
Nevada en Los Ancares
Este mes sirve de inspiración para nuestros cuentos La ermita de San Lorenzo.
El pequeño templo se encuentra en lo alto de la aldea de Piornedo, en plena sierra de Los Ancares. Estos montes y sus aldeas, que estuvieron prácticamente aislados hasta finales del Siglo XX, conforman un gran espacio natural, Reserva de la Biosfera, que se extiende entre Galicia, Castilla y León y una pequeña parte de Asturias. Debido a su prolongado aislamiento, la sierra es conocida porque sus pobladores han conservado unas costumbres ancestrales y una arquitectura tradicional: la Palloza. Este tipo de vivienda circular con techo de paja, está considerada como la más antigua de todo el noroeste peninsular y una de las más antiguas de Europa.
En ese paraje solitario tienen lugar cuatro historias que, amparadas en la magia del paisaje y confundidas con la nieve y la bruma, discurren por senderos angustiosos o esperanzadores, tejiendo a su alrededor relatos que pudieron haberse escuchado en las largas noches de invierno.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Venganza
Cristina Vázquez
Le costó soltarse de la mano esquelética de su abuelo. Esa mano inerte se agarraba a la suya como una pata de ave y con una mezcla de repugnancia y dolor consiguió librarse de ella. En ese momento un pájaro se cruzó por la ventana y lanzó un grito. A Pablo le pareció que se llevaba volando el alma del anciano. El sol ya empezaba a ser potente, un rayo se inmiscuyó a los pies de la cama y el nieto miró desde ese resplandor la inerte figura.
—Adiós —susurró—. Cumpliré la promesa.
Las mujeres esperaban en la puerta y cuando salió el chico, llorosas, le abrazaron. Ya era el único hombre que quedaba en la familia. Y como hadas oscuras y diligentes entraron en el cuarto a hacerse cargo del cadáver.
La humedad empezaba a cuajarse en los cuerpos. La densidad de ese aire tropical le hacía difícil moverse, aturdido por lo que acababa de vivir y por los ruidos de los pájaros en el jardín. Encontró refugio en su dormitorio mientras las carreras, los llantos y los bisbiseos de las mujeres cruzaban la planta baja. Puso el ventilador en marcha y se dejó adormecer después de la larga noche insomne, con el firme propósito de cumplir la promesa hecha.
Su abuelo Jacinto hizo las veces de padre, pues este desapareció siendo él un niño. Fueron unos años de espera, hasta que un buen día, el abuelo decidió que el yerno no iba a volver y que no había mayor tontería que hacer un luto sin muerto. Y tú, hija mía, conminó a la madre de Pablo, puedes elegir entre vestirte de negro o vivir la vida. Pusieron mirando a la pared las fotos en que salía el ausente y a otra cosa. La casa se volvió a llenar de actividad, canciones y alegría.
—Yo seré como un padre —le confesó sosteniendo por los brazos al chiquillo—. Y haré de ti un hombre de bien que cumpla su palabra.
Mientras el ventilador sonaba con ritmo parejo adormeciendo al muchacho, le vino a la cabeza la promesa hecha al abuelo. Fue lo último que le pidió antes de entrar en la inconsciencia, que volviera a su pueblo y entregara en la ermita el dinero que había guardado para este fin. Un hombre de bien cumple su palabra.
Pablo recordó las innumerables veces que don Jacinto rememoraba su patria y en especial donde había nacido. No era grande y sin ser rico, el pueblo tenía todas las casas de piedra. La suya era la solariega, la más grande desde la que se veía la altiva ermita en la cima de la colina. Pero no había terreno para repartir entre tantos hermanos y él se vino a esta tierra llena de dulzura y de dificultad, donde consiguió fortuna y familia.
El chico se sabía casi de memoria las descripciones de la alameda del rio en verano, el señorío de la gente, las romerías a la ermita de San Lorenzo… Y cada vez, el abuelo aumentaba en sus descripciones el tamaño del pueblo, la belleza del retablo que podía ser de Juan de Juanes, la perfección del empedrado, la elegancia de la galería del casino con la luz del atardecer…
A los pocos días del entierro y de formalizar documentos, Pablo decidió que iba a cumplir lo antes posible la promesa tantas veces exigida. Además, pensó que en ese pequeño paraíso podría encontrar trazas de sus antepasados y reconocer ese lugar de ensueño.
