
La mercería
Como tejedoras de relatos, este mes quisimos adentrarnos en esos locales llenos de historias para hilvanar nuestras palabras con hilos de colores. Desde un ayudante de boticario que mira la mercería de la calle de enfrente, a una aguja que tiene el honor de haber cosido el vestido de novia más bonito del mundo, pasando por una joven solitaria que encuentra el amor entre cajones que huelen a madera antigua o un trabajo de costura que se eterniza cotilleando al vecino de enfrente.
Son cuentos que podrían haber tenido lugar en esas alegres y vetustas mercerías a las que hemos recurrido nosotras, nuestras madres y abuelas.
La foto de portada es la fachada de la Mercería Comercial Amparo, un local de bordados y pasamanería abierto en 1916. Situada en la calle Pontejos, de Madrid, es una de las tiendas más bellas del centro. La fachada fue decorada por la Espejería Pereantón, y el mueblista Carrillo se ocupó del interior, presidido por una escalera monumental, y con unas bellas yeserías alhambristas en el piso superior.
Tras una etapa de creciente deterioro de su valioso mobiliario, el local ha cerrado sus puertas a comienzos de 2018.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Inocencia
Cristina Vázquez
La ciudad le pareció a Hermenegildo San Juan una pequeña Vetusta con pretensiones. Al apearse del coche de línea le esperaba un primo segundo de su madre que le había conseguido el trabajo de ayudante de boticario.
—Hijo, siento que te marches, pero es un buen arreglo —le había despedido la madre viuda con sincera pena e inconfesada liberación.
El hijo había tenido muchos tropiezos se justificaba la mujer ante parientes y amigas. Huérfano desde pequeño, con mucha imaginación e inquietudes, y ella, declaraba solemne, no había podido sujetarlo mejor. Pobre muchacho, contestaba con falsa piedad la buena gente que la escuchaba, cada vez menos, pues la señora había dejado de tener importancia y fortuna, a causa de las inquietudes e imaginación de su vástago. Gracias a este primo y a un par de años que estudió química, había conseguido el trabajo de ayudante en la pequeña ciudad.
El chico era de buen parecer. Alto, bien vestido con prendas de calidad un poco raídas, pero con la desenvoltura del que ha viajado y conocido un buen vivir. La desolación que le entró a Hermenegildo al verse en la botica, eso sí la más principal y mejor situada, fue inconmensurable. El farmacéutico era un hombre gordinflón y soso, con unas lentes que permanentemente perdía, sordo y sin destreza en las fórmulas que preparaba. Quería un sustituto para largarse lo más temprano posible al casino.
El único panorama que tenía enfrente era la Mercería Amparo a la que entraban mujeres que le entretenían la vista. Muchas de ellas, luego iban a la farmacia para conocer y disfrutar del novedoso ayudante, lo que hizo que aumentara la clientela.
Una tarde pasó él a la mercería, pues veía abrir y cerrar los postigos a una hermosa mujer. Joven, bien entrada en carnes, un pelo rizado que sujetaba con gracia en un rebelde moño y un andar oscilante que le volvía loco. Al verla más de cerca comprobó que tenía unos ojos verdes rasgados y la boca carnosa que sonreía con facilidad, mostrando unos dientes blancos un poco mellado en una de las paletas que le daba una gracia especial. Pasó algunas veces más y se percató de que, además de la hermosura, aparecía por la trastienda una joven magra, con gafitas de maestra aplicada, sonrisilla tímida, pelo ralo y un delantal lleno de bolsillos. A Hermenegildo le pareció la representación humana, no muy favorecida, del cuento de La Ratita Presumida, o en este caso de la rata, pues hasta su voz aguda y desagradable encajaba con el personaje. Era como una sombra intermitente que aparecía y desaparecía. Cuando le preguntó a la belleza quién era, le dijo despectiva que era una ayudanta, una meritoria que se empeñaba la dueña, doña Amparo, en tener.
Al poco tiempo se hicieron confidencias cuando había algún momento de esparcimiento, incluso en el fondo del café El Ambigú que no estaba lejos de ahí. Instalados en los pretenciosos asientos de terciopelo desgastado, se veían en el espejo veneciano que presidía el saloncito, y sus imágenes reflejadas les confirmaban lo inapropiado que era para ellos ese ambiente provinciano. Ella también había vivido en grandes ciudades. Era la ahijada y futura heredera de doña Amparo, una vieja resabiada y desagradable que, aunque padeciera todo tipo de enfermedades, seguía recia y latosa. Amparín, que así se llamaba la belleza, se quejaba de por qué había que esperar tanto.
