
Margarita Cimarrón o Erigeron Karvinstianus
Esta humilde planta de la que os daremos información ha sido la disculpa que ha servido este mes de abril para que nuestras escritoras dejen correr su imaginación: Un marido jugador, una niña atemorizada, una joven sometida a la perversa vigilancia de unas tutoras y un ramo de novia mágico.
Su nombre genérico Erigeron, deriva de las palabras griegas eri que significa temprano y geron, hombre viejo, por lo que significa anciano en primavera.
Es una especie trepadora o amacollada que pertenece a la familia Asteraceae. Resulta muy útil como tapizante informal y en climas suaves florece todo el año.
Las pequeñas flores de dos centímetros y medio de ancho, son blancas al abrirse para luego adoptar diversos tonos rosados y rojo burdeos. Crece hasta treinta y ocho centímetros y puede ser bastante invasiva. Sus tallos son laxos y sus estrechas hojas velludas.
Originaria de México y América Central, se utiliza en infusiones para combatir la disentería y el dolor corporal.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La maceta
Cristina Vázquez
A Elena I. para celebrar con ella el mes de abril
Adela se quedó sorprendida de que aún florecieran esas humildes margaritas cuyo auténtico nombre no conseguía recordar. Los rosales que había plantado ¿treinta y cinco, cuarenta años atrás?, se habían secado la mayoría y los que sobrevivieron adquirían un carácter salvaje, casi amenazador.
Se sentó en el escalón del porche y contempló lo que quedaba de ese jardín, dando la espalda a la casa que encontró, cómo diría, pretenciosa, de mal gusto, descuidada. Todo cabía para calificar lo que habían hecho con ella. Recordaba el mimo con el que había cuidado cada detalle cuando la decoró.
Ella tuvo la voluntad de construir allí un refugio, un lugar de encuentro familiar. Ernesto, su marido, se negó. Era un hombre que negaba mucho, negaba todo por principio, casi como un tic para luego, si salía bien lo propuesto, hacer suya la idea. Al comienzo de su matrimonio Adela se desesperaba, pero luego comprendió que para Ernesto era una manera de sobrevivir, casi de afirmar su existencia.
—Querido ¿a qué me estás diciendo no? —le preguntó una mañana hacía también treinta y muchos o cuarenta y pocos años.
Cuando vio la cara de sorpresa que puso ante su pregunta, comprendió que el “No” suyo no implicaba negación, era una simple respuesta, quizás una manera de oír su voz. Porque Ernesto era poca cosa de aspecto. No era alto, sin llegar a bajito, enjuto de carnes, de ojos soñadores y voz de barítono, bellísima, sorprendente en ese físico que tiraba a enclenque. Y como espíritu, quitando su amor a la poesía y su habilidad en el juego de cartas, tampoco sobresalía gran cosa. Aunque su carácter bondadoso, apacible y romántico hacía muy llevadero el yugo matrimonial. La casita de marras la hizo suya mostrando a quien quisiera verlo la belleza del jardín, las margaritas que había plantado, los rosales trepadores encargados a Inglaterra, las piezas de cerámica antigua…
Sin embargo, Ernesto tenía un pero. Inevitable se decía Adela, todos los hombres tienen uno. El suyo era el peligro de su habilidad con las cartas. Se lo jugaba todo. Esa casa la pudieron comprar después de una buena racha.
Una mañana del mes de abril apareció un señor muy correcto, vestido con traje negro, seguido dos alguaciles en cortejo fúnebre, que le comunicó en un tono procesal.
—Señora, lo siento —bajó la cara y Adela se fijó en lo estrecha que era su frente—. Esta casa está desahuciada.
—No puedes ser. Es un error —clamó ella sosteniéndose en el dintel de la puerta—. Voy a llamar a mi marido.
El hombre de negro, correcto, con una lúgubre a la vez que tierna firmeza, le aseguró que era inútil. Su marido, señora, se halla en busca y captura por deudas de juego. Adela notó un leve apoyo en el codo antes de derrumbarse. Era la mano del hombrecillo que la sostenía, acostumbrado como debía de estar a que las mujeres se le desmoronaran con estas nefastas noticias de las que era portador.
