
Princess Hyacintha. Alphonse Mucha
Pintor y artista decorativo checo de Art Nouveau. En 1879 se trasladó a Viena para trabajar en una importante empresa de diseño teatral. El conde Karl Khuen de Mikulov lo contrató para decorar el Hrušovany Emmahof Castle con murales. Quedó tan impresionado que aceptó patrocinar la formación de Mucha en la Academia de Bellas Artes de Munich.
Su estilo fue conocido internacionalmente a través de la decoración en el Pabellón de Bosnia y Herzegovina de la Exposición Universal de 1900 en París. Intentó desvincularse a lo largo de su vida del estilo Art Nouveau. Insistía en que, en lugar de mantener cualquier forma estilística de moda, sus pinturas eran totalmente un producto de sí mismo y del arte checo.
El cartel que hemos elegido para inspirar nuestros cuentos se realizó para la pantomima de ballet de Oskar Nedbal, Princess Hyacinth que se estrenó en 1911 en el National Theatre de Praga, con libreto de Ladislav Novák. En él aparece el retrato de la actriz Andula SedláÄ ková, que protagonizó el papel principal.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Romanticismo
Cristina Vázquez
Vocación, lo que se dice vocación no tenía más que por leer novelitas románticas en las que se embebía identificándose con la protagonista. La opulencia de su vida, una enseñanza básica, modales impecables y una adorable frivolidad fueron forjando su carácter. Se entiende que no tenía necesidad de aprender profesión alguna, pues su padre viudo no esperaba de su belleza rubia y refinadas maneras, más que un conveniente matrimonio que diera lustre al apellido, y que el especial equilibrio de Jacintha, entre fragilidad y caprichosa tozudez no significara un obstáculo.
—Tú puedes aspirar hasta a un príncipe, mi niña —le concedía amoroso el padre, acariciándole con su tosca mano la mejilla.
El buen hombre no daba crédito a que la vida le hubiera premiado con esa belleza de hija, siendo él tan rechoncho y vulgar, que ni el excelente sastre ni las abotonaduras de brillantes o los guantes de finísima piel, conseguían rebajar ni un ápice su rusticidad.
El interés de la joven por actos culturales, ópera, teatro, exposiciones, era escaso sino se inspiraban en leyendas románticas de amor sincero. Había decidido que la única verdad que merecía ser vivida era aquella que contuviera esta hermosa sustancia. La preocupación del padre es que perdiera vista y hubiera que ponerle gafas, o que la brillantez de su azulada mirada se apagara de tanto leer, pues era una fruta en sazón para ser colocada al mejor postor. Ella, en la que la imaginación se imponía con creces a la inteligencia se dejaba llevar, exigiendo con determinación que fuera un hombre amable y romántico para alcanzar en la realidad algo de lo que se escondía en los libros.
—Es mi única demanda —repetía con un tono impostado de heroína frustrada.
Y al final apareció el anhelado protagonista. Un desterrado aristócrata húngaro, exiliado de su país por motivos políticos, en esos años de soterrada convulsión de Europa anteriores a la Gran Guerra y que pocos parecían percibir.
El húngaro de nombre Andrei representaba a la perfección la estampa de cualquier héroe de sus novelas. Alto, delgado, se retiraba el frondoso pelo negro de la frente con una mano delicada y firme a la vez, en la que lucía el anillo familiar con desenvoltura. Su paso era elástico y aunque tuviera algún puño desgastado o los zapatos con arrugas ya marcadas, el impecable corte de sus trajes y la gracia de sus gestos, fascinaron no solo a Jacintha sino al padre, que veía realizado en el joven su sueño de elegancia.
Comenzó su larga luna de miel en tren con un lento recorrido desde Viena hasta París, parando en todas las grandes ciudades y en los recónditos pueblos que Andrei descubría, sin olvidar nunca los lugares con Casino dónde él jugaba apasionado, mientras ella seguía impaciente el nervioso movimiento de sus dedos golpeando las fichas con el anillo.