—La vida no ha sido justa conmigo, Herme, ni contigo —le susurraba con unas perfectas lágrimas que no terminaban de derramarse, pero daban un brillo irresistible a sus almendrados ojos.
Ella no merecía eso, después de la vida estupenda que había tenido y por mala, muy mala suerte, se encontraba ahí. Y un suspiro sentido le hacía subir su perfecto pecho, obligándola a desabrocharse con pudor los primeros botones de la ajamonada blusa.
—La vida nos ha puesto aquí por algo Amparín.
Le sostenía con decisión las manos. Él tampoco tenía que estar en esa botica con ese viejales, que por más contento que estuviera con su ayuda y por más juramentos de que la iba a heredar, no aguantaba el olor a potingues ni la vulgaridad del boticario.
—Menuda mierda de vida estamos llevando. Nosotros que conocemos el mundo… —remataba lleno de amargura con el asentimiento cálido y cada vez más cercano de ella.
Una mañana a primera hora cruzó Amparín a la farmacia en la que no había nadie. Le llevó a la rebotica y después de un apasionado beso, le confesó que estaba muy preocupada por su madrina. Cada vez respiraba peor, pasaba unas noches de sufrimiento que le partía el corazón, y le puso la mano a Hermenegildo en el lugar dónde palpitaba desbocado.
—No es justo prolongar su sufrimiento, ¿no crees? —lanzó una triste mirada a su alrededor.
No habría algo que la aliviara esa agonía, algo que… Bueno él sabía más de esas cosas. Doña Amparo, la madrina, falleció de madrugada. Cerraron tres días la mercería por luto en los que Hermenegildo no la vio, pues daría que hablar que en esos días aparecieran juntos.
Pero la mercería tardó una semana en abrir y Hermenegildo no conseguía ver a Amparín. Lleno de culpa e inquietud, con las manos bien lavadas para que no apareciera ningún rastro, empezó a angustiarse. No le servía de consuelo las promesas de que se irían juntos al liquidar la mercería, ni recordar los lugares que iban a visitar: París, el lago di Como, Portofino, la Riviera y tantos otros.
Al octavo día vio el cierre de la tienda subido antes de llegar a la botica y cruzó veloz para verla, pero a quien se encontró fue a la ayudanta con sus rizos descoloridos y el aire ratonil.
—Buenos días Hermenegildo. Te esperaba —le dijo con su vocecita aguda y desagradable, aunque llena de decisión. La sorpresa de él iba pareja a su desencanto.
— ¿Y Amparín?
—Amparín soy yo —contestó resuelta—. La ahijada de doña Amparo. La mercería es mía. Voy a hacerme cargo de la tienda y a casarme.
El hombre se sentó en una silla que ella le acercó con presteza.
—No entiendo nada, pero la ahijada, la heredera —tartamudeó confuso—, no es la otra que también se llama Amparín.
La resuelta mujercilla se puso ante él y con suavidad le explicó que la otra, bueno, era una pelandusca a la que había pagado un buen dinero por ejecutar, así dijo, ejecutar la faena.
—Me he enamorado de ti desde el primer día —le confesó balanceándose con timidez—, y tenía que trazar un plan para poder conseguirte.
Y ahora, metió las manos en uno de los grandes bolsillos de su delantal. Él era un poquito su prisionero, porque ella había guardado una chispita, e hizo un gesto como si contuviera una pequeña cantidad entre el dedo índice y pulgar, del arsénico que le había facilitado a la otra.
Esperó un momento a que Hermenegildo se repusiera de la impresión y recuperara un poco el color.
—Pero no te preocupes. Fijamos una fecha para la boda —le puso, mimosa, las manos sobre los hombros —. Después, a lo mejor, también podemos quedarnos con la farmacia y tendríamos los mejores locales de la ciudad.
Le revolvió el pelo, se puso tras el mostrador y se estiró su primoroso delantal lleno de bolsillos. Mientras afilaba unas tijeras grandes para cortar telas, le miró arrobada.
—Piénsalo. Hay poco tiempo.