Y así fue. De un golpe sin casa ni marido. Pasaron los años y aquel lugar, enseguida en otras manos, se había transformado en un hotelito de fin de semana para parejas románticas. Gracias a su trabajo como profesora de idiomas que le permitió montar una academia de lenguas, más una escueta herencia que recibió, tuvo el dinero para recomprarla.
Cada año, por su cumpleaños, recibía una planta de margaritas. Siempre con un poema de amor, siempre sin firma. Los primeros años oía lejana la voz de Ernesto recitando la poesía, pero poco a poco la fue olvidando, como fue olvidando su cara, su menguada estatura y sus noes. Al principio de su ausencia cada vez que oía no o alguien le negaba algo, se removía en ella un fuego como una pequeña mordedura de rabia entre la tráquea y el esternón. Pero también olvidó la negación como algo irritante.
En ese momento, sentada en el escalón contemplando lo que había sido el proyecto que se esfumó en una mañana del mes de abril, pensó que en el fondo había sido una mujer afortunada. Luchó por recuperar esa casa y lo había conseguido. Aunque le dolió la desaparición de Ernesto, a la larga se había librado de vivir con un jugador. Pudo ser libre y tener sus amores más o menos largos.
Era la primera visita que realizaba para ver en qué estado se encontraba la casa y acordar el precio. Los dueños, prudentes, al ver la emoción de Adela la habían dejado sola. De repente vio con espanto que una maceta con las inevitables margaritas resaltaba en el alfeizar de una ventana. Un frío le recorrió el espinazo. Preguntó a los dueños quién podía haberla dejado ahí. Ellos negaron con sinceridad que no tenían idea y para sorpresa de ellos les dijo.
—Lo siento, pero no voy a comprar la casa —una mezcla de determinación y prisa envolvía sus palabras.
Ya en el coche intentó recuperar la serenidad a la vez que se alejaba a toda velocidad. Al llegar a la ciudad se fue directa a una agencia de viajes que estaba debajo de su academia y pidió al dueño, del que era buena amiga, que le preparara la más lujosa vuelta al mundo.
La que se largaba ahora era ella.
El collar de Chiquitita
Malena Teigeiro
Se dio cuenta de que al esconderse entre los rosales de su tía María Antonia, las espinas le pinchaban los brazos. Y como tenía que seguir haciéndolo, buscó otro sitio. Un gran macizo de hortensias rosas y azules se extendía al fondo del jardín, justo al lado de la muralla que lo guardaba. Corrió y se metió entre ellas. Aquellas flores eran tan tupidas y tan altas que allí no la encontraría nadie. De pronto, el mal olor que expelían las flores le hizo pensar que tenía que buscar otro escondite. Con cuidado para no romperlas ni estropearlas, se alejó de las hortensias. A su tía aquellas flores le gustaban tanto que las colocaba por toda la casa en cualquier jarrón. A ella le parecían más bonitas las rosas, además su perfume era variado, a veces un poco fuerte, eso sí, pero elegante. Se parecía mucho al de su madre, recordó inhalando con fuerza el aire con la pretensión de encontrar aquel delicioso aroma. Echó un vistazo y percibió que los macizos de las dalias estaban demasiado cerca de la casa y era fácil que la encontraran. Decidió acercarse a la verja. Era posible que fuera de aquellas tapias encontrara un buen lugar. Al llegar abrió la cancela y, como siempre, el hierro cantó un desagradable chirrido. Salió y cerró despacio.
Detrás del camino estaban los campos de hierba en donde pastaban las vacas. Además de darle miedo aquellos bichos tan grandes, el suelo era liso como una sábana y no vio ninguna planta alta en la que esconderse. Un poco más allá de los prados, justo en donde comenzaba el monte, divisó un lugar tan lleno de flores que desde lejos parecía que hubieran pintado el campo de blanco y violeta.
