
El sueño de los Reyes Magos
Es el nombre de esta escultura, realizada por el maestro Gislebertus que se halla en un capitel de la catedral de San Lázaro de Autun (Borgoña). Se trata de un edificio románico de estilo cluniacense construido entre el año 1120-1146, al que luego se fueron añadiendo elementos góticos y barrocos.
Lo más destacable de esta construcción es el tímpano tallado por el maestro Gislebertus entre los años1130-1135, lleno de delicadeza, que lo convierte en una de las obras más importantes de la escultura románica francesa.
Esta obra ha inspirado a nuestras cuenteras con un viaje que lleva a recordar una infancia; la alteración, zozobra y finalmente sorpresa de una mujer durante la reclusión del covid; unas niñas que se enfrentan a una infancia de orfandad y un niño que su preferido es el rey Baltasar quien lo premia en la cabalgata.
¡Feliz Navidad y felices Reyes!
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El despertar
Cristina Vázquez
El viaje a Francia de Natalia había resultado sorprendente. Era consciente del empeño que puso en organizar un itinerario en el que se combinara arte, gastronomía y naturaleza con el último afán de deslumbrar a Javier, su marido. Este se mostraba cada vez menos dispuesto a hacer viajes “sin ton ni son”, aclaraba con una encantadora sonrisa que no ocultaba su desinterés. Y de ahí su obstinación en procurar que este fuera inolvidable.
Decidió que el destino sería Francia a la que no iban desde muchos años atrás. Antes era un lugar que les encantaba, sobre todo a él que había pasado parte de su infancia ahí, con su abuela materna. Al referirse a ella Javier siempre utilizaba la misma palabra: impresionante.
—Una mujer impresionante —repetía con una expresión que se debatía entre la ternura y cierto temor.
Fueron los años en que sus padres estuvieron destinados en África como investigadores de enfermedades endémicas y consideraron que era más prudente que los niños se quedaran.
Al principio de su relación, cuando Natalia le insistía por qué elegía ese término; a él le resultaba difícil y casi contradictorio definirlo y lanzaba diferentes apreciaciones. Impresionante su presencia: alta, distinguida, con un bastón que le permitía andar con la rigidez que exigía a los demás y con el que daba golpecitos correctores en la espalda a su hermana y a él si los veía encorvados. Impresionante su cultura y la biblioteca que cuidaba como si esos libros fueran sus más apreciados descendientes, pero les obligaba a leer en ella una hora diaria, aunque fuera verano y se oyeran a los chicos jugar y llamarles a voces para que se unieran a ellos. Impresionante sus comidas, que cumplían un estricto régimen y menú, con algún que otro plato de casquería para que se acostumbraran a comer de todo y pudieran ser ciudadanos del mundo. Y así seguía con otras consideraciones subrayadas con diferentes giros de admiración o desánimo.
Después de dar varias vueltas al posible destino e itinerario a seguir, decidió que le sorprendería con la elección final que hizo. Sería Autun, lugar cercano al que vivió con su abuela. Incluso pensó que no le diría a dónde iban, una especie de ruta a ciegas, a ver si conseguía recuperar algo de su antiguo entusiasmo.
—Natalia, quiero que sepas —anunció la noche después de leer el papel “Vale por un viaje a Francia”—, que te agradezco tu esfuerzo, pero este va a ser el último.
A Natalia se le puso un nudo en la garganta a la vez que una incipiente ira la acaloraba.
—¡Qué dramático!, ni que te fueras a morir —contestó acelerada.
—No es por eso —sonrió al decirlo—, es que estoy harto. Ya he ido a todos los sitios que quería conocer.
Ella se removió en el asiento, entonces no le quedaría más remedio que viajar sola, con amigas o en grupo, aseveró desafiante. Le parecía estupendo, contestó él con dulzura, su intención no era ponerle cortapisas.
Empezaron el viaje, ella, con la inquietud de que fuera el último juntos, él, dejándose llevar con la intención de hacérselo lo más amable posible. Cuando llegaron a Autun la inquietud de Javier se hizo patente. Le agradecía mucho que lo hubiera organizado, pero por qué precisamente ahí.
—Como ya no vamos a hacer más, pensé que te gustaría recorrer lugares de tu infancia —se justificó Natalia apenada.
Él la abrazó con ternura, le agradecía su esfuerzo de corazón, pero precisamente aquí fue el lugar donde pasó, quizás, el peor momento de su vida. La cogió de una mano y sin titubear la llevó a la catedral. Cuando estuvieron frente al pórtico, Javier le señaló el relieve de los tres Reyes Magos siendo despertados por el ángel.
