
Madras Rouge - Henri Matisse
Henri Matisse, junto a Pablo Picasso, es reconocido como uno de los grandes artistas del siglo XX. Nació en Francia, destacando por su simplicidad, su fuerza, su energía y, sin duda alguna, su gran expresividad en el lenguaje del color y del dibujo que no dejan indiferente al espectador. Una frase suya nos muestra su sentir:
«… no se puede hacer arte sin pasión.»
El pintor tuvo la suerte de ser valorado en vida, llegando a recibir la Legión de Honor en el año 1925, además de otros numerosos premios.
Lo importante para Matisse no era el motivo en sí, sino la manera de pintar; el fondo como el retrato forma un conjunto indivisible del que resulta toda la obra. El parecido físico le resultaba intrascendente.
Estando vivo nunca soñó que cuatro escritoras le fueran a rendir este homenaje con sus letras, este canto a la belleza que surge de papel, plumas y pinceles, ante el cuadro de «Madras Rouge», de 1907, cuya modelo fue su esposa Amélie Noellie Parayre Matisse.
Desde donde estés, Henri, esperamos que sonrías y disfrutes con nuestros cuentos.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Alfonsina
Cristina Vázquez
Este cuadro está frente a mi cama y lo miro con detenimiento cada mañana y cada noche. Es mi madre, Alfonsina, una mujer singular. Y recordaba con agradecimiento y sorpresa cómo había llegado a mis manos.
El viejo pintor, del que todos decían que le dominaba un genio impredecible, a mis nueve años me inspiraba terror. La primera vez que le vi me admiró lo menudo que era, pues yo pensaba que un hombre de su fama tenía que ser imponente, grandioso. Iba envuelto en un batín con dibujos de cachemir y un sombrero oriental rojo intenso que le daba un aspecto extraño. Gruñía, hablaba solo, enfadado, como un oso diminuto y rabioso después de hibernar. Tenía una manera destemplada de pedir la comida o los pinceles y a veces tiraba todo al suelo, paleta, frascos y hasta fui testigo de cómo destruía una tela a patadas. Mi madre, con las manos entrecruzadas igual que una abadesa y mucha dulzura, se estaba quedando sordo le disculpaba, y los dedos le dolían por la artrosis y eso, al pobre hombre le malhumora. Y con un mohín de disgusto y la voz más baja, peor aún, había perdido la inspiración remataba en tono confesional, pero en el fondo era un buen hombre y que tuviera paciencia.
Cuando iba a recogerla después de salir de la escuela, le espiaba por los ventanales desde un lugar en el que no podía verme, y a veces lo observé delante de un lienzo en blanco, sostenerse la cabeza con un gesto de desesperanza.
Desde hacía dos años, cuando murió mi padre, ella se ocupaba de limpiarle el estudio, hacerle la compra y de que se mantuviera un cierto orden en la casa, en la que aparecían de forma intempestiva mujeres, artistas jóvenes buscando el consejo del gran hombre, modelos y amigos que acababan con las reservas de bodega y despensa.
Al día siguiente, el viejo, de peor humor y con quejas de dolores por todo el cuerpo, se lamentaba de ya no aguantar nada, ni el vino, ni el cotorreo, ni a las mujeres.
—Me queda poco tiempo y menos inspiración, y la poca que me queda me la arrebatan estos gorrones —le espetaba a mi madre.
Sin inmutarse, ella recogía el desbarajuste dejado y alguna prenda femenina de lasciva huella, que iba metiendo en una bolsa de recuerdos, le aseguraba al maestro con una picardía correosa, y poco a poco se reinstalaba el buen hacer y el orden.
Nos fuimos a vivir a su casa, las noches eran muy tristes sin su Alfonsina, la única que le había comprendido gimoteaba el artista, y con una expresión angustiada, que el chico estuviera solo y ella yendo y viniendo, no era prudente. Mi madre, desde su robustez morena y pacifica, le observaba con tal intensidad que él, con la cabeza gacha como un niño desvalido, le pedía dócilmente que le diera masaje en los dedos con el aceite de árnica, o en la espalda. Sus manos eran benéficas, susurraba con dulzura. Ella, paciente, en una silla frente a él, apoyada en las rodillas entreabiertas, un dedo tras otro, despacito, conseguía que el viejo en vez de gruñir gorjeara como un pajarillo feliz.
