
Perlas
A lo largo del tiempo, las perlas han sido una de las gemas más preciadas y codiciadas. Se pueden hallar innumerables referencias a ellas en la religión y la mitología de muchas culturas desde tiempos remotos.
Hace más de 2.000 años, los chinos creyeron que tenían el poder de la juventud eterna. Los egipcios las apreciaban tanto que se hacían enterrar con ellas. Los griegos las asociaban con el amor y el matrimonio.
En la antigua Roma, las perlas eran consideradas el más alto símbolo de riqueza y de posición social. Durante los inicios de la Edad Media, mientras que las doncellas de la nobleza atesoraban collares, los caballeros las llevaban consigo al campo de batalla.
Hasta principios del siglo XX, las perlas naturales estaban al alcance sólo de ricos y famosos.
En 1916, el famoso joyero francés Jacques Cartier compró su histórico establecimiento en la Quinta Avenida de Nueva York al intercambiar dos collares de perlas por la valiosa propiedad.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El símbolo
Cristina Vázquez
—Silencio, por favor, silencio.
Al decir estas palabras doña Eulalia consigue que cese el aplauso que le dedican sus empleados en el día de su despedida. Está emocionada y agradecida antes de ceder la palabra al nuevo director general.
Al oírse decir, silencio, por favor, silencio, no puede evitar recordar la primera comida en casa de su tío cuando él dijo: Silencio, he dicho, silencio. Y todos los comensales enmudecieron ante estas palabras. Luego comprobó que era una situación que se repetía con frecuencia y siempre con la misma entonación crispada, sin resonancia, que caía igual que un mazo. Nadie osaba a abrir el pico hasta que él volviera graciosamente a dar el turno de palabra.
—Ahora puedes contar lo que estabas diciendo, pero con un poco más de soltura o de gracia o de precisión —decía señalando al aludido con su dedo índice.
Lo único que modificaba don Alberto era el sustantivo que calificaba la frase anteriormente cortada en seco.
El aludido podía ser un hijo, un invitado, o una nuera y en ciertas ocasiones la conversación no se retomaba y el silencio se imponía en el comedor, roto sólo por los ruidos de los cubiertos. En esos momentos su mirada no se desviaba del plato y una sonrisa asomaba a su cuarteada cara de lagarto. Eulalia, su sobrina, esperaba que sacara una lengua bífida para atrapar alguna víctima inocente.
Era la hija de su único hermano, muerto según él, por inútil, una de sus palabras preferidas. Vivía desde entonces en su casa pues su madre, una hermosa señora ausente y avispada, envuelta en velos muy negros y lacrimosos, la dejó en las acaudaladas aunque ásperas manos de su tío Alberto. Al fin y al cabo era su padrino y tenía un deber con la tierna, adorable huérfana. Y ahí se quedó plantada en el agrío caserón, con tres primos mayores ya casados, sometidos al ritual tiránico del padre a cambio de sustanciosas pensiones y caprichos.
Después de la primera y dura impresión empezó a pensar cómo sobrevivir y sacar tajada de la situación en que le había puesto la vida. No echaba de menos a su madre, y de su padre le quedaban lejanos recuerdos de ternura, de risas y juegos ruidosos. Luego se fue esfumando en una figura alcoholizada y triste. Empezó a fijarse bien en el hombre que ahora ejercía funciones paternales, pese a la incomodidad que le había producido la llegada de la parienta huérfana.
Un ruido del micrófono la saca por un momento de sus recuerdos y mira con orgullo el símbolo que brilla en la pared, el símbolo de su triunfo y sacrificio.
Todas las tardes después de volver de su oficina el viejo don Alberto se encerraba un rato en su despacho, y ella le veía sacar un pequeño llavín. Le intrigaba mucho qué abriría, aunque nunca osó preguntárselo. A medida que pasaba el tiempo Eulalia se iba quitando el pelo de la dehesa, como decía él con desprecio, y aprendió matemáticas, a bailar, a arreglarse con gusto y a demostrar afán de conocimiento y tenacidad en las tareas emprendidas. El tono del tío se fue modificando y en la soledad del caserón empezó a contarle recuerdos, a quejarse de la pésima educación de sus inútiles hijos, su madre les consintió todo, confesaba con acritud, a demostrar una torpe ternura y un orgullo de Pigmalión frente a los demás, por haber conseguido con su dinero y el esfuerzo de ella una hermosa señorita educada, la hija que nunca tuvo.
