
Naipes del Tarot. La estrella
Tarot. Baraja de naipes que se utiliza para consultar hechos, sueños, o estados emocionales. Las cartas son interpretadas según el orden o disposición en que han sido seleccionadas o repartidas.
La estrella está relacionada con la esperanza y expresa, en el plano espiritual, la inmortalidad, la vida eterna, la luz interior que alumbra el espíritu. Recuerda al consultante que debe tener el espíritu libre de resentimientos y dudas. Significa: ayuda inesperada, perspicacia y claridad de visión. Inspiración, flexibilidad, un gran amor será dado y recibido. Buena salud.
Si sale invertida: arrogancia, pesimismo, testarudez. Enfermedad, error de juicio, impotencia física, reestructuración, privación y abandono.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Interestelar
Cristina Vázquez
El ascensor se había parado otra vez entre piso y piso. O venían de una vez a repararlo o me largaba de ese apartamento tan mono y luminoso recién alquilado. No pude evitar empezar a recitar, una y otra vez, frases consabidas de mi madre: Las decisiones importantes hay que tomarlas con sosiego, no hacer mudanza en tiempos de cambio o algo parecido. Lo repetía para tranquilizarme, mientras apretaba compulsivamente la campanita amarilla para pedir auxilio. Ya se oía ruido, vendría el manitas del edificio o el cuerpo entero de bomberos, pero que viniera alguien, por favor. Y al fin se abrió la puerta como por ensalmo, con suavidad, sin intervención de ninguna llave inglesa, ni martillazo ni voces rudas de operarios. Apareció una mujer sonriente con gafas de pasta negra, un moño en lo alto de la cabeza y restos de antiguo acné, muy lejano por su edad, en las mejillas. Llevaba una especie de camisola azul irisada que le hacía parecer una libélula imponente.
— ¡Pobre! Los hados se han revuelto sobre tu crisma.
Y alargó una mano para que subiera el pequeño escalón de diferencia con el suelo, en el que se había colgado mi ascensor. Agarré esa mano salvadora con agradecimiento y nerviosismo. Su tacto huesudo y fresco como una vara flexible. Cuando por fin estuve frente a ella, me fijé en sus labios pintados con un sorprendente rojo cochinilla. Un olor a ámbar se esparcía a su alrededor. Agradecí su intervención tratando de que me explicara cómo había conseguido abrir, y caminando hacia su apartamento la oía rezongar —ta, ta, ta, esas son bobadas, cuando se tiene que abrir, se abre—. Tras ella como un perro pequinés, digo pequinés porque soy chata, menuda y mi peinado, en ese momento, eran dos coletas que remedaban las orejas del animal, llegamos ante su puerta.
Se giró con majestuosidad invitándome a pasar, prepararía una infusión, nos vendrá bien a las dos dijo en tono convincente. Y con su sonrisa brillante y equina afirmó que necesitaba ayuda. Aturdida entré a un espacio luminoso, de paredes cubiertas de tapices orientales y una mesa camilla en el centro. Con la infusión humeante sobre la mesa nos sentamos, sacó un mazo de cartas del tarot y mientras las colocaba, me confesó que era farmacéutica, pero que le aburría mucho la botica y esto era una especie de ministerio curativo que ejercía con sus poderes. Y al decirlo, miraba por encima de sus gafapasta con unos ojos oscuros cubiertos de sombra verde. Tuvo la revelación hacía mucho tiempo, continuó, cuando se le vino encima un anaquel entero de la rebotica. Comprendió que era una señal, remató con dramatismo tamborileando los dedos sobre una carta. Yo estaba quieta, absorta en el baile de dedos y cartas, sorbiendo a poquitos el té aromático que había preparado.
— Tranquila, ya está localizado el problema. Es el signo de Acuario que no está en conexión contigo.
— Es que yo soy Acuario.
— Por eso, cariño, estáis desalineados.
