
La playa
Playa es un concepto que proviene del latín tardío plagia y que hace referencia a la ribera del mar, de un río o de otro curso de agua de importantes dimensiones. El término se utiliza, por extensión, para nombrar a las ciudades balnearias, generalmente en un contexto relacionado con las vacaciones. La foto pertenece a una de las extraordinarias playas del Caribe, en Samaná, al norte de República Dominicana.
Este mes de verano, inspiradas por el deseo de trasladarnos a alguna de ellas, nuestras escritoras sitúan allí sus historias.
En una de ellas un niño descubre su valentía; en otra un muchacho pierde la ilusión de su vida; una mujer tiene una revelación a través de una fotografía y en otra, dos mujeres intercambian favores.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Revelación
Cristina Vázquez
A mi querida amiga María que me envió esta alentadora foto un mes de diciembre.
La reunión de chicas empezaba a darme mucha pereza. Se había intentado añadir al grupito tradicional de las que mensualmente cenábamos o salíamos de copas, una amiga de Celia, Elisa.
Se producía entre nosotras esa exclusividad que se da en grupos cerrados, en los que cualquier novedad parece incomodar o crear suspicacias. Y eso que nuestras salidas comenzaban a ser cada vez más repetitivas. Ya nos lo habíamos contado casi todo. Aunque sintiéramos el privilegio de mantener nuestra amistad de una forma duradera con palabras y bromas que solo nosotras reconocíamos. Algunas veces el silencio se imponía.
Por fin cedimos a que se sumara a nuestro siguiente encuentro la nueva amiga de Celia, que estaba empeñada en que conociéramos y ella en conocernos. Era genial, ya lo veríamos, un poco más joven que nosotras, pero nos daba vuelta y media en experiencia de la vida. Tenemos que renovarnos, abrirnos al mundo, a las novedades, insistía para convencernos.
—Nos estamos haciendo viejas, cada vez aguanto menos el alcohol y los malditos tacones me matan —remató esta con una mezcla de resignación y malhumor.
Habíamos quedado en el restaurante El Salvaje, recomendado por Elisa, la nueva, que conocía al dueño y estaba super de moda. El lugar resultó ruidoso con esa música de fondo que impide mantener una conversación confidencial. Lleno de exóticas plantas, tratando de remedar una exigua selva, con guacamayos de vivos colores en jaulas y los camareros, de impoluto blanco, llevaban fajines imitando pieles de animales.
Ya sentadas las cinco de siempre esperábamos la aparición de Elisa que se demoró casi veinte minutos. Llegó tranquila y apenas se disculpó por su tardanza. Se quedó parada tras su asiento e hizo una mirada circular de reconocimiento igual que un ojeador valorando piezas.
—Gracias por recibirme en este grupo —se sentó sin besar a ninguna—. Creo que debo considerarlo un privilegio.
Y nos ofreció su blanca y encantadora sonrisa. Pidió un coctel, para mi desconocido, con soltura de parroquiana. Las cinco la mirábamos entre atónitas y curiosas y fue señalándonos para ver si encajaba nuestros nombres con la descripción hecha por Celia. Acertó dos, el mío uno de ellos.
Lucía una melena de abundantes rizos peinada con estudiado desaliño, las manos de perfecta manicura y los labios pintados de oscuro carmín, seguro pinchados, pensé al mirarla con envidiosa critica. Había en su ajustado traje, bien soportado por un rotundo cuerpo de gimnasio, en el exceso de rímel y el abundante pecho, el encanto de lo femenino y lo vulgar por partes iguales. Pensé que debía volver locos a un tipo de hombre. Algo en ella me resultaba familiar.
Nos preguntó, le preguntamos y, poco a poco, por efecto del vino y la indudable soltura y simpatía facilona que mostraba, nos relajamos. Reconozco que me cayó bien. Quizás hablaba demasiado, pero la novedad que implicaba parece que nos animó a todas mientras Celia nos lanzaba miradas de ya os lo dije. Lo que no llegaba a comprender era el interés que había mostrado en conocernos. No éramos ni ricas ni especialmente interesantes. Unas mujeres de cincuenta con vidas más o menos encajadas o en crisis como en ese momento era mi caso.
Mi marido se había largado hacía más de un año, después de veinticinco de matrimonio y dos hijos encantadores que ya tenían su vida. Mi trabajo de abogada en un bufete conocido me permitía no tener problemas económicos y mi desencanto con él se iba suavizando, aunque una amarga espinita se me travesaba cada poco.
—La verdad es que es un hombre encantador —sus palabras arrulladas me sacaron de mis pensamientos—. He tenido mucha suerte. Es un poco mayor para mí, pero estaba harta de niñatos sin cabeza ni cartera.