—Pese a todo lo que me evoca, adoro esta escena —confesó solemne—. Ninguna otra imagen muestra más inocencia y ternura.
—¿Entonces?
Subió los hombros y suspiró. No podía olvidar el día, era un diciembre ventoso, helador, y se subió el cuello de la chaqueta como si ese frío le atenazara. Su abuela los trajo a la catedral a misa y antes de entrar les hizo fijarse en este relieve.
—Niños queridos —nos susurró muy cerca del oído—. Esta escena no solo representa el despertar de los Reyes, sino el de la inocencia.
Recordaba que la voz le titubeó, mientras los sostenía con firmeza a su hermana y a él cada uno cogido de una mano y que los tres se quedaron muy quietos mirando la obra. Iba vestida de negro, siguió, con un tembloroso velo que aleteaba igual que un indeciso pájaro en el helador día. Vosotros, nos dijo, aún representáis la inocencia y no quería despertaros, pero tenían que empezar a aceptar que a lo mejor sus padres iban a tardar mucho en volver o no lo harían nunca. Y su voz se quebró.
—No me lo habías contado —Natalia le apretó el brazo—. Siempre creí que luego viviste con ellos.
Él negó con la cabeza. Pero ella les había protegido, cuidado y, a su manera, querido con un amor sin fisuras. Nunca la oyó quejarse. Se dio la vuelta y señaló un bistró a su espalda. Antes era una chocolatería y esa mañana después de misa nos trajo ahí a tomar chocolate y todos los pasteles que quisiéramos. Algo en él se descompuso, se alejó de Natalia y vio cómo sus hombros se sacudían sin control. Dejó pasar un buen rato y al volver a su lado tenía los ojos algo enrojecidos.
—Gracias, querida, por haberme traído aquí. Fue una mujer impresionante.
El camionero
Malena Teigeiro
El enfado de Carmen era total cuando se dirigió a abrir la puerta. Incluso consigo misma. Estaba harta de limpiar, hacer la comida, llevar los niños al colegio para, luego, como casi siempre, a la carrera, llegar a la oficina tarde. Y después de trabajar durante todo el día, rápido, rápido, volver al colegio a recoger a sus hijos. Luego, tenía que ayudarles con los deberes y preparar la cena mientras sus risueños y adorables peques llenaban el suelo del cuarto de baño de agua, espuma de jabón, y juguetes.
Así de lunes a viernes.
El sábado era diferente. El trote con los niños comenzaba un poco más tarde, pero como no iban al colegio tenía que bajarlos al parque, jugar con ellos, para a eso de la una y media, volver a casa. Después de darles de comer, rodeada por sus hijos se echaba una siesta mientras dormitaba una película. Una de esas que no comprendía cómo sus criaturas podían dormir tranquilas después de verla.
Y también estaba Paco. Él siempre fue un buen marido, un buen hombre. Era camionero. Transportaba frutas y verduras desde la huerta murciana para repartirlas por los distintos países de Europa. Y cuando después de dos semanas arrastrando un trailer de más de doce metros, llegaba a casa, pues claro, no estaba para mucha ayuda. Ella, desde luego, ni tan siquiera se la pedía.
Así iban pasando las semanas, los meses, y normalmente Carmen era feliz. Hasta que llegó una tarde en que el Presidente anunció que había que encerrarse en las casas. Dijo que era para evitar el contagio de un bicho que corría por el país, matando a unos y otros sin distinción. Como todos, Carmen lo aceptó con miedo y una pizca de alegría. Se organizó un despacho en la mesa de la cocina. Colocó tres mesas más, una de ellas hecha con la caja de cartón de la lavadora que acababa de comprar, ¡Menos mal!, se dijo, y se dispuso a pasar aquellas semanas de la mejor manera posible. A Paco aquella orden lo pilló camino de Polonia, con lo que estaría al menos diez días sola. Si sus padres vivieran en Madrid, la podrían ayudar, pero no. Vivían solos en Águilas. Aunque eso en las circunstancias por las que estaban pasando la tranquilizaba. Eran personas conocidas, y seguro que alguien les echaba una mano.
