
Perros English Springer Spaniel
Este mes tenemos en la foto una preciosa pareja de perros English Springer Spaniel que se asoman curiosos a una puerta ¿Qué puede haber detrás? Un amor desmedido por estos animalitos que acompañan y reviven a quien los ama; el cariño de un perro que va más allá de la vida de su amo. En otro se cuenta la redención de un borrachín gracias a un esforzado chucho, y dos cachorros de guante blanco que trabajan por una buena causa remata los relatos que han inspirado a nuestras cuentistas estos simpáticos animales.
Su origen, como los demás Spaniels, se supone que es España, como su nombre indica. Es apreciado como excelente perro de caza en levantar y cobrar presas. De tamaño mediano, resulta fácil de entrenar y tiene un carácter alegre, inteligente y activo que lo hace un compañero cariñoso y cercano.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Amor perruno
Cristina Vázquez
A Tania L. con cariño
Mi madre utilizaba el término PERRO para cuantificar y calificar muchas comparaciones: entre un viaje o un perro, entre un regalo o un perro, entre un niño o un perro… Siempre salía triunfante en la elección el perro. Daba igual que le fueras subiendo la oferta, un viaje a las islas del Caribe, un collar de brillantes, u otro niño como su adorado hijo Salva. Y solo en esa ocasión prefería otro niño.
También comentaba que lo único que no le perdonó nunca a su querida prima Verónica, fue que cuando tuvo que ir a vivir con ella por circunstancias familiares, no la dejó llevarse a su perrita. Y eso lo tenía clavado como una espingarda en su corazón. Lo único que la hacía desconfiar de ella, era que no quisiera a los perros.
Aunque a mi padre tampoco le gustaban, consiguió tener siempre uno o dos y una vez hasta trece, pues nos dejaba traer perros a casa y recogía a todo aquel que veía abandonado. Cuando enviudó tenía dos cachorros Springer Spaniel que le habían regalado, fuertes y briosos. Cuando iba a visitarla la encontraba en su taller de encuadernación con un perro a cada lado sentado en una silla. Antes de entrar oía el parloteo al que ya estaba acostumbrada. Siempre hablaba con ellos.
—Vamos niños, saludar a Laura, que hace mucho que no viene.
Después de mirarme por encima de las gafas y del humo de su pitillo, se alegraba tanto de verme, que exigía a los perros que fueran buenos y me dieran un beso. Luego, pedía a Romina, la señora que la cuidaba, algo de beber. Era para la señorita Laura, y mirando a los dos perros, añadía que yo era su hija, pero que no se preocuparan, tampoco iba a estar tanto tiempo.
Yo me sentaba conteniendo la irritación que me producía el pequeño dardo que siempre me lanzaba y la mayoría de las veces, como una suerte de venganza le preguntaba si sabía algo de mi hermano Salva.
—Está muy bien, me llama todos los días —mentía con desparpajo.
Claro, estaba tan ocupado con el alquiler de barcos si era temporada de verano, o con las clases de esquí en invierno. En primavera el trabajo era versátil de capitán de yate por unas islas o… Y ahí se abría una interminable exposición de ocupaciones diversas. Yo notaba su apuro, el esfuerzo por rellenar la inutilidad de la vida de mi hermano, el único ser al que al parecer no hubiera cambiado por un perro.
Al poco rato de estar mi madre enhebrando las fantásticas historias sobre Salva, los perros —llegué a pensar si los tenía amaestrados para desviar la conversación— pedían salir al jardín.
—Por favor, ábreles la puerta. Ahora que no estoy sola, ellos aprovechan para darse una carrera.
En cuanto pasaban unos minutos empezaba a preguntarme si los veía.
—Sí, mamá. De aquí no se pueden escapar.
Pero si venía alguien, entregaban un paquete o un despiste de Romina, entonces ¿qué? ¿Se podían o no escapar?
