
Imagen anónima - Monasterio Santa María la Real de Osera
Este Monasterio se ubica en una zona abrupta en la Sierra Martiñá, que se conocía como “Ursaria” por la abundancia de osos, en la margen derecha del río Osera, en San Cristóbal de Cea (Orense).
Aunque el primer documento donde se le menciona es de 1137, sus orígenes todavía no han sido aclarados. Tampoco existe unanimidad en cuanto a la fecha en la que su primera comunidad de eremitas se incorpora a la Orden del Císter.
Después del incendio sufrido en 1552, entra en la Congregación Cisterciense de Castilla, que trajo un periodo de renovación artística. En el siglo XIX, la exclaustración provocada por la Desamortización de Mendizábal produjo que el monasterio fuera abandonado. En el siglo XX vuelven monjes a Osera y se emprende la titánica y exitosa labor de restauración.
La imagen que hoy inspira a nuestras cuentistas no sabemos de quien es, quizás del maestro Mateo del Prado, ni a qué santa o virgen representa, pero sin duda su conmovedora belleza ha llegado a inspirar historias de muerte por amor, del ruego de una madre para que el marido de su hija sea como debe ser, de la súplica de una joven para que sus amigas no caigan bajo el embrujo de un seductor o de la pasión imposible de un pastor.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El bordado
Cristina Vázquez
Su llegada al pueblo creó cierto estupor. De dónde habría salido ese hombre que decía ser artista. ¿Artista? Eso cómo se comía, mascullaban las comadres y los prohombres del lugar en la rebotica o el casino.
Se llamaba Andrés, estaría en la cincuentena y aunque su aspecto era diferente, la pulcritud y elegancia un tanto raída era lo que lo definía.
Se instaló en una casa modesta con jardín y un altillo luminoso que transformó en su estudio. Salía poco, daba largos paseos a primera y última hora de la tarde y saludaba amable, hasta sonriente, a quien se cruzara en su camino. Al poco tiempo dejó de ser novedad y como era educado y tranquilo, pasaron a otro tema que mereciera sus desconfiados comentarios. Aunque no parecía ni carne ni pescado, concluyeron.
Al cabo de unos días preguntó en la tienda en la que se vendía un poco de todo si habría alguna mujer en el pueblo que pudiera atender su casa. A la tarde siguiente apareció la Modesta, mujer fuerte, viuda y deslenguada.
—Aquí le traigo a mi sobrina —propuso mirando ávidamente la habitación en la que estaban—. Es limpia, necesita el dinero y estar ocupada.
Andrés las hizo pasar ofreciéndoles un café recién hecho. Les enseñó el resto de la casa para que valorara el trabajo, a sabiendas de que era lo que deseaba la mujer, que pareció satisfecha con el reconocimiento del sitio. La sobrina, que iba tras ella igual que una sombra, apenas levantaba la cabeza, lo que hizo dudar a Andrés de sus capacidades.
—Esta se llama Amaranta —soltó señalándola con un despectivo dedo—. Aunque le parezca medio boba es trabajadora y buena. Además, borda muy bien. ¡Manos de ángel tiene!
Sentándose con aires de gran señora frente al humeante café, ni padre, ni madre, ni perro que la ladre tenía esta, dio un largo trago a su bebida. Gracias a ella había podido vivir la pobrecilla, confesó orgullosa Modesta, lo del nombre raro cosas de su madre —Dios la tenga en su gloria—, porque la pobre… Se señaló la sien como explicación de locura. Amaranta por fin levantó la cabeza en silencio y él pudo descubrir una cara de huesos finos, un cabello castaño que se escapaba del pañuelo que lo cubría y unos misteriosos ojos violetas.
—Lo único, señor, es que es muda —alzó un dedo doctrinal la tía—, que no sorda.
Se arrellanó en la silla y bajando la voz como si la chica no estuviera delante, aunque eso tiene sus ventajas, murmuró y le guiñó un ojo con aire de complicidad. Andrés se sintió conmovido por la chiquilla tratada con tanto desprecio y no dudó en contratarla, tras una negociación con Modesta de la que salió ufana. Quedaron en que comenzaría al día siguiente.
Andrés, que siempre fue un solitario sin trato con mujeres, le empezó a confortar el saber que esa joven estaba en el piso de abajo trasteando con suavidad de mariposa. Igual que no hablaba parecía no hacer ruido, pero desplazaba una ligereza, un aroma especial que le llenaba de paz.