Se ahuecó la melena con altivez y me sonrió, pensé que especialmente a mí. Mis amigas, animadas por estas confesiones que parecían hacerles reverdecer recuerdos de tiempos pasados y quizás de pasiones no sentidas, se removieron en sus asientos e indagaron en el excitante romance que ella iba dosificando en sus confesiones. Intimidades que me parecieron inoportunas. Algo en esa desenvoltura innecesaria, en esas risas y detalles empezó a molestarme. Yo no era así. Creo que la intimidad queda precisamente para eso, para la intimidad.
Me desentendí un poco de la ruidosa y para mí inapropiada conversación para fijarme en el lugar que iba creciendo en dinamismo y ruido. Los papagayos repetían frasecitas, la gente se reía, la música marcaba un ritmo machacón y me acordé, quizás por el exotismo de las plantas, de mi viaje en solitario a la playa paradisiaca del Caribe. Fue el primero que hice sola y fui bastante feliz, una vez que vencí el concepto de abandono y el recuerdo de que ese había sido el lugar al que había invitado a mi marido, quizás para restañar un tiempo perdido, quizás para soñar un reencuentro olvidado.
Volví a la realidad que me rodeaba. El tono de voz de mis amigas mientras se pasaban una foto subía con comentarios de qué envidia, qué paraíso, quién pudiera. Al llegar a mis manos saqué las gafas para apreciarla bien. Reconocí la maravillosa playa donde había estado e invitado a mi marido al que enseñé innumerables fotos del lugar, tratando de convencerlo. Noté la mirada de Elisa fija en mí, igual que una atolondrada serpiente.
—Ha sido el viaje más ideal que he hecho en mi vida —sonreía entre pícara y consentida—. Increíble el sitio y la compañía.
Guardé mis gafas con calma, esbocé una sonrisa y les dije que al día siguiente tenía que madrugar.
—Me voy chicas, ha sido una noche inolvidable.
Me acerqué a Elisa que recogía las fotos llena de satisfacción y le susurré.
—Te deseo la misma suerte con tu pareja que he tenido yo.
El barco negrero
Malena Teigeiro
Cuando escuchó los golpes en la puerta de su casa, Justine se asustó. No eran horas, se dijo dándose la vuelta en la cama. El golpeteo insistía, ahora tan fuerte que temió que la tiraran abajo. ¡Voy! ¡Voy!, gritó malhumorada desde su habitación. La luna era brillante, tanto que Justine no encendió la luz. En cuanto giró el pomo un empujón casi la tira al suelo. Era Brian, el hijo treintañero de su hija Ethel. Se hizo a un lado y su nieto, con una desgarrada y sangrante corte en el brazo, dando tumbos, se dirigió hasta el sofá donde se dejó caer. Le vio apoyar la cabeza en los almohadones. Tenía la piel del rostro casi tan plateada como la luz de la luna. Justine se dirigió hacia él. Iba descalza. Estremecida, sentía bajo las plantas de los pies los pegajosos cuajarones de la sangre de su nieto. Movió la cabeza e interrumpió el camino. Ahora vuelvo. Su voz sonaba cansada, casi harta. Ya en la cocina recogió vendas y desinfectante.
—¿Otra vez? —preguntó inclinada sobre el muchacho mientras le cortaba la manga de la camisa. Él esbozó una sonrisa.
—Otra vez —le respondió desmayadamente.
Aun en contra de la voluntad de sus padres, el amor de Brian por Catalina nació mientras jugaban en la arena de la playa las noches de luna. Ella era una niña morena, casi negra como su madre. Tenía los ojos verdes y profundos como los pulidos trozos de cristal de botellas que devolvían las olas a la playa. Desde bien pequeña, decía Catalina, ella con cada ola recibía las caricias de los espíritus de aquellos que nunca llegaron a desembarcar del barco negrero. Porque, y apretaba la boca en el intento de hacer fuertes sus palabras, era aquí. En nuestra playa, en donde los desembarcaban. Y daba con su piececito golpes en la arena. Y era allí, y señalaba con el dedo la cercana aldea, donde los vendían.
Envolviéndose en las brumas de sus antepasados, Catalina comenzó a ser conocida por la muchacha que hablaba con los espíritus, por la que tenía poderes para deshacer un mal de ojo, y por ser capaz de retornar los amores extraviados.
Fue Brian el que al comenzar a percibir luces de roja locura en sus profundas pupilas, la delgadez extrema de su cuerpo, sus noches de insomnio constante, quien le rogó que olvidara a todos aquellos espíritus que decía la rodeaban, que volviera con él a bañarse en el mar hasta que los cubrieran las luces del amanecer. Que volviera a ser feliz como cuando eran niños y que se casara con él. Ella, cohibida, y con la cabeza baja, lo escuchaba. Luego, agarrada a su cintura iba con él a bañarse las noches de luna llena.