Se sorprende del final del discurso y del sonido de los aplausos otra vez, pero no le interesa demasiado lo que sucede ahora, los inevitables agradecimientos, las palabras huecas y vuelve al momento en que su tío, en una especie de ritual le abrió el cajón de su mesa con el llavín que tanto le intrigaba y apareció, sobre un terciopelo verde oscuro, una ostra semicerrada con una perla en la abertura. Los ojos se le iluminaron al mirarla y la cogió en sus gruesas manos con mimo de aprendiz.
—Esta perla me la regaló una gran mujer y fue el principio de mi fortuna —levantó los estrechos y amarillentos ojos—. Quiero que sea tuya y que mantengas lo que he creado antes de que se lo merienden los inútiles de mis hijos.
Y ese era el símbolo de la empresa, la ostra con la perla que hoy brillaba en todo el mundo y que era su pequeño homenaje a ese hombre tosco y generoso, inteligente y suspicaz que permitió que sus solitarias vidas se complementaran en un fin común.
El coleccionista
Malena Teigeiro
Mis amigas y yo no llevábamos mucho tiempo en la playa cuando vimos que se acercaba un velero. Manejaba el timón un hombre alto, delgado, con las rastas de su cabello pardas por la sal. Al parecer, él también se había fijado en nosotras. Y he de admitir que desde que lo descubrí, no dejé un instante de contemplarlo.
Nosotras, entre risas y bromas, pasamos la mañana entrando y saliendo del agua hasta la hora de volver a nuestras casas. Después de comer me eché una siesta, y por primera vez soñé con él. Soñé que era el hijo de Neptuno y de la Nereida Anfrítite. Una y otra vez se me aparecía surcando los mares en su precioso velero de madera. Aquella noche lo encontré sentado en una terraza del paseo marítimo. Dijo que me estaba esperando.
Salimos un día y otro, por la mañana y por la tarde hasta que me llevó a dar una vuelta en el velero. Allí, en el medio del mar, me confesó que me quiso desde el momento en que me vio. He de decir que a mí me arrebató la mirada de sus ojos azules, sus galantes maneras, y el perfume medio a mar, medio a madera, que me mareaba mientras me juraba su eterno amor. Recuerdo todavía la dulce caricia de su voz, ronca, grave, al decirme que mis besos le sabían a mar. Y sobre mis movimientos, dijo que le recordaban a las sinuosas oscilaciones de las algas. También me habló de mi piel, que era como el nácar, dijo. Y entonces, justo a continuación de esas palabras, sacó un estuche del bolsillo —eran dos preciosas perlas, iridiscentes, redondas como canicas— y me pidió que me casara con él. Arrebatada por tanto amor y tanta galanura, así como por la belleza de su costosísimo regalo, dije que sí y que teníamos que hacerlo cuanto antes. Lo cierto era que no me apetecía nada volver a la universidad.
Habló con mi padre, a quien no acababa de gustarle que un hombre de su edad —casi veinte años mayor que yo— anduviera conmigo, y torciendo el gesto le expuso que todavía era menor de edad. Y dando media vuelta, se fue dejándolo plantado. Pero tantos fueron mis llantos y tanta la insistencia de mi madre, quien feliz presumía con sus amigas de que su niña era la primera que se casaba de la pandilla y de la buena boda que hacía, que al final cedió.
He de reconocer que mi marido me adoraba. Le gustaba regalarme perlas. Las australianas me llegaron en un estuche de piel rojo; las tahitianas, en una cajita de terciopelo verde; las chinas, esas… ¡ya ni me acuerdo! También me las regaló de agua dulce, cultivadas o de cualquier nacionalidad o diferencia. Todas valían para aquel loco que se satisfacía poniendo precio al sufrimiento de unos pobres animalitos. Y comenzó a llamarme mi perla, y lo que en un principio me sonaba bien, no tardó mucho tiempo en que comenzara a sentir vergüenza cuando lo hacía delante de cualquiera. Me pareció que esa forma de nombrarme era una cursilería inaguantable. Luego ya fue peor. Llegó un momento en que decidió que era de verdad una de esas bolas blancas que tanto adoraba, y como tal me encerró en la casa. Mandó construir una cama en forma de ostra gigante. Me adornaba con ristras de aljófares de todos los tamaños y colores, me obligaba a vestirme con telas nacaradas. Mi perla, decía arrebolado. Aquella obsesión me hizo sentir como si en vez de ser su mujer, fuera esa especie de quiste que tienen las pobres ostras. Más bien pronto que tarde comencé a hartarme de tanto nombre, tanta concha, y tanto nácar, pero poco podía hacer. Y caí en lo que se podría llamar una profunda tristeza. En cuanto percibió que yo andaba hundida, cabizbaja, y quizá algo furiosa, decidió hacer un viaje. Para que te distraigas un poco y salgas de esa apatía, me dijo. Y, ¡cómo no!, decidió llevarme a visitar granjas de ostras. Y fuimos a Japón. Allí me enseñaron a bucear con una bombona a la espalda. Me espantó la experiencia. Sin embargo, él confundió mi mueca de horror con una tímida sonrisa de agradecimiento. Cuando creyó que estaba preparada, me hizo bajar sola a ver las conchas en sus bateas. Luego, fuimos a Filipinas, a China, a Tahití. Y así llegamos a Méjico.
