
La Torre de Hércules
La imagen austera y potente del faro impacta al que lo ve. Pero todavía impresiona más si pensamos que bajo sus fachadas se encuentra el original romano, el más antiguo del mundo y el único que se conserva en servicio, desde el que los romanos contemplaban el «Finis terrae».
Construida en la segunda mitad del siglo I por un arquitecto de Coimbra, de nombre Gaio Sevio Lupo, su luz ha sido desde siempre un punto de referencia para los navegantes.
Una de sus leyendas cuenta que hubo un gigante llamado Gerión, rey de Brigantium, que obligaba a sus súbditos a entregarle la mitad de sus bienes, incluyendo sus hijos. Los súbditos decidieron pedir ayuda a Hércules, quien retó a Gerión. Después de derrotarlo, Hércules lo enterró y sobre su cabeza levantó un túmulo que coronó con una gran antorcha.
Hoy día el faro está reconocido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El buen dormir
Cristina Vázquez
Siempre fue nerviosa. Ya lo decía su madre que desde niña siempre durmió mal.
A Matilde le alteraban el sueño la luz de las farolas, o el ruido de los transeúntes al pisar la alcantarilla, o los maullidos de Pandolfo, que la niña afirmaba doctoral eran almitas del purgatorio.
—Delicadezas de princesa tiene mi hija —afirmaba contundente la madre a sus compañeras de costura en el taller donde trabajaba.
Y sin duda, delicada resultó Matildita para el dormir. En cambio, aunque nunca perdió su aire doctoral, al crecer, este se fue suavizando en una cara de simpáticos hoyuelos, nariz respingona y una expresión de pícara inteligencia en los ojos. Además, fue una estudiante aplicada que le permitió licenciarse en Geografía y con tal motivo pretendía recorrer mundo para conocer los accidentes geográficos en su esencia, aseguraba pomposa.
Consiguió una beca para venir de su Chile natal a estudiar a la madre patria. Antes de empezar el curso se fue a vivir a casa de unos parientes en Galicia, lugar nombrado tantas veces con melancolía por la madre, que adornaba esa tierra con todas las virtudes y bellezas que recordaba de su infancia.
Y allí apareció la chilenita, como la llamaron desde el primer momento, causando curiosidad y sorpresa a los del pueblo. La tía abuela Jacinta la instaló en el mejor cuarto del primer piso de su vivienda. Una habitación aseada y llena de recuerdos, algunos de su madre. Una habitación que Matilde sintió como propia nada más entrar.
Agotada, se acostó en la cama un poco húmeda en el que se mezclaba el olor a espliego y a lejana boñiga de los animales. Una cama blanda, acogedora, en la que esperaba soñar y soñar. Pero al apagar la lámpara, pese al antifaz que siempre se ponía para que no le molestara la luz y los tapones en los oídos, una claridad intermitente e intensa que se colaba bajo las contraventanas, y el ruido de los cascos de los animales por la trocha le impidieron dormir.
A la mañana siguiente, la cara de desolación de la tía Jacinta al ver lo demacrada que estaba la sobrina, era sincera.
—¡Ay! pobre Matildiña, después del viaje tan largo, no dormir —le decía pesarosa—.
Es una faena.
De repente, se le iluminó la expresión a la anciana mujer y afirmó que tenía la solución. Llamó a una vecina y dio unos recados. Le dijo a la chilenita que no se preocupara que todo tenía remedio.
—Ya verás como sí —y una sonrisa algo desdentada iluminó la cara de Jacinta.
Al cabo del rato llamaron a la puerta y apareció un mocetón cumplido. Alto, rubio tirando a rojizo, con una suave pelusilla en los brazos y unos ojos de un azul tan intenso, que parecían haberse bebido el mar.
—Este mozo es Luisiño, el más seguro de la comarca. Te dará un paseo en su barca y dormirás.
Matilde no entendía la relación entre el dormir y la barca, pero se fue encantada con el hombretón que enseguida la enlazó por la cintura guiándola con seguridad hacia el faro. Se pararon un momento a contemplar la increíble torre que aún alumbraba desde los romanos, le dijo él.