Empezó a mover las cartas y con los ojos entreabiertos emitía pequeños gruñidos, hasta que las recogió con parsimonia asegurándome que ya los había ordenado. Estaban en línea y podía vivir tranquila, nada malo me iba a suceder. Mi problema había sido el agua vertida por la Estrella. ¡Qué casualidad! si es mi nombre, salté yo con entusiasmo, como si todo coincidiera, el signo, el nombre. En fin, una conjunción interestelar preciosa, decía ella, extraordinaria la coincidencia, señal de que todo está ya resuelto. Nos despedimos, yo con efusión, ella con magistral complacencia y su sonrisa de caballo amaestrado.
— Nos veremos, vete en paz. Namasté —y juntando las manos me hizo una graciosa reverencia.
Volví a casa decidida a encarar la nueva etapa de mi vida con entusiasmo y decisión. A las dos de la mañana llamaron a la puerta, esta vez sí era el Cuerpo de Bomberos. A un vecino se le había roto una bajante y estaba inundando toda la casa. Había que evacuar. Cuando nos encontramos los inquilinos en el portal envueltos en las más extrañas ropas, vi a mi salvadora avergonzada en una esquina y al acercarme susurró descompuesta, los labios pálidos, el moño descabalgado de su montura y los ojos diminutos tras unas gafitas transparentes.
— Estoy acabada. Esto es otra señal. La bajante era mía.
La portera
Malena Teigeiro
Todo me iba mal. Desde que mi diligente y adorada Fidelia me abandonó, repito, todo me iba mal. No tenía quien planchara mis trajes ni me cocinara, ni quien limpiara la casa, ni tampoco dinero para pagarlo. Y lo peor era ver mi cama, esa cama de tantas horas felices, ahora medio desocupada, arrugadas las sábanas y caídas las mantas. ¡Ay, Señor. Qué tristeza!
Aquella mañana cuando pasé por delante del chiscón, la portera una mujer guapa, morena, algo gordita pero deseable, muy deseable y bastante parecida a mi Fidelia, estaba jugando a las cartas. Y como es natural en mí ser cotilla, con la disculpa de que me recogiera un paquete que me iban a traer, me acerqué al ventanuco. Encima de la mesa vi unos cartones grandes, coloridos y de extrañas figuras.
—Buenos días, Rosa. ¿A qué juega? —me atreví a preguntar, después de darle mi falso recado.
—Buenas, don Eduardo —sonrió aleteando sus negrísimas y largas pestañas llenas de bolitas de rímel—. No es un juego, es una cosa bien seria. Me echo las cartas.
—¿Y para qué vale?
—Para saber cómo tengo que enfocar mi futuro sin equivocarme —su boca regalona me sonrió.
Dulce y coqueta, dos acariciadores dedos, separaron un lado de la blusa dejando al aire esa parte de los senos que muestran el canalillo.
—Hace calor ¿verdad? —dije presa mi mirada en aquellos sonrientes ojos verdes tan parecidos a los de mi Fidelia. ¿Podrán decirme cómo resolver mis dificultades? ¿Querrá usted ayudarme?
—Cómo no. Pero mejor entramos en mi casa. Hay que hacer ciertos preparativos para que todo salga prefecto.
Descorrió armoniosa el pestillo y salió al portal. La seguí. Caminando detrás de sus redondas y cimbreantes caderas, llamé por teléfono a la oficina diciendo que me encontraba muy mal, que vomitaba una y otra vez, y que me era imposible ir a trabajar. Que si por la tarde estaba mejor, ya iría.
Después de bajar las escaleras, entramos en su apartamento. Era pequeño, oscuro y rodeado de colgaduras azul marino bordadas con estrellas y lunas de plata. Me indicó que me sentara a una mesa camilla. Antes de hacer ella lo mismo, arrastrando su intenso perfume, se movió por el cuartucho prendiendo las velas de penetrante aroma. Ya enfrente de mí, me observó un instante. Su acaramelada sonrisa mostraba unos dientes blanquísimos. Cálida, me sujetó una mano y muy despacio, la arrastró hasta colocarla encima del mazo de cartas. Al sentir el contacto de su piel, mi pecho se encogió a la vez que mi deseo se inflamaba. Pronunciando extrañas palabras, comenzó a extender los cartones sobre el mantel, también bordado, pero éste, en vez de lunas y estrellas, estaba recamado con soles.
