus maneras evidenciaban la calma y confianza que se adquiere tras una larga experiencia. En definitiva, era una mujer que mantenía a raya sus fuertes impulsos, lo cual otorgaba serenidad a sus gestos y movimientos.
Nos sorprendió ver a Lola en la cafetería la primera mañana de rebajas. ¿Acaso el ministro no era pródigo con sus amantes? Siempre habíamos pensado que ella compraría en tiendas de grandes marcas donde dan cita para que no te encuentres con otras clientas.
Sin embargo, el material de cotilleo durante nuestras partidas de cartas se vería incrementado ¡y cómo!, con la situación que iba a tener lugar jornadas más tarde en una recepción en la embajada de Suecia.
No recuerdo el motivo del coctel, ni me importa…, sería alguna fiesta nacional de ese país o la visita de un miembro del gobierno o de la Corona. Da igual. Lo importante fue que, quizás por error, o tal vez por maldad, las tres mujeres de la vida del político fueron invitadas.
Recuerdo a “la señora”, con su elegancia habitual, enfundada en un diseño exclusivo, conversando con dos hombres en un idioma desconocido para mí. También atesoro en mi memoria su expresión cuando vio llegar a Lola, no sé si demudada o estoica, y su sonrisa cuando Encarna hizo una entrada triunfal, sacudiendo la melena. El gesto de satisfacción de la legítima se debía a que las dos amantes de su marido lucían el mismo vestido.
Rebajas a porrillo
Marieta Alonso
A tres generaciones de mujeres en mi familia nos han chiflado siempre las rebajas. Abuela, hija y nieta íbamos juntas, comíamos y hablábamos de nuestras cosas.
Si el inicio de estos importantes descuentos se remonta a 1930 —tras el crack del 29— he de decir que la abuela inauguró la temporada. En aquel entonces vivía en La Habana. Era joven, guapa y se enamoró de un emigrante español con el que se casó y tuvo una hija. A los diez años de casada se vinieron a vivir a Madrid, justo cuando dos grandes y famosos establecimientos pusieron en práctica la idea de dar salida al género de temporadas anteriores. Pepín Fernández y Ramón Areces pensaron que sería más rentable poner precios más bajos y deshacerse de todo ese material, que aumentar la superficie de la trastienda. La abuela y mi madre alardeaban de haber sido las primeras clientas en hacer cola en la calle Preciados.
Hoy solo quedo yo con esa bonita tradición. Este mes no he faltado a la cita. Después de comprarme un traje de chaqueta rojo vivo muy adecuado para celebrar mis setenta años, me he venido a la terraza de un restaurante a comer sola. No estoy triste. La abuela y mi madre están aquí conmigo.
Una bandada de gorriones picotea a mi alrededor ajenos al trajín de los humanos y no sé por qué me viene a la memoria la vez aquella en que le compramos al abuelo una docena de slips en oferta. Él, acostumbrado a aquellos calzoncillos a media pierna, dijo que esas modernidades no eran de su agrado. Parecían bragas de mujer, añadió. Trabajo nos costó convencerlo, pero a los pocos días el abuelo se convirtió en el gran defensor de esa pieza de ropa por lo cómodos y ajustaditos que le quedaban.
¡Las rebajas! Ahora las hay a tutiplén, pero yo sigo siendo fiel a las de enero y a las de julio.
Cristina,
Me han encantado los cuentos y no he visto rebaja en
vuestra imaginación!! Enhorabuena y gracias por todo!!
Elena
MARIETA. .
Muchas Gracias por tus envíos. Me encantan. Nos conocimos en el Colegio Portilla de Alcalá de Henares. Si das alguna Conferencia en Madrid, me lo comunicas, por favor. Un abrazo.
Elena como siempre gracias a ti.
Bss
Cristina