
La romería
La palabra romería viene de romero, nombre que designa a los peregrinos que se dirigen a Roma, y por extensión, a cualquier santuario.
Es un viaje o procesión en carros engalanados, a caballo o a pie. Los católicos van a un santuario o ermita a honrar a su virgen o santo patrón y suelen terminar con una fiesta en algún campo cercano a la que se unen quienes no son religiosos para disfrutar de la misma.
Desde el tercer siglo de nuestra era los cristianos participaron en romerías para visitar los sepulcros de los mártires. Tierra Santa fue por mucho tiempo el objeto piadoso de estos viajes los cuales, sin duda, se originaron durante las Cruzadas. La peregrinación a Santiago de Compostela ha sido, y sigue siendo, una de las más importantes, cuyos romeros proceden de todos los lugares del mundo.
Estas fiestas han despertado la imaginación de nuestras escritoras, dando lugar a la historia de una tormenta que puso fin a los planes de una enamorada; el hombre que quiere recuperar la vitalidad de su pueblo; la mujer que durante mucho tiempo logró esconder un recuerdo que le hacía daño y la madre que venga el dolor que infligieron a su hija.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Raíces
Cristina Vázquez
Demasiado tiempo sin recordar, sin sentir. El hábito del desapego, la frialdad y la falta de deseo se habían instalado en su vida con la exactitud de una corteza de olmo. De tanto en tanto se hacía consciente de ello y en ese momento una chispa, una gota amarga se le deslizaba por alguna parte de su cuerpo. Marga lo notaba sobre todo en la garganta o como un medallón incómodo que le golpeara durante unas horas en el centro del pecho. A veces permanecía enquistado unos días. Le resultaba imposible expulsarlo, apartarlo de sí. Sabía que eso era el recuerdo que durante tanto tiempo había empujado hasta lo más hondo, hasta las entrañas, se repetía orgullosa durante los años que consiguió tenerlo escondido, dominado.
Esa noche venía a cenar un amigo de su hija que vivía en España y estaba de paso en Buenos Aires. Ella no sabía quién era ni le importaba, como tantos otros que de vez en cuando aparecían trayendo noticias de su país, al que no había vuelto desde hacía más de treinta años. Había echado el cerrojo a esa época de su vida y no tenía la menor voluntad de abrirlo.
Se lo encontró sentado en el porche de la casa. Su hija no había aparecido todavía y al ir a ofrecerle una copa mientras llegaba, casi pierde el aliento.
—Buenas noches —el chico, tras levantarse, se inclinó con cierta afectación—. Estaba deseando conocerla. He oído tanto hablar de ti.
Una sonrisa blanca iluminó la expresión de sus ojos azules mientras se pasaba la mano por el abundante pelo rubio. Se llamaba Manel. Con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, tardó en saludarle con amabilidad formal y preguntarle si quería beber algo.
—No creo que mi hija tarde en llegar —concluyó mientras de espaldas al chico ponía hielos en un vaso—. A estas horas el tráfico es tremendo.
Notaba detrás de ella la presencia, la sombra envolvente del joven y un tenue olor a canela. La edad coincidía. No podía pensar. El vaso se le resbaló de las manos produciendo un estrépito inadecuado a la quietud de la noche. Al ir a buscar algo para recoger observó a Manel que tiraba los hielos al césped. En ese momento supo que era él y un temblor incontenible la sacudió.
—No la encontraba —se disculpó enarbolando la fregona como una lanza.
El chico se la quitó de las manos y terminó de recoger los cristales y el líquido con habilidad. La instrucción en el barco, sonrió. Por fin se sentaron cada uno con una copa que ella bebió demasiado deprisa. Necesitaba calmar sus nervios.
El barco en el que estaba haciendo las prácticas había llegado al puerto bonaerense hacía dos días, afirmó Manel, y al siguiente ya se iban a seguir su recorrido. La manera de torcer la cabeza al hablar y la risa fácil y bronca, hicieron que sintiera como esa corteza se iba resquebrajando.
—Me costó localizar a tu hija —al retirarse el pelo de la frente, vio la pequeña e indeleble marca en la muñeca de Manel.
Se bajó la manga casi con violencia para ocultar la suya, mientras oía al chico contarle que ella era un mito en el pueblo. Cómo había conseguido crear su empresa y hacerse un nombre en América.
—Todo un ejemplo, el triunfo del emigrante —alzó su vaso.
Le escuchaba buscando el matiz, el parecido, lo diferente y dejaba que la inundara una savia escondida, una emoción oxidada. Preguntó por sus padres, los recordaba con cariño, argumentó con elegante lejanía.
—Mi padre hace años que murió y mi madre va a hacer ocho meses —sus ojos se ensombrecieron—. Pobre, sufrió bastante, pero al menos pude pasar un tiempo con ella y cuidarla.