Lazos, calcetines y etiquetas
Malena Teigeiro
Con sus pequeños y apurados pasitos, Rosa llega a la cafetería donde tiene costumbre de merendar con sus amigas. El regocijo de tener algo que contar, le alegran sus desvaídos ojos, antaño de un azul intenso. Carmen, Mercedes y Rita, aburridas, le muestran su asiento. Mi vecino ha regresado, dice dejándose caer en la silla. Carmen, Mercedes y Rita elevan las cejas. Se ve que él tenía que trabajar y ha dejado a su mujer y a sus cuatro hijos, verdaderos demonios, en la playa. ¡Pobres abuelos! Un café con leche y una tostada, pide al camarero desabrochándose los botones de la chaqueta de su traje. Sí. Sí, chicas. A mí me parece lo mismo. Según me cuchicheó el portero pasan las vacaciones en la casa familiar de los padres de ella. Aunque eso no lo sé a ciencia cierta y como el portero es tan cotilla, pues a lo mejor no es verdad. Dándole las gracias al camarero, recoge la tostada y le da un mordisquito. Nada me gusta más que el olor a mantequilla, rumia sin dejar de masticar. Pues veréis, y para haceros en cuento corto, como ya comienzan los peques el colegio, fui a la mercería de Pontejos a comprar cintas para los lazos del pelo de mis nietas, etiquetas para marcar la ropa, y calcetines. Eso fue el sábado. Pues el domingo, nada más levantarme, me senté en el balcón con mis cintas y mi costurero. ¡Ay!, cada día hacen peor el café. ¿No os parece? Yo creo que tendríamos que decir algo. Lo cierto es que tenías razón Rita, desde que todo lo hacen las máquinas, ya nada es lo mismo. Bueno, pues sigo, estaba formando las lazadas, cuando vi al vecino. Vive en la casa de al lado, en un primer piso con una terraza, bastante grande, la verdad. Debe pensar que en vez de una terraza tiene un jardín en el Caribe. Si no, no se entiende. Veréis. Además de un tresillo y un comedor, ha colocado en un macetón una palmera alta, grande. Es bonita. No hay por qué decir otra cosa. Luego en otras más pequeñas, a juego con la grande, ha plantado otras palmeras pequeñitas, que cuando le crezcan a ver dónde las coloca. ¿No os parece? Carmen, Mercedes y Rita, suspiran, cómo no van a entenderla. Pues animada por los gestos, Rosa continúa. También tiene tiestos con caléndulas, petunias, begonias, y hiedras. Salvo la palmera, las flores, como podían ver, eran normalitas. También ha colocado dos sombrillas, una chimenea abierta para poder charlar calentitos por las noches, y una fuente de varios caños, de esas que reciclan el agua y están siempre funcionando. ¡Ah!, y varios sofás. Lo cierto es que varias veces he estado tentada a denunciarlo al Ayuntamiento, porque como duermo bastante mal, el ruidito de los chorros me pone nerviosa. En fin, que solo le faltan los guacamayos.
Yo no quería entretenerme mirándolo, porque tenía que estar todo terminado para que las niñas fueran al colegio el lunes. Pero no me pude contener, y volví a mirar hacia la terraza del vecino.
De pronto lo vi aparecer. Iba en pijama, era de rayas rojas azules y blancas. ¡Vamos!, de los de toda la vida. Veréis: Llevaba el pelo revuelto, quizá un poco largo, y una taza de café en la mano, de esas que se usan ahora que nunca recuerdo como se llaman. Un mug, oye a Rita. Pues eso, un mug. Como decía, salió a su terraza y se la encontró como la encontraríamos cualquiera después de veinte días de estar cerrada. Todos los pájaros de los árboles de alrededor habían ido a beber a su fuente, y las hojas de la última tormenta del verano habían decidido que aquel era el más hermoso lugar para enterrarse. Él miró al suelo y algo dijo que no entendí. Pero por las maneras parecía que no estar muy contento. Entró en la casa y volvió a salir ya sin pijama y sin café en la mano. No mujer, no iba desnudo. Eso no. Las carcajadas de las amigas hicieron que algunos clientes volvieran la cabeza hacia su mesa. Ahora se había puesto un pantalón corto y una camiseta de algodón azul. Parecía un limpia piscinas de película americana. Porque él es guapo. Muy, muy guapo. Y ese moreno dorado tan bonito que se le pone a uno en la playa, le sienta genial. Aunque la camiseta que llevaba no era como las de los americanos, la de él tenía un poquito de manga. A mí estas me parecen bastante más elegantes. Me di cuenta de que si seguía mirando no iba a terminar los lazos a tiempo. Dejé el que tenía terminado en una cajita y corté otro trozo de cinta de grogren azul marino. De pronto escuché un ruido que me obligó a volver a mirar. El hombre comenzó a arrastrar muebles, macetas y sombrillas, colocándolas todas juntas a un lado. Luego sacó la manguera y regó las blancas losas. Después, de forma incomprensible, porque cualquiera de nosotras lo hubiera hecho al revés, comenzó a barrer, con lo que el polvo y la tierra mojados empezaron a dibujar hermosas líneas marrones. ¡Fue tal cual lo cuento! En fin, que cuando recogió todas las hojas y papeles que habían volado a su terraza, lo vi que miraba el suelo rascándose la cabeza. Al levantar el brazo se le marcaron todos los músculos. Sin darme cuenta me pinché. Dejé el lazo y mientras me chupaba el dedo, como no podía hacer otra cosa, volví a mirar. He de decir que el hombre tiene una buena figura. Y las piernas muy largas. Guiñó un ojo con picardía. Sí, muy largas. Él echó una mirada alrededor y volvió a entrar en casa.
