
Mujeres cargando flores - Alfredo Ramos Martínez
Obra del autor mexicano Alfredo Ramos Martínez (Monterrey 1871-Los Ángeles 1946)
Considerado como el «Padre del Arte Moderno» de México, es uno de los artistas más importantes del siglo XX. Dio esplendor al pastel, hizo murales muy importantes y fue calificado como pintor de mujeres y flores.
En 1899 viajó a Francia, país en el que continuó sus estudios y coincidió con el desarrollo de la pintura post-impresionista, participando en los salones de otoño de 1905 y 1907.
Regresó a México en 1909 y en el año 1913 quedó al frente de la dirección de la Academia Nacional de Bellas Artes. En estos años fundó las Escuelas de Pintura al Aire Libre en la ciudad de México, teniendo como alumnos, entre otros, a Federico Siqueiros.
En 1930, por motivos de salud, se mudó con su familia a Los Ángeles, ciudad en la que desarrolló imágenes de fuerte carácter nacional en las que el universo indígena fue protagonista.
Este notable artista es un icono del arte moderno, que le valió el sobrenombre de «Pintor de las melancolías», por parte del escritor Rubén Darío. Junto con Diego Rivera, se le considera el precursor y máximo exponente de este género pictórico, aunque hoy en día muchos le consideran a él el verdadero impulsor de la pintura mexicana contemporánea.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El perdón
Cristina Vázquez
Se sentó igual que un fardo pesado que se dejara caer con descuido y la humanidad imponente de Francisco tembló como una medusa.
—Piedad, don Rogelio, piedad —gurgutó mirando al suelo.
Los dos hombres estaban en las mecedoras del porche en la hacienda Santísima Trinidad, bajo un frondoso emparrado en el que se divertían las avispas con un zumbido que atenuaba los suspiros del doliente hombre.
—Soy culpable y nada me podrá consolar de esta pérdida.
La persona a la que se dirigía era el cura del pueblo, distante a media hora de camino y que el sacerdote había recorrido con la sotana recogida a la cintura, el sombrero de paja calado hasta las cejas y el andar de apresurada obediencia. Le debía su sacerdocio al señor Francisco, así como el tejado nuevo de la iglesia y el sostenimiento del hospicio. Achinado y de tez cobriza le costó mucho que le tomaran en serio y le dejaran de llamar el indio Rogelio.
Al encontrar al gran hombre dueño de las tierras y casi de las vidas de todo lo que podía alcanzar la vista, en ese estado de lamentación, de sincero abatimiento, se descompuso. Era más fuerte el recuerdo de sumisión que el poder espiritual que ahora tenía sobre él. Le pedía perdón por su pecado mientras le invitaba a que bebiera de la limonada que les dejó una triste joven sobre la mesa. Ella es la hermana gemela, reconoció el señor en cuanto desapareció la mujer igual que una sombra casi irreal.
—Ya sabe —por primera vez le miró a los ojos—, esta gente nunca llora.
Y levantó los hombros con la extrañeza de un animal acorralado.
Gracias a la suavidad aprendida en los años de seminario y sacerdocio, le conminó en tono de firme consuelo que descargara su corazón y su culpa, porque el Señor tenía perdón para todos sus hijos. Y dio un largo y tembloroso sorbo a la limonada.
Francisco juntó las poderosas manos sobre su amplia y blanda panza y dijo que la chica y su hermana, la que acababa de ver, habían nacido en esta casa y pisoteó rabioso el suelo con el polvoriento botín.
—Aquí, Rogelio, aquí—resopló pateando.
El cura mantenía impávida su oblicua mirada y una sonrisa de aliento un tanto forzada animando al hombre a seguir. Pero había cosas que él no estaba dispuesto a permitir. Bajó las desoladas manos a los lados de la mecedora y con la cara alzada hacía el cielo gimoteó, como princesas había criado a las mestizas, y al final, una de ellas le traicionó como una cualquiera. Se produjo un momento de silencio en el que el zumbido de las avispas y algún ruido sordo en la casa era lo único que se oía.
—Continué, por favor —dijo don Rogelio suavemente.
—Se fue con un mal hombre —contestó con gravedad—. Yo les perseguí para traerla de vuelta a su casa, a su padre —se golpeó el pecho.
