
Paisaje
El estilo inocente de esta bella pintura da pie a los cuentos de este mes, relatos inquietantes, en donde la magia, las artes ocultas y el terror aparecen en medio de sus sencillos personajes.
Higinio Mallebrera, pintor de estilo naif, autodidacta y de vocación muy tardía, que trabajó en los oficios de jardinero y marmolista rotulador de lápidas, no expuso su obra pictórica hasta los 72 años. Es al final de su vida cuando obtendrá el reconocimiento de su valía.
Su sinceridad e ingenuidad encuentra en la pintura una manera de imitar lo sublime «por el amor que siento a esta divinidad de arte». Convencido de que su trabajo está por encima de Picasso o Miró, cuya pintura tacha de «birrias», llega a tener un concepto de su trabajo «superior a todo lo hecho de Goya a esta fecha. Según Vallejo Nájera «Los cuadros de Mallebrera son pintura, naif o lo que se quiera, pero siempre Pintura, con mayúscula.»
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La vuelta
Cristina Vázquez
Se empeñó en volver a la aldea donde había nacido. Por más que los hijos, después de tantos años vividos en un pueblo al pie de los Alpes suizos, trataban de convencer a Edelmira de que no pintaba nada en ese apartado lugar del mundo. Ella, cabezota como era aseguró que vivir a lo mejor no pudo vivir donde quiso, ni con quien quiso, susurraba muy bajito, pero que morir iba a ser donde a ella le diera la real gana. Y con una brusca palmada terminaba la conversación.
Los tres hijos, hombres hechos y derechos, se miraban desolados conscientes de la voluntad imbatible de la madre. Desde que lo dijo se sentó en el pequeño mirador del apartamento que se había hecho en el hotel y afirmó que si no la devolvían rápido a su aldea se moriría. Miró a los tres con esos ojos incendiarios que tan bien conocían y tanto temían y con voz atronadora les amenazó.
—Si me muero sentada en esta silla mirando a ningún sitio, en vez de a mis queridas montañas —y les señaló uno a uno—, os perseguiré desde el otro mundo.
Acostumbrados a sus amenazas, que en general cumplía, el poder de Edelmira sobre sus hijos era enorme y se tomaron muy en serio sus deseos. Fue una mujer echada “pa lante”, como le gustaba repetir a ella, a la que en el pueblo pusieron el sobrenombre de faldas de acero.
Agarró a los tres mocosos y al tonto de su padre, al que ninguno se parecía, como también le gustaba repetir, y se vino a hacer de ellos unos hombres de bien y a buscar un sitio donde ganarse la vida. Y así fue. Le buscó al marido, el Juanón, un puesto de camarero en el restaurante del mejor hotel del pueblo y como el hombre era bien mandado enseguida se hizo con el trabajo, mientras ella consiguió estar en la recepción. Cómo convenció al dueño, un hombre soso y barrigón, nadie lo supo, pero a los tres meses de llegar a Suiza chapurreando el francés, Edelmira adornaba con su buena planta, sonrisa, decisión y bien hacer la administración del hotel. El dueño se iba a hacer montañismo en invierno y a pescar en verano. Ella amplió el negocio consiguiendo ponerlo de moda.
Algunas noches, cada vez más, se quedaba a dormir en el hotel y cuando el dueño murió pasó a sus manos. Al marido lo envió a España, pues no hacía más que anhelar su patria y ella no podía más de lamentos y suspiros.
Al cabo de quince días los hijos tenían organizado el viaje y habían hablado con unos parientes para que a la llegada les acogieran unos días en su casa. Al llegar todo le pareció raro a Edelmira. ¿Dónde estaba la herrería y por qué no estaba la casa del tío Eustaquio? ¡Que se había muerto Rosina! nadie se lo dijo. También habían tirado el mercado cubierto. Nada. Nada era igual, se lamentaba la anciana con gesto desabrido.
—Y ese edificio tan alto —preguntó en voz áspera—. Vaya mamarrachada aquí en medio.
—Ese edificio es un hotel parecido al nuestro —le aseguraron los hijos.
Y así estuvo rezongando unos cuantos días, obsesionada por esa construcción que ella no veía claro qué pintaba ahí. Los hijos se fueron despidiendo uno tras otro de ella.
—Madre no podemos dejar tanto tiempo el negocio sin ninguno de nosotros para controlar —le decían con gesto compungido—. Usted nos enseñó que el trabajo es lo primero.
Antes de marcharse el último, el pequeño, el que a ella más gracia le hacía, le sugirió que dieran un paseo de despedida y fueran a ver el edificio nuevo.
—Ese hotel que tanto te preocupa —le dijo con dulzura—. No te quedes con ganas de conocerlo.