—Otra vez hemos perdido —le confesaba con ojos abrumados— pero la próxima será la definitiva, mi amor.
El dinero llegaba a cada lugar enviado por el enternecido padre que, dejando atrás pensamientos vulgares de inversiones y huelgas de sus minas, pretendía, señalando en un mapa los lugares del viaje, participar en la romántica historia que estaría viviendo su preciosa, única y adorada hija.
Y así fue hasta que al llegar a París empezaron a cortarse las comunicaciones. La mina se cerró por orden gubernamental y al anciano le requisaron su palacio. Su única preocupación era reunirse con su hija y poder informarla de dónde quedaba dinero y llevarle las joyas que rescató de la madre. Tras una larga y peligrosa peregrinación consiguió localizar el modesto piso dónde vivía Jachinta. Al llamar le abrió la puerta el yerno y encontró la casa atestada de gente, risas y humo, instalados alrededor de una mesa de juego. Andrei le apartó un poco exigiéndole que le tratara de príncipe, pues ése era el nuevo título que ostentaban en la ciudad.
—Y mi hija, ¿dónde está? —preguntó desolado.
Su aspecto ahora sí le encajaba a la perfección con su ropa arrugada, sin corbata y un tembloroso sombrero entre las manos. El aún elegante yerno le dio con prisas un papel con un nombre de un local y unas señas.
—Ahí la encontrarás, no me puedo entretener —sin mirarle le empujó hacía la puerta—Ha sido ella la que ha querido, ya sabes lo cabezota que es —y le sacudió las ajadas solapas.
El local deslumbraba de luces chillonas en una calle céntrica. El gentío embrutecido, tras previo pago, entraba entre risotadas. Al fondo, sobre el pequeño escenario con telón estrellado una mujer envuelta en una túnica y con corona brillante, también de estrellas, sostenía un aro con corazones en una inmovilidad cansina. Encima de ella parpadeaba un arco en el que se leía; Princesa Jachinta. Le costó reconocer a su hija en esa estática figura llena de brillos. Creyó que se iba a desmayar, el pulso acelerado, los ojos turbios y un ahogo insoportable le forzaron a salir y entre las risotadas, un hombre parecido a él, rechoncho y vulgar, confesaba con grosería a otro.
—A ver si esta noche hay suerte y la princesa se desnuda.
Don Armando Mateo Casas Itubarrire, caballero
Malena Teigeiro
Había llegado al hermoso y vetusto edificio de piedra con el cordón umbilical aún sin cortar. Y cuando años más tarde salió de él, llevaba consigo la hermosura de la juventud, el desarraigo de haber crecido en un orfanato, y la astucia de tener que contar mentiras desde su nacimiento. También arrastraba Marcela las habilidades de ser buena cocinera y planchadora, así como las de bruñir la plata y encerar los muebles mejor que nadie. Y como a decir de sus celadores era muy inteligente, le habían enseñado a leer y escribir.
Al cerrar el portón del hospicio, Marcela levantó la mirada. Sonrió. Este sol tiene que darme suerte, pensó para sí alegre. Se colgó del hombro el bolso en donde llevaba la carta con los informes y la dirección de la casa en donde entraría a trabajar. Era una buena familia, y la tratarían bien, le aseveró la directora pellizcándole la mejilla justo antes de darle su bendición. Apretando el asa de la maleta de cartón que le habían entregado con dos mudas de recios y oscuros paños, saltó las escaleras de dos en dos y comenzó a caminar por su nueva vida.
Cuando llegó al número 27 de la calle Gurtubay, un portero uniformado con librea de pulidos botones, que impertinentes le devolvían su rostro, la contempló de arriba abajo. Luego de clavar los ojos en la maleta, sin decir palabra, levantando el brazo le mostró la puerta de servicio. Y ella, a quien esa mirada además de no gustarle nada la humilla, se fue de allí. Callejeó sin rumbo hasta que al pasar por delante de un escaparate vio su imagen reflejada en el cristal. Su aspecto y el del heredado traje no le parecieron mal. ¡Pero la maleta! Giró la cabeza y con el desprecio del que deja a un marido que no le es fiel, se fue dejándola abandonada...