—Si no te importa levántate a ver si están y hazles pasar —este ritual se repetía con desesperante exactitud.
Al irme, no podía evitar echar una última mirada compasiva por esa mujer mayor sentada con un perro a cada lado, a los que empezaba a desgranar su dulce parloteo. Una dulzura que solo le había visto con ellos y con Salva.
Una madrugada recibí la apresurada llamada de Romina. Acababa de ingresar a mi madre en el hospital cercano, Santa Lucía, que fuera cuánto antes. Le había dado un ictus y estaba en la UVI. La vi desde la cristalera como si fuera un pez boqueando. Llamé a mi hermano al que tardé varias horas en localizar.
—Imposible, Laurita. Al menos tardaría un par de días en llegar —admitió contrariado.
Por favor que le informara con puntualidad de cómo iba evolucionando y si recuperaba la consciencia. En ese caso, su voz sonó aparatosa, haría lo que fuera por llegar. Las horas y los días fueron pasando, la llevaron a una habitación y el tiempo pareció detenerse con su inmovilidad.
La última noche de febrero, soborné con buenas palabras y conveniente cantidad al vigilante de guardia. Cogí a los dos perros y me colé sigilosamente con ellos al cuarto de mi madre. Los animalitos gimieron quedo y empezaron a lamerle las manos. Ella se removió y algo así como una sonrisa apareció en su cara. A la mañana siguiente despertó. Yo estaba a su lado, me acarició la mejilla y me dio unas gracias torpemente pronunciadas, pero llenas del amor que tanto tiempo me había negado. ¿Por qué? me pregunté con una mezcla de desolación y esperanza.
Cuando volvimos a casa los perrillos nos esperaban de pie en la puerta de cristal para darle la bienvenida.
La espera
Malena Teigeiro
El día en que acompañado por sus padres, Tomás fue a la perrera y los recogió, los dos tuvieron la certeza de su mucha suerte. Aunque su madre protestara, desde la primera noche los tres durmieron en la misma habitación. Durante el día, el niño jugaba con ellos en el jardín. Incluso cuando estudiaba sentado a su mesa, les tiraba una y otra vez una pelota que ellos recogían y dejaban de nuevo encima del tablero. A los canes les gustaba su rutinaria vida: Sonaba el despertador, se levantaban los tres, él corría a abrirles la puerta del jardín… Y siempre, siempre, antes de que el autobús del colegio se detuviera delante de la casa, tenía unos minutos para jugar con ellos. Luego, lo miraban irse. Ellos moviendo el rabo y él agitando la mano desde detrás de la ventanilla. A partir de entonces, los dos andaban por la casa dormitando sobre los cojines o sobre las mantas que la madre de Tomás colocaba al pie de los sofás. Y así, hasta que se acercaba la hora en que el niño iba a llegar. Entonces era cuando de nuevo, lo esperaban detrás de os cristales, allí, en el mismo sitio en que lo despidieron. Y luego, al entrar en la habitación, mientras se quitaba los zapatos, a veces divertido, otras enfadado, casi siempre sin darle ninguna importancia, les contaba lo sucedido durante el día.
Así fueron pasando aquellos años en los que todos en la casa parecían ser felices, hasta que llegó el día en que Tomás terminó el colegio y con sus rizos de niño, entró en la universidad. Fue entonces cuando su padre se marchó. Ellos que percibieron su disgusto, intentaban distraerlo con sus juegos. Lo cierto fue que pocas veces lo consiguieron. Sin embargo, y a pesar del abandono de su padre, hubo algo que nunca cambió: Tomás seguía contándoles sus cuitas, sus deseos y avatares.