Unas veces a la pata coja, otras dando saltos, pasó por delante de las vacas poniendo buen cuidado de no acercarse demasiado. Tumbadas en el suelo, la miraban aburridas moviendo la mandíbula de un lado a otro, una y otra vez. A lo mejor no les gustaba la hierba, pensó. Lo cierto era que a ella tampoco.
Cuando llegó al campo de flores vio que sus tallos eran bajitos, apenas un poco más alto que la hierba que tenían alrededor. Sintió que el cansancio le impedía seguir y se tumbó encima de la alfombra de margaritas. Olían bien. Quizá un poco amargo, se dijo arrugando la nariz. Por otra parte, como su vestido era blanco, quizá la confundieran con ellas. Comenzó a cortar flores hasta hacer un ramillete. Cuando creyó tener bastantes, las dejó a un lado y se sentó. Recogió de nuevo el ramillete y lo colocó sobre la falda. Susurraba la canción que le cantaba su tía María Antonia mientras, una a una, las iba ensartando hasta hacer una especie de cuerda larga, muy larga, que se enrolló al cuello.
Era casi de noche cuando comenzó a sentir frío. Adornada con el collar de margaritas corrió por el prado. Se sorprendió al no ver las vacas. Quizá era más tarde de lo que creía. Entró en el jardín. Pasó por delante de los macizos de rosas y hortensias hasta llegar a la casa. En la puerta, mirando de un lado a otro, la tía María Antonia la buscaba. Con una sonrisa que le recordó a un sollozo, la agarró por la cintura y la alzó. ¿Dónde había estado toda la tarde, Chiquitita? Ella se colgó del cuello de la mujer. ¿De quién quería esconderse? La niña le cogió la cara con las manos. Ya no se acordaba, mintió a sabiendas de que al día siguiente volvería a esconderse. A ella no la guardarían en una caja los señores de negro, decidió arrancándose el collar de margaritas.
Desconcierto
Liliana Delucchi
Cuando llegó, quedó asombrada ante esa construcción con pretensiones. Alguna vez habría sido una casa solariega, pero en ese momento estaba un poco venida abajo. No importa, se dijo Margarita, con el dinero que me han dejado mis padres podremos restaurarla. Las propietarias eran unas mellizas solteronas, primas lejanas de su madre, que a partir de ese momento se convertían en sus tutoras hasta los veintiún años.
Casi no había visto a esas mujeres altas, flacas y arrugadas que a la joven le recordaban troncos a punto de secarse; sus narices ganchudas caían sobre un rictus con ansias de sonrisa de bienvenida. Es probable que en alguna ocasión les hicieran una visita. Sin embargo, por mucho que buscara, la memoria de Margarita no podía recordar a esos personajes junto al árbol de navidad ni sentadas a la mesa del que fuera su hogar. ¿Quién sabe por qué mamá las eligió? ¿No había nadie más?
Las obras comenzaron en cuanto llegó el dinero y lo que más entusiasmó a la heredera fue el diseño del jardín. Siempre había vivido rodeada de flores y las mellizas tuvieron a bien dejarle elegir un jardinero y entretenerse con los parterres.
Si Margarita hubiese sabido el significado de la palabra condescendencia, es probable que la hubiera visto en las miradas de sus tías, pero su orfandad se extendía a cualquier conocimiento fuera de los límites de su casa, manifestándose en un exiguo vocabulario carente de matices.
El vergel alrededor de esa nueva residencia la animaba a largos paseos. Se detenía siempre en los canteros con las flores que llevaban su nombre. Allí se sentaba en un banco a contemplar la tarde con ese aire de lejana inocencia que da la estupidez.
Todo cambió durante un almuerzo. Sus tutoras habían invitado a comer a una joven pariente que la deslumbró. Catalina no solo era hermosa, su voz tenía el ritmo del aleteo de los ángeles. Cuando quería acentuar alguna parte de su discurso, parpadeaba como si en vez de pestañas tuviese abanicos. A partir de esa comida, Margarita solo tuvo un sueño: Ser como ella. Sin embargo, cuando quiso organizar otro encuentro con Catalina, uno de los cuervos le respondió que no era buena idea, ya que no solo era bastante ajena a la familia, sino que no hacía más que mirarse el ombligo.