Don Armando Mateo R. Casas Itubarrire, anciano caballero desde hacía ya unos años, habitaba solo en la calle Duque de Alba, número 15 —único resto de las grandezas heredadas—.De la venta de algún cuadro o porcelana, porque las joyas, ésas, primero una, luego otra, hacía tiempo que habían desaparecido, iba subsistiendo. Y como su soledad le molestaba, entendió el anciano que lo mejor para consolarla era salir a pasear, cosa que hace al atardecer, eso sí, sin meterse en ningún espectáculo ni café a no ser que fueran gratuitos.
… Siguió Marcela deambulando calle arriba, calle abajo, hasta que se hizo de noche. Cansada y aburrida, quizá algo temerosa, caminando siempre arrimada a las paredes, chocó con un hombre que con una gran llave de hierro entre sus viejos dedos intentaba abrir el portal. Él, entrecerrando los ojos, la contempló. Y ella, cariñosa y solícita recogió la llave del suelo. Al entregársela, el hombre admiró los grandes y dulces ojos azules que le sonreían en el hambriento rostro. Introdujo de nuevo la llave en la cerradura. Dio una vuelta, dos, y cuando Marcela vio su débil y escuálida mano sobre la pesada puerta de forja y cristal, adelantándose, la empujó. Entró detrás de él y, rápida, encendió la luz. El anciano, rebuscando en los bolsillos, encontró una moneda que le colocó en la palma de la mano. Con los ojos brillantes, Marcela se la devolvió.
––Gracias. Pero si de verdad me lo quiere agradecer, permítame pasar la noche en algún lugar del edificio.
Dubitativo, el hombre entrecerró los párpados.
––Señor, por favor, solo quiero pasar la noche bajo techo. No soy ninguna ladrona. Se lo juro ––juntó las manos––. Mire.
Al mostrarle la carta, de una funda de cuero muy gastado, don Armando extrajo unas gafas de metal a las que les faltaba una patilla. Se las colocó con calma y leyó el escrito.
—¿Y por qué no está usted en la casa a la que la enviaron?
Con el rostro rojo y el desparpajo de la necesidad, Marcela le relató la vergüenza, la indignación que le produjo el desprecio de aquel portero. Por lo menos se creía capitán general, soltó arrebolada. Sonriente, don Armando le indicó que lo siguiera. Y juntos subieron hasta el principal. Al entrar en el piso a Marcela se le abrieron mucho los ojos. Nunca había visto tantas alfombras, ni tan grandes y pesadas cortinas, ni tal profusión de adornos de plata y porcelana. ¡Ni tanto polvo! Sin murmurar palabra, atravesaron un pasillo hasta llegar a la habitación del servicio en donde la joven se recogió.
Por la mañana al levantarse, el anciano se encontró con que, aunque un poco parco, su desayuno estaba preparado.
––Sin duda ha abierto usted los armarios —expuso encogiéndose de hombros.
Ella, tímida, sonriente, con el cabello recogido sobre la nuca, inclinó la cabeza. Arrimó una silla y se sentó frente a él. Solícita se levantaba cada vez que era menester para acercarle el pan, un cubierto o el azúcar. Y mientras don Armando bañado por el sol mañanero bebía tranquilamente su café, la muchacha le fue desgranando su vida, la situación en la que se encontraba, y sus muchas habilidades como ama de casa. Atentamente la escuchaba el anciano sin dejar de llevarse a la boca el pan con aceite. Cuando al fin guardó silencio, durante unos segundos que a Marcela le parecieron siglos, don Armando la observó con las manos desmayadas sobre el mantel.
––Quiero que sepa que no tengo dinero para pagar una criada ni para darle de comer. Aunque si quiere, y hasta que resuelva su situación, puede quedarse.
