
La pesca del atún en Ayamonte - Joaquín Sorolla
La pesca del atún, cuadro que inspira este mes nuestros cuentos, fue realizado en el año 1919 por el pintor español Joaquín Sorolla Bastida (1863–1923).
Esta pintura de grandes dimensiones, forma parte de la serie Visión de España, compuesta por catorce grandes paneles para la Hispanic Society of America de Nueva York, fruto del encargo hecho por el hispanista Archer Milton Huntington (1870-1955) por el cual Sorolla se comprometía a realizar una serie de lienzos de gran tamaño con destino a decorar la biblioteca de la sede de la fundación. Huntington, con el que el pintor trabó una gran amistad, fundó esta institución para divulgar la cultura española en los Estados Unidos.
La pesca del Atún, uno de los cuadros más conocidos del pintor valenciano, muestra la tradición pesquera de la almadraba, arte que ya fue utilizado por fenicios, griegos y cartagineses en las costas españolas, cuando en la primavera, época de celo, los atunes nadan desde el Círculo Polar Ártico hasta el mar Mediterráneo, buscando sus aguas calientes para el desove.
Hasta septiembre de 2017 se pueden ver en el museo de El Prado de Madrid, las pinturas cedidas por la Hispanic Society of America.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Cada verano
Cristina Vázquez
La brusca sacudida del autobús despertó a Paloma. Tuvo que cerrar los ojos pues creyó que no podría soportar el resplandor de tan deslumbrante luz. La había ido a recoger al pueblo su tía Casilda, una mujer viuda hermana de su madre, para que pasara una temporada larga en un clima más benigno y fortalecer su salud. Dejó con desasosiego y toses la casona de piedra, rodeada de verdes montañas y días de bruma. Al despedirse, desde la parte de atrás del autocar de línea, creyó que el corazón se le iba a partir.
El viaje largo con incómodas paradas, la mano huesuda y desconocida de su tía como único soporte, la llevaron a refugiarse en un duermevela que se transformó en sueño del que despertó con la sacudida de la llegada. La casa encalada daba al puerto. El olor intenso del mar, el reflejo como un cuchillo plateado del sol sobre el agua y el azul del cielo, la hicieron sentir un estallido de vida y fuerzas que enseguida le dieron ganas de jugar y reír. Una mañana encontró a un chico sentado en el mirador de casa de la tía mojando un bizcocho.
—Este niño es el hijo de mi vecina y se llama Martín.
Rubio, con un flequillo de estopa, no levantó la cara de su tazón hasta que lo acabó y sin más preámbulo, dijo.
—Anda niña, vamos a la calle.
Un ritual que se repetía todos los años en que siguió yendo a pasar el verano, era ir a ver con Martín cómo sacaban los atunes. De niños miraban fascinados con un punto de repugnancia y excitación a los hombres que arrastraban los animales plateados, alguno aún coleando en medio de la sangre y los gritos. Eran como monstruos que los habían limado con piedra pómez, por eso no tenían escamas, aseguraba Martín con una sabiduría que a ella le pareció innegable. Pero nunca los arrastraría, juraba, ese olor le revolvía el estómago, y con un gesto despectivo remataba que eso era trabajo de gente pobre. También le enseñó a coger higos chumbos sin clavarse las espinas, a hacer cabañas al lado del río, a robar sandías y a correr sin parar por una playa blanca, infinita.
—El que cuente más lomos gana.
Al pasar los atunes a veces se les veía brillar en el agua. Y el que ganara, premio. Siempre triunfaba él y las recompensas pasaron de pedirle que le buscara conchas negras, o le trajera chicles a que le diera un beso y luego una caricia. Cuando crecieron, los chicos que antes miraban sacarlos de las barcas, con apuestas de cual se atrevería a tocar el ojo o la aleta que tenía poderes, eran los que se esforzaban en tirar de los peces. Y entre ellos Martín.
