
La ventana
Única superviviente de lo que fuera una casa, esta ventana permanece como testimonio de la vida que hubo detrás de sus persianas. Acompañada por la maleza y los trinos de los pájaros en verano y por la nieve y el silencio en invierno, se mantiene abierta para que puedan entrar y salir los relatos que nuestras cuatro brujas han creado.
Amor, miedo, soledad, amistad y todo aquello que forma parte del ser humano se entrecruzan, como las hierbas que tejen sus historias alrededor de los viejos ladrillos.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Recordar
Cristina Vázquez
Nunca olvidé el olor de la higuera. Cada vez que recordaba ese verano venía a mí con una pujanza que borraba todo lo demás. A veces me llenaba de bienestar, otras removía el dolor y la vergüenza que tanto me ha costado olvidar o adormecer. Mi teoría, hoy que soy vieja, es que hay que pedir a los dioses que no hieran con crudeza a los jóvenes, pues la marca queda indeleble en su carne perfecta, inmaculada.
Me he atrevido a acercarme a las ruinas de la casita. Es una especie de viaje de memoria y despedida a la vez, pues creo, aunque no estoy segura, que ya puedo recordar y ver todo este paisaje con la tranquilidad y lejanía de los años. He ido sola y casi no la reconozco pues las distancias en el recuerdo se confunden, se solapan con los latidos del corazón desbocado. En su día el recorrido para ir al encuentro resultaba breve, ligero y el de despedida largo, como si los metros se multiplicaran por la pesadumbre que me agarrotaba.
No consigo imaginar, ni quiero, cómo serías si hubieras vivido. La única ventaja ha sido poder guardar tu imagen preciosa, con todo el esplendor de tu juventud. El pelo revuelto sobre la frente altiva, la boca resplandeciente de blancura y risa, tu cuerpo nervudo y terso, moreno con los soles de la esperanza y del engaño. ¿Cómo pudimos soñar que fuera posible? Cuántos planes para huir, trazados con precisión, creíamos que hasta con disimulo y apoyo.
Un tiro, un solo tiro brutal de mis hermanos en tu tersa, palpitante sien y tu perfil se quedó quieto, como el de una moneda antigua de bronce, chorreando sobre la almohada de arpillera. Parecías un dios clásico, un héroe amado. A mí me arrastraron como a una loca, eso sí con el honor vengado, y después de unos días entre sábanas, manos silenciosas y susurros piadosos de mujeres de mi familia, me mandaron fuera, lejos. El olvido, solo cabía el olvido. Como es joven olvidará, decían.
Nunca olvidé y eso me ha salvado de volverme un ser estéril, muerto antes de vivir. Tus manos fueron siempre las manos del otro, del marido conveniente y amable, y en el hijo buscaba ciega algún rastro tuyo. Y alguno encontré. Tu frente altiva pervive.
— Abuela, ¿qué haces aquí sola? Es peligroso.
Me giré y me vi corriendo con la misma ligereza, el mismo afán y sonreí, porque he visto que una hoja de la higuera que tantas veces nos cobijó, ha florecido en un arbolillo, que parece custodiar la ventana por la cual nos asomábamos a una esperanza y a una vida que no llegó.
La espera
Malena Teigeiro
Poco a poco, abrumadas por las raíces, las zarzas y los árboles salvajes que como pensamientos trastornados crecían entre las piedras, las paredes se fueron deshaciendo. De lo que había sido la casa, apenas quedaba un trozo de muro del que colgaba una ventana. Los cristales, limpios, fuertes, protegidos por las venecianas verdes, siempre abiertas, dejaban entrever unos ligeros visillos muy blancos. Nadie en la aldea entendía por qué no las cerraba el viento, ni tampoco por qué, a veces, como si danzaran, se movían los blancos y livianos velos. Tampoco comprendían que aquellas piedras fueran las únicas que se sostuvieran apiladas para soportar la ventana.
Mis padres dormían en la casa de al lado la noche en la que se quedó vacía. Dicen que no escucharon nada. Pero, desde entonces, cada día al salir a la calle veían que las zarzas y enredaderas, envolvían los fuertes muros de piedra, como si de una crisálida se tratara.
