
La Puerta del Perdón - Catedral de Santiago de Compostela
Desde muy antiguo, se conoce como la Puerta de los Perdones y popularmente como la del Perdón. El paso por ella significa la expiación de los pecados.
Modesta apertura en la cabecera catedralicia que da a la plaza de A Quintana, es el símbolo por excelencia de los años santos compostelanos, al estar abierta únicamente cuando éstos se celebran.
El origen de la Puerta Santa compostelana es incierto. Data previsiblemente de los tiempos del ilustrado arzobispo Alonso Fonseca III, aunque hay una corriente de opinión, próxima a la Iglesia local, que sostiene que la Puerta Santa compostelana es anterior a la tradición romana y que aquella inspiraría a ésta.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El perdón
Cristina Vázquez
Tanto tiempo de pecado le pesaba. ¿O más bien serían los años? ¿Quién sabe?, pero desde luego sentía como si una piedra maligna y sólida se le hubiera enquistado en el corazón, como un cuerpo extraño. Aunque tampoco estaba segura de si el corazón estaba a la izquierda o a la derecha, siempre había sido poco instruida y algo olvidadiza, pero el dolor, ¡Ay el dolor!, y ese cuerpo extraño, eso, era tan verdad como que vio caerse una estrella del cielo.
Le habían contado maravillas del Santo, y ella se las creyó todas. ¡Qué carajo! Para eso era Santo y Santo importante con catedral, misas, sombrero y hasta conchas. Le debían gustar las vieiras a Don Santiago, aunque ella nunca las cató. Prefería la gente que le gustaba lo del mar, le daban más confianza que los que se zampan la carne. Siempre pensó que era más delicado comer los bichos marinos, había que tener educación para saber tomarlos con finura, así que el Santo seguro que era educado y no le parecería mal que llegara un poco estropeada, aunque había sacado sus mejores galas para presentarse ante él.
El trecho que pudo hacer a pie, lo hizo, aunque, ¡Ay!, ese cuerpo maligno que se le había metido en el costado, era un bicho que le roía lento, lento y doloroso como un mal hijo que te chupa las entrañas. Cuando ya le costaba dar pasos, un carretero la dejó subirse en la parte de atrás y entre la paja se adormecía, como si estuviera en un lecho de plumas. Alguna vez, pocas, lo había hollado, pero nunca en solitario como ahora, sin ningún peso al lado, sin tener que reír a la fuerza, sin soportar manos extrañas ni desprecios. Si no fuera por lo que la roía por dentro, no recordaba poder mirar al cielo tanto tiempo, ni sentir las sombras de los árboles o el sol sobre su cara. ¡Qué feliz era!, como una princesa en un carro de plumas que volaba a visitar al Santo, al que, según decían, con mirarle te perdonaba todo. ¡Ay el dolor! Tan sordo.
En la entrada de la ciudad, el carretero que por caridad había recogido a esa pobre mujer que parecía no tenerse en pie, fue a decirle que bajara y la encontró quieta, con los brazos abiertos y mirando al cielo con una sonrisa petrificada. Si ya lo decía él, no hay buena acción que no tenga su castigo y por apiadarse de la vieja, ahora iba y se moría en su carro. ¡Maldita sea! Esperó a que llegara la noche, la tapó con un saco, pesaba como un niño, y la dejó ante la puerta del Perdón.
A la mañana siguiente empezó un alboroto por la ciudad. ¡Milagro, milagro!, gritaban por las calles, otro milagro del Señor Santiago. Habían encontrado una mujer muerta tumbada a sus pies y un rayo de luz que salía de los mismísimos ojos de piedra del Santo, le iluminaba la cara. Parecía una niña.
La vida de un peregrino
Malena Teigeiro
Como ese año era Año Santo, y mi vida hasta entonces no había sido muy edificante, decidí poner remedio a mis pecados e irme a por el Jubileo. Tomada ya la decisión, aquella noche dormí tranquilo. Por la mañana, en cuanto desperté, acudí con mi chica a arreglar los papeles para contraer matrimonio. Días más tarde, celebramos la ceremonia. Por lo menos, el pecadillo de amancebamiento, lo llevaba resuelto. Lo hicimos así, casi de puntillas, sin fiestas ni alharacas. Fui un poco egoísta, lo sé, pero a mis años ya estaba yo de vuelta de muchas cosas, y ella, con tal de casarse, se hallaba dispuesta a todo.