Se acercaron en el coche del pariente, pese a las protestas de Edelmira, de que no hacía falta, si estaba muy cerca y ella aún tenía buenas piernas. Al llegar el hijo le conminó a que se fuera adelantando que él iba a aparcar. Entró y vio una recepción con unas mujeres uniformadas y sonrientes que enseguida quisieron llevarla a su habitación, pese las protestas de que ella solo estaba de visita.
—Mi hijo está aparcando. Enseguida vendrá y daremos una vuelta para conocer el lugar.
Después de dos horas sentada esperando. La amable joven uniformada, la cogió del brazo y se la llevó susurrando dulces palabras a un cuarto amplio que daba al rio.
—Aquí estará muy contenta doña Edelmira —le iba murmurando pasillo adelante.
Tatá
Malena Teigeiro
La exposición del pintor paraguayo Zeus Ugarte estaba siendo muy aplaudida. Amalia, crítica de arte, acudió a verla. El director del periódico en el que trabajaba, la había enviado a la muestra para escribir una crítica sobre uno de los cuadros. Cualquiera, el que tú elijas, murmuró el hombre un poco cargado de hombros, empujando la montura de las gafas sobre su pequeña nariz. Amalia, a la que no acababan de gustarle los ramos de flores, las familias y niños felices del estilo naif de las pinturas, pasó por delante de ellas sin decidir sobre cuál iba a hacer la crítica. De aquella exposición lo único que le hacía gracia era el apellido del pintor. De pronto, se detuvo ante uno diferente. La pintura, una casona norteña con un río y un rebaño de vacas, la hizo detenerse. ¿De dónde habría sacado el pintor aquella imagen?
—¿Le interesa esta pintura? —escuchó detrás de ella una voz con dulce acento suramericano.
Con el rostro fruncido, Amalia se volvió hacia él. Los ojos negros del hombre, viva imagen de su tío Antonio, le quemaban la piel como si aquellas pupilas fueran brasas. Salió corriendo de la sala de exposiciones. Pálida, sudorosa, pronta a desmayarse, llegó a la casa de sus padres, donde recordaron de nuevo la historia del tío Antonio.
Al lado del riachuelo alguien había construido la casa de los abuelos. Era grande, no sabía si bonita, porque las diferentes generaciones que vivieron en ella le habían añadido nuevas estancias: Un despacho con biblioteca, una hermosa antecocina en donde descansaban los empleados, salón para poder recibir a los políticos que llegaban de la capital… Lo último fue el comedor. Construyeron aquel cubículo para colocar la gran mesa de cuatro metros importada de Inglaterra. Era oscura, brillante, nada bonita, pero sus dueños se sentían orgullosos, tanto que con el único motivo de demostrar que en aquella casa cabían todos sentados a la mesa, propiciaban tres cenas: La del santo del bisabuelo, la fiesta del Patrón y la de Navidad.
Antonio, el mayor de todos los hijos, fue el que heredó la casona. Y lo hizo poco antes de casarse. Como también heredó las fincas que tenían en Paraguay, fuente de la riqueza de la familia. En uno de los viajes se trajo a una mujer con la que había contraído matrimonio. Era una india bellísima. Con unos ojos negros que, según quienes la conocieron, ardían como carbones. Se llama Tatá, la presentó orgulloso. Su nombre en guaraní significa fuego.
A ella nunca le gustó aquella casa. Aseguraba que hacía frío, lo que era verdad, pues esas casonas tan antiguas eran difíciles de calentar. Que había humedad, lo que también era cierto, ya que sus paredes se levantaban al lado del rio. Que por ella vagaban espíritus que no la querían. Y ahí era en donde unos, muy serios, mostraban estar de acuerdo mientras que otros se reían de ella. La hermana de Antonio, Carmen, fue la única que le dijo a Tatá que una casa tan antigua en la que habían vivido decenas de personas durante tantas generaciones, tenía debajo de sus tejados muchas historias, alguna de las cuales, y ahí levantó los ojos al cielo, ella sabía que no terminaron bien. Y le contó la de una tía abuela, viuda blanca, que se dedicaba a hablar con el que había sido su esposo, fallecido durante el convite de boda.