Con lo que a Marcela le pareció una tímida sonrisa de simpatía, el hombre le susurró que en cualquier caso, tampoco creía que durara mucho como criada. Es usted demasiado bonita, dijo señalándola con el dedo.
Desde aquella mañana don Armando vivía satisfecho, sin apreturas. Su comida era de buena calidad y estaba bien condimentada. Se volvió a acostar entre sábanas limpias. Volvieron a aparecer flores en los jarrones, a brillar la plata y a oler en el baño a lejía y jabón. Y si bien era verdad que nunca tuvo el menor interés por conocer de dónde provenía el dinero, lo cierto era que todo ello sucedía sin tener que vender sus recuerdos.
Y así fueron pasando los días, él con la alegría de saberse cuidado y ella manteniendo la casa limpia, la ropa planchada, los alimentos a punto, y el periódico sobre el velador del desayuno.
No habían pasado muchos meses cuando la joven se le acercó zalamera. Le preguntó si la podría ayudar a resolver un problema.
––Verá don Armando, llamándome Marcela y habiendo salido de un hospicio, nada puede salirme bien.
El anciano luego de doblar el periódico, se quitó las gafas y expandió una media sonrisa en su ajada boca.
––Por favor, señorita, tráigame usted una hoja en blanco. De esas que tienen impreso mi nombre y mi escudo de armas.
Con los pliegos sobre la mesa, se caló de nuevo las gafas, eran unas de pasta imitando carey, regalo de la joven del día de Reyes, y escribió:
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Yo, Armando Mateo R. Casas Itubarrire, marqués de Casas Solariegas, comunico que la portadora de esta carta, pupila bajo mi protección, responde a los siguientes datos:
Nombre: Hyacinth Novak.
Hija de András y Anasztázia Novák, condes de Harsányi.
Lugar y país de nacimiento: Buda, Hungría.
Familia, inexistente. Toda ella fue asesinada en la guerra…
Y siguió el anciano garabateando palabras sobre el papel hasta completar una hermosa y rutilante vida. Luego de firmar y rubricar el pliego, poniéndose como primo lejano de su abuela, se la entregó. Ella la leyó con cuidado. Al terminar, lo contempló risueña.
––Don Armando, por el mismo esfuerzo, ¿no podría ser princesa?
Y don Armando, más sonriente todavía, repitió el documento.
Rápido se habituó la joven a su nuevo nombre. Rápido tornó sus bastas maneras por movimientos elegantes, y su peinado por uno a la moda. Del mismo modo, apareció de pronto en su acento un ligero y encantador sonido germánico. Y más rápido aún, abrió los armarios de la difunta esposa de don Armando para confeccionarse trajes con aquellas maravillosas telas. Halló también en ellos los adornos de la difunta, que se puso sin ningún pudor, incluso adornó su cabello en la cena de Navidad con una pequeña diadema de brillantes. Y don Armando, sorprendido de que tan solo un bello nombre produjera tan radical cambio, la admiraba feliz de haber sido el artífice de tal transformación. Y así siguieron hasta que una noche Jacinta le mostró su contrato para trabajar como vedet.
––Justo en el teatro que está aquí al lado, don Armando, en La Latina.
Y como su trabajo era por las noches, continuó cadenciosa, y deseaba seguir ocupándose de él, le rogaba su permiso para aceptarlo, pues no pensaba en abandonar la casa en donde era tan feliz.
––Lo cierto es que no me gusta la idea de volver a quedarme solo –sentenció casi con llanto el anciano.
Y sin levantar la mirada de su humeante tazón, continuó el hombre leyendo el periódico.
Pasados varios meses, la ahora triunfadora y rutilante princesa Jacinta, le expuso a don Armando que sus muchos compromisos le impedían atenderlo con el cariño y la complacencia que ella deseaba. Siguió diciendo que a una compañera del coro le gustaba la idea de vivir con ellos. Y que si no tenía inconveniente, le dejaba su habitación en la zona de servicio y ella se mudaba a una de las de la zona noble.