La noche antes de volver Paloma a su pueblo de brumas y obligaciones, Martín, recién duchado, aunque con cara de asco, no conseguía quitarse el rastro de olor a pescado, protestaba rabioso. Nunca más volvería a oler así, porfiaba al abrazarla en las dunas con la impaciencia de la despedida.
—Yo me marcho, Paloma, no aguanto más este pueblo y esos peces.
Y con desesperación le pedía que se fuera con él. En cuanto encontrara un trabajo le escribiría y podrían estar juntos. La luna colgaba del cielo con desvergüenza naranja, y el rumor del mar y los cañaverales cercanos fue una música que a ella la acompañó su vida entera.
Las cartas no llegaron y no supo nada de él durante muchos veranos. El esplendor de la luz se marchitaba igual que ella. Dejó de ir al pueblo y los atunes le resultaron horrendos y malolientes, el olor que él odiaba. Cuando murió la tía fue a recoger la casa y se acercó al puerto a despedirse de su juventud, de su tiempo dorado, y vio unos marineros apoyados entre los peces en actitud despectiva, como si estar ahí sin ayudar ni mirar a los hombres que faenaban les diera una categoría superior. Y en la figura que estaba de espaldas creyó reconocer a Martín, que charlaba descuidado con los otros hombres. Se acercó a él y cuando se dio la vuelta casi no le reconoce de lo estropeado que estaba del mar, el sol, del aire. Su pelo rubio estaba ralo, y sus manos, recuerdo de dulzuras insondables, llenas de callos que le rasparon al estrechársela en un saludo convencional, sin emoción. Él tardó en reconocerla, la sobrina de Doña Casilda, quién lo diría.
—Una amiga de la infancia—la presentó a los otros.
Y en su voz no encontró el eco deseado, ni en su mirada un destello. Y el recuerdo atesorado con reverencia de los cañaverales moviendo la noche, el mar en las dunas, sus ardientes abrazos, se diluyó como el rastro rojizo de la sangre de los peces en el suelo.
—Hasta otro rato Paloma.
Y se giró para seguir con su charla.
El atún de aleta azul
Malena Teigeiro
Sabe bien que esa forma de pescar ya la hacía su abuelo y el abuelo de su abuelo, pero a él, ahora que es mayor y la conoce bien, no le gusta el arte de la almadraba. Todo ocurrió el día que los vio atravesar el Estrecho, buscando el agua caliente. Eran listos los condenados. Nadaban agrupados por tamaños, por especies, como las camisas en los estantes de la mercería de la Lola. Iban en inmensos cardúmenes, sin comer, sin dormir, solo arrastrados por el río de agua que los empujaba, con la mente fija en llegar pronto a unas aguas más calientes que las del océano que dejaban atrás. Los vio caer en la trampa de la almadraba y le dieron lástima aquellos hermosos peces con barrigas de plata, tiesos como jureles gigantes, golpeándose unos a otros en el vano intento de escapar de las redes que los cercaban. ¡Inocentes! Pero lo que ya no pudo soportar era aquella figura del Antonio, ése sí que hacía bien aquel trabajo maldito, joven, fuerte, con las mangas de la blanca camisa, ahora manchada de sangre, remangadas sobre los codos. Todavía se despertaba viendo cómo, con una puntería mortal, los enganchaba en el ojo y ellos, arrasados de dolor, daban tal salto que subían solos al barco. Movió ligeramente la cabeza, había que ser joven y fuerte, y él ya no lo era.
Y desde el día en que tomó la decisión de no volver a echar la almadraba, cuando aún alumbra la luna, Paco sale solo en su barca, en la Rocío, a pescar los atunes. Lo que haces es peligroso, le decían en la aldea, cualquier día de estos te arrastrarán hasta el fondo del mar. Pero él, al que esos comentarios le dan lo mismo, rellena con calma su cachaba, luego con ella entre los dientes, coloca los cebos en la línea, y espera. A veces, hasta se queda dormido, pero cuando comienza a sentir el calor del sol, y un tirón de la línea lo despierta, entonces coloca los pies, todavía fuertes, apoyados en la borda, se echa hacia atrás, y le da caña, y como si fuera un matador en el coso, siente que mide su fuerza con la del animal. ¡A ver quién de los dos gana!
