
Madame Bovary
Madame Bovary escrita por Gustave Flaubert es una de las mejores novelas de todos los tiempos. Narra la oscura tragedia de Emma, infelizmente casada con el Doctor Charles Bovary, que, aunque la ama, es incapaz de comprenderla, y sus amores y sueños chocaran cruelmente con la realidad.
Se publicó por entregas en la Revue de Paris de Octubre a Diciembre de 1856 y al año siguiente apareció como libro. Constituye uno de los puntos de referencia del movimiento realista, además de tener elementos del llamado romanticismo tardío y ser una crítica a la burguesía francesa del siglo XIX. Su publicación provocó tal escándalo que su autor fue llevado a juicio en el que afirmó “Je suis Madame Bovary.”
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Puré de Verduras
Cristina Vázquez
Selecciona con titubeo qué frascos dejar y cuáles llevarse. Los que contuvieran más cantidad de crema o perfume, hay que ser práctica, se dice a sí misma y se mira en el espejo con recelo, como si no quisiera verse. Los hombres no entienden la importancia de esas necesidades, enseguida les parecen frivolidades y quería coger lo imprescindible. La tarde anterior dejó una maleta en la consigna, y en tres horas tenía que estar en la estación. Ése era el plan.
Da un tirón al embozo de su cama para dejarlo recogido, es la costumbre, y los ojos se le nublan. ¿Qué más necesitaría? La incertidumbre, siempre la incertidumbre, pero ahora era el momento de la decisión. ¿Qué abrigo?, ¿las botas negras o marrones? Se sube en una silla para bajar del altillo la caja con los camisones y batas que su madre le encargó para la boda. Quizás ahora fuese el momento de rescatar alguno. Todos prácticamente nuevos, con unos encajes imposibles de planchar y hasta con plumas. ¿En qué estaría pensando su madre? No olvidaba esa noche que quiso sorprender a Edouard, su marido, con la bata turquesa con borde de marabú, maquillada, expectante, y él la miró perplejo. ¿A dónde se creía que iba así? Afable, le aseguró que hacía frío para ir disfrazada, y le puso con mimo una chaqueta de punto suya sobre los hombros. Una chaqueta enorme y rasposa.
— No te vayas a enfriar —le aseveró con aire paternal—. Guárdalo para verano o carnaval —y rió sin malicia.
La guardó, pero para siempre. No se le olvidaba cómo él, a continuación, se calentó el puré de la cena; todas las noches su puré de verduras. Era tan saludable, comentaba invariablemente dándose golpecitos en el estómago, y empezó a tomarlo con la lentitud habitual. Esa noche, callada frente a él, fue consciente de lo lento que comía. Cada cucharada era una ceremonia absorta y desesperante y la chaqueta de lana le picaba en los hombros.
Mira con nostalgia su maletín de aseo. De piel marrón con asas, sus iniciales pequeñitas grabadas en oro desgastado, que la lleva a recordar sus escasos viajes. ¡Tantos sueños al empezarlos! En cada ciudad suspiraba por compartirla con un amor, una presencia romántica. ¿Cómo sentarse en una terraza en Roma sin la mirada abrasadora de un amante, o mirar el Sena en soledad? La vida así perdía mucho sentido y esperaba con terca ilusión que un día se cumpliera su deseo. Al cabo de un tiempo desesperante apareció Edouard, amable, tranquilo, loco por ella y con dinero suficiente para una vida sin sobresaltos, pero en esos viajes soñados se fatigaba viendo monumentos. Que siguiera sola, él se iba a echar un sueñecito al hotel. Le soltaba unos billetes para sus caprichos, pero que no se lo gastara todo le decía sonriéndole con aire de propietario satisfecho.