Dejé el viaje de novios para otras fechas, e inicié la preparación para hacer el último tramo del Camino de Santiago, eso sí, cara al verano, porque a mí no me gusta mojarme y tampoco las nieblas mañaneras me sientan bien. A mi edad, esas brumas frías se pegan a los huesos y causan bastantes molestias. Dándole vueltas al asunto, y conociendo que los refugios están al principio y fin de cada etapa, llegué a la conclusión de que lo mejor era partir las jornadas. Pero, claro, era de tontos deshacer el camino andado o quedarte a dormir a la intemperie, y como no me han ido mal las cosas en la vida, y tengo un buen coche, contraté a un mecánico, que venía a recogerme a donde yo estuviera y, juntos, nos dirigíamos al mejor hotel de la zona. A la mañana siguiente, después de haber tomado un buen baño y mejor desayuno, el hombre volvía a dejarme en el mismo sitio en donde me había recogido. Luego, se acercaba al hotel, que ya teníamos reservado, y allí lavaba la ropa y limpiaba el segundo par de botas, lo que permitía que llevara la mochila a la espalda como buen peregrino, pero solo portando el peso de un tentempié reparador y un par de termos. Uno, lleno de agua bien fresquita, y el otro, de café bien calentito, que yo sin mis cafelitos no soy nadie. Así hice los kilómetros que eran necesarios para que al mostrar el pasaporte bien firmado, le entreguen a uno eso que dan en nombrar La Compostela.
Llegué a la plaza del Obradoiro un soleado medio día, ya tarde. Sin perder tiempo, me coloqué delante de la Catedral, le hice una gran reverencia al Señor Apóstol, y, rápido, fui a almorzar, no fuera a ser que cerraran el encomiado restaurante en el que tenía reservada mesa desde Madrid.
Comí un magnífico centollo, de aperitivo un cuarto de percebes, empanada de raxo, y de plato base, una merlucita en caldeirada. Todo ello regado por el mejor Albariño. De postre, cañitas de crema, filloas, un par de cucharaditas de tocinillo de cielo, acompañado por una exquisita queimada, y café.
No era ya persona cuando me retiré del yantar, por lo que decidí ir directamente hacia el Hostal de los Reyes Católicos, que hace ángulo recto con la Catedral, así, al día siguiente no tendría que ponerme a andar otra vez para cumplir mi objetivo. Me levanté dispuesto a entrar por la Puerta del Perdón para ganar el jubileo, cosa que hice sin tener que guardar cola, pues había tenido la precaución de mandar al chófer a las seis de la madrugada. Una vez allí, le invité a que pasara conmigo, cosa que agradecido, así hizo. Ya perdonados mis pecados, dirigí mis pasos a buscar el certificado de peregrino; luego, llevando las indulgencias bien dentrito en mi pecho, guardaditas en mi alma, escuché la misa de doce, que es cuando ponen en marcha el botafumeiro. Como pocas veces en la vida, sentí una profunda emoción con el humo del incienso, el abrazo al Santo, la homilía…
Después de haberme puesto a bien con el Señor Apóstol, le di al conductor el día libre, y volví a otro restaurante para almorzar; éste, por lo que me habían dicho, más exquisito. Tomé unos camarones, una enorme nécora, ¡nunca había probado otra igual!, y un plato de langosta con chocolate, que recomiendo a todo el que pueda, no deje de tomar. De segundo, esta vez elegí la carne asada. Estaba tierna, jugosa, ¡y qué patatitas de acompañamiento! Disfruté como un niño aplastándolas sobre la transparente y dorada salsa. De allí fui a dormir la siesta y cuando una hora y media más tarde me levanté, salí decidido a visitar algunos monumentos. Eran tantos y tan antiguos, que nada más ver el primero creí oportuno dejarlo, y volver en otra ocasión acompañado por la ya mi señora, para recrearnos juntos en tanta belleza. Regresé al Hostal y cómodamente sentado en la acogedora terracita que tienen en una esquina de la plaza, tomé un pincho de tortilla de patata, de ésas que al cortarla se le sale el huevo amarillo, cremoso, y una cañita de fría y espumosa cerveza, que tenía un sabor diferente, a mi juicio no tan bueno como la de Madrid.
Por la mañana, no queriendo añadir a mi cansancio de peregrino el de un viaje de vuelta por carretera, tan largo, ordené al conductor que llevara el coche y mis pertenencias a mi casa. Le di las gracias y le dejé dinero para sus gastos. Luego, tomé el avión y volví a la capital. Cuando mi santa abrió la puerta, caí derrotado en sus brazos. Cielo, le dije arrebujado en su pecho mientras la besaba y me acaloraba con su aroma, ¡qué dura es la vida del peregrino!
Retorno
Liliana Delucchi
La manita de su nieta en la suya hace a don Gregorio volver a la realidad. Allí está toda la familia reunida ante la Puerta del Perdón, porque es a lo que viene, a pedirle perdón al Santo.