Después de dos meses de encierro, Carmen se levantó con un enfado total. Llevaba tres días sin saber nada de Paco. Porque este, aunque todo el país estuviera encerrado en casa, continuaba llevando su camión de un lado para otro, lo que la preocupada. ¿Habría cogido el bicho? ¿Estaría internado en un hospital de vaya usted a saber qué país? Señor, Señor, que me llame cuanto antes y vuelva bien, rezaba. Y para colmo, aquello de trabajar en casa resultaba una locura. Y no era porque a eso de las ocho de la tarde los niños salieran a aplaudir al balcón con riesgo de caerse a la calle. No. Ni porque mientras ella intentaba trabajar en su ordenador, sus tres hijos corrieran por los pasillos sin atender a sus clases on line. Tampoco. Ni porque la hubiera llamado la directora de la escuela para decirle que no comprendía que no estuviera atenta, que era la educación de sus hijos lo que estaba dejando a un lado. Simplemente, porque ya no tenía ni siquiera el momento de explayarse en la oficina con Encarnita. Tenía su gracia Encarnita. Rio. Le contaba unas cosas que la hacían poner colorada, y eso que ella no era ninguna mojigata, pero es que el marido de Encarnita debía de ser algo así como un toro.
Y ahora llamaban al telefonillo. ¿Pero quien podría ser si nadie andaba por la calle? Cerró el ordenador. Rodeada de sus tres criaturas, que como ella estaban ansiosas por escuchar una voz diferente, contestó al telefonillo.
—Doña Carmen González —le llegó una apresurada y cantarina voz.
—Sí. Soy yo.
—De Amazon. Un paquete para usted.
Pulsó la apertura del portal pensando en lo raro que era. Ella no recordaba tener ningún pedido pendiente. Pero claro, como lo único que podía hacer después de acostar a los niños era ver la televisión o comprar on line, no le cabía duda de que anoche, o quizá la noche anterior cuando miraba los suéteres tan baratos de unos grandes almacenes, hubiera adquirido uno.
Después de que se hubo marchado el joven que le subió el paquete, con la mascarilla puesta y unos guantes de los de la gasolinera, lo roció con agua con lejía, y empujándolo con el pie, lo dejó a un lado del recibidor.
Pasadas las dos horas y media que decían había que tener de seguridad, con otros guantes y otra mascarilla, y los niños, cualquier motivo era válido para dejar las clases, mirando desde la habitación de al lado, abrió la caja. Con esmero, y casi sin tocar los cartones de la sonriente boquita, los guardó en una bolsa de basura que dejó bien atada en el descansillo. No fuera a ser que quedara vivo algún bicho.
Por fin, con reparo, abrió el paquete. Era un ramo de rosas. Leyó la tarjeta y abrazada a las flores lloró. Ni en Reyes había recibido nunca un regalo como aquel. Paco, desde donde estuviera, se acordaba de ella y del día que se conocieron.
Las trillizas
Liliana Delucchi
Las sillas del salón de la abuela eran altas. Tanto que nuestros pies no llegaban al suelo. Allí estábamos, mis hermanas y yo, aún vestidas de luto, sentadas una junto a la otra y con las manos enguantadas sobre la falda.
—Déjame a solas con mis nietas —ordenó a la tía Amanda.
Cuando la puerta se hubo cerrado, la anciana nos miró, se detuvo unos segundos en el rostro de esas tres niñas desoladas y temerosas ante la majestuosidad de una señora de negro a la que no habían visto en mucho tiempo.
—Es una buena mujer —dijo señalando con la cabeza el lugar por donde había salido su hija menor—, pero una idiota de la peor especie, con la misma incontinencia que la genialidad. Por eso seré yo quien se haga cargo de vuestra educación. ¿Lo entendéis?
Asentimos con la cabeza mientras ella estiraba un poco su vestido reacomodándose en el sillón. Antes de continuar, se demoró en un silencio que a nosotras nos dio miedo.
—Vuestra madre sí que era inteligente. Con un espíritu libre que ya hubiese querido tener yo, pero vivimos en épocas diferentes.
Haciendo uso de su bastón se puso de pie y caminó hasta el piano, cogió una foto en la que estábamos mis padres y nosotras, la besó y desde su considerable estatura, a pesar de sus años, hizo un amago de sonrisa.
—Vuestro padre también era inteligente. Y culto; con un sentido del humor sutil y perspicaz. Por eso ella se enamoró. No lo dudéis: se amaban profundamente.
La vimos avanzar hacia nosotras. Creo que todas teníamos ganas de llorar, de gritar, de pedir auxilio, pero no lo hicimos. Nos mantuvimos inmóviles y calladas, a la espera de que dictaminara nuestro destino. Un destino que ella dibujaría.
—Un internado no es opción. Allí envié a mis dos hijas y los resultados fueron nefastos, a pesar de la buena reputación del mismo —lanzó un suspiro al aire antes de continuar—, pero como aprenderéis a lo largo de vuestra vida, la reputación es una vana y engañosa impostura que muchas veces se gana sin mérito—, acercándose a una mesa baja, hizo sonar la campanilla.