––O si no, mejor, a la que está al lado de la suya. Así podré atenderlo por las noches ––le susurró zalamera.
Encogiéndose de hombros, don Armando serio, circunspecto le contestó que bien, pero que ella era la responsable. Y de esa manera entró en la casa Terele, una morenita pequeña y regordeta, viciosa de los naipes. Y don Armando, al que la joven le recordaba a su difunta madre, comenzó a echar con ella la partidita. Enseguida se animó Jacinta que rauda cogió mañas con los naipes.
––Don Armando, una partida de cartas de tres, no es partida ni es nada. Necesitamos la cuarta.
Y añadió que una compañera del teatro, nacida en Valladolid ––ya sabe usted lo bien educados que son los castellanos––, aún andaba sin habitación y como bien conocía él, con lo poco que ellas ganaban… Él de nuevo alzó los hombros. Y así, entró en la casa Anita, pizpireta de grandes y relucientes ojos negros rodeados de abundantes pestañas. Sin saberse el porqué, detrás de Anita, volvieron las visitas de los ancianos amigos de don Armando. Todos ellos solían llegar con presentes para las chicas, no en vano, tarde tras tarde, eran cubiertos de atenciones por las jóvenes, y más de una noche, invitados de honor en las funciones del teatro.
Desde hacía muchos años don Armando no era tan feliz. Las cuatro muchachas se desvivían por él. Solo queremos a nuestro papi, le decían. Y él comenzó a soñar con la hija que no tuvo. Y así, sin problemas, siguieron otra temporadita.
—Con su permiso, don Armando ––sentada a su lado Jacinta colocó su ya enjoyada mano arropando la del anciano.
Le expuso que ahora que gracias a él todas trabajaban tanto, era necesario que en la casa hubiera alguien que supiera planchar y almidonar. Como usted se merece, don Armando. A ninguna nos gusta verle con las pecheras arrugadas. Mimosa, le besó en la frente, cosa que, desde tiempo atrás, la joven repetía con encantadora regularidad. Don Armando abrió los ojos asustado. Que no se preocupara, que solo deseaban que estuviera lo mejor cuidado posible. Y como ellas por las noches tenían tantas obligaciones… Y mientras le rascaba la oreja, Jacinta le manifestó que había pensado en una de las del coro, que además de estar un poco gruesa valía poco para enseñar las piernas. Y entró en la casa Angelita, a quien Jacinta uniforma de negro al atardecer, y de rayas rosas por las mañanas.
Aquella día, todas vestidas de luto, lloraban alrededor del cuerpo de don Armando que ataviado con su mejor traje yacía en su cama esperando comenzar su último viaje. Cuando llegaron los uniformados hombres de la funeraria, Jacinta le dio un último beso en la frente. Mi papaíto, pronunció emocionada mientras pensaba en cómo hacer para explicarles a las chicas que o pagaban por las habitaciones o se iban. Ella no iba a ser tan generosa como aquel que una vez convenientemente convencido de que ella era su hija, en secreto la había adoptado para hacerla heredera de su título y de sus escasos bienes.
La verdad
Liliana Delucchi
Había lanzado las palabras velozmente y sin reflexión, dejándose llevar por sus impulsos, como un paciente febril que se arranca el vendaje de una herida. Porque eso era, una herida escondida durante muchos años, una llaga oculta a los ojos de todos, hasta de ella misma. Al ver la cara de su madre, Jacinta se arrepintió. No quería hacerle daño, simplemente saber la verdad.
—¿Saber la verdad te parece algo simple? —respondió la señora mientras se quitaba el velo del sombrero.
El funeral había sido largo y tedioso, con dos oficiantes, el católico y el ortodoxo y largos discursos sobre las muchas virtudes de la abuela: bondadosa, de inmensa piedad, gran filántropa... Y excéntrica. Lo que me gustaba de ella, pensó Jacinta.