Tiempo después, los dos, pensando en cuando comenzó todo, llegaron a la conclusión de que un par de años antes de que dejara de ir a la universidad, algo había cambiado en su amigo. Como siempre, él seguía atravesando cada tarde el jardín, sin embargo, dejó de llamarlos para jugar. A Tomás, Tomi, como le llamaba la chica con la que salía, ahora también le gustaba la noche. Y poco a poco, su olor a infancia, a cacao y mantequilla, cambió y lo mismo que su amiga, comenzó a oler a tabaco y alcohol. Lo cierto era que ambos arrastraban un perfume a vino, a algo espeso que nunca lograron descifrar. Preocupados percibieron que su mirada carecía ya de su infantil alegría, y su rostro de joven deportista se había afilado, incluso había perdido el lustroso moreno de andar siempre al aire libre. Sin embargo, ellos seguían esperándolo desde detrás de los cristales. Pero ya no volvía al atardecer. No. Ahora lo hacía de noche, muchas veces con las luces de la mañana. Inquietos, desde su puesto de vigías lo veían atravesar el jardín dando tumbos. Y aunque ya no les arrojaba la pelota ni los acariciaba, al escuchar el ruido de la puerta al abrirse, ellos seguían corriendo a su lado.
Sin embargo, ya no lo despertaban lamiéndole la cara como siempre hicieron, porque su baba era amarga, y el agrio sudor les repelía.
Aquella mañana los despertaron los sollozos de la madre de Tomás. Poco después escucharon a su padre, al que hacía tiempo no habían visto. El hombre entró en la casa enfurecido. También aparecieron sus primos, que con el rostro alelado, esperaban sentados en el sofá del salón debajo del cual ellos solían esconderse. Uno, creían que fue el que llamaban Jorge, los descubrió y comenzó a acariciarlos entre las orejas. Y también llegaron muchos amigos, y muchas flores.
Luego, desaparecieron todos.
Y ahora que el olor a flores se ha desvanecido, y la casa vuelve a estar en calma, como siempre a media tarde vuelven a esperarlo desde detrás de los cristales. Y seguirán haciéndolo. Confían en que al menos su sombra volverá a atravesar el jardín.
El tesoro escondido
Liliana Delucchi
La puerta del salón se abre dejando entrar una corriente de aire.
—Aquí estáis, mis chiquitines —la voz de Carlota hace que los cachorros abandonen la ventana y se acerquen a la joven—. ¿Qué estabais escudriñando a través del cristal? ¿No os gusta el nuevo jardinero?
Carlota se sienta en un sillón y da unos golpes a los almohadones llamando a los mellizos, que de un salto se arrebujan junto a ella en espera de sus caricias.
—Os he traído golosinas. A ver, Guido, esta para ti. No tragues tan rápido que te hará mal. Muy bien, Natasha, así me gusta. Despacio, despacio.
El sonido de unos pasos sobre la madera hace que los cachorros salten del sillón. Ya están en su cesta cuando la voz ronca de doña Matilde irrumpe en la atemperada habitación.
—Te estaba buscando.
—He venido por un libro que me he dejado, tía.
—Y a malcriar a tus perros.
Sin responder al comentario de la señora mayor, Carlota se acerca a la biblioteca y coge un ejemplar para dar veracidad a sus palabras, mientras doña Matilde recorre el salón pasando el dedo por los muebles en busca de alguno que no fuera limpiado a conciencia.
—¿Crees que tu hermano nos honrará con su presencia estas navidades?
—No lo sé, tía. Dependerá de sus exámenes. Posiblemente venga para Reyes.
—A buscar su paga, seguramente.
Carlota aprieta los labios para no responder. ¿Cuánto tiempo más tendrá que permanecer en esa casa? Álvaro le prometió que el año que viene ya no estaría allí, que está ahorrando dinero con sus trabajos temporales fuera de la universidad, que la rescatará. Pero, ¿será suficiente con lo que tiene y el capital del fideicomiso que les dejó su padre? Este último no es demasiado.
—Comeremos en una hora. Asegúrate de que esos chuchos permanezcan aquí, no quiero verlos soltando sus pelos por toda la casa—. Gruñe Doña Matilde antes de abandonar la habitación.