No volvieron amigos ni modelos.
Un día que llegué antes de lo previsto, me asomé sin hacer ruido por el ventanal y sorprendí a mi madre tumbada sobre el diván en una perfecta desnudez, plácida, sonriente. El maestro la pintaba extasiado, en un silencio en el que solo se oía el ruido de los pinceles. Eché a correr. Al volver por la noche mi madre, sombría, me dijo que eso era solo arte y que de ese arte viviríamos los dos. Así que: ¡chico, a callar!
Y se le oía llamarla de lejos.
—No puedo vivir sin ti, Alfonsina, eres mi inspiración, mi luz.
Igual que un niño que ha encontrado un tesoro escondido, no paraba de repetir que el arte había vuelto a su sangre solo por ella, y la miraba con adoración agradecida. Él dejó de gruñir y pintaba sin descanso a mi madre con trajes orientales, como una diosa, una libélula, y al tenue calor del brasero del estudio el maestro resucitaba y se encogía a la vez, como una pavesa en su último esplendor. Otra tarde, la última, me la encontré disfrazada con un turbante rojo, un traje ribeteado de armiño, apoyada en el respaldo de una silla y una mirada serena y lejana. Al oírme entrar el artista se giró, lo que sentía de morirse, era no haber conocido antes a una mujer como ella y no tener un hijo fuerte y moreno como yo, me aseguró con feroz intensidad.
—Sí, como tú —y su mirada brillaba con resignada y sabia entrega.
Esa noche, mientras mi madre le ponía los polvos calmantes que le daba a diario para sus dolores de artrosis en la leche caliente, le quedaba muy poquita vida me confesó con expresión tranquila. Nos miramos apenados. Luego con paso firme y voz arrulladora le llevó la bebida a la cama, donde se quedaba con él hasta que se dormía.
Cuando murió, nos quedamos a vivir en su casa y heredamos sus obras. En el cuadro del turbante que pintó esa última tarde, y que yo tengo frente a mi cama, al darle la vuelta pude leer escrito por él con trazo firme. “No me importa que me estés matando porque también me has dado la vida”
Lavandas y alhelíes
Malena Teigeiro
Desde pequeñita lo admiraba. Acompañado por sus esposas —fueron tres y con ninguna tuvo descendencia—, lo veía entrar en la Iglesia del brazo de aquellas damas elegantes, hieráticas, siempre envueltas en sedas, encajes y plumas de colores.
—¿Cómo han pasado la semana la pequeña Cécile y su vestidito rojo? —guiñaba un ojo divertido.
Ella casi no se atrevía a mirarlo. ¡Era tan señor el señor! A los seis meses de haber fallecido su última esposa comenzó a percibir que no la saludaba de la misma manera, ahora lo hacía entornando los ojos, igual que ojeaba su padre a los terneros en la feria. Una noche al volver de encerrar las vacas, la muchacha lo encontró en casa. Se levantó al verla, recogió el capote, y llevándose la mano al sombrero, se fue. Al pasar por su lado, como siempre, le guiñó un ojo.
—Hasta pronto, Cécile.
Su padre y su madre estaban revolucionados. Su abuela no tanto. Valía para más, murmuraba sentada en su rincón la aún bella anciana. Le dijeron que fue a verlos para pedirla en matrimonio, aunque tenía que saber que él les había dicho y recalcado que lo haría siempre y cuando ella no tuviera inconveniente. La joven divisó en la mirada de su padre la misma luz que cuando obtenía en el mercado un buen precio por una vaca. Y aunque su abuela movía casi imperceptiblemente la cabeza, sus padres, sabedores de la fortuna que aquel matrimonio podía traerles, estaban decididos a entregarla. Comprendió la pequeña Cécile que no tenía otra opción. ¡A dónde vas a ir que mejor estés! Decía su arrebolada madre pellizcándole la mejilla.