—La Torre de Hércules —añadió ella con su encantador aire doctoral y una mirada apreciativa al faro y al hombre
—Tú vas a dormir bien —le aseguró sonriente Luis— y no volverás a irte lejos, porque si no yo tendría que subir a lo alto para llamarte a través de la mar océano y no quiero.
El hablar suave, las cosas sorprendentes que le iba contando y su presencia firme, dulce y próxima, le dieron una flojera a Matilde que ella interpretó como efecto del cansancio y el cambio de horas.
Al llegar al pie del faro, una barquita pintada de verde se balanceaba esperando a su dueño, pero la joven aseguró que se sentía incapaz de subirse a ella pues se marearía.
—No te preocupes, bobita, ese dulce balanceo no marea, pero tengo una cabaña ahí abajo, también de tiempos romanos, donde estaremos tranquilos.
Tranquilos no estuvieron, pues el dulce balanceo fue de otro oleaje y cuando Luis la tocó en el hombro ya era de noche y entraban las ráfagas de luz del faro por debajo de la puerta.
—Ya te dije que dormirías.
La vieja Jacinta en su casa, se acababa un puro sentada cerca del fuego con una comadre.
—Ya lo sabía yo que Luisiño la haría dormir —escupió una hebra de tabaco—. Espero que acepte el dinero pactado, porque son muchas las horas que lleva con la chilenita. Pero es que no hay nada peor que no dormir. Si lo sabré yo.
Y se arrebujó en el chal mirando cómo las llamas se iban consumiendo.
La luz del faro
Malena Teigeiro
La noche que en el cementerio de San Amaro enterraron a Marina y a Juan el mar estaba quieto, tranquilo, y la luz de la luna brillaba sobre él. Sin embargo, la bocina de la Torre de Hércules no dejó de sonar y su rayo de luz, brillando más que nunca, a modo de blanco sudario barría la costa del cementerio.
La barquita de Juan se fue de pesca como cada madrugada. A él le agradan aquellas horas en las que la luz y la niebla envuelven a su barca y al horizonte. Le gusta también porque cuando antes de salir de su casa besa a Marina, esos días de niebla la piel del rostro, del cuello de su mujer, es cálida, perfumada. Al abandonar la habitación después de acariciarla, Juan se envuelve en una bufanda. De ese modo, piensa, retiene el calor de Marina en los labios impidiendo que le entre el frío de la mar. A veces ella se despierta y abre los ojos, sonrientes, dormidos, del color de las aguas marinas. Entonces saca los desnudos brazos de debajo de las sábanas y lo abraza, pero no como por la noche. Ese es otro abrazo, sonríe Juan malicioso. Y también le agradan esas horas porque así contempla cómo el sol rompe y atraviesa la niebla, y él, con el recuerdo del color de los ojos de Marina, mira hacia el final de la mar, allí por donde en los atardeceres sale la luna. Y los compara. Los de ella eran todavía más verdes y transparentes. Aquella mañana, cuando como siempre la besa, a ella se le pasa una nube por la frente. Aprieta con fuerza los ojos y él vuelve a besarla. Esta vez no quiso mirarlo. La negrura de su presentimiento no le permite tocarlo, ni tan siquiera con la mirada. Le ruega que no pierda de vista al faro no fuera ser que choque con alguna roca. Él se despide revolviéndole el pelo. Inquieta, la mujer se vuelve a dormir.
De pronto a Marina la despertó el ruido de una puerta al cerrarse con fuerza. Se levantó y se acercó a la ventana. Las olas de la galerna que había comenzado a rugir justo después de la madrugada, justo después de que Juan se fuera, crecidas por la fuerza del viento, desparramaban la espuma por las peñas con la furia de las bestias enfadadas. La bocina del faro de la Torre de Hércules con dificultad se colaba entre el aullar del viento. Marina corrió hacia la dársena. Al atravesar los jardines, los cabellos de las palmeras se revolvían con locura. La joven vio entrar en el puerto a los que saliendo más tarde que su Juan, pudieron volver a su refugio. El de él, no. Hacía ya rato que, saltando las olas, Juan dejó la bocana y cuando lo hizo, la luz de su barco y la del faro se cruzaron formando una blanca cruz sobre el agua. El corazón del marinero se agarrotó. Mala señal, pensó sacudiendo la cabeza como si quisiera echar fuera los malos pensamientos. Bobadas, se dijo abrochándose el chaquetón.