Frustrada y conteniendo las lágrimas, la joven se retiró a su cuarto y se negó a cenar. A pesar de sus lloriqueos, no consiguió que las madrastras de Blancanieves cambiaran de actitud y reanudó sus paseos por el parque.
El sol empezaba a esconderse detrás de los cipreses cuando una de las tías salió en su busca. La hora de cenar estaba cerca y la joven no aparecía por ningún sitio. La encontró sentada en el banco junto a las margaritas. Con las piernas abiertas, el vestido de algodón floreado subido hasta debajo del corpiño, la joven miraba su vientre y… ¡Se lo tocaba!
El cuervo número uno llamó al número dos y no solo aparecieron ellas sino que llevaron consigo a la caballería, la servidumbre en pleno.
El desconcierto embargó a Margarita cuando la encerraron en su habitación y días más tarde la subieron a un coche para depositarla, junto con su equipaje, en un convento.
Las monjas eran amables y ella, de momento, solo tenía que cumplir con los rezos y ocuparse del jardín. Su vida tampoco había cambiado tanto…
Las mellizas no iban a verla, así que el día que le dijeron que tenía una visita, se sorprendió al ver a Catalina.
—¡Dios mío, querida! ¿Por qué te han traído aquí? —Preguntó una atribulada Catalina cogiendo las manos de Margarita.
—No te preocupes, estoy bien —contestó la joven emocionada—, las hermanas son muy buenas y todas las noches, cuando me encierran en mi celda puedo hacer lo que tú sin que nadie me regañe.
Catalina enarcó las cejas sin lograr comprender, interrogándola sobre a qué se refería. Dejó caer su bolso cuando escuchó la respuesta:
—Mirarme el ombligo.
La magia en cada rincón
Marieta Alonso
La prima Gisel sentía pasión por las flores. A sus veintitrés años, yendo del brazo de su padre hacia el altar, la felicidad le brotaba por los ojos y enseñaba a sus amigas el precioso buqué de margaritas que le habían regalado. Ya habían dicho el sí quiero, y ¡de pronto! se oyeron gritos y detonaciones.
Sintió que su desconcertado marido la tiraba al suelo y se le echaba encima para protegerla. Fue la única superviviente de aquella masacre. Cuando todo se volvió silencio, y antes de que llegara la policía, desanduvo el pasillo con el vestido blanco manchado de sangre, abrazada al ramo de novia.
Llegó a la solitaria casa de su niñez, puso el ramillete en un búcaro de cerámica achaparrado, partió una pastilla de aspirina por la mitad y echándola en el agua, se sentó a esperar no sabía qué.
Los años fueron pasando uno detrás de otro hasta diez y cada mañana al despertar sonreía a sus margaritas, asombro de todos por seguir tan frescas y lozanas. Les daba los buenos días, las salpicaba con agua y comenzaba la rutina.
Hasta que una mañana, al entrar por la puerta del instituto donde impartía clases, tropezó con un hombre de aire despistado, un nuevo profesor. Poco a poco la fue camelando con flores, agasajándola con chocolate, otra de sus debilidades, y así fue calando en su corazón.
La boda se celebró en la intimidad y tras el banquete regresaron al hogar. A pesar de la quietud había algo extraño en el ambiente. Se dirigió al dormitorio. Las margaritas habían huido y solo un pétalo esperaba sobre la mesa, que al verla voló hacia ella. Se le posó en los labios y desapareció.
Gracias Cristina por tu dedicatoria
Tus relatos son mis favoritos,no “te largues “de Akelarre Literario.
Elena Imaz
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El cuento de Marieta ha sido muy bonito fue un cuento que vemos que el espiritu de una persona siempre esta con nosotros auque no les miramos a veces los sentimos a nuestro lado gracias Marietta
Muchas gracias por leernos.