
Primera Guerra Mundial
La Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento bélico internacional que, iniciado en Europa en agosto de 1914, no sólo llegó a convertirse en una “guerra total”, sino que trascendió al ámbito mundial cuando intervinieron en ese conflicto naciones situadas en otros continentes. Por primera vez en la historia de la humanidad, una lucha armada incluía países muy alejados geográficamente. Además, su evolución y desenlace dejaron una secuela de cambios trascendentales que afectaron al mundo entero.
Sin embargo, hasta antes de 1945 este fenómeno histórico fue conocido como la “Gran Guerra”, y no sería hasta después de ocurrida la Segunda Guerra Mundial cuando se hizo necesaria la distinción entre ambos conflictos. Por su magnitud y consecuencias, la Primera Guerra Mundial constituye una profunda brecha que separa el siglo XX de todo lo que le precedió.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Confusión
Cristina Vázquez
¿Cuándo acabaría? Cada noche Guillermina se lo preguntaba al acostarse, rota de cansancio. Todo el día trabajando en el campo, atendiendo el corral y las vacas. No las vacas ya no, las habían requisado. Pero en el recuento de sus tareas, siempre se olvidaba que ya no tenía esos animales cálidos y mansos. Su marido había traído la ternera castaña justo antes de marcharse. ¿Cuántos años ya? Perdía la cuenta, pues salvo dos veces que vino de permiso y alguna carta, ya no sabía dónde estaba.
Algunas tardes, cuando el tiempo era bueno, se reunían las mujeres a hacer labor en una casa. ¡Tanta mujer sola! Terminaban por mentirse entre ellas. Guillermina lo sabía, pero necesitaban llenar con cuentos el vacío en el que las habían dejado. A veces faltaba una o llegaba con la carta que le había leído el señor cura, estrujada y húmeda entre sus manos. Y todas se miraban con una mezcla de desolación y alivio. ¡Esta vez no ha sido el mío!
Una tarde se escapó al pueblo de al lado con una amiga. No podían más de lutos y trabajo; siempre vigilada por la mirada acuosa y cada vez más desconcertada de su suegra, que entre suspiros y oraciones iba perdiendo la cabeza. Al llegar oyeron voces y cierta animación, aunque hubiera barricadas y casas medio derruidas. Se dieron cuenta de que las voces salían de la fonda y antes de entrar a tomar algo, espiaron por la ventana y vieron a unos oficiales prusianos. Se echaron instintivamente hacia atrás, y cuando se iban salió uno de ellos y, con aire de mando, les invitó a pasar. Atemorizadas, entraron. Todos los oficiales se levantaron y dando un taconazo, las ofrecieron sentarse. Su amiga y ella estaban asustadas y sorprendidas de que no tuvieran cuernos, ni echaran espumarajos por la boca, como les juraron que hacían los enemigos. Temblaban, hasta que les dieron un té con un poco de ron que le sirvió un joven alto, rubio y nervioso que en francés les susurró.
—Estén tranquilas, señoritas, es un honor tenerlas aquí. Están a salvo.
El joven se apartó, pero no le quitaba la mirada a Guillermina, que empezó a notar por efecto del té con ron y la dulzura de los ojos que la recorrían sonrientes, amistosos y llenos de un deseo tranquilo, una alegría que no recordaba desde tanto tiempo atrás. ¿O no la había sentido nunca?
Al volver a su pueblo, se sentían confusas y culpables. Se lo habían pasado muy bien, comieron hasta reventar, pasteles, queso, y los hombres fueron amables y las acompañaron a la carretera. Cuando ya estaban lejos de su mirada empezaron a correr, jurándose mantener en secreto su escapada.