Por fin pudimos bajar de los aparatosos tronos para acercarnos a la mesa a tomar el té. Las tres en silencio, escuchando lo que la anciana había planificado para un futuro que veíamos incierto.
—Tampoco tendréis institutrices. Ni vuestra madre y tía las tuvieron. Ellas, después del internado fueron a colegios, como lo haréis vosotras —cogió un scon y, mientras lo untaba con mermelada, nos guiñó un ojo—. Es deliciosa, me encanta la de naranja amarga, obra de Serena, la cocinera. Si tenéis alguna preferencia en cuanto a comidas, podéis pedírsela.
¿Decidir? ¿Podíamos decidir lo que queríamos comer? Después de lo vivido y escuchado hasta el momento nos parecía extraño. A través de los años descubriríamos cuán erradas estuvimos con aquella primera impresión de la tarde posterior al funeral.
Esa misma noche, cuando nos habíamos acostado en una habitación colorida y perfumada, todavía con la sensación de estar en un mundo extraño, se abrió la puerta y apareció la abuela. Después de preguntarnos si estábamos cómodas y a gusto, se sentó en una butaca y nos leyó un cuento. Adormilada, sentí su caricia, un beso en mi frente y las palabras que quedarían en mi memoria para siempre: «Mis queridas reinas magas, yo seré vuestro ángel custodio.»
Y lo fue. Cuidar de nosotras, de nuestro desarrollo intelectual y sensitivo, del bienestar físico de unas niñas temerosas y afligidas por su orfandad, había sido la promesa hecha ante el féretro de su hija. Lo cumplió. Nos dedicó el resto de su existencia, que creo estiró todo lo que pudo, para no dejarnos antes de estar preparadas para la vida.
A pesar de lo que dijo aquella aciaga tarde después del velorio, a la tía Amanda le permitió formar parte de nuestra niñez y adolescencia. Con ella íbamos a la peluquería, de compras y bailábamos en su salón los últimos ritmos que llegaban a esa casa que una vez nos pareció sombría y que se transformó en un jardín de rosas.
Noche de Reyes
Marieta Alonso
Los Reyes Magos son mis amigos. Uno más que los otros dos. Baltasar es mi preferido. Tenemos el mismo color de piel. Por eso la carta va dirigida a él y se la entrego en mano a los pajes reales, que me preguntan si me he portado bien, si estudio, si no digo palabrotas. Con la cabeza asiento a las dos primeras y a la última digo no.
La lista de juguetes llena dos hojas, más vale pedir mucho que poco. De todo lo que pido ellos van a elegir uno, eso me lo contó mi padre, y desde entonces, para que no se equivoquen repito unas diez veces lo que en verdad quiero que me traigan, lo que más me gustaría tener. Unas veces se enteran, otras se despistan.
Tampoco falto a la Cabalgata que se hace en el pueblo y Baltasar me mira con cariño, sonríe de oreja a oreja y me tira caramelos. Se parece un poquito a mi padre que nunca puede acompañarnos porque trabaja en dos lugares. A lo mejor, dice mi madre, Baltasar nació en África como nosotros.
La tarde de Reyes anunciaba lluvia y mamá decidió llevar su paraguas amarillo, el que tiene una varilla rota. Me dijo que lo abriera y lo pusiera del revés. Recogí caramelos para todo el año. Llegamos a casa empapados porque lo que servía para no mojarnos se utilizó para otra cosa. Lástima que no llueva todos los años.
Nada más llegar a casa, tomo de prisa la sopa que no me gusta, dos albóndigas que quedaron de esta mañana y un vaso de leche. Mi mamá me ayuda a poner pienso y agua para los camellos; una cafetera hasta los bordes de café bien fuerte, tres tazas y tres trocitos de bizcochos para que los Reyes Magos espabilen y no se equivoquen con los regalos. Voy corriendo hacia la cama, me tapo hasta la cabeza y al minuto estoy dormido.
A los Reyes les gustó el bizcocho. No quedó nada. Todito se lo comieron. Esta vez me trajeron lo que quería y un juguete más. Este nuevo año me portaré mejor que nunca, porque estoy seguro de que anoche oí el gruñido del camello de Baltasar en mi oreja, y también sentí un beso que me dio mi rey favorito en la frente.
Mi madre dice que lo que uno cree es la pura verdad.
Cristina,impresionante relato .
Gracias a las cuatro por el recuerdo y la ternura que he sentido.
Feliz Navidad y muy próspero año nuevo
Besos
Elena.
Muchas gracias en nombre de las cuatro.