
Matices infinitos
Entrar en una tienda de telas es ingresar a un universo de colores y posibilidades. Cada trozo de ese material abre el paso a vestidos, sillones, cojines y un sinfín de objetos que nuestra mente crea y recrea con diseños posibles, muchos de los cuales solo van a permanecer en nuestra imaginación.
Es un momento de gozosa duda en que el tacto, la vista y la fantasía se mezclan en proyectos realizables o no. Su destino es tan variopinto como el de las personas y depende del clima, estados de ánimo o sendas a recorrer.
Este mes, esas piezas de tela han inspirado a nuestras escritoras sus cuentos: desde una disputa entre diosas; la asistencia a una cena en el Palacio de Oriente; el cambio de rumbo de la vida de una mujer cuando ve a un hombre que le hace palpitar el corazón, o el vestido soñado por una joven.
Esperamos que os gusten.
Hasta el mes que viene.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Verde es la esperanza
Cristina Vázquez
Cada medio día Julita se asomaba al balcón para ver pasar a ese pedazo de hombre. No sabía su nombre ni quién era, pero el andar elástico, garboso, el pelo rizado bruñido de tonos caoba y el impecable corte de su traje, le hacían palpitar: el corazón, las sienes y hasta los pulsos, se decía poniéndose dos dedos en la muñeca.
No es que en su vida hubiera nada malo o perjudicial. Todo lo contrario. A los treinta y pocos años su devenir se había desenvuelto con precisa pulcritud: padres ordenados, vulgarmente encantadores, con la frase adecuada y celebraciones de santos y cumpleaños llenos de alegría, globos y, si era necesario, como en Fin de Año, gorritos y matasuegras.
Ella había ido al colegio de monjas cercano a su casa en el centro de Madrid y sus amistades escolares pervivieron por años. La mayoría eran del barrio, hasta que se fueron diluyendo porque se casaban o se iban a vivir otras vidas. Ella, en cambio, después de estudiar perito mercantil se quedó en la tienda de los padres, una papelería con un rinconcito para libros, básicamente de temas religiosos. Llevaba la contabilidad y ayudaba en la venta, sobre todo cuando empezaba el curso escolar y después de darle a su madre un ictus que le inmovilizó medio lado.
El padre le dejó toda la responsabilidad. Se iba haciendo viejo y quería cuidar a su mujercita del alma yéndose a vivir a la costa levantina, decía con cara de doliente perro pachón.
—Por supuesto, papá, la salud es lo primero —afrontaba ella su nueva situación con esa consigna como norma.
Nunca se imaginó que la papelería le diera tanto trabajo, pero poder disponer y elegir lo que le gustaba y modernizar la obsoleta tienda, la llenó de ardor comercial. Consiguió aumentar ventas e ir sustituyendo los libros religiosos por escritores picantes, sin llegar a ser de mal gusto. Pícaros, simplemente eso. Un poquito alegres, se justificaba con sus amigas.
No había conocido varón, tema que la llenaba de inquietud. El tiempo iba pasando y el novio que tantos años la llenó de promesas, se había estrellado en un estúpido accidente y la dejó de viuda blanca.
—Hija, qué desperdicio de hombre —la consolaba su madre—. Tanto tardó en decidirse que se lo llevó la Parca. ¡Hay que fastidiarse!
Pero, continuaba con su hablar confuso —parece que el ictus la había desinhibido—, tampoco al chico se le veía decisión ni empaque. Que aprovechara, aún era joven, si no luego… y miraba con nuevo resentimiento a su marido y su mano inútil.
Así que la aparición de ese mocetón, que tan puntualmente pasaba por delante de su casa, la llevó a fantasear con la posibilidad de haber encontrado el amor, o lo que fuera. Preguntó por el barrio, pero nadie le conocía, hasta que una tarde se acercó a la tienda de tejidos que acababan de abrir en una antigua fábrica de encurtidos. Quería hacerse un traje nuevo. Y ahí estaba él. Bien ajustada la chaqueta, con un chaleco de espiguilla y unos pantalones anchos de franela, como si él mismo fuera el anuncio viviente de la calidad y variedad de las telas. Su corazón se puso a brincar descontrolado.
—¿Qué se le ofrece?, señorita —preguntó obsequioso.
Las enormes tijeras en la mano y la sonrisa blanca, aunque un poco mellada, fue lo que terminó de emocionarla. ¿Qué haría ese hombre con esas tijeras? ¡Qué miedo!