Después de tres días la vino a buscar en un cabriolé pintado de negro. Ella lo esperaba en la puerta con su vestido más lujoso, el rojo, el mismo que se ponía para ir a las fiestas, el mismo que lucía los días de precepto para ir a Misa. La llevó a los bosques de su casona de piedra, que a Cècile le pareció un castillo, y sentados sobre la hierba fresca de un claro, arrullados por el rumor de las hojas de los árboles, abrazándola, la besó, llegando en sus caricias a levantarle las faldas. Aquellas manos de dedos largos, blancos, sin cayos ni rozaduras, le gustaron. ¡Era tan elegante y cariñoso el señor! Y además a la niña le gustaban aquellos amorosos escarceos sobre su piel, que hacían que le subiera un calor al pecho que la excitaba. Y así siguieron una tarde tras otra hasta que terminó el luto por la última esposa y pudieron contraer matrimonio. La boda fue tranquila. Solo asistieron sus padres, su abuela y algunos familiares que de él llegaron de París y que la miraban con descaro.
La misma tarde que contrajeron matrimonio, cuando después de despedirse de los invitados ella trémula lo esperaba, su esposo le acarició con el pulgar la mejilla, y como si se tratara de un padre aleccionando a su adorada niña, le manifestó que ahora tenía que aprender a comportarse como la perfecta esposa de un caballero, y que su pariente Adèle se había ofrecido a instruirla. Después, cálido, la besó en la oreja, le sujetó el rostro entre las manos y le rogó que se esforzara y que aprendiera rápido. Y sin más, sin permitirle recoger ni una sola prenda de su ajuar, como el que devuelve una mercancía defectuosa, la envió con su prima a la capital.
—Te espero anhelante —le susurró al oído antes de cerrar la puerta del coche.
Ya en la ciudad, madame Adèle, que estaba soltera y encogía la nariz cada vez que se equivocaba de cubierto, la llevó al atelier y la vistió de sedas, encajes y lazos. Le compró medias de seda fina y sombreros adornados con flores, frutas y hermosas plumas de colores. Le enseñó a perfumarse. Así, le decía vaporizando el aire con una nube de la delicada fragancia, que luego, como gotas de lluvia fina, le caía encima. A ella eso le parecía un despilfarro, y además dejaba poco aroma en la piel, pero si era así, así lo haría. Le enseñó a comer todo tipo de manjares con unos cubiertos raros. Habituarse a eso, le había costado un poco más, sobre todo porque muchas veces la comida no le gustaba. ¡De dónde se iban a comparar aquellos elaborados platos con las rebanadas del pan recién hecho por su madre, untadas con queso fresco o foie! Y le enseñó a escribir y a leer con soltura. Hasta que un día, altiva, colocándole una mano sobre el hombro, le espetó: «Ya no puedo sacar más de ti.» Y en un coche que llegó a buscarla desde la casa de su esposo, cargada de baúles y maletas, la devolvieron a la aldea.
Cuando entró en su hogar de piedra que seguía pareciéndole un castillo, con impostada elegancia, se desprendió el alfiler del sombrero y se quitó los guantes. Él la miraba admirado. Ella inclinó la cabeza y le ofreció una blanca y perfumada mejilla que él besó. Estarás cansada, dijo, poniéndole la mano en la cabeza. Se volvió hacia uno de los criados, y le ordenó que la acompañara a su habitación. Siguiendo las indicaciones de Adèle, se vistió para cenar y cuando iba a salir de su cuarto, escuchó que unos nudillos golpeaban la puerta. Ha venido a buscarme, pensó inquieta pellizcándose las mejillas. Pase, pronunció con un tono de voz impersonal, tal y como le enseñó la prima de París. Entró el criado llevando una bandeja que dejó sobre un velador al lado de la ventana. En ella, además de unos apetitosos alimentos, al lado de una botellita de vino tinto, había una tarjeta doblada por la mitad. Que descanses querida, decían los rasgos de aquella elaborada escritura, y debajo de las tres palabras, aparecía el nombre de su esposo. La leyó una y otra vez sintiéndose como si fuera una invitada. Ya anochecido, se cambió sus ropas por un bonito camisón y lo esperó hasta que el sueño terminó venciéndola.
