
La Playa de Almería - Darío Regoyos y Valdés
El pintor español Darío de Regoyos y Valdés, nació en Ribadesella, Asturias, el 1 de noviembre de 1857. Se trasladó en su juventud a vivir a Madrid, donde entró en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, siendo alumno del belga Carlos Haes.
Invitado por sus amigos Enrique Fernández Arbós e Isaac Albéniz y siguiendo el consejo de su profesor, visitó Bruselas en 1879, en donde se matriculó en la École Royale des Beaux-Arts. Allí, recibirá clases del que se convierte en su verdadero maestro, el pintor belga Joseph Quinaux.
Compaginó sus viajes por Bélgica y los Países Bajos con sus visitas a España, en donde, en el año 1884, se instaló de nuevo. De estos viajes, se destaca su creciente relación con artistas vascos de formación francesa, como Ignacio Zuloaga, Paco Durrio y Pablo Uranga.
Su pintura evolucionó del naturalismo al pre-simbolismo, y finalmente, ya en su madurez, se mueve en un estilo próximo al impresionismo y al puntillismo, siendo, en cierta manera, más atrevida que Zuloaga y Joaquín Sorolla.
Su dibujo, un tanto primario, casi se puede decir que naif, contrasta con un colorido vivo de gusto internacional, que entonces era mayoritariamente denostado en España. En su pintura lo primordial es la luz y el color, advirtiéndose también un creciente simbolismo, pudiendo entenderse en ocasiones como íntima.
Pío Baroja dijo de él "que la espiritualidad estaba por encima de la técnica, como ocurre con los buenos pintores impresionistas, en contraste con otros paisajistas de su tiempo, que resultaban vulgares y fotográficos". Y Gustavo Cochet que "Regoyos es el poeta sensible y su pintura, exenta de toda literatura, es la expresión pura de la verdadera alma en su íntima y profunda realidad".
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Sirena
Cristina Vázquez
El rastro de la luna, cada vez más lejano, Magdalena lo seguía atenta porque significaba que la noche se iba desgastando sin que hubiera vuelto Juan. Desde su cabaña veía con la precisión de los ojos y de la memoria cada destello sobre el agua, el del faro, el de la luna y las luces de colores de los barquitos de pesca al volver. Pero esa noche no había ninguna y le dolían los huesos, y el dolor era el aviso de algo y Juan no estaba.
Desde muy pequeña, cuando el mar la echó en la playa como única superviviente de un naufragio, le empezaron a doler los huesos cada vez que iba a suceder algo. La encontraron medio muerta sobre las rocas, con las piernas entumecidas por el dolor. Apiadados, la llevaban a la orilla pues ahí parecía revivir, y poco a poco empezó a caminar y a nadar. Al ir haciéndose mayor, las noches de luna se bañaba en el mar persiguiendo su rastro en el agua y los hombres la llamaban la sirena, unos con desprecio, muchos con deseo y otros por costumbre.
El único que la seguía con su barquita por el camino de luz donde ella se sumergía, solitaria y desnuda, hasta perderse en las profundidades, era Juan. Decían que era bruja y que nadie la vio nunca entrar ni salir del agua. Incluso cuando tardaba en aparecer por el pueblo, murmuraban que esta vez sí se había ahogado y que merecido se lo tenía, pero a los pocos días aparecía reluciente y extraña.
Hablaba poco y con dulzura, pero si algún hombre la ofendía, un cuchillo afilado despuntaba gotas de sangre en cualquier cuello. Les daba miedo esa hermosa mujer y nunca se dejó tocar ni amar por nadie. Desde la primera vez que la conoció, Juan la quiso, y un amor de sabor salado, de frescura de algas le inundaba al verla. Una noche en que él estaba en su barca mar adentro siguiéndola, apareció inesperadamente en la proa y le invitó a tirarse con ella al mar. Fue la primera vez que se amaron en el agua profunda y fría, y lo hicieron otras lunas y muchas más.