Le pidió que se sentara a comer con él, a lo que tardó en acceder. Aunque no hablara, sonreía con confiada dulzura mirándole con una fijeza que a veces le hacía sentir incómodo. Al terminar la tarea se sentaba cerca de la ventana y hacía labores de bordado, retardando la hora de volver a casa. Parecía que se iba desprendiendo de unas escamas duras que la volvían invisible cuando estaba con su tía. Empezó a echarla de menos cada vez que se iba. Quería tener su presencia continua, él al que las mujeres nunca le habían atraído.
Un día la encontró completamente desnuda, ofreciéndose con una expresión de perrillo confiado. Él la tapó con severa suavidad.
—No Amaranta, querida. Yo no —la besó en la frente y acarició su perfecto óvalo—. No puedo amarte de esta manera.
Al día siguiente no apareció y fue a preguntar por ella a Modesta, la cual con malos modos le dijo que la moza había desaparecido. Loca como la madre. Eso de no querer hablar era tontería o locura, afirmó cruzando las manos con determinación sobre el voluminoso vientre. Esa misma tarde corrió la voz de espanto por el pueblo. Amaranta había aparecido en la iglesia muerta a los pies de la Santa. Parecía dormida, ni una gota de sangre. Era un misterio ¿Quién?, ¿cómo?
Andrés se sintió culpable, con la amargura sin consuelo de no haber protegido a ese ser angelical. Pero a los pocos días, sin que se hubiera dado solución a la muerte de la joven, el pueblo empezó a señalarlo. Una noche apedrearon su ventana, otro día vio que la gente volvía la cara al cruzarse en la calle, hasta que antes de que transcurriera la semana quemaron su casa. No llegó el fuego al altillo donde lo encontraron asfixiado sin haber intentado escapar. El estudio estaba lleno de dibujos con la cara de Amaranta y un bordado infantil le cubría el rostro. En él un corazón vulgar de punto de cruz encerraba el siguiente mensaje: “Sin ti no hay vida”.
También le llamaron Gerardo
Malena Teigeiro
Siempre me había gustado pasear con mi padre por los bosques de robles y castaños que rodean el monasterio. También subir a la cima de ellos y ver desde arriba los fuertes y robustos muros de piedra que lo cercaban, aunque desde lejos parecieran pequeños y frágiles. Siempre tenía la impresión de que si los empujaba con la punta del dedo los podía tirar. Eso al menos era lo que quería hacer mi padre, según decía cada noche delante de su vaso de vino. Mi madre al oírlo se santiguaba, quizá pidiendo a la Santiña que lo perdonara. Luego me agarraba por el cuello de la chaqueta y me llevaba a la cama. No quería que lo oyera. Pero lo que no sabía mamá era que cuando mi padre me llevaba de caza, me subía a lo alto del monte, y estirando la mano la convertía en una misteriosa pistola que disparaba sobre los paredones del monasterio. Eran tan fuertes sus disparos que yo los veía desmoronarse una y otra vez como si en vez de estar construidos con fuertes piedras fueran hechos con arena de la playa.
Mi padre y mi madre se conocían desde niños y siempre habían estado juntos. Y aunque mis abuelos habían advertido a su hija sobre el extraño carácter de aquel hombre, como siempre suele ocurrir, mamá, enamorada, no hizo caso. Yo nací, según decían por la aldea, antes de tiempo, y eso al parecer obligó a mis abuelos a permitir que mis padres contrajeran matrimonio. Y lo hicieron allí, en el Monasterio de Osera, delante de la joven Santiña de piedra de la que la familia de mi abuela era muy devota. Y delante de Ella también me bautizaron. Me llamaron Gerardo.
Como decía, mi abuela era muy devota de la Joven Santa, y desde que comenzó la guerra y mi padre fue llamado a filas, ella y su hija acudían a rezarle. Iban siempre juntas. Unos crespones negros les cubrían los cabellos mientras musitaban sus oraciones. Yo solía estar sentado a su lado jugando con mi tirachinas. A veces estiraba la goma y me imaginaba en el monte disparando a los pajaritos mientras escuchaba a mi madre pedir para que el iluminado de mi padre, como le llamaba mi abuela, sorteara todos los peligros de aquella guerra y volviera pronto a la aldea. Yo entonces no entendía por qué mi querida abuela le nombraba como el Iluminado, cuando se llamaba Gerardo como su padre y como yo.