Frota la piel del maletín con ahínco, chupa la punta de la gamuza y un regusto amargo se le instala en el paladar. ¿Le parecería correcto el maletín a él que era tan distinguido? A lo mejor encontraba que las maletas estaban gastadas, pero eso era elegante, le aseguró una vez cuando ella escondía con disimulo una rozadura en unos zapatos de campo. Lo que sí tenía claro es que se llevaría la bata turquesa con marabú, si no se iba despeluchar, aunque mientras la dobla teme su miradita de sorna. A veces le decía que hablaba muy alto, que se moderara. Le molestaba, pero aprendía mucho de su refinamiento, sus maneras delicadas, su clase, tan diferente de la vulgaridad de Edouard.
En ciertos momentos temía no estar a la altura, pero todas sus dudas desaparecían al pensar en sus manos suaves, sus estertores de amor, sus promesas endulzadas con vinos fríos y el futuro, abierto, ancho como su risa, y la hermosa avenida con álamos de la casita donde se refugiaban. Y ahora, por fin, le llegaba el mundo, el amor eterno, los viajes compartidos para ellos dos, las promesas cumplidas. Solo faltaban tres horas para partir.
Un olor lejano a cocina la revuelve y cierra el maletín. Termina de guardar la ropa y se toma un trago del licor rojo, el del dibujito de una flor en la etiqueta con el que Edouard se premiaba los fines de semana. Arrastra la maleta y sale precipitada.
Ya en la estación, las manecillas del inmenso reloj discurren agónicas, imparables por la esfera brillante, mientras espera verle aparecer por la puerta, que se abrió veinticinco veces, las contó, dejando entrar un aire helador. Él no apareció.
Al volver a casa, con el maletín sobre su regazo como un objeto inapropiado, ya recogería al día siguiente las maletas en la consigna, la lluvia azota los cristales del taxi con furia. Pasa el dedo por la pintura desigual del portal y el ascensor dio el pequeño crujido de siempre al arrancar. Tarda en dar la luz del descansillo de su piso y al abrir la puerta el olor del puré de verduras inundaba la casa. El sonido de la radio y una luz mortecina indican el camino de la cocina, dónde se oye trastear a su marido.
Estaba preocupado, dijo Edouard con una expresión dolida. Se levanta animoso para ayudarla a quitarse el abrigo mojado, enseguida le calentaba un poquito de puré afirma, la reconfortaría en esa noche tan desapacible. Ella se sostiene agarrada al borde de la mesa, inmóvil, sin decir una palabra. Se sienta y mientras toma la primera cucharada, le parece que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento.
La niebla
Malena Teigeiro
Con la maleta en la mano, baja las escaleras saltando los escalones de dos en dos hasta llegar al zaguán. Cierra la casa y comienza a correr hacia la cochera. El rojo automóvil seguía allí con las llaves tiradas sobre el salpicadero. Al abrir la puerta del deportivo su aroma la turba, y grita sacudiendo la cabeza como si quisiera arrancar de ella su presencia. Separándose las lágrimas de un manotazo, conduce despacio por el camino de tierra bordeado de cipreses. Al llegar a la verja se detiene, y antes de bajarse, se pone los guantes. Abre las grandes hojas de hierro. Después de sacar el coche, coloca la cadena, el candado, y agarrada a los barrotes, hunde la cara entre ellos. Dos años hace ya llegué feliz, con la ilusión de sentirme adorada, piensa con la vista clavada en el cortijo difuminado entre la niebla, que ahora ve gris, vulgar, sin ningún encanto.
Desde que lo conoció le llena las manos de regalos, y los oídos de lisonjeras palabras. Te quiero, le repetía una y otra vez mientras la besaba, y le promete que en cuanto se separe de su mujer formarán una familia, y ella, entonces casi una niña, lo escucha con la emoción del amor aterciopelándole las pupilas. Cuando ya solo sabe vivir entre sus brazos, sumisa, rendida, subyugada por su presencia, la invita a pasar unos días en el campo, y ella acepta ilusionada. Sin embargo, cuando recorren el camino de dorado albero que los llevaba hasta lo que le pareció un romántico edificio, las sombras de los cipreses que lo enfilan, grises, turbias, como un mal presagio, iban cayendo sobre ella como si fueran los barrotes de la cárcel.