Era rubia, ligera como el aire, con los ojos azules, transparentes, iluminados por un cielo sin nubes, y desde que se habían muerto sus padres, vivía sola. Se llamaba Amalia. Él, alto, de piel turrada, fuerte, casi salvaje, había aparecido un verano, no se sabía desde dónde. Quizá, decían, había venido para la recolección del trigo o para la recogida de la fruta; quizá era uno de esos que llegaban a las ferias con sus columpios y puestos de rifas. Lo cierto es que era un hombre extraño. Cada vez que se cruzaba con un vecino, bajaba la cabeza y lanzaba una especie de quejido a modo de saludo. Nadie le había escuchado decir palabra. Solo hablaba en la taberna para pedir el vino. ¿Cómo se habían conocido? ¿Dónde? Nadie lo supo nunca, pero él entró en la casa de Amalia como en morada propia. Y se acostó en su cama deshaciéndola en amores. Y poco después trajo a su madre, una mujer con los ojos nimbados por oscuras sombras, y ropas viejas, pesadas, que nunca se cambiaba. Con ella llegaron tres niños, silenciosos, de mirada torva como él, que salían a jugar en la acera. Y también dijeron que su madre no era su madre, sino su mujer. Lo cierto es que a ciencia cierta, nadie sabía nada.
A partir de entonces, no se volvió a saber de Amalia. Hasta que un día desaparecieron todos y la casa, con la puerta bien atrancada, apareció cerrada. Solo se quedaron abiertas las verdes venecianas, con los cristales inexplicablemente limpios, y los visillos blancos.
Pasaba el tiempo y ningún vecino se atrevía a pisar las piedras de la casa de la puerta atrancada que, poco a poco, se deshacía.
Y empezaron los rumores.
Se dijo que Amalia no quiso ir con ellos y que vio cómo se alejaban a través de los cristales de esa ventana. Decían que estaban encantados porque apoyó en ellos la frente. También se habló de que alguien la oyó llorar, y aquellas lágrimas, como si de agua bendita se tratara, regaron los suelos y por eso crecían con fuerza la maleza y las enredaderas. Corrían rumores de que Antonio, el panadero, había visto una madrugada a Amalia limpiándolos y por eso se movían los visillos.
Lo cierto es que nadie la ha visto nunca.
El día en que la autoridad se abrió paso entre las zarzas, se supo que no habían sido sus lágrimas las causantes de tanta maleza sino que la sangre que brotó de su garganta regó y fertilizó la tierra.
Y desde entonces, algunos vecinos susurran en las tabernas y alrededor de las chimeneas, que el espíritu de Amalia lo espera, porque, al verlo, podrán revivir ella y el no nato, que duerme en su podrido vientre.
Melodía ausente
Liliana Delucchi
Fuera por simple despiste o de forma intencionada, el caso es que Clotilde había olvidado cerrar la ventana.
Camina despacio, aspirando el olor de los lilos de la casa de enfrente, es una construcción sólida, de ladrillos y con grandes ventanales cubiertos de rejas. Los visillos, siempre echados, se mecen con el aire como queriendo escapar entre los barrotes. Y la música que sale del piano huye entre las flores hasta llegar a la joven en un baile de notas. Clotilde desconoce la melodía, pero siente que la eleva hasta las nubes.
Tengo que apresurarme, van a cerrar la tienda y no tengo nada para la cena, piensa. Se quejará, como siempre, y yo haré como que no lo escucho. Encenderá el televisor y se peleará con el árbitro del partido.
Por la ventana abierta le llega la música. Es un ángel. Un ángel que viene para llevársela entre sus brazos a un mundo de sonidos, en el que reina la suavidad, el consuelo y una siempre dulce seriedad, muy alejado de la vulgaridad cotidiana, imagina.
Una mañana cuando salía de la casa de ladrillos, la vio de lejos. Alta, delgada y tan blanca como el marfil, con el pelo rojo oscuro recogido en un moño. Caminaba como toca el piano, como si no pisara el suelo.
Otra tarde la descubrió mirando sus rosales y abrió la portezuela del escaso jardín.
—¿Le gustan mis rosas? — le preguntó con timidez. A mí me encanta su música.
Le sonrió y aceptó la flor que le regalaba, así como su invitación a tomar café. Se hicieron amigas.
Después de comer, casi todos los días Clotilde cruza la calle para adentrarse en el mundo mágico de su vecina, cierra los ojos y se sumerge en las imágenes de las revistas de ese salón tan bien amueblado, y que huele a las freesias, que hay por todos los rincones.