Era un día de fina lluvia, como la que caía casi siempre por aquellos montes, que más que lluvia parecía niebla, cuando de la mano de mi abuela subimos hasta el monasterio. Y como siempre también, mi abuela iba a hacer sus súplicas. Esa mañana caminamos solos y en silencio, pues mi madre había acudido a la ciudad. Quería recoger directamente las cartas a ver si había alguna de mi padre. Y como era la costumbre de la abuela, entramos en el santuario y nos dirigimos directamente a la capilla de la Santiña. Ella se arrodilló en el banco y yo me senté a su lado. El frío era tanto y tan intenso que hacía que mis rodillas chocaran una contra la otra. Estaba entretenido con el ruido que hacían mis huesos al chocar cuando me quedé tieso. Ella que siempre rezaba en voz alta, como si exigiera que se cumplieran sus súplicas, esa vez lo hacía tímida, zalamera. ¿Qué era lo que estaba diciendo? Sí. Hablaba de mi padre. Decía que ella no le deseaba nada malo al Iluminado, pero que si se perdía un tiro y esa bala en el camino hacia el que iba dirigida se encontrara, por ejemplo, con la cabeza de Gerardo, pues que no lo privara de ella. Y la vi encoger los hombros. ¿Qué mejor oportunidad de prestar un servicio a su patria iba a encontrar aquel muchacho, que andaba siempre borracho, y en malas artes, que la de salvar la vida de aquel al que iba dirigida? Levantó la cabeza y el velo se le escurrió hacia atrás. Mientras le sonreía a la santa, la abuela con sus retorcidos dedos tiró del velo y lo dejó en su sitio. Volvió a cruzar las manos y continuó. ¡Qué otra cosa mejor podía desearle a Gerardo que se encontrara cuanto antes en los brazos del Señor!
Elevé la mirada hacia la Santiña. Muy contenta no se la veía, la verdad. Sentí el peso de su mirada de piedra sobre mi cabeza y, como era bajito, me pareció que me aplastaba. El aire comenzó a faltarme y sentí un ligero mareo. Creí morir. ¿Pero qué era lo que estaba pidiendo mi abuela? Como pude, pálido y desencajado, me levanté del duro asiento de madera. Y señalando a mi abuela grité:
––Ese del que habla no soy yo. Es mi padre.
La santa
Liliana Delucchi
Desde la puerta entreabierta de la sacristía, don Paulino observa al hombre que a diario, haga frío o calor, se postra ante la santa. Se pregunta si ha de intentarlo una vez más, si conseguirá hoy que ese personaje, con indumentaria de campesino y un cayado como único acompañante, responda a sus palabras. Su sufrimiento es evidente, piensa el sacerdote, pero mis intentos no logran abrir su corazón.
Destinado hacía apenas unos meses a esa parroquia, don Paulino supo ganarse la confianza y las confesiones de los feligreses. Sin embargo, a pesar de tantos años de sacerdocio era incapaz de acercarse al hombre.
El cura había hecho los deberes. Ante el silencio y distancia de esa criatura que con la boina entre las manos miraba devotamente la escultura de la inmaculada, preguntó por el pueblo.
Su nombre, Simón, de profesión pastor, trabajo heredado de su padre y abuelo, quizás de algún otro antepasado, pero aquellos a quienes interrogó no supieron decirle más. Solo que tenía un chozo de piedra en lo alto del monte, rodeado de un cercado donde guardaba las cabras en verano. En invierno las recogía en un establo cercano a la vivienda. La información recabada por don Paulino se vio enriquecida por Sagrario, la cotilla de la aldea, quien se sintió ofendida al no haber sido consultada.
—Es muy raro el Simón —declaró la señora.
Mientras se expresaba con su aguda voz, mordía uno de los mantecados que había llevado de regalo como excusa para la confidencia.
—Vive solo desde la muerte de su padre. Nunca se le conoció mujer, y por aquí no faltan algunas ligeras de cascos a quienes les hubiera venido bien esa casucha… Aunque esté tan alta en la montaña—. La mujer miró de reojo al párroco en busca de beneplácito a su testimonio, antes de seguir:
—Baja al pueblo en ocasiones para aprovisionarse de vino y alguna charcutería, pues el queso se lo hace él —dijo Sagrario mientras sacudía las migas caídas sobre su falda—. Es hombre de pocas palabras y solo habla del tiempo o de sus cabras.
Cuando el sacerdote le señaló que lo veía todos los días rezando ante la santa, la mujer abrió la boca para decir algo, pero como no se le ocurrió nada, volvió a cerrarla. El cura aprovechó para mirar el reloj, soltar un «Huy, ¡qué tarde!» y dar por finalizada la conversación.
Al día siguiente, al ver a Simón nuevamente ante el altar, don Paulino pensó: Si tú eres pastor de cabras, yo lo soy de almas y se prometió hacerle una visita.