Se tapó la cara con las manos sollozando. Cuando fui a la cabaña donde estaba refugiada con el cochambroso ese al que iba a matar…
— Me encontré a la niña colgada —confesó en un lamento—. Y al maldito arrodillado ante ella.
Al destaparse la cara su expresión se había vuelto cruel como la de una esfinge impía.
—Lo atravesé sin piedad y cayó como un saco huero.
Una mueca de repugnancia atravesó su cuarteado rostro y a continuación, en un tono lastimero, luego la trajo a esta casa y ahí reposa, dijo señalando un lugar impreciso. El temblor de sus hombros hizo estremecer la mecedora y por lo bajo baboseba, mis niñas, eran mis niñas preciosas, dos gemelas que fueron el regalo de su vida, cuando llevaban flores a la Virgen, cuando le obedecían como dulces perrillos.
Se irguió, y con los ojos enrojecidos y la papada temblorosa le exigió que enterrara a su hija en sagrado, curita, en sagrado. Le prometía un ala nueva en el hospicio y con voz trémula le ordenó.
—Ahora, dame la bendición padre Rogelio.
Y agachó la cabeza.
La ofrenda
Malena Teigeiro
Itzel, así se llama la madre de Mayalen, se dedicaba con su hija a vender las flores de su jardín por las calles. Desde que se había casado, la joven siempre elegía las más bonitas para hacer su ofrenda. Las llevaba a la catedral y como si fueran sus más preciadas joyas, las colocaba a los pies del altar de Ella. Luego, de rodillas, pedía porque el amor que se tenían no se acabara nunca, porque la enfermedad y la muerte no se enamoraran de él, porque volviera cada noche a su casa. Lo hacía alegre, en el convencimiento de que Ella no podría dejar de escuchar sus plegarias. Casi siempre la acompañaba su madre, una mujer seria, adusta, que también recogía flores, las cuales, además de ser bastante más pequeñas, no eran tan bonitas y quizá por eso, pensaba Mayalen, nunca las llevaba a la catedral.
Itzel había hecho lo mismo que su hija durante mucho tiempo. Hasta que una noche él no volvió. Era verdad que su hombre era un poco pendenciero y que bebía bastante, y que le gustaba entretenerse con las mujeres bonitas, pero era su hombre. Y él siempre, siempre, sin importar donde hubiera estado ni con quién, cuando volvía a casa por la noche la amaba haciéndola llegar hasta el cielo.
Hasta que no regresó.
Una noche tras otra, siguió esperándolo. La primera noche como siempre, entre las tiesas y blancas sábanas. Luego sentada en la mecedora. Veía salir las estrellas, primero. Luego, contemplaba la luz del sol y era entonces, solo entonces, cuando comenzaba a trajinar como lo había hecho cada día.
Después de algo más de cuatro semanas de haber desaparecido, le trajeron su cuerpo envuelto en una manta de colores. Parecía un libro desvencijado. Ante la sorpresa de todos, no permitió que lo entraran en la casa y allí mismo, en la calle, delante de la puerta y de todos sus vecinos lo rodeó de flores, las más grandes y bonitas que encontró, y celebró su duelo.
Nadie comprendía por qué no lo lloraba, por qué no hablaba nunca de él, ni adornaba con flores su tumba. Ellos, sin conocer su anhelo, la criticaban. Se reían de ella, la llamaban loca. No le importaba. Y aunque el dolor de su ausencia le rompía el alma, noche tras noche, seguía acunándose con el vaivén de la mecedora. Ellos qué sabrían.
Lo cierto era que la noche en que desapareció él había vuelto a la misma hora de siempre, casi cuando salía el sol. Itzel dormía profundo cuando la despertó una fría corriente. Y al abrir los ojos, lo vio de pie al lado de la cama. Con su mano helada le acarició la frente y su voz, como si viniera de un eco lejano le susurró que lo perdonara. Que no lo abandonara. Que no quería irse. Ella lo miraba hechizada, sin miedo, sorprendida de que de la herida que tenía en la frente, larga, grande, tan profunda que se le veía el hueso, no manara ni una gota de sangre.
—No dejes que me entierren. No quiero que mi cuerpo me lleve —le decía una y otra vez apretándole las mejillas con sus dedos hueros.