A partir de aquella noche almorzaban y cenaban juntos, aunque apenas hablaban. Él la miraba y con la más triste de las sonrisas, movía la cabeza. Luego, después de besarla en la mano o en la frente, se iba cabizbajo. No volvieron a pasear, ni la volvió a abrazar como antes hacía debajo de los árboles del parque, ni volvió a encontrar en sus pupilas la tunante luz de los días en que la cortejaba, ni tampoco le volvió a levantar la falda aquella mano cálida y suave, que tanto extrañaba y que su solo recuerdo le encogía el pecho.
Por las tardes, Cècile solía ir de visita a la casa de sus padres. Al menos entre aquellas pobres y humildes paredes se sentía querida. Y mientras se bebía un tazón de leche recién ordeñada y mordisqueaba rebanadas de pan todavía caliente, mentía al contarles lo bien que estaba y lo feliz que era. Y ellos le hablaban de la buena boda que había hecho, y de la suerte que tuvo cuando se fijó en ella el terrateniente más rico de la aldea y sus alrededores, quien además de ser hombre bueno y educado, la quería tanto. Y contemplándola arrobados le contaban que sus amigas envidiaban sus criados, sus lujosos vestidos, y que tomara los alimentos con cubiertos de plata y en mantelería fina. Y, luego, cuando se despedían, su madre, aduladora, le susurraba al oído poniendo los ojos en blanco: «Un hijo. Ahora tienes que darle un hijo. Si no, vendrán los de la capital y...»
Una tarde en que al encontrarse sus padres en el campo se hallaba a solas con su abuela, Cècile bajó la cabeza y rompió a llorar. La anciana frunció el entrecejo. Y sin esperar que la mujer le hiciera pregunta alguna, comenzó a hablar.
—Abuela, desde que me casé, mi hombre no me toca. Ni tan siquiera yació conmigo antes de enviarme a la capital. Nunca ocurrió nada de eso que usted me dijo que iba a pasar —clamó entre sollozos—. Intento ser como ellos quieren, y casi nunca me equivoco al usar los cubiertos. Abuela, hasta leo todas las noches a su lado.
Alisando la falda de seda lila, bajó la mirada. Sacó de su coqueto bolso un pañuelo de batista y encaje y ayudada por el pulido dedito, se limpió las lágrimas. Con voz ronca continuó diciendo que la prima Adele le enseñó a ser discreta, amable, a no levantar demasiado la vista delante de los hombres, no fuera a ser que la tomaran por lo que no era, y que ella…
—Ven —la interrumpió la anciana pidiéndole que la ayudara a levantarse.
Juntas, fueron hasta el dormitorio en donde la anciana abrió un cajón de la cómoda de pino pintada de negro, y sacó dos fotos, amarillas ya por los muchos años transcurridos sobre ellas. Incrédula, Cècile miraba una, luego otra. Y volvía hacerlo una y otra vez. Después de un rato, tumbadas en la cama las mujeres mantuvieron una larga conversación.
Era ya de noche cuando llevando un atado en la mano, volvió a la casona de piedra. Fue directamente a su habitación y se encerró con llave. Desnuda, se frota con hojas de lavanda los hombros, las piernas y el cuello, y luego de untarse el sexo con aceite árabe, de pintarse los ojos con kohl, y las mejillas con carmín, se viste con su traje rojo, aquel que se ponía para ir a la iglesia y pasear con él por los bosques. Así arreglada, baja al zaguán y cómodamente recostada en una silla lo espera. Lo ve entrar, y maliciosa, desvergonzada, le sonríe. Y cuando el hombre serio, solemne, trémulo, ya está junto a ella, Cècile, envuelta en una nube de fragancia, se levanta y le recoge el sombrero y el capote. Después, gatuna, le acaricia la mejilla tan cerca, que le hizo sentir su aliento refrescado con menta. Sin soltarlo, apoya la cabeza en su hombro regalona, y se cuelga de su brazo.