—Huir de Praga fue una odisea, solo posible gracias a las relaciones de tu bisabuela con los ocupantes —confesó la madre—. Partimos las tres, los hombres se quedaron.
Ludmila se acercó a la chimenea sobre la cual encontró una fotografía enmarcada en la que se veía a dos mujeres y una niña. Jacinta siguió a su madre y se detuvo ante el retrato.
—Tu abuela era muy guapa, mamá.
—Demasiado.
—¿Qué quieres decir? —inquirió la joven
—Su belleza le abrió muchas puertas, sobre todo las del teatro. No es que fuera buena bailarina, pero sabía cómo llegar a los hombres. Tuvo muchos amantes, y mi abuelo miraba para otro lado, centrado en su trabajo (era profesor universitario) y en sus actividades políticas.
Con los ojos bajos, Ludmila mira sus manos enguantadas, en busca de las palabras para continuar con su relato. Jacinta se sienta junto a su madre y le pasa la mano por el pelo, a la espera de escuchar el resto de la historia.
—¿La querías?
—Es difícil decirlo —respondió. No era una abuela al uso. Cuando no se miraba en el espejo me ponía frente a él para decirme de qué manera parpadear, mover la cabeza cuando sonreía, aunque no tuviese ganas de hacerlo. En realidad, me estaba educando para ser lo que entonces se llamaba cortesana. Creo que lo de bailar era un subterfugio, que su trabajo (digámoslo de una forma cortés) era otro.
La mujer, pensativa, se alisa la falda y Jacinta puede comprobar que no hay arrugas en la tela. Ludmila se pone de pie y recorre la estancia con pasos lentos, mirándose los zapatos que empiezan a hacerle daño.
—Obligó a mi madre a separarse de su amado, mi padre, y cuando llegamos aquí le buscó un comerciante griego con dinero.
El peso de los recuerdos hace mella en Ludmila que acerca una silla a la mesa sobre la que hay una caja con fotos y recortes de periódicos. Coge una fotografía amarillenta y se la tiende a su hija.
—Aquí estamos todas, tú eres el bebé. Cualquiera diría al vernos que éramos una familia feliz, pero las corrientes de rencor circulaban entre nosotras. Tu bisabuela me minó lo que hoy llamáis autoestima. Por eso no quise que tuvieras mucha relación con ella.
Se sienta y se quita los zapatos. Con delicadeza estira la punta de la media y mueve los dedos de los pies.
—¡Cómo me duelen! Éste es el último regalo de mi madre. Quería un funeral que recordáramos para siempre —suspira mientras se masajea los empeines.
—¿Por qué me pusiste Jacinta? Hubiese preferido un nombre más actual. Cuando me llamaban en el colegio sentía que era la rara.
—Fue la condición de tu bisabuela para que pudiera darte a luz. Quería perpetuarse, aunque su verdadero nombre no era ése, sino Andula. Princess Hyacinth era el personaje de un ballet que ella interpretó en 1911 en el National Theatre de Praga y el apodo que ella adoptó profesionalmente.
—Ven aquí —llama a su gato. El felino salta al regazo de la mujer que acaricia al animal mientras ronronea.
La tarde cae de a poco a través de la ventana, con una niebla densa atrapada entre los árboles, dibujando rostros que atraviesan los cristales para instalarse en el salón en semipenumbra. Ludmila sacude la mano delante de sus ojos, los cierra, los aprieta.
—Querías la verdad —le dice a su hija— pero te advierto que no siempre es bueno saberla. La mayoría de las veces es preferible una historia adornada, como tiene gran cantidad de gente y que con el paso del tiempo se recrea con más y más detalles que nunca existieron.