Poco después apareció llevando un cubo y una fregona. Esta vez se había calzado unas sandalias de esas que llevan los alemanes. ¡Qué horror!, exclamó Carmen. Pues te digo que en sus pies no quedaban tan mal. Y comenzó a pasar la fregona. Con aire, no diré que no. Debe de haberlo hecho muchas veces. Nosotras nunca se lo hubiéramos consentido a nuestros maridos, pero se veía que a él sí, porque de vez en cuando cambiaba el agua del cubo. Pues como os decía, el hombre pasó con esmero la fregona. Y cuando entendió que había llegado al final, se quitó las sandalias, y con el cubo en la mano se iba de puntillas hasta la puerta de lo que debe ser la cocina. Por ahí veo yo muchas veces a una señorita con un uniforme blanco. ¡Ya nada es como antes! Antiguamente las cocineras llevaban otro tipo de batas, pero ahora con eso de los pantalones, nada es lo mismo. Pues como iba diciendo, se puso de puntillas y comenzó a atravesar la terraza, hasta que, como no podía ser de otra manera, resbaló y se cayó. El agua sucia se desparramó de nuevo por las blancas baldosas. El hombre, agarrándose la cadera se levantó. Echó una mirada al suelo y llevándose las manos a la cabeza, a esa cabeza que parece tallada por Miguel Ángel, gritó: JODER. Cualquiera de nosotras nunca hubiera dicho eso. Otra cosa como ¡Vaya por Dios! ¡Qué rabia! ¡Parezco tonta!, sí. Pero joder… Nunca. Y entonces, hizo algo que tampoco hubiera hecho ninguna mujer que se precie. Recogió la fregona, el cubo, se puso las sandalias, colocó todo lo que había arrumbado en su sitio y entró en la casa.
No había pasado ni media hora cuando volvió a salir. Se tumbó bajo la sombrilla e imagino, porque ya no le veía más que los pies. Se debió poner a leer o quedarse dormido. Eso no lo sé. Puede que hablara por teléfono. El caso es que el agua sucia se secó sobre las hermosas baldosas de su caribeña terraza.
Me molestó tanto esa dejadez, que cerré la ventana y seguí haciendo lazos. La verdad es que cuando me fui a almorzar, no me había cundido nada la mañana. Esto de hacer lazos es algo de lo más lento y delicado. Y todavía me quedaba por coser todas las etiquetas. No sé. Estoy últimamente demasiado lenta. Se ve que me he hecho mayor, porque antes, todo esto lo hacía yo en un periquete.
Lilas
Liliana Delucchi
Se detenía en ese escaparate todos los días cuando regresaba de comprar el pan. Le fascinaban los colores, sobre todo los de los hilos, imaginando lo que haría con ellos. Sin embargo, los comentarios que había escuchado sobre la anciana, sentada en una silla de enea detrás de un mostrador, la mantenían delante de la puerta acristalada sin atreverse a entrar. Cotilleos de barrio, pero uno nunca sabe…
Cuando llegaba a su casa, antes de meter la llave en la puerta, pensaba que debería haber entrado. Si la señora era bruja quizás podría beneficiarla, pronosticarle un futuro con tonos primaverales, como los de los cordones de la vidriera. Entonces volvía a recorrer el camino hasta la tienda... Y vuelta a casa.