—La estrella, don Eduardo. Le ha salido la estrella —mostraba alegre la imagen oprimiendo el cartón su una uña larga, roja.
—¿La estrella? —abrí los ojos sin comprender.
—Sí, sí. La estrella. Váyase a trabajar tranquilo. Siga su vida, que le ha salido la estrella y nada menos que a la derecha.
—Pero es que ya dije que no iba.
—Vaya. Su vida va a cambiar a partir de este momento y lo que no puede pasar es que cuando la suerte lo busque, no lo encuentre en su lugar habitual.
Me fui alegre. Al entrar en la oficina, recordé mis desgracias. La muerte de mi madre, el abandono de mi pareja, los pantalones llenos de manchas y arrugas, y la tristeza me invadió. Satisfecho, disimulé de ese modo mi inquebrantable salud. Por la noche al abrir la puerta, un fuerte olor a lejía me sorprendió. Sin comprender, caminé por el limpio y ordenado pasillo hasta el dormitorio.
En la cama, apenas cubierta por blancas sábanas, estaba ella. Su negrísimo cabello desparramado en la resplandeciente almohada. La boca entreabierta en una sugerente sonrisa. Los verdes ojos me miraban asustados. Sonriente, me desvestí sin dejar un momento de contemplarla. Al introducirme entre tiesas y perfumadas sábanas, se giró hacia mí. La abracé. Ella quiso comenzar a hablarme. Le puse un dedo en los labios y le rogué que no dijera nada. Y en un lacerante murmullo, hundido en bienestar, susurré:
—Te quiero, mi dulce y adorada Fidelia. No vuelvas a abandonarme.
Luz interior
Liliana Delucchi
El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable…
Jorge Luis Borges
Para una versión del “I King”
Era un sábado por la tarde del mes de mayo. Como de costumbre, Matilde sube las escaleras que llevan al piso de su tía. Gertrudis aguarda a su sobrina como espera a la primavera, con la paciencia de quien sabe que todo acontece. La hija menor de su hermana la visitaba con la esperanza de encontrar en las cartas del tarot alguna respuesta a su desasosiego, que no era fruto de un trabajo rutinario por conseguir dinero para viajes, compras y caprichos, ni la búsqueda del hombre soñado y que no existe. Era la desazón de cada mañana cuando bebía su taza de café, la mirada perdida, incapaz de detenerse en los rostros de los viandantes, sus conversaciones a las que no prestaba atención.
Matilde era consciente de que por las siempre abiertas ventanas de su casa no entraba la luz; pese a los miradores amplios, las risas de los niños no eran capaces de llegarle, solo el ruido del camión de la basura. Ni la televisión, los personajes de los libros, o las amigas imaginarias que creara en su niñez, respondían a sus inquietudes.
Gertrudis y su piso eran diferentes. No solo su voz pausada y las manos que se movían como mariposas, sino que en cierto momento de su vida algo se detuvo en ella y quedó allí, en un silencio musical, en una espera paciente.
Viuda desde joven, tenía una única pasión: el tarot. Se tuteaba con las cartas como lo hubiera podido hacer con una persona, y confiaba en ellas desde la última dieta para combatir el estreñimiento hasta si era la fase lunar idónea para ir a la manicura. Su sobrina esperaba encontrar las mismas respuestas, ésas que la dirigieran a un camino sin incertidumbre. Quizás en algún momento podría discernir el lenguaje de las figuras, que tras un corte mágico se presentarían ante ella con la ansiada solución.
—La estrella. Te ha salido la estrella, pero está invertida.
Matilde se quedó mirando la carta, a esa mujer con un cántaro en cada mano. ¿Por qué para una vez que me sale una buena, sale invertida? Fue un impulso, con un gesto rápido y ante la desaprobación de su tía, Matilde dio vuelta a la imagen. Ya está, ¿ves? La dama me sonríe, no le gusta estar boca abajo.