Se embarcó a principios del cálido mes de enero lleno de ilusión y satisfecho al ir a cumplir lo prometido a la persona que más bondades le había otorgado en esta vida. Llegó a España bajo una nevada que le mantuvo encerrado con un fuerte catarro unos días. Le apenó que los árboles se mostraran pelados de hojas, él nunca lo había visto, y cuando se repuso se acercó al pueblo, a la Ítaca soñada.
Cuando llegó le resultó imposible acoplar la imagen que tenía con la vulgar y semiderruida aldea en la que vivían unas escasas veinte personas. Preguntó por la casa solariega y un viejo con sorna le contestó que de solariega poco y de solar menos. Le señaló unas ruinas que estaban un poco en alto. Se sintió traicionado. Como el frío era intenso en el desolado paraje, pidió un coche para llegar a la ermita, el suyo lo había despedido pensando en permanecer un tiempo en el lugar. Los hombres que se iban acercando se rieron concluyendo que llevaba años cerrada y era imposible en invierno subir a ella. El camino se quedaba intransitable.
Refugiado en el oscuro bar, que era lo único que quedaba del Casino, le aclararon que ese había sido el nombre de la taberna, pero que casino como tal, le explicaron entre risotadas, nunca había existido. Y el párroco, ¿dónde podría encontrarlo? Venía a cumplir una promesa de Jacinto Valverde. Quería entregar ese dinero —se señaló el abultado bolsillo— para la ermita de San Lorenzo en su nombre. Él era su nieto. Los viejos que charlaban con él se miraron desde el fondo de sus escurridizos ojos y escupiendo en el suelo hicieron una señal de conjuro con los dedos.
—Ese donde mejor ha estado es lejos de este pueblo —concluyó el que parecía capitanearlos—. Aquí poco hubiera podido vivir después de lo que le hizo a la Antonia.
Y el párroco, como dice el señorito, continuó malicioso Florencio, era un pobre cura que iba de pueblo en pueblo intentando santificarlos. Las risotadas de los otros se hicieron más fuertes y empezaron a acercarse otros parroquianos aburridos y desocupados, al vocear el jefecillo, señalándole, que aquí estaba el nieto del Jacinto, ni más ni menos. Le fueron rodeando, un maldito coro de bocas enrojecidas y desdentadas. Dice que viene a cumplir una promesa del abuelo, que le ha dado un dinero para reparar la ermita.
Se miraron entre ellos con un codicioso brillo y se acercaron a palparle. Pablo sintió que una nausea se apoderaba de él y empezó a temblar no solo de frío. Le arrebataron la bolsa sin que él casi se diera cuenta. Lo único que sintió fue un pinchazo frío y seco en la ingle.
—La venganza se sirve fría—aseguró el cabecilla mientras limpiaba el cuchillo con parsimonia.
El árbol de la ermita
Malena Teigeiro
Tomás subía todos los días, casi de madrugada, hasta lo alto de monte. Le gustaba cazar. Aquella tarde en que la niebla casi le impedía ver el camino, bajaba la montaña, hambriento y malhumorado. Además de haber discutido con Rita antes de salir de casa, el día le había resultado un fiasco: Ni un solo conejo se le colocó delante de la mira. Y no es que le molestara no haber cazado ni una pieza, eso le daba lo mismo, porque lo que de verdad le placía era caminar por la sierra de Los Ancares, de donde procedía su familia.
Su abuelo, el último que vivió en la aldea, una mañana recibió la carta en la que lo llamaban a filas y cuando acabó la guerra se quedó a vivir en la ciudad en donde se casó y tuvo un hijo, el padre de Tomás, que tampoco demostró ningún interés por aquella aldea perdida entre los montes. Cuando al fallecer su padre, Tomás heredó una abandonada palloza en el Piornedo, intrigado, y con la idea de venderla por lo que le dieran, se fue a ver qué era aquello que habían conservado durante todas sus vidas su padre y su abuelo.
Algo le atrajo en el momento en que empujó las cuatro tablas que todavía quedaban de la puerta de la palloza, de la que había desaparecido el tejado de paja. Ya había anochecido cuando terminó de examinar con mimo cada piedra de la pared medio hundida en la tierra. Luego de meditar un momento, decidió que era mejor pasar la noche en la aldea, que conducir de vuelta por aquellas carreteras de tierra y con altos precipicios a un lado.