Subió la cara, fue una madre maravillosa, esa suerte había tenido y pidió permiso para rellenar los vasos.
—No sé de cuánto te acuerdas del pueblo, pero ha cambiado mucho —aseguró con cierto orgullo—. Aunque ya no vivo ahí, vuelvo siempre para la romería.
Le encantaba esa fiesta y no perder las raíces. Además, iban a restaurar el viejo caserón de don Mauricio que lo abandonó al poco de marcharse ella y nunca había vuelto.
—O eso me contó mi madre.
Marga afirmaba a todo con la cabeza. La referencia a don Mauricio, como le llamaba el chico, la devolvió a una mezcla de melancolía y desespero. Malditos tiempos aquellos, maldito hombre que la obligó a irse con amenazas casi de muerte y de hundir a su familia. Maldita juventud suya que bebía los vientos por quien no debía. Sentía una terrible contradicción. ¿Hubiera preferido no volver nunca a verle o tenerlo ahí delante hecho un hombre era un inesperado regalo de la vida? Manel. Pidió a su familia que le llamaran con ese nombre y solo años después supo a quién lo habían entregado. También supo que eran buena gente y siempre les mando dinero de forma anónima.
Se oyó el ruido de la puerta y los pasos de la hija que se disculpaba por su retraso. Abrazó al joven.
—Qué ilusión conocerte por fin —sonrió ampliamente—. No desmereces los elogios de tu enamorada.
Se giró hacia su madre. Había contactado con Clara, la hija de Mauricio y futura mujer de Manel. Se estaban escribiendo desde hacía tiempo y era la que le informaba de lo que ocurría.
—Como en esta casa está prohibido hablar del pueblo y de tu familia —hizo un guiño a su madre—. Pues a escondidas me he enterado de lo que pasa por ahí.
Con la encantadora frivolidad de la trasgresión, la frescura de sus palabras denotaba una inocencia pícara. Se giró hacia Manel.
—No sabes cómo se pone cuando me empeño en que quiero ir a la romería, conocer mis raíces —puso el brazo sobre los hombros de su madre—. Ya se ha puesto pálida ¿lo ves?
Inmóvil, Marga negaba imperceptiblemente con la cabeza, al tiempo que susurraba imposible, imposible.
Los titubeantes ruidos del jardín envolvieron el silencio.
La tormenta
Malena Teigeiro
El aire de la montaña le había dejado la piel del rostro roja. ¿O quizá había sido el sol? Cualquier cosa antes de reconocer delante de su madre el porqué de sus calores.
Los habitantes de Touriño, decían ellos, estaban orgullosos de vivir en una pequeña ciudad, y cuando lo hacían ponían los ojos en blanco contando que hasta el Rey, de vez en cuando, visitaba su castillo. También hablaban con regocijo de la esplendorosa boda de la hija de los dueños de aquella mole de piedra con un joven príncipe llegado de un país lejano. Sin embargo, Marta no era de la misma opinión. Ella odiaba aquel pueblucho en donde la única diversión eran las Fiestas de la Santa Patrona. Y como no estaba dispuesta a que su vida fuera dibujada por una serie de aburridas grandezas, había decidido que se iría a vivir a Coruña. Quizá a Vigo. Le daba igual. Y si no, en cuanto pudiera ahorrar un poco se iría en el primer barco que atracara en uno de esos puertos. Con todo esto bien decidido y algunos dineros en un sobre que guardaba debajo de un ladrillo, vivía más o menos tranquila.
Su relativa tranquilidad le fue arrebatada por la presencia de Juan. Era alto, moreno, y de fácil hablar, habla que acompañaba con el movimientos de las manos. A ella aquellas manos de dedos largos, limpios, sin arañazos, y que movía con tanta elegancia, le recordaban las alas de las palomas. En cuanto lo vio, pensó que quizá fuera La Patrona quien se lo enviaba. Que quizá no tuviera que irse a vivir a Vigo ni a Coruña, ni mucho menos emigrar a La Habana. Sin duda, él era quien la podría sacar de aquella aldea.
El joven había venido a pasar el verano con su anciano abuelo, dueño del viejo castillo que levantado sobre un pequeño monte, en vez de guardar la aldea, la cubría con su tenebrosa sombra. Desde que llegó, el muchacho solía salir del castillo todas las mañanas acompañando al anciano señor. Ambos daban largos paseos a caballo por los bosques que cercaban la aldea. Ella, después de mucho pensar, decidió que la forma de poder entablar una conversación con él, era hacerse la encontradiza. Escondida entre los árboles, estudió el camino, los horarios. Y cuando ya lo tuvo todo claro, un día sí, otro no, luego uno sí y otro también, se cruzaba en su camino por los montes. Y cuando eso sucedía, el abuelo de Juan bajaba la cabeza llevándose dos dedos al sombrero, lo que a la joven la hacía feliz. Aquel caballero que apenas se veía por la aldea, la saludaba como si fuera una elegante dama. Su acompañante, del que Marta estaba cada vez más enamorada, imitaba aquel gesto con una alegre sonrisa.