Esa mañana lo despertaron los fuertes tirones de su caña. Vio salir la cabeza del agua, sus ojos grandes, redondos, como los de una joven Manga japonesa, lo miraron amenazadores. Nunca había visto un atún tan grande. El pez, intentando desprenderse del anzuelo que llevaba en la boca, a veces da saltos que levantan las aguas formando olas grandes como las de las tormentas; otras, tira de la línea hacia el fondo y al ver capotar a su débil barca, Paco siente en su alma el deseo de seguirlo para descansar entre las algas del fondo del mar. Otras, lo ve correr hacia el infinito arrastrando su barquita como si en vez de un pez fuera una mula. Era tan bravo y tan grande que temió que aquel fuera su último día, pero su Rocío, sin miedo, alegre, convencida de salir airosa, lo seguía dando botes en el agua, y aunque le crujieran las maderas, igual que le sonaban a él lo huesos, aguantó las embestidas. Cuando ya agotado el pez se rindió, y comenzó a subirlo enganchado en la pequeña grúa, tan grande y pesado era que la barca se escoró, se escoró tanto que hasta llegó a entrarle agua. Virgencita del Carmen, había rezado, ayúdame a conservar el pan para el invierno. Y el pez, quizá porque lo cegó el sol, quizá porque no entendía lo que le pasaba, quizá porque la Señora había atendido a su ruego, se quedó quieto, momento que aprovechó para bajarlo y cubrirlo con la lona. Miedo le daba que saltara otra vez a la mar. Entró en la cabina y sacándose la gorra, acarició la imagen de la estampa de la Señora con los dedos. Gracias, farfulló santiguándose. Se volvió a calar su visera azul, arrancó el motor y puso rumbo de vuelta al puerto con la barca casi hundida por el peso del grandísimo atún, que de vez en cuando todavía coleaba. Sudoroso, lo miraba con tristeza, y no porque el pez, todavía vivo, hubiera fijado sus orgullosos y retadores ojos en él, sino porque el hermoso animal de aleta azul le dijo que se había hecho viejo. Aunque se pasó la mano por la frente en el intento de olvidar sus últimas horas, sabía que lo había arrastrado durante varias millas sin que él pudiera hacer nada y lo había hecho con tanta fuerza, que casi lo tira al mar, pero él, pescador viejo y avezado, aguantó el envite y le dio caña hasta que su hermoso enemigo no pudo más. Hasta que se cansó. El atún, como si reconociera sus pensamientos, cimbreó el lomo y golpeó con fuerza el suelo de la barca. Con la pipa ya sin fuego en una mano, no dejaba de contemplarlo. Le daba lástima, él solo había abandonado los océanos para ansioso, anhelante, ir en busca de una novia sobre la que desovar, igual que hacía él cuando ponía rumbo al puerto desde que, hacía ya muchos años, se llevó a su casa a la más bonita moza de la aldea, a la Rocío.
La carta
Liliana Delucchi
Promediaba mayo cuando, una vez más y siguiendo la tradición que me impuse desde que mi padre partió, fui al puerto a ver los barcos que regresan con los atunes. Don Gervasio suele prestarme su barca para ver la almadraba con pescadores y rederos, envueltos en sus labores entre enormes peces vencidos. Sus trabajos y ajetreos me permiten imaginar a otro personaje entre ellos, aquel que un día embarcó con rumbo desconocido en busca de otros mares y del que solo recibo cartas cada tanto. Sé que está en el norte, en un país donde se habla otro idioma y que la gente es alta y rubia.
Ayer llegó una esquela más corta de lo habitual. Dice que nos echa de menos, a nosotros y al clima, y que mira el horizonte en busca de la desembocadura del Guadiana, pero no encuentra la calidez del hogar. Uno de los marineros hace señas para que me aleje y retire mi barca, ése no es lugar para niños, vocifera. Le grito, desde donde estoy, que mi padre también es pescador y lleva años lejos. Se quita la gorra y la agita para que abandone el lugar. No importa, volveré a casa para ver en el Atlas, regalo de mi tío, dónde está papá.