Al ver que no le contestaba, levantó las sábanas y se acostó a su lado. Su cuerpo le dio amor, le dio frío. La noche siguiente se sentó en la mecedora, justo al lado de la puerta. Allí lo esperaba. Y desde entonces, nada más comenzar a caer la tarde, cual perro cancerbero, se aposentaba en el mismo sitio, en la misma mecedora, acunada por la brisa del mar. Y él seguía volviendo a su casa todas las noches y allí se quedaba, acostado entre las sábanas de lienzo que ella almidonaba cada tarde hasta que rompía el amanecer. Y dormía tranquilo porque sabía que Itzel cuando llegaba la Chingada para llevárselo al Mas Allá, le engalanaba la túnica y el mango de la guadaña con sus más preciadas flores, y la Chingada, al fin y al cabo mujer coqueta, se marchaba para volver de nuevo el próximo amanecer.
Delante del altar Itzel miró a su hija Mayalen. La contempló mientras se agachaba a para dejar su cesta de flores. Luego, como si las dos fueran una sola, implorante, elevó la vista hacia Ella.
El ramo de flores
Liliana Delucchi
Mayte era la preferida de papá. Nunca supe por qué, dado que yo era la mayor y la guapa. Quizás porque mi madre me hacía los mejores vestidos. Igual que a una muñeca me llevaba a todas las meriendas con sus amigas. Es cierto que mi hermana era inteligente, uno de esos cerebritos que traen buenas notas y que por la noche, cuando nuestro padre se retiraba a la biblioteca a fumar y beber una copa, se reunía con él para hablar de historia.
Creo que le daba lástima que su esposa la escondiera como si formara parte del servicio. La pobre, tan desgarbada y tímida no tenía ni uno solo de los rasgos europeos que a mi madre la hacían sentirse tan orgullosa. «Ha heredado la fisonomía india de tu abuela paterna» susurraba. Sin embargo, creo que Maite la debe de haber escuchado alguna vez, porque siempre miraba para abajo, con los párpados caídos, como si no hubiese cielo que contemplar.
El matrimonio de mis progenitores era como muchos de mi país: Hacendado criollo, más moreno que lo habitual, con la nariz chata y gruesa como los primigenios habitantes, que se había enriquecido con sus plantaciones de caucho, busca joven con genética de los colonizadores para que sus vástagos tengan la piel más blanca. La encontró, una joven con buenos modales y mal carácter que supo poner flores en los jarrones y alfombras en el suelo.
No es que el romance no haya durado, es que nunca existió. Al poco tiempo de celebrado el enlace llegó a la ciudad una compañía de teatro y el hacendado se enamoró de la primera actriz. ¿Quién no iba a preferir a una señora que lo llamaba «mi amor» y «mi cielo» a otra que si le dirigía la palabra era para decirle lo basto que era o para pedirle dinero?
Cuando mi madre se enteró ya era tarde, pero se limitó a afirmar que era cosa de mestizos eso de no saber diferenciar entre una señora y una mujer vulgar. Hasta que un día descubrió la habitación de mi padre vacía y la vida de la actriz con un nuevo hombre. Pero eso no fue lo peor, al menos para mí, sino que el cuarto de mi hermana también estaba vacante. No me sirvió que mamá me dijera que podía hacer de él mi salón privado, como tienen las señoritas de bien. Me sentía indignada porque papá se había llevado a mi hermana, dejándome en medio de muebles de caoba y fuentes en el jardín. Pero la vida me tenía reservada una humillación más: Iba de paseo con mis amigas por los jardines de la catedral, cuando me di de bruces con mi padre, su nueva esposa y ¡mi hermana! Como si fuesen una familia feliz, como si aquel a quien tanto quería se hubiese olvidado de mí. El helado que estaba tomando cayó por los suelos y Maite, con una sonrisa, me ofreció el suyo. No lloré. Me puse roja, sentí un calor tremendo que me subía desde los hombros hasta el cuero cabelludo.
Nuestras vidas, la de mi hermana y la mía, fueron por caminos distintos: Yo me casé con un hombre de mi condición y ella se fue a estudiar a Europa sin que el matrimonio formase parte de su vida.
Esta tarde, después de tantos años vamos a encontrarnos en el funeral de papá. Ella ha llegado desde la capital y le he dicho que de las flores me encargo yo, lo que no sabe es que mientras su ramo es pequeño, el mío lo triplica en tamaño, con las preferidas de nuestro padre. Quizás, al finalizar la ceremonia, la invite a un helado.