Después de unos días, le pidió que se quedara a vivir allí, en aquel cortijo abandonado, sin que nadie sepa dónde están, le decía, así su esposa no podría estropear su felicidad, y la convence susurrándole palabras de amor, hablándole del poco tiempo que falta para contraer matrimonio, para llenar la casa de niños. Y se quedó. De eso hacía ya dos años.
Al principio solo la acaricia con la yema de los dedos, y ella estremeciéndose de placer, no entiende por qué la desea de esa manera. Luego, le deja el cuerpo lleno de marcas que trémula, con mimo, palpa, una a una, para después esconderlas. Más tarde, comenzó a mostrarle fotografías de otras mujeres, obligándola a imitarlas mientras él, lascivo, la mira y se manosea. Siguió obligándola a realizar juegos en los que ahora se sentía humillada. Luego, sin decir nada, una noche no apareció. Cuando después de unos días escucha las ruedas del coche sobre la tierra, asustada corre a sus brazos, y él, como el que juega con el plumaje de una paloma, le sonríe pasándole un dedo por la mejilla. Y así fue espaciando sus noches y sus días, hasta que casi desapareció de su lado, y aunque aquel angustioso abandono muchas veces le hizo desear la muerte, seguía esperándolo en aquella destartalada casona a donde nunca iba nadie.
Una noche volvió con otra. Los escuchó reírse a carcajadas. Venimos hambrientos, masculló, que, rápido, muy rápido, les preparara algo para cenar y que luego se fuera, que no quería verla. Y ella, ya completamente sometida, le dejó una bandeja encima de la mesa de la cocina. Iba apareciendo el sol entre los retazos de niebla, cuando por una rendija de las contraventanas de su dormitorio, los vio marcharse.
Al día siguiente vuelve solo. Entra, y como si fuera su criada, le ordena altanero qué le dé de cenar. Se sienta a la mesa y ella, enfrente, lo ve comer en silencio. Le parecía que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento. De pronto levantando la cabeza la mira con odio. ¿Es que no se da cuenta de que no quiere volver a verla? ¿Es que no tiene dignidad? ¿Qué es lo que tiene que hacer para que lo entienda? La mujer dobló la nuca. El hombre se levanta y clavándole las uñas en los hombros, le ordena que se largue por la mañana. Después, arrollando las sillas que encuentra a su paso, sale del comedor. Y ella, como una muñeca autómata, se queda recogiendo los platos.
Por la noche la despiertan sus gritos llamándola. Cuando entra en la habitación en la que tantas veces durmieron juntos, lo ve de pie al lado de la ventana. Tambaleante se le acerca. Percibe sus ojos vidriosos y el olor a alcohol. Quiere huir. Da un paso hacia atrás y tropieza con una mesita. Escucha el ruido del jarrón que se rompe al caer al suelo. Torpe. Mira lo que has hecho, le grita cruzándole la cara con la palma de una mano que le parece de piedra. Sus dedos ceñidos a la nuca, la arrastran hasta la cama.
Cuando lo vio dormido a su lado, por primera vez lo odió.
Se queda mirando manar la sangre de su cuello hasta que aquella piel que tanto había adorado, se vuelve azul. Le asombra que sus dedos, que aún sostienen un trozo del grueso cristal azul del jarrón, no tiemblen. Tengo que irme. Tengo que huir. Rebusca en los bolsillos de su chaqueta, de los pantalones tirados en el suelo, coge de la cartera todo el dinero que encuentra. Luego las joyas, los regalos y minuciosa, cuidando de no dejar nada suyo, hace la maleta. Con la rapidez del que pierde el tren hacia un soñado viaje, limpia el baño, lava las sábanas y vuelve a hacer la cama. Después, como si fuera un trabajo de orfebrería, pasa minuciosamente un paño por todos los muebles que había tocado, revisa los estantes, los cajones... Nunca nadie podría decir que estuvo allí. Cerró la puerta y salió de la silenciosa casa.