La mujer va hacia la mesa y se sirve una taza de té, acercándole otra a Jacinta y con la mirada perdida en algún lugar que solo ella ve, continúa:
—Los dejamos allí, tu bisabuela solo pidió visados para nosotras, dejando a su marido y a su yerno, mi padre, en manos de los ocupantes. Son unos revolucionarios, decía, no tenemos por qué cargar con ellos donde vayamos y esbozó un sonrisa diabólica que nunca olvidaré. Por fin seremos libres, afirmó. Pero ¿sabes una cosa? Nunca lo fuimos. Mi madre se trajo el odio y yo crecí entre silencios y medias verdades, hasta que quise, al igual que tú, saber la realidad. Craso error.
La taza de té se ha enfriado en manos de Jacinta. La devuelve a la mesa y se acerca a la ventana. La niebla, al igual que sus pensamientos, se ha hecho más densa. Vuelve junto a su madre, que sigue descalza, le masajea los pies y le pregunta:
—¿Quieres que ponga una película de amor y lujo?
La magia de las palabras
Marieta Alonso
En aquellas tardes, siendo niña, cuando la bruma ocultaba el cielo, la lluvia caía a borbotones, y estallaban los relámpagos iluminando la habitación, cuando era imposible salir a pasear por el parque, ni escuchar la trepidante melodía de las hojas de los árboles, ni la confusa conversación de las hormigas… Me echaba a temblar.
Pero ella, mi cálida niñera, ahuyentaba el miedo acurrucándome en sus brazos. Era más alta de lo normal, fuerte como un ogro, sin carne en los huesos, desgarbada, con el pelo pajizo y un ojo a la virulé, pero con tanta imaginación que conseguía que me viese como una altiva princesa, una despiadada pirata, una bella mendiga.
Iba apagando luces y encendiendo velas por aquí y por allá, las sombras acudían a mi alcoba, y atrapándome en sus brazos como una muñeca de trapo me acomodaba en la silla de ruedas, y enredaba mis cabellos elaborando extraños peinados mientras en voz muy baja comenzaba: Érase una vez...
Y todo peligro desaparecía al vislumbrar en el espejo a una joven bonita, elegante, famosa, sentada indolentemente y con una corona de estrellas. Era tan vívida la imagen que ni siquiera advertía las luces de los rayos.
Tras el relato, el susurro de una canción popular y mi cabeza entonces principiaba a oscilar de arriba a abajo. Momentos después era por la mañana, y amanecía en mi cama bien arropadita, el sol dando en mi ventana y sin rastro de tormenta. Ella a mi lado tapando mi cara con la almohada y llamándome perezosa pretendía que espabilara. Todo era un juego: la hora del baño, vestir el uniforme, el trayecto hasta la escuela…
La pre-adolescencia trajo nuevos aires y aquel carácter alegre y sumiso se tornó en enojo contra el mundo, y fue cuando por vez primera se puso seria mi tata, y prohibió tajantemente que me dejase llevar por la ira. Mi respuesta fue un amago de bofetada, pero como no se andaba por las ramas, me asió de los brazos con fuerza y amenazó con tal voz salida de las cavernas, que por un momento me quedé más paralizada, si cabe.
No iba a permitir que acarrease con esa amargura, por el simple hecho de ser diferente, me dejaría sin dientes del trompón que me iba a dar, aseveró. Y era capaz de hacerlo. El miedo a las tormentas no fue nada ante esta amenaza.
Hoy, siendo una mujer adulta, la he acompañado a enterrar, y sentí que volvía a ser aquella pequeña princesa que era ante sus ojos, y me encontré agradeciéndole haberme enseñado que son los sentimientos y no el físico, los que nos hacen crecer en bondad, estatura y saber.
Me ha gustado mucho
Gracias por leernos. Muchas gracias.
Muy bonitos
Nos alegra que haya disfrutado con nuestros relatos.
Muchas gracias por vuestras historias tan interesantes y bonitas.
Mª Carmen
Muchas gracias a ti por leernos. Besos
Me seguís sorprendiendo mes tras mes.
Una maravilla de cuentos.
Mil gracias.
Elena.
Gracias de corazón.