Aquella noche en el hotel se celebraba una fiesta. Cantaban los mariachis, bailaban las alegres y bellísimas niñas con sus lazos de cintas de colores entre los mechones de sus negras trenzas. Me fui a la cama pensando que aquello sí que era vida, aquello sí que era alegría.
A la mañana siguiente, me sumergí para ver la granja. En el fondo del mar, entre las nasas y las cuerdas de las bateas, plagados sus velos de conchas, una bella virgencita me contemplaba con dulzura. Ella me indicó el camino y yo lo seguí. Nadé pegada a la arena hasta que se le acabó el aire a la bombona. Me desprendía de ella y la dejé, allí mismo, tirada en el fondo del mar. Subí a la superficie y seguí nadando.
Ahora vivo en el centro de Méjico, casi en la selva, y no quiero volver a saber nada más de bateas, de playas ni del agua del mar. Creo que me han dado por muerta, creo que anda llorando por mí. Quizá algún día le diga que no se preocupe, que estoy bien, que ahora me adorno con piedras de colores, y que cualquier cosa me hace feliz. Excepto una perla.
Día de la madre
Liliana Delucchi
Se la dio Sor Catalina el día en que abandonó el orfanato.
—La traías en tu manita, los dedos aferrados a ella, tanto que solo cuando te dimos ese baño que necesitabas pudimos verla —dijo la religiosa al entregarle una perla.
Detuvo sus ojos ante esa esfera perfecta, blanca y brillante. Era todo lo que poseía. La perla y el libro de oraciones que lo acompañaba cada noche. El camino que se iniciaba ante la gran reja que separaba el edificio de las afueras del pueblo le pareció largo. No lo es tanto, se dijo Constantino entornando los ojos. He ido muchas veces a hacer recados que me encargaban las hermanas y no tardaba más de diez minutos. Ahora era diferente. Al final de ese sendero se abría un mundo que otros llamarían libertad, pero el joven sentía una presión en el estómago y un temblor en los labios que reconocía como los síntomas de cuando se enfrentaba a lo desconocido.
—Ve derecho a la tienda de ultramarinos. Su dueña, doña Jacinta, te espera con un puesto de dependiente, también te dará alojamiento —la voz de la hermana, tan suave, tan cálida, como siempre.
Constantino apretó la mano de quien lo consolara las noches de tormenta, de esa mujer de cuerpo tan generoso como su alma, el único pecho que conoció en que apoyar su cabeza y enjugar sus lágrimas. No vio las de ella cuando inició su andar hacia el futuro.
El negocio de doña Jacinta, una viuda de mediana edad y sin hijos, se erigía en la mitad de la calle principal. Un edificio de dos plantas, la de abajo para la tienda y la de arriba era la vivienda de la señora. Le mostró su habitación, un cuarto pequeño pero limpio y con lo estrictamente necesario.
No le costó al joven aprender a despachar, conocer los productos y sus precios y asimiló de su jefa el buen trato, preguntar a los clientes por sus hijos, sus enfermedades o los resultados de la última cosecha. Por las noches, una vez hecha la caja, subían los dos y mientras la mujer preparaba la cena, el aprendiz barría o se dedicaba a lo que fuera necesario para una vida sin lujos pero sin necesidades.
Antes de dormir, jugaban a las cartas o miraban la televisión. Las conversaciones se hicieron cada vez más personales, el cariño no tardó en aparecer entre esos dos seres necesitados de afecto. Los domingos iban a misa a la iglesia del orfanato y entonces Sor Catalina respiraba tranquila al ver que su protegido había encontrado algo parecido a una madre.