A la noche siguiente, al hacer rota de cansancio, el recuento de las tareas y se repetía la pregunta de cuándo acabaría, oyó un ruido leve en la contraventana. La abrió con temor y se encontró al soldado prusiano, rubio, sonriente y ridículo con su casco de penacho. No supo qué hacer. Él le suplicó que le abriera. La suegra dormía en el cuarto de arriba, se oían sus ronquidos y jadeos y Guillermina, sintiendo que su pulso emprendía un ritmo irregular y se congelaba con solo el camisón, le atrajo hacia dentro y le hizo sentarse.
—Quería verla otra vez. Mi corazón ha caído prisionero de usted —dijo el prusiano en un francés delicado, con un ligero acento que a ella la mareaba.
Nunca su Pierre le había dicho nada ni parecido, con ese tono y suavidad envolvente, ni tampoco la había mirado con esa fijeza, y los dedos largos, delicados… A lo mejor era poeta.
Él le cogió ambas manos. ¡Pobres manos!, afirmó mientras se las llenaba de besos. En ese momento se oyó un estrépito por la escalera y apareció la suegra, aturdida y desgreñada. Los dos se quedaron petrificados y el oficial iba a echar mano del sable, cuando la anciana se le acerca y cogiéndole la cara entre las manos, empieza a besarle.
—Pierre, mi niño, por fin has vuelto.
Y dirigiéndose a Guillermina la urge a que le de de comer y prepare la cama.
—Ya se ha acabado todo, —exclamaba la anciana, mirándole con amorosa atención. ¡Qué cambiado estaba! ¡La guerra hacía unas cosas!, pero era su hijo y volvía a besarle. —Hasta más rubio ha vuelto. ¿No crees?
Y miraba a la otra que se afanaba en cortar un poco de salchichón, y así pasaron un tiempo hasta que se fueron a la cama. A la mañana siguiente la pobre mujer no se consolaba, al pensar que su hijo se había vuelto a ir, sin despedirse y desde ese día con la hogaza de pan entre las manos, se lanzaba a recorrer los alrededores y siempre que veía un soldado con penacho, le daba una rebanada por si acaso era Pierre. Estaba tan guapo con ese casco.
—Porque era casco lo que llevaba ¿verdad?
El caballo
Malena Teigeiro
La guerra se había llevado a los hombres, los de ella y los de todas las mujeres de la aldea. Muchas, asustadas, se marcharon a la ciudad en busca de sus lejanas familias. Las pocas que eligieron quedarse, conocían que vivía sola, bueno, sola, no. Se quedó a la guarda de los nietos, de esos niños que poco a poco iban creciendo, alguno prometía ser un buen mozo.
La primera vez que la había visto, fue una mañana durante su odioso paseo a caballo en busca de los huidos que intentaban volver a sus casas. Ella cultivaba la tierra cuando apareció de espaldas al sol. Se incorporó y temerosa, con la mano a modo de visera, fijó sus ojos en la cabeza chata del bruto. Le dijo que era un Warmblood. ¡Cómo si a ella le importara a la raza! Él no sabía que solo buscaba la compasión de su mirada. ¡Era tan hermoso el animal!
Acababa de sacar la crujiente hogaza del horno cuando lo vio. El sol le arrancaba rayos al casco, al peto de acero, pulido como la plata, que lucía sobre la casaca. Se creía un dios. Sin ninguna consideración cabalgaba sobre su descuidado huerto sin importarle lo que arrasaba con las pezuñas de su bestia, sin importarle destrozar las pocas verduras que le iban a servir de alimento. Suspiró. La mujer se pasó la mano sobre las sienes y se sujetó los cabellos sueltos. Hipócrita, dibuja alrededor de los acerados ojos una sonrisa y con la hogaza bajo el brazo, como casi todas las mañanas, fue a su encuentro.
¡Qué poca suerte tuvo el día en que se fijó en ella ese hombre viejo! Si le quitaba el casco, no quedaba nada de su prestancia, rumia la mujer andando con cuidado, sonriente, entre los surcos de su tierra. ¡Mi hombre sí que es buen mozo! Al cerrar los ojos lo veía andando por el camino de tierra diciendo adiós con la mano. ¿Por dónde estaría ahora? ¿Viviría?
