
La partitura
Conscientes del lenguaje universal de la música y de lo que la misma incide en nuestras vidas, nos hemos inspirado en una partitura antigua para desgranar con palabras las notas que no sabemos interpretar en un pentagrama. De ese modo pretendemos hacer llegar a nuestros lectores las distintas melodías de la existencia de personajes que transitan por unos relatos que esperamos sean de vuestro agrado.
La palabra «partitura» proviene del término italiano partitura, que quiere decir literalmente insieme di parti (conjunto de piezas o partes).
Es un documento manuscrito o impreso que indica cómo debe interpretarse una composición musical. Mediante un lenguaje propio y el llamado sistema de notación, utilizado para representar gráficamente una pieza, permite que el intérprete la ejecute de la manera deseada por el compositor.
Durante muchos siglos el canto cristiano se conservó únicamente por tradición oral.
En torno al año 800 empieza la notación musical en el Imperio Carolingio.
La primera música impresa apareció alrededor de 1473, aproximadamente veinte años después de que Gutenberg presentase la imprenta. En 1501 Ottaviano Petrucci publicó Harmonice Musices Odhecaton, que contiene 96 piezas de música impresa.
En la actualidad se utiliza también el ordenador.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Genética musical
Cristina Vázquez
No soportaba la falta de interés y cualidades que tenía el coro de la parroquia, formado por un grupo de zafios muchachotes que acudían a vociferar obligados por los curas del colegio adyacente. El padre Romualdez afirmaba presuntuoso que ese pequeño orfeón traería fama a l pueblo y fe a los parroquianos de la ciudad.
Habían contratado para dirigir el coro a Diego, el joven profesor de música del colegio, recién llegado de Austria de estudiar con una beca. Sus ilusiones de encontrar reconocimiento para sus composiciones y obtener fama y dinero se fueron desvaneciendo a la misma velocidad que sus escasos recursos. Aceptó el trabajo como mal menor para subsistir y tener tiempo para su arte. Se convencía a sí mismo mientras trataba de acabar el motete que se le había ocurrido y que cantaba para sus adentros, sin conseguir plasmarlos con la energía y el virtuosismo que él deseaba.
No en vano, era descendiente de un afamado músico cuyas composiciones se tocaban en teatros importantes y su nombre salía en la Historia de la Música. Sentía que la genética se apoderaba de él con voluntad propia y se propuso dar brillo al nombre y continuar la saga musical de la familia. Y ese era el empeño de su vida.
Su físico un poco desmañado, resultaba interesante por sus profundos ojos llenos de melancolía, sus andares elásticos y la dulzura de su voz. Él los potenciaba dándose un aire bohemio, un poco de opereta. Se dejaba crecer la melena, que sí tenía lustrosa con bucles envidiados por alguna osada profesora, como María de los Remedios, la de arte. Trataba de componer una expresión entre doliente y elevada para convencerse y convencer de su inevitable genio.
—Mi apellido me condiciona musicalmente —confesaba en cuanto tenía una oportunidad. Y muchas mujeres suspiraban.
Pero, aunque trabajaba con bastante ahínco, las clases de música, el tontear con la profesora de arte y para colmo los ensayos del coro, le alejaban de la tonalidad deseada del motete, y de otra melodía que podría desembocar en sinfonía y que se le iba metiendo en la cabeza.
Diego se casó con María de los Remedios, la esbelta profesora de arte que al poco tiempo comprendió que la obra soñada no avanzaba a la velocidad de los gastos, y que su recién estrenado marido necesitaba un poco de energía. Energía que a ella, mujer decidida y luchadora, le sobraba.
Así que le puso un plan de trabajo para que cumpliera y fuera orquestando lo que quisiera. Además, debería hacer la pelota al padre Romualdez y dar fuste al desmañado coro, le sugirió con autoridad.
Una vez que terminó el motete con entusiasmo, gracias a la vigilante y aprobatoria actitud de ella, y comenzó la sinfonía que se quedó en un adagio facilón y sensiblero, María de los Remedios recurrió a un buen amigo que conseguía envejecer obras de arte.
—No es falsificador, Diego, cariño —le confesaba mimosa—. Es otro artista, como tú, que necesita vivir.
Le llevó un par de partituras y consiguió echarle doscientos años encima y las presentó como un gran hallazgo del antepasado compositor. El entusiasmo del padre Romualdez fue enorme y lo mostraba como un descubrimiento único patrocinado por su orden. Obligó a que se cantara en el coro pagando una sustanciosa cantidad para quedarse con la partitura. Sus sueños empezaron a crecer: la expondría en la Catedral y se podría hacer una gira con ese coro o con otro, y quizás, con unos arreglos Diego conseguría hacer una música moderna y a lo mejor…
A lo mejor, le dijo su mujer al volver a casa después de cobrar el dinero. A lo mejor, mi amor, nos pillan, así que andando para otro sitio que quedan muchas partituras por descubrir.