Todo comenzó una noche. Ya estaban los dos jugando en el agua, cuando ellas, las ánimas, convertidas en voraces peces, saltaban ente las olas atacándole. Ellas, le decía Catalina besándole las heridas, no querían que las abandonase por aquel hombre blanco descendiente de los que las habían tirado al mar. Y así ocurrió una vez, y otra, y otra.
Cuando Justine terminó su cura, lo besó en la frente. Sorprendida vio las lágrimas mojándole el rostro. En silencio, el muchacho la miró.
—Nunca volveré a esa playa, abuela. Esta noche, como tantas veces, yo intentaba sacarla, mientras ellos me mordían. Pero Catalina, como si fuera una medusa, con su largo cabello meciéndose en el agua, me sonreía mientras se hundía en el mar. Cuando la vi decirme adiós levantando una mano, supe que no quería volver.
Quid pro quo
Liliana Delucchi
«Me han seleccionado para los premios MTV. Gracias.»
Marisa sonríe al leer el texto en su móvil. Te lo mereces, querida. Ya estamos en paz.
Mientras conduce para recoger a su niña de la clase de ballet y a Carlitos de la de esgrima, sortea el tráfico y casi se salta un semáforo en rojo. Calma, tranquilízate. Todo está bien, ahora sí que todo está bien.
Su mente regresa a esa playa por la que paseaba aquel atardecer unos años atrás. Si eligieron el Caribe para las vacaciones, era para que sus hijos, aún muy pequeños, pudieran disfrutar de la calidez del lugar y sus gentes, como Carlos y ella lo hicieran durante el viaje de novios, cuando soñaban con una familia y se prometieron volver a ella.
La conocieron la primera noche. Con los niños en la cama, la pareja fue al espectáculo del resort. Una mujer fuerte, mulata y con los ojos más brillantes que vieran en su vida, desgranaba una canción de amor con la cadencia de su acento y la voluptuosidad de una voz que hacía temblar las copas. Y ¡cómo no!, la crisis de los cuarenta hizo que su marido se enamorara de la cantante, aunque la mujer no lo descubrió hasta más tarde.
Durante el día los niños jugaban en la playa. En los pequeños botes del complejo recorrían mares ignotos que su imaginación cubría de piratas y navegantes mercenarios. Ellos se tumbaban al sol o buceaban, competían en juegos organizados o intentaban aprender a moverse como solo puede hacerlo quien haya nacido allí. Y por la noche, a escuchar a Esmeralda. Al volver a la habitación, Carlos le hacía el amor de una manera que no había hecho antes, con una pasión desatada y juegos eróticos que a ella le hacían agradecer, una y otra vez, el clima del Caribe.
Transcurrida una semana, su marido empezó a ausentarse. Según dijo, se había apuntado a un torneo de golf y a otro de tiro con carabina. Ella lo hizo a una clase de buceo. Sin embargo, la pasión de las primeras noches se transformó en «estoy cansado», «me duelen las piernas de tanto caminar» o «tienes la espalda tan roja por el sol que me da miedo tocarte». Y la sensualidad de la primera semana desapareció.
Una noche en que bebió de más, la sed despertó a Marisa. Se dio cuenta de que estaba sola en la cama… Sola en la habitación. No encontró a Carlos en la terraza ni en la playa al pie de la misma. Se puso un vestido y salió en su busca. Lo encontró. Los encontró. Ellos, demasiado ocupados, no la vieron.
Durante los días siguientes, la imagen de los amantes retornaba una y otra vez a su mente, sin conseguir dilucidar qué debía hacer.
Un atardecer, mientras sus pies se hundían en la playa desierta, sintió que ese paisaje idílico iba desapareciendo. Ya no pisaba la arena, sino el suelo duro de un carrusel que avanzaba cada vez más rápido. Fuera, los personajes que habían formado parte de su vida la miraban desconcertados: sus padres, maestros, amigos… Todos aquellos que participaron en los sucesos predecibles de una existencia plácida le devolvían una mirada turbadora, como si no entendieran la situación.
Se sintió mareada, aturdida y confusa por esas imágenes. Entonces la vio. Vio a Esmeralda llorando bajo una palmera. La cantante levantó los ojos ante la sombra que proyectaba sobre la arena otra mujer hundida.
—No es importante. Ni para mí ni para él. Solo un rollo de verano—. Aclaró Esmeralda.
Marisa se sentó a su lado en silencio, con los ojos bajos.
—Para mí sí es importante. No sé qué hacer con este dolor.