Mal rayo le partiera la vida, la de él y la de todos los que arrasaban sus tierras, decía su dura mirada mientras que, con el pan bajo el brazo, se acercaba complaciente. Corta una rebanada, y procurando no aproximarse mucho, se la entrega.
Aquel primer día le agarró la mano y la arrastró hasta subirla a la grupa. ¡Mala bestia! No le importó usar el caballo de litera para deshonrar su pecho, para toquetear su vientre, sus muslos. Y ella, muda, sin rebelarse, aguantaba el asedio, hasta que, sin enfadarlo, consiguió arrojarse al suelo. Él se llevó la mano a la visera del casco. Hasta mañana, le dijo despidiéndose seco, con voz metálica. Pasaría por allí todas las mañanas que pudiera. Y añadió, que siempre le tuviera preparado un poco de ese pan que perfumaba los campos. Ella, coqueta, ladeó la cabeza sonriente, con los dedos a la espalda cruzados en una maldición. ¡Ojalá te rajen el vientre y la sangre tiña tus desalmadas vergüenzas!
Y así siguieron hasta que un día descabalgó la bestia, y sobre sus verduras, las que luego, con las lágrimas contenidas, cortaba para que no se perdieran, la viola. Aunque lo cierto era que ella había consentido, y hasta intentó contentarlo. Cualquier cosa antes de que se acercara a la casa en donde escondía a sus dos hijos.
¡Maldita guerra!
Olor a cocina
Liliana Delucchi
Esto es una serpiente de barro y miseria. Aquí estamos, querida madre, todos aquellos que vinimos a luchar por la patria. Me dijiste que no estaba preparado. Tu insistencia a que esperara a que me llamaran a filas, no fue escuchada por este hijo, que pensaba que en poco tiempo seríamos capaces de vencer a los alemanes, y me presenté voluntario. Y aquí estoy, entre miembros rotos, gritos y ruidos de artillería que llegan del otro lado. Hoy hice un nuevo amigo, es un británico llamado William, que ya vivió el infierno de El Somme. Habla muy bien francés y me enseña algo de su idioma, que pienso me servirá cuando todo esto termine. Él consigue té y yo me las arreglo para obtener un poco de leche. Me cuenta cómo era su vida en Inglaterra y yo le describo nuestras praderas.
Ayer llegaron provisiones, me lancé sobre un trozo de pan que me hizo recordar el olor de tu cocina, nuestros desayunos con mantequilla antes de que el averno se extendiera por Europa.
Creo que me van a destinar como ayuda del Capitán Médico, al menos estaré más a cubierto que aquí, en la trinchera, aunque los cuartuchos donde se cura a los enfermos, cuando se los cura, son una pestilente mezcla de sangre y sudor. Los medicamentos no alcanzan y los hombres parecen lobos por sus aullidos de dolor. Cuando la desazón nos apresa, repetimos las palabras de nuestro comandante, mi tocayo, Robert Nivelle: “No pasarán” y para darnos ánimos cantamos La Marsellesa. Por la noche, siempre hay alguien que silba alguna canción que escuchó en los bares de París y todos la tarareamos. París… ¡Qué lejos me parece!
No sufras por mí, madre, esto acabará y volveré a casa. Prometo encargarme de tu huerto y ayudar a padre en la carpintería. ¿Cómo están mis hermanos? Me escribió Marie, para contarme que su prometido fue reclutado y que han tenido que postergar la boda. Pero no supe nada más. ¿Sabes dónde fue destinado? Me gustaría tener a alguien de la familia cerca… Aunque Jacques no sea todavía mi cuñado, sé que ama a su novia y que me darán hermosos sobrinos.
Bueno, madre, tengo que dejarte porque me llaman. Acabó mi momento de descanso. A combatir.