La tarde en que fue a llevarle el pedido semanal a don Fermín, el único relojero del pueblo, el joven lo vio trabajando con una piedra azul.
—Es un topacio —dijo el anciano al ver la mirada sorprendida de Constantino.
—¿Y qué va a hacer con ella?
—Engarzarla en una sortija —respondió el joyero mirándolo por encima de sus gafas—. Será un anillo de pedida. ¿Sabes lo que es un compromiso matrimonial?
—Claro, he servido como monaguillo en algunas bodas cuando estaba en el convento.
Al volver a su habitación sacó de una pequeña caja la perla que le había entregado la monja antes de iniciar su nueva vida. Ahora sé cuál va a ser tu destino, le dijo a la gema mientras la acariciaba. A la mañana siguiente volvió a casa del joyero.
—¿Podría engarzarla para un colgante y tenerlo antes de quince días?
—Preguntó a don Fermín con la voz entrecortada. —No la he robado —y le contó la historia.
El primer domingo de mayo, Día de la Madre, Sor Catalina se secó las lágrimas al ver a su protegido junto a doña Jacinta y a esta con la perla colgada del cuello.
Regalo cautivo
Marieta Alonso
Yendo hacia el exilio logró camuflar dentro de un sencillo moño bajo aquel collar de perlas, regalo de su abuela cuando cumplió los dieciocho años. Al entregárselo hizo aquel comentario tan inquietante.
—No lo luzcas nunca, querida niña. Es la joya de la familia. Trae mala suerte ponerla al cuello, pero te dará de comer en caso de necesidad.
Guardó el estuche entre la ropa blanca, esas sábanas de hilo bordadas que también le regaló y que tampoco usó por el trabajo que daba plancharlas.
En el momento de partir, simulando entereza, aunque tenía un pavor que se le debía notar, fue hacia el cubículo donde hacían los registros personales. La revisaron de arriba a abajo, pero en su cabeza de anciana ni se fijaron.
Mientras tanto, hizo un repaso de su vida. Después de cumplir la mayoría de edad, su día de nacimiento se desbocó y en un santiamén llegó a los ochenta y cinco años con tres matrimonios, dos divorcios, una viudedad, tres hijos y seis nietos, a los que animó —más bien empujó— a marchar en una balsa y que llegaron sanos y salvos al país adonde ella ahora se dirigía.
Si lograba pasar indemne de aquel registro la vida les sonreiría. Hubo un momento de tensión en el que se le encogió el ombligo. Falsa alarma. La mandaron salir y vio cómo registraban su maleta. Los tacones, aunque bajos, hacían que se balanceara al no poder controlar las rodillas.
Ya en el avión un suspiro de alivio la envolvió. Todo iba bien. Acababa de esquivar algo muy grave que mejor no describir con palabras.
A insensata, testaruda, chiflada y muy valiente no te gana nadie, mamá. Eso le dirían sus hijos cuando ella, a su llegada, con un gesto teatral deshiciera aquel rodete y las perlas ensartadas se fueran deslizando, despacio, por su curva espalda. Ya estaría al tanto para que no cayeran al suelo.
Muy bonitos todos los cuentos sigan deleitandonos con sus cuentos
Oh! Esas perlas me han
encantado. Sigue compartiendo.
Muchos besos Nilda
Muchas gracias Martha!!!
Muchas gracias Nilda
Muchas gracias Martha por ser nuestra fiel lectora. Besos
El coleccionista, Malena, Malena que cuento mas lúdico, atemporal, pleno de imágenes, este cuento representado en teatro sería «una perla».
Gracias por compartir sus historias, vivo en un lugar muy apartado de las grandes ciudades de mi país y me favorecen ustedes cada mes con sus lindas historia. Gracias y bendiciones a todas.
No sabes cuanto nos alegra poder servir para distraerte un poco.
Muchísimas gracias por leernos.
Mas gracias todavía por la crítica sobre mi cuento. Nada me gustaría mas que verlo representado de alguna manera.
Como siempre, muy bonitos cuentos. Pero, quizá, porque soy muy «madraza», el del Día de la Madre», me ha emocionado. Y, además me encantan las perlas. Gracias por estos relatos mensuales.Isabel
mary como siempre escribes precioso dios te bendiga