—Una tela para un traje de vestir —balbuceó coqueta—. Quiero que sea verde, color esperanza.
Consideró que había sido genial e inspiradora su contestación. Mientras el gentil Tomás, llevaba el nombre en una chapita en la solapa, desplegaba con soltura de mercader veneciano distintos tejidos, desde el pálido aguamarina hasta el verde bosque oscuro. Julita le miraba a los ojos, importándole un bledo las telas.
—El que le parezca que tenga más esperanza —afirmó después de tocarlos con desgana.
En ese momento, Tomás fijó por fin la mirada en ella, quizás un poco ribeteada de oscuro, y le señaló una tela que sostuvo con la mano, mano que Julita tomó con decisión por debajo. Si podía, le esperaba en su papelería cuando cerraran, y señaló su tienda con orgullo, para decidir con las muestras cuál se quedaba.
—Ahí estaré —remató Julita moviendo los trozos de tela que el buen mozo le había dado.
A los pocos meses la papelería se había transformado en una boutique de moda que utilizaba las telas de la otra tienda. Él era fiel a su antiguo oficio. Habían dejado el rinconcito de lecturas picantes en el que habían puesto una mesa y dos butacas. Tomás diseñaba modelos primorosos y ella, feliz. Por fin conoció hombre, no mucho, porque a él le gustaba más el diseño, pero suficiente para ser señora de, embarazarse y mandar los papeles, lápices y cuadernos al cubo de la basura.
Le dijeron que cuando su madre se enteró del cambio de la tienda y de la vida de su hija, se le cuajó una única lágrima en el lado sano, igual que un diamante de varios quilates. El padre concluyó que fue de disgusto, pero Julita estaba segura de que era de incontenible alegría.
Un vestido de seda Condesa
Malena Teigeiro
A doña Justinita le emocionaba todo, absolutamente todo, en la tienda de Telas, Encajes y Novedades. Incluso el olor parecía emborracharla. Por no hablar de los rollos de tela, que colocados unos al lado de los otros le recordaban a las flores del campo. Una pieza de seda rosa sobre otra de raso verde, a su lado una de batista amarilla, los algodones estampados, terciopelos y encajes, y los tules para los velos de novia, esos, bien apartados, no fuera ser que se ensuciaran.
Como siempre que era invitada a una cena de gala, dos o tres semanas antes, doña Justinita entraba en la tienda de telas. Esa vez se preparaba para la que daban en el Palacio de Oriente al rey de... —¡Vaya a saber usted de dónde!—, que andaba de visita en España. Su esposo, general de la Guardia Real, era uno de los invitados. Y como siempre, don Manuel, uno de los dueños de la tienda de telas, en cuanto la vio entrar, salió del despacho para atenderla personalmente.
La señora comenzó a contarle la necesidad que tenía de un nuevo traje de noche. Como él ya podía suponer, decía con un leve movimiento de cejas, a su esposo lo habían invitado a la cena en palacio. Y allí estaba ella otra vez, ya sabía él para qué. Y revoloteó la mano haciendo sonar unas pulseras. Tendrá que ser largo, y moderno, sin llegar a ser muy llamativo. Don Manuel sacó de uno de los cajones del mostrador el último figurín de moda. Ojeó con rapidez las hojas, hasta llegar a un vestido, bastante vaporoso, con manga francesa y un poquito de cola. Doña Justinita, pasó el dedo por encima de la fotografía, como queriendo acariciar la vaporosa muselina, mientras le comentaba que no le gustaba repetir vestidos, y como mujer de militar, tampoco podía gastar demasiado por lo que, por favor, buscara entre las sedas, rasos y muselinas, la que mejor le fuera tanto a su cartera como a su persona. Con coquetería, ladeó la cabeza y lo miró soñadora.
—Recuerde, don Manuel, que el que llevé la última vez era de organza azul pastel.
El hombre recortaba una muestra de todas las que creía que le podían valer, para que la señora pudiera elegir libremente en su casa. Medio escondido, descubrió un rollo de raso Condesa color violeta, casi morado.
—Mire, doña Justinita, éste es el color que a usted mejor le va, el violeta. Sin duda es el que más realza el verde de sus ojos. Y también tiene una buena caída para el modelo que hemos elegido —el hombre, sin dejar de alabar la tela, cortó una muestra de casi dos metros—. Mírelo en casa con la luz artificial, que es la que va a tener cuando se lo ponga —añadió mientras arrancaba la hoja de la revista.