Con las mejores galas, su esposa, hijos, nueras, yernos y nietos, acompañan al anciano en un viaje de regreso que tardó más de cuarenta años en realizar. Detiene su mirada en la imagen de Santiago, en los santos que lo rodean, el pórtico, la reja y las baldosas del suelo sobre las que durmió tantas noches. Recuerda la lluvia, el frío que no era capaz de detener el papel que se ponía en el pecho debajo de su camisa raída; el viento que se colaba por los agujeros de las botas; la señora elegante que le traía, un día sí y otro también, un poco de caldo y algún bocadillo. Esa señora que le dio un puesto de guarda en su finca, hasta que el nieto decidió que no tenía el aspecto adecuado, y otra vez a la iglesia.
—Reza, hijo mío, el Santo te escuchará, tu suerte ha de cambiar —le susurró la dama al despedirlo.
Pero el Santo no escuchaba y otro invierno llegaría a la plaza. Por eso, al finalizar la misa de un domingo cualquiera, entró en la sacristía. Con lo recaudado en el cepillo y lo que había podido ahorrar mientras trabajaba para la señora, se embarcó en dirección al Nuevo Mundo. Trabajó duro, como todos. Tuvo suerte, como unos pocos, y encontró una criolla que supo acompañarlo y darle cinco hijos.
Don Gregorio entra despacio en la iglesia, aspira el olor a incienso, con una mano en el bastón y la otra cogida de la de su mujer, avanza por el centro. Cuenta los bancos uno a uno, hasta situarse en aquel en que recuerda haberse arrodillado a rezar tantas veces. Se sienta, su esposa le palmea la pierna. Tranquilo, le dice, vas a cumplir con tu sueño. No, contesta, voy a devolver lo que no era mío. Del bolsillo interior del abrigo extrae un talonario de cheques, firma uno con una cantidad de seis cifras, lo guarda dentro de un sobre y cuando un novicio pasa con la cesta de la limosna, lo deposita en ella. La mujer le aprieta la mano. Ya podemos volver a casa.
Iré a Santiago
Marieta Alonso
Soy un Renault 4 TL de color blanco y con el número de matrícula M -9774-EU. Si no estuviera enamorado de quien hasta ahora me ha conducido por esos mundos de Dios, a lo mejor estaría aparcado en un desguace. Supe de siempre que nuestro amor era imposible, pero los sentimientos están ahí. No puedo evitar amarla con todas mis fuerzas por muy canija que sea.
Esa mujer de la que estoy enamorado es preciosa, recogidita, más dulce que el azúcar de caña, sabe de todo: ciencia, arte, historia, geografía… Es verdad que la inteligencia emocional la tiene algo desequilibrada, pero yo… muero por ella.
Ayer me vendió a un concesionario. Ni una lágrima echó al entregar la llave, que es mi corazón, a un desconocido. Tampoco se dio la vuelta para decirme adiós.
Estoy hecho añicos. He llorado tanto que ha quedado reluciente la carrocería. Reacciono. Nunca más seré esclavo del amor. Se acabó sufrir por una mujer que me despreció sin un ápice de sensibilidad, a quien le ofrecía ternura, amor y comprensión.
Me hago con la llave de la forma más sutil y me largo a Vallecas, al taller del hombre que hizo posible que sea como soy. El que puso su saber a mi servicio. El que me dio alma y voz. Se llama Ricardo y es el mejor mecánico del universo. Se alegró al verme aunque se preocupó cuando le expliqué que ahora soy un coche fugitivo.
Le cuento mi calvario, que mi chica va por el mundo a trompicones, que he soportado todos sus escarceos amorosos con dignidad y que ahora se deshace de mí como si fuera chatarra. Me escucha en silencio. Él también ha sufrido lo suyo con las mujeres. Le está dando vueltas a un tal camino francés que va desde Roncesvalles a Santiago, es una especie de peregrinaje, observa.
—Te llevo—, le digo.
Me miró con ternura. Yo he sido lo mejor que ha hecho en su vida. Así que nos vamos en busca de una Credencial para que nos sellen las etapas. Ya podemos comenzar la andadura pidiendo a gritos dos milagros: mi amigo encontrar esa mujer con la que sueña y yo volverme a enamorar y ser correspondido. Puede que esto sea demasiado para el Apóstol… pero la fe mueve montañas.
Muy bonito los cuentos, los he disfrutado mucho, junto con mi nieto, todos los meses los espero ansiosa
Cuanto nos alegra que te gusten.
Un abrazo
Me gustaron mucho sus cuentos
Muchas gracias por leernos. Esperamos que te sigan gustando.
Un abrazo