La joven se acerca a la cesta donde están sus cachorros, se tumba en el suelo junto a ellos y siente la respiración cálida de los animalitos en su cuello. Gracias, queridos, susurra, si no fuera por vosotros me moriría en este mausoleo oscuro y frío.
Cuando se marcha al comedor, no es consciente de que no es la única que abandona el salón. Los mellizos se escabullen y parten al jardín.
—A nuestro rincón no irá el nuevo jardinero, solo se ocupa de las flores, la zona que elegimos es de matorrales —comenta Guido.
—He conseguido un poco más —dice Natasha— Son las vueltas de la compra que la cocinera ha dejado sobre la mesa.
—Y yo abrí el bolso de «la Matilde» y le quité unos billetes. Pero, escarba, escarba. Hemos de guardar antes de que se den cuenta de que hemos salido.
—¿Tendrán suficiente para marcharse? Si Álvaro viene para Reyes, todavía están las navidades para conseguir más— respira agitado mientras sus patas se hunden en la tierra— Seguro que las visitas traerán joyas y alguna otra cosa que podamos coger.
—Esperemos. Y ahora, al salón, a nuestra cesta.
Antes de que oscurezca, Carlota, como todos los días, sale al parque con sus cachorros. Es el mejor momento de la jornada, cuando a solas con ellos siente en sus pulmones el aire fresco del invierno. Respira profundamente antes de correr detrás de los animalitos. Los ve dirigirse a una zona de matojos donde aún no se ha derretido la escarcha de la mañana.
—¿Dónde vais? Esperadme.
Cuando llega a una zona cubierta de retamas desnudas, descubre a Guido escarbando la tierra; Natasha la llama con suaves ladridos y la joven, curiosa, se acerca para ver qué están tramando.
Las patas de los cachorros han dejado al descubierto un agujero que contiene una caja que la joven reconoce como la de las galletas de los perros. ¿Cómo la han traído hasta aquí? ¿Quién los ha ayudado? Cuando levanta la tapa descubre una considerable cantidad de dinero. La cierra y vuelve a cubrirla con tierra; su mirada interroga a los mellizos que, sentados a sus pies, menean la cola.
—¡Vámonos! Ya volveremos más tarde.
Durante la cena la tía Matilde le pregunta a qué se debe su prolongado silencio, ella pretexta dolor de garganta y se excusa para dejar la mesa sin tomar el café. Cuando Carlota oye los pasos del personal retirarse a sus habitaciones, decide ponerse el abrigo sobre el pijama y resolver el misterio de esa tarde.
No llega sonido alguno de la casa dormida, y en la profunda oscuridad del jardín oye, de vez en cuando, un secreto susurro de ramas, como si un pájaro nocturno las rozara. En un momento dado le parece escuchar unos pasos procedentes de la calle y retrocede contra el rincón donde se halla; pero los pasos mueren (o eso cree) en la distancia y dejan un silencio más profundo.
Es entonces cuando los faros de un coche iluminan la reja de entrada. ¡Es Álvaro! Corre a abrirle con el dedo sobre la boca pidiendo silencio. Su hermano desciende del coche y como dos fantasmas se acercan al tesoro escondido.
—Ve a buscar a los cachorros. Yo me ocupo de coger la caja y dar la vuelta al coche.
Carlota corre hacia la casa. Al acercarse ve a sus mascotas mirando desde detrás del cristal. Con sigilo abre la puerta del salón, coge la cesta con sus juguetes y les indica que la sigan. Envueltos en la clandestinidad de la noche vuelan más que caminan los tres hasta el coche. Álvaro ya tiene el motor encendido y parten los cuatro para no volver.
El arte de ladrar
Marieta Alonso
Era de esas personas que no pensaba demasiado y cada tarde, aun sabiendo que le era perjudicial, los pies lo llevaban a la taberna de Artemio, quien unas veces le ponía vino y otras, cerveza.