Con cuidado, empaquetó las muestras, y en un sobre separado puso la de seda violeta y el dibujo del vestido. Sin dejar de charlar de lo pesadas que eran esas cenas, don Manuel la acompañó hasta la puerta. En cuanto hubiera decidido con cuál se quedaba, que lo llamara, y que no se preocupara, le mandaría la tela con el botones. Tras una pequeña inclinación, cerró la puerta.
Don Manuel entró de nuevo en su despacho, se sentó a la mesa y continuó repasando el libro de cuentas. A su lado, su hermano Antonio, el otro propietario de Telas, Encajes y Novedades, movía la cabeza sin levantar la mirada del libro de pedidos.
—La falda que lleva esta vez está estaba confeccionada con la última muestra que le diste, ¿no? —susurró con disgusto.
Embebido en sus cuentas, don Manuel continuó su trabajo sin contestar. De pronto dejó el lápiz en alto sobre la hoja. ¡Su adorada Justinita! Cerró los ojos y la vio, años atrás, paseando por la acera de La Gran Vía del brazo del flamante uniforme de Carlos, entonces todavía teniente de la Guardia Real. ¿Qué hubiera pasado si en vez de pegarse un tiro con su arma reglamentaria cuando hizo el desfalco, se hubiera divorciado de ella? Quizá la pobre nunca hubiera enloquecido. Y entonces él...
Suspiró profundo, bajó el lápiz y continuó repasando su columna de números.
El vestido azul
Liliana Delucchi
Entregué las llaves a los nuevos propietarios y les di la mano después de desearles felicidad en su nueva casa. No sentí congoja, aunque sí un poco de nostalgia al recorrer con la vista el jardín de la adolescencia; las risas junto a mis padres, las cenas de Navidad y los cumpleaños; los desafíos con mi hermano para ver quién se columpiaba más alto… Un pasado que quizás no fue tan maravilloso como a veces recordamos, pero que sin embargo queda en la mente con tintes amables.
Tras el fallecimiento de nuestros padres, Felipe y yo decidimos mantener la propiedad con la idea de dejarla a nuestros hijos y nietos…, esa idea de inmortalidad que los humanos trasladamos a los inmuebles, pero que a veces el destino trunca solo porque no es real.
La vida no nos bendijo con hijos, ni a él ni a mí, por tanto decidimos que lo mejor era venderla para llevar a cabo otros proyectos.
Decidí dar un paseo por el barrio, despedirme de esa zona de la ciudad a la que quizás no volviera. Fue al dar la vuelta a una esquina cuando la vi. La tienda de telas. Conservaba el mismo olor a madera antigua, las mismas estanterías y, casi diría, el mismo tipo de empleados, amables y formales, que guardaba en la memoria.
Sentí una especie de mareo al regresar a la mañana en que entré con tía Rosa. Ella iba a confeccionarme el vestido para la fiesta de los quince años y buscábamos la tela. Me dirigí directamente a una pieza azul, demasiado eléctrico para mi tía, ideal para mí. Ganó ella y nos llevamos una color marfil.
Como cualquier adolescente, yo estaba muy ilusionada con ser la reina del festejo. Vinieron todas mis compañeras de colegio, las amigas del barrio y los chicos que nos gustaban, aunque mis ojos se habían posado desde tiempo atrás en Roberto, el gran amigo de Felipe.
Si bien tenía unos cuantos años más que yo, me hizo el honor de bailar conmigo casi toda la noche y la felicidad se alargó mucho más allá de la fiesta, ya que casi no pude dormir de tan henchida de satisfacción como estaba.
Pendiente de cada visita de Roberto, esperaba una palabra o más bien declaración de amor. Creo que las hormonas y la fantasía que pusieron en mí las novelas, me llevaban a recrear una y otra vez el abrazo de aquellos boleros en los que la cadencia de las voces de “El trío Los Panchos” hicieron que sintiera el cuerpo de ese hombre que ansiaba mío para siempre.
El vestido blanco marfil giraba entre sus brazos y yo pedía a Dios que la noche no terminara nunca. Pero terminó, y la magia se fue disolviendo en saludos escuetos antes de encerrarse en la habitación de mi hermano donde yo tenía prohibido entrar, salvo invitación oficial que nunca se producía.