—Guardarlo, querida. Como has guardado otros infortunios, de esos que solo aparecen en las pesadillas. No te preocupes, partiré esta noche después del espectáculo.
—Entonces, es importante para ti.
—Lo importante es no causar dolor ni ser la responsable de la destrucción de una familia. Y no creas que lo hago solo por vosotros, es por el karma. No quiero empezar mal—. Esmeralda se secó las lágrimas y sonó la nariz antes de continuar.
—Tengo proyectos, ¿sabes? Quiero ser una intérprete de verdad, no la que entretiene a turistas. Quiero empezar una vida nueva, una decidida por mí, no por las circunstancias de mi lugar de nacimiento, del color de mi piel o los deseos de mi familia. Por eso me iré.
—¿A dónde?
—A Estados Unidos, supongo. Allí hay certámenes y, si logro superarlos, conseguiré mi objetivo.
—Te ayudaré. Tengo un primo que es representante de artistas en Los Ángeles. Hablaré con él.
—¿Un quid pro quo?
—Algo así.
Sin embargo, Esmeralda partió antes del espectáculo, no sin dejar una nota con sus señas y recordándole su promesa. Y la joven esposa cumplió. El resultado estaba en ese correo electrónico.
Ya estamos en paz, se repitió Marisa.
Osadía
Marieta Alonso
Me gusta el mar y a la vez me da miedo. ¡Es tan grande! Me gusta sentarme algo alejado de la orilla, saborear el agua salada y que las olas bañen mis pies. Me gusta que mi padre me siente sobre sus hombros y se adentre un poquito, no mucho, en el mar grande. Siento pavor ver cómo el agua tapa sus pies y luego llega a su cintura. En ese momento abrazo su cabeza y me pongo a chillar.
Mis papás quisieron que fuera a un curso de natación. No dije nada, solo miré a la princesa que enseñaba a nadar y se me cayeron dos lagrimones. Me secó las lágrimas, me dio un abracito, y como por arte de magia puso ante mis ojos unos trozos de papel… Sentado en una hamaca hice barquitos para echarlos al agua y se llevaran muy lejos mis lágrimas. No sé qué diría a mis padres, pero cuando vinieron en mi busca habían decidido que ya aprendería cuando fuera mayor.
Soy un cobarde. Lo sé. A veces siento que ser tan asustadizo me impide hacer cosas. Querría ser valiente y enfrentarme a esos compañeros de clase que me llaman cuatro ojos. No puedo.
Ahora estoy de vacaciones. Me siento feliz jugando con la arena, hago muchas cosas que llaman la atención: castillos, puentes, cocodrilos, peces. Mi mamá afirma que cuando sea mayor seré un gran arquitecto, o ingeniero de caminos, o…
Acabo de conocer a un niño. Es un poco mayor que yo. Preguntó mi nombre y me dijo el suyo, Rodrigo, sin esperar a oír el mío. Luego tomó mi mano y me llevó al mar pequeño, a ese que se forma tras las rocas cuando las olas llegan hasta allí. Muy decidido entró hasta la mitad y me animó a seguirle. El agua le cubría los tobillos y pensé que con tan poca no me ahogaría. Dijo que íbamos a jugar a la guerra y comenzó a salpicarme, y yo a él, y de nuevo él a mí, y no tuve miedo. Pero cuando una ola saltó las rocas y me empapó de la cabeza a los pies, quedé petrificado.
Muy serio, Rodrigo opinó que había que demostrarle al mar grande que éramos unos valientes. No me tenía que preocupar si me acobardaba un poquito al primer intento, era lo normal y también aseguró que al miedo se le vencía no haciéndole caso. Eso se lo había garantizado su abuelo. Era un sabio.
Mientras hablaba, sentí un ardor en el estómago, un temblor en las rodillas, y el pestañeo anunciador de llanto. Mi madre, al ver mi expresión, le dio un toque a mi padre para que se acercara.
En ese mismo momento mi amigo me levantaba el brazo instándome a imitar a mi héroe favorito, porque había que arriesgar siempre, afirmó. La cara de Rodrigo me recordó a Spiderman. Creo que esto fue lo que me impulsó a mirar hacia las nubes, al horizonte, a las olas y a gritar:
¡Vayamos al mar grande!
Cristina. Bravo. Esa descripción del grupo de amigas… jajaja Y la nueva. Es genial.
Gracias Carmen, la vida misma!!
besos
C.
Cristina…..mil gracias!
Sin grupo de amigas…. No somos nada
Besos cuentistas……
Toda la razón querida Elena, sin amigas la vida se queda muy, muy coja.
Espero que estés disfrutando tu verano.
Besoooos.
C
Mil gracias Cristina , pero Vaya cerda Elisa ! Buen verano … lo que queda