La sinfonía incompleta
Malena Teigeiro
En la vida de Ena todo funciona con el orden y la métrica de las notas escritas en un pentagrama, lo que le hacían sentir como si en vez de una mujer fuera una partitura. Así, en la casa de sus abuelos y padres, el almuerzo se sirve a las dos en punto, el té a las cinco y la cena a las ocho y media. Las comidas y desayunos son medidas en proteínas, grasas y vitaminas. Las visitas se hacen y reciben a las horas y días programados a primeros de mes. Y los vestidos, hiciera frío o calor, son acordes con las temporadas, de oscuras lanas en invierno y livianos algodones en verano. En aquella casa se cumple a raja tabla con el orden de las pulcras listas que, como si fuera una directora de orquesta, la madre de Ena elabora para dirigir la casa. Todo ha de hacerse con ritmo, sin que nada sea discordante, repite una y otra vez con una redonda boquita que a Ena se le asemeja a uno de los agujeros del corcho con el que, piensa, está hecho el cerebro de su madre.
Con respecto a la educación de sus hijos, para aquella familia lo más importante era el profundo conocimiento de la música en sus distintas vertientes. Como paso principal, y nada más nacer, se decide el instrumento de cuerda que cada uno debe tocar con perfección. La mujer era feliz sentada delante de sus retoños escuchando aquellas canciones que, con más arte que gracia, entonaban los dúos, tríos o cuartetos formados por su hijos.
Así, rodeados de orden, partituras y sonrisas, van pasando las semanas en aquella casa en la que todos sus habitantes parecen pertenecer a una Arcadia feliz. Todos menos Ena. A ella en el reparto de instrumentos, le correspondió el chelo. ¡Dios mío!, se dice una y otra vez a sí misma. ¡Cómo odio esta inmensa cosa entre mis piernas! La única música que le gusta es la que entra por las noches en su habitación a través de la ventana. La que una orquestina toca en el palco del kiosco. Sin que sus padres lo sepan, ella se asoma a la ventana. Envidia a aquellas felices jóvenes que giran aferradas a sus parejas. Y cuando divisa a alguna que se detiene para besarse, la cierra ruborizada.
Últimamente, Ena vive de forma díscola y desobediente. Entre otras cosas se despierta tarde. Ha descubierto la felicidad que produce quedarse un ratito más entre sus blancas sábanas. Pero lo que desde hace tiempo ya no soporta, es la voz de su madre, que impecablemente vestida, con su sempiterno broche en forma de piano cerrándole el cuello, le insiste: Ena, por prisa que lleves, los movimientos del cuerpo tienen que ir acordes, acompasados, unidos unos con otros, como si llevaran el compás de una feliz canción. Y mueve la mano marcando los tiempos de la clave de sol. Y su abuela, que las contempla emocionada, la acompaña golpeando rítmicamente con la patilla de las gafas encima de la mesa. Y ese toc, toc, de la madera producido por su madre, unido al tic, tic, de las monedas que le cuelgan de la pulsera a su abuela, la ponen frenética.
Aquella mañana, una vez más, se levanta tarde. Recogiéndose el cabello se dirige al comedor. Con los dedos en la manilla, decide que está cansada de tanta música, que no aguanta más a aquella familia que observa con sorna al que no sabe cómo pulsar a la perfección las cuerdas de un instrumento. Y como se considera inútil como violonchelista, sin pensárselo dos veces, no entra en el comedor.
Se fue de madrugada, no sin antes haber recogido las joyas de su madre y de su abuela. Lo que primero que hizo fue vender el broche con forma de piano. ¿No le da pena deshacerse de algo tan original?, le preguntó el prestamista. Ella movió la cabeza. Lo haría aunque no tuviera necesidad de lo que puedan darme por él, se dijo para sí. Cuando salió de la tienda con el dinero de las teclas de brillantes, comenzó a sentirse liberada del ritmo, de la perfección de las composiciones, y aunque no sentía ningún daño, sin saber por qué, con gusto comenzó a arrastrar una pierna. Le alegró comprobar que a causa de ello su cuerpo comenzó a moverse sin orden ni concierto camino de la estación del tren. De pronto, se detuvo delante del espejo de un escaparate. Sonriente, sin dejar de contemplarse, introdujo los dedos entre el cabello deshaciéndose el peinado. Luego se desabotonó el cuello de la blusa. Esta es la sinfonía incompleta, se dijo. Y rompiendo todas las enseñanzas, por primera vez corrió libre.
Canción de cuna
Liliana Delucchi
Para Marcello
Aurora conocía la excepcional importancia de aquella partitura. Amarilla y ajada por el tiempo, la encontró en el fondo de una caja donde se guardaban los recuerdos de familia, desde fotos a entradas de teatro, billetes de tranvía de alguna ciudad o sellos de correo en desuso. Al igual que la porcelana, la caja pasaba de generación en generación en aquella familia dirigida por mujeres, incrementando su contenido con pertenencias o recuerdos de la nueva propietaria.