Era viernes por la noche cuando escuchó las sirenas y a su marido maldiciendo porque no lo dejaban oír el partido. Se asomó a la ventana y pudo ver una ambulancia detenida frente a la casa de ladrillos con grandes ventanales. Un mechón de su pelo rojo oscuro asomaba debajo de la sábana de la camilla.
— Sus pulmones están muy enfermos. No creo que resista mucho más- le dijo la madre de su amiga cuando fue a verla al hospital con un ramo de freesias.
Después del funeral, el silencio se apoderó del barrio. Por la ventana abierta de Clotilde solo entraba el rumor de la lluvia. Intentó convencer a su esposo de que se mudasen, pero ésa había sido la casa de sus padres, rezongaba el marido.
Tienes la cabeza llena de pájaros y la culpa es de la que murió. En ese momento la mujer siente un calor que le sube desde el estómago hasta las sienes y quiere estar muy lejos.
Ahora sus paseos están rodeados de un silencio apenas roto por los buenos días con una vecina, o los comentarios de otra. Cuando regresa a su casa, se queda mirando por la ventana siempre abierta, a la espera de una melodía que ya no atraviesa la calle, que ya no la acompaña.
Las luces de la ambulancia frente a su casa y las llamas que los bomberos intentaban apagar, sorprendieron al hombre cuando volvía de su partida en el bar. Era noche cerrada.
El color de la esperanza
Marieta Alonso
De entre las nubes surgió un brillante rayo de sol que iluminó la casa abandonada. La ventana verde abierta le recordó su niñez. Se vio asomada al tragaluz de su buhardilla, aquél por el que sin grandes esfuerzos, saltaba para colgarse de su rama preferida y balanceándose, llegar hasta el tronco por el que descendía sin que sus padres se percataran de su ausencia. Sonrió. La comisura de sus labios lanzó un quejido, tanto tiempo sin sonreír, justo un año desde que la tragedia se presentó sin avisar.
Volvió a escuchar el ruido seco del tren de aterrizaje al chocar contra la pista. Era como la voz del trueno, por eso se tapaba los oídos, cuando las tormentas irrumpían su silencio. Sí, ese fue el ruido que escuchó por la televisión en el momento en que daban la noticia y mostraban aquellas horribles imágenes. Su marido e hijo volvían en aquel avión.
¡Qué hacía desde entonces! Caminar, caminar, caminar sin rumbo. De lunes a viernes tenía todas sus horas ocupadas…, pero los fines de semana se le hacían interminables. ¡Maldito ocio!
Una bandada de mariposas comenzó a revolotear por encima de su cabeza llamando su atención y la fueron guiando por aquel sendero hasta la misma ventana. Se introdujeron por ella, pero como no las siguió regresaron, la rodearon y entraron de nuevo, así hasta tres veces. Petrificada se quedó. ¿Qué le querrían decir?
Volvió a la senda. Y detrás suyo la nube de mariposas ¡Qué pesadas! Persistentes la fueron llevando hacia un lateral de la casa donde había una puerta entreabierta y repitieron lo de entrar, salir, rodearla y volver a entrar. Intrigada empujó el portón, le extrañó que no chirriara, era como si estuviera en uso.
Un bebé envuelto en una manta verde de rayitas blancas, dentro de un canasto posado sobre la única mesa, dormitaba. Y a su lado un papel, escrito con letras mayúsculas y faltas de ortografía, rogaba a quien lo encontrase que no lo abandonara, que le diera, por favor, un poco de cariño y la oportunidad de vivir. Buscó a las mariposas. Habían desaparecido.
Preciosas historias, dramáticas y añorantes, quizá un poco demasiado tristes, será que como llega el otoño, todos nos sentimos algo melancólicos. Pero lo importante es no perder la esperanza y la ilusión, por eso la que más me gusta es la de las mariposas, porque además, las mariposas ! son tan bonitas!
Que las mariposas siempre revoleteen a tu alrededor. Un abrazo.
Preciosas historias!!!! me encantan!!!! no sabía que una ventana pudiera sugerir tanta belleza.
Muchas gracias.
Muchas gracias a ti. Es un placer escribir para vosotros.
Que envidia me dais, cuanta imaginación, cuanta nostalgia, cuanto romanticismo…..son preciosos
Es una alegría inmensa que os gusten nuestros relatos.