Aquella estrellada noche de verano alcanzó tales alturas el entusiasmo de su borrachera que comenzó a imitar el ladrido del perrillo, feo, sarnoso y sin pedigrí, que lo miraba desde un rincón.
—No me gustan los perros —dijo con voz pastosa.
A saber lo que entendería el chucho que al oírlo saltó a sus brazos y le puso la cabeza en el hombro. Así se fue tambaleando hasta casa, en la que amaneció al día siguiente abrazado a otro ser vivo.
Cuando su madre le vino a despertar, que espabilara, que no tenían nada para comer, se encontró con aquel cuadro que destilaba ternura.
—¡Arriba, haragán!
Con tal de no escuchar la diaria cantinela se vistió, desayunó, puso la escopeta al hombro y se fue con la intención de seguir durmiendo recostado contra el tronco de un álamo. No llevaba mucho tiempo roncando cuando sintió aullar a aquel retaco de cánido, que con el hocico le estaba acercando la escopeta. Unos tiros se oían en la lejanía. Para que el perro tuviera una buena opinión de él, no fuera a pensar que era un tanto cobarde, o peor aún, un mal cazador, se puso la mira en el ojo y disparó. El animalito salió como una flecha y al cabo del rato regresó con una liebre en el hocico.
Se rascó la cabeza. Por culpa de esas manos que les había dado por temblar, llevaba años sin acertar a nada que se moviese. Aguzó el oído por si alguien venía a reclamar su presa. Silencio. Recordó que estaban a mediados de mes y ya se había gastado la mísera pensión de madre, y tenían que comer. Sintió un ruido y volvió a disparar. Esta vez vino con una perdiz.
¡Sí que era de ley el perrucho! Habría que ponerle un nombre, y le llamó Zascandil —así era como le tildaba su madre siendo niño—. Y entre disparos y carreras volvió a su casa con un total de diez palomas, cuatro liebres y dos perdices.
Ese día su madre preparó un estofado de liebre que, de tan bueno, hizo que se chupara los dedos. Mejor prevenir, dijo la mujer guardando lo que sobró en la despensa. Con la barriga llena se echó a dormir una buena siesta. Falta le hacía. Estaba agotado.
Ella, tras fregar los platos, llevó el resto de la caza al carnicero, quien descontó lo que le debían. Como no se fiaba de su hijo se llegó a la taberna, y pagó la mitad de la deuda al Artemio. A primeros de mes saldaría el total de la cuenta y, por favor, que no la endeudara más, que le cerrara la puerta en las narices a su hijo.
—No me pida eso. No puedo negarle la entrada. Átelo usted, si puede.
Al llegar a casa tuvo una seria conversación con Zascandil que con las orejas gachas parecía estar de acuerdo con lo que le pedía aquella mujer, aunque pareciera un despropósito.
A partir de ese bendito día el borrachín, azuzado por su perro, comenzó a levantarse de madrugada para salir a cazar. Ya no tenía tiempo de ir al bar. Y hasta llegó a sembrar pimientos, tomates y no sé cuántas cosas más en el huerto. Su chaqueta olía a rancio sudor y no a alcohol.
Si antes en el pueblo hablaban de él, ahora la que estaba en boca de todos era la madre, que tal parecía querer más al perro que al hijo.
Cristina,
Guauuu ,que bonito relato.
Salud y amor en el 2022 para las cuatro cuentistas.
Gracias
Elena
Cristina
Que bonita historia, me ha conmovido inmensamente, se me han saltado las lagrimas
Gracias Elena, para ti también un estupendo 2022 que empezamos con animosos ladridos.
besos Cristina
Gracias Almu,
¡¡Preciosos cuentos!! Cristina te acabo de enviar mi nuevo correo electrónico, te agradecería me enviaseis los mails a ese correo, me encantan vuestras historias y lo bien que lo hacéis.
¡¡Qué envidia escribir tan bien!!
Un abrazo,
Reyes