Se alojó en una pequeña fonda, cercana a su palloza, en la que también servían comidas. Mientras cenaba un abundante plato de huevos fritos con patatas y chorizo, el dueño de la fonda le comentó la buena caza de rebecos y cabras montesas que había por aquellos montes. Y como era la caza su deporte favorito, también quizá enamorado por la fragancia y el sabor de los huevos que estaba degustando, sin pensarlo demasiado, decidió contratar unos albañiles y reconstruir la palloza.
Aquella casa redonda se había convertido en una vivienda moderna en donde ahora lo estaba esperando Rita, su mujer, que como siempre que llegaba con los zurrones vacíos, lo miraría con una risita parda que él aguantaba muy malamente. Por no pensar en lo que le molestaba el retintín de su voz: Pobre. Habrás pasado mucho frío. ¡Total, para nada! Y luego, como hacía siempre, bajará la cabeza compungida. Después, mimosa, se le colgaría del cuello escondiendo el rostro en su hombro. ¡Hipócrita! Como si no supiera que lo hace para que no vea la alegre luz de sus ojos. ¡Si hasta habría pasado el día rezando para que no tuviera éxito en su día de caza! Cualquier cosa con tal de que me deshaga de la casa. O al menos, le dijo una vez, consérvala como lo hicieron tu abuelo tu padre, pero sin tener que venir nosotros hasta el fin del mundo. Al acercarse a la pequeña ermita, contempló el árbol que crecía solo, gallardo, arropado por la nieve enfrente del pequeño templo. Tomás suspiró. Pero lo que más le molestaba de Rita, era que siempre, como si fuera la más abnegada de las esposas, se empeñara en acompañarlo cada vez que decidía volver a cazar en Los Ancares.
—Si es que ya no tienes edad para estos esfuerzos —le humillaba dándole un beso cuando sin levantarse de la cama, lo despedía hasta la noche.
Tomás, con las botas casi hundidas en la nieve, se detuvo. Admiraba el árbol arropado por la escarcha y el hielo. Quizá le gustaba más que en verano cuando aquellas ramas, ahora secas, lucían el limpio verdor de las hojas. Lo cierto era que más que un árbol parecía el guerrero protector de la ermita de piedra, se dijo.
Algo se movió entre las sombras del atardecer alrededor de la capilla. Quizá fuera un oso de los que, decían, pululaban por la sierra. Aunque él nunca vio ni se tropezó con ninguno. Y creía que tampoco nadie en la aldea los había visto. Era uno de tantos cuentos y leyendas que se contaban alrededor de fuego. Subió el arma, apuntó y disparó mientras pensaba en que, si fuera un oso, no sabría cómo arrastrarlo hasta su casa. Lo mejor sería dejarlo al pie del árbol y recogerlo al día siguiente. Sí, y le pedirá a los hijos del de la bodega que le ayuden. Seguro que esta vez Rita estará contenta. Con la piel haría una alfombra para colocar delante de la chimenea al lado del sillón. Era el único sitio en donde le gustaba estar. Allí leía esas estúpidas novelitas de amor que casi siempre se desarrollaban en Inglaterra, como si en ningún otro lugar se supiera amar de forma romántica.
Después del disparo Tomás esperó. Nada se movía. Se fue acercando al árbol poco a poco, muy despacio, hasta que de pronto un intenso dolor le sacudió el brazo, el pecho. El cuerpo de Tomás se dobló. Aquello a lo que había disparado se le acercaba lentamente. Antes de que Tomás se derrumbara sobre la nieve al pie del solitario árbol, sintió que unos brazos lo envolvían. Debía de ser la niña vaquera que había sido violada y asesinada cerca de la ermita y que, según murmuraban los viejos de Los Ancares, vagaba por los montes recogiendo a los que se perdían.
Tomás cerró los ojos y enredado en la niebla húmeda, fría, voló con ella.
La gran nevada
Liliana Delucchi
Ha llegado el invierno, pero desde esta butaca por mucho que me esfuerce no veo caer copos blancos. Aquí la habitación está caldeada, y hasta las flores parecen de verano. Entonces las estaciones se diferenciaban, te morías de frío o te asabas con el calor. Ahora todo transcurre en una constante placidez que se soluciona con una chaqueta más ligera o más abrigada.
Matilde coge una galleta de la bandeja y el dulce sabor se deshace entre su renovada dentadura. Mira el reloj de la pared. Ya son las cinco y media. Hortensia se está retrasando, hoy vendrá con Julieta. ¡Julieta! Esa niña vivaracha y sonriente, todo lo mira y todo lo pregunta. No se parece a su madre, ella no se interesaba por nada más que por lo obvio, nunca se pareció a mí, pero Julieta… La pequeña me interroga sobre el pasado, quiere saber… Ciertas cosas es mejor ignorar.