El camino hasta la cumbre es bastante largo y empinado, el calor del mediodía de esa incipiente primavera da de pleno en la espalda del cura, tanto que tiene que quitarse la pelliza, pero ello no le impide llegar a destino a pesar de sus resuellos.
A la casa de Simón le falta no solo una mano de cal sino bastantes arreglos, sin embargo, cuando entra y sus ojos se han acostumbrado a la penumbra, don Paulino constata la limpieza y el orden de la estancia. Sentado en una de las dos sillas instaladas junto a la mesa, se sirve un vaso de vino a la espera del propietario de la vivienda.
—No sabía cuándo, pero sí que vendría —escucha don Paulino una voz ronca a sus espaldas—, por eso dejé la bebida junto con los dos vasos.
El sacerdote se pone de pie para estrechar la mano de ese hombre a la puerta de la cabaña, en su rostro en sombras adivina una sonrisa.
Simón se sienta al otro lado de la mesa y apura de un trago el jarro que tiene ante sí.
—No es como el de misa, pero a mí me sirve para refrescar el gaznate —comenta sin dejar de mirar a su interlocutor.
Un silencio se instala entre los hombres. El visitante lanza un suspiro y cuando va a comenzar a hablar, el otro le dice que no se preocupe, está bien y si va al templo a diario es para ver a la santa.
—Solo me enamoré una vez —continúa, mirando sus nudosas manos apoyadas sobre la madera—. Tenía doce años cuando mi padre me llevó a la iglesia, y entonces la vi.
»Tan dulce, tan hermosa y me miraba con tanto cariño que a partir de entonces solo pude pensar en ella. Pero nunca me perteneció. Estaba demasiado alta para mí. En realidad, ella era de todos.
El pastor saca un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se suena la nariz.
»Como acabo de decir, demasiado para mí, por eso voy al santuario, a pedir que me lleve junto a ella, y así poder estar juntos.
El cura se pasa la mano por la frente como si buscara la frase exacta, quiere aportar ayuda a esa confesión. No está seguro sobre si sus palabras serán las adecuadas, pero se aventura a replicar:
—No debe desear su propia muerte, esta llegará cuando el Señor lo disponga, pero puede estar seguro de que su enamorada está con Él.
—Claro que está con Dios, padre. Es la santa, por eso está allí y la gente va a rezarle.
El pretendiente
Marieta Alonso
Parecía sensato e inteligente… como los hombres acostumbran aparentar. Cuando llegó a nuestro pueblo fue la novedad. Y no precisamente por ser un Adonis. Era tan delgado como el bacalao seco y se le podían contar uno a uno los doscientos seis huesos que tiene toda persona adulta. Si llamaba la atención era por conducir un coche que quitaba el hipo. A mí su automóvil me era indiferente, yo tenía una bicicleta con un timbre rojo amapola, tan estrepitoso que todos me cedían el paso.
Durante seis meses cada domingo sacó de paseo a una chica distinta, hasta que en una verbena tocó el turno de que se fijara en mí. Me sacó a bailar. Lo rechacé. Me dan asco los mariposones, le dije con voz alta y clara.
Nunca fui de muchas amigas, solo tenía tres y las tres tuvieron la desgracia de enamorarse de aquel mamarracho. Yo a la amistad le doy gran importancia, por lo que les aconsejé que averiguaran de dónde había salido aquel tipo. No me hicieron caso. Así que empecé a indagar.
Las pesquisas delataron que aquel donjuán iba dejando hijos en cada aldea, pueblo o ciudad por donde pasaba. Al marcharse del lugar donde estuviera destinado, zapateaba para quitarse el polvo y si te he visto no me acuerdo.
Mis amigas pretendieron tapar los hechos con el silencio. Me negué. Pero, ¿qué hacer? Y me fui al monasterio de Oseira a pedir consejo a mi santa preferida. Al salir de allí sentía la fuerza necesaria para dar a conocer tal comportamiento a la policía, al cura y al alcalde, lo que dio lugar a que el tenorio saliera por pies una hermosa tarde de domingo, no sin antes soplarles un beso a cada chica. Menos a mí, que lo amenacé con un conjuro para que la niebla devorase su imagen.
Perdí el afecto de mis amigas. A ellas no les hubiese importado tener un hijo suyo, pero las madres me hicieron un homenaje por evitar que aquel hombre dejara su simiente en nuestra aldea.
Cristina me ha encantado tu relato.
Sin ti no hay cuentos mensuales.
Abrazo
Elena
Me conmueve tu comentario. Espero que estés bien.
besos
Cristina