No quería escuchar a la tía cuando me susurraba al oído una y otra vez «ese hombre no es para ti». ¿Por qué no?, ¿para quién iba a ser si yo era la hermana de su mejor amigo, si bailó conmigo toda la noche y nos habíamos acercado tanto en esos cheek to cheek?
Un par de años más tarde, Felipe y Roberto alquilaron un piso para estar más cerca de la facultad. Eso fue lo que dijeron. Venían juntos a la comida del domingo y estaban muy unidos, aunque estudiaban carreras diferentes. A pesar de insistir, nunca logré que me invitaran a su apartamento y empezaron a tratarme como a una chiquilla caprichosa. ¿Dónde estaba mi querido hermano? ¿A qué mundo lo había trasladado la universidad?
Sin respuestas a esas preguntas, decidí buscar otras relaciones y mi vida se pobló de nuevas amistades y novios.
Aunque Felipe y Roberto terminaron sus respectivas carreras, siguieron viviendo juntos, si bien en un piso más grande y glamuroso. Sus respectivos trabajos se los permitía. Hasta que el segundo se casó con una prima lejana que su madre había elegido para él.
Felipe vendió el piso y consiguió un trabajo de investigación en el extranjero, donde estuvo casi diez años. Fue en una de mis visitas a su nuevo país, cuando me confesó lo que yo no entendí en las palabras de nuestra tía al decirme «ese hombre no es para ti».
—Eran otros tiempos —dijo—, y Roberto no supo o no quiso hacer frente a nuestra realidad. Quería ser como los demás, y para ello lo mejor era casarse y tener hijos.
No había amargura en sus palabras, solo resignación y un halo de dolor superado, de esos que dejan grietas que ni uno mismo es capaz de entrever.
Cuando Felipe volvió a nuestro país, pasamos mucho tiempo juntos, con ese tipo de relación de dos solterones que comparten aficiones y una historia profunda y cercana.
Al volver a esa tienda de telas, mis ojos, como aquella vez, fueron directamente a una pieza azul. Aquella que tía Rosa describió como “demasiado eléctrico”.
—Estás preciosa. Elegante y glamurosa, —dijo Felipe al recogerme para ir a la ópera— azul Klein.
Adicta a las telas
Marieta Alonso
No lo puedo evitar. Me gustan. Todo comenzó en el neolítico cuando empezaron a hilar el lino para el verano y la lana para el invierno, hasta inventaron el huso y el telar y eso que yo no estaba allí para incentivarlos. Tampoco es culpa mía que en la antigua China, alrededor del año 3000 a.C., ya fabricaran tejidos de seda, si ni siquiera tengo los ojos rasgados. Y con México, qué tengo que ver con México y sus algodones y fibras sacadas del maguey. Pero mi madre pone en tela de juicio todo lo que digo.
No es culpa mía este amor por las telas. Lo es de quienes me bautizaron con el nombre de Atenea, esa diosa tan diestra con las manualidades. Estoy orgullosa de llamarme así, pero mi madre que no tiene pelos en la lengua, dice que debió ponerme Aracne, porque soy tan alocada como ella. Por lo visto, Aracne se creía la mejor trabajando con el telar y por boca-chancla dijo que era incluso más hábil que Atenea. Para zanjar la cuestión recurrieron a una competición de telares, que en aras de la verdad ganó Aracne. Su trabajo era precioso. Los malditos celos hicieron que Atenea la convirtiera en una araña para que se pasara todo el tiempo tejiendo, tejiendo sin parar.
Me dio un escalofrío escucharla. Una cosa es que me gusten las telas y otra muy distinta que me conviertan en araña. Cierto es que tengo un armario repleto de piezas de casi todos los tejidos. Pero cada cual colecciona lo que quiere, ¿no? Unos recopilan sellos, otros zapatos y yo rollos de telas.
Al pasar mi mano por los distintos tejidos siento el trabajo de todas aquellas tejedoras que se vieron en la necesidad humana de protegerse del frío, de la lluvia, o también ¿por qué no?, por el simple placer de lucir esos bonitos paños, y me pregunto qué hablarían o si habría rencillas entre ellas, si soñaban con desfilar sobre una alfombra roja como hacen las modelos de hoy en día, o si competirían como lo hicieron Aracne y Atenea.
Cristina ,me han encantado los cuatro relatos.
Alegres y tristes pero llenos de color.
Gracias cuentistas.
Abrazos,
Elena
Gracias siempre a ti, querida Elena.
besos
Cristina