Marina voló por el muelle gritando su nombre. A trompicones se deslizaba entre las olas que luchaban contra el espigón. Eran altas, fuertes, rabiosas. Pasándole por encima, la azotaban sin que nadie se atreviera a seguirla. De pronto la vieron desaparecer envuelta en la espuma de una ola grande, blanca, de triste barriga amarilla. Ella no se asustó. Sonriendo, mecida en el vientre de la ola, la muchacha se dejó ir hasta el final del cielo, hasta allí en donde sobre un rayo de luz sabe que Juan la espera.
Pasó la galerna y los barcos que salieron a buscarlos regresaban al puerto tristes, con la cabeza baja. Hasta que, ya por la noche, al farero le pareció ver algo sobre la fina arena de la playa de las Lapas. Dio aviso.
Y allí, al pie del faro, vestidos de algas, los encontraron abrazados. Sonrientes. Parecían dormir.
Eternidad
Liliana Delucchi
Al ver la bruma roja dibujarse en el horizonte supo que era cuestión de horas que llegara a la playa y lo envolviera todo. Por eso abrió la ventana del faro y se dispuso a esperar. Dejaría de ser Pedro Altúnez y una mano invisible le iba a informar a través de un escrito su nuevo nombre, su nueva identidad.
Todo comenzó hace más de dos mil años, cuando una vez retirado del ejército lo destinaron a ese lugar del fin del mundo. A controlar el faro, le dijeron. A los cincuenta años ya tenía que retirarse de la Legión. La XIII, a la que había pertenecido desde que se hizo soldado para defender a Roma. Entonces se llamaba Tito Cornelius. Caminó, construyó y luchó en los confines del Imperio, y al llegar la hora de su licencia le dieron unas tierras allí donde acababa el mundo con el encargo de custodiar el faro. Al principio le supuso un buen descanso para un guerrero, pero transcurrido un tiempo la soledad y la búsqueda en su memoria de algún momento de fama, de reconocimiento por su labor, lo llevó a fantasear con un pasado que no había tenido y deseó volver atrás, recuperar su juventud.
Allí arriba, mientras miraba a esos hombres uniformados dando órdenes en la playa, descubrió el sentimiento de fracaso. Un ex legionario que nadie recordará, se dijo mientras saludaba con la mano a quienes partían una vez más hacia la metrópoli.
—Lo único que quiero es volver atrás, tener veinticinco años y la posibilidad de hacer algo grande —gritó a la ventana abierta al mar, mientras apuraba la última copa de vino antes de desplomar su borrachera sobre la mesa.
El aire fresco lo hizo recuperarse. Fue entonces cuando la vio por primera vez: La bruma roja que avanzaba hacia el faro y, dibujada entre algo que parecían nubes, la figura de una mujer. ¡Venus! Si no era Venus sería otra diosa, porque le habló, le dijo que le otorgaba el deseo, que regresaría a su juventud pero con la condición de que no abandonara el faro, pues simplemente desaparecería.
—¿Qué acto de grandeza puedo hacer aquí? —preguntó mientras se arrodillaba ante la imagen.
—No lo sé. Eso es cosa tuya. Yo solo te concedo la inmortalidad —respondió la diosa antes de desaparecer.
Veinticinco años pasaron y el día que volvió a cumplir los cincuenta la bruma roja retornó a la deidad. Esta vez no habló, solo le dejó un papel con su nuevo nombre. Esto se repetiría siglo tras siglo.
El Imperio Romano cayó, otros pueblos se hicieron con el lugar, pero el faro se mantiene hasta hoy.