La fuerza del destino
Marieta Alonso
Nací en el lago Titicaca. El mejor lugar del mundo. Mis papás se conocieron en una fiesta y bebiendo chicha y bailando la cueca se les calentó el cuerpo. Lo contaba mi madre riéndose. Y cuando más embriagados de pasión se encontraban apareció el abuelo. Ni corto ni perezoso, se acercó a su cholita y enfrió el ambiente. La sacó del baile tirando de ella y la subió a las ancas de su caballo que relinchó como para hacerle ver que aquellas no eran maneras.
Como mi padre les había seguido sin chistar, recogió del suelo el bombín que se le había caído y se lo entregó. El abuelo le miró muy serio. Y le instó a que se marchara, que si no había tenido bastante con el baile.
Ya fuera por timidez o por miedo no se atrevió a responderle. Un mudo es poca cosa para mi hija, oyó decir. No soy mudo, farfulló. Ah, pues lo parecías. ¿Qué pretendes? Casarme. Y entonces mi abuelo le propuso, que demostrase que valía para marido de su hija trayéndole una anaconda viva, el huevo de un cóndor, y un leque-leque, ‒el ave andina que es pequeñita, con patas largas y muy lista‒. Cuando lo tuviera todo que viniese a su casa y entonces hablarían.
Mi padre pidió ayuda al chamán, a la familia, a la tribu, estos le aconsejaron que se buscara otra novia que fuera más fácil de obtener. Pero, ¡Él no podía dejar de pensar en ella! Se había enamorado. Un día que de lejos intentaba verla, el abuelo con la escopeta le salió por detrás y con la cabeza le indicó que se marchara de allí. Ya no se atrevía ni a acercarse.
Una mañana de lluvia pertinaz, mientras trabajaba la tierra, se encontró una ollita de barro que contenía objetos de oro, y se emocionó al pensar que había sido enterrada por sus ancestros, sabía Dios por qué, al pie de una higuera.
Como era un hombre honrado la llevó al jefe de la tribu, que conocedor de su amor desesperado, le aconsejó que fueran juntos a la casa de su amada, con la olla, el oro y una alpaca. Y con tan grande aval el futuro suegro se avino a concertar la boda.
Pasado el tiempo, tanto que hasta yo había nacido y era la pequeña de cinco hermanos, mi padre y mi abuelo encontraron a un cóndor herido a punto de ser atrapado por una anaconda. Lo vieron gracias a un leque-leque que lanzó su canto de alarma para hacer el bien y se posó con tal ímpetu, que la cabeza de mi padre se inclinó y pudo ver lo que iba a pasar.
Para mi abuelo aquello fue una señal inequívoca de los dioses. Ya podía morir tranquilo, su familia estaba en buenas manos.
Sois fantásticas. Muchas gracias.
Los fantásticos sois vosotros, nuestros lectores. Un abrazo.
Gracias Angeles, me encanta que nos sigas leyendo. besos
Cristina
Me fascino tu cuento, siempre los leos, tienes una magnifica imaginacion.
No sé porqué me hizo recordar aquella cancion de El Pajaro chogui. Aqui te la envio; puede ser q
la recuerdes.
Comparto: PAJARO CHOGUI EN VIVO años 60s – YouTube
https://www.youtube.com/watch?v=Cap5Gjt3M1o
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by Jose Zavarce
El pájaro Choguí en vivo única grabación de video existente de Néstor Zavarce en la década de los 60 cantando el …
Muchísimas gracias Nilda, por tus palabras y tu canción. Un abrazo inmenso.
De los mejores momentos del mes.
Mil gracias
Muchísimas gracias por tu ayuda.
Gracias por leernos y encima disfrutar
me gusto mucho carinos
Muchas gracias. Te queremos.
Preciosos relatos!!!
Muchas gracias!!
MariaIsabel Martínez. es una gozada mensual el leer vuestros relatos, todos me gustan mucho, pero uno me ha enamorado. Pero no lo digo, SUSPENSE.
María Isabel Martínez
Gracias por leernos y dejarnos intrigadas ¿Cuál sera?
Muchas gracias. Besos
Muchas gracias. Muchos besos.
Muchas gracias a ti. Muchos besos.