—¿Tienes algún secreto, abuela? —preguntó hace unas tardes cuando me vio con mi caja de fotos.
—Muchos, cariño —le respondí.
Y le conté algunos de esos conocidos por cualquiera que haya vivido en la Sierra de Los Ancares. El nuestro, querido, ese no se lo conté. Ese está guardado en las tumbas del pueblo, con aquellos que lo vivieron y que ya no están. Fue un escándalo, un escándalo de amor y muerte.
Como la Capuleto que llevaba tu nombre, yo me enamoré de la persona equivocada. Equivocada para los demás, porque para los personajes de esa tragedia, es decir, nosotros, fue la gran pasión. Un inmenso fuego apagado por una enorme nevada.
Matilde mira la foto remitida por quien fuera su gran amiga y confidente, esa mujer menuda que aún vive en la Sierra al cuidado de sus nietos. La imagen muestra la iglesia a lo lejos, a través de una cortina de niebla… Como aquella mañana. En esta falta algo. La escena final, esa en espera de la caída del telón para que el auditorio libere sus lágrimas.
Mi hermano tenía otros proyectos para mí: El buen Teodosio, un hacendado viudo, con dos hijos y un patrimonio para cubrir las deudas de la familia. El día de autos me ayudó a levantarme del suelo helado en el que estaba tendido mi Montesco y en cuya sangre pretendí ahogarme. Mi hermano continuaba con la escopeta en la mano, gritando que se había merecido el disparo, que nadie se llevaba a una joven de su familia sin pedir permiso. Después, el mortal silencio se instaló en el paisaje, y en esa calma triste se veía a lo lejos la vidriera encendida de la iglesia que salpicaba la gélida oscuridad, resaltando la blancura de la nieve. Pero la quietud se rompió con la repetición de tu nombre, que mi voz lanzaba a los lugares más remotos para devolverlo con ecos prolongados.
Durante mucho tiempo recordaría cómo el hijo mayor de mi madre me arrebató del abrazo de quien más tarde iba a ser mi marido, Teodosio, para llevarme a la iglesia y hundir mi cabeza en la pila «puede que el agua bendita limpie tus pecados», me dijo. Aún conservo la cicatriz del canto del mármol en la mejilla. Teodosio me llevó a su casa, me convirtió en su esposa y tanto él como sus hijos dieron calor a mi cuerpo y a mi alma.
Bajo el efecto hipnótico de la rutina empecé a encontrar mi espacio en ese hogar. Después llegó tu madre. Hortensia fue sietemesina, eso es lo que dijimos en el pueblo, lo que aceptaron sus hermanos y lo que figura en el álbum familiar.
La anciana vuelve a mirar la foto. Acaricia la fachada de la iglesia y se levanta de la butaca en busca de su esmalte de uñas. Desenrosca el tapón y con el pequeño pincel dibuja un reguero rojo en la colina que baja hacia la cañada.
Su refugio
Marieta Alonso
Tras leer aquel mensaje amoroso fue como si la ira, el dolor, la decepción no la dejaran pensar. Sintió que debía poner tierra por medio. Y se fue a ese lugar de ensueño donde vivía su abuela, donde había pasado su niñez. De pequeña disfrutaba jugando al escondite en el bosque que lindaba con la casa familiar, de joven daba largos paseos bordeando sus límites. Allí encontraba siempre respuesta a sus preguntas, la tranquilidad para sus nervios, esa paz que no hallaba en ningún otro lugar.
Iba recorriendo los trescientos kilómetros que la separaban del paraíso y antes de llegar hizo recuento de todo lo que se había traído. Unos tejanos, ropa de abrigo, su instrumento de trabajo: el portátil, bien seguro en el asiento del acompañante. Allí donde acostumbraba a sentarse Guillermo, que a pesar de tener carnet de conducir no se ponía frente al volante. Era el que daba las órdenes: Gira a la derecha, ahora a la izquierda, cambia de marcha, levanta el pie del acelerador que en autovía hay que ir a ciento veinte y vas a ciento veintidós… Casi se lo oía decir.
A don Perfecto nunca se le escapaba nada. Salvo haber borrado aquel correo y pedirle, justo cuando preparaba una cena romántica, que entrara en su ordenador y le enviase un documento que había olvidado.