Era martes por la tarde cuando, de regreso de la consulta del médico para el chequeo anual, algo la impulsó a entrar. El olor a madera encerada mezclado con un perfume desconocido y la penumbra del local matizado con las luces del techo, le hicieron sentir que estaba en un lugar mágico. Entonces la vio. No era tan mayor como la pintaban los vecinos, quizás algo delgada, pero su pelo encanecido estaba bien peinado. Seguro que hoy fue a la peluquería. La señora levantó la vista de su bordado y le regaló una sonrisa de bienvenida que invitaba a acercarse.
—¿Puedo ayudarla? —su voz sonó cálida, tal vez un poco ronca y a la joven le recordó a una cantante mexicana que había muerto tiempo atrás.
—Hilos de colores —fue su respuesta.
La anciana, dejando su labor sobre el mostrador, abrió un cajón donde se desplegaban todos los matices del universo y extendió su mano sobre ellos en un gesto de invitación.
—Nunca he hecho un bordado —murmuró Clotilde y sin saber por qué sintió calor en sus mejillas.
La mujer le respondió que posiblemente era su momento de empezar y le extendió unas páginas con dibujos de ramos de flores, añadiendo que debería iniciarse por lo más fácil, quizás el punto de cruz.
Con una bolsa llena de hilos, cañamazo y un bastidor, Clotilde anduvo la calle que la separaba de su casa como si volara. Ya en el salón, se sentó en su sillón orejero, junto a la lámpara e intentó recordar las instrucciones de la ochentona Antonieta. No es difícil, la escuchó decir en medio del tintineo de las campanas de la puerta cuando dejaba el local. Eso será para ella, porque lo que es para mí…
Encendió la luz y miró el retrato que había sobre la mesa camilla. Su querida hermana le sonreía desde un paraje lejano y por un instante sintió no haberla acompañado. Nunca tuve su osadía. Donde ella veía grandes oportunidades y una vida nueva, yo solo imaginaba rostros desconocidos que hablaban en lenguas que nunca llegaría a aprender. Se la imaginó vagando por sitios ignotos junto a ese hombre al que la familia no aceptaba y al que la pequeña María siguió sin dudar. ¿Encontraré alguien igual? ¿Un mozo que me envíe flores por mi cumpleaños?
Son las cinco de la tarde, buena hora para la infusión con un trozo de tarta. Se levanta del sillón y con la parsimonia de quien quiere retrasar una tarea se dirige a la cocina a prepararse un té. Cualquier cosa con tal de demorar la faena de enhebrar la aguja.
Con ansiedad y un poco de vergüenza, el jueves volvió a la mercería.
—¿Ya? —la interrogó la mujer— Sí que te has dado prisa.
Clotilde buscó en su bolso y le mostró lo que había hecho hasta entonces: La base de un jarrón que esperaba ser completado con flores.
Antonieta le preguntó cuáles eran sus preferidas.
—Las lilas —contestó la joven—. Siempre he esperado que algún caballero me regalara un ramo, pero como eso no ha sucedido, me las regalo yo.
—Deberías saber que tejer o bordar no es solo un pasatiempo, es un arte. Más que eso, creo que si cada vez que enhebras una aguja puedes ver más allá del hilo quizás tu diseño adquiera la magia que pones en él.
Absorta como estaba con las palabras de la anciana, casi tropieza con un señor al salir de la mercería. El hombre se disculpa y Clotilde le dice que no, que ha sido ella y levanta la vista hacia unos ojos oscuros que le sonríen. Ella devuelve la sonrisa y vuela, más que camina, hacia su casa.
Le dieron las once de la noche entre puntadas. El estómago le recordó que no había cenado y tras prepararse algo rápido encendió la televisión.
A la semana siguiente, con el pan y unos bollos en la bolsa, volvió a la tienda a mostrar a la anciana sus progresos… Y allí estaba él, comprando botones.
—Lleva una semana viniendo por aquí —le susurró Antonieta señalando hacia donde estaba el caballero—. Hoy son botones, ayer una cremallera, el día anterior unos hilos. Creo que está intentando un encuentro.