El antiguo legionario cambió de fisonomía y de nombre muchas veces, de la misma manera que cambiaron los barcos y los paisajes, sus jefes y sus lenguas, sin embargo no logró llevar a cabo la acción gloriosa por la que pidió volver a la juventud.
Hoy torna la bruma, hoy se inicia un nuevo periodo. Pedro Altúnez baja las escaleras del faro. Duda frente a la puerta, sin embargo, la abre. Un paso, dos. Se encamina hacia las piedras, pero no llega a la orilla.
Ahora todo es silencio.
El faro
Marieta Alonso
El viejo Baldomero padecía de un exceso de sensibilidad ante la naturaleza, de pura dicha se le agarrotaba el corazón al mirar el mar y su horizonte. De niño, asía las manos de su madre, y le explicaba que aquella línea oscura, allá a lo lejos, era el fin del mundo. Y su madre simulaba creerle.
Cuando quedó vacante la plaza de farero quiso solicitarla y contra todo pronóstico se la dieron. Sus días y noches las pasaba oteando la lejanía y saliendo a pescar en su barca. Tras perder a su mujer y a su único hijo durante el mayor huracán de ese siglo en que les había tocado vivir, intentaba no pensar, solo resistir el día a día. Sus necesidades eran ínfimas, comía de lo que pescaba, de lo que le ofrecía la huerta y solo iba al pueblo a comprar lo preciso.
La predicción meteorológica para ese día era preocupante. Al salir para dejar a cubierto todo aquello que se pudiera dañar, era tan fuerte el azote del viento que en cuanto hacía intención de alejarse del amparo del muro, se tambaleaba.
Durmió una breve siesta pues la noche se presentaría movida. Y así fue. No hubo ningún aviso de naufragio, solo la potente luz del faro advertía de la proximidad de la costa y el rugir del viento evidenciaba la intensidad de la tormenta.
Unos sollozos y unos golpes en la puerta le alertaron. Al abrir, una niña de unos cinco años, a gatas, aterida de frío, chorreando agua, y abrazada a una muñeca de trapo, le miraba despavorida con unos grandes ojos azules, mientras señalaba hacia el barranco repitiendo: mamá, mamá.
La hizo entrar, puso una toalla entre sus manos para que se secara, que no se le ocurriera asomar la cara por aquella puerta le advirtió con el índice, y colocándose su ajada capa se dispuso a salir sin saber el camino a tomar.
Al cabo de media hora encontró restos de una barca y a una mujer inconsciente con la cabeza en tierra y el cuerpo en la mar. Como pudo la condujo al faro, entre agua, yodo y vendas la mantuvo viva como hicieron su madre y su mujer con él, la vez aquella en que se fue contra las rocas. Dos días con sus noches azotó el vendaval, al amainar se puso en camino, era necesaria la presencia de un médico.
A partir de ese día la soledad se mantuvo lejos de aquel faro antaño silencioso y se transformó en el hogar de una familia donde imperaban las risas de la niña, el olor de los guisos de la madre y las anécdotas de Baldomero.
Mi relato favorito es «ETERNIDAD»…. Pedro Altune,ayer Tito Cornelius,obtuvo de Venus,la inmortalidad y la juventud pero nunca pudo abandonar su Faro.
Siempre me han llamado la atención los faros. Cuando vivía en Boston ibamos a Martha´s Vineyard en donde había un bello faro q siempre visitabamos. El cuento está muy bueno. Gracias por compartirlo, nilda
Muchas gracias Nilda. Los faros brindan emociones. Un gran abrazo-
Gracias a ti Nilda por leernos
Muchas gracias.
Lindos relatos de faros,.me trajeron recuerdos de mi juventud, vivi en una isla y nuestro paseo con el grupo de amigos era a la casa del farero .
Bellos paseos que comparti con el que hoy es mi esposo ,por ya 44 años .
Gracias
Muchas gracias por tu mensaje. Y si nuestros cuentos te han servido para volver a momentos felices, solo con eso ya nos ha valido la pena escribirlos.