Apenas cinco años después de que la bellísima Tatá llegara a la vieja casona, expresó con firmeza el deseo de volver a su tierra. Mas su esposo se lo prohibió. Entonces ella comenzó a pasearse por la casa susurrando lo que creyeron eran simples cánticos, cubierta con un mantón de lana negro que se ponía sobre la cabeza. Decía la cocinera, y puede que fuera cierto, que debajo escondía hierbas, extraños huesecillos y estampas al revés. Al mismo tiempo que eso ocurría, Antonio, comenzó a tener mal aspecto. Su carácter alegre y cariñoso se volvió taciturno, enrabietado. Hasta que un día echó a todos sus hermanos y sobrinos de la casona. A partir de entonces, según la cocinera, comenzaron a verse luces que, como si fueran llamas de fuego, se paseaban por los grandes salones y se acercaban a las ventanas de los dormitorios. Asustados, uno a uno, se fueron despidiendo todos los trabajadores, excepto el ama, Chelo, quien al considerar a Antonio como si fuera su hijo, se negó a separarse de él. Nadie de aquella familia volvió a la casona, excepto Carmen, que solía regresar a la aldea de vez en cuando. Y lo hizo hasta que un día Tatá la agarró por el brazo diciéndole que no quería volver a verla. Aquella noche, al quitarse el vestido, allí, en donde Tatá le había tocado, tenía cinco pequeñas quemaduras en la piel. Aquellas marcas, como si del Ave Fénix se tratara, renacían cada noche.
Y Carmen tampoco volvió a la casa.
Varios meses después de aquella última visita, la familia recibió la llamada de don Francisco, el capellán de la casa. Estaba preocupado porque hacía varias semanas que el ama Chelo no iba por la iglesia. Tampoco lo llamaban para que dijera misa en la capilla de la finca. Añadió que se había acercado a la casa y que no encontró ningún signo de vida. Que ni tan siquiera, el perro guardián, había salido a recibirle. Le había llamado la atención que la ventana del dormitorio principal estuviera abierta y el visillo, como si fuera una paloma, bailara movido por el aire.
Cuando Carmen y sus hermanos, acompañados por la Guardia Civil llamaron a la puerta de la cocina, esta se abrió sin que ningún cerrojo la protegiera. Dentro, sentada a la mesa, con un cuenco de guisantes sobre las rodillas, estaba al ama Chelo. El perro parecía dormir a sus pies. Sus cuerpos sin vida estaban tiesos como varas, como si un aire, dijeron, les hubiera arrebatado la vida. Al entrar en el comedor vieron que en las paredes, pintados con ceniza, había extraños signos. Los crucifijos de los dormitorios se encontraban, uno tras otro, apoyados de espaldas contra la pared y sobre la gran mesa de madera oscura, yacía alguien cubierto por unas blanquísimas sábanas bordadas. Al descubrir la cabeza, vieron que Antonio parecía dormir feliz, plácidamente. Sin embargo, al seguir destapándolo, descubrieron el almidonado cuello de su camisa pegado a un cuerpo completamente carbonizado.
De Tatá, la familia Ugarte nunca más volvió a saber.
Una casa en la montaña
Liliana Delucchi
Con los pies hinchados y una llaga en el talón, Rosa por fin logra sentarse frente a un cuadro. El museo está casi vacío, apenas unas pocas personas deambulan por las salas; el aire es fresco y la joven se desabrocha los primeros botones de la blusa. Utilizando el folleto que le han dado a la entrada a modo de abanico, hace unas cuantas respiraciones para relajarse. Detiene su mirada en una pintura. Contempla las vacas, el prado, las casas y, al fondo, las montañas.
—Montañas no, por favor —se da cuenta que lo ha dicho en voz alta y recorre el ambiente con los ojos. Afortunadamente, nadie la ha escuchado.
Habían alquilado una casa en la serranía. Para descansar los fines de semana, había dicho él. Para alejarnos del bullicio de la ciudad y dedicarnos a leer, escuchar música y dar paseos. Si bien a ella le encantaba perderse por las callejuelas de la capital, ver gente y tratar de imaginarse sus vidas, aceptó la idea. No le vendría mal un cambio de ambiente, aunque los bares llenos le recordaran que todavía era joven.
La vivienda estaba un poco desvencijada, pero el alquiler era accesible y había posibilidades de arreglarla.
—¿No te gusta la idea de diseñar un jardín en medio de esta maleza? —le preguntó Jacinto cuando vio que ella sorteaba como podía los restos de cacas secas que había por doquier.
Rosa odiaba trabajar la tierra, ni siquiera con guantes, pero dijo que sí. Estaba enamorada. Después de mucho tiempo de soledad había encontrado al hombre perfecto.
Para el verano la casa estaba terminada y pasaron allí el mes de agosto. La verdad es que el clima era agradable y los libros ayudaron a la joven a superar el vacío que le inspiraba tanto campo. El otoño cubrió los árboles con unos colores maravillosos, pero cuando llegó el invierno empezó a poner excusas para quedarse en el centro. Que tenía trabajo, el cumpleaños de una amiga, una despedida de soltera o la visita a una galería de arte. Sin embargo, Jacinto continuaba yendo los fines de semana a la casa de la montaña.