Al volver Juan de pescar llamaba a la puerta de su cabaña.
— Ya estoy, sirenita, ya he vuelto.
Unas veces abría y otras le mandaba una señal con su lámpara de petróleo que significaba, márchate.
Y así pasaron los años. Ahora la llamaban la vieja sirena, pues aunque su cuerpo aún fuera espigado y los ojos mantuvieran ese insondable color, su aire reluciente se había apagado. Ya no perseguía el rastro de la luna en el agua.
Esa noche que tanto le dolían los huesos, los barcos no habían vuelto, ni Juan llamado a su puerta. Una angustia que nunca antes había sentido la decidió a coger un farol para buscarlo y si no, dejarse mecer en las olas hasta desaparecer.
Al salir tropezó con un bulto.
— ¿A dónde vas?, ¿no ves que soy yo? —le espetó una voz soñolienta.
— ¿Por qué no has llamado? Creí que mis huesos me hablaban y que algo te había sucedido —le respondió con voz alterada.
Él se levantó con pesadez y pasándole una mano por los hombros le dijo con seriedad.
— No he llamado porque nunca más voy a hacerlo —le sonrió—. Déjate de huesos y vamos para dentro que ya estamos mayores para estos juegos.
Ella le miró con el último reflejo de la luna y de su farol. Y por primera vez supo a qué sabían sus lágrimas. No creí que fueran tan saladas le confesó sorprendida.
— Será por tanto mar que llevas dentro —le susurró él mientras cerraba la puerta.
El farero
Malena Teigeiro
Cuando le escuchó que la culpa era de la luna llena, alarmada, le dijo que esa noche no había. Él, inquieto, perturbado, moviéndose de un lado a otro, murmura que si no sabe que la niebla que la cubre trae mala suerte, que hay que bañarse en el agua del mar para huir de sus oscuras sombras. Sin mirarla, se viste exaltado. Confunde los botones al abrocharse la camisa, quedándosele una punta más larga que la otra, pero no le importa. “Tengo que hacerlo.” Le susurra al oído mientras la besa. Quería huir de las malas almas. De la parca. De los lobos que aúllan reclamando a la luna su sombra. Se despidió con un leve movimiento de la mano. Impaciente, cerró la puerta. Ella se llevó los dedos a los labios en el vano intento de retener el beso. Se acercó a la ventana, pequeña, verde, con seis cristales. Lo vio bajar, saltando sobre las rocas cubiertas de algas, que como palmas marchitas lo agarraban. Iba alegre. Iba a bañarse en la playa, a purificarse en el agua del mar teñido por la cola de plata. Al principio corría tras él, pero ahora no. Y dejó de hacerlo porque le asustaba la música que derramaba el mar al batir en la arena. Era turbia, extraña. Al menos ella nunca la había escuchado antes. Cerró la ventana llorando.
Era un hombre simpático. Y buen mozo. Alto, moreno, fatuo; de pelo ondulado largo y brillante que velaba sus ojos negros y acariciadores, a veces de mirar torcido. Nada más conocerlo se enamoró y desde entonces vivían juntos en la casita blanca del faro, justo al borde de las rocas que bajan hasta el mar. Cuando le preguntó por qué no se casaban, le contestó que más valía vivir en pecado que dejar pistas de la felicidad a las malas almas. Y la abrazó sin más.
Pasado el tiempo se sentía yerma, triste, y decidió volver a trabajar, pero su suegra, hierática, insolente, le indicó que no podía hacerlo, que a su hijo no le sentaba bien que lo dejaran solo. Que no se preocupara, que nunca le iba a faltar el dinero. “Nietos, eso es lo único que te pido. Nietos”, repetía con el dedo amenazante. Con la misma mirada torcida, abrió el bolso y le puso en la mano un puñado de billetes.