Agarrada a los fríos barrotes comienza a gritar golpeando la frente contra ellos. Ya serena, levanta la vista y observa el camino de tierra, los cipreses, y allá, al final, el cortijo, que ahora no le parece el mismo edificio pintado de resplandeciente blanco que admirara la tarde que llegó, ahora lo ve siniestro, lóbrego, umbrío. Suspira profundo, y dándose la vuelta, vuelve a subir al coche.
Conduce limpiándose las lágrimas con la mano. Olvidando el dolor de los golpes, comienza a reírse y sus risas se van mezclando con las lágrimas hasta que las carcajadas retumban como truenos en el techo del vehículo. Baja la ventanilla y grita al viento que no hacía falta que él hiciera nada. Solo tenía que decirle que de fuera.
La exasperante cotidianidad
Liliana Delucchi
—Volveremos antes de haber salido —dice Esteban desde la puerta. Lleva un niño de cada mano y está exultante ante la proximidad de la jornada de caza. Mirándolos con displicencia, Raquel piensa que son tan feos como su padre. Patizambos, con los dientes torcidos y ese pelo que parecen cepillos viejos. Como si me importara. Ojalá no volvieran. Su marido pide un beso de despedida, ella tose y dice que no quiere contagiarlos.
—Tómate el jarabe que le receté a Florián la semana pasada, está sobre la repisa de la cocina.
La mujer no contesta, agita la mano y se va camino de su dormitorio. Tiene todo el día para leer, dar un paseo e intentar una conversación con alguna vecina. Hablar, pero ¿De qué? Los discursos de la gente del pueblo la aburren, siempre alrededor de los niños, los huertos y los animales.
Él le había dicho que buscara una actividad, un curso de enfermería, por ejemplo, ya que el invierno estaba siendo duro y los niños vuelven con catarros un día sí y el otro también.
—Aunque tienes la suerte de que haya un médico en casa, me vendría bien cierta ayuda. —Repetía con suficiencia.
¿Estaba loco? No, es que nunca se había detenido en pensar en las necesidades de su esposa. Ella odia los mocos, las varicelas y las fiebres. Le contestó que lo hiciera la criada, que para eso le pagaban.
—Es que si se diploma como enfermera, buscará un trabajo como tal y la perderemos. Y ¿hay algo más desagradable que instruir al personal doméstico?
Ella bajó la vista hacia su labor y no le contestó.
Ya en el vestidor, busca algo que ponerse, el traje nuevo que compró ayer en la ciudad. Toca la tela, tan suave como su piel, se la pasa por la mejilla y observa su imagen en el espejo. Necesito un cambio de peinado. En realidad, lo que necesito es un cambio de vida. Pone los frascos de perfume en fila, los olfatea y elige uno. Huele a jazmines, ese olor de la casa de su madre. Entonces, recuerda lo que le dijo cuando se resistía a casarse con Esteban: «Es un buen hombre, y los hombres buenos no son como los autobuses, no pasa uno cada veinte minutos.» Y ella aceptó la boda.
En la calle la gente endomingada pasea con aire de satisfacción. Raquel camina despacio, dándoles tiempo a que la observen, a que la admiren. ¡Son tan vulgares! Se detiene unos instantes a hablar con la mujer del boticario y regresa a su casa, a salvo de la mediocridad. Se sienta ante la chimenea, aun con el abrigo puesto y con las manos enguantadas sobre el regazo. La mirada se pierde en el fuego, recordando aquel breve romance que endulzó su vida por un tiempo.
Temeraria, no tuvo necesidad de vencer obstáculos morales. Se merecía una historia de amor, el destino estaba en deuda con ella al haberla condenado a esa aburrida cotidianeidad. Lo suyo no era adulterio.
Recibió la carta de despedida de su amante poco antes de la cena. También era domingo y al igual que hoy, su marido e hijos habían salido de caza y cuando regresaron y la instaron a que cenara con ellos, se sentó a la mesa. Le parecía que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento.