En casa no hay nadie. Madre debe haber ido a la compra y mis hermanas al lavadero. La habitación está en penumbras, con el olor del mar colándose por las persianas entreabiertas, donde el sol intenta entrar formando rayas en la butaca que usaba él. Me siento en ella para descansar y cierro los ojos tratando de recordar sus facciones. Tenía bigote y era negro como su pelo; la piel de las manos parecía papel de lija. «Me haces daño», le decía, y él contestaba: «Son las manos de un pescador y tú eres demasiado delicado». Miro su foto enmarcada sobre una repisa, ¿seguirá así de guapo? El otro día, Serena, la mayor de mis hermanas, la escupió. Le pregunté por qué lo hacía y respondió que yo no me enteraba de nada, como los demás. La menor, le sonrió con un «al menos manda dinero», mientras limpiaba el cristal y le daba un beso antes de depositarlo de nuevo en su sitio.
Mis libros están en una estantería que hizo mi tío. Son pocos, pero los cuido mucho. Como todavía no tengo la estatura suficiente para alcanzar lo que busco, abro un cajón, solo a medias, para usarlo de escalera. Es entonces cuando todo se desmorona. Con un ruido infernal, el cajón se cae, desparramando todo su contenido. Recojo una a una las cosas que madre guarda en él: dedales, hilos de coser, bordados a medio terminar y cartas, muchas cartas. Son las de él, las que ella me lee cuando llegan y muestra a las vecinas. Quito todo para volver a acomodarlo y no me regañe y entonces lo veo. Es un sobre amarillento, dentro hay un papel ajado y una foto. En ella se puede ver a una familia compuesta por una mujer alta y rubia, dos niños y un hombre. ¡Es mi padre! La nota dice: «Esta es mi nueva familia. No me olvidaré de vosotros. Os enviaré dinero.»
Pero no es la letra de las cartas que mamá me muestra cada tanto.
Luz del amanecer
Marieta Alonso
El brillo de la aurora viste de plata los lomos de los atunes. Luz blanca y azul en las aguas, dorada en la toldilla. Intuyo que lo sabe. Hoy la pesca ha sido abundante. Desde niños trabajamos codo con codo en la captura del atún. La almadraba, al igual que antaño para los romanos, no tiene secreto para nosotros. Los pescadores más experimentados los seleccionan, uno de ellos pesa doscientos kilos. Ríen los rostros.
Tras el despiece hablaré con él. Dominamos el ronqueo, que así se le llama por el ruido que el machete produce al entrar en contacto con la espina dorsal. Con el bichero en alto me mira fijamente. Bajo los ojos. Alguien le ha ido con el cuento.
Se dice que de éste nómada pez, al igual que del cerdo, se aprovecha todo: el cogote, el tarantelo, la cola blanca, las huevas de grano, las de leche, los lomos, y el corazón. Sobre el banco mi amigo coloca el mormo, el contramormo, situado justo entre la cabeza y la aleta. Junto a ellos el morrillo, sabemos los dos lo rico que los prepara su mujer. Me vuelve a mirar y afila el puñal. No hay nadie entre nosotros. Tira con rabia a un contenedor la piel y las espinas.
¿Cómo hacerle comprender que desde niños amamos a la misma mujer, la suya, que quise poner tierra por medio y él mismo me disuadió? Fue anoche la única vez. Lo juro y lo siento, pero no puedo engañarlo. Nunca fui tan feliz como esas horas junto a ella. ¿Cómo decirle que no volverá a suceder? Que me marcho para siempre. Que fue un momento de debilidad.
No me da lugar. Con la misma furia que tiró los restos al contenedor deja el cuchillo, toma el gancho, me pincha y me arroja a ese mar que hoy parecía sereno.
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