Clotilde siente una presencia a su espalda y una voz grave que dice “¡Qué bonito!” Cuando ella le extiende su bordado, le oye mannifestar que también las lilas son sus flores preferidas.
Una fiel aguja
Marieta Alonso
Mis sueños se desplomaron aquella fría mañana en que, de repente, averigüé, que en vez de ser una guapa estudiante de astrofísica era un simple filamento de metal. En un extremo afilado y en el otro, un agujerito para insertar un hilo que servía para coser. Y también para mirar el mundo a través de los finos trabajos que una dulce joven iba haciendo muy despacio.
La curiosidad innata en mí por las vidas ajenas y la certeza de que no estaba en mis manos convertirme en lo que no era, me ayudó durante muchos años a escuchar a Lucrecia, hoy anciana, que en cada puntada recordaba sus vivencias.
—Mi madre me enseñó todo lo que sé —decía justo en aquel momento en que la aldaba de bronce sacudió la puerta de madera.
Se puso en pie enderezándose poco a poco. Ya derechita, fue a abrir a quien al parecer tenía mucha prisa. Se encontró frente a una mujer muy elegante, que entró preguntando por la dueña del establecimiento. Esa señora que tiene fama de hacer maravillas con sus manos y una aguja.
Que me mencionara hizo que sintiera simpatía hacia ella. No todo el mundo se acuerda de alguien tan insignificante como yo, y oí a los hilos condolerse: De nosotros no ha hecho mención y también somos importantes. Los mandé a callar.
Explicó que la mayor de sus hijas iba a contraer matrimonio y quería un ajuar digno de una princesa. Las referencias que tenía sobre la dueña de aquella mercería le habían hecho recorrer muchos kilómetros. Sacó del bolso fotografías, dibujos y una lista astronómica de todo lo que quería. No iba a reparar en gastos.
−¿En qué fecha se efectuará el enlace?
−Dentro de diez meses.
Lucrecia tocó un timbre que estaba debajo del mostrador y apareció su sobrina Emilia a la que puso al tanto de todo y comenzó la búsqueda de telas apropiadas, mientras ella volvía a su mecedora conmigo, con el bastidor, el dedal y sus memorias.
«Me enamoré muy joven y los dos soñábamos con grandes y divertidas aventuras, pero llegó la guerra y lo destrozó todo».
La verdad era que yo estaba más atenta a lo que hablaban Emilia y la señora elegante que a Lucrecia con las repetitivas historias de su triste vida.
Como el invierno había llegado antes de lo previsto todo estaba en silencio, pero a pesar de la quietud, los caprichos de aquella clienta estaban poniendo nerviosa a Emilia. No daba pie con bola con lo que realmente quería.
—Tiene que ser —le explicaba como si fuera tonta— el traje de novia jamás soñado.
Pero ninguno de los diseños era el adecuado. Así que pinché con delicadeza el dedo de Lucrecia para que pusiera atención. Iba asintiendo con la cabeza cuando, de nuevo, se puso en pie enderezándose poco a poco y fue hacia la trastienda, a su dormitorio. Allí abrió el armario y desde lo más profundo sacó una caja larga, rectangular. Pidió ayuda a su sobrina que, solícita, llegó de inmediato. Que viniera también la señora, rogó. Cuando entraron en la habitación pidió a Emilia:
—Abre la caja, por favor y extiéndelo sobre la cama.
Fue en ese instante cuando reconocí aquel maravilloso vestido de novia que habíamos hecho Lucrecia y yo tantos años atrás. Con la boca abierta se quedó la clienta. No era para menos.
—Maravilloso —bisbiseaba con un brillo en la mirada y una lágrima a punto de caer—, es justo lo que buscaba para mi hija.
Y en aquel preciso instante me sentí orgullosa de ser lo que era. Pequeña, recta, afilada y con ese agujerito llamado hondón por el que a veces ya no logra, mi querida amiga Lucrecia, enhebrar los hilos.
Como siempre muy bonito el cuento tambien los demas gracias por mantenerme en contacto a ustedes
Te agradecemos mucho que nos leas.
Muy emocionante Cristina……me ha encantado.
Gracias mil
Muy bonitos relatos. Muchas gracuas y que tengáis un año próximo estupendo.
Mª Carmen
Muchas gracias a ti Elena por leernos. Te deseo un feliz año.
Un abrazo
Cristina
Excelentes los relatos me encantaron
Muchas gracias y muchos exitos Un gran Abrazo