—Hueles a prado y a vacas —turbado, le acaricia la mejilla.
Y ella, abrazándolo, le roza la nuca, le echa los brazos al cuello y después de besarlo ardorosa, lo empuja hasta el dormitorio.
Tenía que volver a hablar con su abuela, pensaba contemplando las pinturas de ángeles y nubes del techo. Había puesto en práctica sus enseñanzas y lo había conseguido, pero ahora quería saber más. Ahora era a ella a la que no le bastaban los placeres de los que había disfrutado aquella noche. Tenía que haber más, se repetía. Y quién si no su astuta y pícara abuela podía enseñarle cómo divertirse. Quizá si hubiera nacido en la ciudad sabría tanto como ella, y quizá también, sería bailarina en un cabaret de París. Volvió la cabeza y contempló el rostro del hombre que sonriente, plácido, dormía a su lado. Entrecerrando los ojos, levantó los desnudos brazos por encima de la cabeza y se recostó en la almohada. Suspiró profundo recordando a su abuela. Cómo se apreciaba su arte cuando le mostró cómo comportarse para hacer a su hombre feliz. Y mientras le revelaba el arte de la utilización de las manos, de la composición de las posturas, con qué dulzura le hablaba sobre el placer, que… Abrió los ojos de golpe. ¿A qué se referiría cuando le dijo que tenía la obligación ser feliz «dentro o fuera de tu casa»? Sí. Tenía que volver a hablar con ella.
Monólogo para dos
Liliana Delucchi
Hubiera querido decirle que no me interesaba, que su discurso ya lo había escuchado muchas veces, de sus labios y de otros. Pero ser educada es una desventaja y allí estaba yo, sentada de lado en una silla incómoda y cambiando de posición cuando ella no me veía.
Sé que puedo mirar de frente y engañar a mi interlocutor que creerá que, con la mirada fija en su rostro, estoy pendiente de cada una de sus palabras, pero no es así. Mis ojos están viendo otros paisajes y otras personas, y con un «¿de verdad?» cada tanto, ella cree que sigo su relato. Es un truco que aprendí de pequeña, cuando me obligaban a asistir a las interminables tertulias de mi madre o cuando me regañaban porque en vez de hacer los deberes estaba leyendo.
Lo que está ocurriendo, en realidad, es culpa mía. Llamé a Clarisa porque el terapeuta me recomendó que hable, que desahogue la angustia que me produce la alopecia que se hizo dueña de mi cabeza a causa del estrés. Parece ser que las tres razones que más lo causan son un divorcio, una mudanza o la pérdida de un empleo y, lamentablemente, cumplo con las tres premisas.
—La soledad no es buena compañía —afirmaba mi psicoanalista repantigado en su sillón de cuero desde donde cree que va a curarme.
Marqué el teléfono de mi amiga y la invité a tomar café.
—Bonito turbante. Muy acorde con las esculturas —dijo Clarisa recorriendo con la mirada mi pequeño salón que unas horas antes yo había decorado.
Traté de relatarle lo que me pasaba, pero el diseño del pañuelo que llevo puesto le recordó sus viajes por África y, por enésima vez desde que la conozco, empezó a hablar de ellos. Claro que como tiene mala memoria, cada acontecimiento iba aderezado con nuevas aventuras donde ella era la protagonista.
Serví el café y su olor le recordó un bar brasileño y la conversación que mantuvo con su hermana cuando degustaban una taza.
—Estás un poco pálida —susurró mientras cogía una pasta con mermelada.
Era mi momento y le dije que estaba visitando a un psicólogo.
—Genial, mi sobrina lleva a los niños porque tienen una conducta que en el colegio consideran inapropiada.
A partir de allí me contó cómo es el sistema educativo actual del que estoy alejada desde que mis hijos terminaron la universidad.
Me disculpé para ir al baño y ante el espejo le pregunté a esa mujer que me devolvía, cómo puedo elegir tan mal a la gente. Si hiciera una lista de mis equivocaciones, ocuparía páginas y páginas, pero me había propuesto pedir ayuda, algo que me resulta muy difícil, e iba a intentar conseguirla.