Llaman a la puerta. Es Teobaldo, el librero, que le trae el ejemplar que había encargado. Con la sonrisa que oculta un bostezo de hastío, lo hace pasar. Al cruzarse con ella, su olor a hombre y a tabaco la excitan. Cierra la puerta sin dejar de contemplarle la espalda. No está mal, piensa, es joven, lee, y como ha viajado quizás pueda ser un amante entretenido y, sin más, lo invita a tomar el té.
A discusión diaria
Marieta Alonso
No soporto a mi madre, no soporto a mi suegra, no soporto al bobalicón de mi marido. ¡Y todos vivimos juntos en la misma casa! Somos hijos únicos por ambas partes, y a las dos madres se les ocurrió quedarse viudas a la vez.
Si le digo a mi marido: Ayúdame a recoger la mesa, mi suegra se levanta como un rayo sentenciando: Quédate sentado hijo, ya lo hago yo. A mi madre ni se le ocurre manifestar lo mismo a su hija, que soy yo, ella sigue con su labor de punto. ¿Y qué puedo esperar de mi Carlos, si besa a su madre enormemente agradecido y se pasa los fines de semana frente al televisor viendo el fútbol? Juro que ese deporte le tiene atrofiado el cerebro. Ni siquiera es forofo de un club, a él lo que le entusiasma es que el balón traspase la portería.
A veces pienso que no tuve buen ojo al elegirle, claro que lo que tenía en la aldea era para echarles de comer aparte. Mi madre siempre ha sido una mujer callada y dicen que lo único que se le escuchó comentar cuando nací fue: Es tan bonita que nos traerá problemas.
Hoy las dos han comido antes, decidieron ir a ver juntas una película en la sesión de tarde. Aprovecho que estamos los dos solos ante la mesa para hablar seriamente con mi marido.
—Estoy harta de trabajar. No me siento querida —le confío con voz entrecortada.
Me pone esa cara de buena persona que me altera hasta el infinito.
—¿Qué te pasa? —replicó levantando las cejas, confundido, algo molesto.
Por la ventana se escuchaba la voz de un hombre anuncio, vociferando, mientras le aclaraba:
—Me pasa que tu madre lo vuelve todo oscuro.
Y al levantar el vaso un destello de luz creó un reflejo en el cristal.
—Y ¿qué me dices de la tuya?
No sé qué cara le pondría pero la voz me salió bastante suave para lo que estaba sintiendo.
—Querido, reconoce que vivimos en la casa de mi madre y la tuya ha declarado que no piensa dejarnos ningún recuerdo.
Se aleja la voz del hombre anuncio dejando un silencio agotador.
Haciendo gala de una gran lucidez, Carlos comentó con voz pausada:
—Querida, ¿merece la pena ésta conversación? Creo que mientras nuestras madres continúen respirando, discutiremos.
Le dio un beso para calmarla, cosa que no consiguió porque a ella, le parecía que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento.
Habría que ver la forma en que la protagonista reccionaría si tuviera hijos varones y estuviera en el papel de suegra. Muchas mujeres tienen dos varas de medir para los hombres: una para sus hijos y la otra para los demás.El amor, y no la razón, rige nuestras relaciones familiares. Marieta, reflejas aquí solo una parte de la vida.
Muchas gracias Ramón por leer siempre nuestros cuentos y por tus comentarios. Ayundan a mejorar. Un abrazo.
Quise decir ayudan. Otro abrazo.
Me gustaron todas las historias pero la de Malena fue una de las mas impresionante por la descripcion de los echos
Muchas gracias por leerme
Todos están muy buenos. Me gustaron más el de Cristina y el de Malena. Los encuentro muy bien logrados, redonditos.
Muchas gracias por tu lectura y tus comentarios, que me ayudarán mucho.
Me han gustado mucho los tres, si que ha parecido que toda la amargura estuba servida en el plato!!!!, pobrecillas!!!
Un saludo y muchas graciasªªª
Muchas gracias por todos tus comentarios.