Tu hijo que te quiere,
Robert
Verdún, 12 de marzo de 1916.
Los dobleces del papel han arrugado la carta que Stephanie guarda en el bolsillo de su delantal. La lleva desde que la recibió. Fue la última. La siguiente comunicación le llegó del ministerio de la Guerra en la que le anunciaban la muerte de su hijo. Jacques regresó, aunque con una pierna menos.
Los cascos de un caballo la sacan de sus pensamientos, mira por la ventana y ve a un soldado al paso entre sus coles. Es de los nuestros, piensa, y se dirige a la cocina en busca de un pan recién horneado. Le extiende un trozo al hombre que se lo agradece, lo huele y antes de comerlo le dice: “Me recuerda el olor a cocina de mi madre”.
Tiempos difíciles
Marieta Alonso
Lo que más le gustaba en su niñez era subir al desván con su abuelo, tomados de la mano, a registrar los baúles llenos de tesoros. Las horas volaban. Un día aparecieron dos sobres amarillentos, enlazados con una cinta descolorida que pudo haber sido negra. El anciano se quedó muy pensativo y cuando le preguntó si estaba triste, le acarició con la mirada perdida. Algo muy gordo tendría que estar leyendo, pues dejando caer el pliego sobre sus rodillas, se echó a llorar. Sin saber qué hacer, el niño le abrazó por la cintura, mientras el anciano comenzaba a contar…
Mi abuelo fue taxista en París y le tocó, a sus muchos años, llevar a su propio hijo y a mí, su nieto, al frente. Y con voz entrecortada continuó que entre el cinco y el doce de septiembre de 1914, se había librado una gran batalla. Mi padre nunca regresó. Yo sí.
Tomó el papel con mano temblorosa. Esta carta es de su puño y letra y escribió que todo saldría bien; que con un poco de suerte pararíamos el avance del ejército alemán; que las noches eran frías, pero que él tenía los pies calientes gracias a los tres pares de calcetines hechos por su mujer. Esperaba que yo estuviera sano y salvo, pues no había vuelto a verme ya que nos habían enviado a diferentes compañías.
La otra carta es del ministerio de la Guerra notificando su muerte y el valor demostrado.
—Abuelo ¿No fue mi padre el que murió en la guerra? -preguntó el niño mientras recostaba la cabeza en su hombro.
El anciano miró al vacío evocando, esta vez, a su hijo.
—Eso fue en la II Guerra, pequeño. En la segunda.
Espero con impaciencia cada uno de vuestros relatos
Estos ultimos de la primera guerra mundial me han gustado mucho
Que tristes y a la vez que entrega y sacrificio
Un saludo
Muchísimas gracias. Los comentarios ayudan a que cada mes intentemos ser mejores.
Estan muy interesante las pequeñas lecturas,y muy curiosa,con cada detalle de las historietas.
Nos alegra que haya disfrutado con nuestras historias.
Marieta, sublime
Muchas gracias Marian, por ser tan fiel a nuestros cuentos. Un beso..
Todos los cuentos tienen profundos y tristes historias, todas las querras han sido muerte y desastres, esperamos sus proximos cuentos
Muchas gracias Martha, por esperar cada mes nuestros cuentos. Un abrazo inmenso.
Hermosos fragmentos o pequeñas historias…dan ganas de leer
Felicitaciones y gracias
Muchas gracias Marisol por tu comentario y por leernos. Besos
Que bonitos aunque sean también tristes. La foto que los antecede llama la atención. Mucho casco y mucho caballo de un hobre que podría estar desolado y para mi también desnudo ante una anciana y una rebanada de pan.
Muchas gracias!!!!
Gracias a ti, Mary Carmen. Ante una imagen nos podemos hacer muchas preguntas sin respuestas. La desolación es algo que anida en nuestro interior y a saber lo que pudiera estar sintiendo ese soldado y la anciana que recibe la carta. Un abrazo.