El piano era otra de las posesiones que heredaba la hija mayor, el piano y la obligación de tocarlo. Era impensable decir que no. Negarse a acariciar ese teclado, a sacarle su música era como afirmar que no se pertenecía a la estirpe. Y Aurora, como su madre y su abuela antes que ella, tocaba el instrumento. Lo disfrutaba, y lo disfrutaba mucho. De hecho, lo habían colocado en el salón más iluminado de la casa, el mejor decorado, el más cálido en invierno y fresco en verano. Compartía la estancia con Ángel, su marido, quien sumido en las páginas de los libros que leía o escribía, gozaba de las notas que su mujer lograba hacer subir por cortinas y estanterías, como si caminasen por los rincones.
Pero esta partitura era diferente. Era la canción de cuna con la que generaciones iban a dormir. Cuando sonaban esas notas los niños se ponían los pijamas, lavaban los dientes y besaban a su madre con un “hasta mañana”. Aurora y Ángel no tenían niños, por eso ella se negaba a acariciar las teclas para sacarles la melodía de la nana. Pero esa tarde de finales de verano era distinto, algo había en el aire y no era el perfume de las flores del jardín ni el rumor de las hojas. Las cortinas del salón se movieron y la mujer tuvo la sensación de que alguien o algo había entrado. Se equivocaba, la estancia estaba tan vacía como unos momentos antes. No tuvo miedo, su estremecimiento era curiosidad. En silencio, casi de puntillas, se coló por las cristaleras hasta el patio y en el cantero de las hortensias lo vio. Era gris, con rayas blancas y negras, el morro y las patas claras y saltaba atacando a una víbora.
—Te ayudaré —le dijo Aurora al gatito.
Fue en busca de una antigua espada india y entre los dos se hicieron con el reptil.
La mujer se quedó de pie, con el arma en la mano contemplando lo que habían hecho y el felino restregándose contra sus piernas. Fue entonces cuando ella lo invitó a pasar para premiarlo con un paté que tenía guardado y buscar la partitura en la antigua caja.
Ángel escuchó la melodía desde el coche y mientras caminaba hacia el salón, supo que su familia acababa de crecer.
Tómalo con calma
Marieta Alonso
Con un portazo y un tajante exabrupto había puesto fin a muchos años de estresante vida familiar. Ocurrió el mismo día en que la empresa quebró y le pusieron de patitas en la calle.
—Las cosas se hacen bien o no se hacen —pensó cerrando los ojos con fuerza. Si quería comenzar una nueva vida debía cortar por lo sano. Era hora.
Al salir de su casa llevaba el documento nacional de identidad, cincuenta euros, un pentagrama y el abrigo. Su mujer había muerto veinte años atrás, dejándole cinco hijos pequeños que ahora, cumplidos los treinta y cuatro el mayor y veinticinco el más joven, debían aprender que la vida no era una juerga perenne. Algo había hecho mal. Aunque eran buenas personas se pasaban el día haraganeando en casa y viviendo a su costa. No quisieron estudiar por no ser genios, ni trabajar por no gustarles el capitalismo.
Decidió dejarles casa, coche y la nevera llena. Para empezar, iban a tener más que él. Por ellos había abandonado sus sueños de juventud. Y se marchó sin mirar atrás para no caer en la tentación de volver.
Todo esto lo piensa mientras se inclina para agradecer los aplausos que resuenan en aquel teatro de sus sueños juveniles, tras haber ejecutado como solista al piano, sonatas, mazurcas, nocturnos… Sonríe al recordar la cara de aquel agente de talentos, al que se presentó con una partitura de su creación. Estaba tan nervioso que cuando le pidió que se sentara al piano para verificar si lo que decía era cierto, sin pensarlo se quitó el abrigo revelando que lo único que llevaba puesto era un minúsculo slip. Aún no sabe si aquel hombre se quedó con la boca abierta por su ejecución o por su indumentaria.
Recorre con la vista las relucientes arañas de cristal de bohemia, los palcos, las butacas y se queda paralizado. Sus cinco hijos en primera fila, de pie aplaudiendo a rabiar, le lanzan besos al aire, gritando: Vuelve a casa papá. Te echamos de menos. La vida es muy dura sin ti.
Me han gustado todos los cuentos gracias por tenerme alerta en sus cuentos
Gracias, Martha. Nos encanta que nos sigas y más que podamos distraerte un rato.
Muchas gracias Martha por leernos y por tus comentarios. Un abrazo
cris, el tuyo genial y de ese humor tan caracteristico
Muchas gracias querida
Muy entretenidos los tres!
Me han encantado.
Cristina escribes con muchísima frescura! Da gusto tus relatos.
Nos vemos pronto.
Cristina compones muy bien tus cuentos.
Gracias