Parecía imposible que fuera un picaflor con la cara de bueno que tenía, pero allí estaba la prueba del delito, una nota apasionada de una chica con una foto abrazada a un perro. ¿Cómo era posible que le hiciera eso a ella, cuando susurraba a todas horas cuánto la quería? ¡Mentiroso!
Ya era noche cerrada cuando aparcó y llamó a la puerta. La estaba esperando. Una llamada telefónica la había puesto sobre aviso de su llegada.
La madrugada les pilló hablando del tema. La abuela estuvo muy interesada en todo lo relacionado con la tercera en discordia.
—En resumen: Lo único que tienes es una nota y la foto de una chica con juventud, belleza y sex appeal.
—Abuela ¿de dónde has sacado ese vocabulario?
—De las telenovelas, hija —y quitando del búcaro una hoja seca se arrebujó en la toquilla—. Hay algo que no me cuadra.
Miró hacia las vigas del techo donde una telaraña parecía a punto de caérsele encima. Su marido era un hombre serio, formal, inteligente, y cariñoso hasta con ella, se llevó la mano al pecho. No, esa no sería su forma de actuar. Ha sido poco sensato de tu parte salir corriendo. Durante un corto espacio de tiempo la nieta se quedó rumiando sus palabras.
—¿Por qué?, preguntó la joven.
—Porque no. Además, Guillermo no tiene un pelo de tonto y nunca cambiaría la vaca por una chiva.
—Abuela, ¿me estás llamando vaca?
Fue como si no la oyera. O quizás no la oyó debido al viento que silbaba buscando colarse entre las rendijas.
—Debe haber un error, hija. Por lo que deduzco: Una joven le ha enviado una carta de amor a tu marido, pero no encontraste ninguna respuesta. No te ha dado motivos de celos. Y sin concederle la oportunidad de defenderse, tomas el portante y te presentas aquí.
Fue hacia la cocina, preparó leche caliente y a paso corto trajo las dos jarras de aluminio. Durante un buen rato estuvo removiendo despacio el terrón de azúcar.
—¿Sabes, cariño? El castaño en el que tanto te gustaba esconderte de pequeña, se dejó secar. Sufrió un ataque de orgullo arbóreo. El de al lado comenzó a hacerse cada vez más frondoso y todo el que pasaba cerca tenía algo que decirle. No pudo soportar tanto agravio.
La nieta la miró como si no estuviera en sus cabales. Imposible. Si nadie le podía hacer sombra al castaño más bonito de este mundo, dijo convencida.
—No fue razonable. Se dejó llevar por los sentimientos heridos.
Asombrada, la joven volvió a observar a su abuela.
—¿Qué estás queriendo decirme?
—Nada hija. ¡Venga! A dormir que ya es hora. Mañana hablarás con tu marido. Deja que se explique y, de paso, cuéntale que estás esperando un hijo.
—¡Cómo lo has sabido!
—A mis años es difícil no ver lo evidente.
A la mañana siguiente, bien temprano, se despertó con la sensación de haber dormido toda una vida. El teléfono no paraba de sonar. Era Guillermo.
Acabo de leer tu cuento, Marieta, porque tengo esta mala costumbre de ponerme a leer tu historia antes que las anteriores, aunque las leo también, claro está….. Siempre tengo curiosidad por ver por qué caminos te has metido esta vez y…¡¡no lo puedo remediar…. y…. no tiene nada de malo!! Bien se dice que el orden no altera el producto y, después del tuyo, paso a leer los de tus compañeras escritoras, que tienen también muy buena imaginación…
Me ha gustado mucho… he seguido durante el viaje a la joven, a la que no le has puesto nombre, y estaba tan enfurecida como ella contra ese marido infiel y mariposa… me han encantado las palabras de la abuela y su comparación los su árbol casi caído…. pero el final…¡¡¡ME HA EMOCIONADO!!, SENCILLAMENTE….
MUCHAS GRACIAS Y ENHORABUENA….
uN BESOTE DE mARÍA
Muchísimas gracias María. Un abrazo inmenso. Nunca dejes de leernos.
Cristina precioso tu relato lleno de amor y nostalgia.
Vecindario abandonado y rencoroso.
Y que gran verdad la venganza siempre se sirve fría
Gracias mil y enhorabuena.
Gracias Elena. La venganza es cruel y muchas veces el peso de las promesas nos arrastran más allá de lo razonable.
besos y gracias, Elena