Y aquella noche, como siempre desde que dejó de seguirlo hasta el mar cuando la niebla velaba la luna, subió hasta la linterna del faro. Asomada al balcón de hierro, anhelante, vigila la playa. Lo vio arrancarse la ropa y caminar desnudo por la arena hacia el agua helada, negra. Lo vio dejarse llevar por la corriente, nadar entre las ondas de blanca cresta. Él cree que cuando la ola del mar bate sobre la arena derramando su espuma, es que quiere perderse en el vientre de las conchas. Y que él, al meterse entre las olas, se enardecerá de pasión y podrá volver a derramar su amor en ella.
Entró en el faro y dejó fija la linterna, para que, al dejar caer su haz de luz sobre sobre el negro mar, le mostrara otra vez el camino de vuelta.
Amigos
Liliana Delucchi
Para Marcello
La curiosidad mantuvo despierto a Miguel hasta más allá de las once. Con la casa en silencio, únicamente el ruido de las olas atravesaba los postigos abiertos de esa noche de verano. Se calzó las zapatillas y, evitando los escalones más viejos, descendió hasta la cocina y luego a la playa.
Sus compañeros de juego ya habían partido. Con los libros a cuesta y la eternidad del curso en mente, se despidieron del “niño de las piedras”, como llamaban a Miguel por su obsesión de coleccionar desde cantos rodados a caracolas. Ninguno de ellos fue capaz de penetrar en su secreto, no es que lo escondiera por hacerse el misterioso, le parecía tan simple su afición que le daba vergüenza confesarla. ¡Las recogía para hacer dibujos sobre la arena húmeda cuando la marea bajaba!
“Ya estamos solos”, le dijo a la luna mientras empezaba a quitarse el pijama y cavar un foso. Desnudo, se introdujo en su cama amarilla y se quedó mirando las olas. En cuanto empiece a dormirme, vendrá. A él también le gusta la noche, es cuando ve mejor. A pesar de sus esfuerzos, el sueño no llegaba y sus piernas se iban enfriando. Un ruido de ramas lo puso alerta y a los pocos minutos sintió la presencia de un cuerpo caliente a su lado y casi al instante el ronroneo que cada noche era su canción de cuna.
Lo había descubierto en los médanos unos días atrás, pequeño y peludo, con unas rayas grises y negras alrededor del pecho blanco, emitía un maullido casi imperceptible. En casa no lo quisieron, ya tenían bastante con dos perros como para adoptar un gato. Pero Miguel no podía dejarlo, robaba comida y leche de la cocina y le construyó una cuna a partir de un cesto que habían olvidado en el trastero. El cojín lo sacó de su propia habitación, no lo echarían en falta.
Nunca había tenido una mascota, ni a nadie a quien cuidar. Último vástago de una familia numerosa con hermanos que le llevaban más de diez años, había recorrido la infancia sin más amigos que los que iban a pasar las vacaciones a esa aldea de pescadores y que, a pesar de sus promesas de escribirle, nunca lo hacían.
Desde septiembre hasta junio las piedras eran sus únicas compañeras y cuando empezaba el buen tiempo, cada noche de luna se acercaba a la playa para formar con ellas dibujos a los que ponía nombres de constelaciones. Hasta ahora, que esa bola de pelo lo acompaña donde sea y se sienta junto a él para mirar cómo forma estrellas con los guijarros. Una madrugada lo acompañó hasta su casa, el niño lo hizo pasar y juntos se metieron en la habitación. ¡Maldita Virtudes! En su afán de limpiar encontró al gatito y dio la voz de alerta. El resultado fue que tuvo que devolverlo a los médanos. Y así, durante un tiempo siguieron los encuentros secretos con la luna, las piedras y el felino, hasta que el arrullo del mar los dormía.
Pero el invierno no perdona y una mañana despertó con tanta fiebre que no pudo ir al colegio, ni ese día ni el siguiente. En sus delirios llamaba a su compañero peludo y lloraba la soledad de los dos. Cuando despertó al tercer día, su madre, sentada en una silla junto a la cama, sonrió y le entregó una bolsa con piedras, entonces el niño estiró la mano y encontró el cojín que había llevado a los médanos y allí, ronroneando, un ser lanudo que le daba calor.