Una de las mañanas en que escondida entre las matas esperaba la aparición de la pareja, lo vio cabalgar solo. Al cruzarse con ella el muchacho, luego de saludarla, se detuvo dispuesto a acompañarla. No recordaba cómo, pero comenzaron una divertida conversación. Al día siguiente, además de saludarla, le contó de sus estudios y de su vida en el país extranjero. Y así, el amor de Marta por él creció y creció con una profundidad inesperada. Y fue todavía mayor cuando tres días después la besó.
En la soledad de su casa, Marta comenzó a pergeñar un plan. El día de la Romería de la Santa, cuando hubieran bailado y bebido unos vasos de vino ¾quizá mejor agua ardiente¾, y cuando ya casi hubiera oscurecido, se lo llevaría al bosque que se encontraba justo detrás del campo de la feria. Estaba segura de que cuando la tuviera entre sus brazos, ella conseguiría que le hiciera el amor. Su plan era perfecto.
La mañana de la Fiesta de la Santa Patrona amaneció radiante. Acompañada por sus padres Marta entró en la fría iglesia. Sin embargo, sintió que una ola de calor la inundaba cuando Juan, sentado junto a su abuelo en el banco principal, le sonrió. Sonrisas que continuaron durante la comida en las mesas del campo de la feria. Tal y como había pensado, Juan la sacó a bailar, y animado por ella, se bebió varios vasos de agua ardiente. Ya se estaba retirando el sol cuando percibieron que la niebla, espesa, oscura, acompañada de una ligera lluvia cubría el campo. Los músicos dejaron de tocar y con rapidez recogieron sus instrumentos. Cualquiera que hubiera nacido en la aldea conocía que detrás de aquello la tormenta llegaría. Sin despedirse, Juan corrió junto a su abuelo que ya se encaminaba hacia el automóvil.
Con las lágrimas mezcladas con la lluvia, Marta lo vio desaparecer. Lloró con airada congoja hasta su casa. Al llegar se secó los ojos. No quería que sus padres la vieran tan descompuesta.
¿Cómo iba a decirles que no le quedaba otro remedio que emigrar a La Habana?
Desagravio
Liliana Delucchi
Sin más compañía que la sombra que dibuja a su espalda el sol de la mañana, Angustias atraviesa las calles en dirección al prado donde se celebrará la romería. El pueblo está vacío, con la única presencia de la ropa que se balancea en las sogas que cruzan de balcón a balcón.
Un gato cruza por delante y la hace mirar hacia abajo para descubrir que no ha sido lo pulcra que había pretendido. Se sienta sobre el escalón de una de las casas y con un poco de saliva limpia el rastro de sangre que ha quedado en una de sus zapatillas.
Como dijo una vez mi madre, un escupitajo a tiempo lo salva todo. Espero que no haya quedado mancha. De todos modos, en medio de la algarabía de los bailes y los comienzos de lo que acabará en estruendosas borracheras, ninguna de esas brujas se fijará, y si lo hacen siempre puedo decir que estuve matando una gallina en casa de la señora. Porque en la casa en la que sirvo, sí que se come, no como en las que ellas friegan, donde ni los mendrugos son del día.
El aire que se cuela por debajo del sayo le produce un repentino temblor. Apura el paso, las campanas anuncian el comienzo de la misa. No llegas tarde, Angustias, nadie sospechará de ti.
Terminado el rezo y con la bendición del párroco, dará comienzo la fiesta. Las carretas ya están en formación, los jóvenes alardean de sus atuendos y empiezan a entonar canciones; las ancianas se dirigen a la plaza y forman un corro para iniciar la primera sesión de cotilleos. Se quitan la palabra la una a la otra; sus miradas suspicaces recorren el semicírculo para corroborar que sus sospechas sobre la conducta de alguna de ellas son ciertas: un hijo acusado de robo, una nuera descubierta en situación dudosa… Hasta una sopa con poca sal es motivo de deshonra.
En medio del grupo, Angustias mira hacia la calle. Teme la aparición del Guardia Civil, ese gordo con la nariz colorada por el orujo, la chaqueta lustrosa a causa de manchones y el pelo ralo, que anda husmeando por donde no debe. Ella ha dejado la puerta bien cerrada, incluso ha puesto una frazada a los pies de los cadáveres para que la sangre no salga por debajo de la tranquera.