Abundaban las risas de los jóvenes por la calle y un olor a gardenias la hizo detenerse ante un jardín. Los escaparates exhibían las tendencias para la temporada con los colores del verano y se compró un vestido.
Era noche cuando llegó a su casa. Había luz por debajo de la puerta contigua, llamó al timbre y ante la sorpresa de su vecina, Matilde estiró el brazo con una botella de vino en la mano. ¿Te apetece ver una película?
A la mañana siguiente, el sol entró por los ventanales y tuvo que meter la cabeza debajo de la almohada, porque los cantos de los pájaros no la dejaban dormir.
La estrella que me guía
Marieta Alonso
Acabo de cumplir ochenta años sin darme cuenta. Sentado en un banco de madera espero en la puerta del colegio a mi nieto. Sale siempre corriendo y como temo que con ese ímpetu me haga caer, procuro no levantarme hasta que me abraza y me besa. ¡Vaya! Para llevarme la contraria, hoy viene despacio mirando un lagarto que trae en la mano. Con esa cara de pillo es igualito a mí cuando tenía su edad. No duda en lanzarme el saurio a los pies y tengo que agacharme para recogerlo. Él tenía que salir corriendo detrás de las palomas.
Nos vamos a casa y le doy de merendar. Comienza hacer los deberes y yo me siento en mi sillón preferido a la espera de sus padres. Sin darme cuenta la cabeza se me va a sesenta años antes. Siendo un emigrante sin techo amanecí un día con tal hambre que me abracé a un bolso y salí corriendo. ¡Ay, de mí! Lo único que encontré fue una cartera con unos céntimos que no llegaban a la peseta, una foto con dos niños y unas cartas del Tarot con su libro de instrucciones. Por inercia, barajé los naipes. Saqué una. Resultó ser la de una muchacha desnuda, arrodillada frente a un riachuelo vertiendo agua de dos jarras. En el cielo hay ocho estrellas con ocho rayos cada una, la más grande podría ser la de los Magos, me dije. Busco el significado ¡Caray! El sol brilla en mi camino y yo sin enterarme. Si hasta la esperanza la tengo detrás de mí. Tantas estrellas de ocho puntas debe ser bueno. Pinto un ocho en horizontal en la esquina inferior derecha para que se convierta en el símbolo del infinito. ¿Será mi día de suerte?
Como todo es cuestión de actitud decido devolver el bolso a la propietaria. ¡Total para lo que hay! Solo me guardo esa carta en el bolsillo, junto al corazón. Regreso al parque, la anciana está relatando su pérdida a otros amantes del sol, va muy bien vestida y me recibe con llantos y abrazos. Su mayor tesoro era la foto. Me premia con quinientas pesetas que se sacó de una faltriquera muy bien disimulada. Para mí aquello era una fortuna, y de la alegría me ofrecí para cualquier trabajo, de cuidador, sin ir más lejos.
Se quedó pensativa y preguntó dónde podría hallarme. Su voz tan dulce me desmoronó. Miré a ambos lados, sentí vergüenza al contestar que dormía en una esquina de la Puerta de Alcalá, la más cercana a la calle Alfonso XII. ¡Vamos!, que allí tiene su casa, me pareció educado decirle. No tuve necesidad de seguir hablando. Aquella mujer me llevó al Banco del Comercio, que hoy ya no existe, y preguntó por su hijo. Le habló tan bien de mí que esa misma mañana comencé a trabajar como mozo de limpieza.
Busqué una pensión. Me puse a estudiar por las noches. Ascendí a otra categoría y a otra más. Me casé con la secretaria del director y formé una familia de la que el último vástago es mi nieto al que hoy, por si me muero mañana, le voy a entregar esta carta que tanta suerte me ha dado en la vida.
Excelente el relato de Liliana por que resume la vida con luces y oscuridades muy internas que se disipan con el amor.
Precioso el relato de Marieta, quizá porque, por edad, lo entiendo muy bien. Y es que el cariño a los nietos, ilumina la vida.María Isabel Martinez
Y tú iluminas la vida con tus comentarios. Un abrazo.