Cuando regresé al salón, mi invitada estaba hojeando una revista de moda y eso le dio pie a un nuevo discurso sobre los colores de la temporada.
Tres horas después, sin que yo hubiera tenido oportunidad de llevar a cabo mi misión, se fue. Hilario la esperaba para ir a recoger no sé qué cosas. «Y ya sabes lo furioso que se pone si llego tarde». Desde el ascensor, después de recomendarme un maquillaje para mi palidez, me lanzó un beso con los dedos y partió.
Creo que el lunes no voy a ir a terapia.
Semblanza de mujer
Marieta Alonso
Hoy, como todos los miércoles, he ido de visita a un museo. Llevo horas sentada ante este cuadro, embrujada por esa mirada inescrutable. Sonrío. Sus ojos hablan de una mujer romántica pero los labios denotan fortaleza. Lo mismo que yo, que me cuesta actuar pero si me hacen daño no me dejo poner un pie encima.
Un hombre bien plantado se sienta a mi lado y se pregunta en voz alta qué secretos guardará esa imagen. Sonrío.
—Todos tenemos algo que ocultar —afirmo en un murmullo.
—Por supuesto —responde el desconocido.
No tengo por qué contarle mi vida a nadie, ¿qué podría decirle?, pero y ¿si me desahogo achacándole a esta mujer lo que a nadie se me ocurriría contar? ¿Por qué no ahora?
—Mire usted sus ojos —señalo— no es tristeza lo que reflejan. Es determinación. La imagen de su marido la persigue en sueños, cada noche se esconde entre las sombras, sin hablar, con su mirada fija en ella, esperando. Cada mañana despierta como si estuviera acompañada. Cada tarde oye los sones de aquella canción que bailaron muy apretados el día en que se conocieron. Tenía quince años. La embaucó con su lisonja, su presencia, susurrándole amor al oído. Tonta de ella que le creyó.
—La edad —razonó el hombre— propicia locuras.
—Pues sí —asentí.
—Continúe, por favor.
—Le hizo dos hijos y sin venir a cuento, una noche estrellada regresando de una fiesta, le comentó con pelos y señales que tenía relaciones con una docena de mujeres. No se lo podía creer. Vanagloriándose apretó el pedal y aceleró para darle mayor ímpetu a sus palabras, que no fueron otras que ofrecerle… Sintió que la sangre se le iba a los pies. Como si fuera un chiste: podía marcharse con los niños —soltó con su mejor sonrisa— o trabajar de lavandera, o ser complaciente con los amigos que él podría traer cada noche.
Pedazo de cerdo, pensó. Miró hacia la carretera, los árboles pasaban vertiginosamente. Tan violento fue el volantazo, que el automóvil —ese con el que tanto presumía—, derrapó primero para volcar después. Ella tuvo tiempo de salvarse al saltar con la agilidad de su juventud. Se le daba bien medir los tiempos.
Tras el féretro lo práctico se impuso. De acuerdo con las otras amantes, ahora se dedica a regentar el negocio tan bien montado por su marido.
Que aparezca cada noche en sus sueños, debe ser que está impaciente por vengarse de ella. ¡Infeliz! Tiene para rato.
—Y usted ¿Cómo lo sabe?
—Intuición, caballero, intuición.
eres un geno Dios te bendiga my bueno
Amigas como tú, me hacen tocar la felicidad. Besos
Que buenos! me encanta leeros porque nunca se que puede pasar cada vez que comienzo una de las historias que habéis escrito.
Este mes en especial me han parecido estupendas!!
Muchas gracias y hasta las práximas que espero disfrutar.
No te puedes imaginar lo que ayudan vuestros comentarios. Y que esperes cada mes nuestra revista digital hace que intentemos ser un poquito mejores. Muchas gracias. Besos.
Cuando los recibo los leo a todo correr……al pasar los dias
Los vuelvo leer…..q disfrute…..buenisimos
Gracias mil
Gracias mil a tu comentario. Se dice que los buenos cuentos siempre se repiten. Nos alegra que nos leas y nos vuelvas a leer. Un saludo muy afectuoso.