Aunque no vayas, considero que debes poner el dinero de la mitad de la renta, dado que estuviste de acuerdo cuando decidimos alquilarla —le dijo su novio un sábado por la mañana antes de partir.
¡Vaya por Dios!, pensó Rosa. Con eso podría renovar su fondo de armario, de todos modos, le entregó lo que pedía. Cuando se dio cuenta de que pasaban demasiado tiempo separados, le dijo que le haría una visita el domingo siguiente, entonces descubrió una expresión en la cara de Jacinto que no supo si era de sorpresa o de disgusto. Sin embargo, fue y cuando encontró en el cuarto de baño un frasco de perfume que no era suyo, él dijo que se lo había comprado para ella, una nueva marca que anunciaban por televisión.
A la verdadera propietaria de la esencia la conoció el día que se le ocurrió ir a la casita sin avisar. La mujer se comportaba como la señora de la casa y Jacinto como un marido complaciente. Después de mirarla con burla, la intrusa arrojó a la cara de Rosa una considerable cantidad de improperios y la afirmación de que debía abandonar el lugar, entre otras cosas, porque se consideraba propietaria dado que pagaba la mitad del alquiler. La desalojada no quiso que la llevaran a la estación, volvió a pie para coger el primer tren que la devolviera a la capital. Y caminó hasta que sus piernas le dijeron que ya era suficiente. Por eso entró en el museo.
Mira el canal que hay en el cuadro y siente que se sumerge en él hasta las rodillas. Camina sin hacer caso al ganado ni a las flores de la pradera. Sigue adelante, solo puede ver la montaña, una casa reformada, una pareja preparando la comida del domingo, a Jacinto con un rastrillo, a la mujer del perfume que sale al jardín, coge una pala y la levanta por el aire para dejarla caer sobre la cabeza de Rosa. Un golpe, dos. ¡Qué horror! Piensa la agredida ¡Morir en este sitio!
En la penumbra del museo una voz anuncia que van a cerrar. Cuando el guardia de seguridad hace su ronda por las salas, descubre a una joven sentada frente a una pintura de Mallebrera con el cráneo partido.
Mi casa
Marieta Alonso
No puedo dormir. Tengo pesadillas. Y todo por culpa de un préstamo. Me veo sin trabajo, mendigando por las calles en busca del dinero de la letra para que el banco no se quede con mi nueva casa. Lo de nueva es un decir, es de segunda mano.
Su búsqueda me ha llevado tres años de mi vida, pero en cuanto puse el pie en ella supe que sería mi hogar. Todo en ella es acogedor, la iluminación que da el ventanal, los arcos que separan los ambientes, la amplitud al no tener muebles.
—Usarás bastón cuando acabes de pagarla —repite mi padre a todas horas.
El primer día que accedí a mi casa, salí doce veces para volver a entrar y no perder esa sensación de fuerza que me daba cruzar el umbral de mi puerta. De día todo lo veo color de rosa a pesar de tener que cenar y dormir en el suelo por no tener cama, mesa, sillas… Pensé cerrar las contraventanas para evitar que los vecinos fisgonearan mi salida de la ducha tal como vine al mundo, pero ¿para qué? Estoy segura que se cansarán de mirar, si es que lo hacen, antes de poder comprar unas cortinas.
La noche es la que me conturba. Me la paso haciendo cuentas. He llegado a un acuerdo con mis padres, que sufren al no poder prestarme dinero. Me ayudan llenándome el pico con una comida contundente en su casa y con la cena que traigo en la fiambrera que me prepara mi madre. Así puedo pagar la luz y la calefacción.
A veces sueño que la policía me invita a salir de mi propia casa, porque es del banco —me explican— y me despierto con el corazón desbocado.
Llevo así seis meses. He tenido que ir al médico de cabecera, el que me ha atendido desde niña. La consulta estaba a rebosar. No había pedido cita por lo que me atendió la última. Me escuchó con mucha atención y con cara de cansancio me aconsejó:
—Mira hija. Déjate de tanta pejiguera, búscate un chico majo, trabajador y que te ayude a pagar el préstamo.
Y eso hice. Pero no vayan a pensar que me busqué un marido de conveniencia. No. Alquilé a unos compañeros de trabajo los dos dormitorios que tiene mi casa. Ellos se trajeron sus propias camas y yo me he ido a dormir a la despensa que es muy amplia y me cabe el colchón.
Cristina tus cuentos……son Cuentos con mayuscula
Querida Elena, gracias y gracias por tus palabras.
un gran abrazo
cristina
Preciosos e inquietantes! Muchas gracias!!!
Nos alegra muchísimo que te hayan gustado.