Ya verás, Sagrario, lo que les pasa a las jóvenes presumidas que van por ahí quitando el novio a las otras. Sí, tu Adela es rubia y tiene buen tipo, pero iba por el pueblo con la nariz para arriba y nadie la quería, solo mi Bernarda, que la ayudaba con el huerto, que le enseñó a sacar lustre a los cacharros y ¿qué recibió en pago? Que le quitara el novio.
Días sin comer estuvo la pobre, hasta que sus caderas redondas quedaron como estacas. Pero mi hija tiene madre, una madre ha de velar por el honor de su hija y esa malnacida de Adela va a pagar por su traición.
Ahí estaban los dos tortolitos, en la casa de la colina, ella bordando, él mirándola con arrobo. ¿Cómo está doña Angustias?, tuvo el coraje de preguntarme el muy mierda. ¿Cómo iba a estar? Furiosa.
No se lo esperaban. No fue difícil. No para alguien acostumbrada a degollar terneros. Ahora sí que van a estar juntos para siempre.
Angustias retoma el camino. Se acerca con paso seguro a la pradera sembrada con los colores de los trajes, tibia por el sol de esa primavera recién estrenada, con las montañas aún con nieve a lo lejos. Allí están sus vecinas, marcando el ritmo del baile con el pie, batiendo palmas, riendo. Angustias las sorprende con una sonrisa que desde hace tiempo no luce y se dirige a una de ellas:
—Bueno, Sagrario, ¿cómo está tu Adela?
—Muy contenta, preparando su ajuar.
Romería a la ermita de la Virgen de la Soledad
Marieta Alonso
Mi pueblo, que está a los pies de un macizo, tiene una calle bien ancha, cinco callejuelas estrechas en pendiente y el doble de pasadizos siempre hacia arriba. En la principal está la iglesia de San Antonio, sin cura fijo, la bodega del Emiliano que solo vende vino, y la botica de don Facundo con más hierbas que medicamentos.
Hubo un tiempo en que teníamos Ayuntamiento, luego vino a menos. Hoy moramos en él un niño de ocho años, los padres del chaval y tres jóvenes solteras que según mi vecina como no aparezca algún forastero se quedan para vestir santos. Luego estamos los viejos, doce, mayoría absoluta. Según el último censo éramos veinte, pero dos se fueron este invierno.
Dicho así podría parecer deprimente, pero no, mi pueblo tiene solera. De las treinta casas que hay en pie, solo nueve están ocupadas, y cinco conservan un escudo en la fachada principal. Hay una ermita a dos kilómetros de distancia que es la envidia de todo el valle, dedicada a la Virgen de la Soledad a la que vamos cada año en romería.
A pesar de haber cumplido dos veces cuarenta abriles, no paro de trabajar. Tengo una vieja mula, la Jacinta, que es el ser más vago de este mundo, pero remedia. Me sirve para trabajar como transportista, ya que de lunes a viernes llevo al chico al colegio más cercano que está a unos tres kilómetros casi cuatro, compro el pan para mis paisanos, puntillas y cintas para la Antonia, el aguardiente de don Tomás... Regreso y hago el reparto. Trabajo la huerta. Luego comemos el animalico y yo. Me tumbo a la siesta y otra vez al camino para traer al niño.
Yendo al ritmo de mi Jacinta he recordado que yo de joven generaba antojos, que si hubiese sido un poco sinvergüenza lo mismo habría engendrado dos docenas de hijos y hoy mi pueblo bulliría de gente. Pero no fue así. Demasiado tímido.
Aquí se necesita savia joven, pienso. Hablaré con don Facundo por si tiene algún elixir del amor. Mientras lo encuentra voy a correr la voz, de que sería del agrado de la Virgen de la Soledad que en la romería de este año por cada chupito de vino que los mozos bebiesen se besara a una joven casadera. Y si luego la relación fuera a más, sería de obligado cumplimiento venir a vivir aquí, el lugar donde nací, donde se facilitaría vivienda con escudo a muy buen precio.
Y contra todo pronóstico… Surtió efecto.
Hola a las cuatro:
Desde que Liliana me manda vuestras publicaciones, ya las espero con impaciencia. Me encanta la idea de un tema sobre el que escribís un cuento. Y me encanta cómo escribís las cuatro.
Muchas gracias por compartir, y hasta la próxima.
Un abrazo,
Mariajo
Cristina,
Precioso cuento de vidas de pueblo.
Muy buenos los cuatro cuentos.
Gracias a todas y viva San Isidro!!!
Abrazos
Elena
Gracias Elena. Esperamos seguir divirtiéndote
Gracias, Mariajo. Tus palabras son un aliciente para seguir y mejorar. Nos alegra hacerte pasar un buen rato.