— Te traje a tus amigos. Ya no tendrás que bajar a la playa.
La ausencia
Marieta Alonso
¡Querido hijo!
Hace seis meses que me hablaron de una balsa que no llegó a su destino. Hace seis meses que en mi locura me arrojé ante un camión. Y desde entonces me senté a esperar tu llamada, tal como me dijiste que harías al llegar. Hoy cumplirías treinta años. Parece que fue ayer cuando te asomaste entre mis piernas.
Esta mañana me detuve largo rato ante tu foto. Tenías cinco años. La alcancía cayó desde lo alto del aparador de la cocina y no nos quedó más remedio que hacernos un regalo. Para ti compré una ambulancia blanca con una cruz roja. ¿La recuerdas? Tenía una sirena tan estridente que hasta en el parque resultaba molesta. Para mí, una máquina de fotos con su peculiar click. Aún la conservo.
La vecina viene todas las mañanas, ha colocado un cordel desde mi cama pasando por la terraza hasta su casa. Cuando la necesito tiro de él y a ella le suena una campanilla. Claro que podría llamarla a gritos, pero así tiene mayor encanto, me explicó. Tu tía llega del trabajo al caer la tarde. Ha venido a vivir conmigo. Cada día que pasa me voy defendiendo mejor con esta silla que se ha convertido en mis piernas.
Por las noches oigo las olas que se deslizan a través de las grietas de aquellas rocas quebradas de la bahía, que tanto te gustaba alcanzar nadando. Su rumor me recuerda a ti. ¡Añoro tantas cosas! De pequeño sentado en mi regazo, con el vaivén de la mecedora te quedabas adormilado. Ahora estoy, como toda una señora, con una manta y un vacío sobre las rodillas.
He pensado que tú y yo deberíamos tener un secreto. Escribiré dos cartas, dos veces por semana. Una por la mañana que irá dirigida a ti y otra al atardecer que será para mí.
En la tuya iré contando lo que ocurre en el barrio, cómo les va a tus amigos y te haré miles de preguntas. En la otra vendrán las respuestas. No te preocupes por el qué dirán, pues nadie se va a enterar. Este es el plan: escribo, pego los sellos, abro la que viene a mi nombre y luego junto las dos y las rasgo en cachitos muy pequeños.
Te echo tanto de menos, hijo mío. Entre una carta y otra, piensa en mí con fuerza y sentirás los besos que te envío.
Mamá.
Me ha gustodo mucho. Puede ser un relato cubano
Pudiera ser… Muchas gracias Javier por tu comentario.
Me gutaron todos pero en especial al de Marieta Alonso el porque? pues parece una historia que las madres cubanas pasan cuando un hijo se van de Cuba en balsas y que no todos llegan, por eso digo que se puede hacer un Puente desde Cuba a Cayo Hueso con cadavares de los cubanos huyendo del comunismo gracias por esas historias
Querida asidua lectora: Gracias a ti por leernos y comentar.
Uno de los cuentos más conmovedores que he leído jamás. Extraordinario!
Muchas gracias. Nos alegra de que lo hayas disfrutado.
Un saludo
Muchas gracias por esas palabras de un gran lector. Besos mil.
Hola, chicas, los cuatro relatos me han gustado muchísimo. Ternura, misterio, emoción como toda buena literatura.
¡Ánimo!
Marga
Muchas gracias Marga. Da gusto escribir y recibir estos comentarios. Un gran abrazo.
Pues seguro que alguien dirá que siempre me gusta más el tuyo porque eres mi amiga. Pues no, me gusta porque es el màs amoroso, el más tierno, el que entiendo muy bien. Esa es la verdad, Marieta, sigue escribiendo más cuentos, me gustan mucho.
Muchas gracias Isabel. Eres un cielo y una gran amiga. Besos a granel.